18 La coronación del rey

Ha llegado la hora del gran carnaval de la sangre. El gobernador ahora se retira entre asustado y avergonzado. Pretexta importantes trabajos que no puede retrasar. Y es que el espectáculo de la sangre le repugna. Es la hora de las fieras y Pilato todavía se considera a sí mismo un hombre.

Los evangelistas hablan de esta escena pudorosamente. Sin añadir un adjetivo. Tal vez porque los destinatarios directos de sus evangelios conocían de sobra un castigo que era brutalmente frecuente en las plazas de todas las ciudades de la época. Tal vez porque se avergonzaban al tener que describir a su Maestro sometido a un tormento de esclavos y criminales.

Probablemente Jesús fue azotado allí mismo, en público, en la plazoleta interior de la fortaleza donde había sido juzgado. En medio del rugido de sus enemigos, que al mismo tiempo sentían el horror y el placer de su victoria.

La flagelación era tormento frecuente entre los romanos. La usaban como tortura para obtener confesiones; como castigo para delitos menores; en muchos casos como preparación para la crucifixión; en alguno era tortura suficiente para infligir la muerte.

Las narraciones que poseemos de la época nos espeluznan hoy. La flagelación, que era relativamente piadosa entre los judíos (nunca se podía pasar de los 40 azotes y se daban 39 para evitar errores en la cuenta), no tenía límites a la barbarie entre los romanos. El condenado era despojado de todos sus vestidos y amarrado a un poste bajo —de medio metro de altura más o menos— en el que había unas argollas de hierro para sujetar las muñecas del castigado. Sus espaldas quedaban, así curvadas, entregadas a los golpes del látigo.

Estos podían ser de dos tipos: el flagelum, un látigo de correhuelas de cuero trenzado que cortaba finos surcos en la piel y terminaba casi por desollar a la víctima, y el flagrum, aún más cruel, formado por correas y cuerdas a cuyo extremo se ataban pequeñas piezas de hueso o metal. Sus golpes eran más profundos y, bajo su impacto, saltaban pedacitos de piel y de carne arrancados del cuerpo golpeado.

De la violencia de este tormento tenemos muchos testimonios de la antigüedad. En su acusación contra Verres cuenta Cicerón que, en un proceso, un tal Servilio fue rodeado por seis lictores, con gran experiencia en golpear y herir. Ellos le golpearon cuelmente con vergas. Luego el primer lictor, Sextio, volvió su verga en redondo y comenzó a dar latigazos en los ojos al pobre infeliz. Este cayó al suelo con su rostro y sus ojos hechos un río de sangre; pero, a pesar de eso, ellos continuaron golpeándole en los costados, aun después que cayó desfallecido... Entonces, reducido a este estado, fue sacado afuera de allí y de hecho murió poco después.

Filón, describiéndonos la suerte de un grupo de judíos flagelados en Alejandría por orden de Flacco, refiere que algunos murieron bajo los azotes y los restantes sólo se restablecieron después de muy larga enfermedad.

Flavio Josefo habla de un falso profeta de Judea, llamado Jesús, hijo de Ananías, que fue condenado a azotes por el procurador Albino y que murió en ellos desollado hasta los huesos.

En el Martirio de Policarpo leemos la historia de algunos cristianos que fueron desgarrados con azotes hasta que se vio el mecanismo de su carne aun hasta las mismas venas y arterias.

Con razón llamaban los romanos a este castigo la media muerte: el que la superaba quedaba marcado para siempre y mutilado durante muchos años.


El Cordero apaleado

Los evangelistas han preferido no ofrecernos detalles de la escena. Pero podemos imaginarla sólo con pensar que fue como otras tantas flagelaciones romanas. Aumentada quizá: porque los flageladores no eran propiamente romanos —un pueblo, en definitiva, algo culto—sino orientales obligados por los romanos al servicio militar: sirios, griegos, samaritanos, gentes bárbaras que sentían hacia los judíos un profundo odio por sus ínfulas de pueblo elegido, que les parecían un orgullo vacío. Para ellos, golpear era un placer, un desahogo.

Temblaba, pues, Jesús que por primera vez sentía la vergüenza de la desnudez. Su cuerpo era el de un hombre. Su miedo el de un hombre. Su soledad en medio de la jauría era la soledad del hombre. Silbó el cuero en el aire. El había dicho: Amad a los que os odian. Sintió la quemadura del primer latigazo y su carne se contrajo dolorida. Había predicado: Haced bien a los que os maldicen. Un nuevo lictor hacía ya vibrar sus correas. Ofreced la mejilla izquierda a quien os aboté en la derecha. Saltó la primera sangre y una correa mal dirigida cruzó por primera vez su cara. Bienaventurados los perseguidos por la justicia, pensó, mientras un nuevo golpe le obligaba a retorcerse. Era un hombre, eran las espaldas de un hombre. ¿El Padre le había abandonado? Apretó sus dientes, clavó sus uñas en la argolla de hierro que le sujetaba. Temed a los que puedan hacer daño a vuestra alma, no a quienes puedan herir vuestro cuerpo. Oía las risas y los jadeos de los que golpeaban. Su espalda era ya un campo arado, rajado como por cuchillos y la sangre se mezclaba con largos surcos azules y morados. Era un dolor tan ancho que comenzaba a no sentir los golpes. Tenéis que perdonar no siete veces, sino setenta veces siete. Sus ojos borrosos no podían ver la sangre que resbalaba ya de sus pies al suelo. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Un nuevo golpe venía a borrar las fronteras del consuelo. Cedieron sus rodillas y su cabeza se golpeó con la columna al caer. Hicieron girar su cuerpo para que siguiera ofreciendo la espalda a los látigos. Ahora ya no medían los golpes y éstos herían sus piernas, sus muslos, su cintura. Esta es mi sangre que se entrega por vosotros.

Era la primera vez que Jesús derramaba su sangre a manos de hombre. La había entregado él voluntariamente a los suyos durante la cena, bajo apariencia de vino. Había brotado espontánea, después, en el huerto, bajo el peso de la angustia. Ahora empezaban a arrebatársela otros. Eran manos toscas de soldados al servicio de otros, manos de pobres siervos que, al poder golpear a otro, se vengaban de algún modo de las muchas veces en que también ellos habían sido apaleados por sus jefes. Pobres hombres que literalmente no sabían lo que hacían, que no podían ni sospechar a quién apaleaban. Sentían quizá una cierta admiración ante este hombre que no les insultaba como hacían otros. Pero este silencio les parecía más el de un loco que el de un héroe o un ser superior. Veían los labios del golpeado moverse en una oración y pensaban en quién sabe qué secretas maldiciones estaría pronunciando. Y golpeaban con renovada furia para amordazarlas.

