7 Treinta monedas

Daniel Rops ha llamado al miércoles santo «el día de Judas». Efectivamente, los cuatro evangelistas, como puestos de acuerdo, han dejado en blanco esa mañana como si quisieran subrayar la traición que sitúan esa tarde. Quizá es un recurso literario para acentuar lo dramático de este suceso. O quizá más probablemente es que no ocurrió realmente nada significativo y que Jesús pasó el día en oración como en las grandes vísperas solía hacer.

El martes había sido un día agotador e interminable. Era ya de noche cuando Jesús concluyó, frente a la ciudad, sus sermones de la víspera. En este tiempo hace fresco en Jerusalén al anochecer y el cielo está lleno de estrellas. Caminaban bajo ellas los apóstoles, silenciosos, impresionados por lo que acababan de oír, sin terminar de entenderlo.

Seguramente aquella noche durmieron en Betania. ¿Durmieron? Envueltos simplemente en sus mantos, en algún cobertizo de la finca de Lázaro, debió de serles difícil a todos conciliar el sueño.

Tampoco en Jerusalén pudieron dormir muchos aquella noche. Lo ocurrido por la mañana en los atrios del templo era definitivamente clarificador. Ahora todos saben ya a qué atenerse: esta es una guerra frontal que sólo puede acabar con sangre.

Los fariseos ya han visto que no es fácil coger en falta al Galileo: siempre sabe encontrar la fórmula ambigua, la distinción para salirse con la suya sin aparentar que viola la ley. Pero, por otro lado, han podido ver, porque ha sucedido ante sus propias narices, cómo este hombre hipnotiza a la gente. Harían lo que él les pidiera. Ya el domingo estuvo a punto de estallar la revuelta y aún no han logrado comprender cómo todo aquello no estalló en sangre. Pero lo que un día no pasó, puede ocurrir cualquiera. Bastaría que un soldado romano perdiera los nervios, que la multitud le acometiera, para que Pilato ordenara una de sus conocidas represalias. Y, entonces, la víctima no sería sólo Jesús, sino también ellos. Pilato no es amigo de distinciones: para él todos los judíos son uno; la rebelión de un grupito la vería como un levantamiento nacional. Y correría la sangre.

Tienen, pues, que anticiparse y denunciar a Jesús ante Pilato. Hablan esa noche fariseos y saduceos: es hora de actuar. Si para aquéllos Jesús es un hereje, para éstos es un competidor. ¿No son ellos los guardianes del orden? ¿Cómo podrán tolerar a este pseudo-mesías que puede ponerlo todo en peligro? Sobre todo, insisten, son especialmente peligrosos estos días de Pascua, con tanta gente en Jerusalén. Donde hay multitudes el motín salta por una simple chispa. Y hay que evitar la ocasión. Lo pide dicen una razón de estado.

Este argumento convence a los saduceos. Convence a todo el que no tiene otro tipo de razones. La razón de estado --ha dicho un político— es lo que se adopta cuando ya no se sabe qué hacer.

Pero ¿cómo hacerlo? Los saduceos son buenos tácticos y saben que el arte de un político es resolver un problema sin crear otro mayor. ¿Y si la detención de Jesús es la chispa que provoca ese motín que tratan de evitar? La ciudad está llena de galileos, que podrían levantarse para defender a su paisano por el simple hecho de serlo. Tendrán que actuar con astucia si quieren que las cosas salgan bien. El ideal sería detenerlo de noche, juzgarlo de noche y ejecutarlo en la madrugada. Que sus partidarios se encuentren con los hechos consumados. Muerto el jefe, los discípulos desaparecerán como ratas asustadas, Pero ¿cómo detenerle en la noche? Nunca se sabe con fijeza dónde dormirá. Estas últimas noches ha solido pasarlas en casa de Lázaro: detenerlo allí, en casa de un rico, amigo de todos ellos, sería un grave escándalo. Y, además, Betania es ahora un feudo dominado por sus admiradores. Tendrían que sorprenderle en algún descampado, en algún camino solitario. Pero eso no es fácil de conseguir en unos días en que todos los alrededores de la ciudad son un burbujear de gentes. Necesitarían un espía, un cómplice entre los propios amigos de Jesús. Pero eso, piensan, sería demasiada suerte. Alguien alude a un discípulo que la víspera anduvo merodeando entorno a algunos fariseos y que no ocultaba sus críticas a Jesús. Esa, piensan, sería la solución. Incluso estarían dispuestos a «ayudarle» a traicionar con una buena suma de dinero. Pero nadie sabe con certeza quién es ese discípulo.


