4 El misterio de Judas

¿Quién era Judas? ¿Cómo era Judas? ¿Nació traidor o comenzó a serlo un día? ¿Amaba u odiaba a Jesús? ¿O quizá le amaba y odiaba al mismo tiempo? ¿Era un buen muchacho cuando Jesús le eligió para apóstol o fue elegido ya «para» traidor? ¿Qué pensaba de Jesús? ¿Llegó a creer, a conocer, a sospechar que pudiera ser Dios en persona? ¿Cuándo, cómo y por qué entró Satanás en su alma? ¿Cuáles fueron los verdaderos, los profundos móviles de su traición?

He aquí una cadena de preguntas que jamás encontrarán respuesta. Tras ellas se cerró la puerta del misterio sellado con un suicidio. Pero el hombre moderno ha buscado, busca, sigue buscando esa respuesta. Se diría que la figura de Judas le obsesiona. Es, quizá, porque siente que Judas se le parece demasiado. O por ese afán tan moderno de destriparlo todo, de averiguarlo todo, una especie de pánico al misterio y al vacío. O tal vez sea un ansia (o una disculpa) de justicia lo que hace que no nos contentemos con el viejo chafarrinón que convertía a Judas en cubo de todas las inmundicias, en chivo expiatorio sobre quien todos cargaban sus propias traiciones.

Lo cierto es que al hombre actual no le bastan las viejas explicaciones. Y busca. Y, si no halla, inventa. Y luego descubre que ningún invento le sacia, porque ninguno es mejor que el anterior. Y así colecciona Judas como mariposas, busca, revuelve, entra en los laberintos de un alma que no tiene ni entrada ni salida, que se nos escapa, que se nos escapará siempre.

Los evangelistas han sido, además, tremendamente parcos al hablar de este personaje. Lo mismo que los pintores que durante siglos olvidaron su figura, que le pintaban cuando más de espaldas, o en escorzo, como una sombra fugitiva. O como en esas iglesias en las que la figura de Judas ha sido raspada en las sagradas cenas por una monja piadosa o una beata inquisidora.

Sobre la base de los datos históricos, Judas es, para nosotros, como un personaje de tragedia de la que se hubiera perdido todo menos la escena final. Conocemos el desenlace, ignoramos los vericuetos que llevaron a él.

La explicación de la avaricia

Durante muchos siglos la explicación que ha «funcionado» ha sido la de la avaricia. Con una interpretación absolutamente literal de las frases evangélicas, se pintaba un Judas obsesionado por el dinero (sus símbolos infalibles eran la bolsa y las monedas) que habría vendido a su Maestro para hacer un negocio, aun a sabiedas de que vendía a Dios. Esta es la explicación que durante siglos han repetido los santos padres y los predicadores, la que ha aceptado el pueblo cristiano, la que aún hoy empuja en algunas aldeas españolas a construir un monigote de paja que, el viernes santo, se apedrea y se incendia con el nombre de Judas. El traidor dejaba, así, de ser una persona, para convertirse en un mito, en un símbolo de todas las maldades más toscas, viles y sombrías. Puede ser que al trazar esta imagen —escribe Guardini— el pueblo se dejara influir por el deseo de encontrar a alguien a quien culpar del horrible destino de Jesús, para acallar el reproche íntimo de la conciencia personal.

Esta imagen, quizá sin tanta tinta gruesa, es la que aún hoy encontramos en algunas vidas de Cristo. Recogeré aquí, como representativa de toda una tradición que ha llenado y aún llena nuestras pasiones, la descripción que Pérez de Urbel hace de este misterio de Judas:

