16 Herodes, el zorro

Mientras tanto, todo era agitación en el interior del palacio. Un mensajero se había anticipado para anunciar a Herodes el «regalo» que Pilato le enviaba. Y el tetrarca, imaginando la fiesta que les esperaba, había invitado a toda su corte al espectáculo.


Un débil asesino

No gustó a los sacerdotes la decisión de Pilato de enviar a Jesús para que fuera juzgado por Herodes. Conocían la violencia de éste, pero sabían también que era un hombre estrafalario de quien todo podía esperarse. Pero no tenían otra opción y se prepararon para una nueva batalla.

Cuando salieron a la calle, eran ya más de las nueve de la mañana y toda la ciudad estaba despierta. Burbujeaban los comerciantes y los peregrinos. Y, sin duda, había entre ellos muchos amigos de Jesús. Todo podía, pues, temerse. El efecto sorpresa que Caifás y los suyos habían intentado, comenzaba a esfumarse. Lo que hasta hace un par de horas había permanecido secreto, era ya público y el tema comenzaba a discutirse por las calles. Si tardaban muchas horas más, los amigos de Jesús podrían organizarse y tal vez cambiara el signo de los sucesos. Eso temían, al menos, los sacerdotes. Prefirieron, pues, acelerar las cosas y se lanzaron de nuevo a cruzar los 350 metros que separaban la fortaleza Antonia del palacio de los Asmoneos, donde Herodes vivía durante sus estancias en Jerusalén. Bajaron la colina donde se asentaban el templo y la fortaleza, cruzaron la sección comercial de la ciudad (salía la gente de las tenducas, arrastrada por la curiosidad), pasaron junto a la puerta que conducía al Gólgota (los sacerdotes contemplaron desde lejos el montículo, pensando que a estas horas podía haber terminado ya todo) y ascendieron hasta las puertas doradas de la residencia del tetrarca.

El palacio era mucho más hermoso que la fortaleza Antonia. Los historiadores dicen que, al verlo, los campesinos perdían el habla. Y muchos lo comparaban con un águila blanca con las alas desplegadas a punto de posarse. En su construcción no se habían ahorrado mármoles y pórfidos y en su patio central, rodeado por cientos de blancas columnas, cantaban las fuentes y se arrullaban las tórtolas. Pero la comitiva no se detuvo a contemplar tanta belleza. Arrastraron al interior al prisionero, deseosos de alejarse cuanto antes de las miradas inoportunas de los curiosos.

Este Herodes Antipas era hijo de Herodes el Grande, el asesino de los inocentes, y ocupaba el trono desde pocos meses después del nacimiento de Cristo. Reinaría hasta el año 39.

Basta contemplar estas fechas para saber que era un hábil político, cuando tanto tiempo supo mantenerse a flote en un mundo en que las fortunas subían y bajaban rápidamente. Era un personaje traumatizado ya desde su infancia en la que había sido testigo de las brutalidades de su padre. No había año en que no conociera la muerte violenta de alguno de sus tíos. Y, siendo un muchacho, había vivido los últimos dramáticos años de su padre: el violento asesinato de su madre y los meses en que el parricida giraba enloquecido por el palacio llamando a grandes gritos a su víctima.

Todo esto había hecho de él un hombre supersticioso, temeroso, vacilante. No temía matar, pero le horrorizaban los fantasmas de sus víctimas.

De su padre había heredado la astucia y el afán constructor. Para defender Galilea, la zona que le había tocado en el reparto de la herencia paterna, había reconstruido Séforis, a pocos kilómetros de Nazaret. Allí había colocado la capital de su reino, iniciado a los diecisiete años. Y es muy probable que allí le hubiera visto alguna vez Jesús, cuando, de niño, acompañara a su padre a comprar algo en la que era la capital comercial de la comarca.

También de su padre había heredado la lujuria: casado primero con la hija del rey Aretas, se había encaprichado después de la mujer de su hermano Filipo y, saltándose todos los respetos humanos, había comenzado a vivir públicamente con ella.

Por esta mujer, Herodías, mataría a Juan Bautista a pesar de que le admiraba. Y esta muerte cambiaría su vida. Su obsesión enfermiza le haría ver a Juan resucitado en cualquier profeta que apareciera.