Alguien cortó, por fin, el juego macabro. Era el tribuno responsable de detener el tormento antes de que el condenado muriese. No sabía aún si el condenado subiría después a la cruz como pedían los sacerdotes o si sería liberado como parecía querer Pilato. Sólo sabía que el gobernador le había ordenado que las cosas no llegaran al final. Basta, dijo, basta. Y se detuvieron los látigos en el aire. Los verdugos estaban sudorosos, excitados y como felices.

Desataron entonces al cordero apaleado y su cuerpo cayó al suelo como un saco pesado, desfallecido, sin conocimiento tal vez. Alguien trajo entonces grandes cubos de agua que arrojaron sobre el rostro y la espalda del caído, para lavarle y devolverle la conciencia al mismo tiempo. El cuerpo herido se retorcía y estremecía de dolor. Este parecía ahora incluso más intenso que durante la flagelación. El cuerpo jadeaba con una palpitación lenta y sorda, como el de un animal agonizante. Temblaba. Alguien echó sobre sus espaldas el manto brillante que Herodes le había regalado. No sentían compasión, pero sí repugnancia ante aquella espalda abierta como un campo recién arado.

Se hizo un silencio largo en el que los soldados se lavaron de las salpicaduras de sangre que llenaban sus rostros y sus brazos. Del pecho del caído salía un silbido doloroso y sus dientes castañeteaban a intervalos. El sol le golpeaba en pleno rostro con la fuerza del mediodía e iluminaba aquella máscara de dolor en que la sangre, los golpes y el sudor lo habían convertido.


El juego

Se hizo después una pausa embarazosa. El gobernador, entretenido dentro con otros asuntos o quizá retrasándose adrede para dar tiempo al tiempo, en la confianza de que la multitud del patio se disolviese, no acababa de regresar. Y el tribuno, quizá compadecido del espectáculo de aquel hombre desangrándose en medio del patio, mandó llevarlo al interior de la fortaleza, a la zona del acuartelamiento de los soldados. Trabajosamente, le ayudaron a levantarse y le pusieron su túnica, que pronto se vio empapada en toda la zona de la espalda. Arrastrado casi por dos soldados, se perdió tras uno de los grandes portones que conducían hacia las caballerizas, en la zona noroeste del palacio.

Pero el gesto de piedad del tribuno pronto se convirtió en una nueva ocasión de tortura. Los soldados, liberados ahora de la presencia de su jefe, pasaron de la crueldad de los golpes a la de las burlas.

Afortunadamente en esta área de la fortaleza Antonia se han realizado en las últimas décadas algunos descubrimientos muy interesantes que nos permiten situar con exactitud la escena y sus circunstancias.

Sobre las grandes planchas de piedra de este patio han aparecido, dibujados en las losas, varios juegos romanos semejantes a los que se han encontrado en otros campamentos militares del imperio. Especialmente interesante es un dibujo que cubre tres planchas de piedra situadas cerca de la escalera que conduce al primer piso. Se trata de un juego conocido con el nombre de basiliscus, o juego del rey, con el que los soldados mataban sus largas horas de aburrimiento. Era un juego de azar en el que los jugadores usaban dados o tabas y obtenían mayores o menores puntos según éstas cayeran sobre la corona que había dibujada en la parte superior o en la espada en la inferior.

Este juego evocaba, además, los «naceos» de los persas o las «saturnales» de los romanos. Estos eran carnavales burlescos y a veces trágicos en los que era frecuente usar a un prisionero al que se vestía como un rey y a quien se concedían todo tipo de caprichos para, cuando menos lo esperase, atravesarle con la espada.

En este marco de burla trágica hay que situar la escena que sigue. Aquellos bárbaros soldados, tras encontrar en Jesús un desahogo de su violencia, iban a convertirle ahora en motivo de su diversión. Durante el proceso le habían oído presentarse como rey de los judíos; era bastante normal que, ante los dibujos de las pilastras, a alguien se le ocurriera jugar al basiliscus, pero con un protagonista de carne y hueso.

Cuando alguien propuso esta idea, fue recibida con aclamaciones por sus compañeros. Y probablemente, al correrse de boca en boca y de pabellón en pabellón, la sugerencia, fueron muchos más los soldados que bajaron al patio para no perderse el espectáculo. Alguien trajo, quién sabe de qué guardarropía, una clámide escarlata y la colocó pomposamente sobre la espalda del prisionero, sujetándola con el broche sobre el hombro derecho.

Con aquel vestido rojo Jesús comenzaba a tener un aspecto verdaderamente ridículo, al contrastar los brillos del manto con su cara destrozada y ensangrentada.

Pero aún no era todo: la parte más importante de la farsa era la corona y los soldados se pusieron a buscar por los alrededores algo que pudiera servir para imitarla. Alguien encontró entonces un haz de ramas de espino de las que usaban como leña para encender la lumbre. Se trataba probablemente del «paliurus aculcatus» que crecían en abundancia en los alrededores de Jerusalén. Es una planta con no muy numerosas pero sí largas y agudas espinas, duras y resistentes. Con este haz formó, no un simple aro, como en las clásicas imágenes de nuestras procesiones y crucificados, sino un casquete en forma de píleo, el sombrero romano de fieltro de forma oval que cubría la parte superior de la cabeza.

Probablemente en un primer momento los soldados fabricaron esta corona no para hacer sufrir a Jesús, sino simplemente para burlarse de él. Por eso la colocaron sobre su cabeza sin apretarla y clavar sus espinas. Fue luego el calor de los sucesos quien convirtió la burla en tortura. Porque, tras el manto y la corona, alguien se inventó un cetro fabricado con una caña. Y, creado el fantoche, vino la hora de las burlas y los sarcasmos. Uno a uno iban desfilando ante él, doblando la rodilla en señal de reverencia, gritando mientras se esforzaban en contener la risa: Salve, rey de los judíos.

