21 Siete palabras

Cuando las tres cruces estuvieron en alto se hizo un largo silencio. Nadie terminaba de entender lo que estaba ocurriendo. Para los amigos de Jesús, aquello era el fin del mundo. ¿Y todo iba a concluir así? ¿En esto iban a parar tantas esperanzas? Salvo en María, la fe vacilaba en todos. Le habían oído hablar de un triunfo final, de una resurrección. Pero no podía entrarles en la cabeza. Ellos, que habían visto levantarse a Lázaro de la tumba, no lograban imaginarse a Cristo regresándose a sí mismo desde la otra ribera de la muerte. Este era el final. Y, si el final era así, es que todo lo anterior no había sido otra cosa que un largo sueño. Durante los años anteriores habían batallado días y días con sus propias conciencias. Y, a ratos, lograban convencerse a sí mismos de que Jesús era mucho más que un hombre. Pero ahora todo se venía abajo: si moría, no era un Dios; si podía morir, es que era un hombre como ellos; un hombre mejor, pero un hombre más. Por eso no querían creer a sus ojos. Mas el gotear de la sangre desde los pies al suelo se les clavaba en el alma como un clavo. Aquella sangre no era un sueño.

Tampoco terminaban de creérselo sus enemigos. La verdad es que, en el fondo, les decepcionaba que todo terminara de modo tan sencillo. Hubieran deseado un final más espectacular y brillante. Se reían de sí mismos al tener que confesarse que habían llegado a temer a este hombre. Tantas veces les había derrotado, que habían concluido por idealizarle. Por ver en él un no sé qué. Muchas veces se preguntaban a sí mismos: ¿Y si él tuviera razón? ¿Y si fuera verdaderamente un enviado de Dios y estuviera, por tanto, más allá de la vida y la muerte? Ahora todo estaba claro. Y se sentían casi tristes de haber vencido tan fácilmente. ¿Y si todavía...? Se reían de su último miedo. Se habían acabado los prodigios. Ahí estaba, bien sujeto a la cruz. Esa sangre goteante ya nunca regresaría a sus venas.


La túnica sorteada

Los que no se hacían tantas filosofías eran los soldados. Habían cumplido su oficio como tantos días. Cierto que este ajusticiado había gritado mucho menos de lo normal, pero también conocían ellos a este tipo de locos místicos que ofrecían su dolor por quién sabe qué sueños. Lamentaban, sí, su mala suerte de tener que pasarse allí una tarde como aquella, de fiesta, cuando podían estar mucho más a gusto jugando en cualquier patio del pretorio.

Lo que no entendían muy bien es por qué a este reo se le daba tantísima importancia. ¿Qué hacían allí nada menos que los sumos sacerdotes? ¿Por qué les habían hecho tomarse tantísimas precauciones, si, a la hora de la verdad, este galileo no parecía tener ni un solo partidario? Hubieran preferido tener un poco de «faena». Se aburrían. Aquello, que para la multitud resultaba electrizante, era para ellos insípido y vulgar. Estaban seguros de que tres meses después ni se acordarían de este ajusticiado.

A los pies de la cruz de Cristo parecía haberse reunido una especie de resumen de toda la humanidad: enemigos de todas las especies, amigos de muy variados géneros, y el inmenso batallón de los desinteresados y aburridos. Para los unos, esta tarde era el fin de sus preocupaciones de los últimos meses; para los otros, hoy se hundía el mundo o giraba la historia; para los terceros no había otra cosa que un desierto de cansancio en un día más dentro de una vida compuesta de días sin sentido.

Y, como se aburrían, sacaron sus dados. Los llevaban siempre, por si los ajusticiados se ponían pelmas y no terminaban pronto de morir. Se alejaron un par de metros de la cruz ¡aquel molesto goteo de la sangre! y, sentados en corro en el suelo, se dispusieron a matar la tarde.

Pero antes aún tenían algo que hacer: repartirse las pertenencias del ajusticiado. Esto era norma entre los romanos: un condenado era tratado ya como un cadáver, desposeído de todo derecho y propiedad. Y sus cosas quedaban al arbitrio de los encargados de la ejecución. La costumbre estaba tan arraigada y se prestaba a tales corruptelas, que el emperador Adriano se vio obligado a afirmar que sólo las pertenencias de menor valor quedaban al arbitrio de los ejecutores. Porque, si no, éstos se apoderaban no sólo de vestidos y posibles joyas, sino hasta de las casas y tierras del ejecutado.

Pero, en el caso de Jesús, nada había que discutir y poco que repartir: en sus vestidos terminaban sus propiedades. ¡Y aun aquellos eran tan pobres y estaban en un estado...!

El reparto debió resultarles sencillo. Eran cuatro los soldados destinados a cada ajusticiado y el primero debió tomar las gastadas sandalias; fue la capa para el segundo; el paño con que los judíos se cubrían la cabeza para el tercero; el cinturón de cuero para el cuarto. El único problema era la túnica. Era éste el único vestido de algún valor. San Juan nos puntualiza que se trataba de una túnica sin costura, tejida probablemente a su medida por la propia madre del ajusticiado o por alguna de las mujeres que seguían su predicación. Aunque ahora estuviera empapada de sangre, era lo de mayor valor entre todos los vestidos. Hacerla cuatro partes era convertirla en trapos inútiles. Alguien sugirió la idea de echarla a suertes y los otros tres aceptaron con la esperanza de que les tocase a ellos. Echaron en un casco los dados y comenzaron la ronda entre carcajadas.

Desde la cruz Jesús contemplaba la escena: comenzaba el pillaje con sus cosas aun antes de morir él. Y su cabeza se pobló de recuerdos: vio a su madre tejiéndole esta túnica, que con tanto amor hubiera guardado ella ahora como recuerdo de su hijo. Recordó el polvo de tantos caminos acumulado sobre sus sandalias. Y se supo definitivamente pobre, desnudo, absolutamente desvalido, sin otra riqueza que estos clavos que atraviesan sus manos y otro lecho que este madero manchado ya de tantas sangres.

Algo le alegró, sin embargo: una vez más se cumplía la voluntad de su Padre, escrita siglos antes por los profetas. ¿No hablaba de él el salmista cuando escribió: Repartieron mis vestiduras entre sí y sobre mi túnica echaron suertes? (Sal 21, 19). Oyó cómo el soldado afortunado se felicitaba de su suerte y cómo los cuatro regaban el sorteo con abundante vino.


La orgía de los insultos

Y pronto regresó la tortura de los insultos. A la chusma y a los mismos representantes de los sacerdotes se les pasó pronto el asombro de lo que sucedía. Por algún tiempo habían temido que aún pudiera ocurrir algo prodigioso, pero el tiempo pasaba y ahí estaba bien amarrado a la cruz, desangrado ya. Por eso ahora, confiados, comenzaron a desahogar su odio. No se sentían suficientemente saciados con verle morir. Querían regodearse en esa muerte. Pasa siempre así con los cobardes: se ensañan siempre en la última hora. Era como si tuvieran prisa, no se les fuera a morir sin haber recibido sobre su rostro sus venenos.

Y así fue como a la corona de espinas y a la de martillazos se unió ahora la de las carcajadas, como en una orgía demoníaca.

Los evangelios distinguen en este momento cuatro categorías de burladores: los que pasaban por el camino, los jefes de los judíos, los ladrones crucificados con él, los mismos soldados.

Como sabemos, Jesús fue crucificado en un altozano que miraba a un camino real. La cruz había sido levantada tan cerca del lugar de paso que los que por él transitaban podían hablar a los crucificados. Y lo que pudieron ser palabras de consuelo, se convirtió en una catarata de ironías e insultos.

Los evangelios no precisan qué tipo de gentes pasaban por allí. Eran probablemente personas que regresaban de los cultos religiosos en la ciudad, forasteros muchos de ellos. En Jerusalén habían oído hablar de Jesús. Es muy posible que su condena hubiera sido el gran tema de conversación de la jornada. Y, en boca de la gentes, se convirtió sin duda en algo grotesco: un pobre loco que se había autoproclamado rey de los judíos había sido condenado por las autoridades como blasfemo.

Por eso cuantos pasaban por el camino se fijaban en él con curiosidad, sin hacer ningún caso de los dos ladrones colocados a su lado. Miraban a este profeta que se había presentado a sí mismo nada menos que como Hijo de Dios y a quien sus partidarios habían aclamado pocos días antes como hijo predilecto de David. ¡Y ahora...! ¡Mira en qué había venido a parar! Movían sus cabezas en señal de burla. Le llamaban a gritos para atraer su atención: Bah, oh, tú que destruyes el templo y eres capaz de reconstruirlo en tres días ¿por qué no te salvas ahora a ti mismo? (Mt 27, 40). Esta idea de que podía reconstruir el templo en tres días él solo, les resultaba muy chistosa. ¿Aquella gigantesca fortaleza que miles de obreros habían levantado en decenas de años? No les parecía ni siquiera un blasfemo, sino un loco de atar. Y, con la crueldad que usamos con los locos, sentían el placer de refregarle sus palabras presuntuosas.

Más grotesca les resultaba aún la idea de un Hijo de Dios amarrado a una cruz. ¿Pues no decían que hacía milagros? A todos los embaucadores les llegaba su hora. Si alguna vez habían llegado a creer en los poderes sobrenaturales de Jesús, ahora redoblaban su odio hacia quien les había engañado: Si es que eres Hijo de Dios, baja de la cruz (Mt 27, 40). A sus ironías mezclaban palabras soeces, gestos sucios. Y, sobre todo, risas, una corona de risas, un mar de carcajadas que rodeaba la agonía del moribundo a quien se le negaba aun el pequeño consuelo de morir con un poco de dignidad.

