23 El Señor ha resucitado

Los más miserables de todos los hombres. Creeríamos en vano. En vano esperaríamos. Nos alimentaríamos de sueños. Dedicaríamos nuestra vida a dar culto al vacío. Perderíamos todo aquello que habíamos sacrificado. Nuestra alegría se convertiría en grotesca. Nuestra esperanza sería la más amarga estafa cometida jamás.

Tendremos pues que tomar el tema con las dos manos, afrontar este problema vertiginoso, sumergirnos, con miedo o sin él, en este maravilloso y temible capítulo.

Ha contado Bruckberger que, al escribir su vida de Jesús, al abordar cada capítulo tenía la impresión de que ese era el apartado más dificil y la seguridad de que, una vez superado, todo lo demás discurriría fácil y suavemente. Pero volvía a encontrarse que el siguiente era igualmente o más dificil. Y sentía que esa dificultad aún se multiplicaba por ciento al llegar al último: al de la resurrección. Ante él, pensaba que al escritor no le quedaba otra salida que superar sus miedos, lanzarse al río desde lo alto de la ladera y nadar o ahogarse.

Evidentemente, nada hay más arriesgado que escribir sobre este tema. El escritor sabe que toda la vida de Cristo se juega en el capítulo de la resurrección. Con ella todo toma sentido. Sin ella todo se reduce a nada. Ni la encarnación sería el nacimiento del Hijo de Dios, ni su muerte sería una redención, ni sus milagros serían milagros, ni su misterio existiría verdaderamente, si Jesús no hubiera resucitado. Sin ese triunfo final, Jesús quedaría reducido a un genio del espíritu o quizá simplemente a un gran aventurero, por no decir a un loco iluminado.

¿Y nosotros? ¿Qué sería de nosotros, creyentes, sin esa resurrección? ¿Qué sentido tendría nuestra fe, para qué serviría nuestra Iglesia, en qué océano sin bordes se perderían nuestras oraciones, si Jesús hubiera sido devorado definitivamente por la muerte?

No, no exagera san Pablo cuando escribe:

Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe, vana nuestra predicación. Seremos falsos testigos de Dios, porque contra Dios testificamos que ha resucitado a Cristo, a quien no resucitó si en verdad los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, ni Cristo resucitó; y si Cristo no resucitó vana es vuestra fe, aún estáis en vuestros pecados. Y hasta los que murieron en Cristo perecieron. Si sólo mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres (1 Cor 15, 14-20).


La muerte

No cabe duda que, de todos los problemas con que el hombre se enfrenta, la muerte es el más grave de todos. Horrible es la injusticia; espantoso el dolor; amargo el amor que no llega a su meta o que es traicionado. Pero es el horizonte de la muerte lo que entenebrece todo lo demás. Si ella fuese abolida, todo giraría en la vida del hombre.

Los modernos tratan —tratamos— de camuflarla. En los países más industrializados la mayoría de los enfermos muere ya en hospitales, como en un esfuerzo titánico por alejar la muerte de nuestra vista. Y, una vez muertos, se embadurna a los cadáveres para que sigan, de algún modo pareciendo vivos.

El hombre no quiere ver la muerte. Trata de imaginarla como una especie de accidente inevitable, como algo que, en definitiva, no atañera a los vivos, algo que no tuviera que ver con nosotros.

Y, sin embargo, nunca la muerte estuvo más clavada en las entrañas de una civilización que en la nuestra. Abrimos los periódicos, encendemos las pantallas de televisión, salimos al tráfico de nuestras calles, y todo parece oler a muerte. Somos árboles de un bosque en el que incesantemente el rayo fuera tronchando los troncos de nuestros vecinos. Y experimentamos cómo el bosque se va llenando de calvas, cómo nos vamos quedando solos.

Y luchamos, desesperadamente, contra la muerte. Hemos logrado disminuir notablemente la mortalidad infantil; hemos prolongado notablemente, casi doblado, el promedio de vida de los hombres; los cirujanos luchan por descubrir las últimas defensas para salvar a quienes parecían definitivamente abocados a ella; buscamos recambio a nuestros corazones cansados; luchamos, luchamos. Pero ella está ahí.

El hombre se muere. Ya es maravilloso que siga viviendo, que yo concluya de escribir esta página, que el lector termine de leerla. La caña frágil que el hombre es —aunque sea una caña importantísima y pensante— está expuesta a todos los vientos y puede quebrarse en la primera esquina.

Y, porque la muerte es triste, lo son también sus avenidas: el dolor lacerante de las enfermedades o la ruina desoladora del envejecimiento. Poco valen frente a ellos las diversas formas de anestesia que la humanidad inventa; de nada sirven el dinero ni el progreso. El hombre, con todo su poder y su orgullo, termina agachándose para entrar en la enfermedad o la vejez y encogiéndose más aún para entrar en el ataúd.


Al otro lado

Pero la muerte es aún más dolorosa por lo que interrumpe que por lo que es. ¿De qué sirve un gran amor que ha de durar sólo unos pocos años? ¿Para qué luchar, si toda lucha ha de terminar a plazo fijo y buena parte de sus frutos no serán disfrutados por el luchador? No es lo malo la muerte por lo que es, sino por lo que, además, envenena la vida entera. A su luz todo se hace relativo y el hombre se ve obligado a pensar si vale la pena encarnizarse, sufrir, sangrar, llorar, gastarse, por bienes tan absolutamente pasajeros.

Porque todo cambiaría si el hombre tuviera la certeza de que las cosas continúan de algún modo «al otro lado». Pero este misterio es aún más hondo que el de la muerte, más desconcertante. ¿Qué hay tras esa puerta? ¿Hay verdaderamente algo?

Y el problema es grave a nivel personal. Cuando yo haya muerto ¿todo habrá acabado para mí? ¿Seguiré existiendo de algún modo, en algún sitio? ¿Continuaré siendo el hombre que soy, tendré una memoria, mantendré de algún modo mis ilusiones de hoy, prolongaré, de alguna manera, mi obra, mis amores?

Pero aún se hace más agudo respecto a aquellos que amo. Muchos han muerto ya. ¿Existen de alguna manera? ¿Siguen recordándome como yo les recuerdo, me aman aún como yo aún les amo? Esta memoria mía, este cariño hacia ellos que se mantiene en mí, obstinado, pertinaz ¿es simplemente humo y sueño? ¿O hay en algún sitio un recuerdo que responde a mi recuerdo, un amor que corresponde a mi amor? Y aquellos que hoy amo y que aún viven ¿podrán borrarse definitivamente mañana? ¿dejarán un día de amarme para siempre? Si mañana murieran ¿ya nunca más me reuniría con ellos? Y si me reuniera ¿me reconocerían? ¿Seguirían ellos siendo «ellos» y yo continuaría siendo «yo»? ¿Nuestro amor de hoy tendría un nuevo capítulo, tal vez inacabable?

Siento ahora que algo grita en mí: no sólo la necesidad de que ellos existan, sino una especie de loca certeza de que ellos existen, de que aquello que yo amé no puede haber muerto del todo. Pueden haber muerto sus cuerpos. Pero yo no les amé por sus cuerpos. Aquello porlo que yo les quise no puede haber muerto, no puede morir. Es una certeza furiosa y que ciertamente no sería capaz de demostrar con mi razón científica, pero que grita por todas las rendijas de mi ser. Y sé que no creo en eso porque yo lo necesite, sé que creo porque no puede no ser verdadera esta brutal aspiración que como yo han sentido millones y millones de hombres desde que el mundo existe.


La certeza insuficiente

Pero, junto a este certeza, experimento otras dos: que con ella no puedo despertar a mis muertos y que ni siquiera soy capaz de penetrar con mi imaginación en ese mundo que todo mi ser grita que existe. Por mucho que yo siga amando a mi madre, por mucho que necesite su compañía, sé que mi único consuelo es visitar su tumba y mantener firme mi certeza de que —al otro lado del misterio— volveré a encontrarla. Mis deseos no la resucitan. La muerte es más fuerte que ellos, aunque no sea más fuerte que mi esperanza.

Y también es estéril mi imaginación. A veces me imagino a mi madre paseando por celestes praderas, pero sé que son simples proyecciones de la realidad de aquí. Sé que ella existe, pero que esas praderas son soñadas, deformantes, falsificadoras. Por eso, en realidad, son tan absurdas todas las imágenes con las que nos imaginamos la otra vida. Nuestra visión del infierno es tan grotesca como la que tenemos del cielo. Aquello que certifica la esperanza, lo falsifica y vuelve vano la imaginación.