La noche de Judas

Quien menos puede dormir esa noche del martes es Judas. Lo ocurrido ese día ha terminado de confirmar todos sus temores. La lucha frontal entre Jesús y los fariseos es inevitable. Y Jesús lleva todas las de perder. Si confía en que el pueblo va a ayudarle, se equivoca. En cuanto las espadas aparezcan, todos le dejarán solo. Incluso sus compañeros. El los conoce bien.

Lo malo del asunto es que el ataque no va a ir contra él solo. ¿No se da cuenta de que, con sus ataques a la autoridad constituida, pone en peligro a todos los que le siguen? Si los fariseos cumplen las amenazas que él ha podido oír con toda claridad, el detenido no será sólo Jesús sino todos los que van con él. Y Judas no está dispuesto a morir por unas ideas en las que ya no cree y por un Maestro al que empieza a odiar. Podría huir, claro, ahora que aún hay tiempo. Pero ¿y después?; ¿pasarse toda la vida temiendo que alguien le reconozca como un seguidor del revolucionario? No basta una retirada estratégica.

Además está su deber de buen judío. Que Jesús es un blasfemo, le parece bastante claro. Un blasfemo ingenuo más que malvado, pero un enemigo de la religión al fin y al cabo. El tendría, en conciencia, obligación de entregarle. Cierto que esa palabra «entregarle» suena a traición, pero en realidad no sería otra cosa que un cumplir con su obligación de cumplidor de la ley.

¿Y si...? Por un momento le asusta la idea de que pudieran apedrear a Jesús como blasfemo. El no le ama ya, pero tampoco le odia tanto como para desear su muerte violenta. En realidad, está convencido, más que un delincuente es un iluso. Tal vez los fariseos lo comprendan también y se limiten a un castigo menor. En todo caso, eso ya no es un problema suyo. El lo que debe es salvar su vida, y allá se las arreglen luego los jueces y los sacerdotes.

Claro que también es cierto que, perdiendo a Jesús, pierde además la única fuente de sus ingresos. Bien que mal, estos años ha vivido junto a él sin trabajar. Volver ahora al arado o a la pesca no le resulta demasiado agradable. Claro que tal vez pueda sacar un poco de dinero por sus informaciones. Y no será malo hacerse amigo de los sacerdotes. Podrían darle algún puesto en el servicio del templo. El es un buen administrador. No estaría mal pasar de administrar la pobre caja de Jesús a manejar los tesoros del templo. Eso sí que sería una gran oportunidad.

La verdad es que le daba pena por Jesús. Pero él debía ser práctico. Tenía que pensar en sí mismo, y, tal y como se habían puesto las cosas, tenía que optar entre morir con Jesús y utilizarle, sacando alguna ventaja de esta traición. En realidad, nada debía a Jesús, no tenía con él ningún compromiso. Y era Jesús quien, con sus posturas de la mañana anterior, le forzaba a esta opción. Si él se hubiera limitado a ser un rabí más, este choque no se habría producido. Pero ahora la elección era inevitable y él, Judas, era más víctima de esta opción que otra cosa.

Sí, pensó; lo haría. A la mañana siguiente bajaría a la ciudad y se entrevistaría con los sacerdotes. Luego, según lo que resultara de la entrevista, decidiría. Por lo menos, con oír a la otra parte, no perdería nada.


El miércoles

La noche había sido larga y dificil para todos y muchos sueños habían estado poblados de pesadillas. Por eso se alegraron cuando, a la mañana siguiente, vieron que Jesús no tenía intenciones de bajar aquel día a Jerusalén. Tal vez lo pasó conversando con los amigos de Betania, tal vez en oración. En todo caso no fue igual a aquel terrible martes.