Y este terror se redobló cuando Jesús comenzó a predicar en Galilea. Sus policías le tenían bien informado y pronto supo que muchas de las doctrinas del nuevo predicador eran parecidas a las del muerto. Incluso que junto a él aparecían muchos de los discípulos que antaño siguieron a Juan. ¿Sería él, que volvía para vengarse? Un miedo enfermizo le poseyó. Mostró incluso deseos de conocerle (Lc 9, 9). Pero Jesús parecía rehuirle como a un animal peligroso. Alguien le contó un día una frase oída en una predicación de Jesús: Guardaos —había dicho— de /a levadura de los fariseos y' de la levadura de Herodes (Mc 8, 15). Pero no entendió qué quería decir. Concluyó, sin embargo, que era un nuevo enemigo que habría que eliminar. Tendría, de todos modos, que hacerlo con más inteligencia de la que había usado con Juan: ya tenía bastante con un fantasma.


El zorro

Pero Jesús jamás sintió miedo a Herodes. Le despreciaba profundamente. En cierta ocasión alguien advirtió a Jesús que predicaba en Perea, cerca del fatídico castillo de Maqueronte donde Juan muriera que se alejara de aquellos contornos, porque Herodes proyectaba matarle. Y la respuesta de Jesús fue concluyente: Id y decid a ese zorro: Mira, lanzo demonios y llevo a cabo curaciones hoy y' mañana y al tercer día acabo. Luego proseguiré mi viaje, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén (Lc 13, 32).

Cuando alguien trasmitiera a Herodes estas palabras, el tetrarca no podría entender su sentido profético. Pero esa palabra —zorro—con que Jesús le calificaba, se le clavó, sin duda, muy dentro.

Durante muchos siglos se ha visto en esa palabra una alusión de Jesús a la astucia de Herodes. Las últimas versiones prefieren ver en ella más un desprecio que una calificación. La Nueva Biblia española prefiere traducir: «Id y decid a ese don Nadie...». Efectivamente los judíos solían llamar «león» al hombre poderoso y «zorro» a quien presume de un poder del que carece. Un desprecio como éste difícilmente podía olvidársele a un orgulloso como Herodes. Ahora tendría ocasión de demostrar a Jesús su poder.


El silencio de Jesús

San Lucas dice que Herodes se alegró de ver a Jesús. La curiosidad, el miedo, el deseo de venganza se mezclaban en su alma. Al fin iba a tener cara a cara a aquel hombre que le despreciaba, aquel taumaturgo de quien contaban y no paraban. Para un hombre sin fe como él era, los milagros no podían ser otra cosa que magia. Y un prestidigitador que hiciera cosas prodigiosas no era un espectáculo frecuente.

Por eso había reunido a toda su corte como para una gran ocasión. El mismo se había puesto sus mejores vestidos. Y su corona de rey. Aunque no lo era. El emperador le había concedido sólo el título de tetrarca y hacía muchos años que esperaba un verdadero título de rey. ¿No decían, además, que este predicador se presentaba así mismo como rey de los judíos? Le demostraría que allí no había otro rey que él.

Se sentó en su trono y esperó. Tenía como cincuenta años, era de estatura media y más bien regordete, la barba cuadrada al estilo de los nobles de la época. Mandó que introdujeran al prisionero y que entraran únicamente los más nobles de los sacerdotes.

El salón resultaba impresionante con sus mármoles jaspeados. Los miembros de la corte estaban tumbados en los cien triclinios que en semicírculo cubrían la sala.

Cuando el prisionero estuvo ante él, Herodes optó por mostrarse afectuoso. Comenzó a decir que había oído hablar mucho de él y que tenía verdaderos deseos de conocerle. Explicó que le habían contado muchos de sus prodigios. Al rey le gustaría ver una de esas demostraciones maravillosas. No le sería dificil si era, como decía, un enviado de Dios.

Hizo una pausa y vio que el prisionero ni le miraba siquiera. Comenzó a sentirse irritado. Le estaba tratando verdaderamente como a un don Nadie. Comenzó entonces dice san Lucas a formularle muchas preguntas: ¿Cómo es que le traían esposado? ¿Había cometido algún delito? ¡No podía creerlo con la fama de santo que corría por toda Galilea! ¿Cuál era, en realidad, su poder? ¿Cómo se le había ocurrido emprender ese negocio de arrastrar las multitudes tras sí? ¿Era cierto que había hecho tantas maravillas como decían? ¿Dónde había aprendido las artes de magia?

Herodes hablaba y hablaba, quizá para engañarse a sí mismo. Sabía que para él no había nada peor que el silencio. Por eso multiplicaba las preguntas, al ver que el prisionero seguía sin levantar la vista.