Pero los insultos más graves provenían del grupo de los sacerdotes. Quienes pasaban por el camino, antes o después se cansaban de la farsa y se alejaban. Pero los sacerdotes parecían haber echado allí raíces. Querían paladear su victoria y se regocijaban con cada gesto de dolor del crucificado. Recordaban cuántas veces se les había escabullido de las manos. Ahora ya no se escaparía. Se acabaron las sutiles distinciones y los brillantes juegos de palabras. Ahora era suyo y de la muerte. Por eso querían disfrutar de esta agonía con sadismo de avaros.

Este grupo estaba aún más cerca de la cruz. Los soldados romanos mantenían a distancia a la muchedumbre, pero aquel grupo de ilustres eran, en definitiva, autoridades y estaban allí como notarios de una sentencia. Hablaban entre sí, se peloteaban frases los unos a los otros con el único objeto de que fueran oídas por el condenado. A otros salvó decían— y a sí mismo no puede salvarse (Mc 15, 31). ¿Usaban en sentido irónico la primera parte de la frase o es que tembién ellos terminaban por reconocer que había hecho prodigios? Preferían no pensar en ello. Lo que era definitivamente claro es que, si alguna vez tuvo algún poder, ahora lo había perdido para siempre. Se gozaban en su fracaso, en su abandono.

Y tras reírse de sus poderes taumatúrgicos, se mofaban de sus pretensiones mesiánicas: Rey de Israel, baja ahora de la cruz y creeremos en ti (Mt 27, 42). El título que tanto les había alarmado al ponerlo Pilato como resumen de su sentencia, ahora lo usaban ellos sin rodeos. Se habían convencido ya de que esa atribución no resultaba peligrosa. Y era buen tema de burlas.

Y estaban tan seguros de que el prodigio no se realizaría que hasta prometían convertirse, si se producía. Pero bien sabían que hasta en sus burlas eran insinceros: sólo tres días más tarde Jesús haría un prodigio mucho mayor que el de bajar ahora de la cruz y tampoco creerían en él. Y, en definitiva ¿no era aún mayor milagro el permanecer allí en la cruz, silencioso, siendo, como era, el omnipotente? ¿Mas cómo podían ellos sospechar que aceptar la muerte pudiera ser mucho más prodigioso que seguir vivo?

Las bromas, las agudezas se añadían las unas a las otras. Era una competición de crueldades: cada uno quería decir algo más hiriente que sus compañeros. Se animaban los unos a los otros y hasta los más cobardes se sentían envalentonados.

Volvían a sus argucias religiosas: Ha puesto en Dios su confianza. Que le libre Dios si tanto le quiere. ¿No decía él mismo que era Hijo de Dios? (Mt 27, 43). Estaban seguros de que Dios le había abandonado y se sentían, en este momento, instrumentos de la divinidad. Estaban satisfechos de sí mismos. Ahora eran más sacerdotes que nunca, defendiendo a Dios de este blasfemo. Estaban seguros de lo que hacían y lo juzgaban como un verdadero servicio religioso. Apenas lograban percibir que la secreta raíz de su alegría se apoyaba en que, muerto Jesús, su negocio, el dominio espiritual que ejercían sobre la multitud, estaría definitivamente asegurado. El asunto terminaba mucho mejor de lo que nunca se hubieran atrevido a esperar.


El silencio

¿Y Jesús? Jesús callaba. Había hablado largamente durante la cena del jueves y camino del huerto de los olivos, para encerrarse después en un largo silencio, roto sólo por breves frases a lo largo del proceso y en el camino hacia el calvario. Volvía a callar ahora, sobre la cruz. La fatiga le ahogaba y —por otro lado— ¿qué mejor respuesta que el silencio ante las injurias?

Desde la cruz, contemplaba la muralla de su ciudad y, más cerca, la danza macabra de sus enemigos. Sus labios estaban secos de sed. Era más de la una del mediodía y el sol de abril caía a pico sobre su cabeza. Sudaba. Y el olor a sudor y a sangre atraía una verdadera plaga de mosquitos. Habían sido sus primeros visitantes en Belén y volvían ahora a torturarle en la cruz. Al principio agitaba la cabeza para espantarlos, pero ahora sabía que cada movimiento era un multiplicarse de los dolores en sus manos traspasadas. Procuraba no moverse, pero, poco a poco, el peso de su cuerpo iba tensando sus brazos y alargando más sus heridas. Además, si dejaba que su cuerpo cayera, sentía crecer la asfixia en su pecho. Luchaba por enderezarse de nuevo y durante unos segundos parecía que el dolor descendía. De todos modos, progresivamente el dolor se iba haciendo menos agudo, pues, al perder fuerzas, disminuía también su capacidad de sufrir. Tenía miedo de perder el conocimiento, pero se mantenía terriblemente lúcido.

Lúcido para oír uno a uno los insultos y para entender su sentido. Sabía que le bastaba con pedírselo a su Padre para que éste le concediera el final de todo aquello y el descender de la cruz. Pero ni como tentación pasaba esto por su cabeza. El estaba allí para redimir y no podía permitirse el lujo de dedicarse a sí mismo uno solo de sus pensamientos. En realidad sufría más por los que le insultaban que por el propio insulto.

Vio cómo, pasada la primera hora, la multitud comenzaba a disminuir. El espectáculo cansaba a muchos. No era —por lo demás— ni siquiera un espectáculo novedoso. Como ha escrito Jim Bisshop.

La muerte era en Palestina un pasajero barato. Iba y venía. Visitaba a muchos; no permanecía mucho tiempo en una casa. Muchas familias ni siquiera se detenían al ver a un mendigo muerto en el camino. Los niños estaban sujetos a tantas enfermedades y fiebres, que la madre que podía jactarse de tener cuatro hijos sin que se le hubiera muerto ninguno se consideraba extraordinariamente afortunada. La edad media de una persona estaba entre los veinticinco y los treinta años.

Tampoco la muerte violenta era infrecuente. Cualquier delito importante era penado con ella y, sobre todo en aquellos tiempos de ocupación romana, había muchas formas de bandolerismo que casi siempre acababan en la cruz. Un niño judío tenía siempre su infancia llena del recuerdo de crucificados al borde de los caminos de cualquier ciudad medianamente grande.

Pronto se alejaron pues los curiosos. Y quedaron sólo los muy amigos o los grandes enemigos. En el aire —inmóvil— había un gran silencio. Se oían únicamente los gemidos de los crucificados, gemidos que también iban haciéndose progresivamente débiles. Es probable que alguno de los tres se desmayase de vez en cuando. Pero por poco tiempo podían gustar la dulzura de la inconsciencia: el hundimiento del cuerpo producía una asfixia que les despertaba con agitados estertores que hacían que, en torno a ellos, la tierra, las murallas, la muchedumbre, bailasen una danza confusa.

La muerte se acercaba. Y Jesús comprendió que no podía perder esta hora final en la que tantas cosas importantes le faltaban por hacer y decir. Tendría que ahorrar palabras porque ya no le quedaba mucho aliento, pero las que dijera tendrían que ser verdaderamente «palabras sustanciales», su testamento para la humanidad futura, palabras como carbones encendidos que no pudieran apagarse jamás y en las que permaneciera no sólo su pensamiento, sino su alma entera, el sentido de cuanto era y de cuanto había venido a hacer en este mundo, el último y mejor tesoro de su vida. Y de su muerte.


Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen

Que Cristo, desde la cruz, se olvidara de sí mismo y comenzara preocupándose de sus enemigos, debió de resultar tan sorprendente a los primeros cristianos que la frase de san Lucas (23, 34) fue mutilada en algunas de las copias primitivas. Hoy nadie duda, sin embargo, de la autenticidad de este pasaje.

Es, sin embargo, difícil determinar en qué momento exacto se pronunciaron esas palabras. Algunos comentaristas las sitúan en el mismo momento de ser crucificado y las refieren, por consiguiente, a los soldados romanos. Así dan un sentido presente a ese «lo que hacen».

Pero la idea no parece muy válida. Es bastante inverosímil que Cristo se refiriera a los soldados. Que ellos no sabían lo que hacían es demasiado obvio y, en rigor, para ellos no hacía falta pedir perdón. Eran puros ejecutores de lo que les mandaba la, para ellos, auténtica autoridad. Se excedieron probablemente en su crueldad, pero, en definitiva, no hacían otra cosa que cumplir su oficio con alguien que, desde su punto de vista, era un criminal, condenado legalmente.

Parece, pues, mucho más probable que la frase de Cristo se pronunciara más tarde, cuando, concluida la orgía de los insultos, la cima del Calvario comenzó a quedarse sola. Era la hora de la oración. Jesús, que había evitado hablar cuando le azuzaban, que había esquivado todo tipo de respuesta polémica, se volvía ahora a su gran soledad interior para hablar con su Padre.

Todo podía temblar menos su gran certeza de que el Padre le escuchaba. ¡Había enseñado tantas veces a los suyos a orar, levantando el corazón a Dios! Ahora quería aprovechar sus últimos minutos de vida para practicar lo que había enseñado.

Pero no oraba por sí mismo. Casi nunca lo había hecho en su vida. En el mismo huerto, al pedir el ser librado del cáliz del dolor, lo había condicionado a la voluntad del Padre. Ahora ya ni eso. Se había olvidado de sí mismo, hubiera podido implorar ser quitado de la cruz o, cuando menos, que la muerte llegara cuanto antes. Hubiera podido suplicar por su madre o sus amigos a los que dejaba solos, por la continuidad de su obra que abandonaba a tan débiles manos. Hubiera podido mendigar ser comprendido por sus enemigos. Pero en su oración no había ni el más lejano tinte de egoísmo. Pedía, sí, por sus enemigos, pero ni siquiera que ellos le comprendieran, sino que fueran perdonados.

En realidad no hacía otra cosa que poner en práctica lo que tantas veces había predicado. Amad —había dicho— a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen (Mt 5, 44). Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien (Lc 6, 27-35). Ahora Jesús aprovechaba sus últimos minutos de vida para realizar esa oración y ese amor.