Era un hombre práctico, al parecer, y tal vez por eso se le confió el cuidado de la caja común. Tal vez antes de entrar en el colegio apostólico había desempeñado un empleo semejante. Y el trato con el dinero empezó a perderle. Jesús lo advertía y lo sabía. Tal vez la violencia de su lenguaje cuando hablaba de las riquezas, se debía, en parte, a la presencia de Judas entre sus oyentes. San Juan dice que llevaba la bolsa del dinero y que sisaba de lo que le daban para Jesús y los suyos. Cerca de un año hacía que caminaba al lado del profeta, sostenido únicamente por la idea de una ambición terrena, por la codicia de aquel reino en el cual parecía estar designado para asumir la gerencia de la hacienda. La fuga de Jesús, cuando le quisieron hacer rey, debió de ser para él una decepción terrible. Algo debió leer el Señor en su mirada, pues al día siguiente aludió ya claramente a la traición, anunciando que entre los doce había un demonio. Desde entonces las advertencias se multiplicaron: avisos generales sobre el peligro de las riquezas, miradas llenas de compasión, consejos sobre la guarda de los depósitos confiados, palabras, penetradas de discreción, acerca de la levadura de los fariseos, es decir, de la hipocresía. El traidor escuchaba indiferente y molesto. El Rabbí pasaba sembrando milagros... Y Judas, apartándose más y más cada día del taumaturgo y de todos sus compañeros. Ahora la causa del Maestro le parece perdida. Se han esfumado aquellas brillantes perspectivas que antes le habían seducido y empieza a maldecir la hora en que conoció a Jesús de Nazaret. No estaba dispuesto a beber el cáliz como Juan y Santiago; a Pedro le odiaba seguramente; a Juan le miraba con desprecio; la Magdalena le parecía una ilusa, y después de la escena en casa de Simón, debió sentir hacia ella una repugnancia invencible. Ella había sido la ocasión de que le humillase el Maestro, y ya antes le había hecho una verdadera ofensa al malgastar un dinero que debiera haber pasado por sus manos. Esto no fue más que un incidente que acabó de decidirle a separarse de aquella turba de desgraciados, sacando a la vez un provecho de su separación.

Que en todo esto hay mucho de verdad no parece que pueda negarse. El texto de Juan que llama a Judas ladrón y que afirma que como tenía la bolsa se llevaba lo que en ella echaban (Jn 12, 6) no puede ignorarse ni atribuirse, sin ninguna prueba, como hace Renan, a un supuesto odio de Juan hacia Judas. Tampoco parece que la venta por treinta monedas pueda interpretarse, sin ningún argumento serio, como algo puramente simbólico. Una fuente no puede descalificarse sin más y, en todo caso, una fuente vale más que cien hipótesis. Por otro lado, no hay que quitar importancia a un vicio como la avaricia capaz de empujar a los gestos más sórdidos. Ni es tampoco muy coherente que en un siglo como el nuestro, habituado a poner lo económico por encima de todos los demás valores, se desprecie, en el caso de Judas, la posibilidad de la traición por razones de dinero.

Sin embargo, parece claro que el misterio de Judas va más allá que un simple problema de avaricia. Si el discípulo que le vendió hubiera seguido a Cristo sólo por razones económicas, no se entiende cómo no buscó una compañía más rentable que el pobre grupo de desarrapados que era, en definitiva, el que seguía a Jesús. Y, a poca inteligencia que Judas hubiera tenido, se hubiera dado cuenta, antes de un mes, de que, siguiendo a Jesús, pocas esperanzas económicas podía tener. Sus sisas de la bolsa no hubieran contentado a ningún avaro. Pudieron ser un vicio más en un alma pequeña, pero no el vicio central de un alma grande, aunque se tratara de una grandeza torcida.

Tampoco se entiende que un verdadero avaro hubiera pedido por Cristo un precio tan pequeño. Los treinta siclos de plata no eran ciertamente esa propina que dicen muchos comentaristas. Treinta siclos era lo que Judas hubiera ganado trabajando ciento veinte días en las viñas o en el pastoreo, ya que el salario normal que entonces se pagaba y del que nos hablan repetidamente las parábolas era un cuarto de siclo de plata al día. Pero, aun siendo esta cantidad bastante grande en una economía miserable como era la de Palestina entonces (la renta media por cabeza se ha calculado en 62 dólares actuales al año), tampoco puede decirse que se tratara de una cantidad sustanciosa que compensara de algún modo la traición a un amigo.

