13 Ante el sanedrín

Eran las tres de la mañana cuando el grupo de soldados que conducía al prisionero rehizo el mismo camino que. tres horas antes, habían recorrido, en dirección contraria, Jesús y los suyos. Atravesaron de nuevo el Cedrón y ascendieron hacia la parte occidental de la ciudad, donde se hallaba la casa del sumo sacerdote. Jesús avanzaba entre trompicones. Atadas las manos en la espalda, descalzos los pies, gacha la cabeza, conducido con la soga que sujetaba su cuello, como un animal. Había en torno a él risas y cuchicheos de satisfacción: la cosa había resultado en realidad más fácil de lo que todos esperaban. Los soldados romanos se preguntaban para qué les habían molestado, si sólo se trataba de detener a un pobre hombre desarmado. A aquellas horas había poca gente por las calles: sólo quienes dormían tendidos junto a los umbrales por no tener casa o tienda donde hacerlo. Entre sueños, veían avanzar la comitiva con antorchas y linternas y no sabían claramente si era ficción o realidad. En todo caso, nadie movió un dedo por defender a Jesús. Quienes le conocían de los días anteriores en el templo difícilmente podían reconocerle ahora, humillado, rojo el rostro, repentinamente envejecido. Por lo demás, los sacerdotes habían elegido sabiamente el camino más largo, bordeando la muralla, esquivando la zona del templo donde más fácilmente podía encontrar Jesús amigos que le defendieran.

Al llegar a la puerta de la fuente, la comitiva se dividió en dos: la cohorte romana que ya no era necesaria se separó dispuesta a reintegrarse a su cuartel en la torre Antonia, mientras los sacerdotes y los guardias del templo se dirigían hacia el palacio de Anás. Todos estaban de buen humor. Sentían incluso esas misteriosas ganas de reír que experimentamos cuando hemos temido y superado un peligro. Se gastaban bromas los unos a los otros: la verdad es que en el huerto de los olivos todos habían estado un poco asustados. ¡Les habían contado tantas y tales cosas de este pobre hombre, que habían terminado por creérselas! Ahora casi les daba pena. Si no fuera por la necesidad de un escarmiento público, hasta se sentirían magnánimos y le soltarían. Pero la superchería del Galileo tenía que terminar. Y el resto de respeto que permanecía dentro de ellos les decía que sólo concluiría con la muerte.

Subían ahora las últimas escaleras de piedra que conducían a la residencia de los sumos sacerdotes, las mismas que ascienden hoy a la iglesia llamada del Gallicanto. Los árboles que bordeaban la escalinata la hacían aún más misteriosa, con las sombras espectrales que oscilaban según el fuego de las antorchas. De vez en cuando el soldado que tiraba de la cuerda que conducía a Cristo acentuaba su presión para demostrarse a sí mismo que era el dueño de la situación. El prisionero entonces trastabillaba, y probablemente alguna vez conoció el suelo. Entonces los sacerdotes se sentían magnánimos y recomendaban calma. En el fondo, se sentían avergonzados de haber movilizado tanta gente para algo tan sencillo. Un solo hombre con una estaca habría sido suficiente para espantar a los asustadizos discípulos del Galileo. Y, en cuanto a él, se habría dejado prender sin necesidad siquiera de la menor amenaza.


En casa de Anás

Cuando los expedicionarios llegaron ante la casa de los pontífices, las puertas se abrieron antes de que llamasen: los de dentro estaban tan nerviosos como los que bajaron al huerto. Y respiraron cuando supieron que todo había sido tan fácil. Se daban palmadas en los hombros, felicitándose mutuamente. Empujaron al prisionero al gran patio central que separaba las viviendas de Anás y de Caifás.

Allí, se encendieron nuevas lámparas, pues eran muchos los que querían ver al detenido. Comenzaban a llegar algunos de los miembros del gran sanedrín, los más íntimos de los pontífices a quienes se les había informado previamente de que la operación sería esta noche. Llegaban envueltos en sus blancas vestiduras que volaban con el aire de la noche. Entre sus barbas nevadas brillaba una sonrisa de satisfacción.

Tras las celosías, se asomaban, a medio vestir, las mujeres, asustadas y curiosas. También ellas deseaban conocer de cerca a este hombre de quien tanto habían oído discutir a sus maridos. Al ver aquel rostro enrojecido y humillado se preguntaban cómo podía haber acarreado tantos odios.

Y sus corazones se inclinaban espontáneamente a la compasión. Mientras tanto, el más importante entre los sacerdotes que habían realizado la operación subió al primer piso para informar a Caifás. El sumo sacerdote estaba ya levantado, pero había sabido, muy dignamente, refrenar sus nervios. Esperaba, pues, en sus habitaciones, aparentando una seguridad que no tenía. Respiró cuando le contaron cómo fueron las cosas. Se sintió satisfecho al saber que no se había producido ningún tipo de tumulto y que la ciudad ni se había enterado de lo ocurrido. «Ya dije yo que los suyos huirían en cuanto vieran unas espadas» se vanaglorió.

Le hubiera gustado bajar, para complacerse viendo a su enemigo maniatado, pero prefirió saborear su triunfo contemplándole desde lejos, tras una de las ventanas. Bajar hubiera sido rebajarse: luego lo tendría ante sí en el tribunal.

Esto era lo que urgía ahora. Dio órdenes para que todos sus criados se dispersaran por la ciudad, convocando a los setenta miembros del sanedrín. Y encargó a uno de los sacerdotes de preparar los testigos acusadores. En el templo encontrarían algunos levitas o empleados que estuvieran dispuestos a testimoniar contra el detenido a cambio de pocas monedas.

Todo esto llevaría tiempo. Además el proceso no podía comenzar legalmente hasta que fuera de día. Mientras tanto, podían llevar al prisionero a casa de Anás que se moría de deseos de conocerle. El se cuidaría ele organizar el proceso mientras tanto. Un soldado partió hacia la residencia de Anás con la noticia de que su yerno le ofrecía la primicia de juzgar privadamente al reo mientras se organizaba oficialmente el tribunal. El viejo agradeció el detalle y mandó que subieran al detenido.


El viejo saduceo

Por lo que nos cuenta la historia de Anás y de otros sumos sacerdotes de su tiempo, podemos reconstruir suficientemente la escena sin acudir a la imaginación. El gran salón del palacio de Anás estaba regiamente amueblado. Los pies descalzos de Jesús percibieron pronto el suave calor de las ricas alfombras en que se hundían. De las paredes colgaban espléndidos tapices, débilmente iluminados ahora por las lámparas de aceite que colgaban de las columnas de mármol.