¿Y por quiénes rezaba? En primer lugar por los responsables directos de su condena y su crucifixión: por Caifás, Anás y los demás sacerdotes y escribas, por Pilato y Herodes, por Judas. En el alma limpia del moribundo todos tenían cabida, a todos alcanzaba el perdón, todos tenían aún un lugar reservado en su reino.

¿Pero hasta qué punto Jesús no trataba de autoengañarse con la segunda parte de su frase? ¿Era cierto que no sabían lo que habían? Podrá achacarse ignorancia en la turba, en los soldados romanos, pero ¿también en los instigadores y directores del proceso?

¿Era cierto que Judas no sabía lo que hacía? Había vivido junto a Cristo tres años, fue testigo presencial de todos sus milagros, escuchó todas sus palabras, repetidas veces le vio presentándose como un enviado de Dios y certificarlo con prodigios. Había comido del pan multiplicado, bebido el agua vuelta vino. Era testigo altísimo de la pobreza en que Jesús vivía; conocía mejor que nadie su falta de ambiciones humanas y el sentido trascendente de su misión ¿y... no sabía lo que hacía al traicionarle?

¿Y Anás y Caifás? Eran profesionales de la ley, conocían mejor que nadie los anuncios proféticos que habían descrito a Jesús con minuciosidad de dibujante. Estaban perfectamente informados de los prodigios que Jesús obraba; habían vivido de cerca la resurrección de Lázaro; medían mejor que nadie la aguda intuición de pueblo al seguir a Jesús ¿Y... no sabían lo que hacían?

¿Y Pilato? ¿Acaso no había proclamado él mismo por tres veces que Jesús era inocente? ¿No dijo y repitió que no encontraba causa en él? ¿No recibió el aviso de su misma esposa, proclamándole «justo»? Pilato no sólo había obrado contra su conciencia, sino que era perfectamente consciente de ello. Sabía muy bien que la única razón que el empujó a firmar la sentencia había sido su propio miedo; había cedido, no a las razones, sino a las amenazas de ser denunciado ante el emperador. El mismo se sintió tan falso que había precisado un gesto retórico ante la multitud: lavarse públicamente las manos de una sangre que proclamaba inocente. ¿Y... no sabía lo que hacía?

La misma multitud que había hecho presión ante Pilato ¿podía arguir ignorancia? Por las calles de la ciudad andaban los paralíticos curados por él, los ciegos a quienes devolviera la vista. Muchos de ellos habían participado en su exaltación del domingo anterior y escuchado sus palabras en el templo. Y el mismo Cristo les había anunciado su culpabilidad: Si yo no hubiera venido y hablado, no tendrían pecado; mas ahora no tienen excusa. Si yo no hubiera hecho ante ellos obras como nadie hizo jamás, no tendrían pecado (Jn 15, 22-24).

¿Cómo habla, pues, ahora de ignorancia? Jesús, que conoce hasta el fondo la naturaleza humana, pues como Dios es obra suya y como humano la comparte, sabe mejor que nadie hasta qué punto el hombre se ciega a sí mismo y se vuelve ignorante de cuanto le molesta, culpablemente ignorante, pero ignorante al fin. Judas logró sin duda convencerse a sí mismo de que lo que hacía era bueno para su pueblo; Caifás terminó por sentirse defensor de Dios al empujar a Jesús hacia la muerte; Pilato pensó que el agua de la palangana le limpiaba de un error que, en definitiva, no era suyo. Eran, así, al mismo tiempo culpables —y por eso Jesús pide perdón para ellos— e ignorantes. Más tarde cuando san Pedro hable a los judíos de la crucifixión de Cristo dirá: Bien sé que obrasteis por ignorancia, como también vuestros jefes (Hech 3, 17). Siempre, a fin de cuentas, el que peca está ciego o se ciega.

Esta ceguera es la más alta de las tragedias humanas: el hombre no sabe lo que hace, ni para el bien, ni para el mal. El hombre no sabe, no sospecha siquiera la importancia que tiene para Dios su pobre y pequeño amor. Como el hombre no ama, no sabe hasta qué punto es amado; no sospecha hasta qué hondura hiere cuando niega ese amory hasta donde alegra cuando se entrega. En ese engranaje de Dios con el hombre, éste mide con su pequeña medida de ciego, pero para Dios las medidas son infinitas. Cuando el hombre opta por Dios o contra Dios, mide su opción con las mismas coordenadas que cuando elige este o aquel plato de comida. No logra descubrir que optar por el bien infinito o por el mal infinito, es una opción infinita. El hombre no logra sospechar que es mucho más grande de lo que imagina. El día del juicio —escribe Pascal— los elegidos ignorarán su virtud y los réprobos el tamaño de sus crímenes. Cristo mismo lo describió minuciosamente en la parábola: ni los salvados, ni los condenados sabían cuándo y dónde habían dado de comer y de beber a Cristo o cuándo y dónde se lo habían negado.

Por eso, Jesús ahora se precipita a pedir perdón para el hombre. Durante su vida más de una vez había mostrado su tristeza ante esta ceguera de sus seguidores; había dirigido tremendas palabras a sus enemigos; había replicado duramente al criado que le golpeaba: Si he hablado mal, muéstrame en qué; y si bien ¿por qué me pegas? (Jn 28, 23). Pero ahora ya nada tiene que reprochar a los hombres. Ya no contempla sus ofensas, mira más allá de ellos, divisa su destino eterno. Es por ese destino por lo que está clavado a la cruz. Y no tiene otras palabras que las del perdón. Tiene razón el evangelista: Dios no envió a su Hijo al mundo para que lo juzgara, sino para que lo salvara (Jn 3, 17).

Porque, en realidad, es para el mundo entero para quien está pidiendo perdón. Por eso Cristo no concreta. Si, en un primer círculo, piensa en los responsables directos de su condena, en un segundo círculo estamos todos los que de alguna manera somos responsables; todos cuantos alguna vez hemos pecado; todos cuantos hoy —aun sabiendo y pregonando que Cristo es Dios, aun siendo profesionales de su fe y su seguimiento— continuamos siendo ignorantes y ciegos al pecar.

Sí, rezó por nosotros, pidió perdón por nuestros crímenes de cada día. Y no dijo a su Padre: perdónales porque tú eres bueno. O: perdónales porque yo te lo pido. Usó un argumento casi ingenuo, pero que describía como un mapa su corazón: perdónales porque no saben lo que hacen. No es que se hubiera «contagiado de hombre», no es que en la guerra entre Dios y el hombre, hubiera apostado por el segundo; es que conocía como nadie la torpe y ciega pasta humana.

Pero es sobre todo que, más que mirar al hombre, tal y como éste existe en el mundo, le miraba tal y como era amado en su corazón. Ahí no había condenas, ahí la primera de las palabras sustanciales no podía ser otra que «perdón». ¿No era ésta, en definitiva, la clave radical de toda su vida, la primera y última razón de su muerte?


Dos ladrones

El padre Lagrange ha comentado:

Los primeros cristianos tenían horror a representar a Jesús en la cruz, porque habían visto con sus propios ojos esos pobres cuerpos sangrantes, completamente desnudos, hundidos bajo su propio peso, agitando sin cesar las cabezas, rodeados de perros atraídos por el olor de la sangre, mientras los buitres giraban sobre este campo de carnicería, mientras el reo, agotado por las torturas, ardiendo de sed, llamaba a la muerte con horribles gritos inarticulados.

Para nosotros —hombres del siglo XX— es completamente imposible imaginar lo que aquello era. Hemos nacido viendo representaciones de Jesús en la cruz y todas nuestras imaginaciones de la crucifixión pasan por ese filtro del respeto, de la grandeza de esa tortura. Queramos o no, asociamos a la idea de toda crucifixión la imagen del gran triunfador. Para los mismos incrédulos de hoy la cruz es un símbolo religioso antes que una tortura real. Hemos despojado a ese espanto de buena parte de su horror y de su realismo, estilizada, idealizada la cruz por miles de miles de pinturas piadosas.

Sin embargo la escena no tenía ni el misticismo de fray Angélico, ni la belleza inmovil de Velázquez, ni la ardiente tensión de Rouault. Allí no había otra cosa que un brutal realismo de carnicería, sangre y gritos.

Gritaban los dos crucificados con él. Solemos olvidarles, como parece que les habían olvidado quienes centraban sus insultos en Jesús. Pero ellos no eran allí simples comparsas. Vivían su muerte a la vez en soledad y compañía. Se mezclaban sus sangres, se mezclaban sus quejas.

Ni a la hora de su muerte quiso Jesús despegarse de la raza humana. Su muerte —¡tan distinta!— era, sin embargo, una muerte más, cruzada con otras.

Agonías también misteriosas las de estos dos ladrones. Toda vida que se acerca a Cristo, para aceptarle o rechazarle, se ve invadida por el misterio. Quizá quienes decidieron esta triple ejecución trataron de sumergir la muerte de Jesús en medio de otras anónimas, pero lo que de hecho lograron es que esas dos muertes grises tomaran también la más alta trascendencia y se convirtieran en símbolo del destino humano. Uniendo las tres muertes no lograron hundir en el olvido la de Jesús; rescataron del olvido y plantaron en la historia las otras dos.

Quiénes eran estos dos hombres, no lo sabemos. En torno a ellos se han tejido cientos de leyendas. Se les han atribuido docenas de nombres (Dimas y Gestas son los más comunes). Pero nada sabemos con verdadero peso histórico.