En tercer lugar, es dificil que un avaro, aun arrepintiéndose, tire de esa manera el dinero recibido. Siempre hubiera encontrado disculpas como invertirlo en el entierro de Cristo o en ayuda de sus compañeros apóstoles. La psicología del avaro puro es más retorcida que la de alguien para quien la avaricia es sólo una parte de su corazón.

Parece, por todo ello, que no se equivocan quienes estiman que, junto a la avaricia, tuvo que haber otros factores de corrupción en el alma de Judas para conducirle a tan trágico desenlace.

Pero al determinar cuáles fueran esos motivos, se disparan ya las imaginaciones y surgen tantas teorías como autores escriben sobre el tema. Pasaremos, al menos, una rápida revista a las más significativas aparecidas en las últimas décadas.


Un amor que se convirtió en odio

Son muchos los autores que estiman que en el fondo de Judas hubo un amor, un tremendo amor hacia Cristo, pero un amor desviado que terminó por convertirse en odio.

Un autor tan poco dado a imaginaciones como Ricciotti apunta esta solución:

Judas fue, ciertamente, codicioso, pero, además, era alguna otra cosa. Existían en él, al menos, dos amores: uno el del oro, que le impulsó a traicionar a Jesús, mas junto a ese amor, había otro, acaso más fuerte, porque, ya cumplida la traición, prevaleció sobre el amor del oro, impeliéndole a restituir la ganancia, a renegar de toda la traición, a dolerse por la víctima y a matarse de desesperación al fin. ¿Cuál era el objeto de este amor en conflicto con el amor al oro? Por mucho que reflexionemos, no le hallamos otro objeto posible sino Jesús. Ahora bien: si amaba a Jesús ¿por qué le traiciono? Sin duda porque su amor era grande, pero no indiscutible, no el amor generoso, luminoso y confiado de un Pedro o de un Juan, sino que contenía un algo de fumoso y oscuro. En qué consistiera ese elemento oscuro, lo desconocemos y probablemente será siempre para nosotros el misterio de la suma iniquidad.

La clave de este amor que un día se convirtió en odio la encuentra Cabodevilla en los celos, unos celos posesivos, casi femeninos, que, efectivamente, parecen encajar tanto con la reacción de Judas ante la actuación de María Magdalena como con la decisión absurda de entregar a su amigo:

¿Nos atreveremos a suponer que su odio a Jesús de Nazaret fue mayor que su amor al dinero? Quien haya conocido la ferocidad de una pasión exclusiva, esa peculiar vehemencia del amor, tan próximo al odio, no desestimará la explicación de los celos como un posible camino de acercamiento al misterio de Judas. ¿Tal vez no pudo aguantar que el Señor se defraudara al conocer sus pequeñas infidelidades iniciales? ¿Tal vez no tuvo fuerzas para admitir que Pedro fuese elegido jefe y cabeza, que Juan gozara de una intimidad que él había apetecido locamente? No es imposible que el amor de Judas por Cristo poseyera esa insensata violencia, esa vocación al descarrío que constituye, en todo amor, el espíritu de propiedad. Amó, sin duda, a Jesús, pero quizá no supo tolerar el tener que compartirlo; lo quería para él solo. Lo amó, pero no soportó el ser amado por él menos que otros. ¿No fue precisamente de este linaje el pecado de Caín? Caín llevó a mal que las ofrendas de su hermano encontrasen mejor acogida a los ojos de Yahvé, y desde entonces «se enfureció y andaba cabizbajo» (Gén 4, 5). Y no son pocos los teólogos que hacen consistir también el pecado de Lucifer en un orgulloso extravío del amor: se rebeló frenético ante la sola idea de que el hombre fuese más amado que él. Y Juan y Lucas hacen intervenir al demonio activamente en los propósitos de la traición.

La hipótesis de un amor exasperado por los celos, por un afán de exclusividad posesiva, no carece de interés ni de hondura psicológica. Efectivamente, en todo gran odio, en casi toda traición, existe alguna forma de amor decepcionado. Pero las bases bíblicas no son muchas. Hay ciertamente en Judas un cierto histrionismo exhibicionista y su actuación en la casa del fariseo parece un estallido de celos. Pero las bases no son mayores. Y mucho menos lo son aún para pintar en Judas —como hace Binet— un homosexual decepcionado. La hipótesis no tiene la menor cabida en el clima de los evangelios y nos conduce al puro terreno de la fantasía.


