20 La cruz

El lugar, nos dicen los evangelistas, era conocido con el nombre de «calvario», «gólgohta» en hebreo. Las dos palabras tienen el mismo significado: la calavera. Y éste era el nombre que seguramente se daba no sólo al pequeño montículo donde Jesús fue crucificado, sino a toda el área próxima a las murallas junto a la puerta que Jesús acababa de cruzar.

¿De dónde venía ese nombre? No ciertamente —como dice una leyenda— de que allí estuvieran tiradas las calaveras de los criminales ajusticiados. Ni tampoco —como comentan algunos padres de la Iglesia con más sentido simbólico que histórico— de que allí, en una gruta, estuviera enterrada la calavera de Adán. Simplemente esta área o alguna zona de ella tenían, en aquella época, el aspecto físico de una calavera. Era frecuente por entonces —como lo es hoy— buscar en los montes aspectos parecidos con el cuerpo humano y había varios conocidos como «cabeza», «rodilla», «hombro». Al mismo monte Calvario se le llama en algún texto antiguo «ras», es decir: cabeza.

Era un promontorio de roca, muy pequeño, con no más de quince pies de alto sobre el terreno circundante. Lo suficiente para que los crucificados pudieran ser claramente vistos por la gente que pasaba por el vecino camino o que tenía sus tiendas en la explanada que rodeaba el montecillo.

Hoy nos es muy dificil imaginarnos la geografía exacta que tenía entonces esta zona: doce años más tarde de la muerte de Jesús, Herodes Agripa trazó una nueva muralla que incluía esta zona dentro de la ciudad y que convertía el descampado en zona edificable.

¿Conocemos hoy con certeza el lugar preciso de la crucifixión? Los evangelistas no son geógrafos, pero los datos que nos ofrecen, añadidos a los abundantísimos testimonios tradicionales, permiten dar una respuesta casi plenamente afirmativa a esa pregunta. El padre Vincent, el más famoso e importante de los arqueólogos palestinenses, dice tajantemente: La autenticidad del Calvario y del santo sepulcro está dotada de las mejores garantías de certeza que uno puede esperar en tal materia.

Si hay que dudar de muchas de las reliquias que se atribuyen a Jesús y a su madre dado que los judíos de la época no tenían el afán coleccionista que más tarde se desataría en la cristiandad parece completamente inverosímil que los primeros cristianos olvidaran o desconocieran los lugares santificados por la muerte y la resurrección de Jesús. En los días del sitio de Jerusalén, en el año 70, vivían aún muchos de los cristianos que habían sido testigos de la muerte de Cristo y, si no pudieron impedir que Herodes Antipas construyera sobre estos lugares, sí guardaron clara memoria de ellos. En los años de la destrucción sabemos que la pequeña comunidad cristiana, avisada con anticipación de la catástrofe que se avecinaba, huyó a la ciudad de Pella, al otro lado del Jordán. Pero que inmediatamente después, restaurada la paz, regresaron a Jerusalén y continuaron su vida bajo la dirección interrumpida de varios obispos.

Una nueva calamidad los alcanzó cuando los judíos se levantaron en el año 132 contra el emperador Adriano. El emperador destruyó entonces de nuevo Jerusalén y levantó sobre ella una ciudad romana llamada Aelia Capitolina.

Y Adriano hizo entonces, contra su voluntad, un inmenso favor a los historiadores. Mandó a sus ingenieros que construyeran templos y estatuas idolátricas en los sitios religiosamente más significativos para los judíos. Y, para los paganos, judíos y cristianos eran lo mismo. Así, el foro de la nueva ciudad se construyó precisamente sobre el monte Calvario, aun a costa de tener que rellenar la zona con inmensas cargas de escombros. Sobre el santo sepulcro, se erigió una estatua a Júpiter; y en el lugar preciso de la cruz, se alzó un monumento a Venus. Lo mismo que se erigieron estatuas idolátricas sobre las ruinas del templo y junto al terebinto de Abrahán, e igual que surgió un santuario a Adonis sobre la cueva de Belén.