Desconocemos también las culpas por las que fueron condenados. Durante siglos se les tomó por simples ladrones, salteadores de caminos. Hoy se prefiere verles como guerrilleros políticos, zelotas violentos. Pero esta idea parece muy poco verosímil. De ser cabecillas de un grupo político es raro que no tuvieran partidarios que les apoyaran —como los tuvo Barrabás . Y, por otro lado, la psicología de ambos en la cruz parece tener muy poco que ver con la de un guerrillero. No se pasa tan fácilmente de una ideología fanática a una aceptación del gran pacífico. El alma de un salteador de caminos es, en definitiva, mucho más maleable que la de un obseso de la lucha política armada.

Pero, fueran quienes fueran, iban a convertirse en la cruz en paradigmas del hombre ante el dolor. El sufrimiento humano lleva a los hombres a opciones radicales y, con frecuencia, opuestas. Puede liberar a las almas, puede también revolucionarlas. Hay —como dice Journet— cruces de blasfemia y cruces de paraíso.

Sobre la colina del Calvario las tres cruces parecen idénticas. A los ojos ofrecen el mismo horrible espectáculo, la misma tragedia. Para los soldados supusieron idéntica soldada las tres. Sobre las tres volaban los mismos buitres. Las tres sangres formaban un único charco.

Y, sin embargo, —como escribe san Agustín—, hay tres hombres en cruz: uno que da la salvación, otro que la recibe, un tercero que la desprecia. Para los tres, la pena es la misma, pero todos mueren por diversa causa.

Y el breve diálogo que mantienen entre sí define a la perfección las tres almas:

Uno de los malhechores que pendían de la cruz blasfemaba diciendo: ¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros! (Lc 23, 39). ¿Qué encerraban estas palabras? Mucho de ironía y sarcasmo, mucho de cólera y violencia. ¿Quizá también algo de secreta fe y esperanza? Había oído a quienes insultaban a Jesús; escuchaba cómo le llamaban Mesías salvador; había podido leer el título que, sobre su cabeza, le proclamaba rey, aunque fuera de burlas. Y, en su grito, se mezclaba el insulto con un rastro de esperanza provocadora; la blasfemia, con esa secreta y absurda raíz de fe que encierra toda blasfemia.

¿De dónde brotaba la cólera de este hombre? Había trascurrido su vida fuera de la ley, en permanente rebeldía contra unas estructuras que juzgaba inicuas. Pero ahora estaba atrapado, sin esperanzas de evasión, clavado en una cruz. Sabía que había perdido definitivamente la partida. Y la rabia le invadía. Contra el mundo, contra sí mismo, contra todo lo que le rodeaba. ¡Si al menos este hombre crucificado junto a él tuviera una salida! ¿Y si los que le insultaban estuvieran equivocándose? ¿Y si tuviera verdaderamente la posibilidad de bajar de la cruz y vencer a sus enemigos? Se agarraba quizá a ese último rescoldo de esperanza. Tal vez —pensaba— este hombre podía y estaba perdiendo su ocasión. Quizá este crucificado seguía atado a absurdas ideas místicas y perdía su vida, la única importante. Por eso le gritaba, provocándole, odiándole.

¿O la rebeldía del ladrón era más moderna, venía de más lejos, tenía raíces más hondas? Quizá su desesperación tenía esa fría e irremediable dureza que se percibe en ciertos ateos contemporáneos nuestros. Tal vez no era un bandido ocasional, sino un bandido de alma. Quizá al entregarse al bandolerismo lo había hecho como quien realiza una misión. Había jugado en ella toda su vida. Sabía a lo que se exponía. Había aceptado desde el primer momento que no quedaba otro desenlace que la muerte violenta. Ahora estaba cogido, era la regla del juego. Y ya no le faltaba más que morir silenciosamente en un mundo sin esperanza.

Si era así, tuvo que sentir un infinito desprecio hacia Jesús, el mismo que hoy sienten muchos ateos hacia los creyentes. ¿Cómo este iluminado, este débil de espíritu —pensaba— no ha comprendido aún
la nada de toda existencia? ¿En qué espera? ¿Por qué espera? ¿Cómo ha podido creer en la posibilidad de un mesías y de una salvación? ¿Cómo ni en la misma cruz sale de su sueño? Su grito, entonces, estaría cargado del más feroz sarcasmo: ¡Anda, sálvate a ti mismo y sálvanos!

No sabemos qué especie de rebeldía habitaba el alma de este hombre. Pero sí que, en ambos casos, pasó junto a la salvación sin descubrirla. O porque buscaba una pequeña y transitoria salvación de la muerte física; o porque su cólera le hacía ver imposible toda salvación.

¿Entró así en la muerte? ¿Se quedó para siempre clavado, petrificado en su odio? ¿O llegó a su alma un rayo tardío de luz, tal vez tras la muerte de Jesús, una luz que abriese la noche de su alma? Aquí nuestras preguntas tienen que quedarse sin respuesta.


Un ladrón preocupado por la justicia

Aún es más enigmática la figura del segundo ladrón. Mateo y Marcos nos dicen que los dos crucificados con Jesús le ultrajaban. Sólo Lucas nos pinta una postura diferente en uno de ellos, una actitud cuya complejidad nos sorprende.

Su dolor en la cruz era atroz, como el de sus dos compañeros. Pero la ruina de su cuerpo no había llegado a su alma. La tenía lo suficientemente viva y despierta como para descubrir toda una seriede valores que nos asombran en un salteador de caminos. ¿Cómo tuvo el coraje de olvidarse de sí mismo, de abrir una brecha en medio de sus dolores para descubrir la dignidad de Jesús y los valores objetivos de la justicia?

Había vivido violando la ley, pero era un justo, porque no había perdido el sentido de la justicia. Distinguía el bien del mal, medía el valor de las culpas y tenía el valor de reconocer las propias: Tomando la palabra dice san Lucas le respondía diciendo: ¿Ni siquiera estando en el suplicio temes tú a Dios? Nosotros, en verdad, estamos crucificados justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos. Pero éste nada malo ha hecho (33, 40-41).

Para este hombre, el dolor había sido verdaderamente fecundo. La orilla de la muerte había despertado en él la voz de Dios. Y a esa luz había entendido la justicia de su condena. No se trataba, evidentemente, de un guerrillero político que jamás habría reconocido esa justicia. Este ladrón era un pecador, pero no un fanático. Su alma seguía estando entera e incorrupta. En medio de su dolor horrible había sabido olvidarse de su cuerpo para reconstruir su vida y llegar a la conclusión de que era culpable.

Pero aún había ido más allá. Ordinariamente el dolor nos cierra el alma. Quien sufre termina por convencerse de que sólo él sufre. Se torna incapaz de comprender todo otro dolor. Con este hombre no había sido así. Desde la misma cruz, supo salirse de su tragedia para examinar, conocer y comprender a Jesús. ¿Sabía algo antes? Nuevamente las leyendas primitivas tratan de pintar a este ladrón como un antiguo discípulo de Jesús o imaginan que ayudó a la Virgen durante la fuga a Egipto. Pero nada sabemos. Y todo hace pensar que acababa de conocer a Jesús y que quizá ni había oído hablar de él anteriormente.

Pero muy bien pudo ser testigo del proceso de Jesús ante Pilato o de parte de él. Conoció, al menos, su digno silencio durante el camino hacia el Calvario y oyó cómo, por toda respuesta a los insultos, pedía perdón para quienes le ofendían y trataba de disculparles ante un Padre que, para este ladrón, no podía ser otro que Dios.

Probablemente también él al principio, como señalan Marcos y Mateo, se unió a los que insultaban. Pero el silencio y la dignidad de Jesús le golpearon. ¿Y si fuera verdad? ¿Y si este hombre era verdaderamente un rey? Esta idea rebotaba en su cerebro como un absurdo. ¿Un rey muriendo así? Pero luego, cuando oyó que los que le insultaban hablaban del Mesías, algo de su infancia rebrotó en su interior. Se acordó de sus padres, de las enseñanzas en la sinagoga; allí hablaban de un mesías y de un reino, aunque no aclaraban muy bien si era de este o de otro mundo. ¿Y si fuera verdad? ¿Y si tras esta vida hubiera otra, otro reino en el que este hombre triunfaría? Lo que fue al principio una sospecha se hizo una duda, después una posibilidad, finalmente un comienzo de certeza.

La seguridad que veía en Jesús no era de este mundo. No había blasfemado de Dios, no renegaba de la vida. Se mostraba sereno y tranquilo. Era, evidentemente, un hombre bueno, un justo. ¡Pero, entonces, tenía aún más motivos para rebelarse!

En medio de sus dolores, el ladrón buceaba por su alma y por la verdad. Excavaba en ella como en un pozo. Y, poco a poco, notaba que su corazón se iba pacificando, como si la verdad fuera un agua fresca. Tal vez la muerte de un justo, de un solo justo, fuese suficiente para hacer girar el mundo. Quién sabe, incluso, si no estaba a punto de brotar un alba nueva, un mundo donde todo sería diferente. Se sintió pobre y niño y, en su debilidad, descubrió que necesitaba una mano que le sostuviese, como su madre lo había hecho en la infancia.


Hoy estarás conmigo en el paraíso

Y ahora el ladrón dice unas palabras nuevamente asombrosas: Acuérdate de mí cuando estés en tu reino (Lc 23, 43). O, si nos atenemos al texto griego: Acuérdate de mí cuando llegares a la gloria de tu realeza.

No se sabe qué admirar más: si la sencillez de sus palabras, si su ausencia de ambiciones, o si su vertiginosa fe. Los apóstoles Santiago y Juan habían pedido, casi exigido, los primeros puestos en el reino. Este ladrón pide simplemente un recuerdo. Luego el corazón dirá a Jesús lo que debe hacer con su compañero de muerte. ¡Y la tremenda fe que le empuja a creer, sin la menor vacilación, que este moribundo acabará triunfando! Bossuet se extasía ante esta fe del buen ladrón:

Un moribundo ve a Jesús moribundo y le pide la vida; un crucificado ve a Jesús crucificado y le habla de su reino; sus ojos no perciben sino cruces, pero su fe se representa un trono.