No fue dificil para Judas encontrar una disculpa para bajar él a la ciudad. Encargado como estaba de la economía, había mil cosas que un administrador podía tener que hacer. Se alejó, pues, solo de Betania, recorriendo el camino que habían hecho ya repetidas veces en los días pasados. ¿Tembló al pasar ante la higuera seca por la maldición de Jesús? ¿Latió más fuerte su corazón al cruzar por el lugar donde la noche antes Jesús había pronosticado la destrucción de la hermosa ciudad que ahora se abría ya ante sus ojos, no sabía si como una promesa o como una amenaza? Bajaba encorvado, huidizo, temeroso de que cualquier amigo le reconociera y se empeñara en acompañarle. Tal vez por eso prefirió no entrar en la ciudad por las puertas que conducían al templo. Descendió hasta el Cedrón bordeando los muros del templo y se adentró en la vieja ciudad de David. Penetró luego en la ciudad por la puerta que conduce a la fuente de Siloé. Aquí era mucho más fácil pasar inadvertido. Gentes con sus borriquillos y mercaderías se aglomeraban en las callejuelas. Un hombre envuelto en su túnica podía escurrirse por allí como una sombra fugitiva. Subió agitado la escalinata de grandes gradas de piedra que conduce al palacio de Caifás, la misma que treinta y seis horas más tarde subiría maniatado Jesús, la misma que suben hoy temblorosos todos los peregrinos cristianos que llegan a Jerusalén.


El palacio de Caifás

Conocemos hoy con exactitud el emplazamiento de este palacio del sumo sacerdote. Las excavaciones de los padres agustinos de la Asunción, que regentan la vecina iglesia de San Pedro in Gallicanto, han puesto al descubierto un enorme dintel de piedra en el que aparece una inscripción con letras hebreas que dicen: Leachan Houa Korban (es decir: esto es el Corbán, la reserva del tesoro). Conocemos el sentido de este Corbán: en el libro IV de los reyes se nos habla de cómo el dinero que provenía de un delito, de una ofrenda para la reparación de una falta no podía llevarse al templo, sino que era para los sacerdotes y debía guardarse en otro lugar. ¿Y cuál mejor que la casa del Sumo Sacerdote para esto?

En el lugar se han encontrado, efectivamente, restos de todo un sistema de recaudaciones: las salas a las que el pueblo acudía para depositar impuestos y ofrendas, las colecciones de pesas y medidas de las que se servían los sacerdotes para el control de los diezmos. Se han encontrado además pruebas de que se trataba de una gran residencia, con amplios lugares para servidores y esclavos, molinos tallados en la roca con el caminillo para el asno que hacía girar la muela, cuadras, silos... Era, evidentemente, la casa de un gran personaje, el sumo sacerdote.

Se han encontrado también en el lugar varias prisiones subterráneas: la prisión común con los bancos de piedra en los que podían sentarse o tenderse los detenidos; y la fosa profunda, sin otro acceso que un agujero central en el techo por el que los detenidos eran arrojados o descendidos con una cuerda.

Por estas ruinas podemos hoy reconstruir casi con exactitud la arquitectura de esta casa, más inspirada en las construcciones romanas que en las judías: una entrada arqueada, formando porche sobre la vía pública, da acceso a un portal o antepatio que conduce a un gran patio central rodeado de pórticos y sobre el que se abren las habitaciones fundamentales de la casa. Al fondo, una segunda puerta se abre sobre un corral en el que se hallan las habitaciones de la servidumbre, la cuadra, el palomar, los establos.


El encuentro con Caifás

Seguramente Judas vaciló ante el gran portón de la casa del sumo sacerdote. Por más que quisiera engañarse a sí mismo, no podía ocultársele la trascendencia del paso que iba a dar. La noche anterior todo le parecía claro, pero ahora algo vacilaba dentro de él. En una cosa no podía mentirse a sí mismo: sabía que al entregar a Jesús le entregaba a la muerte. Esto lo veía con claridad meridiana, aunque en la noche anterior quisiera imaginarse que tal vez los sacerdotes se limitasen a un escarmiento. No era tonto: conocía el odio de los sacerdotes hacia Jesús y sabía que la pena del blasfemo era la de la muerte. Por lo demás, no estaba tan lejos la degollación del Bautista. La muerte podía tardar más o menos, pero si Jesús llegaba a caer en manos de Caifás, no saldría vivo de ellas. Incluso es probable que Judas supiera —la frase se había corrido por la ciudad, como lo demuestra el que los evangelistas la conocieran— que Caifás había hablado ya expresamente de pena de muerte al afirmar que era mejor que uno muriera antes de que pereciera todo el pueblo.