Pero esas imágenes demuestran algo importante: que el hombre es muy corto en sus deseos. Decimos desear la vida eterna, pero en realidad sólo aspiramos a continuar la actual, una segunda vida que nos imaginamos como simple prolongación de ésta. Lo que deseamos no es superar a la muerte con una vida total, sino volver atrás, a nuestras calles y a nuestros sudores, cruzar inversamente la puerta que con la muerte atravesamos, regresar, continuar, dejar la muerte en suspenso, no vencerla y superarla.

Si en realidad los muertos a quienes amamos regresaran, pero lo hicieran con la vida plena de quien ha vencido para siempre a la muerte, nos aterrarían más que alegrarnos. Queremos que vuelvan limitados, pequeños, atados a esta corta realidad que es la nuestra. Otra vida más grande nos aterra, porque nos desborda. No nos cabe en la imaginación. Puede únicamente cabernos en la fe.


La noche del sábado

Algo muy parecido a cuanto venimos describiendo es lo que experimentaban la noche de aquel sábado los amigos de Jesús. Multiplicado en ellos por la enormidad de su pérdida. Habían entregado al Maestro la totalidad de sus vidas. No sólo sus aspiraciones religiosas, sino todo su ser. Por él habían abandonado sus familias, sus medios de vida. Le habían seguido con una entrega totalizadora, aun dentro de sus miedos, de sus fallos, de su traición final. Creían en él con la cabeza, con el corazón, con la fe, con sus mismos cuerpos. El era todo. Con él giraba el sentido del mundo.

Y ahora había muerto. Aquella cruz no era para ellos sólo la muerte de un amigo; no era siquiera la pérdida de un amor; era el hundimiento mismo de todo un mundo. Con su muerte lo perdían todo y empezaban a preguntarse si, al morir él, no habrían muerto también ellos.

¿Esperaban su resurrección? Si hacemos excepción de María, su madre, podemos decir que nadie la esperaba. La muerte de Jesús era para ellos tan definitiva como es para nosotros la del mejor amigo a quien damos tierra. Cuando aún hace sólo unas horas velábamos su cadáver, antes de que la tapa de la caja nos velara para siempre su rostro, hemos sentido quizá una extraña sensación que nos obligaba a decir con la voz del alma: Resucita, resucita. Pero, al pensarlo, sabíamos que no sucedería, que los muertos están muertos.

Los amigos de Jesús, como nosotros, habían entrado en esa resignación ciega, que se golpearía contra las paredes, pero que se sabe impotente frente a la muerte.

¿Pero es que no recordaban la resurrección de Lázaro, ocurrida aún pocos días antes? ¿No estaba Lázaro acaso junto a ellos en esas horas? Quizá acudieron a verle y tocarle. Ellos habían percibido el olor de su cadáver, ellos le habían visto salir de la tumba. ¿Y por qué no Jesús? Se respondían a sí mismos que a Lázaro le había despertado Jesús y que ya no había quien le despertase a él. Quizá hasta en algún momento se imaginaban a Jesús regresando junto a ellos, caminando a su lado, prolongando su vida con una segunda, cómo la de Lázaro. Pero, aun cuando pensaban en esto ¿era en la resurrección en lo que pensaban?


Dos formas de resucitar

He de anticipar aquí una observación fundamental si queremos entender la resurrección de Jesús. Porque esta palabra tiene dos significados muy diferentes y no entenderemos nada si no los distinguimos. Buena parte de los equívocos sobre este problema vienen de olvidar esa distinción.

Porque la frase «resucitar de entre los muertos» tiene dos acepciones completamente distintas y los hombres tendemos a entenderla siempre en la primera e inferior de ellas.

Es el sentido que podíamos llamar «terrestre». Resucitar sería simplemente volver a la misma vida que se tenía antes, reanudar lo que la muerte interrumpió, como se vuelve a casa tras un corto o largo viaje. En este sentido el resucitado no tiene una «nueva» vida, sino un segunda parte de la «misma» vida; sigue atado a la fugitividad, continúa siendo mortal. Esta fue la resurrección de Lázaro. Esta parece ser la única resurrección a la que el hombre aspira.

Pero esta resurrección, aun siendo muy importante, aun necesitando, para producirse, un enorme milagro, en realidad no resuelve ninguno de los grandes problemas humanos. La muerte sigue siendo muerte, el hombre sigue encadenado al tiempo y a la fugacidad. Esa resurrección es, en realidad, más una suspensión o un retraso de los efectos de la muerte, que una verdadera resurrección. No es una victoria sobre la muerte, no es la entrada en una vida plena y total.

Cuando hablamos de la resurrección de Cristo hablamos de mucho más. Jesús, al resucitar, no da un paso atrás, sino un paso adelante. No es que regrese a la vida de antes, es que entra en la vida total. No cruza hacia atrás el umbral de la muerte, sino que da un vertiginoso salto hacia adelante, penetra en la eternidad; no reingresa en el tiempo; entra allí donde no hay tiempo. Si la primera forma de resurrección es un milagro, esta segunda es además un misterio; si la primera resulta, en definitiva, comprensible, la segunda se vuelve inalcanzable para la inteligencia humana. Jesús, tras su resurrección, no «vuelve a estar vivo», sino que se convierte, como les gusta decir a los evangelistas, en «el viviente», en el que ya no puede morir. No es que regrese por la puerta por la que salió, es que encuentra y descubre una nueva puerta por la que se escapa hacia las praderas de la vida eterna.

Su resurrección no aporta, pues, un «trozo» más a la vida humana; descubre una nueva vida y, con ello, trastorna nuestro sentido de la vida, al mostrarnos una que no está limitada por la muerte.

Pero no se trata de una nueva vida en sentido sólo espiritual, tal y como decimos que nuestros muertos han pasado a ella. Jesús entra, por su resurrección, en esta nueva vida con toda la plenariedad de su ser, en cuerpo y alma, entero. Y quien resucita es él y no es él. Es él porque no se trata de una persona distinta; y no es él, porque el resucitado inaugura una humanidad nueva, no atada ya a la muerte. Como ha escrito un poeta, al resucitar «todos creyeron que él había vuelto. Pero no era él, sino más». Era él, pero más él, era el definitivo.

Esta es la gran apuesta que los creyentes nos jugamos en la resurrección de Cristo: si él no resucitó, somos los más desgraciados de los hombres, como dijo san Pablo. Pero, si él resucitó, ser hombre es la cosa más exultante que puede existir. Como escribe Bruckberger:

Ahí es donde se capta el profundo optimismo del cristianismo en comparación con el pesimismo platónico o hindú. La revelación propia de Jesucristo en su resurrección es que el cuerpo humano, humilde y necesario instrumento del alma, puede seguirla hasta la eternidad y participar en la eternidad. Lo que se hizo una vez para uno solo puede hacerse para todos. Nosotros, los cristianos, esperamos la «resurrección de la carne», su promoción a la eternidad. ¡Prodigiosa aventura! Con la resurrección de nuestro Señor Jesucristo se pone fin a nuestra miserable filosofa de rampantes: estamos hechos para penetrar en cuerpo y alma en la eternidad, para gozar de Dios, para devorarle como hermoso fruto de nuestro destino.


La narración de Marcos

Pero ¿fue la resurrección de Jesús un hecho real? La primera respuesta a esta pregunta es que ninguno de nosotros estuvo allí. Que no tenemos pruebas «científicas» de la resurrección en sí. Todo cuanto sabemos nos llega a través del testimonio de quienes creyeron en él. Tendremos, pues, que centrar nuestro estudio en el testimonio de los testigos. Y para ello, nada mejor que dejar hablar a los textos sencillamente, sin preocupaciones apologéticas. Oír fríamente a los testigos.

El primero puede ser Marcos. Sabemos que su evangelio es el más sencillo de todos. Cuenta los hechos sin flores, sin interpretaciones, como si apenas le afectasen. Apenas es un escritor. Es exactamente el testigo cuya frialdad impresiona en un tribunal.