Pero, además, un trono absolutamente trascendente. En este ladrón no hay confusiones. No espera otro reino ni otra realeza sino los que haya al otro lado de la muerte. No pide restauraciones triunfales de este mundo como los apóstoles; no aclama a Cristo vencedor aquí abajo cual los entusiastas del pasado domingo. Sabe que los dos van a morir. Y está seguro, sin embargo, de que hay un reino que les espera.

Como escribe Ralph Gorman:

Esta profesión de fe del buen ladrón es uno de los hechos más extraordinarios guardados por la historia. Es dificil imaginarse algo tan inverosímil. Y sin embargo real.

Las sorprendentes palabras de este hombre van a forzar a Jesús a responder. No lo ha hecho cuando el otro ladrón la insultaba. Pero ahora no puede callarse. El buen ladrón ha dirigido bien su flecha. En verdad te digo —responde— que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 43). La respuesta no puede estar más preñada de contenidos. Se abre con un «en verdad te digo» que, para un judío, tenía todo el sentido de un juramento, de una solemne promesa. Y luego ofrece al ladrón mucho más de lo que pedía. Bossuet subraya la respuesta con tres admiraciones: Hoy, ¡qué prontitud! Conmigo, ¡qué compañía! En el paraíso ¡qué descanso!

Si había fe en las palabras del ladrón, hay una soberana serenidad en la respuesta de Cristo, una seguridad que nos abre entero el misterio de la encarnación. ¿Cómo, si no, este agonizante, que nada tiene, que ha fracasado aparatosamente, puede tener esa seguridad para prometer no sólo algo, sino el mismo paraíso?

En rigor, Cristo en este momento no hacía otra cosa que cumplir promesas hechas mucho antes: A quien me confiese ante los hombres, le confesaré yo ante mi Padre que está en los cielos (Mt 10, 32). Como comenta Journet: Quien ame a Jesús en el tiempo, será amado por él en la eternidad.

Ahora las cumplía, aunque aún en esperanza. Estarás, dice en tiempo futuro. Hay que pasar aún unas horas atroces en el tormento. Pero ese futuro es ya casi un presente, es, en cierto modo, ya un presente. Esa es la dialéctica de la esperanza: que empieza a hacer presente lo que aún es futuro, que puebla de claridades la noche del dolor, aunque sin amortiguarlo. Tenía razón Leon Bloy al escribir:

Cuando se es pobre y se está crucificado no se entra en el paraíso mañana, ni pasado mañana, ni dentro de diez años, se entra hoy mismo.

En rigor, el verdadero premio que Jesús promete al buen ladrón no está en la palabra paraíso, sino en la palabra conmigo. Porque estar con Cristo es exactamente estar ya en el paraíso. Como dice santo Tomás:

El buen ladrón en cuanto a recompensa, puede decir que ya está en el paraíso, porque ya ha empezado a disfrutar de la divinidad de Cristo.


El mundo gira

Pero no entenderíamos el sentido de este diálogo si redujéramos la salvación del buen ladrón a una anécdota. En este momento se realiza aquel: He aquí que hago nuevas todas las cosas (Ap 21, 5). En la cruz se inaugura una nueva tabla de valores ya muchas veces anunciada por Cristo en sus parábolas: es el pobre Lázaro quien sería llevado al cielo entre ángeles, mientras el rico descendía al infierno con todos sus lujosos vestidos. Ahora el primer salvado es un bandolero, Cristo concede su intimidad a un fuera de la ley y un criminal está entre los primeros elegidos de la Iglesia gloriosa.

Todo gira: empiezan a existir sufrimientos benditos y la otra cara de la cruz puede ser el paraíso. Después de este día los dolores siguen siendo dolores, pero ya sabemos que, si quiebran el cuerpo en dos, no ahogan forzosamente el grito del alma. Y en todo caso empieza a ser verdad lo que más tarde precisaría san Pablo: Yo estimo que los sufrimientos del tiempo presente no tienen proporción con la gloria futura que se revelará en nosotros (Rom 8, 18).

En la cruz se inauguran las nuevas medidas de las cosas: Judas, uno de los doce, se pierde; y Magdalena, la pecadora, se salva. El sumo sacerdote, que lleva años examinando a Cristo y su doctrina, no reconoce en él al Hijo de Dios; y el centurión, sólo con verle morir, descubre todo. Un ladrón muere blasfemando y el otro entra directamente en el paraíso. La verdad triunfa sobre las apariencias, el corazón importa más que los gestos, una nueva luz escruta las entrañas de los hombres. Ahora entendemos aquella frase misteriosa que ya encontramos en los comienzos del evangelio: Jesús sabía lo que hay en el hombre (Jn 2, 25).

Y en aquel buen ladrón, de quien desconocemos hasta el nombre, había algo que salva: apertura de corazón, humildad, fe. Mas breve: amor.


La tercera palabra

Y ahora ¿comenzará ya Cristo a preocuparse de sí mismo? En la primera de sus palabras ha dado a los hombres la gran promesa del perdón. En la segunda ha abierto las puertas de la gloria a un bandolero. ¿No será ya tiempo de olvidarse de cuanto le rodea y dedicarse a su dolor?

No. Le falta aún el mejor de sus regalos a la humanidad. El, que nada tiene, desnudo sobre la cruz, posee aún algo enorme: una madre. Y se dispone a entregárnosla.

Es san Juan quien nos trasmite esta tercera palabra. Y, con profunda agudeza psicológica, la coloca inmediatamente después de la narración del reparto de las vestiduras y del sorteo de la túnica. Sin decirlo, Juan está explicándonos que esa túnica era obra de la madre de Jesús y que es precisamente ese sorteo lo que hace brotar los recuerdos en la cabeza del moribundo y lo que le empuja a fijar su atención en el grupo de amigos que hace guardia al pie de la cruz.

A esta hora se ha alejado ya el grupo de los curiosos. Gran parte de los enemigos se ha ido también. Quedan únicamente los soldados de guardia y el pequeño grupito de los fieles.

Pequeño grupo. Los apóstoles han huido. El mismo Pedro, por miedo o quizá más probablemente por vergüenza de su traición, tampoco está aquí. Para bochorno de los varones el grupo está formado por mujeres, a excepción de Juan, el más joven del fornido clan de pescadores, en quien el amor ha podido más que miedos y dudas.

El centro del grupo lo constituye María, la madre del moribundo. Hay a su lado otras tres mujeres, si respetamos la puntuación que prefieren los exegetas de hoy, o dos si nos atenemos a la clásica. Estaban dice el evangelista junto a la cruz de Jesús su madre; y la hermana de su madre; María Cleofás; y María de Magdala. Esta última sabemos ya quién era: la mujer de quien, según san Lucas, habían salido siete demonios (8, 2) y seguramente la misma mujer a quien, según el mismo evangelista, vimos secar los pies de Jesús en casa de Simón el fariseo (7, 36-50). Probablemente también la hermana de Lázaro, el resucitado.

Antiguamente se aceptaba que la hermana de su madre y María Cleofás eran la misma persona, colocando sólo una coma entre ambos nombres. Hoy los científicos prefieren pensar que esa hermana de su madre era la mujer del Zebedeo y madre de Juan y de Santiago el Mayor, la Salomé que cita san Marcos. Mientras que la María Cleofás (es decir María, mujer de Cleofás) podría ser la que san Marcos llama madre de Santiago el Menor y de José. Pero estamos en el campo de las hipótesis.

Sabemos, sí, que el pequeño grupo estaba cerca de la cruz. Quizá el mismo Jesús les hizo en este momento gestos de que se acercasen porque tenía algo importante que decirles. Esto no es inverosímil porque —como escribe Lagrange— ninguna ley impedía a los parientes el acercarse a los condenados; los soldados defendían las cruces contra un posible golpe de mano o para impedir cualquier forma de tumulto; pero no apartaban a los curiosos, ni a los enemigos, ni tampoco a las personas amigas. Realmente poco podía temerse de aquel grupito de cuatro mujeres y un muchacho. Los mismos soldados debían de tener compasión de aquel reo a quien a la hora de la verdad, tan pocos partidarios habían quedado.

Sabemos también que estaban junto a la cruz, y ese estaban en latín nos dice claramente que permanecían en pie, que se mantenían firmes. ¿En qué pensarían los artistas del cuatrocientos cuando introdujeron la costumbre de pintar a la Virgen desmayada al pie de la cruz? Que María pudiera tener algún momento de desmayo entra dentro de su condición humana. Que fuera sostenida por Juan, es normal en una madre. Pero ciertamente lo que Jesús vio desde la cruz no fue una mujer desmayada. Desgarrada por el dolor, estaba allí entera, despierta para asumir la tremenda herencia que iban a encargarle.


La alejada

Ciertamente es misteriosa la presencia de María en este momento. Desde el punto de vista humano y sentimental era cruel haberla conducido allí. Cruel para los dos. La presencia de la madre en la cruz era una doble fuente de dulzura y dolor. Para Cristo tuvo que ser un serenante consuelo sentirse acompañado por ella, ver desde la cruz tangiblemente el primer fruto purísimo de su obra redentora. Pero también fuente de enorme dolor compartir el dolor de su madre. El que ama —escribe Journet— cuando descubre el eco de su propio sufrimiento en el ser amado, siente desgarrarse nuevas regiones en su corazón. El dolor se multiplicaba así, como la imagen en una galería de espejos.

Pero el misterio es otro. Durante toda su vida pública, Jesús había mantenido voluntariamente lejos a su madre de todas sus tareas. Lo había hecho incluso con formas que a nosotros nos suenan a ariscas.