En el fondo del salón, recostado en un diván entre bordados cojines, estaba Anás con su largo vestido blanco adornado con borlas de colores. Tras él, una corte de criados y amigos. Junto a Anás, algunos miembros madrugadores del sanedrín.

Anás era, por entonces, un hombre de casi setenta años y desde hacía más de cuarenta era el verdadero dueño de Israel. Había desempeñado el cargo de sumo sacerdote entre los años seis y quince, pero, al caer él, había sabido ir colocando sucesivamente en el puesto a cinco de sus hijos. Ahora era su yerno Caifás quien mandaba desde el año dieciocho. Había conseguido convertir a su familia en una gran mafia de la que Anás era el «padrino» todopoderoso. Teóricamente los sumos sacerdotes eran vitalicios, pero los romanos habían tomado la costumbre de cambiarlos a voluntad y así, en los ciento siete años que van desde el comienzo del reinado de Herodes hasta la destrucción de Jerusalén, hubo veintiocho sumos sacerdotes. Seis de ellos, los de más duración, fueron de la familia de Anás y controlaron el país desde el año seis hasta el treinta y seis.

Mientras Anás vivió, para los judíos el sumo sacerdote era él, aunque no ejerciera titularmente el cargo. En algún lugar del nuevo testamento (Hech 4, 6) se le atribuye el título de sumo sacerdote, aunque en realidad lo fuera Caifás.

Anás, como la mayor parte de los príncipes de los sacerdotes de aquel tiempo, era saduceo. Hombre puntilloso en el cumplimiento externo de sus funciones, en realidad no creía en nada que no redundara en interés personal. Una mezcla de escepticismo y agnosticismo, puesta al servicio de sus ansias de dominio, era toda su mentalidad.

Y éstas no son simples caricaturas provenientes de fuentes cristianas. Todo cuanto los historiadores judíos nos cuentan de su familia viene a coincidir con los juicios evangélicos. Flavio Josefo dice de uno de sus hijos, llamado también Anás, que era un hombre audaz por temperamento y muy insolente. También pertenecía a la secta de los saduceos, quienes son muy rígidos en juzgar las ofensas, sobre todo el resto de los judíos. Y de otro de sus hijos escribe: Era un gran atesorador de dinero, por eso cultivaba la amistad de Albino (procurador romano de su época) haciéndole presentes. Tenía también servidores que eran hombres perversos, los cuales iban a las eras y se llevaban los diezmos de los sacerdotes por la fuerza, y no reparaban en golpear a cualquiera que no se los entregara.

Las mismas acusaciones encontramos en escritos judíos posteriores en los que se incluye a la familia de Anás en las imprecaciones dirigidas contra los malos sacerdotes. En especial se les acusa de cuchichear y silbar como serpientes, aludiendo a cómo habían corrompido completamente a los jueces de su época.

Lo que no admite duda es que la familia de Anás era la más rica del país. Los romanos vendían siempre el cargo de sumo sacerdote al mejor postor. Cuando este grupo pudo ocupar siete veces seguidas el puesto, es evidente que desembolsó buenas sumas para ello. Sumas que, por otra parte, eran un buen negocio. El área del templo se había convertido en tiempos de Cristo en un centro bancario y en lugar de mercado. Y el sumo sacerdote podía controlar ambas actividades. Era este gran negocio el que Anás defendía. Y este intruso Galileo era para él, mucho antes que un competidor religioso, alguien que hacía vacilar sus asuntos económicos. Si sus doctrinas calaban en el pueblo, todo su tinglado se tambalearía. Una vez, incluso, se había atrevido a atacarlo de frente, armado sólo con un látigo y con su palabra de profeta. Anás no lo había olvidado. Tenía buena memoria para cuanto se refería a sus enemigos.


Frente a frente

Ahora que le tenía delante de sí, le parecía imposible cuanto de él le habían dicho. ¿Qué podía tener este pobre campesino para imponer tanto respeto, medio incluso, a muchos de sus compañeros? Le estudiaba. Se preguntaba a sí mismo qué podía haber inducido a este desconocido a adoptar el papel de salvador del mundo. Un loco no parecía. Los informes que de él tenía hablaban de su buen conocimiento de las Escrituras, de su hábil dialéctica. Su misma presencia ahora no era la del atrevido desafiante. Más bien parecía alguien hundido antes de que comenzase la lucha. Apenas levantaba los ojos del suelo y Anás tenía que hacer grandes esfuerzos para adivinar su cara a la débil luz de las lámparas de aceite.

Le contempló largo rato y se alegró de no ser él quien tuviera que juzgarle. Le intrigaba, sin embargo, qué pudiera haber en aquella cabeza para lanzarse a una empresa tan audaz como la de proclamarse Mesías. Este no era como otros que habían conocido antes: violentos, gente con más sangre que razón, revolucionarios analfabetos. Todo lo que sabía de Jesús le presentaba como un hombre profundo y moderado. No se le conocían vicios, no era dado al vino, nunca había rozado su nombre el menor escándalo de mujeres. Pero todo esto era lo que le hacía especialmente peligroso.

No era, además, un simple cabecilla político. Al parecer, sus ideas religiosas eran interesantes, aunque quienes le informaban nunca habían sabido aclararse sobre si respetaba la tradición judía o si la atacaba de frente. Comenzaría, pues, por investigar sus doctrinas. ¿Qué era lo que realmente predicaba? ¿Dónde lo había aprendido? ¿Quiénes eran sus discípulos? ¿Pretendía formar con ellos una sociedad secreta? ¿Cuáles eran realmente sus intenciones?

La respuesta de Jesús debió de desconcertar al viejo:

Yo siempre he hablado públicamente y ante todo el mundo. He predicado siempre en las sinagogas y en el templo, donde todos los judíos se reunen. A escondidas nunca he dicho nada. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a quienes me han oído, pregúntales qué es lo que yo he dicho. Ellos lo saben (Jn 18, 20-21).

La respuesta de Jesús desde el punto de vista jurídico era perfecta: según el derecho judío un acusado no tenía que dar testimonio de sí mismo; sólo era válida una acusación sobre testigos ajenos y fidedignos. Jesús descalificaba así a Anás por salirse de los procedimientos legales.

Su respuesta, además, era la de un gran compañero. A toda costa quería evitar el que sus discípulos se vieran complicados en su proceso. Había tenido ya buen cuidado de impedirlo cuando fue detenido. Ahora volvía a esquivar toda mención de sus discípulos. El no era el fundador de una sociedad secreta, ni de un clan de elegidos. Todo cuanto había predicado, en público lo había dicho, y, cuanto dijo en privado a sus apóstoles, fue para que éstos, a su vez, lo pregonasen en las azoteas (Mt 10, 27).