He aquí su voz:

Pasado el sábado, María la de Magdala y María de Santiago y Salomé, compraron perfumes para ir a embalsamarle. Y en la madrugada del día después del sábado, fueron a la tumba, al salir el sol. Y se decían unas a otras: ¿Quién nos apartará la piedra del sepulcro? Al mirar, vieron que la piedra estaba apartada, y eso que era muy grande. Entrando al sepulcro, vieron un muchacho sentado a la derecha, vestido con un traje blanco, y se asustaron. El les dijo: No os asustéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Resucitó, no está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron. Pero id y decid a sus discípulos y a Pedro: él va por delante de vosotros a Galilea. Allí le veréis, como os dijo. Ellas, al salir, huyeron del sepulcro, porque temblaban y estaban como fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo.

Lo primero que llama la atención en esta candorosa narración es el enorme parecido entre estas mujeres y los cristianos de hoy. Esas mujeres tenían, desde luego, todo menos fe en la posibilidad de una resurrección de Jesús. Nada preveían, nada esperaban, lo que menos se imaginaban era la posibilidad de que el Maestro pudiera estar vivo. Amaban a Jesús, pero pensaban que estaba muerto, definitivamente muerto. Ni se acordaban de que él hubiera hablado de una resurrección.

Curiosamente, lo único que parecía preocuparles era que no había quedado bien enterrado. Con las prisas del viernes, lo habían embalsamado a medias. Y, con escrúpulo muy femenino, no se podían quedar satisfechas con aquella ceremonia precipitada. Sentían que era como traicionar su amor al Maestro. Para un judío, esto era un fallo que ellas no se podían perdonar a sí mismas.

Y, con un sentido de improvisación típicamente femenino, allá se van en la mañana del domingo, sin preguntarse siquiera cómo podrán entrar en el sepulcro, cerrado como está con una piedra que ellas no podrían remover.

Y ¿cuál es su reacción al encontrarse que el que creían muerto no está allí y que alguien les anuncia que ha resucitado? ¿Acaso un estallido de alegría? ¿Una invasión de lágrimas de gozo? ¿Un entusiasmo al saber vencedor a su Maestro? ¿Un correr por la ciudad comunicando la noticia? No. Estupor, espanto, miedo, terror, huida y silencio. Se frotan los ojos. No se deciden a creer la buena noticia, se sienten trastornadas, piensan que tienen que estar en un error y, por si acaso, se callan, seguras de que serán tenidas por locas si hablan.

Lo primero que impresiona al leer el evangelio es que unánimemente cuando describe la reacción de quienes se enfrentan con la resurrección, ésta es siempre la misma: susto, incredulidad.

El escepticismo del hombre moderno no es, pues, cosa nueva. Fue ya la primera reacción de todos los testigos de la primera hora. Curiosamente, los enemigos de Jesús creerán en su resurrección mucho antes que sus amigos. Estos parecen tener las cabezas tan duras que la idea de la resurrección no entra en ellas. Y obligan a Jesús a aportar prueba sobre prueba.

Realmente, si la idea de la resurrección de Jesús hubiera sido un invento de los apóstoles, es dificil imaginarse un texto más torpe que el de Marcos y que los de los restantes apóstoles. Llenos de dudas, de contradicciones. Cuando se inventa una cosa, se inventa mucho mejor. A no ser que atribuyamos a los evangelistas un supermaquiavelismo de haber sembrado sus narraciones de confusión para así parecer más verdaderos.


La reacción de los enemigos

Pero si es llamativa la primera reacción de los amigos, aún lo es más la de los enemigos. Mateo es el único evangelista que transmite el episodio de los guardias de la tumba. Una escena que introduce un elemento de humor en lo más hondo del misterio.

Y entonces hubo un gran terremoto: un ángel del Señor bajó del cielo y se acercó a remover la piedra, sentándose luego encima. Su aspecto era como el del relámpago y su manto blanco como la nieve. Los centinelas se estremecieron de miedo ante él y quedaron como muertos (Mt 28, 2-3).

No creo que haya que interpretar al pie de la letra estas palabras e imaginar, como hace Bruckberger, que se produjo un estallido poco menos que atómico. Ni el evangelista, ni ninguno de sus compañeros estaban allí y tuvieron que recoger la descripción de la que los guardias hicieron a sus superiores. Descripción en la que, probablemente, los guardias multiplicaron melodramáticamente la escena para justificar más su terror. Terror que, sin embargo, se produjo por algo. La visión de un ángel, aunque no vaya acompañada de terremotos ni relámpagos, ya es por sí sola suficientemente terrible. En todo el nuevo testamento, cuando se nos describe una aparición angélica, se trata no de los ángeles dulces de nuestras estampas sino de aquel «todo ángel es terrible» de que hablara Rilke.

Algo ocurrió. Algo misterioso que dejó inmovilizados a los guardias. No se trató de un grupo de ladrones, sino de algo maravilloso ante lo que se sintieron impotentes. Algo vieron que les obligó a restregarse sus ojos, a palpar sus cuerpos para comprobar si seguían vivos, que les llenó de una profunda sorpresa cuando, superado su espanto, comprobaron que la tumba estaba abierta y vacía.

Ahora un nuevo miedo se apoderó de ellos. ¿Cómo se presentaban ante sus superiores y les contaban que... habían dejado escapar a un muerto? Conocían los terribles castigos que en la milicia romana se daban a los infractores. ¿Huir'? Aún era más grave. Un desertor era, en aquellos tiempos, hombre muerto. Tendrían, además, que enfrentarse, al mismo tiempo, a las autoridades romanas y a las judías. Imposible escapar.

Eligieron el camino que les pareció más fácil. No fueron directamente a sus superiores militares sino a los sumos sacerdotes. Y allí contaron lo que había ocurrido, adornándolo probablemente con una corte de prodigios que justificaran mejor su fracaso. Pero sin poder ocultar ni modificar el hecho fundamental de que el muerto había regresado a la vida.

Y la acogida de los sacerdotes fue absolutamente sorprendente. La primera reacción de los amigos es siempre de miedo, de resistencia a creer; piensan que es un fantasma, que es el jardinero, imaginan que es alguien que se parece a él, pero no pasa por sus cabezas la idea de que haya resucitado.

Con sus enemigos ocurre lo contrario: desde el primer momento aceptan que están ante un nuevo prodigio de «aquel impostor». Creían en su fuerza más que los propios amigos. Le odiaban, pero reconocían su poder. Muchas veces —ay— el odio es más clarividente que el amor. En el fondo, aquella su desconfianza, aquel pedir guardias para vigilar la tumba, era una forma de manifestar que todo lo creían posible. Y ahora se les escapaba de nuevo. Habían tratado de aplastarle como a una serpiente, pero de nuevo se les escurría.

Y su miedo fue bien diferente del de los amigos y los soldados ¿Qué podía ocurrir ahora? ¿Cómo se plantearía la nueva batalla?

Porque su fe en Jesús —pues de alguna forma de fe se trataba— no iba acompañada de la humildad del corazón. Veían que la luz era luz, pero estaban dispuestos a seguir ahogándola hasta convertirla en tinieblas. Ni por un momento se plantearon la posibilidad de haberse equivocado; mucho menos la de reconocer que esa potencia podía venir de Dios y hacer verdadero cuanto aquel hombre había hecho y dicho.

Y acudieron entonces a una solución ridícula: luchar contra la verdad con una siembra de mentiras:

Ellos, reunidos con los ancianos, tomaron el acuerdo de dar a los soldados muchas monedas de plata, diciéndoles: Decid que sus discípulos vinieron de noche y robaron el cuerpo mientras dormíais. Y si se sabe algo de esto delante del gobernador, nosotros le convenceremos y os sacaremos salvos (Mt 28, 12-15).

La escena se ha vuelto verdaderamente bufa. Los soldados van de sorpresa en sorpresa. Cuando van hacia la casa de los sacerdotes están seguros de que nadie va a creerles: ¡es tan inverosímil lo que cuentan! ¡Se reirán de ellos, les tomarán por locos o por farsantes! Y se encuentran con que los sacerdotes creen su narración sin vacilación alguna. Se diría que, en el fondo, esperaban ya este desenlace que ni los propios soldados que lo han vivido, se acaban de creer.

Temían, además, ser castigados. Y he aquí que, en lugar de ello, les dan dinero. Y parece que bastante. Y se lo dan por difundir algo que, si no les honra mucho como soldados, por lo menos es más creíble que la verdad que ellos han vivido.