Este voluntario alejamiento comenzó en la misma infancia. Después de haberse unido a ella inextricablemente con los lazos de la encarnación, había comenzado enseguida a «arrancarse» de ella para entregarse únicamente a su Padre de los cielos, aunque esto supusiera dejarla confusa y desolada: ¿Por qué me buscabais? —le dice al perderse en el templo a los doce años— ¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre? Se diría que le molestaba el ser buscado por María y por José. Y la respuesta debió de sonarles tan extraña que el evangelista apostilla: Ellos no entendieron lo que les decía (Lc 2, 49-50).

Más tarde, un día en que Jesús predicaba a las turbas, alguien le avisa que están ahí su madre y sus parientes, y el Maestro vuelve a tener una respuesta desconcertante: ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y señalando a quienes le escuchan añade: Estos son mi madre y mis hermanos. Todo el que hace la voluntad de mi Padre, ése es mi madre y mi hermano (Mc 3, 32-35).

Que para ser madre de Jesús hay que hacer la voluntad de Dios, María lo sabía ya desde el día de la anunciación. Y lo había practicado. Pero lo que aún le faltaba por aprender experimentalmente es que —como explica Journet— la voluntad de Dios es una voluntad separante, una voluntad que distanciará a la madre del hijo en la vida, lo mismo que, en la muerte, arrancaría al Hijo del Padre.

Por eso es asombrosa esta proximidad a la hora de la cruz. Este Jesús que ha mantenido a lejos, a raya diríamos, a su madre a las horas del gozo ¿por qué la quiere próxima ahora, en el tiempo del dolor? Evidentemente esta presencia tiene algún sentido mayor que el de la pura compañía. Debe de haber alguna razón teológica para esta «llamada». Algún sentido ha de tener esta vertiginosa e inesperada manera de introducir a María en el mismo corazón del drama de la redención del mundo.


La hora de Caná

Podemos comenzar a vislumbrar el sentido del problema si pensamos que es Juan quien nos trasmite las dos palabras solemnes que Jesús dice a su madre, una en Caná de Galilea, al comienzo de su vida pública, otra en la cruz, al final de la misma. El parentesco entre ambas frases es demasiado evidente como para que no pensemos que el evangelista ha querido unirlas místicamente. Son dos palabras que sólo pueden entenderse leyéndolas juntas.

El diálogo de Caná asombra a cualquiera que lo lea ingenuamente. María, con sencillez de mujer y de madre, trata de resolver el problema de unos novios y pide a su hijo que intervenga, probablemente sin medir que, con ello, entra en los altos designios teológicos de su hijo. Y la respuesta de Jesús es casi violenta, rechazante. Después el hijo hará lo que la madre le pide, pero no sin haber marcado antes las distancias: ¿Qué tenemos que ver tú y yo, mujer? Aún no ha llegado mi hora (Jn 2, 3). La respuesta tuvo que desgarrar, en cierto modo, el corazón maternal. No pudo entender entonces el vertiginoso sentido de esas palabras con las que estaba citándola en el Calvario. Está pidiéndola que salga del campo de las inquietudes terrestres por importantes y dolorosas que sean-- y entre en el plan de las cosas del Padre. En el plan en el que el hijo vive y en el que la madre tiene también una misión de primera importancia. Jesús concederá el milagro, pero con él anticipará la hora de la separación entre la madre y el hijo. Con este milagro comenzará su vida pública y se desencadenará el odio de sus enemigos. Anticipará la «hora», que para Jesús no es otra que la de su muerte.

En esa «hora» es cuando María será verdaderamente importante. Entonces descenderá sobre ella una palabra dedicada a su más íntimo corazón de madre, que se verá misteriosamente ensanchado.

Si Cristo ha elegido la vocación de sufrir y morir por la salvación del mundo, es claro que cuantos, a lo largo de los siglos, le estarán unidos por amor, tendrán que aceptar, cada uno en su rango y función, esa misma vocación de morir y sufrir por esa salvación. Y, si un miembro de Cristo, huye de esa función, falta algo, no sólo a ese miembro, sino, como explicaría san Pablo, a la misma pasión de Cristo, pasión que pide —como explica Journet ser prolongada en la
compasión corredentora de todos los miembros de Cristo.
Este es el misterioso sentido de la frase de san Pablo a los colosenses: Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia (1, 24).

Aquel pequeño grupo al pie de la cruz, aquella Iglesia naciente, estaba, pues, allí por algo más que por simples razones sentimentales. Estaba unida a Jesús, pero no sólo a sus dolores, sino también a su misión.

Y, en esta Iglesia, tiene María un puesto único. Hasta entonces ese puesto y esa misión habían permanecido como en la penumbra. Ahora en la cruz se aclararán para la eternidad.

Por eso la alejada será traída a primer plano. Esta es la hora, este el momento en que María ocupa su papel con pleno derecho en la obra redentora de Jesús. Y entra en la misión de su hijo con el mismo oficio que tuviera en su origen: el de madre.

Es evidente que, en la cruz, Jesús hizo mucho más que preocuparse por el futuro material de su madre, dejando en manos de Juan su cuidado. La importancia del momento, el juego de las frases bastarían para descubrirnos que estamos ante una realidad más honda. Si se tratara de una encomienda solamente material sería lógico el «he ahí a tu hijo». María se quedaba sin hijo, se le daba uno nuevo. Pero ¿por qué el «he ahí a tu madre»? Juan no sólo tenía madre, sino que estaba allí presente. ¿Para qué darle una nueva?

Es claro que se trataba de una maternidad distinta. Y también que Juan no es allí solamente el hijo del Zebedeo, sino algo más.

Ya desde la antigüedad, los cristianos han visto en Juan a toda la humanidad representada y, más en concreto, a la Iglesia naciente.

Es a esta Iglesia y a esta humanidad a quienes se les da una madre espiritual. Es esta Virgen, envejecida por los años y los dolores, la que, repentinamente, vuelve a sentir su seno estallante de fecundidad.

Ese es el gran legado que Cristo concede desde la cruz a la humanidad. Esa es la gran tarea que, a la hora de la gran verdad, se encomienda a María. Es como una segunda anunciación. Hace treinta años —ella lo recuerda bien— un ángel la invitó a entrar por la
terrible puerta de la hoguera de Dios. Ahora, no ya un ángel, sino su propio hijo, le anuncia una tarea más empinada si cabe: recibir como hijos de su alma a quienes son los asesinos de su primogénito.

Y ella acepta. Aceptó, hace ya treinta años, cuando dijo aquel «fíat», que era una total entrega en las manos de la voluntad de Dios. De ahí que el olor a sangre del Calvario comience extrañamente a tener un sabor de recién nacido; de ahí que sea dificil saber si ahora esmás lo que muere o lo que nace; de ahí que no sepamos si estamos asistiendo a una agonía o a un parto. ¡Hay tanto olor a madre y a engendramiento en esta dramática tarde...!


Las tinieblas

Al llegar aquí, los tres sinópticos indican una fenómeno extraordinario que acompañó la muerte de Jesús: Era ya como la hora sexta y se produjeron tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora nona, habiendo faltado el sol (Le 23, 44-45). Tanto Lucas como Marcos afirman que Jesús fue crucificado antes de la hora sexta, es decir: antes del mediodía. Había, pues, pasado algún tiempo antes de que las tinieblas se echaran sobre la tierra.

¿Se trata de un entenebrecimiento milagroso? Los evangelistas parecen ver en él, al menos, un cierto simbolismo relacionado con lo que en el calvario estaba sucediendo, pero tampoco tratan de forzar las cosas y presentarlo como un púro milagro. Nadie de hecho parece tomarlo como tal en la narración que sigue. No habrá que verlo, por tanto, como un verdadero eclipse de sol, que hubiera sido inverosímil con luna llena. Más bien —y quien haya vivido en Jerusalén lo comprenderá fácilmente— pudo tratarse de una irrupción del kham-sin o siroco negro que, aunque no muy frecuentemente, azota en algunos mediodías de primavera la ciudad. Es un viento caliente, espeso, cargado con frecuencia de polvo o arena, que, en algunas circunstancias, llega a oscurecer la luz del sol y cubre la tierra con una especie de oscura niebla.

En este hecho, probablemente natural, vieron los evangelistas y vio más tarde la tradición cristiana, un símbolo del gemido de la naturaleza ante la tremenda ejecución de su autor. Y también como un anuncio del castigo. En los profetas del antiguo testamento esta figura del oscurecimiento del sol era siempre signo visible de la justicia de Dios que se acerca: Y en aquel día, dice el Señor, Yahvé, haré ponerse el sol al mediodía y entenebreceré la tierra en pleno día (Am 8, 9. Y también Jl 2, 10; 3, 15; ls 13, 10). Ahora era más lógico que nunca: la luz se iba, al agonizar quien era luz del mundo.


La muerte se acerca

Porque la muerte se acercaba ya. Debían de ser casi las tres de la tarde. Los textos evangélicos hacen pensar que las tres primeras palabras debieron de pronunciarse con largos intervalos entre ellas y que, en cambio, las cuatro últimas nacieron casi seguidas y cerca ya de la muerte. El crucificado estaba muy débil. La sangre no había cesado de brotar de sus manos y sus pies. Si en algún momento el goteo se interrumpía, bastaba un nuevo movimiento, un intento de incorporarse, del crucificado, para que se iniciase de nuevo.

Pero cada vez eran menores los movimientos de Jesús, agotado ya. Se oía únicamente el jadear de su pecho en los últimos esfuerzos por llevar un poco de aire a sus pulmones oprimidos.

En torno a la cruz, había aumentado la soledad. Los últimos curiosos se habían ido entre el aburrimiento y el miedo que pudo infundirles aquel súbito oscurecimiento del sol. Quedaban sólo los soldados y el grupito de los fieles, al que Jesús apenas veía ya con sus ojos borrosos de sangre y sudor.

Estaba verdaderamente solo. Todos morimos solos, incluso cuando morimos rodeados de amor. Por mucho que el agonizante tienda su mano y se aferre a otra mano, sabe que allá, en el interior, donde se libra el último combate, está sólo, definitivamente solo.