Un silencio embarazoso siguió a las palabras de Jesús. Ciertamente eran las que menos esperaba Anás. El —como certifica el propio Flavio Josefo— estaba habituado a otro tipo de actitudes: de sumisión, de desaliento, humildad, servilismo y miedo. ¡Y este campesino se atrevía a dejarle públicamente en ridículo: con una punta de clarísima ironía le recordaba cuáles eran los verdaderos procedimientos legales!

Su gesto de despecho debió de ser claramente visible. Se sentía desarmado, y comprendía, al mismo tiempo, que aquella insolencia no podía quedar sin respuesta. O sin castigo.

Y no faltó el celoso servidor que supo interpretar lo que su amo buscaba sin encontrar: quien no tiene razones tiene aún el recurso a la violencia. Con el dorso de la mano cruzó el rostro de Jesús golpeándole en plena boca: ¿Así respondes al pontífice? gritó, pavoneándose de un gesto que sin duda gustaría al patrón.

Era la primera vez que una mano humana golpeaba fisicamente a Jesús. Antes, en el huerto, había sufrido empellones. Luego había sido arrastrado por tirones de soga. Ahora era su propio rostro quien conocía la violencia humana.

Tardó probablemente unos segundos en reponerse de aquel ataque inesperado. Quizá miró fijamente a Anás esperando en vano—que fuera él quien reprobara aquella acción indigna: era bajo y cobarde golpear a un hombre maniatado; era injusto tratar a un simple acusado como a un criminal convicto y confeso.

Pero Anás se sentía satisfecho de aquella villanía que, además, le había sacado de un momento apurado. Por eso Jesús se volvió directamente a quien le había golpeado y, con una impresionante dignidad, dijo mansamente: Si he hablado mal, dime en qué. Y si he hablado bien ¿por qué me pegas? (Jn 18, 23).

Ahora aún se sintió Anás más desconcertado. ¿Quién era este hombre que, ante una violencia, respondía con esa mansedumbre, con esa lógica, con esa asombrosa calma? Y, sobre todo, ¿quién era este hombre que demostraba tan claramente no tenerle ningún miedo, ni siquiera humillado y en sus manos como estaba?

El que sintió entonces miedo fue él; ese extraño pavor supersticioso que domina a los ilustres la primera vez que se encuentran con alquien verdaderamente más grande que ellos. Prefirió, por ello, desembarazarse cuanto antes de él. Se levantó nervioso. Y dio órdenes de que se lo devolvieran a Caifás que era, en definitiva, el verdadero responsable de este absurdo juicio.


El sanedrín

Mientras tanto iban llegando los miembros del sanedrín. Cruzaban el patio en el que los soldados y las criadas habían encendido una gran fogata y sus blancas túnicas parecían espectrales a la luz del fuego que proyectaba sus sombras oscilantes y fantasmales contra las paredes. Los más eran viejos, pero no faltaban algunos jóvenes. Y todos venían refunfuñando por haber sido despertados a media noche.

No es mucho lo que sabemos del sanedrín. Con el agravante de que la mayor parte de sus leyes, que nos trasmite la Mishnah, no fueron codificadas hasta el año 200, con lo que no sabemos con exactitud cuáles estaban ya en vigor en tiempos de Cristo y cuáles fueron introducidas posteriormente. Y esto es lo que hace especialmente dificil juzgar hasta qué punto fue legal el proceso de Cristo. Muchas de las leyes señaladas por la Mishnah fueron incumplidas, pero no sabemos si regían ya en los años de Jesús.

Es extraño que una institución tan típicamente judía hubiera tomado oficialmente un nombre griego: «sanedrín» venía de «synedrion», que significa asamblea, consejo, conferencia. Tal vez a este extranjerismo se deba el que popularmente los judíos prefirieran llamarlo Bet-Din, casa del juicio, tomando la denominación del lugar donde celebraba sus procesos. En tiempos de Jesús, el sanedrín constituía el cuerpo supremo legislativo, judicial y ejecutivo de los judíos, tanto en asuntos civiles como criminales. De su origen apenas sabemos nada. Y será unos 200 años antes de Cristo cuando toma la forma con que en los evangelios nos lo encontramos.

Su influjo político conoció muchas alternativas: Herodes el grande había tratado de restarle fuerza e importancia. Pero los romanos, como buenos gobernantes, habían sabido realzar su prestigio, con lo que daban a los judíos la impresión de estar autogobernados y se quitaban ellos muchos de los problemas de orden interno del país. Por lo demás, si en algún caso el sanedrín se les hubiera insubordinado, les habría bastado con cambiar al sumo sacerdote, que controlaba todas las actuaciones del tribunal. De hecho ese problema no existía y en conjunto el sanedrín estaba formado por colaboracionistas de la política del invasor.

Contaba con setenta y un miembros, incluido su presidente, el sumo sacerdote. Y los sanedritas provenían de tres grupos muy caracterizados: los llamados «príncipes de los sacerdotes» (miembros preminentes de la casta sacerdotal, antiguos sumos sacerdotes o familiares de ellos); los ancianos (varones de prestigio y de dinero que, aun sin ser sacerdotes, eran influyentes en la vida pública del país); y un grupo de levitas (hombres más jóvenes y cultos, cuidadosamente elegidos entre los doctores de la ley).

Ideológicamente eran conservadores. La mayoría (los príncipes de los sacerdotes y los ancianos) eran saduceos. Sólo algunos de entre los levitas eran fariseos. Pero éstos eran cuidadosamente elegidos por un sistema de cooptación en el que los candidatos habían de pasar por sucesivas cribas, quedando siempre la última decisión al criterio de la familia que controlaba el sumo sacerdocio, en tiempos de Cristo la de Anás y Caifás. En el fondo, si aceptaban algunos fariseos, era simplemente porque los saduceos carecían de todo influjo en el pueblo y les venía bien la existencia entre ellos de algunos fariseos en los que el pueblo se imaginara estar representado. Pero el sanedrín no dejaba, por ello, de ser un cuerpo rígidamente aristocrático.

Los poderes del sanedrín eran bastante amplios. En lo religioso, los judíos lo consideraban la suprema autoridad debajo de Dios. En lo civil, tenía jurisdicción sobre todos los ciudadanos judíos y por delitos cometidos en Judea incluso sobre ciudadanos romanos, si se trataba de delitos cometidos en el área del templo. Tenían incluso derecho a juzgar casos en los que la pena fuera la capital. Pero parece que no podían ejecutarla —aunque esto se discute— si ésta no era convalidada por el procurador romano, quien en la mayoría de los casos se limitaba a confirmar lo ya hecho por el sanedrín, aunque también podía volver a juzgar el caso en su tribunal, dando por nulo lo actuado en el religioso.