Era el saludo debido al emperador. Mas ellos, orientales aunque formasen parte del ejército de Roma, tenían otro modo de saludo ceremonial al monarca: se acercaban a Jesús como para besarle, pero en lugar de un beso ponían en su mejilla un escupitajo. Tomaban luego su cetro real y golpeaban con él la corona de espinas tejida en torno a su cabeza. Nuevos hilos de sangre comenzaron a correr por su rostro al calar las espinas. Y la sangre les excitó aún más; uno de ellos posó ahora el guantelete de hierro de su armadura sobre la corona y oprimió para que ni una espina quedara sin clavarse. Ahora sí que era definitivamente rey de sangre, con la corona grabada en su frente como un tejido de llagas.

No sabemos cuánto duró la escena. Los términos usados por los evangelios dan impresión de que estos sarcasmos se repitieron varias veces. E irían haciéndose progresivamente más crueles, como en toda fiesta de hombres aburridos y necesitados de un desahogo. Algo, además, les excitaba mayormente: el silencio, el dramático silencio de Jesús. Si el preso les hubiera devuelto insultos y palabrotas, pronto hubieran terminado por cansarse del juego o hubieran llevado sus agresiones hasta la muerte. Aquel silencio terrible de Jesús les excitaba en cambio, les empujaba a un mayor refinamiento, pues, al mismo tiempo que insultaban, se sentían derrotados por el agredido. Y esto les encolerizaba más y más.


He aquí al Hombre

Por fin regresó Pilato de sus negocios o su espera táctica. Y pidió que le trajeran de nuevo al prisionero.

Cuando desde lo alto de la escalera el gobernador le vio reaparecer, apenas creía a sus ojos. Aquel hombre era una piltrafa. Toda la nobleza que tenía su figura mientras él lo interrogaba, había desaparecido. Físicamente, era un moribundo. Trastabillaba al andar, temblaba, había envejecido muchos años durante aquella hora.

También vio Pilato que su estratagema de retirarse por un rato no había conseguido su objetivo: los sumos sacerdotes seguían allí, como buitres en espera de su presa. Incluso podía apreciar que la multitud había cambiado de signo: muchos de los que eran simplemente partidarios de Barrabás y a quienes Cristo les importaba poco, desaparecieron apenas liberado su jefe. Había aumentado, en cambio, el número de seguidores de los sumos sacerdotes. Probablemente, incluso, durante esta hora éstos se dedicaron a recorrer la explanada del templo reclutando seguidores fieles que pudieran ayudarles en la presión sobre el gobernador.

Cuando tuvo a Jesús cerca, Pilato aún se impresionó más. El había ordenado flagelar al prisionero, pero nada podía prever de cuanto había ocurrido después. Esperaba ver al Galileo hundido porlos azotes, marcado por los látigos, pero no imaginaba este grotesco espectáculo de rey de farsa. Probablemente sintió al mismo tiempo disgusto y satisfacción. Disgusto por lo que consideraba un exceso injusto; satisfacción porque estaba seguro de que con esto se contentarían los sacerdotes. Como castigo, ya estaba bien.

Se volvió, pues, a los sacerdotes y, regresando a sus contradicciones, les grito: Ved, os lo traigo aquí fuera para que conozcáis que no hallo en él delito alguno (Jn 19, 4). ¿Si le encontraba inocente, a qué estos castigos brutales que a él mismo le horrorizaban? Pilato estaba ya mucho más allá de la justicia, había entrado en el puro cambalache político y toda contradicción le parecía justificable. Decidió usar ahora el arma del sentimentalismo. Hizo adelantar a Jesús hasta el mismo balcón que daba sobre la plaza y gritó: He aquí al hombre (Jn 19, 5).

Juan es el único apóstol que trascribe estas palabras de Pilato. Palabras a la vez misteriosas y proféticas que iban, en realidad, mucho más allá de lo que el propio Pilato sospechaba.

En su intención, probablemente había algo de compasión y no poco de sarcasmo. Estaba, por un lado invitándoles a la piedad, y por otro riéndose de cómo se podía tomar en serio a un pobre hombre así: ahí tenían su caricatura de rey ¿cómo podía infundirles temor o preocupaciones?

Sus palabras iban, sin embargo, a cruzar la historia como una profecía: Jesús era verdaderamente el hombre, el hombre verdadero, el primer brote de la humanidad nueva que sólo en él alcanzaría toda su plenitud. Y en aquel momento se mostraba en toda la plenitud de su hombría. Si en la transfiguración seguía siendo íntegramente hombre, su humanidad parecía desbordada, deslumbrada por la divinidad. Aquí la divinidad parecía eclipsada y la humanidad se mostraba en toda su grandeza. Este momento es como la transfiguración de su condición humana, desbordante en toda su profundidad. Ha de sufrir el Hijo: tiene que ser el hombre más humano, escribió Jorge Guillén. Lo era. Y Pilato no podía comprender la suprema grandeza de este instante en que Jesús mostraba toda su humanidad, no ante tres apóstoles, sino ante toda la turba de quienes llenaba el patio.

La historia se encargaría de hacer proféticas estas palabras de Pilato: a lo largo de los siglos, el culto a la sagrada humanidad de Jesús lo centrará la piedad cristiana en estos cristos de pasión que se muestran a la humanidad en todo su dolor. El «Ecce Homo» será no un objeto de burla y ni siquiera de compasión, sino del más encendido amor. Ese rostro dolorido, esa cabeza traspasada, esas manos atadas, arrastrarán detrás de sí la entrega de los santos, las lágrimas y la compasión de los pequeños cristianos. Tal vez Pilato no sospechó siquiera que estaba sacando a Jesús no al balcón de su palacio, sino al de la historia. Allí quedarían los dos como símbolos de la entrega el uno, de la cobardía el otro.

Los gritos

El gobernador, profeta al definir a Jesús, iba, en cambio, a equivocarse en sus expectativas sobre la reacción de la multitud allí aglomerada. No había pensado que el odio es más hondo que la mayor de las compasiones.

Pronto tuvo la respuesta. De la plaza surgió ahora un clamor unánime, una sola voz que, a través de mil gargantas, gritaba: Crucifícalo, crucificalo. Era como un grito ensayado, un macabro estribillo.