La santidad insoportable

Guardini, como buen conocedor del mundo espiritual, ha aportado un dato nuevo que ayudaría a entender cómo un amor puede ir gradualmente convirtiéndose en odio en un ambiente como el que Judas vivió:

Permaneciendo junto a Jesús, Judas se exponía a un peligro terrible. No es fácil soportar una vida santa, cuyos pensamientos, juicios y acciones están firmemente enraizados y orientados hacia Dios. Es insensato creer que es sencillamente agradable vivir cerca de un santo, incluso del Hijo de Dios, e imaginarse que por este solo hecho no nos quede más remedio que ser buenos. ¡Puede llegarse a ser un demonio! El mismo Señor nos lo dice: «Respondióles Jesús: ¿No he elegido yo a los doce? Y uno de vosotros es un diablo» (Jn 6, 70). Judas no lo fue desde un principio, como cree el pueblo; fue volviéndose malo y precisamente en la proximidad del Salvador. Sí, digámoslo serenamente, junto al Salvador, porque «éste puesto está para caída y levantamiento de muchos»(Lc 2, 34). Después del incidente de Cafarnaún, la situación debió de ser del todo insostenible para Judas, sobre todo por el hecho de tener siempre ante los ojos a esa figura, sentir a cada instante su pureza sobrehumana, comprobar incesantemente —y eso era lo más doloroso-- esta disposición de víctima, esta voluntad de sacrificarse por los hombres. Sólo quien amara a Jesús era capaz de soportar todo esto. Ya es muy dificil soportar — mejor diríamos perdonar la grandeza de un hombre cuando se es pequeño. Pero ¿y cuando se trata de grandeza religiosa, de grandeza divina, de sacrificio, de la grandeza del Redentor? Si no hay una fe inmensa y un amor perfecto que nos induzca a aceptar a este santo excelso como norma y punto de partida, su presencia ha de envenenar forzosamente el alma. Fórmase entonces, en el corazón de un hombre tal, una irritación sorda y malévola; se rebela contra la grandeza patética de este santo; critica cada vez más frecuentemente, acerva y hostilmente, sus palabras y obras, hasta llegar al punto culminante en que ya no se es capaz de soportar al santo ni ver sus gestos, ni oír su voz. Este fue el momento en que Judas se convirtió en aliado natural de los enemigos del Maestro. Precisamente el odio de esta excelsitud intolerable hizo aflorar su maldad a la superficie.

La experiencia nos dice que, efectivamente, junto a todo hombre grande ha existido un pequeño envidioso agazapado, y al lado de todo santo han existido personas que se sentían aguijoneadas por esa santidad hasta la exasperación. La santidad es molesta, insoportable para los mediocres y la suprema santidad tuvo que ser, para un alma pequeña, supremamente insoportable.

Probablemente nos hemos fabricado una visión falsa de lo que tuvo que ser la vida de los apóstoles junto a Jesús. Cierto que él era la más alta comprensión, pero también la máxima exigencia. Obligaba a tener el alma en carne viva; estar a su orilla tenía que ser como vivir al borde de un desfiladero. Pero el hombre ama la mediocridad, gusta de vivir entredormido, con descansillos, viviendo a trozos despierto y a trozos dejándose llevar por la vulgaridad. Porque el hombre es vulgar. Ama vivir a medias verdades, engañarse a sí mismo, convencerse de una propia genialidad que sabe que no posee.

En Jesús, en cambio, todo era plenitud de vida; se dedicaba a vivir. Y amaba esa verdad desnuda que a nosotros, si somos sinceros, nos aterra.

Una vida así tenía que deslumbrar a los que le rodeaban. Tenía que ser para ellos tan dura como la proximidad del sol. Y ya sabemos que los hombres aman al sol en la medida en que está lo suficientemente lejos para gustar su calorcillo y huir su quemadura. Un sol dentro de casa nos pulverizaría.

Efectivamente mucho amor necesitaron los apóstoles para poder vivir junto a un Dios en persona. Y Judas no tenía ese amor.