Los judíos comenzaban a ponerse nerviosos. Aquello tenía todo menos el aspecto de un proceso. Más: Herodes ni siquiera se había planteado la idea de juzgar a aquel hombre. Parecía dispuesto a jugar con él como el gato con el ratón, pero dispuesto también a dejarlo marchar libre después de su juego. El mismo gesto de llamar a toda su corte para presenciar la escena quitaba a aquello hasta la más remota apariencia de juicio y lo convertía en un espectáculo.

Espectáculo que, por lo demás, no aparecía por ninguna parte. Entre pregunta y pregunta de Herodes, los silencios se iban haciendo más largos y el aire se iba volviendo gradualmente más espeso. Los sacados de sus trabajos comenzaban a mostrar su aburrimiento. Estaban cansados de acompañar los caprichos del monarca riendo sus gracias. Comenzaban, además, a sentir pena por el acusado. Y de la pena pasaban a un comienzo de comprensión. Y de esta comprensión, a una forma de admiración, al ver que se atrevía a enfrentarse con aquel a quien ellos servían vergonzosamente.

Pero, más que nadie, comenzó Herodes a tener sensación de ridículo. Un ridículo tanto más grave cuanto que no entendía nada. ¿Cómo aquel carpintero de Nazaret se atrevía a despreciarle así? Otros acusados se arrastraban por los suelos ante él, baboseaban sus sandalias, se mostraban dispuestos a realizar las mayores necedades, con tal de salvar la vida. Y este hombre callaba. Se había portado con él como con nadie. Había demostrado agrado al verle. No se había presentado ante él como juez y ni siquiera como investigador. Había preguntado con su mejor tono, de amigo, casi de cómplice. Y este hombre callaba. Comenzó a sentirse humillado, despreciado.


Las raíces de un silencio

En realidad el silencio de Jesús no era un desprecio, sino una respuesta. La única que merecían las preguntas de Herodes. Haberlas tomado en serio, haber intentado una respuesta razonada, habría sido una ofensa a la verdad. Herodes rebajaba todo sólo con su modo de preguntar. Hablaba de milagros, pero estaba aludiendo a milagrerías. Preguntaba por la predicación de Jesús, pero la reducía a charlatanería. Indagaba sobre ese reino anunciado, pero lo rebajaba a la altura de sus baratos intereses. No era la verdad lo que Herodes buscaba, sino la burla, el juego, la broma que sirve de sustitutivo a los cobardes que no se atreverían jamás a tomar la verdad con sus dos manos. En Herodes no había un átomo de sinceridad, una gota de búsqueda auténtica. Rebajaba a Jesús a la categoría de pasatiempo.

Al menos los fariseos, sus enemigos, le odiaban. En el odio hay, cuando menos, un poco de respeto hacia lo odiado. Pero Herodes ni de odiar era capaz. Por frivolidad había matado a Juan Bautista y frívolamente se enfrentaba ahora con Jesús. ¿Merecía una sola palabra?

El silencio se había hecho cada vez más denso. Y ahora todos esperaban ver estallar la cólera de Herodes. Los fariseos comenzaban a pensar que las aguas volvían a su cauce: la cólera de Herodes sólo podía terminar con la muerte y la espada. Y esto aún iba mejor con sus planes que una crucifixión espectacular al estilo de los romanos. Aquí todo podía ser más sencillo: bajarlo a los calabozos, el brillo de una espada y todo habría concluido.

Pero no contaban con que Herodes era aún más miedoso que violento. El cadáver del Bautista seguía flotando sobre su alma y en los últimos meses no había logrado quitarse de la imaginación el horror de aquella cabeza sanguinolenta sobre una bandeja. No quería repetir la experiencia.

Buscó por eso una escapatoria: si el prisionero había tratado de reírse de él, sería él quien se riera el último. ¿Qué se había creído este campesino? La verdad es que lo que le daba era risa: ¡pues no se autoproclamaba rey! Llevaba él años intentando ser coronado sin lograrlo y aquí llegaba este medio analfabeto nombrándose rey.

Fue entonces cuando su rostro se iluminó ante la idea que se le ocurría: había anunciado diversión a su corte; este silencioso negaba los juegos de prestidigitación pedidos; pues sería él quien encontrara la diversión prometida. Sintió cómo su cólera se diluía. Se sentía feliz de haber encontrado una escapatoria con la que podía vengarse de este pobre hombre sin necesidad de acudir a esa sangre que le estremecía. Y se rio, orgulloso de su ingenio.


La clámide brillante

Mandó traer uno de sus vestidos reales, el más viejo que hubiera. La tradición ha querido que se tratara de una túnica blanca, pero el texto evangélico habla en realidad simplemente de un «vestido brillante» de los que usaban los reyes y magnates, un vestido que podía ser blanco, o rojo, o dorado, que en todo caso brillaba bajo el golpe de la luz.