La respuesta de Pilato tuvo mucho de pataleta infantil: Tomadlo vosotros y crucificadle, pues yo no hallo delito en él (Jn 19, 6). ¿Puede juntarse mayor número de disparates en una sola frase en boca de un custodio de la ley y el orden? Si le sabe inocente ¿cómo podría tolerar que se le crucificase? En su frase aparece todo el despecho, todo el desprecio que siente hacia ellos, junto a su enorme cobardía personal. Está ya resignado a la injusticia. Lo único que pide es que no se la hagan cometer directamente a él.

En este momento se produce entre los sacerdotes judíos un extraño cambio de táctica. Hasta ahora habían callado todas sus querellas religiosas y presentado únicamente a Pilato acusaciones de tipo político. En este momento regresan a la acusación original, a la que sirvió de base a la sentencia de Caifás: Nosotros —dicen— tenemos una ley y según esa ley debe morir, pues se hizo hijo de Dios (Jn 19, 7).

La nueva acusación produce en Pilato un efecto mayor del que podía preverse. San Juan comenta que, en este momento, Pilato temió más (19, 8). La frase es extraña por muchas razones. Ante todo, el evangelista no nos había dicho antes que Pilato temiera. Por otro lado, es raro que a un político prácticamente ateo le hiciera impresión aquello de que Jesús trataba de hacerse Dios.

Sin embargo esa frase misteriosa nos descorre una importante cortina en el alma de Pilato para entender su postura en el juicio. El gobernador no es un hombre creyente, pero tampoco tonto. En sus interrogatorios le ha desconcertado profundamente la conducta del detenido. Un criminal no es. Ninguna prueba sólida han presentado de ello. ¿Es un loco? Esta es la respuesta a la que Pilato se inclina, pero tiene también que reconocer que la soberana majestad con que Jesús actúa no es propia de un desequilibrado mental. Tampoco parece un fanático. Si lo fuera, no habría cesado de gritar en todo el juicio. Jesús une la seguridad en lo que dice con una especie de sobrehumana serenidad. Se muestra superior a sus jueces, pero no alardea de ello; aparece seguro, pero no jactancioso; impávido, pero no retador.

Sus respuestas han intranquilizado al romano. Habla de su reino, que no es de este mundo, con una soberana majestad. No teme por su vida. Aparece, al contrario, seguro de su victoria, pero esto no le exalta. No hay en él nada de un visionario ni de un radical. Acepta el dolor y los insultos con una paz inexplicable.

Ya tras el primer interrogatorio el gobernador se ha dado cuenta de que no tiene segura la tierra bajo los pies. Y a ello se ha añadido la extraña intervención de su esposa, Claudia Prócula.

Pilato no es creyente, pero sí supersticioso, tanto más supersticioso cuanto menos creyente. Por eso la acusación de que este hombre se presenta a sí mismo como un Dios le golpea tremendamente. La idea le parece absurda, pero sin embargo le aterra.

Por eso, de pronto, inesperadamente, Pilato gira sus talones y vuelve a entrar al interior del palacio. Teme quizá que los judíos descubran en su rostro el nuevo temor que le ha invadido.

Ya dentro, formula una pregunta vertiginosa: ¿De dónde vienes tú? No le pregunta dónde nació, ni cual es su pueblo o su familia. Sabe muy bien que es galileo. Pregunta más bien cuál es su origen, cuál su naturaleza. No se atreve a preguntarle si realmente es un Dios, porque la idea le resulta absurda. Pero un temor a que allí pueda haber algo misterioso ha empezado a rondar su cabeza.

Pero el misterio que siguió fue aún mayor. Jesús levantó su cabeza, miró al gobernador con una mirada que no decía nada porque podía querer decirlo todo. Y se encerró en un nuevo mutismo.

Esta vez el silencio exasperó a Pilato que, en su respuesta violenta, demuestra su estado de tensión interior: ¿A mí no me respondes? ¿No sabes que tengo potestad para soltarte y la tengo para crucificarte? (Jn 19, 10). En sus palabras había jactancia, pero también miedo, necesidad de ser comprendido, un secreto deseo de que aquel hombre le ayudase en su cobardía. Sabía ya que terminaría cediendo a poco que los sacerdotes presionasen. Y hubiera querido detenerse a la puerta del precipicio.

Esta vez los labios resecos se movieron. Y de ellos salió una voz ronca que no parecía la misma que había oído al iniciar el proceso: No tendrías ningún poder sobre mí, si no te lo hubieran dado de lo alto. (Jn 19, 11). Pilato no entendió. ¿Se estaba refiriendo al emperador'? Si era eso, sabía muy bien que todo su poder venía de Tiberio, pero allí era él quien lo administraba a capricho. ¿O se refería a Dios? Al gobernador esto le parecía el mundo de los sueños. Pero venía a interpretar sus secretos temores.

Ahora el acusado parecía convertirse en juez. Porque prosiguió: Mas el que me entregó a ti tiene mayor culpa. La frase desconcertó aún más a Pilato que se sentía acusado y juzgado. De haber sido otro el reo, habría bastado esto para encolerizarle y empujarle a firmar la sentencia. ¿Quién era este pobre vencido para distribuir culpas? Jesús le estaba acusando a él de debilidad y a Caifás de hipocresía. Y poco le tranquilizaba a Pilato el que Caifás fuera más culpable que él.

Pero, en lugar de encolerizarse, decidió enfrentarse de una vez a los sacerdotes.


El amigo del César

Mas éstos no habían permanecido inactivos durante este último interrogatorio. Habían discutido entre sí y llegado a la conclusión de que aludir a la pretendida divinidad de Cristo había sido un error. Si el proceso se encarrilaba por ese camino, nunca lograrían convencer a Pilato, para quien todo eso resultaba música celestial. Pensaría que se trataba de una querella intestina entre judíos y le soltaría.

Decidieron, pues, un nuevo cambio de táctica. Acudirían ahora al chantaje y las amenazas. Por eso, apenas vieron aparecer a Pilato en el balcón, comenzaron a gritar: Si sueltas a éste, no eres amigo del César, pues todo el que se hace rey, se declara contra el César (Jn 19, 12).