Los esfuerzos de Adriano iban a producir, pues, el fruto contrario al pretendido. En lugar de destruir la religiosidad cristiana y judía, iban a precisar, para las generaciones futuras, los lugares exactos de los hechos cuya memoria se trataba de borrar.

Cuando vino la paz a la Iglesia y el emperador Constantino decidió en el año 326 construir una basílica en los lugares de la crucifixión y sepultura de Cristo, los cristianos de Jerusalén supieron muy bien a donde debían dirigir a los ingenieros.

Con sensibilidad moderna, Constantino se hubiera limitado a limpiar la zona y devolverle el aspecto exacto que tenía en tiempos de Jesús. Pero aquella era otra época. El emperador mandó construir sobre el lugar del sepulcro una hermosa basílica, que se llamaría Anástasis (resurrección), y no le importó, para ello, serrar literalmente el rocoso monte calvario. En el centro de esta basílica primitiva estaba el lugar del santo sepulcro. Y al este, en un atrio rodeado de hermosos pórticos, el lugar de la crucifixión, que había sido cortado en forma de cubo, con una cara superior de dieciocho por quince pies. Más tarde, ambos santos lugares quedarían incluidos en la misma basílica, tal y como hoy se conserva en Jerusalén.


La crucifixión

No conocemos con precisión el origen de la crucifixión. Algunos científicos la atribuyen a los persas, otros a los fenicios. Sabemos que era muy usada en los tiempos anteriores a Cristo. Alejandro Magno y sus sucesores, los diodocos, la emplearon, pero siempre fuera de Grecia, por parecerles un tormento bárbaro. La utilizaron también los sirios y los cartagineses y, de éstos, la aprendieron los romanos.

Era, en todo caso, fruto del refinamiento y la crueldad de la época. Habían probado antes la muerte a lanzazos, con aceite hirviendo, empalando al reo, a pedradas, por estrangulamiento, en la hoguera. Pero todas estas muertes tenían el «inconveniente» de que eran demasiado rápidas. Se buscaba una forma de muerte que pudiera ser lenta, impresionante para quienes la contemplaran, inexorable. E inventaron la cruz que era tan lenta como dolorosa.

Para los romanos, era aquel un castigo de esclavos y de hecho estaba prohibido crucificar a un ciudadano romano, aunque la historia nos refiere muchos casos en los que esta prohibición se ignoraba. Cicerón gritó en el juicio de Verres: Atar a un ciudadano romano es una ofensa; herirle es un crimen; matarle casi un parricidio. ¿Qué debo decir si es colgado de una cruz? No hay epíteto que pueda apropiadamente describir cosa tan infamante.

Sin embargo, pese a sus gritos, a todo lo ancho del imperio romano se alzaron muchos miles de veces las dramáticas sombras de la cruz. Sin salirnos de la zona de Palestina, sabemos que Quintilio Varo crucificó a dos mil judíos. Josefo nos cuenta que el número de crucificados por el procurador Félix (52-59 después de Cristo) fue incalculable. En el año 70, durante el sitio de Jerusalén, los romanos crucificaron hasta quinientos prisioneros por día. Y Josefo comenta que los soldados, fuera de sí por la rabia y el odio, se divirtieron crucificando a sus prisioneros en diferentes posturas; y tan grande fue el número de éstos, que no se encontraba espacio para las cruces, ni cruces para los cuerpos.

Esta forma de muerte era especialmente dolorosa para los judíos, que veían en ella una especie de maldición religiosa. La frase del Deuteronomio: Maldito es de Dios el que cuelga de un árbol (21, 23) añadía a los ojos judíos una especie de condenación religiosa a la tortura fisica. Y esta era probablemente la razón por la que los sumossacerdotes tenían tanto interés ante Pilato porque Jesús fuese crucificado: su muerte borraría así, al mismo tiempo, su prestigio religioso y abortaría, con esa especie de maldición de Dios, cualquier intento posterior de propagación de sus doctrinas.