Para colmo, se les propone que difundan algo que aún a ellos les parece absurdo. La fórmula que los sacerdotes proponen es la añagaza estúpida que sólo se le ocurre a quien está aterrado y no sabe por dónde salir. San Agustín se reirá de ellos preguntando cómo saben que el cuerpo fue robado y que lo fue por los apóstoles, si ellos mismos dicen que ocurrió mientras ellos dormían. ¿Si dormían, cómo lo vieron? Testigos dormidos no son precisamente los mejores testigos.

Curiosamente, el terror de sus enemigos, su necesidad de inventar una historia para cubrir la verdad, se convierte en una prueba más firme que las mismas afirmaciones de los amigos.


La narración de Juan

Pasamos ahora a la narración de un tercer testigo, de alguien que participa muy directamente en las escenas que narra, Juan, el único de los apóstoles que participó personalmente en el entierro y embalsamamiento de Jesús. Su narración está llena de importantes detalles:

El día primero de la semana, María Magdalena vino muy de madrugada, cuando aún era de noche, al sepulcro y vio quitada la piedra. Corrió y vino a Simón Pedro y al otro discípulo a quien Jesús amaba, y les dijo: Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto. Salió, pues, Pedro, y el otro discípulo, y fueron al sepulcro. Ambos corrían; pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose vio las vendas; pero no entró. Llegó Simón Pedro después de él y entró en el sepulcro y vio las fajas allí colocadas y el sudario que había estado sobre su cabeza, no puesto con las fajas, sino envuelto aparte. Entonces entró también el otro discípulo que vino primero, y vio y creyó; porque aún no habían entendido la Escritura según la cual era preciso que él resucitase de entre los muertos. Y los discípulos se fueron de nuevo a casa (Jn 20, 1-10).

Este relato, que lleva la firma acostumbrada «el discípulo a quien Jesús amaba» destaca por la infinidad de pequeños detalles aportados, datos aparentemente sin importancia, pero que clarifican el valor de lo descrito.

Comienza destacando el valor del personaje de María Magdalena. Los sinópticos la habían colocado ya entre las demás mujeres. Juan la saca a primer plano. Lo cual no quiere decir que fuera ella sola al sepulcro. La misma frase que ella dice a Pedro: «No sabemos dónde lo han puesto», demuestra que no se aventuró ella sola a ir al sepulcro. Si Juan la destaca es por la importancia de su testimonio y porque probablemente sí fue ella la primera en correr a dar a Pedro la noticia. Noticia, sin embargo, que aún demuestra su turbación: nada dice de la resurrección del Señor. Como un testigo frío y objetivo, sólo afirma que el sepulcro está vacío y parece inclinarse por una interpretación natural en la que alguien hubiese cambiado de lugar el cadáver del Maestro. Se diría que teme más bien una intriga de los sacerdotes que hubieran querido sustraerles el cuerpo querido.

Pero inmediatamente Juan destaca la importancia de Pedro. Su traición no le ha quitado la menor autoridad. Los evangelios, que no han tratado de ocultar su falta, siguen reconociéndole su privilegiado puesto aun antes del perdón del Señor.

No sabemos dónde estaban Pedro y Juan. Puede ser que estuvieran aún en Betania, pero mucho más probablemente fuera en la misma ciudad, quizá en donde se celebrara tres días antes la última cena, en el cenáculo, vivienda de la familia de Marcos. O en casa de alguno de los parientes de Juan, que como ya hemos visto contaba con familiares entre los amigos del sumo sacerdote.

La narración que prosigue es una mezcla de emoción y de serenidad. No son testigos alucinados, enloquecidos. Aun en algo que pone tan en juego sus vidas, mantienen la sangre fría como testimonian numerosos detalles. Pedro frisa por este tiempo los cuarenta años; Juan tiene pocos más de veinte. Y Pedro no tiene la agilidad de Juan.

La descripción es, en este momento, un verdadero prodigio literario que recuerda los mejores momentos de Juan: hay en el texto una sabia mezcla de pretéritos, presentes e imperfectos. Los pretéritos expresan las causas por las que se apresuran. Los imperfectos y presentes los motivos del retraso. Y al mismo tiempo se describen agudamente los dos caracteres de quienes corren al sepulcro. Juan es el ímpetu; pero el respeto domina su impulso. Pedro es la pura pasión: llega, entra en la cámara precipitadamente, sin preocuparse de si aún está custodiada por los soldados que sabe fueron colocados dos días antes. Vuelve a exponerse como en el huerto de los olivos. Juan, en cambio, sabe detenerse a tiempo. Y su respeto a Pedro no es sólo el de la edad, es un honor más profundo, el que se debe a un jefe a quien se reconoce y acepta. Juan sabe que Pedro es el responsable. Aunque podía haberse vanagloriado de valor (él resistió mientras Pedro se hundía; él estuvo al pie de la cruz, cuando Pedro desapareció), sabe esperar a la puerta del sepulcro y dejar pasar delante al compañero.

El evangelista describe aquí con asombrosa minuciosidad el estado de las vendas y el sudario. ¿No parece absurdo detenerse en datos tan nimios cuando se encuentra ante un hecho tan vertiginoso? Evidentemente, Juan es un testigo notarial; no se deja llevar por el entusiasmo. Describe fríamente, no se apresura a sacar rápidamente conclusiones. Analiza, detalla.

Y los dos hombres contemplan en silencio. Juan observa el examen que Pedro hace de todo. Pero no interviene. No cambia impresiones con él. No se abrazan entusiasmados, celebrando el triunfo del Maestro amado y, con ello, su propio triunfo. Callan. Están ante el misterio y se dejan penetrar por él.

Juan confiesa, no obstante, que en este momento creyó. Parece excusarse de no haber creído antes. Se adivina también en él una cierta lentitud en creer. Reconoce que hubiera sido más perfecto haber creído por las palabras de Jesús, pero subraya que no creyó hasta haber visto. Ni siquiera Juan había entendido la Escritura antes de verla realizada. Sólo ahora descubre que el triunfo puede venir a través de la muerte y el sufrimiento.

¿Y Pedro? Nada nos dice Juan de él. Lucas nos le presenta estupefacto, asombrado de lo que ha ocurrido (Le 24, 12). Pedro es aquí, desde el punto de la fe, como el quebrar de la aurora. Va saliendo trabajosamente a la luz, perdido aún en el misterio. No se le ocurre pensar, como a Magdalena, que manos enemigas ha robado el cuerpo del maestro. Piensa que su Maestro ha vencido a la muerte. Pero su fe es lenta, no corre a comunicar lo que intuye. Calla. Deja que la fe se abra trabajosamente camino en su corazón de pescador.

Estamos, como se ve, ante testigos nada entusiastas, nada visionarios. No hay en estas páginas un «montaje» fervoroso. Si de algo pecan es de una contención sorprendente.

Pero ahora debemos retroceder en nuestra búsqueda.


Las fórmulas más antiguas

Porque estos relatos evangélicos no son ni la única ni la primera expresión del misterio pascual. Durante algunos decenios, antes de ser puestos por escrito los evangelios, había cundido ya en la primera Iglesia toda una literatura muy variada. Y de ello poseemos abundantes testimonios: entre otros las cartas de san Pablo y algunos textos breves más antiguos que luego fueron integrados en los diversos escritos del nuevo testamento y que así han llegado hasta nosotros. Estos testimonios preevangélicos nos permiten alcanzar una expresión más inmediata, casi original de la primera experiencia cristiana. Y demuestran, sin lugar a dudas, que para los primeros cristianos no había hecho más cierto que la resurrección de Jesús.

Sabemos hoy que mucho antes de la redacción de los evangelios, la Iglesia naciente vio circular entre los fieles numerosas formulaciones de su fe común. En ellas condensaban lo que consideraban esencial de su fe y con ellas instruían a los neófitos. Eran estas fórmulas las que usaban en la predicación y con ellas proclamaban en la liturgia la unanimidad de fe de los participantes.

Estas formulaciones se centraron rápidamente en el acontecimiento nuclear de la existencia de Jesús: su muerte y su resurrección victoriosa. Suelen ser de dos tipos: aquellas que insisten en el «Cristo ha resucitado», poniendo al Señor como sujeto activo de la resurrección, y aquellas otras en las que se acentúa que Dios ha resucitado a Jesucristo.

Entre las primeras destaca la famosa fórmula de san Pablo, una de las más antiguas y originales, que algunos sitúan ya en el año 35 y que, quienes le atribuyen menor antigüedad, colocan entre el 40 y el 42, es decir, a muy pocos años de distancia del hecho que reflejan:

Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado, que resucitó al tercer día según las Escrituras, que se hizo ver de Cefas, luego se apareció a los doce. Después se apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los cuales muchos permanecen todavía y algunos murieron; luego se apareció a Santiago, luego a todos los apóstoles; y después de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí (1 Cor 15, 3-8).