Ahora sí, ahora habían tocado la fibra más delicada del gobernador. El acusado acababa de recordarle que todo el poder lo tenía de lo alto, y los judíos le repetían ahora el recuerdo de que todo dependía del mandamás romano. Ser amigo del César era el título más estimado para un romano. Con la benevolencia del emperador se podía todo. Caer en desgracia ante él era la ruina, el destierro, quizá la muerte.

Pilato entendió bien la amenaza. Recordó que ya en otra ocasión reciente habían acudido al emperador y éste les había dado la razón. Y, en aquel caso, le acusaban de algo que, en definitiva, era algo que redundaba en prestigio del emperador. Una acusación de alta traición, de no castigar a quienes se levantaban contra el César, podía significar el final de toda la carrera de Pilato.

El gobernador entendió el chantaje. Se defendió aún con una ironía: ¿ Y voy a crucificar a vuestro rey? Les echaba en cara el extraño celo que ahora sentían por el emperador a quien tanto odiaban en realidad. ¿No habían soñado tantas veces con un rey judío? ¿Por qué ahora rechazaban a éste, aunque fuera de burlas?

Ellos mintieron una vez más. Gritaron: No tenemos otro rey que el César. El juego había girado. Ahora eran ellos los leales al emperador. Y Pilato sintió algo parecido a la náusea. Y también un gran cansancio. Tenía la sensación de estar dando una batalla absolutamente absurda. Se preguntaba a sí mismo por qué estaba defendiendo a aquel desconocido y no lograba encontrar una respuesta. ¿Jugarse su carrera por aquel pobre loco nazareno?

Tomó su decisión: le abandonaría a su suerte. En definitiva, ni le iba ni le venía. Y él no era responsable de aquella historia. Ellos habían dado la sentencia. El se limitaba a confirmarla.

Tuvo aún un último gesto. Y quiso que éste fuera bien entendido por los judíos, Adoptó, por ello, una costumbre que los romanos desconocían, pero que todo judío entendía muy bien: pidió que le trajeran una jofaina con agua y, en presencia de todos, se lavó las manos. Se volvió al grupo de los sacerdotes y, como arrojándoles las palabras a la cara, dijo: Yo soy inocente de esta sangre. Allá vosotros (Mt 27, 24).

Era el último resto de sus miedos supersticiosos. En realidad, el gesto iba dirigido más a tranquilizar su propia conciencia que a señalar a los judíos su responsabilidad.

A los sacerdotes no les impresionó el gesto. Comenzaban a paladear su triunfo. Quisieron, pues, quitarle a Pilato sus últimas vacilaciones. Ellos se harían responsables de esa sangre, podía quedarse tranquilo. Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos, gritaron (Mt 27, 5). También sus palabras era proféticas. Esa sangre caería sobre ellos y sobre la humanidad entera. Pero como una posibilidad de salvación ofrecida.

Ahora a Pilato le entró una extraña prisa. Quería desembarazarse de aquel fardo que empezaba a pesar ya en su alma. Se sentó en la silla curul como representante oficial del emperador de Roma y dijo las palabras solemnes: Ibis ad crucem, irás a la cruz. Era una sentencia inapelable. Luego se levantó y se retiró precipitadamente.


Los hechos y su sentido

Antes de concluir este capítulo tenemos que intentar ahondar en sus últimas raíces. Sabemos ya cómo se fraguó la condena de Jesús, pero al creyente mucho más que los hechos le interesan sus causas, su último sentido. Realmente ¿por qué fue condenado Jesús? ¿Y quiénes fueron, en realidad, los responsables de esa condena? Son dos preguntas que aún hoy dividen a cuantos se sienten preocupados por el tema.

Y la primera dificultad a la que hay que salir al paso proviene de los restos de docetismo en que, inconscientemente, incurren muchos cristianos. Es ésta una herejía, nacida ya en el siglo II, por la que muchos creyentes, afanosos de exaltar la divinidad de Jesús, rebajaban su condición humana a la de pura apariencia. Según ellos Cristo, en realidad, no habría sufrido; su proceso habría sido una simple comedia en la que Caifás y Pilato habrían obrado como marionetas, conducidas hacia el gran fin de la redención y la resurrección. Así la muerte de Cristo no habría sido una verdadera muerte, sus dolores no habrían sido sino simbólicos, su proceso simplemente una lección ejemplificadora.

Esta visión «reductora» de la pasión de Jesús está mucho más extendida de lo que pensamos. Si se me permite explicarlo a través de una anécdota infantil contaré la historia de uno de mis sobrinillos a quien trataba mi hermana, en una semana santa, de explicar el amor de Cristo hacia los hombres en su pasión. El crío escuchaba con todos sus siete años abiertos. Cuando mi hermana concluyó sus explicaciones de este Cristo que nos amó hasta morir por nosotros, preguntó al pequeño: ¿Y tú, serías capaz de morir por Jesús? El niño reflexionó unos segundos y respondió luego, triunfante: Hombre, si sé que luego voy a resucitar, sí.

Mi sobrino estaba siendo doceta sin saberlo. En definitiva, consideraba la pasión de Cristo como un trámite sin mayor importancia. Y reflejaba, en su respuesta de niño, esa visión tan humana que entiende que la muerte de Cristo no fue «tan» muerte como la de los demás hombres, sino simplemente «un mal trago» que había que pasar. Pensamos que, al ser Cristo «señor de la muerte», ésta no podía ser del todo verdadera, sino puramente simbólica. La aceptamos como una categoría teológica, pero no como algo análogo a la nuestra. Es un símbolo: sirve para explicar el amor de Jesús hacia nosotros, pero, en realidad, era una muerte ficticia, no real.

En esta visión, Cristo no habría sido verdaderamente hombre. Su divinidad le habría impedido realizar plenamente su hombría. Estaríamos en una falsificación, en una fragmentación de la verdad de Cristo.

Frente a esta visión surge hoy, como contrapartida, la de quienes, por el contrario, acentúan desmesuradamente los aspectos humanos, dejando en sombra la resurrección, reduciendo ésta a símbolo.

Esta tendencia acierta aceptando en toda su plenitud la pasión y muerte de Jesús. Así lo subraya Duquoc:

Jesús no representó un papel, el de hombre mortal, más o menos exterior a su verdadero ser. Murió humanamente, con toda la incertidumbre, la duda, la angustia, que la muerte trae consigo: la agonía de Getsemaní describe un combate real, nacido de la proximidad de la muerte y del fracaso de la predicación que esto supone. Hablar de la muerte de Jesús como una categoría teológica, sin referirse al acontecimiento histórico y singular, es cerrarse a la comprensión del proceso de la redención. El hecho de que Jesús es auténticamente humano hemos de tomarlo en serio, especialmente cuando se trata de la muerte de Cristo y del acontecimiento pascual.