El sanedrín no tenía unos plazos fijos para reunirse. Lo hacía, prácticamente, cuando el sumo sacerdote lo convocaba a su criterio. Las reuniones se celebraban, habitualmente, en el llamado «salón de la piedra tallada» en la zona del templo. El que, en el caso de Jesús, se celebrara en la casa de Caifás pudo deberse o a lo nocturno de su convocatoria o a una corruptela por la que Caifás había llevado el tribunal a su propia casa. No es, incluso, inverosímil pensar que aquella noche Caifás no convocó al sanedrín entero. Para que sus decisiones fueran válidas bastaba con que asistieran veintitrés miembros. ¿Reunió tal vez Caifás únicamente a los absolutamente adictos, para terminar más rápidamente y obtener con mayor seguridad la sentencia por él deseada? Sabemos que en el tribunal había hombres honestos, como Gamaliel, que temían a Dios y eran enemigos de toda decisión violenta. Y, entre los mismos sanedritas, tenía Jesús amigos,e incluso discípulos, como Nicodemo y José de Arimatea. El hecho de que en el proceso de Cristo no aparezca jamás ninguno de estos posibles defensores, hace pensar que Caifás en aquella sesión nocturna prefirió elegir los jueces ya previamente convencidos entre los enemigos de Jesús. Esto no era limpio ni legal, pero tampoco Caifás era un modelo de limpieza y legalidad. En rigor, además, una ley del sanedrín obligaba a convocar al pleno, pues mandaba que una tribu, un falso profeta y un sumo sacerdote no puede ser juzgado sino por el pleno de setenta y un miembros. Pero Caifás podía muy bien tranquilizar su conciencia diciendo que Jesús era juzgado no por falso profeta, sino por blasfemo.


Caifás o la sentencia antes del juicio

No es dificil reconstruir la escena que los ojos de Jesús encontraron al penetrar en el salón principal del palacio de Caifás. Tendría sin duda aquel lujo excesivo que Herodes había puesto de moda y que las familias ricas de Palestina seguían en una carrera de prestigio social. Las paredes de mármoles jaspeados apenas se veían, cubiertas como estaban de los más finos tapices persas. Las lámparas de bronce pendían del techo o ardían adosadas a las pilastras laterales.

Al fondo, tres grandes filas de divanes en semicírculo estaban preparadas especialmente para juicios como éste. En el centro del semicírculo estaba sentado, solemne y orgulloso, Caifás, presidente del tribunal.

A este José Caifás —el segundo nominativo era sólo el apellido le hemos encontrado ya en situación que describe claramente su carácter y su catadura moral. Acababa de ocurrir la resurrección de Lázaro y un grupo de sanedritas se había reunido para plantearse el problema que este hecho les creaba. Es muy probable que muchos de ellos conocieran personalmente al resucitado, que, en todo caso, tenía buenos amigos entre los ancianos de este senado israelí. Es decir: el milagro se les había metido dentro de su propia casa.

Un hecho así, les traía desconcertados. Hasta este momento, el galileo Jesús se había limitado a predicar a la pobre gente. Carecía de todo influjo social. Pero ahora era diferente: Lázaro era bien conocido en Jerusalén y un hecho como el ocurrido no dejaría de impresionar a toda la ciudad. Vacilaban y no terminaban de encontrar una solución satisfactoria.

Fue entonces cuando Caifás tomó la palabra para retratarse a sí mismo en una sola frase: Vosotros no sabéis nada, ni reflexionáis que os interesa que muera un solo hombre por el pueblo y no que perezca toda la nación (Jn 11, 50). Era un hombre expeditivo, brutal, tajante, práctico, orgulloso, seguro de sí mismo; hombre con los ojos más abiertos en política que en ética; alguien para quien el fin justificaba todos los medios; partidario de eliminar el obstáculo mucho antes de verlo; seguidor de la religión del «interés»; dispuesto a practicarla aunque para ello tuviera que pasar por encima de la muerte. Este era el juez de Cristo: alguien que había pronunciado la sentencia —y de muerte— mucho antes de que el juicio comenzara.

Pocas cosas más sabemos de este Caifás. Pero suficientes para calar su alma. Que estuviera casado con una hija de Anás es prueba de que era miembro de una de las familias sacerdotales de más alto rango. Y para ser aceptable a su suegro, tuvo que dar amplias pruebas de poseer las cualidades de intriga y astucia que apreciaba el insidioso y poderoso Anás.

Un segundo dato es significativo: el «récord» de tiempo que logró mantener el oficio de sumo sacerdote, pues lo fue desde el dieciocho al treinta y seis después de Cristo. Si pensamos que el promedio de duración era de cuatro años y que los dos que le precedieron en el cargo sólo duraron un año a pesar de ser uno de ellos, Eleazar, hijo de Anás tenemos que concluir que la habilidad de Caifás como equilibrista político era algo fuera de lo normal. Los romanos acudían a nuevos nombramientos sacerdotales cuando necesitaban.dinero: muchos sobornos tuvo que pagar Caifás para mantenerse todo el tiempo en que Poncio Pilato fue gobernador.

Mucho tuvo también que hacer la vista gorda en lo que se refiere a los derechos de su pueblo. La historia nos ha trasmitido, durante su pontificado, tremendas violaciones por parte de los romanos: introdujeron imágenes del César en la ciudad santa, robaron el tesoro del templo, hicieron sangrientas matanzas en el pueblo... En ningún caso consigna la historia la menor protesta por parte de Caifás, jefe y representante de los judíos. Por lo que se ve, defendía mejor los intereses de su familia que los de su comunidad y pensaba que, para ésta, era más importante sobrevivir que hacerlo con honor.

En el año treinta y seis su nombre desaparece de la historia, al ser depuesto por Vitelio, legado en Siria, poco después de ser llamado Pilato a Roma. Ese año entran en la total oscuridad los dos protagonistas de este juicio que ahora comienza.


Tras el canto del gallo

El verdadero juicio comenzó con el alba, tras el canto del gallo. Jesús, conducido por la soldadesca, cruzó el patio que separaba las residencias de Anás y Caifás, y la gente que se calentaba en torno a la hoguera se agolpó junto a las escaleras para ver mejor al prisionero.

Entre las cabezas curiosas y las sonrisas burlonas, Jesús pudo ver, allá al fondo, la figura aterrada de Pedro. Pero su mirada fue interrumpida por un empellón de quienes le conducían.

Todos los ojos se clavaron en él cuando entró en la sala. Ahora empezaban a sentirse tranquilos; el combate iba a terminar. Casi les parecía inverosímil que aquel pobre pueblerino les hubiera tenido en jaque durante tres años. Si hubiera existido en sus almas, la compasión se habría abierto paso ante aquella piltrafa humana que apenas osaba levantar la cabeza.