Jesús no quiso sustraerse a esta ley de la condición humana. Y vio su soledad multiplicada por el espanto de quien muere joven y en una cruz, odiado y despreciado y, al mismo tiempo, dramáticamente consciente de todos sus dolores.

Pero hay una soledad que ningún hombre ha conocido, sino él. Una soledad a la que hay que acercarse con temor, porque nada hay más vertiginoso.

En verdad que si hubiéramos de elegir, entre todo el evangelio, una frase desconcertante por encima de todas, tendríamos que elegir ésta, que durante siglos y siglos ha conmovido a los santos y trastornado a los teólogos.

No fue una frase, sino un grito que taladra la historia. Había ya en el Calvario un gran silencio. Y fue entonces cuando Jesús hizo un esfuerzo que parecía imposible, se incorporó en la cruz, llenó de aire sus pulmones y gritó en voz alta: Eli, Eli, lama sabactani? Es decir: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?

Gritó. ¿Por qué gritó? ¿Qué nuevo género de tormento es éste? Cristo había sudado sangre en el huerto de los olivos... sin gritar. Había soportado la flagelación... sin gritar. Había sufrido sin gritos el ver sus manos y sus pies traspasados. ¿Por qué grita ahora? ¿Por qué grita cuando ya sólo falta lo más fácil: terminar de morir?


La palabra del escándalo

Journet, comentando esta palabra, escribe:

¡Oh, palabra fatal! ¿Por qué has sido pronunciada? ¿Por qué no fue retenida dentro del pecho? ¿No sabía Cristo que se usaría contra él? ¿Cómo iban a poder sus contemporáneos ver en él, en este hombre sumergido por el dolor, al Mesías que salvaría a su pueblo de las seculares humillaciones? ¿Y cómo, quienes en el futuro negarán su divinidad, no encontrarán en este grito un argumento? Si es Dios ¿cómo puede decir que su Dios le abandona? Sí, palabra fatal, que será hasta el fin del mundo un escándalo para la fe de muchos.

Pero también ¡palabra adorable para los que creen! Es esta palabra la que nos descubre hasta el último fondo del misterio de la encarnación y los anonadamientos del Verbo hecho carne. Y es cierto que esta palabra es un escándalo. Pero todo el evangelio es escándalo. Salva al mundo contradiciéndole. Y al fin todo lo trastornará.

Esta escandalosa palabra ha dividido durante siglos a los comentaristas. ¿Cómo pudo el Padre abandonar al Hijo, si ambos son un único Dios? ¿Cómo pudo alejarse la divinidad, si estaba unida a la humanidad hasta formar un solo ser? ¿Puede acaso el Hijo de Dios quedarse sin Dios, cuando él mismo lo es y es el único que existe? Y la ausencia de Dios ¿no es acaso el infierno?

Ante esta problemática algunos teólogos católicos buscan interpretaciones más o menos metafóricas: Jesús se queja aquí de que su Padre le haya abandonado a la muerte, le haya entregado a tantos dolores.

Otros se van al otro extremo. Para Calvino aquí asistimos a un verdadero descenso a los infiernos en el que Jesús padece los tormentos espantosos que deben sentir los condenados y perdidos, es dominado por las tristezas y angustias que la ira y la maldición de Dios engendra, experimenta todos los signos que Dios muestra a los pecadores al volverse contra ellos para castigarlos. Incluso —siempre según Calvino— en este momento Jesús llegó a temer por su propia salvación, temeroso de la maldición y la ira de Dios.

La primera respuesta es tontamente evasiva. Jesús no estaba en la cruz para decir metáforas. Si él dice que el Padre le abandona, es porque, en realidad, de algún modo le abandona. De un modo que quizá nosotros nunca logremos entender, pero que él experimentó como una verdadera lejanía.

Pero ¿cuál fue la dimensión y el sentido de esa lejanía? La clave del misterio es que, en este momento, Cristo está llevando a la meta la redención, está asumiendo todos los pecados del mundo.

Góngora —con un verso feliz poéticamente, pero no tanto teológicamente— comentaba que era más importante el nacimiento que el Calvario «porque hay distancia más inmensa de Dios a hombre que de hombre a muerte». Pero aquí no se trata de morir, no se trata de que Dios se haga muerte, se trata de algo infinitamente más grave, se trata de algo tan vertiginoso como que el hombre-Dios se haga pecado.

San Pablo tampoco usa metáforas cuando escribe:

Cristo nos rescató de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición; porque está escrito: Maldito el hombre que pende del madero (Gál 3, 13).

Y aún más tajantemente:

A aquel que no había conocido el pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, a fin de que nosotros nos hiciéramos justicia de Dios en él (2 Cor 5, 21).

Las expresiones de san Pablo son realmente feroces: se hizo maldición, le hizo pecado. No quiere decir que Jesús corneta pecados, pero sí de que los haga realmente suyos. No es que al redimirnos cogiera los pecados del mundo y los cargara sobre sus espaldas como un saco. El saco ya lo hemos dicho en otro lugar no es nunca parte de quien lo lleva. Y si Jesús no hubiera hecho de algún modo suyos los pecados, si se hubiera limitado a tomarlos externamente, mal habría sido la víctima sustitutoria en la redención.

Jesús no es, ni siquiera en este momento, pecador, pero, en algún modo misterioso, se experimenta pecador. Es como si sus manos purísimas, hechas para acariciar a los niños, hubieran acuchillado, disparado, ametrallado en las catorce mil guerras de la historia. Como si sus labios, que enseñaron a rezar el padrenuestro, hubieran dicho todas las mentiras de la historia, todos los besos sucios de la historia, todos los millones y millones de blasfemias. Como si su corazón, que ayer instituyó la eucaristía, se convirtiera en el frío bloque de odios, de envidias, de avaricias, de incredulidades, de crueldad, que pintara Newman. ¿Qué tiene de extraño el que el Padre se alejara, si no puede convivir con el pecado?

Pero hemos dicho «como sí». Porque aunque Jesús experimentó todos los dolores que en el infierno pueda sentir un pecador, sus dolores no fueron de pecador, sino de salvador. Su dolor fue satisfacción, no castigo. En esto se equivoca Calvino: su pasión fue luminosa, no desesperada.

Mas, como escribe Journet:

El sufrimiento luminoso de un Dios que muere por nosotros es aún más desgarrador que el sufrimiento del desesperado. Porque sólo a él es dado el medir plenamente el abismo que separa el bien y el mal, el cielo y el infierno, el amor y el odio, el «sí» dicho a Dios y su negación.

Ahora es cuando, en verdad, el sin-pecado se hace radicalmente uno de nosotros. Si esa barrera del mal le distinguía de los hombres, ahora la saltará por amor.

Y la pagará en soledad, en esta terrible soledad en la que experimenta verdaderamente la lejanía de su Padre, del centro mismo de su alma.

Por eso grita. Porque este dolor es más agudo que todos los de la carne juntos.

Pero su grito no es desesperación. Es una queja lacerante, pero amorosa. Y segura. De hecho, toma sus palabras del salmo 21, que es un salmo de llanto, pero también de esperanza. Es incluso probable que Jesús estuviera recitando entero este salmo, aunque sólo gritara el segundo de sus versos.

En realidad buena parte de los versículos de este salmo parecen una descripción de lo que en la cruz está ocurriendo:

¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado? (2).

Dios mío, clamo de día y no respondes, de noche sin hallar reposo (3). En verdad que yo soy un gusano, no un hombre; el oprobio de los hombres y el desprecio del pueblo (7).

Todos los que me ven se burlan de mí, abren los labios, mueven la cabeza (8).

Dicen: en Dios confía, que él lo libre, pues tanto lo ama. Que venga Dios a salvarlo (9).

Sus fauces se abren contra mí feroces, cual leones rapaces y rugientes (14).

Todos mis huesos están dislocados (15).

Seca está como una teja mi garganta y mi lengua está pegada a las fauces. Me has reducido al polvo de la muerte (16).

Numerosos canes me circundan; banda de malhechores me anda en torno (17).

Han traspasado mis manos y mis pies, y puedo ya contar todos mis huesos (18).

Se han repartido mis vestidos y echan a suerte sobre mi túnica (19).

Y aquí gira el salmo hacia la esperanza: la lejanía de Dios no será definitiva. Vendrá, viene, está llegando su gloria:

Tú, pues, oh Yahvé, no retrases tu socorro; apresúrate a venir en mi auxilio (20).

Que pueda hablar yo de tu nombre a mis hermanos y ensalzarte en medio de la congregación de tu pueblo (23).

Se postrarán delante de él todas las gentes (28).

Porque de Yahvé es el reino y él dominará a las gentes (29). Comerán y se prosternarán ante él todos los grandes de la tierra; se curvarán los que al polvo descienden. Mi alma vivirá para él (30).

Así es como el grito de Jesús no es desesperación, sino oración. Y una oración que enlaza directamente con la del huerto de los olivos.

Para que su soledad fuera más radical, ese grito suyo será interpretado en son de chanza por quienes le escuchan. Jesús probablemente había pronunciado la frase aramea con el acento regional galileo y los soldados, o porque realmente no le entendieron o porque encontraron ocasión de hacer un chiste que les pareció gracioso, interpretaron que estaba llamando a Elías. Y la cosa les resultó muy divertida. ¡A Elías llama éste! (Mt 27, 47). Y coreaban la frase a grandes carcajadas, asombrados de su propio ingenio.


La sed

Esta quinta palabra debió de pronunciarse casi inmediatamente tras la cuarta y en medio de las bromas de los soldados. Jesús seguía plenamente lúcido y, quizá, prosiguiendo la recitación del salmo ventiuno, su encuentro con el versículo que describía su garganta «seca como una teja» le hizo consciente de la tremenda sed que le acosaba. Era, efectivamente éste uno de los más terribles tormentos de los crucificados. En cuanto podemos saber, Jesús no había bebido nada desde la noche anterior. La pérdida de sangre en la flagelación y, ahora, bajo el taladro de los clavos, hacía mayor su deshidratación. Y el sol de Palestina, aun siendo abril, era duro a las tres de la tarde.