¿Una condena política?

El proceso de Jesús fue, pues, un proceso verdadero en el que quienes intervinieron asumieron sus responsabilidades, sin ser puras marionetas de un destino previamente trazado.

Pero ¿cuál fue la última raíz de esta condena? Hoy está muy de moda acentuar los aspectos políticos de este proceso. Frente a una visión un tanto «misticoide» de siglos pasados, que veía todo como una lucha de ideologías religiosas, hoy se ve detrás de cada hecho un interés político o económico.

Esta es la única clave del problema para Fernando Belo. Para él la respuesta al por qué mataron a Cristo la explica claramente el evangelio:

Por la manera en que él tomó posesión del templo, con el apoyo insurreccional de la multitud: a partir de ahí se decide la estrategia adversaria de eliminarlo. Fue liquidado por los detentadores del poder del Estado, que lo entregaron al poder imperialista romano, el único habilitado para ejecuciones políticas.

Desde esta órbita politizadora, Belo reduce la flagelación de Cristo a una sesión de tortura como las que hoy se practican en tantas comisarías y los gritos de la multitud a un simple juego de intereses de clase.

Que en esto hay algo de verdad, y aun bastante, parece claro. Pero también que estamos ante una simplificación excesiva. Que la expulsión de los mercaderes influyó en el odio de los fariseos y sacerdotes parece verdadero, pero fue un eslabón más en una cadena muy larga. Incluso, de hecho, influyó más directamente la resurrección de Lázaro en la que no se pisaba ningún género de intereses económicos o políticos de las clases directoras.

Un análisis serio obliga a responder que en la condena de Jesús influyeron varios tipos de causas; que fueron muchos y muy diversos los responsables; que cada uno tenía sus razones (más aún, cada uno su amasijo de razones); y que una respuesta simplificadora reduciría el problema facciosamente.

Los intereses creados de sacerdotes y fariseos fueron, sin duda, uno de los elementos determinantes: cuando alguien pisotea nuestro bolsillo fácilmente vemos como heterodoxas sus ideas. Si Cristo hubiera predicado un reino de Dios que hubiera podido compaginarse con el «orden» establecido por las clases dirigentes, a todos los sacerdotes y fariseos les habría parecido encantador el proyecto. Lo habrían apoyado y promovido con su dinero y su prestigio. Es el atentado a los intereses de muchos lo que hace peligroso su mesianismo y ahí está la fuente más radical de su odio a la hora del proceso.

Pesan también las razones políticas: a la burguesía de Jerusalén le preocupa todo cuanto pueda poner en peligro su orden establecido. En la predicación de Jesús ven una fuente de trastornos sociales y políticos. Prefieren estar sometidos a los romanos, a ser aplastados por ellos. Bien que mal, ellos han construido su «modus vivendi» en la opresión y no quieren que nadie se lo toque.

A pesar de todo ello, no podemos excluir los móviles religiosos de sus juzgadores. Móviles religiosos equivocados, visión de un Dios encajonado en la ley, pero no por eso menos subjetivamente religiosos. En el proceso ante Anás y Caifás el motivo clave de la decisión se apoya en el mesianismo que Jesús se atribuye y ellos rechazan. No podemos pensar, sin más, que se tratase de pura hipocresía para camuflar intereses. Anás y Caifás se habían fabricado un Yahvé a su medida y habían llegado a convencerse a sí mismos de que era el verdadero. Creían, pues, que Cristo blasfemaba al atribuirse la filiación divina. Para ellos Jesús es verdaderamente un hereje.

Otros distintos son los móviles de la multitud. Los que le abandonan lo hacen simplemente por mediocridad. Habían estado a favor de Jesús, pero al ver que está en contra de los dirigentes del pueblo, su adhesión vacila: están demasiado apegados a sus rutinas, han perdido la posibilidad de una reflexión personal y prefieren limitarse a obedecer maquinalmente a sus jefes. Han llegado a ese momento en que el siervo ama sus propias cadenas y prefiere estar sujeto a las que conoce que abrir su corazón a lo desconocido.

Hay también un momento en que en la conducta de la multitud pesan decisivamente los motivos políticos, pero de orden opuesto a los que influyeron en la burguesía: es en la elección de Barrabás. Aquí son los que hoy llamaríamos «los ultras» quienes actúan contra Cristo, quienes prefieren el revolucionario violento al pacífico revolucionario que era Jesús.

En Herodes y Pilato, pesa, en cambio, mucho más el calibre de sus almas y el juego de sus intereses personales, que los planteamientos políticos. En un juicio puramente político, Pilato habría soltado a Cristo. Repite una y varias veces que no haya causa alguna para condenarle. Efectivamente: no se ha probado que sea un revoltoso, que haya atacado a Roma, que haya cometido delito alguno. Pesa, en cambio, decisivamente su cobardía, su falta de interés en el tema, su miedo a una denuncia que pueda hacer peligrar su carrera.

Hay, pues, un amasijo de causas e intereses que no se puede ni debe simplificar. La pasión de Cristo es como un resumen de la humanidad entera con todos sus vicios y virtudes. En Judas está el resentimiento, los celos, la avaricia. En Caifás la soberbia, el odio, el autoendiosamiento. En Pilato la cobardía, la estupidez, las medias posturas. En Herodes la frivolidad, la grandilocuencia, el cinismo. Enla multitud la versatilidad, la violencia, el borreguismo. Entre todos trenzan este proceso miserable, casi fantasmal. Cada uno lucha por sus propios intereses y trata de salvar lo mejor posible las apariencias y mantenerse dentro de la legalidad. Todos intentan cargar sobre otras espaldas la responsabilidad de la decisión final. Más que a un proceso, asistimos a una maraña de argucias, a un peloteo de razones, a un juego de muerte en el que economía, religión, política, intereses creados y odios atávicos, se juntan.