La sesión comenzó pasando la lista de los reunidos, empezando por el sumo sacerdote y siguiendo por todos los demás, por orden de edad. Los escribanos iban señalando con un círculo los nombres de los presentes. Al superarse la cifra de los veintitrés, uno de los escribanos dijo que había quorum y que la sesión podía celebrarse legítimamente.

El juicio comenzaba por la lectura de las acusaciones. El presidente el nasi, se le llamaba leía la lista de cargos presentados contra el acusado, lista que, en este caso, había sido elaborada por él mismo. Probablemente las acusaciones señalaban que Jesús había quebrantado muchas veces el sábado en público y con escándalo de la comunidad, que había proferido palabras contra el templo de Dios y, sobre todo, que en diversas ocasiones se había presentado como Mesías e Hijo de Dios, con evidente blasfemia. Jesús escuchaba los cargos de pie, con las manos atadas a la espalda y con guardias a derecha e izquierda. Su figura debía de ser impresionante en ese momento: la sangre que corriera por su rostro se había secado ya en su barba; sus vestidos y su pelo estaban sucios, pues había recorrido, en gran parte a empujones y a puntapiés, caminos polvorientos en los que una comitiva como la que le había rodeado levantaba oleadas de polvo. Sus pies se mostraban descalzos, heridos. Su rostro estaba pálido, sus ojos enrojecidos y los párpados hinchados, su mirada perdida.

En los juicios judíos no existían propiamente abogados defensores ni acusadores. Los jueces eran a la vez fiscales, defensores, jueces y tribunal de apelación. Todo el juicio se montaba sobre los testigos. La norma más solemne y antigua de estos juicios (Núm 35, 30; Dt 17, 6; 19, 15) señalaba que nadie podía ser condenado sino en base de testimonios ajenos, y no de uno solo, sino, al menos, de dos o de tres.

Hablaban primero los testigos de defensa. Por una y por tres veces, Caifás preguntó en voz alta si no había nadie que tuviera nada que alegar en favor del acusado. Y no hubo respuesta. ¿Estaban allí los pocos amigos con que Jesús podía contar en aquel tribunal? Nunca lo sabremos. Es posible que sí y que fueran ellos quienes más tarde narrasen el juicio a los evangelistas. Es incluso posible que Juan o Pedro se hubieran colado en la sala entre la soldadesca que se apiñaba junto a la puerta del tribunal. Lo cierto es que nadie habló en su favor Si los ojos de Jesús se tropezaron con alguna mirada amiga entre los miembros del tribunal, fue para comprobar cómo también estaban, como sus apóstoles, aterrados y mudos.

Llegó luego la hora de los testigos de la acusación. Según la ley, éstos debían ser oídos de uno en uno, separadamente interrogados con minuciosidad Pero quienes los eligieron, en la precipitación de la noche, no habían estado muy acertados. La mayor parte debían de ser obreros que trabajaban en el templo y que más de una vez habían oído realmente hablar a Jesús en los atrios. Maldespiertos, asustados por la solemnidad del tribunal, golpeándose repetidas veces el pecho, aseguraban que habían oído a este Galileo proclamarse enviado de Dios, o señor del sábado, o superior a la ley y los profetas.

Los jueces sabían muy bien que era indiferente la acusación sobre la que se basara la condena de Jesús, siempre que esta llegara. Pero querían salvar al menos las apariencias de un juicio justo. Por lo demás, muchos de ellos en su interior estaban convencidos de que este hombre ponía en peligro la vida de su pueblo. Pero no deseaban que entraran cuestiones políticas en este juicio suyo que querían presentar como puramente religioso.

Cumpliendo, pues. su deber, interrogaban a cada uno de los testigos según las siete preguntas que la ley establecía: ¿En qué ciclo sabático había ocurrido lo que el testigo contaba? ¿En qué año? ¿En qué mes? ¿En qué día? ¿A qué hora? ¿En qué sitio? ¿Quién lo vio?

Aquí comenzaban los tartamudeos de los testigos. Y, sobre todo, sus contradicciones. Hombres iletrados, olvidaban las cosas que poco antes habían convenido con sus reclutadores. Los nervios hacían lo demás. Las historias que uno contaba eran deshechas por otro, que las contaba de manera claramente distinta; las circunstancias aporta-das por ellos no coincidían en absoluto. Tanto que ni aquel tribunal, que ya había dictado la sentencia, podía dar por válidos aquellos testimonios. Y mucho menos si asistían a la sesión Nicodemo y José de Arimatea, los amigos de Jesús.

Jesús seguía en pie, silencioso, y su propio silencio imponía a los jueces, como si les echara en cara el no saber ni siquiera amañar una mentira. Comenzaban a ponerse nerviosos.

Hubo que llamar a testigos de mayor categoría. Estos de ahora eran probablemente dos levitas, gente más culta y de mejor memoria. Uno de ellos aseguró haber oído decir a Jesús, según el texto de Marcos: Yo derribaré este templo hecho por mano de hombre y en tres días edificaré otro no hecho por manos humanas. El otro confirmó lo dicho con palabras parecidas. Tal vez usó la versión que trasmite Mateo: Puedo demoler el templo de Dios y en tres días erigirlo.

Este era un asunto serio. Para los judíos cualquiera forma de profanación del templo era una ofensa extremadamente grave. Cuando el profeta Jeremías predijo la destrucción del templo y de la ciudad santa, el pueblo y sus jefes gritaron contra él pidiendo su muerte (J er 26, 1-19).

En el caso de Jesús, evidentemente no existía esa blasfemia. El evangelio de Juan, al trascribir esas palabras (2, 19) puntualiza con atención que Jesús está refiriéndose al santuario de su cuerpo (2, 21), aludiendo a su muerte y su resurrección. Y no afirma que él vaya a destruir ese templo, sino que él lo reconstruirá resucitando, aunque ellos lo destruyan matándole.

Pero los testigos, o porque deformaban sus palabras, o porque no pudieron entender, como Juan, la verdadera interpretación, vieron en las palabras de Jesús una amenaza que debió de hacer verdadera impresión entre todos los oyentes, puesto que, más tarde, cuando Jesús está en la cruz aún tratan de burlarse de él, refregándole el que se presentaba como capaz de destruir y reedificar el templo, y no era ni siquiera capaz de bajar de la cruz.

Mas tampoco esta acusación era completamente clara. Los dos testigos referían las palabras de Jesús con notables variantes. Además, esa idea de destruir y reconstruir el templo les parecía un sueño loco, pero no un delito: no podía haber culpa en afirmar que uno podía destruir el templo si afirmaba a continuación que iba a reconstruir otro aún mejor. También Herodes para construir el templo actual había necesitado destruir el anterior. Que este hombre presumiera de hacer en tres días lo que Herodes hizo en años, era una fatuidad, una fanfarronada, pero no una blasfemia.