Un fariseo de corazón

Otros intérpretes prefieron buscar la clave del problema en unas supuestas tendencias farisaicas clavadas en el fondo del corazón de Judas. Basan esta teoría en la afirmación de que Judas era el único no galileo dentro del grupo apostólico. En realidad río sabemos de dónde era natural Judas. La única pista nos la da el apellido que había recibido de su padre: Iscariote. Durante muchos siglos se ha traducido este apodo como Ish Keriot, el hombre de Keriot, un pueblo que algunos geógrafos colocan cercan de Silo y otros cerca de Hesrom, en Judea. Los científicos discuten hoy seriamente esta etimología y los más prefieren derivar esa palabra —como luego veremos de «sicario», viendo así en la familia de Judas un grupo de zelotas.

Si realmente Judas hubiera sido el único apóstol proveniente de Judea, tendríamos una importante pista psicológica para entender su distancia espiritual respecto a los demás apóstoles. Es sabido cómo los judíos despreciaban a los galileos, cómo les consideraban religiosamente impuros y heréticos, cómo les separaban sus dialectos que, hablados un poco deprisa, resultaban difíciles de entender para quienes no eran de la región. Así lo valora Ralph Gorman:

Si Judas era de Judea y participaba de la antipatía de los judíos hacia los galileos, tuvo que ser dificil para él llegar a intimar con los otros apóstoles. Es evidente, por sus disputas sobre precedencias, que no estaban libres de ambición personal. En el caso de Judas, el sentimiento de frustración, al no obtener la preferencia, se habría aumentado por el sentimiento de su superioridad sobre sus compañeros. Pudo, incluso, llegar a sentir que el reino predicado por Cristo era esencialmente un movimiento galileo, y, como tal, una rebelión de clase contra la suprema autoridad espiritual de Jerusalén.

Ecos de esta lucha regionalista los percibimos en muchas páginas evangélicas. Juan llama «los judíos», sin más, a los fariseos enemigos de Cristo. Y en la pasión, el simple hecho de ser galileo es un motivo para que los criados del pretorio sospechen de Pedro.

Si Judas era de Judea tuvo que sentirse mucho más cerca religiosamente de los fariseos que los demás apóstoles. Y en algunos de sus gestos hay rastros evidentemente fariseos. En esa hipótesis no resulta inverosímil pensar que Judas, si hablaba el dialecto judío, sirviera de medio intérprete o de hombre de enlace cuando Jesús estaba en Jerusalén. Pudo tener, por ello, algunos amigos en el mundo de los sacerdotes con quienes habría más tarde de convenir la traición.

Algún otro comentarista ha subrayado el impacto que tuvo que hacer en Judas, siempre sobre la hipótesis de que fuera de Judea, la postura de Jesús ante el tema del templo. Jean Francois Six escribe, por ejemplo:

La predicción de la destrucción del templo, hecha únicamente a los apóstoles, le habría herido muy especialmente; sin duda la toma al pie de la letra y quiere, como buen hijo de la sinagoga, entrar en contacto con las autoridades religiosas para discutir este asunto; éstas le recuerdan entonces la obligación impuesta a todo buen judío de obedecer las órdenes de entregarlo. El suicidio explicaría la tensión en que Judas tuvo que encontrarse: ¿Cómo ser a la vez fiel a la ley y a Jesús? Las últimas actitudes de Jesús no pudieron por menos de provocar en los doce un auténtico y profundo enfrentamiento interior entre lo que decía Jesús y lo que ellos habían aprendido sobre la veneración debida al templo.

También aquí hay datos que nos obligan a meditar. Solemos pensar que para los apóstoles fue fácil aceptar todo lo que Jesús les decía. Pero no debió de ser tan sencillo. Eran hombres buenos, piadosos, religiosos, seriamente educados en la ley. A ella habían dedicado los veinte o treinta primeros años de su vida. Los sacerdotes de Israel eran, para ellos, los verdaderos representantes de Dios; los fariseos eran sus auténticos maestros. Por mucho que Jesús les deslumbrase, no pudo borrarse tan fácilmente todo lo anterior. En muchos momentos debieron, incluso, de preguntarse quién de los dos tenía razón.