Pablo no habla aquí, sobre todo en las primeras líneas, de un tema controvertido como hace en el resto de la carta. Simplemente recuerda a sus hermanos en la fe cuál es la buena nueva en la que creen y por la cual se salvarán. Y transmite esa fórmula como el corazón mismo de su fe, pidiendo a los creyentes de Corinto que no se dejen turbar por las opiniones que circulan en el sentido de que no hay resurrección de los muertos. Pablo no trata en modo alguno de «demostrar» que Cristo ha resucitado, sino de razonar a partir de una evidencia de fe, como escribe Léon-Dufour.

La resurrección de Jesús se expresa aquí mediante una palabra griega (egeirein) que originariamente significa «despertar, despertarse» o también «levantarse, ponerse en pie», con lo cual se indica el acto inicial y el resultado de la resurrección.

Añade, además, Pablo dos precisiones que explican el sentido que la Iglesia da al hecho de la resurrección: tuvo lugar al tercer día y ocurrió según las Escrituras. En la fórmula «al tercer día» más que tratar de indicar una fecha, Pablo alude a la fórmula bíblica que indica que un acontecimiento se va a producir próximamente, inminentemente. Así Abrahán vio al tercer día el lugar donde debía sacrificar a su hijo Isaac (Gén 22, 4). 0 tal vez alude a la creencia popular que pensaba que sólo al tercer día abandonaba el alma definitivamente al muerto, para indicar con ello que Cristo estaba muerto plena y definitivamente y que se trató de una verdadera obra de Dios.

La fórmula «según las Escrituras» tampoco es muy clara. En aquel tiempo no podía aludir a los anuncios de su resurrección hechos por Cristo puesto que los evangelios no estaban escritos. Puede quizá aludir a un texto preciso del antiguo testamento, el Salmo 16, 10 que se citará, notablemente modificado, en los Hechos de los apóstoles (2, 27; 13, 35): No dejarás que tu santo vea la fosa. Pero quizá, más que aludir a un texto preciso y concreto, se está expresando que los primeros cristianos trataban de situar la resurrección de Jesús en el marco de la economía de la alianza con Dios.

Finalmente la fórmula alude a las apariciones hechas por Jesús a Cefas y a otros, no sólo para certificar que no se trata de una invención (así ha de entenderse la alusión a que algunos de esos testigos están aún vivos y son verificadores de la afirmación) sino también para aclarar que este hecho se inserta como algo concreto en la trama de la historia de los hombres.

Pero aún hay un hecho que parece sustancial en esa fórmula de fe: muerte y resurrección se ponen a la misma altura, como dos partes de una misma aventura de Dios. En el texto paulino la resurrección llega como la contrapartida de la afirmación de que Jesús se sometió a la muerte compartida con todos los mortales. La luz de la pascua ilumina el hecho escandaloso de la muerte y es un hecho tan real como aquel. Ambos sucesos se sitúan en el ámbito de los designios de Dios, ambos han de ser leídos a la luz del espíritu para ser interpretados en plenitud, pero ambos forman parte de una misma y verdadera historia.


Dios resucitó a Jesús

Junto a esta fórmula que canta la fuerza del Jesús que resucita, están las muchas que acentúan la acción de Dios en el hecho. Son fórmulas aún más breves, menos doctrinales, carentes de un sentido directamente apologético, pero todas ellas conservan ese díptico muerte-resurrección.

Así leemos en 1 Tes 4, 14: Si creernos que Jesús murió y resucitó... El paralelismo muerte-resurrección es siempre significativo: indica las dos vertientes del misterio de la redención. Por eso los cristianos deben vivir para aquel que por ellos murió y resucitó (2 Cor 5. 15) y pueden echar en cara a los enemigos de Jesús la historia de aquel a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios despertó de entre los muertos (Hech 4, 10; 3.15, etc.).

Este tipo de afirmaciones hechas como algo incuestionable, sin siquiera cargar el acento sobre ellas, se multiplican en las epístolas paulinas con muy leves variantes. Un día dice en un contexto de proclamación de fe: Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y en tu corazón crees que Dios le despertó de entre los muertos, serás salvo (Rom 10, 9). Otro, utilizando una antigua confesión de fe, escribe: Servir a Dios vivo y verdadero y esperar así a su hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien despertó de entre los muertos y que nos salva de la cólera venidera (1 Tes 1, 10).

Podemos, pues, afirmar, sin género alguno de dudas, que la fórmula Dios resucitó a Jesús de entre los muertos es la parte más sustancial de la fe de la Iglesia naciente.


La batalla contra la resurrección

Pero ¿fue realmente la resurrección un hecho? ¿Fue un sueño que los primeros cristianos confundieron con una realidad? ¿Es simplemente una simbología para expresar su admiración hacia Cristo?

Como es fácil de suponer, ningún otro capítulo de la vida de Cristo ha sido más combatido que éste. Y en torno a él se han tejido hipótesis de todo tipo, antes que aceptar la vertiginosa realidad del mismo.

Sería imposible reseñar aquí todas esas hipótesis y, por otro lado, daría a este capítulo un tono apologético que ni yo deseo, ni es el mejor en una seria visión teológica.

Pero un repaso a esas hipótesis más llamativas o influyentes parece imprescindible.

Por comenzar por las más absurdas citemos las de ciertos mitólogos que, bajo la influencia de Frazer, Salomón Reinach y otros, aplicaron al tema las teorías del comparatismo religioso y no vacilaron en afirmar que Cristo no existió nunca sino que fue una encarnación más del dios solar, con lo que su resurrección no habría sido otra cosa que una alusión a la subida y descenso del astro sol por encima del horizonte. Como prueba de tan sorprendente teoría se aporta algo tan ¡sólido! como el hecho de que se eligiera el domingo --día del Sol, para los romanos-- como día de su reaparición. La idea es tan poco seria que no parece que se deba gastar una sola palabra en refutarla.

Más seguidores ha tenido la teoría de que en realidad Cristo no murió y, por tanto, no resucitó. En la cruz habría tenido un simple síncope del que se habría recobrado con el frío del sepulcro. Vuelto en sí no habría tenido que hacer otra cosa que levantarse. Este muerto que se levanta habría aterrado a los soldados que custodiaban la guardia. Y ya sólo era necesario que sus seguidores tejieran la leyenda de una resurrección verdadera.

Esta teoría, en la que todo el mundo había dejado de creer, ha vuelto a ponerse muy recientemente en candelero por el lanzamiento escandalístico de alguna obra de ciencia-ficción en la que, dando por auténtica la falsa carta de Pilato a Tiberio César (que no acepta ni un solo historiador serio), se supone que Pilato era un gran admirador de Jesús y que eligió precisamente las últimas horas del viernes para crucificar a Jesús de tal manera que poco después hubiera que retirar su cuerpo para no entrar en el sábado estando en la cruz. Gracias a este maquiavelismo de Pilato y a la influencia de José de Arimatea, Jesús habría sido retirado vivo de la cruz. Luego habría huido de la tumba para ir a esconderse en Cachemira.

Frente a estos sueños están todos los documentos históricos. La afirmación de la muerte de Jesús aparece no sólo en los cuatro evangelios (Mt 27, 57; Mc 15, 42-47; Lc 23, 50-58; Jn 19, 38-42) sino en infinidad de textos aún anteriores (Hech 2, 25-32; 13, 26-30; 1 Cor 15, 3-5; Col 2, 11-12; 3, 3). Encontramos además que Pilato manda cerciorarse de que está muerto; que un soldado hace la última comprobación con un golpe que era suficiente para producir la muerte; que los soldados que destruyen las piernas de los otros dos crucificados, no rompen las de Jesús porque comprueban que está muerto y que se trataría de una crueldad inútil; que ni los propios enemigos de Jesús sugieren la idea de que no haya muerto del todo. La mejor garantía —escribe el mismo Renan— que el historiador posee sobre un punto de esta naturaleza es el odio receloso de los enemigos de Jesús. Los judíos tenían, en verdad, demasiado interés en asegurarse de que Jesús estuviera bien muerto. Imaginarse que, después de todo su esfuerzo en conseguir la condena de Jesús, se hubieran dejado engañar por Pilato en algo tan burdo no tiene cabida en cabeza humana.