Comprobar que esta acusación tampoco parecía suficiente puso aún más nervioso a Caifás, a quien el silencio de Jesús estaba sacándole de sus casillas. Se puso, pues, en pie, agitando su rutilante vestido de ceremonia. Desde su altura y con el alto gorro cónico que ceñía su frente, debía resultar imponente para el acusado, que aparecía empequeñecido ante él. ¿No tienes nada que decir en tu defensa? gritó. ¿No oyes todas las cosas que dicen los testigos contra ti?

Cuando los gritos dejaron de sonar, en la sala se hizo un largo silencio. El acusado ni se había movido. Quienes le rodeaban contenían la respiración, asustados por el tono usado por el sumo sacerdote. Pero este silencio, que era inicialmente dramático, se fue haciendo poco a poco ridículo. La cólera de Caifás parecía no impresionar al acusado. No se había arrojado a sus pies pidiendo clemencia; no se molestaba en decir que todo era un atadijo de mentiras. Simplemente callaba. Y Caifás se había quedado en pie, con su inútil gradilocuencia, con todas las miradas clavadas en él.

Tenía que hacer algo. Ahora debía hacer algo, si no quería caer en el más hondo de los ridículos. Por eso acudió al gran melodrama. Decidió atacar a fondo. Para ello tenía que salirse de la ley, que prescribía que ningún juicio se montara sobre el testimonio del propio acusado, sino sólo sobre el de testigos. Pero este camino se había demostrado ya inviable. Y Caifás podía soportarlo todo menos este silencio ridículo.

Ridículo para él, no para el acusado que estaba creciendo en majestad. Porque todos percibían que no era el suyo ese silencio propio del aterrado, sino el de quien no se defiende de lo que realmente no vale la pena defenderse. Jesús usará varias veces este arma durante su pasión y siempre conseguirá, con ello, poner nerviosos a sus jueces.

Caifás lo está ahora. Por eso adopta la grandilocuencia, su única y última escapatoria casi desesperada: Si tu eres el Mesías, dínoslo de una vez (Le 22, 66). Quizá le dolieron sus palabras una vez pronunciadas: en ellas había no poco de confesión y de reconocimiento hacia el acusado.


El Testigo

Ahora sí habla Jesús. El es su propio testigo. Pertenece a esa clase de hombres que se dejan matar, más que por lo que creen, por lo que son. Y es un testigo asombrosamente sereno, sin exaltaciones martiriales, sin entusiasmos declamatorios. Ante el desconcierto de los que le oyen, sale de su hundimiento para adoptar el tono natural con que dos días antes discutía en el templo. Aparece, incluso, una suave ironía en su voz. Es él quien sigue dominando la situación. ¿Para qué queréis que os lo diga? Si os lo dijere, no me creeréis; si os preguntare, no me contestaréis. Sabe que no es la verdad lo que allí se está buscando. ¿Creerán en él si les dice que sí? ¿Le dejarán marchar en paz si les dice que no? La pregunta que le hacen es puramente retórica, no merece ser contestada.

Sin embargo prosigue: Pero el Hijo del hombre estará sentado desde ahora a la diestra del poder de Dios (Lc 22, 68).

Por un momento Caifás ha temido que volvería a escapárseles entre las manos con una de las sutiles distinciones que han hecho famoso al Galileo. Mas he aquí que, de pronto, la última frase se atreve a entrar en el misterio por el que Caifás pregunta.

Pero él necesita una confesión tajante. No puede condenarlo por frases genéricas o literarias, que puedan interpretarse de cinco maneras. Por eso vuelve a formular de nuevo la pregunta, ahora con más energía, ahora sin dejar posibilidad de escapatoria: Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo del Bendito.

El momento es, en verdad, solemne. Caifás ha unido, como si fueran sinónimos, dos términos que para él significan realidades distintas: el Mesías no es forzosamente el Hijo de Dios. Caifás lo sabe, pero lo que desea es arrancar de una vez una confesión tajante que justifique una condena. Su tribunal nunca podría condenar a nadie por considerarse mesías. Eso sería, en todo caso, un problema para Pilato. Lo que Caifás desea es saber de una vez si es cierto lo que le han dicho de que Jesús, siendo hombre, se hace Dios (Jn 10, 33). Una confesión como esa sí será una blasfemia suficiente para dar este juicio por concluido.

Jesús mide bien la importancia del momento. No sólo porque con su respuesta se juega la vida, sino porque en ella arriesga todo el sentido de su entera existencia. Hace tres años ha comenzado a predicar y predicarse. Su mensaje no era una doctrina ajena, sino una revelación de su persona. Cuidadosamente, durante meses, ha querido que su condición de Mesías permaneciera en la sombra, para que no pudiera confundirse su tarea con una aventura política. Ahora ya no hay nada que ocultar, ni nada que temer. Por lo demás, Caifás, aunque sabe distinguir las dos funciones de Mesías y de Hijo de Dios, al unirlas, ha vuelto a ser profeta, como cuando dijo que convenía que un hombre muriera por todo el pueblo; ha vuelto a reconocer que la misión del Mesías es mucho más que temporal.

Por todo ello, Jesús comprende que ahora su testimonio debe ser tan tajante, como la pregunta que se le hace. Caifás —por encima de lo que él valga— es en aquel momento el representante de su pueblo, es Israel en persona. Es también, a pesar de su indignidad, el más auténtico representante que Dios tiene en la tierra.

Por eso renuncia al peligro que sus palabras puedan encerrar. Se le ha pedido que jure en nombre de Dios vivo y su respuesta toma la contundencia y la nitidez de un juramento: Tú lo has dicho, es decir, traduciendo el hebraísmo: yo soy lo que tu has dicho.

Ante su afirmación, los sanedritas inician un gesto de asombro y de escándalo. ¿Cómo puede este pobre hombre, sucio, hundido, maniatado, atreverse a asegurar que es el Hijo de Dios? Basta mirarle para comprender el absurdo. Por eso Jesús se anticipa a sus pensamientos y prosigue: Y yo os aseguro que veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder y viniendo sobre las nubes del cielo (Mt 26, 64).

Si los sanedritas no hubieran estado ya suficientemente ciegos habrían entendido qué asombroso es este acusado: ni pierde la serenidad, ni se entrega a la exaltación. Que no es un guerrillero de este mundo lo demuestra el hecho de que no hay una frase suya que no sea radicalmente religiosa: esta vez, para responder, acude a la cita de dos profecías: la de Daniel (7, 13) que cuenta la venida del hijo del hombre entre nubes, y la del salmo de David (109, 1) que describe al mesías sentado a la derecha de Dios.