Sí, Judas lo sabía. Por eso vacilaba. Es, incluso, probable que varias veces se le viera girar indeciso ante la puerta del palacio de Caifás. La verdad era que odiaba y amaba a Jesús al mismo tiempo, aunque su odio era creciente y el amor era sólo un lejano residuo sentimental.

El odio venció, al fin, y Judas dijo al portero del palacio que deseaba ver al sumo sacerdote. El portero se rió sin duda de aquel desarrapado con tan enormes pretensiones. Preguntó para qué, y Judas dijo que para un problema personal que sólo podía decir al propio Caifás en persona. Tal vez dijo que se trataba de algo relacionado con Jesús el Nazareno.

El corazón de Caifás se agitó al oír este nombre. Pero, astuto como era, probablemente no bajó él al principio y se limitó a enviar a alguno de sus ayudantes para sondear al visitante. Judas insistió en ver al propio Caifás y añadió que él era uno de los íntimos de Jesús, tan íntimo que era el encargado de la economía del grupo.

Ahora sí le brillaron los ojos a Caifás. ¿Y si fuera lo que ellos andaban buscando? Le parecía demasiada suerte. Pero tal vez este discípulo fuera aquel de quien le habían hablado como hombre utilizable. Bajó al patio. No solía hacerlo, ya que un sumo sacerdote no se mezclaba con desconocidos, pero esta vez el tema le interesaba demasiado para dejarlo perder por un puntillo de orgullo. Unió, pues, en su gesto una mezcla de interés y desdén ante el visitante.

Es probable que Judas comenzara con los largos rodeos con que todo traidor trata de engañarse a sí mismo. Que hiciera mil protestas de amor hacia Jesús, pero insistiendo en que para él la ley era anterior que los amigos. Se presentó como un fiel israelita que, si había seguido a Jesús, era sólo por haberle creído un verdadero restaurador de la pureza de la ley. Pero poco a poco había ido dándose cuenta de que era un blasfemo.

Probablemente a Caifás comenzaron pronto a cansarle tantas explicaciones, pues no hay nada más insoportable para un hipócrita que otro hipócrita. Le cortó, pues, secamente y le preguntó a qué había venido.

Ahora Judas se descaró ya y dijo sin rodeos: ¿Cuánto me dais si os lo entrego? (Mt 26, 15).

Esta brutalidad le gustó a Caifás. Ahora empezaban a hablar un lenguaje común. Los rodeos y disculpas, para otros. Indagó cómo podría entregarlo sin peligro de sublevación de los partidarios de Jesús. Ahora Judas explicó que no se creyeran que los partidarios del Galileo eran tantos; muchos le escuchaban con gusto, sí, pero era un hombre huraño y difícil y aun sus mismos amigos no acababan nunca de entenderle. Por lo demás, no sería tan difícil elegir un momento en que estuviera solo y desarmado. «Tendría que ser de noche» dijo Caifás. «Será de noche» garantizó Judas. «Pero necesitaríamos encontrarle en un descampado» insitió Caifás. «Encontraremos ese momento» repitió Judas. Muchas noches, explicó después, Jesús tenía la extraña costumbre de quedarse a rezar en algún lugar solitario. Eran veladas que no soportaban ni sus más íntimos: al final todos acababan siempre por dormirse y él se quedaba completamente solo e inerme. Sólo faltaba elegir con cuidado una de esas noches. Y para eso, dijo Judas, estaba él. Pero ellos, insistiría Caifás, necesitaban saberlo con anticipación para organizar un grupo de soldados que lo prendiera. Por otro lado, los soldados no conocían a Jesús y podían cometer un error entre las sombras de la noche. «Todo eso es asunto mío» aseguró Judas. El conocía con anticipación qué noches pensaba Jesús pasar en descampado y hasta estaba dispuesto a conducir a los soldados y señalarles quién era Jesús. Pero todos esos favores, añadió ahora ya con descaro, había que pagarlos bien.