Si Judas era de Judea, toda esta problemática tuvo que presentarse en él con fuerza redoblada. No es, incluso, inverosímil que mantuviera un doble juego y que su corazón estuviera a media distancia entre Jesús y los fariseos, tirado por la ley y por el mensaje de Cristo como por dos caballos encontrados. Judas, que pudo comenzar a seguir a Jesús por ver en él un verdadero restaurador de la pureza de la fe, podría haber llegado un día a comprender que lo que realmente predicaba era otra fe distinta, que suponía la ruina total de la fe tradicional de los judíos. Por ello le habría entregado, para eliminar a un enemigo de su pueblo y de sus tradiciones religiosas.


La hipótesis zelota

La teoría de gran moda es la hipótesis zelota. Las últimas décadas han descubierto y creo que acertadamente que el contexto político de la vida de Jesús fue más tenso de lo que se solía imaginar. Hubo en torno a él un movimiento de fuerzas en el que inevitablemente se vio envuelto o con el que se vio confundido. Su origen galileo, los planteamientos revolucionarios de muchos aspectos de su predicación, hicieron sin duda que muchos vieran a Jesús como uno de tantos cabecillas que por aquella época se levantaban contra el invasor romano. Y no es inverosímil que por esta razón le siguieran inicialmente muchos de sus discípulos.

Entre ellos había varios que, como ya hemos dicho en otro lugar, provenían del campo zelota. Simón el cananeo es un ejemplo claro, pues la palabra «cananeo» es la trascripción griega de la aramea zelota. Probablemente el apodo «hijos del trueno» que se da a Santiago y Juan era un apodo de guerra. Hoy son muchos los científicos que traducen el «Barjona», aplicado a Pedro, como «el terrorista». Y la palabra «Iscariote» es hoy interpretada, no como relacionada con Keriot, sino con «sicario». Y sicarios eran los más radicales entre los zelotas, llamados así porque sabían manejar hábilmente la «sica», pequeño puñal curvo que llevaban muchos judíos habitualmente escondido bajo la túnica. El mismo nombre de Judas, que tenía en Israel tanta tradición belicosa, pudo ser puesto al muchacho por una familia revolucionaria.

¿Podemos deducir de todo esto que Judas fuera un zelota que se enroló en las filas de Jesús viendo en él un cabecilla revolucionario y que un día se decepcionó al ver que la revolución de Jesús no era la que él soñaba? Hay algunos datos para apoyar esta suposición. Pero no muchos. A pesar de lo cual es esta la opinión más difundida hoy entre los especialistas.

He aquí, por ejemplo, cómo la expone Bruckberger:

Judas era de este mundo, terriblemente. Sabía que la grandeza en este mundo nace de la fuerza, «último argumento de los reyes». Los fantásticos milagros de Jesús le habían entusiasmado, admiraba el despliegue de ese poder que se extendía hasta sobre la muerte. Había discernido ahí, con razón, un instrumento de revolución y dominación políticas, infalible e irresistible, capaz en todo momento de inclinar la balanza a favor de Jesús. ¿Qué hubiera hecho Lenin si„además de su genio revolucionario, hubiera tenido el don de hacer milagros? Judas quizá tenía el genio revolucionario de Lenin y Jesús el don de los milagros: entre los dos, poseerían el mundo. «Venceremos porque somos los más fuertes», es la ley de la guerra humana, es la ley de Judas. Sobre todo después de la resurrección de Lázaro, milagro deslumbrante que había sembrado la consternación en el bando enemigo, Judas había sentido la victoria al alcance de la mano: ¿Por qué no extender la mano y cerrarla sobre ese fruto fabuloso que sueñan los conquistadores? Judas no iba más allá, soñaba con el imperio del mundo para Jesús. Los que conocen las leyes de este mundo, saben que no es el amor sobre lo que se fundan los imperios. Judas había llegado por eso a odiar el amor.