La cruz

Qué tipo de cruz se usó con Jesús, entre las varias que existían, no lo sabemos con exactitud. Las más frecuentes eran las llamadas crux commisa, en la que el travesaño era colocado sobre el palo vertical en forma de T, y la cruz immisa, en la que los dos palos se cruzaban, incrustando el travesaño en una cajuela abierta en el palo vertical. La tradición ha usado siempre esta segunda forma y parece ser efectivamente la más probable puesto que la tablilla con las razones de la condena se colocó sobre la cabeza de Jesús.

Existían, además, la cruz baja (crux humilis) y la alta (crux sublimis), en la primera de las cuales los pies del condenado estaban casi a ras del suelo, mientras estaban a un metro de altura en la segunda. Algunos datos inclinan a pensar que fue la alta la usada por Jesús, dado, sobre todo, que nos cuentan los evangelios que, para alargarle la esponja con vinagre, la colocaron en la punta de una lanza o caña.

En la cruz existía con gran probabilidad, y contrariamente a la iconografía tradicional, una especie de gancho o clavija de madera sobre la que se sentaba al ajusticiado. Algunos escritores llaman «cuerno» a este asiento, porque se asemejaba a un cuerno de rinoceronte. Este gancho hacía más fácil la tarea de la crucifixión y aliviaba algo los dolores del ajusticiado, aunque también prolongaba su muerte. En cambio no tiene ninguna base histórica ese descansillo para los pies que es frecuente en muchos de nuestros crucifijos.

¿Estaban los reos completamente desnudos en la cruz? Así parece que era habitual entre los romanos. Aunque es muy probable que se hicieran concesiones a las costumbres locales y que se respetase en algo el tradicional pudor de los judíos.

Tampoco estaba determinado si se debían usar clavos o cuerdas para sujetar a los reos en la cruz. Dependía de lo que se quisiera que durara la muerte. Con cuerdas, ésta podía ser larguísima y el condenado terminaba por ser atacado por los buitres. En el caso de Cristo, sabemos ciertamente que se usaron clavos y es, además, lógico que así fuera si tenemos en cuenta que tanto Pilato como los judíos deseaban que aquello terminara rápidamente en aquellos días de fiesta religiosa.

Era, en resumen, una muerte horrible en la que se concentraban todos los dolores: al agotamiento físico de quien no había comido ni dormido desde hacía muchas horas, se había añadido la brutalidad de la flagelación, el esfuerzo para trasportar el madero, la vergüenza moral, y, ahora, las heridas de los clavos, el ahogo del cuerpo en tensión para que las manos no se desgarraran, la horrible sed, el ataque incesante de los millones de mosquitos tan abundantes en aquel tiempo y lugar, la pérdida de la sangre en un goteo incesante... Algo demasiado parecido a un sueño macabro y horrible.


Los matarifes

Pero fue algo bien distinto de un sueño. Cuando llegaron al lugar elegido, los soldados comenzaron a actuar con la destreza y rapidez de los matarifes. Si no estaban ya alzados, eligieron el lugar para los tres palos verticales. En el suelo de roca buscaron tres puntos en que fuera fácil profundizar. Quizá estaban ya hechos los hoyos de otras crucifixiones. Ahondaron cuatro o cinco pies: era necesario que la cruz quedara bien firme y no se ladeara con el peso del crucificado. Clavaron allí los palos y los sujetaron con tierra y piedras alrededor, para darles mayor solidez.

Los tres condenados esperaban en pie, mientras el gentío se arremolinaba en las proximidades. Hasta sus oídos llegaban gritos e insultos. Sus corazones latían agitadamente y parecían marcar el ritmo de los azadones golpeando la tierra.