La consulta a Anás

Caifás sonreía: tres años de vacilar sobre qué hacer con el Galileo, meses de no encontrar cómo terminar con él, después de decidida su perdición, y he aquí que, de pronto, todo se le ponía más fácil que un juego de niños. El dinero no era ciertamente problema y, además, estaba seguro de que a este desarrapado se le encandilarían los ojos con cuatro monedas. Sentía hacia él un desprecio infinito.

Sólo faltaba un detalle: Caifás no movía un dedo sin consultarlo con el único hombre que, en realidad, era más importante que él en Jerusalén. Se trataba de Anás, el gran viejo que movía todos los hilos del pueblo judío.

Veinticuatro años antes, cuando Jesús tenía nueve, Anás fue nombrado sumo sacerdote por Publio Sulpicio Quirino y había demostrado su inteligencia organizando a la perfección las redes comerciales de todo cuanto se movía en torno al templo. Sólo que buena parte de los frutos iban a parar a sus arcas personales, con lo que se había convertido en la primera fortuna de Israel.

Diez años más tarde los procuradores romanos, celosos de un poder que empezaba a ser excesivo, le habían depuesto. Valerio Graco creyó que podría quebrantar el influjo del viejo, pero éste siguió con los negocios del templo como si fueran una empresa privada y nadie podría comprar un cordero o vender una paloma sin que Anás lo consintiera. Incluso mejoró al dejar el cargo de sumo sacerdote, porque pudo seguir con su negocio más impunemente. De hecho, él era sumo sacerdote sin serlo, porque nadie podía ocupar este cargo sin su consentimiento. Y su poder era tan grande, que ni tenía que molestarse en ocultar este influjo: tras él fueron sucesivamente sumos sacerdotes sus cinco hijos; ahora lo era su yerno Caifás, que se estaba mostrando incluso más inteligente que sus propios hijos. El cargo se había hecho negocio de familia y nadie se atrevía a discutirlo. La misma casa de Anás estaba unida a la del sumo sacerdote y no había problema cuya solución no fuera precedida por una visita al viejo patriarca.

También ahora lo hizo Caifás. Dejó a Judas solo en el ancho patio y pasó a la casa de su suegro. Quizá sólo ahora Judas se dió cuenta de lo importante que era lo que estaba haciendo. Aquel patio solitario le imponía y las lámparas y los mármoles hacían aun miserables sus vestidos. Se dio cuenta de que estaba en manos de Caifás. Ya no podría volverse atrás aunque quisiera. Incluso se vería obligado a aceptar el dinero que le ofrecieran. Pero tenía la seguridad de que serían espléndidos.

Cuando Caifás regresó, sus ojos brillaban más seguros. «De acuerdo» dijo. Judas apenas se atrevió a preguntar: «¿Cuánto?». El desprecio creció aún más en los ojos del sacerdote. Compuso su cara y dijo que el precio estaba claramente señalado por la ley. El libro del Exodo precisaba lo que debía hacerse en estos casos. Podrían darle treinta monedas de plata que era lo que el libro santo señalaba como compensación por un esclavo muerto (Ex 21, 32).

Judas calculó mentalmente: no era realmente mucho. Era, más o menos, lo que un agricultor cobraba por trabajar en el campo ciento veinte días. No era mucho. Pero le ayudaría en los primeros momentos. Por otro lado, era bueno quedar a bien con Caifás. Luego podría pedirle algún cargo en el templo o en su casa. Aceptó. Caifás aún añadió explicaciones diciendo que los dos tenían que ceñirse a lo que la ley mandaba y se sintió feliz al poder restregar a Judas todas las proclamaciones de fidelidad a la ley que, al presentársele, había hecho. Judas calló y tendió su mano.

Caifás pensó que el negocio no sólo era bueno sino que hasta le salía barato. Estaba previamente seguro de que aquel hombre aceptaría lo que le ofrecieran. Tan seguro que hasta llevaba ya las treinta monedas contadas en su bolsa. Pero se dio el gusto de dárselas una a una, viendo cómo los ojos de Judas se tragaban las monedus antes que la misma mano con que las recibía. Una, dos, tres, cuatro..., veintiocho, veintinueve, treinta. «Ahora, le dijo, esperamos que cumplirás tu palabra. De otro modo te haríamos pagar caro este sacrilegio. Ese dinero es sagrado». Judas farfulló mil seguridades. Avisaríaen cuanto la ocasión se presentase. Y estaba cierto de que no pasarían muchos días.