Algo parecido hay que pensar de la hipótesis del robo del cuerpo de Jesús por sus discípulos. El origen de esta suposición lo encontramos ya en los mismos evangelios como un rumor difundido por los judíos para invalidar la resurrección de Jesús. Pero no parece que en la época siguiente tuviera mucho éxito este rumor que pronto desaparece. Mas para reaparecer con Samuel Reimarus y Lessing en el siglo XVIII. La hipótesis ha sido rechazada de plano por los propios seguidores de Reimarus que veían en esta teoría una montaña de inverosimilitud: ni los apóstoles estaban organizados para un golpe de fuerza como ese, ni contaban con ánimos para intentarlo, ni tenían la inteligencia y la astucia de realizarlo sin que los soldados se enterasen. La idea contradice todos los datos históricos de que disponemos. La crítica racionalista con tal de negar la realidad de la resurrección parece dispuesta —como escribe Bruckberger— a falsear todos los datos:

Ha visto a los apóstoles como rayos de la guerra, como conspiradores astutos, llenos de valentía y de imaginación, que arrebataron el cadáver de Jesús para inventar mejor el hecho de la resurrección. Pero, por el contrario, en aquellos días negros, los apóstoles fueron unos cobardes: no eran absolutamente fanáticos y exaltados, sino pobre gente que se aferraba vehementemente a su pellejo y no pensaba más que en esconderse.


La exaltación y la alucinación

Mayor éxito han tenido las teorías que buscan la clave en lo psicológico y, según las cuales, los apóstoles no habrían tratado de engañar, pero habrían sido engañados por su propio fervor y por su amor a Cristo.

Ya en el siglo II propuso esta teoría Celso, el famoso filósofo anticristiano: para él la resurrección de Cristo habría nacido del cerebro enfebrecido de una mujer iluminada: Magdalena, que habría contagiado su fe a los demás apóstoles. Las apariciones no habrían sido otra cosa que alucinaciones colectivas, como han existido tantas en la historia.

La teoría ha tenido éxito. Renan nos dirá muy seriamente —desarrollándola hasta el máximo— que la expectación ordinariamente crea su objeto. Loisy insistirá en que el esfuerzo interior de sus almas entusiastas les podía sugerir la visión de lo que deseaban. Gogel comentará que en condiciones exteriores que hay que renunciar a precisar la fe de los apóstoles fue, no sólo restaurada, sino exaltada. Esa resurrección de su fe se confundió para ellos con la del Señor. Y Guignebert, resumiendo y organizando un poco toda esta teoría, nos dirá que después de la muerte del Maestro los discípulos pensaron, creyeron, que el espíritu de Jesús no podía morir. En el estado de exaltación en que se hallaban, algunos tuvieron unas visiones. Tal tensión de deseo y de fe, en el espíritu y el corazón de hombres a la vez rudos y místicos, exaltados por el sufrimiento moral en la espera ansiosa, sólo tiene una conclusión lógica, y es la visión. De estas visiones surgió la creencia en la supervivencia espiritual. Luego buscaron con qué tejerla en las palabras de Cristo y en los textos del antiguo testamento y fabricaron una historia de la resurrección. Esta sería la «fe de pascua» de la Iglesia primitiva.

Todas estas teorías están bien tejidas, pero, aparte de que no aportan una sola prueba positiva de lo que suponen, se contradicen radicalmente tanto con la experiencia humana como con los datos históricos.

Afirmar que la expectación crea su objeto, no deja de ser simplemente una frase bonita. Imaginémonos cualquiera de las pasadas guerras del mundo: ¿Acaso no esperaban triunfar los jefes nazis cuando Berlín era asediado? ¿Creó su expectación el triunfo? Si hoy un grupo de nazis nos contara que Hitler ganó la pasada guerra mundial, por muy convencido que él estuviera de ello, ¿alguien le creería? Y en niveles más pequeños ¿no han deseado todos los hijos de la historia que sus padres no murieran? ¿Ha logrado ese deseo retrasar un día sus muertes? ¿Alguien, cuyo padre hubiéramos visto enterrar, nos convencería de que sigue viviendo, por mucho que lo deseara él, por mucho que nos contara que sigue viéndole en sueños o durante el día?

Por otro lado los datos históricos no nos muestran por lado ninguno una Magdalena o unos apóstoles exaltados, deseosos de convencerse a sí mismos y a los demás de la resurrección de Jesús. No se encuentran en documento alguno esa espera ansiosa, ni esa fe ardiente. Al contrario, todos los datos auténticos nos muestran un grupo que ha perdido no sólo la esperanza, sino casi también la fe. Un grupo desconfiado, que no se convence con nada, que parte siempre de la duda, que se resiste a creer. Cristo tiene que repetir sus apariciones, debe aportar pruebas, dejarse tocar, comer con ellos, para ser creído.

Para imaginarse esa Iglesia alucinada hay que falsear todos los datos históricos. La fe de la Iglesia primitiva en la resurrección es todo menos romanticismo, exaltación, locura, visionarismo. Es una fe profunda, pero serena. Una fe en la que no aparecen subjetivismos. El mismo Loysi se ve obligado a confesar que los apóstoles y san Pablo no pretenden contar impresiones subjetivas; hablan de una presencia de Cristo objetiva, exterior, sensible; no de una presencia ideal, y, mucho menos todavía, de una presencia imaginaria.

Es decir: o se admiten los evangelios o se niegan. Pero no se pueden admitir para, luego, aportar interpretaciones que los vacían absolutamente, falsificándolos, y que aportan soluciones que son contradichas en cada línea de las mismas fuentes que se citan.


La problemática actual

Hoy, toda esa problemática ha girado y se ha trasladado al meridiano que separa la fe de la historia. Y también en este punto ha sido Bultmann el más radical de los innovadores, con formulaciones que algunos repiten ahora en los púlpitos probablemente con más ingenuidad que acierto.

Para el teólogo alemán las dificultades exegéticas que objetivamente rodean las narraciones de la vida pascual de Jesús no es que sean arduas, es que son insolubles. En realidad piensa nada sabemos de la resurrección. Las confesiones de fe que son esos relatos nos hablan más de la fe de sus autores que de los hechos que cuentan. Realmente de la resurrección lo único que podemos saber es lo que los primeros cristianos publicaban sobre ella.

Pero Bultmann da un paso más: no sólo es que no sepamos prácticamente nada del hecho de la resurrección, es que tampoco nos interesa. Los hechos no cuentan, cuenta sólo su sentido. Por ello, loúnico importante es lo que la resurrección significó para los primeros cristianos y lo que debe significar hoy para nosotros. Hay que poner entre paréntesis los hechos. De la resurrección lo que importa es que da sentido a la cruz. Debemos, pues, olvidarnos de la historia, y atender al mensaje que expresa.

Una resurrección piensa Bultmann convertida en objeto de la ciencia histórica, ya de nada serviría a la fe. Debemos, pues, quedarnos sólo con la fe en la resurrección y rechazar los «mitos» con que fue expresada. La idea de la tumba vacía, por ejemplo, es sólo para Bultmann un invento apologético tardío, una leyenda que se inventó cuando la fe declinaba para suplir con pruebas a la fe. Para Bultmann la trascripción de la resurrección en términos de experiencia cotidiana es una «degradación de la fe», es un esfuerzo por expresar con una concepción mítica del mundo la experiencia inobjetivable de la fe primitiva, es sustituir la fe con maravillosismos.

Lo único importante piensa de la resurrección es lo que significa para nosotros. El hecho histórico no nos interesa. Si Jesús hubiera resucitado en el sentido objetivo de que hubiera vuelto a la vida definida dentro de las categorías de este mundo, eso no significaría nada: en el mundo habría un ser vivo más, pero el hombre no habría recibido la invitación a tomar una decisión a favor de ese Dios que hace pasar de la vida a la muerte. Tendríamos un prodigio físico, no una salvación. Si prestamos demasiada atención a la anécdota, nos olvidaremos del sentido que encierra.

Estos planteamientos están hoy muy de moda. Y se repiten en libros y sermones. Un Evely, por ejemplo, afirma que para un hombre moderno la única resurrección es haber experimentado que Cristo actúa en su vida. La única resurrección que nos interesa es que los cristianos de hoy se sientan responsables, depositarios de la energía resucitante de Cristo.