Pero es que, además, en sus palabras hay una tal mesura, un tal respeto hacia quienes le oyen, que para nada cuadra con la imagen del revolucionario que algunos quieren hacer de él. No habla directamente de Dios, sino del «poder de Dios», forma que los judíos consideraban más suave y respetuosa. Y alude a las nubes del cielo para significar la presencia de Dios sin herir a los que le escuchan. ¿Qué revolucionario mediría así las palabras? ¿Cuál se mostraría tan respetuoso hacia sus enemigos? Nada hay en sus respuestas de baratamente violento, nada de esa cólera que llamamos santa y que es sólo una forma de desahogo mediocre. Jesús no trata de confundirles sino de ayudarles a entender. Se atreve a usar esa forma, casi inexistente, de decir la verdad entera que es, en frase de Bernanos, decirla sin añadir el placer de hacer daño.


El escándalo

Pero los reunidos tienen los oídos demasiado cerrados para poder comprenderle. En realidad, no trataban de entender, sino de encontrar una respuesta que justificase la sentencia que tenían dada previamente. Comprenden, sí, lo que Jesús ha dicho. No titubean acerca del significado religioso de la declaración del acusado. La valoran en todo su peso: se ha hecho igual a Dios, ha confesado su personal divinidad. En aquella zona en la que aún eran sinceros, debieron de quedarse sin respiración. Pero todo lo que había en ellos de orgullo les hizo pensar que estaban ante una verdadera blasfemia. Ni en hipótesis podían ponerse a pensar en la posibilidad de que aquel sucio galileo pudiera tener algo que ver con Dios. Tal vez lo habrían meditado si se hubiera presentado como simple profeta. ¿Pero como Dios, como Dios en persona? Era una blasfemia tal que no resistía ni una décima de segundo de análisis.

Estallaron, pues, en gritos de indignación fingida, pues en el fondo no esperaban ni deseaban respuesta mejor. Y acudieron al gesto que expresaba su escándalo mejor que mil palabras: llevaron sus dos manos a sus cuellos y desgarraron de arriba abajo sus túnicas.

Encontramos este gesto en varias páginas de la Biblia para significar pesar y dolor sobre todo como protesta ante la blasfemia. (Gén 37, 34; 2 Crón 18, 37; 19, 1; Hech 14, 13). Pero en ningún lugar adquiere este dramatismo, al hacerlo al unísono todos los representantes religiosos del pueblo de Israel.

Al gesto acompañaron los gritos de Caifás: Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Todos vosotros acabais de oír la blasfemia. ¿Qué os parece? (Mt 26, 65-66).

Caifás sabía bien que lo que estaba haciendo era ilegal. Que las reglas establecidas en Sanedrin 9 b prohibían expresamente una condenación deducida de las propias palabras del procesado, ya que una sentencia adversa sólo podía basarse en las acusaciones de los testigos. Pero, con un juego jurídico, nombraba testigos a los propios jueces, se olvidada de todos los presuntos delitos de los que le había acusado al comienzo de este juicio y apoyaba su sentencia en la «blasfemia» pronunciada ante ellos.

Era, pues, por blasfemia por lo que se le condenaba. Caifás y los suyos sabían bien que no hubiera sido muy fácil llevarle a la muerte por haberse hecho Mesías. Esta acusación podía asustar a Pilato, no a ellos. Sin salirnos del marco del más ortodoxo judaísmo podemos encontrarnos un siglo más tarde al rabí Aquiba nombrando mesías a aquel Bar Kokeba que dirigió la última y catastrófica sublevación de Judea contra Roma. Y nadie procesó al rabí Aquiba por esta proclamación; al contrario, pasó a la historia como una luminaria del judaísmo.

Justamente, por ello, no estalló el escándalo de los sanedritas cuando Jesús se proclamó Mesías. Esto podían considerarlo una jactancia o una locura, pero no una blasfemia digna de muerte. Lo que les aterró fue la segunda afirmación: entendieron que Jesús se presentaba como Hijo de Dios, como alguien con verdadero poder divino. Y era por eso y no por otra cosa por lo que le condenaban.

Había en su decisión motivos humanos y aún políticos. ¿En qué gesto de hombres no los hay? Este galileo ponía en entredicho sus negocios. hacía tambalearse el tinglado político-religioso-económico que con tanta dificultad habían organizado. Es, incluso, posible que estas razones estuvieran en la raíz de la decisión personal de algunos o muchos de los reunidos. Pero la condena que el sanedrín, como tal, profería, era religiosa. Y no sólo en lo jurídico, sino en su misma entraña ideológica. Lo que allí estaba en juego era el mismo concepto de Dios. Se abría una nueva etapa en la historia religiosa del mundo y ellos preferían seguir aferrados a su chata ortodoxia. Dios, por así decirlo, se salía de sus casillas y ellos, sus celosos guardianes, no podían tolerarlo. Lo que Jesús acababa de decir era, efectivamente, una blasfemia contra el dios esclerotizado al que los sanedritas daban culto. Habían tomado de Yahvé todos los aspectos puramente rituales, mecánicos. Un Dios salvador, metido en la masa humana, era algo que no tenía cabida en sus teologías. Y, para ellos, no existía ni debía existir más dios que el que cupiera en sus legalistas cabezas. Su verdadero pecado era la pequeñez de sus almas, en las que, evidentemente, Cristo no podía tener cabida. Su decisión era lógica, dentro de su «fe». Sólo que su «fe» poco tenía que ver con el Dios verdadero.

Chillaban como comadrejas, congestionados, ante la «blasfemia» de Jesús. Reo es de muerte, decían (Mt 26, 66). No era necesaria la votación nominal, pensaron. Nadie se había levantado para defenderle y el griterío condenatorio hablaba de unanimidad. Si estaban presentes los amigos de Jesús, una nueva tristeza se añadió a las muchas de la noche.


El doble triunfo

Ahora ya sólo faltaba la confirmación por parte de Pilato. Estaban seguros de lograrla. Porque sabían que Pilato era débil y porque tenían buenas bazas en la mano. Los más íntimos de Caifás debieron de acercarse a él para felicitarle: había jugado a dos palos y había ganado a los dos. Los sanedritas habían puesto su atención en la segunda parte de su pregunta la blasfemia de hacerse Hijo de Dios—; el gobernador se impresionaría más con la primera: a ellos no podía asustarles en principio que alguien se proclamase mesías, puesto que lo esperaban o decían esperarlo; pero a un romano esa palabra le olía a revolución inminente. Ante Pilato jugarían pues esta segunda baraja del nacionalismo político. Y su triunfo sería doble.