En medio de todos, está Jesús, el cordero, que molesta a todos precisamente porque es el cordero, porque está desarmado, porque anuncia un reino que no es el de ninguno de ellos, de este montón de mediocres que sueñan todos un reino y no tienen capacidad para entender el verdadero que se les ofrece. Luchan como perros por defender sus carroñas, rechazan la perla única que se les ofrece y asesinan a quien se la trae.


Los responsables

Es necesario que digamos al menos unas palabras sobre un problema que durante muchos siglos ha sido fuente de tantos y tan injustos dolores. Me refiero a la acusación que descargaba sobre las espaldas de todo el pueblo judío, indiscriminadamente, colectivamente, la responsabilidad exclusiva de la muerte de Jesús.

Es este un tema cuyas heridas están aún abiertas. Han sido siglos de persecuciones, de expulsiones, de muertes, bajo la disculpa muchas veces del nombre de aquél que murió por todos. Lo que debía unir en el perdón, ha separado en el odio, en el desprecio.

Por eso, hoy, al hablar del pueblo judío yo quiero recordar aquel consejo que daba Maritain:

De Israel no se hablará jamás con demasiada ternura. Cuando un pueblo entero ha sido crucificado, y cuando seis millones de los suyos han sido abominablemente asesinados, es imposible pecar de exceso en el uso de la reverencia o de un lenguaje escrupuloso para tocar las cuestiones que le conciernen.

Pero no es necesario acudir siquiera a la ternura para que cambien las coordenadas de este problema. Basta acudir simplemente a la justicia.

Es esta justicia la que buscó el concilio Vaticano II en un texto que ya hemos citado pero que es necesario repetir:

Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo lo que en su pasión se hizo no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y, si bien la Iglesia es el nuevo pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las sagradas Escrituras. Por consiguiente procuren todos no enseñar cosa que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo.

Hay aquí afirmaciones que nos obligan a los cristianos de hoy a revisar muchos de nuestros conceptos. Hemos sido educados en esa dramática idea del «pueblo deicida» sin plantearnos que, con argumentos parecidos, podía llamársele al español el «pueblo suicida» por la historia de Numancia o al francés el «pueblo magnicida» por el uso de la guillotina en tiempos de la revolución. Pero curiosamente quienes no nos sentimos hoy reponsables de los crímenes de la inquisición o de la matanza de san Bartolomé, no dudábamos en cargar sobre las espaldas del judío de hoy la responsabilidad exclusiva de la muerte de Cristo. Y este antisemitismo se había metido en nuestros libros de texto de religión, en nuestras mismas plegarias litúrgicas.

En un esfuerzo de clarificación del problema parece, pues, que hay que distinguir muy bien tres problemas: cuál fue la verdadera causa de la muerte de Jesús; a quién corresponde y en qué grado la responsabilidad histórica de aquella muerte; de quién es la culpabilidad ante Dios.

A la primera cuestión la respuesta es sencilla: la causa de la muerte de Jesús fueron los pecados de todos los hombres sin distinción de razas ni de siglos, los de ayer y los de hoy, los de los judíos y los de los cristianos. Rigurosamente ha escrito Journet el deicidio está en el fondo de cada pecado mortal.

Y ésta no es idea de hoy. Basta leer los textos del concilio de Trento para comprenderlo:

Ahora bien, si quiere darse con el motivo que llevó al Hijo de Dios a padecer su dolorosa pasión, se encontrará que fueron, aparte la falta hereditaria de nuestros primeros padres, los pecados y los crímenes que los hombres han cometido desde el comienzo del mundo hasta este día y los que habrán de cometer todavía hasta la consumación de los tiempos.

En cuanto a la responsabilidad histórica es claro que ésta no pesa sobre ningún pueblo, sino sobre los individuos concretos que, en diversa medida, participaron en aquel proceso. Habrá que distinguir la responsabilidad de los jefes y la mucho menor de aquella parte del pueblo que participó en el juicio. Y habrá que excluir completamente a cuantos en la ciudad ni se enteraron del proceso, a todos cuantos vivían fuera de la ciudad, a la enorme parte del pueblo judío que vivía esparcido por todo el orbe del mundo.

¿Y en cuanto a la culpabilidad ante Dios? Este es un terreno en el que el hombre carece de medidas. Sólo Dios conoció la hondura del mal en cada una de aquellas almas. Sólo él puedo valorar los motivos de Caifás y la cobardía de Pilato. Dejemos en sus manos el juicio.

A nosotros nos basta saber que parte de esa culpabilidad es también nuestra. Maritain lo ha formulado muy bien cuando escribía:

Intentemos descubrir el móvil más profundo de esta monstruosidad: ¿Cristianos antisemitas? Buscan una coartada para su más íntimo sentimiento de culpabilidad por la muerte de Cristo de la que querrían verse libres. Pero, si Cristo no murió por sus pecados ¡entonces están fuera de la misericordia de Cristo! En realidad, quieren no haber sido redimidos. Aquí yace la raíz más secreta y más perversa en virtud de la cual el antisemitismo descristianiza a los cristianos y los encamina hacia el paganismo.

Sí, efectivamente, en realidad, como dijo el poeta, todos en él pusimos nuestras manos. Buscar ahora chivos expiatorios es solamente añadir crimen sobre crimen.


La muerte robada

Antes de concluir este capítulo debemos plantearnos aún otra pregunta: ¿Por qué Jesús fue condenado a la cruz? ¿por qué «precisamente» a la cruz?

La cruz era un tormento romano y tenía dos características muy específicas: su crueldad y su sentido netamente político.

La crueldad era reconocida por todos los contemporáneos. «Suplicio crudelísimo» y «suplicio servil» la llama Cicerón. «Muerte torpísima», la califica Orígenes. «Infame forma de suplicio, que parece indigno de un hombre libre aunque sea culpable» dice Lactancio.

Su brutalidad la describe así Albert Reville:

Era la cima del arte de la tortura: atroces sufrimientos físicos, prolongación del tormento, infamia, la multitud reunida presenciando la larga agonía del crucificado. No podía haber nada más horrible que la visión de aquel cuerpo vivo, respirando, viendo, oyendo, capaz aún de sentir, y reducido, empero, a la condición de un cadáver, por la forzada inmovilidad y el absoluto desamparo. Ni siquiera podemos decir que el crucificado se debatiese en su agonía, pues le resultaba imposible moverse. Privado de su ropa, incapaz de espantarse las moscas que se amontonaban en su carne llagada, lacerada ya por la flagelación previa, expuesto a los insultos y ultrajes del populacho que siempre puede hallar cierto placer repugnante en la visión de la tortura ajena, sentimiento que aumenta y no disminuye ante la contemplación del dolor... la cruz representaba la humanidad afligida reducida al último grado de impotencia, sufrimiento y degradación. La pena de crucifixión incluía todo lo que podía desear el torturador más ardoroso: tortura, la picota, degradación y muerte cierta, destilada lentamente, gota a gota.