Caifás vio el gesto nervioso con que Judas guardaba sus monedas. Y antes de despedirle le preguntó: «Aún no sé tu nombre». Y al traidor le temblaban los labios cuando respondió: «Judas».


El regreso del traidor

Hasta que no estuvo en la calle no se dio cuenta Judas de qué dificil era el compromiso que había aceptado. Le hubiera sido fácil acompañar en aquel momento a los soldados hasta Betania y conducirles al Maestro. Pero regresar a su lado, convivir con él y con los demás apóstoles quién sabe cuántos días, era algo más duro de lo que podía imaginarse. Entrar en la casa sonriendo, inventar una hermosa disculpa, hablar, hablar sin descanso para no dar lugar a preguntas indiscretas. No se sentía avergonzado de lo que había hecho, ni mucho menos arrepentido; simplemente se sentía nervioso ante la idea de que su traición pudiera retrasarse. Esos tragos hay que pasarlos rápidamente. Pero los sumos sacerdotes le habían explicado bien que querían encontrar a Jesús en descampado, evitando el escándalo y el tumulto. Y nadie podía prever lo que Jesús haría. Sin ir más lejos había bajado a Jerusalén los tres primeros días de la semana y, en cambio, se había quedado en Betania todo el miércoles. ¿Habría sospechado algo? ¿Estaba asustado al ver que el cerco de los sacerdotes se cerraba? ¿Y si ahora...? A Judas empezó a entrarle miedo de que Jesús pudiera huir de nuevo al desierto o a Galilea como había hecho unas semanas antes yéndose a Efrén. Entonces sí que se complicaría todo. Judas volvía a palpar las treinta monedas en la henchida bolsa. Nada le hubiera gustado menos que tener que devolverlas ahora que eran suyas.

En todo caso, pensaba, por lo menos celebrará aquí la pascua. Dentro de dos días, el viernes, era jornada de descanso obligatorio, por ser el gran día pascual. También era día de descanso el sábado. Podía contar con tres jornadas. Malo sería que en una de las tres no se le ocurriera a Jesús pasar una de sus noches de oración en el huerto de los olivos o en algún lugar de las inmediaciones. Se asustó al darse cuenta de que estaba rezando para que Dios le diera la suerte de encontrar una ocasión para su traición.

En verdad no se sentía traidor. Los sacerdotes nunca hubieran colaborado en una villanía. Estaba realizando se decía— un acto santo, un acto que alguien tenía obligación de hacer, si querían salvar a su pueblo. Se sentía salvador, redentor. Y le dolía hacerlo de un modo aparentemente rastrero. Le hubiera gustado explicárselo a las generaciones futuras. ¿Le entenderían? Buscaba todas las razones del mundo para convencerse a sí mismo de que estaba cumpliendo su deber. Rebuscaba en su memoria y, de pronto, toda la vida de Jesús se le volvía herética. Se avergonzaba casi de no haberlo comprendido antes. Se reía de su primer entusiasmo cuando le conoció. Hubo un tiempo en que llegó a creerlo el Mesías en persona; incluso se imaginó que podía ser alguien de la misma intimidad de Dios, su propio Hijo.

Ahora, en cambio, lo veía todo como una cadena de blasfemias: las violaciones del sábado, sus gestos hostiles al santísimo templo, sus feroces palabras contra los sacerdotes representantes verdaderos de Dios, las absurdas ideas de que alguien pudiera comer su carne y beber su sangre... Todo regresaba a su cabeza mientras descendía el torrente Cedrón y escalaba el monte de los olivos hacia Betania.

Sólo al acercarse de nuevo a la casa donde Jesús y los demás reposaban, regresó el miedo a su corazón. ¿Y si estaba equivocándose? ¿Y si verdaderamente era un enviado de Dios? Volvió a ver a Lázaro saliendo de su tumba, volvió a sentir cómo los panes se multiplicaban entre sus propios dedos, como entre los de sus compañeros.

Cerró violentamente los ojos como para apartar estas ideas. Había decidido. Fuera Dios o un hereje, él había hecho su apuesta. Mantendría su compromiso con los sacerdotes. Su mano derecha apretaba la bolsa de las monedas casi hasta hacerse sangre.