No puede negarse que algo de verdad existe en estos planteamientos: una fe en la resurrección que se limitase a un aceptación del hecho de la nueva vida de Cristo pero que ignorase el sentido de esa resurrección, de bien poco serviría. Incluso tenemos que reconocer que en siglos pasados se acentuó casi exclusivamente el sentido apologético de la resurrección y se olvidó la fuente de vida que de ella surgía. Miles de cristianos decían creer en la resurrección de Jesús, pero esto no tenía ninguna consecuencia en sus vidas. Tal vez a eso se debía que nuestras celebraciones de la semana santa concluyeran en el viernes y apenas celebraran el día de la pascua: como si los cristianos tuvieran mucho que aprender de la muerte del Señor y poco o nada de su resurrección.

Pero, si es peligrosa una «resurrección sin sentido» ¿lo sería menos un «sentido sin resurrección»? ¿Qué racionalidad tendría una fe que se adhiriera a nada? ¿Cómo puedo vivir el sentido de una cosa si ignoro todo sobre ella?

No sólo la teología católica, sino incluso los movimientos exegéticos de última hora han reaccionado contra ese vaciamiento histórico de la fe de Bultmann. Pannenberg, por ejemplo, y muchos otros teólogos han reaccionado contra estas «teologías del significado» subrayando que sin un hecho no puede basarse su sentido:

Para los apóstoles, la certeza de la resurrección se expresa en la fe vivida. Pero esta fe no se encierra en la subjetividad: se deja tocar empíricamente en virtud de su misma repercusión psicológica y social. La resurrección de Jesús es histórica en la proclamación apostólica. pero —en contra de la interpretación bultmaniana— esa proclamación atestigua, no sólo un sentido, sino un acontecimiento que sirve de base a ese sentido.

Es cierto, pues, que nosotros —que no hemos «visto» la resurrección, que no tenemos de ella pruebas «científicas», en el sentido de experimentales— sólo llegamos a la resurrección a través del testimonio de la fe de los primeros cristianos. Pero sabemos que esa fe no era sólo un fenómeno psicológico, afectivo; tenía unas bases reales, el Conocimiento de un hecho que los apóstoles habían comprobado en cuanto tenía de comprobable. El cambio que la resurrección produjo en ellos, no era una ilusión; era un hecho real basado en otro hecho real: la nueva vida del Cristo vencedor de la muerte.

Lógicamente, la afirmación de este hecho no debe quedarse en la pura afirmación de un hecho. Esta verdad no es como la de «dos y dos son cuatro», en el sentido de que después de decir que «dos y dos son cuatro» yo puedo seguir viviendo lo mismo que antes de decirlo; realmente la afirmación de que «Jesús ha resucitado» sólo se hace plenamente verdadera cuando, después de afirmarlo, revoluciona mi vida personal.

Por eso podríamos concluir que una constatación de la resurrección como un simple hecho que nada significara para nosotros no sería una verdad cristiana. Pero también podemos decir que una afirmación de la fe en la resurrección que no se basara en la certeza de que esa resurrección es un hecho verdadero no sería una verdad racional. Son los dos extremos los que deben ser evitados: la afirmación de la resurrección como un hecho histórico gemelo a los demás hechos históricos que nada tienen de transhistóricos; y la reducción de la fe en la resurrección a un puro subjetivismo ajeno a toda historicidad. La resurrección es parte de la historia, pero también mucho más: es una realidad sobrenatural, que sólo comprenderemos plenamente cuando la historia haya concluido. Hoy por hoy, los argumentos de los testigos que nos certifican el hecho son suficientes para hacer racional nuestra aceptación; pero sólo nuestra fe, nuestra vida de esa fe pascual nos lleva a la visión completa de un hecho que sobrepasa a toda razón humana.

A esta luz entendemos muy bien las vacilaciones, las oscuridades de los textos con que los apóstoles expresaron este misterio. A ellos les costaba entender y expresar la resurrección como nos sigue costando a nosotros entenderla y expresarla. Pero la imperfección en la expresión de algo no implica que ese algo no se base en una realidad verdadera. Sólo gradualmente fueron los apóstoles logrando su síntesis teológica. Sólo gradualmente irá la Iglesia entendiendo y formulando este misterio. Y concluirá el mundo sin que hayamos logrado comprenderlo y expresarlo del todo y sin adherencias humanizadoras. Dejaríamos de ser hombres, seríamos dioses si lo lográsemos. Los evangelios son testigos claros de ese esfuerzo apostólico. En ellos vemos —como escribe Rengstorf— que a los discípulos les cogió totalmente desprevenidos el que Jesús resucitara. Los evangelios dan a entender que esta resurrección caía fuera por completo de lo que los discípulos podían esperar. En las ideas de que ellos disponían no había lugar alguno para una resurrección de Jesús. Por eso creyeron costosa y confusamente; por eso se expresaron al contarlo confusa y oscuramente. Sólo mucho más tarde fueron entendiendo la resurrección de Jesús a la luz de toda su vida y toda su vida a la luz de esa resurrección. Como nosotros hoy.


El mismo y distinto

Hemos señalado ya cómo la resurrección no es una simple vuelta a la vida. Tenemos ahora que seguir leyendo los textos evangélicos para profundizar en esta nueva vida, investigar en qué sentido es nueva y en qué aspectos es la misma vivida en una nueva dimensión.

Y la primera comprobación es que el Cristo resucitado es el mismo y es distinto. Si de algún modo no fuese el mismo, no podríamos hablar de resurrección, porque no se trataría de Jesús y no sería reconocido por los suyos, salvo como fruto de un engaño. Si de algún modo no fuese distinto, estaríamos ante Jesús de Nazaret, pero no ante el Señor de la vida y de la muerte.

Es el mismo. Los suyos le reconocen. Dicen: es el Señor. Le distinguen por su acento, sus maneras, sus gestos. Se diría que los evangelios nos ofrecen todo un «retrato de identidad», casi policíaco. Como señala Guitton:

El carácter de Jesús es el mismo. Sigue, como antes, siendo discreto, respetuoso de las conciencias, lento en descubrirse, tierno con el varón y también con la mujer. Y es también firme, severo, afirmativo, casi duro. Se sigue viendo en él, como antes y más que antes, al dueño del destino, al legislador del futuro. El sigue llamando, consolando, realizando milagros que no son simples prodigios, sino hechos llenos de significación. Sigue siendo el amigo de todos, pero tiene también, como antes, amigos privilegiados. Se reencuentra su manera de enseñar, con lagunas y repeticiones. Sigue adoptando las mismas actitudes como la de levantar los ojos antes de romper el pan. Y todo esto nos lleva a la conclusión de que el Jesús postpascual vive una existencia movida, variada, adaptada a las circunstancias. Es capaz, como ha de serlo todo buen maestro, de adaptarse a los espíritus de sus oyentes, de insertarse en su devenir interior, de insertarse en el devenir histórico. Por todos estos rasgos, el Jesús de las apariciones tiene, en los cuatro evangelios, las características de los seres que se insertan en lo cotidiano. No es que su esencia se prolongue en una imagen romántica o simbólica, angélica o apocalíptica. Su existencia es, como se dice hoy, singular, concreta, familiar.

Pero, al mismo tiempo, encontramos en el resucitado algunas características muy nuevas. Jesús es ahora alguien fuera de este mundo. Alguien que domina el mundo, que no está envuelto por el cosmos, sino que es él quien envuelve el cosmos.

Por eso el resucitado es difícil de reconocer. Los testigos tienen, ante él, una impresión extraña, la de encontrarse con alguien a quien conocen, pero que es al mismo tiempo un intruso, una especie de pasajero clandestino, venido de otra realidad.

Se diría que el mismo Jesús trata de acentuar este aspecto, presentándose con diversos «disfraces»: de jardinero, de viajero, de joven desconocido que se pasea en la orilla del lago. Y, cuando se desvela, lo hace en una especie de gesto litúrgico, sacramental, como si quisiera indicar que su existencia ahora es otra, especialmente sagrada.

Aparece como alguien que ha traspasado el tiempo y el espacio. Conoce todo sobre el futuro y el pasado, atraviesa real o espiritualmente puertas y paredes.

Parece que los evangelistas tuvieran un especialísimo interés en señalar este doble filo de su existencia. Pudieron presentarlo según los clásicos «mitos» o categorías escatológicas típicas de los hebreos: dibujarlo regresando entre nubes con una corte de profetas. Pero le pintan como alguien que, al mismo tiempo, perteneciera a la historia y la superara; que posee una vida soberana y superior y que, cuando entra en nuestra historia, lo hace de manera discontinua, sin someterse al tiempo de esa misma historia.