El travesaño horizontal estaba ya tirado en tierra. Sobre él hicieron acostarse a Jesús. Ataron probablemente sus brazos cerca de la muñeca por si se resistía a la hora de clavar los clavos. El especialista se acercó a él con un mandil de cuero con grandes bolsillos en los que llevaba martillos y clavos. Con una lezna hizo un agujero en la madera para que el clavo penetrara más fácilmente. Tomó luego un clavo de trece centímetros y lo sujetó entre los dientes. Puso su rodilla sobre el brazo izquierdo de Jesús. Cogió con ambas manos su muñeca izquierda y, con la habilidad del cirujano, palpó buscando el lugar donde sería más resistente. Con un resto de humanidad volvió la cabeza del condenado hacia la derecha para que no viera lo que iba a hacer. Colocó la punta del clavo en su sitio, justamente donde termina la raya que llaman de la vida. Y, rápidamente, con sabiduría de experto, levantó el martillo y golpeó sin contemplaciones. Bastó un golpe para atravesar la muñeca. Un chorro de sangre caliente inundó mano, martillo y clavo. Pero el soldado, sin detenerse, golpeó de nuevo, otra vez más, otra. Hasta que la cabeza del clavo desapareció casi entre la sangre y la carne levantada. Algunos de los que estaban cerca volvieron la cabeza. Jesús apretó sus dientes conteniendo un gemido.

Pero el soldado no se detuvo. Trabajar deprisa era, en definitiva, una forma de piedad. Saltó sobre la cabeza de Jesús y puso ahora su rodilla sobre el brazo derecho. Tomó, aún más deprisa, la segunda mano, tiró de ella estirando el brazo y golpeó de nuevo con sus manos y martillo ensangrentados. Ya está, dijo a los que le rodeaban.

Llegaba entonces la parte más difícil y delicada de la crucifixión: el travesaño, con la víctima clavada en él debía ser izado y encajado en la hendidura del palo vertical de la cruz. De no hacerse con gran habilidad, era muy probable que el crucificado se desgarrara de sus clavos. Volver a clavarle era luego casi imposible. Por eso dos soldados agarraron los extremos del travesaño con unas horcas de madera, mientras un tercero sujetaba a Jesús fuertemente por la cintura. Así le pusieron de pie sujetando su espalda contra el palo vertical de la cruz. Luego, entre varios más, lo alzaron hasta montarle sobre el «sedile» cuya altura habían calculado previamente para que, sentado en él, encajara luego el travesaño vertical en la hendidura prevista. Sujetaron con clavos los dos maderos, para mayor seguridad. Luego, rápidamente de nuevo, el matarife empujó los pies de Jesús, que colgaban, contra el madero y los sujetó fuertemente a la cruz con dos clavos. Una vez que todo estuvo concluido, desataron las cuerdas que aún amarraban los brazos de Jesús y ahora todo el peso del cuerpo descanzó sobre los clavos.

¿Podemos imaginar el dolor de toda esta horrible ceremonia? ¿Imaginamos el cuerpo sacudido contra las llagas, el peso de todo él descansando sobre la carne viva de una herida?

Un soldado apoyó entonces una escalera en la cruz. Trepó por ella y, con dos o tres martillazos, sujetó sobre la cabeza de Jesús el letrero que le proclamaba en tres lenguas como rey de los judíos.

Las gentes se arremolinaron para mejor leer el letrero. Cuchicheaban entre sí, sentían una mezcla de horror y exaltación. Veían aquel cuerpo que se retorcía, aquellos dientes que se apretaban para contener los gemidos. Recordaban cómo le habían conocido días antes predicando en el templo, cómo le vieron entrar triunfante en la ciudad hace pocas jornadas. No entendían nada de lo que allí estaba pasando. Y aún hubieran entendido menos si hubieran sabido toda la verdad. ¿Cómo hubieran podido sospechar, entender, imaginarse, que allí, bajo aquel sol, entre aquella sangre, se estaba jugando la hora más alta de la historia, la que cambiaría de sentido al universo, la que devolvería su verdadero sentido a la humanidad? Oían gotear la sangre, la veían resbalar por los brazos, el cuerpo del condenado, empapar la madera de la cruz, el suelo. Pero no sospechaban qué sangre era aquella. Y mucho menos por qué, y por quién, se derramaba.