Pero más llamativa es aún la segunda característica: su carácter neta y exclusivamente político, el hecho de que sólo se aplicase a revoltosos, guerrilleros y terroristas. Así comenta Moltmann:

La crucifixión era una pena para delitos de estado y no para la aplicación de la justicia a crímenes comunes. En este sentido se puede decir que la crucifixión era entonces una pena política para el levantamiento contra el orden social y político del imperio romano.

Este es un hecho que no podemos ignorar: fueran las que fueran las causas por las que los sumos sacerdotes juzgaron a Jesús y fueran las que fueran las que condujeron a Pilato a la sentencia, lo cierto es que el castigo que a Cristo se aplicó fue el de los delincuentes políticos. Los cristianos —como escribe González Faus— no solemos medir lo dramático de esta conclusión:

Hoy hemos hecho de la cruz un símbolo religioso o, todavía peor, una alhaja, y así nos hemos tejido un caparazón contra lo que este hecho tiene de inaudito y de provocativo también para nosotros; quizá no iría mal que, durante una temporada, nos representásemos la cruz de Jesús como una horca, un garrote vil o una silla eléctrica; sólo así podríamos tener acceso al escándalo de su muerte.

Evidentemente la elección de la forma de cruz para morir, no fue casual en el caso de Jesús. Y hay algo que nos da la pista de ese profundo sentido. Me refiero a la frase de san Juan: Nosotros no tenemos autoridad para aplicar una sentencia de muerte, que emplean los sumos sacerdotes, cuando Pilato les dice que le juzguen según su ley.

Empecemos por señalar que esta frase es desconcertante, ya que, históricamente, no parece exacta. Aunque no conocemos con precisión el régimen jurídico que se vivía en tiempos de Jesús, todo hace pensar que los judíos sí tenían la potestad de condenar a muerte. La tenían al menos en los años en que se redactó la misná. Y la propia Biblia nos aporta el caso, sucedido pocos años después, de Esteban a quien el sanedrín condena a muerte y a quien se ejecuta por lapidación (Hech 6, 12; 7, 20). También el apóstol Santiago muere lapidado pocos años después. Y existen varios casos —Paul Winter los recoge— en los que hay la convicción histórica de penas de muerte ejecutadas tras la sentencia del sanedrín. ¿Por qué san Juan pone en boca de los sacerdotes algo discutiblemente histórico?

Tal vez lo entendamos mejor leyendo el texto entero de Juan:

Díjoles Pilato: Tomadlo vosotros y juzgadle según vuestra ley. Le dijeron entonces los judíos: Es que a nosotros no nos es permitido dar muerte a nadie. Para que se cumpliese la palabra que Jesús había dicho, significando de qué muerte había de morir (Jn 18, 31-33).

Evidentemente no se trata sólo de la muerte, sino de un determinado género de muerte. Jesús había anunciado que él sería levantado de la tierra. Y lo judíos podían condenar a muerte, pero no a muerte en la cruz. Cuatro eran las formas de muerte que autorizaba la misná al sanedrín: lapidación, hoguera, degollación y estrangulación. Los judíos podían «colgar» a los condenados, pero sólo después de muertos por alguno de esos cuatro sistemas. ¿Y por qué pedían los sumos sacerdotes la crucifixión, precisamente la crucifixión?

Estamos aquí ante un dato al que no se ha dado la importancia que tiene. La forma de muerte que habría sido relativamente lógica en Jesús habría sido la lapidación. Era la sentencia contra los blasfemos y falsos profetas. Era la muerte que, de hecho, fue típica para los profetas. Posiblemente es la muerte que Cristo previó en cierto modo para sí mismo. En su época la idea de que esa había sido la muerte de Jeremías estaba difundidísima.

¿Podemos, entonces, pensar que a Jesús le robaron su muerte? ¿Podemos sospechar que los sumos sacerdotes no quisieron aplicarle la lapidación, que era una muerte terrible, sí, pero, de algún modo, honrosa y exaltadora? ¿Temieron que, si moría lapidado, los seguidores del Maestro podrían presentar su final como una muerte profética? ¿Eligieron, por ello, una muerte degradante, que, además de quitarle de en medio, manchase su causa, presentándole como un vulgar salteador?

Para medir lo que este «trucaje» de muertes supone podemos pensar aquello que dice Hugues Cousin: Imaginaos un hombre que lucha en la clandestinidad contra un régimen dictatorial (fascista o marxista) que se ha establecido en su país; que ha hecho el sacrificio de su vida, porque sabe que, en caso de arresto, será torturado y ejecutado. Este hombre ha dado un sentido a su vida y está dispuesto a dar, con su muerte, público testimonio de sus ideas. Pero, he aquí que, arrestado por la policía, se le lleva ante un tribunal y éste trata no sólo de eliminarle sino, al mismo tiempo de desprestigiarle, con lo que en lugar de condenarle por su verdadera actividad ideológica, lo hace, con una serie de pruebas falsas, por haber asesinado a una vieja para robarla. Imagínese la tortura moral que se inflige a este hombre: sus verdugos no sólo le quitan la vida, sino que intentan quitarle, incluso, el significado de su muerte, Porque no es difícil morir por aquello que se ama. Pero dificilísimo ir a la muerte con una máscara postiza pegada en el rostro.

Un caso aún más dramático sería el de Cristo: el pacífico se ve condenado por violento; el que hablaba del reino de Dios, es acusado de conspirar contra el reino de los hombres. Se le priva hasta de dar «su» testimonio profético con una muerte profética.

No le faltaba razón a san Pablo al asombrarse de que le hubieran dado muerte y subrayara: y muerte de cruz (Flp 2, 8), la muerte infame de los infames, la sucia muerte de los bandoleros. Sí, le robaron su vida. Y también le robaron su muerte.