Se acercó a Jesús, examinó su rostro demacrado, sus ojos enrojecidos, su melena embarrada, los sucios pies descalzos, la túnica desgarrada. Giró en torno a él como un payaso, extendió el pomposo vestido típico de los reyezuelos orientales y, con sonrisa de fingida admiración, lo echó sobre sus hombros y enlazó los rojos cordones alrededor de su cuello. Luego se inclinó bufonesco ante Jesús y le saludó con reverencias propias de rey.

Ahora toda la corte estalló en carcajadas. En parte, porque la broma les divertía, al romper la tensión que en la sala se había creado; en parte, porque a un rey hay que reírle las gracias.

Con aquellos vestidos Jesús aparecía verdaderamente ridículo. Nada le sentaba peor que un vestido de rey. Y la infinita tristeza de sus ojos chocaba con los brillos falsos de su manto.

Pronto los cortesanos imitaron el ejemplo de Herodes. Uno tras otro fueron desfilando ante Jesús con carantoñas respetuosas, con burlas, con solemnes y grotescas genuflexiones.

Por tercera vez, y no sería la última, el proceso de Jesús tomaba los caminos de la burla y el sarcasmo, mil veces peor que el látigo y la bofetada. Era, en definitiva, lo lógico: el hombre se burla de todo lo que le excede. Cree con ello sentirse superior. Participaba con ello Jesús —pero multiplicado— del destino de todos los hombres grandes de quienes el mundo se ha reído siempre. La carcajada y el sarcasmo son el arma de los débiles que, además de débiles, son cobardes. El hombre y el zorro se ríen de las uvas a las que no alcanzan: con ello se mienten a sí mismos y se consideran superiores a su propia hambre. Y se sacian, ya que no de verdad, del orgullo de creerse dispensados de buscarla.


El loco

Cuánto duró la escena de las burlas no lo sabemos. Probablemente muy poco. El camino del placer es siempre muy corto. Herodes y los suyos se hastiaban pronto y necesitaban, a los pocos minutos, inventar algo nuevo que pudiera seguirles dando las impresión de estar vivos.

Herodes dio, pues, órdenes de que devolvieran el preso a Pilato. ¿Qué le decimos? preguntaron los sacerdotes. Ahora fue Herodes el que no respondió. Realmente nada tenía que decir. Le faltaba hondura para comprender, generosidad para perdonar, coraje para condenar. Estaba vacío.

Tal vez para convencerse a sí mismo, respondió diciendo que él no juzgaba a locos. Quizás dijo simplemente que él no quería saber nada de aquello, que no le estropeasen las fiestas de la pascua, que le dejasen en paz. Mandó, eso sí, que dieran las gracias al gobernador por el detalle que había tenido. La cosa había resultado menos divertida de lo que él esperaba, pero de todos modos Herodes sabía agradecer una cortesía.

«¿Y el manto?» Ahora sí se rió Herodes con gusto. Es mi regalo, dijo, mi regalo al nuevo rey de los judíos. A ver si él consigue lo que aún no he logrado yo. A lo mejor Pilato le corona. Sí, que le llevaran con su manto por las calles, que la diversión se prolongara, que todos pudieran participar de su golpe de humor, que el pueblo entendiera cómo trataba Herodes a los locos que se creían con vocación de reyes. Ese era el miedo que a él le daban. Y se alejó aún riéndose, aún haciendo sarcásticas reverencias ante el gran rey de burla.

Así salió a la calle, como un bufón enloquecido, arrastrando por el barro su manto de rey que contrastaba con su túnica desgarrada, con su pelo ensangrentado, que caía desordenado sobre los bordados del cuello del manto real.

Sus pasos eran vacilantes, llevaba prácticamente de pie desde la noche anterior, no había dormido un minuto y una infinita tristeza poseía su alma y atenazaba su cuerpo. Ahora las gentes que le veían pasar se reían. La piedad de antes se había convertido en sarcasmo. Los chiquillos sacaban a flote esa su terrible crueldad y le apedreaban con insultos y con piedras. Los soldados, tras las risas de Herodes, sesentían crecidos. Ahora sí que era suyo el prisionero. Podían hacer con él lo que desearan. Le empujaban, le zarandeaban. Los trescientos cincuenta metros del regreso parecían haberse doblado y, al volver a pasar por la puerta que conducía al Calvario, éste parecía iluminado de rojo. Era el sol que cantaba ya en lo alto de los cielos. Eran cerca de las once de la mañana.