¿Pero no hablaba Jesús de una sed simbólica, sed de almas, sed de ser comprendido, de redención? ¿No es esta la sed de justicia a la que él mismo aludió en las bienaventuranzas? En cierto modo, sí. Jesús experimenta en estos momentos, dentro de su conciencia, el drama de ver su redención despreciada, de saber de antemano que, para muchos, todo este dolor será inútil. Journet escribe con todo dramatismo:

¡El infierno! El hecho de que muchos puedan preferirlo al amor es la causa suprema de la indecible agonía del Salvador.

Pero Jesús habla, ante todo, directamente, de su sed fisica. Cuenta el dolor de experimentar la lengua como una piedra seca y la garganta como un desfiladero polvoriento. Es el grito que --por hambre o por sed-- ha surgido de cientos de miles de bocas antes y después de Jesús. Es su palabra más radicalmente humana. Es la prueba definitiva de que está muriendo de una muerte verdadera, de que en la cruz hay un hombre, no un fantasma.

Y, esta vez, un céntimo de piedad brota en uno de los soldados, que aún están burlándose, al pie de la cruz, de su anterior palabra. Tenían allí su jarro de polca, mezcla de vino agrio, vinagre y agua, para apagar su sed durante las largas horas de guardia. Los palestinos saben bien de esas largas esperas: aún hoy son muchos los que no se ponen en viaje o no parten hacia el trabajo sin su jarra de líquido.

Y uno de los soldados se conmovió al oír esa queja tan humana. No había entendido bien las otras palabras. Pero esta era una palabra «a su altura». Tomó una esponja, la sumergió en su jarro, la colocó en la punta de su lanza y la tendió al agonizante.

Pero incluso este gesto compasivo se convirtió en objeto de nuevas burlas. Deja —gritó alguno de sus compañeros— veamos si viene Elías a salvarle (Mt 27, 49). Su broma anterior les había divertido, duraba aún y se contagiaban unos a otros las carcajadas. El compasivo aceleró entonces su acto de piedad: se limitó a empujar la esponja contra los labios de Jesús, que chupó --quizás ávidamente-- el vinagre. También con ello se cumplía otro pasaje de los salmos: En mi sed me dieron a beber vinagre (68, 22). Jesús seguía siendo como un embajador minucioso que cumpliera una a una las instrucciones de su carta de viaje.


Todo está consumado

Por eso ahora puede concluir que todo está cumplido (Jn 19, 30). Su débil, cansada cabeza repasa todo el abanico de profecías que sobre él se hicieron y comprueba que no queda ni una por realizar. Y, sobre el alma de Jesús, desciende la paz. Puede ya volverse serenamente hacia su Padre, cuya lejanía parece definitivamente superada.

La estructura de las siete palabras que Jesús dice en la cruz no responde, evidentemente, a la casualidad: las tres primeras describen la necesidad de Cristo de morir derramando luz en torno a sí. En ellas pide perdón para quienes le crucifican, abre las puertas de la salvación a uno de los crucificados con él, entrega a los hombres el impagable regalo de su madre.

Siguen dos palabras en las que describe sus sufrimientos en esta hora: el vértigo moral de su desgarradora soledad, el sufrimiento físico de la sed.

Las dos últimas, las que preceden por pocos segundos a su muerte, describen la total paz que le habita. Ahora puede regresar al diálogo sereno con su Padre, a lo que fue siempre el centro absoluto de su vida.

No piensa en su muerte como la realización de sí mismo, ¿Qué podía añadirse a sí mismo quien era Dios? Lo decisivo para él es que esa muerte es la cima de la realización de la voluntad de su Padre. Para eso había venido al mundo. ¡Lo había dicho tantas veces! Yo he bajado del cielo para hacer, no mi voluntad, sino la de aquel que me ha enviado (Jn 6, 38). Yo busco, no mi voluntad, sino la del que me envía (Jn 5, 30). Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado j' llevar a cabo su obra (Jn 4, 34). Ahora repasa esa voluntad que conoce como nadie ha conocido jamás y sabe que realmente se ha cumplido en todo al pie de la letra. Sabe que esa obediencia suya es verdaderamente la salvación del mundo. Y con su cuerpo destrozado, con su rostro maltrecho, se presenta ante el Padre como sustituto del hombre maltrecho.

He aquí una muerte plena, he aquí una muerte que es, más que ninguna otra, el punto perfecto de maduración de un ser, un destino realizado como ningún otro. Belén, Nazaret, Caná, el desierto, Betania, Cafarnaún, el huerto de los olivos, el pretorio, el Calvario, no son sino etapas de un plan prefijado y fielmente recorrido.

De un hombre que muere joven, a los 33 años, decimos hoy siempre que es un ser malogrado. No tuvo tiempo, lamentamos, de completar su destino. Pero 33 años, y aun menos, son tiempo sobrado para la madurez, para la plenitud. Sólo muere malogrado quien muere inmaduro, aquel a quien la muerte sorprende con la vida vacía.

La de Jesús es una vida llena. No precisaba de un día más. Todo estaba consumado, todo cumplido.

En verdad que, contemplando su pobre cuerpo muerto, que parece el de un vencido, sentimos deseos de volvernos a él para decirle qué orgullosos estamos de su obra. ¡Qué bien lo hiciste todo, Cristo! ¡Si supieras qué felices estamos de tenerte por jefe! En verdad que tú eres, Señor, lo único bueno que tenemos. Tú eres el que nos hace posible la fe, llevadera la esperanza, soportables las torpezas de la iglesia, fecundo el amor. Tú, Señor, nos bastas.

¡Y qué gran hombre fuiste! Nos emociona recordar tu ternura con los niños, tu solidaridad con tus discípulos, el serio amor con que honrabas a tu madre, tu pasión por la tierra palestina, la viril dignidad de tu trato con las mujeres, tu coraje en la defensa de la verdad, tu valor a la hora de afrontar a los adversarios, tu comprensión hacia el pecador, tu nunca humillante amor hacia los pobres. Recordamos cómo supiste llorar por el amigo, cómo aceptaste el cansancio de los caminos, qué abierto estabas a cuantos enfermos acudían a ti, con qué total entereza has sabido morir. ¡Qué magnífico hombre fuiste, Señor!

¡Y qué gran Dios nos mostraste! Recordamos la profunda naturalidad con que hacías tus milagros, con gestos tan sencillos como el que debiste usar para crear el mundo. Admiramos tu doctrina, que abre a la mente y al corazón puertas nunca imaginadas. Veneramos tu resurrección, tu natural manera de volver a la vida sin aspavientos, como si eso de derrotar a la muerte fuera un simple juego. ¡Qué gran Dios nos mostraste, cercano y lejano a la vez, inmenso y familiar! Tú pusiste la imagen de Dios a nuestro alcance. Sin ti hubiéramos podido respetarle y venerarle, pero nunca nos hubiéramos atrevido a amarle; ni siquiera hubiéramos podido imaginar que podíamos amarle. Y llamarle «padre nuestro».

En verdad que todo está consumado. Ya sólo queda reclinar la cabeza. Sólo falta morir, terminar de morir.


En tus manos encomiendo mi espíritu

Sí, ya sólo faltaba morir, despedirse del mundo, encomendarse al Padre, morir. Es muy sencillo.

El hombre teme a la muerte. Se pasa su vida huyendo de ella. Sentimos una ráfaga de terror cuando sacude con su látigo a alguien de los nuestros. Y, sin embargo, es tan sencillo. Para el que cree en Dios, morir no es nada trágico, no es saltar en el vacío, ni entrar en la noche. Creemos que morimos, que perdemos la vida. En realidad es sólo que ponemos la cabeza en su sitio, en las manos del Padre. Cae la vida, caen las hojas, todos caemos. Pero alguien recoge estas caídas con sus enormes manos, como escribiera Rilke.

Las manos de Dios son salvación. No están hechas para condenar, sino para salvar. Si alguien se condena es sólo en la medida en que huye de esas manos. Las manos de Dios son resurrección. El no es Dios de muertos, sino de vivos. El no sabe dar muerte, sino vida. Como Cristo.

Porque las manos de Dios son, literalmente, las manos del Padre. Pero estoy escribiendo Padre con mayúscula. Porque Dios no es «un poco padre», alguien que es «como un padre». Dios es Padre, se dedica a ser Padre, es «sólo» Padre, sobre todo Padre, ante todo Padre, centralmente Padre. Esta fue la gran revelación de Jesús. Realmente para eso vino al mundo. Quitad esa verdad y nada quedará del evangelio. Ponedla, y todo el mensaje evangélico adquiere su sentido.

Por eso ahora Jesús muere tranquilo: sabe bien dónde pone su cabeza. Acabó su combate, es hora de descansar.

Pero levanta aún una última mirada. Frente a él, la ciudad por la que ha llorado, los hombres por los que muere, la tierra por la que ha caminado. Ama este mundo. Lo ama porque él lo hizo. El colgó ese sol en la altura; él trazó los ríos y los mares; él inventó este aire que ahora falta en sus pulmones. El dibujó este cuerpo de los hombres. Y ahora se va. Y le duele casi. Porque ahora sabe de veras que todo estaba bien hecho. Se ha sentido a gusto siendo hombre, se ha «contagiado» de hombre. A pesar de todo.

Mas ya no tiene fuerzas. Su cabeza desciende. Aún hay estertores en su pecho que se defiende de la muerte. Una gota de sangre, sacudida, rueda desde la frente a la mejilla, de la mejilla al suelo. suena en el silencio de la tarde. Muere. Ha muerto.