Era dificil explicar mejor la naturaleza del resucitado, ofrecer una visión más total del misterio de la encarnación de Jesús, al mismo tiempo totalmente humano y totalmente superior a la humanidad. Jesús, en su estancia entre los hombres tras su muerte, parece querer mostrar en plenitud su naturaleza de hombre-Dios. La resurrección borra todas las ambigüedades que pudieron aparecer en su vida prepascual. Ahora realiza la plenitud de la nueva humanidad que él inaugura. La vida de Jesús —que los evangelistas escribieron cuando ya conocían su desenlace— se complementa a la luz de ese desenlace que cambia el sentido de su vida y de su muerte.

Por eso la fe pascual de los primeros cristianos insiste tanto en la unión entre muerte y resurrección. Esa «y» parece el centro del mensaje. El nuevo testamento —subraya González Faus— no concibe a un Jesús que muere «como el que se va» y resucita «como el que regresa». Muerte y resurrección no son dos movimientos contrarios, sino los dos polos que definen un mismo movimiento. Jesús muere «hacia» su resurrección. Y resucita «desde» su muerte. La resurrección de Jesús no es un volver a la vida de antes, «saltando» sobre su muerte, es la confirmación, el desenlace de esa muerte aceptada.


El concepto de resurrección

Ahora podemos ya preguntarnos cuál es el concepto preciso de resurrección referido a Cristo. Y la primera idea que hay que subrayar es que la palabra «resurrección» resultó victoriosa entre una serie de términos que pugnaron al principio por expresar el contenido de la experiencia pascual de los apóstoles. Lo que hoy llamamos «resurrección» se llamó también al principio consumación (teleiosis) de Jesús, ida al Padre, exaltación de Jesús, triunfo, victoria, nueva vida... Cada una de estas fórmulas expresaba un aspecto de la misma gran realidad. Fue la palabra resurrección la que tuvo más fortuna y la que quedó como una etiqueta fija para expresar ese triunfo pascual. Era una buena palabra, aunque puede que desnivelase la realidad hacia una de sus zonas y se tomase sobre todo como la vuelta de un muerto a esta vida. Y en el ambiente platónico en que surgía esta palabra se interpretó especialmente como el simple regreso del alma inmoral al cuerpo que abandonó.

La verdad es que esta visión de la resurrección rebajaba la realidad. Parecía un milagro más, una especie de «final feliz» a una historia que ya está contada, casi una simple consecuencia de la inmortalidad del alma. Lo nuevo era simplemente una extensión de esa inmortalidad al cuerpo de Jesús.

Tal vez de aquí parta la menor importancia que en la fe de muchos cristianos ha tenido la resurrección: era un gran milagro, una prueba de que el mensaje de Jesús era verdadero, pero una prueba externa que no formaba parte de ese mensaje. No se le daba el puesto central que merecía.

Además se oscurecía lo que verdaderamente ocurrió en la pascua: no era sólo que la vida de Jesús «perdurase», no es que regresara a la vida de antes, es que surgía una nueva vida, era pasar de la vida corruptible a la vida incorruptible, la superación total y definitiva de la muerte. La magnífica fórmula paulina de vestir de incorruptibilidad lo corruptible (1 Cor 15, 53) no se entendía en todo su deslumbrante sentido. Porque la resurrección es, ciertamente, un paso de la muerte a la vida, pero a una vida original, nueva, mucho más ancha y alta que la nuestra. La resurrección de Lázaro fue un simple regreso a esta vida y Lázaro quedó, por tanto, sujeto a la muerte. No así la de Jesús; resucitado, ya no podía volver a morir. Su nueva vida estaba al otro lado de la muerte. Entre esta nueva vida y la anterior, había evidentemente una continuidad, pero la segunda era mucho más densa y definitiva que la primera.

W. Künneth ha formulado muy bien esta realidad hablando de una nueva dimensión. Una nueva dimensión que no puede ser medida ni comprendida con frases usadas para medir las otras.

La resurrección de Jesús, mucho antes y mucho más arriba que un milagro, es un misterio. Y, porque los evangelistas entendieron esto muy bien, no intentaron describirlo ni definirlo, sino sólo en sus efectos humanos. No nos contaron cómo fue la resurrección, ni qué fue; nos describieron sólo sus manifestaciones: los encuentros de Jesús vivo con los suyos.

Podemos, pues, acercarnos racionalmente a la resurrección a través de múltiples testimonios comprobables históricamente, pero la última y profunda realidad del acontecimiento sólo puede aceptarse por la fe o rechazarse por la incredulidad.

La resurrección es la entrada de Cristo en la «ciudad futura», en ese mundo al que sólo accedemos por la fe en la palabra de Jesús. Como escribe González Faus:

Esta ciudad futura se caracteriza, negativamente, por la destrucción de todos los poderes que esclavizan al hombre y sobre todo del principal y representante de todos ellos, que es la muerte. Significa así la consecución de un verdadero cambio en la condición humana: la verdad de esta vida que es un ser-para-la-muerte, queda convertida en una nueva verdad, que, de ser entrada en la condena, pasará a ser entrada en la vida. Y positivamente se caracteriza por el establecimiento de todos los hombres en la filiación divina: una nueva condición, diversa de la condición actual, y que se le dará al hombre como una consumación de su ser humano, una consumación que es extensión de la de Cristo.

La resurrección como primicia

Ya sólo nos falta señalar, aunque sea muy rápidamente, otro aspecto fundamental de la resurrección: lo que tiene de salvación para el resto de la humanidad. Porque la resurrección de Cristo no termina en él. San Pablo presenta ese triunfo como una «primicia», puesto quepor un hombre ha venido la resurrección de los muertos (1 Cor 15, 20-23) y en Cristo serán llevados todos los hombres a esa Vida con mayúscula que él inauguró.

La resurrección de Jesús no sólo representa las demás resurrecciones, sino que las precede, las inaugura. El es el «primogénito» de los resucitados y esto en el sentido literal hebreo, lengua en la que el «primogénito» es «el que abre el seno».

Ahora entendemos el extraño modo de argumentar de san Pablo cuando afirma que «si no hay resurrección de los muertos tampoco Cristo resucitó (1 Cor 15, 13). Pablo no argumenta aquí en función del principio filosófico de que los muertos resucitan, sino a partir de la relación entre Cristo-nosostros y entre primicias-cosecha. Si no hay cosecha eso querría decir que no había habido primicias, ya que si hay primicias seguro que habrá cosecha.

Karl Barth ha dicho con frase feliz que Cristo resucitado es todavía futuro para sí mismo. Porque la resurrección de Jesús no termina en él. Jesús realiza en su resurrección la humanidad nueva. La realiza y la inicia. Porque sigue resucitando en cada hombre que, al incorporarse a esa resurrección, entra a formar parte de esa humanidad nueva que no vencerá la muerte.

Por todo ello la resurrección de Jesús es el centro vivo de nuestra fe. Porque ilumina y da sentido a toda la vida de Cristo. Porque salva y da sentido a todas las vidas de cuantos se incorporarán a él. Hablar de su triunfo sobre la muerte es hablar de «nuestra» resurrección. Es dar la única respuesta al problema de la vida y de la muerte de los hombres.

Es cierto: Nada necesita tanto nuestro mundo de hoy como entender y hacer vida propia la resurrección. Nada iluminará tanto nuestras pobres vidas. Bonhoeffer lo dijo con un texto emocionante:

¿Pascua? Nos preocupamos más del morir que de la muerte. Concedemos mayor importancia a la manera de morir que al modo de vencer la muerte. Sócrates supo morir, Cristo venció a la muerte como «el último enemigo». Saber morir no significa vencer a la muerte. Saber morir pertenece al campo de las posibilidades humanas, mientras que la victoria sobre la muerte tiene un nombre: resurrección. No será el «ars amandi» sino la resurrección de Cristo lo que dará un nuevo viento que purifique el mundo actual. Aquí es donde se halla la respuesta al «dame un punto de apoyo y levantaré el mundo». Si algunos hombres creyeran realmente esto y se dejaran guiar así en su actuación terrestre, muchas cosas cambiarían. Porque la pascua significa vivir a partir de la resurrección. ¿No te parece que la mayor parte de los hombres ignoran de qué viven en el fondo?