Por primera vez hacía meses, se sentían tranquilos. Felicitaban a Caifás por haber llevado bien las cosas. Se maravillaban, incluso, de que todo hubiera resultado mucho más sencillo de lo que preveían. Ahora ya sólo faltaba que se hiciera plenamente de día para llevarlo ante el gobernador. Querían estar allí antes de que el tribuno comenzara sus audiencias habituales. Les convenía ultimarlo todo antes de que se despertase la ciudad. Que los amigos de Jesús, si es que le quedaba alguno, se encontrasen con los hechos consumados.


Los insultos

El juicio había concluido. Y los sanedritas comenzaron a desalojar la sala. Muchos de ellos procuraban pasar lo más lejos posible del reo como si apestase. Otros, más jóvenes o más curiosos, preferían acercarse a él. Le hacían preguntas. Le dirigían frases irónicas. Alguien reconcentró su odio en un escupitajo y, olvidándose de toda decencia, se lo arrojó a Jesús en pleno rostro. El no se movió. Y, entre carcajadas, fueron varios más los escupitajos que se añadieron.

Escupir a alguien es en todo el mundo una señal de supremo desprecio. Lo era especialmente en Israel (Núm 12, 14; Dt 25, 9). Quienes primero se atrevieron a hacerlo eran miembros del mismo tribunal que le había juzgado, como señala con precisión el evangelista (Mc 14, 55). No era la gente plebeya que le rodeaba, sino los presuntos nobles, que parecían olvidados de toda nobleza y que iniciaban así las escenas de ludibrio que luego proseguiría la soldadesca.

¿Dónde esperó Jesús la llegada del día? No lo sabemos con precisión. Tal vez en algún rincón del mismo patio del palacio. Más probablemente en alguna de las prisiones que la casa tenía precisamente para eso.

Los guardias trajeron un brasero que iluminó de rojo la estancia. Y, cuando se sintieron solos con el reo, descargaron en él la cólera de la mala noche que, por su culpa, habían pasado. Ahora se reproduciría en tono de farsa el juicio al que habían asistido. Por turno, iban poniéndose delante de él y repitiendo las preguntas y acusaciones que antes habían escuchado. Y al silencio de Jesús, respondían con bofetadas y puñetazos, que ladeaban a derecha e izquierda su cabeza. Poco a poco el juego fue gustándoles y progresivamente aumentó su violencia. De pronto, a alguien se le ocurrió una idea aún más divertida: con un trapo rojo vendaron los ojos del prisionero y comenzaron a darle vueltas hasta que perdiera el sentido de la orientación, y, mientras giraba, le golpeaban diciéndole: Mesías, profetízanos quién te ha pegado (Mt 26, 68). Y reían, reían, crecían los insultos, las palabras obscenas, los golpes.

Hacían todo esto seguros de no cometer nada reprensible. En la justicia de la época el condenado a muerte perdía todos sus derechos y los guardianes podían desfogar en él todos sus sádicos instintos. Bastaba simplemente con que el reo no perdiera plenamente la conciencia para la hora final. Aparte de eso, podían usarlo como un juguete.

Jesús callaba. Aceptaba en silencio los insultos y golpes de los soldados judíos como horas más tarde aceptaría los de los romanos. No era, por lo demás, nada nuevo para él. En una de sus profecías sobre esta hora había ya anunciado que sus enemigos se burlarían de él y le escupirían (Mc 10, 34). Siglos antes lo había también profetizado Isaías diciendo: Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas a quienes' mesaban mi barba; no hurté mi rostro a la afrenta i' el salibazo (ls 50, 6).

Amanecer del viernes

No sabemos cuánto duró este juego terrible. Horas tal vez. Estaba amaneciendo. En aquel momento, un levita de servicio había subido ya al pináculo más alto del templo y miraba hacia el este. Sus ojos reflejaban las primeras luces del horizonte. Abajo, el grupo de sacerdotes principales esperaba mirando hacia arriba. El levita seguía con la vista la línea del horizonte, más allá del mar Muerto. Si su vista hubiera descendido, habría contemplado a la multitud que se agolpaba ya ante las veinticuatro puertas para ocupar, madrugadora, los primeros puestos en el sacrificio matutino. Más allá habría visto el despertar en el infinito campamento de tiendas que rodeaba la ciudad. Pero los ojos del levita no se apartaban de la lejanía. El cielo iba iluminándose y el rosa pálido iba cambiándose en amarillo con algunas franjas de encendido rojo. Por fin, el levita vio el primer toque del sol en la punta de la más lejana montaña. Entonces hizo bocina con sus manos y gritó: El sol de la mañana brilla ra. El oficiante principal preguntó también a gritos, desde abajo: ¿Está el cielo iluminado hasta Hebrón? El levita puso sus palmas como pantalla sobre sus ojos y buscó, allá por encima de Belén, el brillo del día en los muros de Hebrón, la ciudad donde dormían los patriarcas. Volvió a ponerse las manos en torno a la boca y respondió afirmativamente. El oficiante del patio dio entonces una palmada y varios sacerdotes se llevaron a los labios las largas trompetas de plata. Al unísono, cantaron las trompetas por tres veces y su eco retumbó sobre todos los techos de la ciudad. Eran las cinco y cuarenta y cinco de la mañana. El día había comenzado. Era viernes. Un día que quedaría clavado para siempre en todos los calendarios de la historia.


El cordero

Al oír las trompetas los sacerdotes que, por sorteo, habían tenido la fortuna de obtener para hoy la tarea de sacrificadores se dirigieron al patio donde desde hacía cuatro días esperaban los corderos que hoy serían sacrificados. Habían sufrido ya varios exámenes para ver si tenían alguna herida o impureza. Pero aun ahora sufrían un último y definitivo examen. Dos levitas conducían al cordero elegido hasta el altar central. Ataban cuidadosamente su pata delantera derecha con la trasera del mismo lado; luego hacían lo mismo con la de la izquierda. Mientras, la multitud, en oleadas, rodeaba el altar. El cordero, asustado, balaba lastimeramente mientras su cabeza era introducida en la argolla de hierro colocada sobre la piedra. Ardía el incienso mientras el sacerdote se dirigía hacia el altar enarbolando un cuchillo con mango de oro. Y un enorme gong retumbaba en todos los atrios del templo, cuando la mano hábil y experta del sacerdote descendía sobre el aterrado animal y abría de un solo golpe su cuello.

No muy lejos de allí, Jesús, el cordero que quita los pecados del mundo, esperaba la hora en que comenzaría otro sacrificio que vendría a ocupar para siempre el lugar de esta ofrenda sangrienta.