Pero por el amor y sólo por el amor es por lo que reina Jesús. El imperio del mundo no es que esté por encima de sus fuerzas, en absoluto; está por debajo de sus ambiciones. Judas no sale de su asombro; cree soñar. Tener al alcance de la mano el imperio del mundo y no quererlo, es demasiado estúpido. A partir de este momento, en que Judas comprendió por fin, empezó sin duda a odiar a Jesús, y a María Magdalena, que le pareció la cómplice más p2.igrosa de esa ambición de amor. Para el realismo político la ambición de amor, la ambición sobrenatural traída a este mundo por Jesús, es un sueño vano, y, por tanto, despreciable. Pero para Jesús, el realismo político es una empresa igual de vana y aún más despreciable.

En el fondo, Judas era del mismo mundo que los adversarios de Jesús; era, como ellos, un realista político. Pero, mientras los adversarios de Jesús temían y respetaban la fuerza romana, Judas, por su parte, pensaba que Jesús, con su poder taumatúrgico, podía barrerlo todo, incluida Roma con sus legiones. No se engañaba. Pero no pudo imaginarse que alguien dispusiera de tal poder sin usarlo para barrer, efectivamente, a Roma y a sus espantosos colaboradores. Cuando Judas traicionó y pasó al otro campo, no hizo más que unirse a los suyos.

No cabe duda de que la hipótesis es sugestiva y que explicaría con bastante coherencia la traición de Judas. La enorme decepción de alguien que se ha embarcado en una tarea de la que espera la liberación política de su pueblo y que luego descubre que está luchando a favor de otra liberación que no comprende y que nada significa para él, pudo muy bien empujar a una sensación de fracaso y amargura que condujeran a la traición de ese líder que, desde su punto de vista, le había previamente traicionado a él. Pero la hipótesis carece de todo otro apoyo histórico y no pasa de ser una suposición coherente.


La hipótesis del pánico

Una nueva corriente vería la raíz de la traición en algo tan elemental como es el miedo. Evidentemente es el terror uno de los más negros consejeros del hombre y puede conducirle a cosas que hubieran resultado absolutamente inverosímiles en una persona serena. El hombre acorralado se convierte en un animal que, por salvar su pellejo, sería capaz de vender a su propio padre. Ante el miedo desaparece no sólo la razón, sino cualquier tipo de sentimiento. Y la historia está llena de dramáticos ejemplos.

Algo de esto habría ocurrido a Judas. He aquí como describe Papini esta posibilidad:

Judas había creído firmemente en Jesús, pero ya no creía en él. Ante sus palabras acerca del fin próximo, ante la amenazadora hostilidad de la metrópoli, ante el retraso de la manifestación victoriosa, había acabado por perder toda fe en aquel a quien hasta entonces había seguido. No veía acercarse el reino y sí venir la muerte. Tal vez, husmeando entre el pueblo, había oído algo de lo que la pandilla tramaba, y temía que el sanedrín no se contentase con una sola víctima y condenase a cuantos desde tiempo atrás andaban con Jesús. Vencido por el miedo —que habría sido la forma adoptada por Satanás para apoderarse de él— pensó adelantarse, y así salvar la vida por medio de la traición. La incredulidad y la cobardía habrían sido, pues, los móviles ignominiosos de la ignominia.


En el mundo de la fantasía y de la heterodoxia

Naturalmente no ha concluido aún la cadena de hipótesis surgidas en torno a la figura de Judas. Hasta aquí hemos recogido aquellas que podríamos llamar «ortodoxas», aquellas que se limitan a aplicar los datos de la psicología a los pocos apuntes que nos ofrecen los evangelios. En rigor, cualquiera de ellas pudo responder a la verdad y podríamos aceptar cualquiera siempre que se presente humildemente y no como un reflejo de lo que ocurrió, sino de lo que pudo suceder en el alma de Judas. Es, incluso, posible que varios de estos factores se juntasen, pues, normalmente, toda acción humana tiene al mismo tiempo muchas raíces: el amor que se ha convertido en odio, el fracaso de las esperanzas políticas, lo insoportable que el grande es para el mediocre, unos brutales celos posesivos, todo esto pudo convivir en el alma de Judas y el pánico ser la chispa que prendió todo lo que esas varias formas de resentimiento habían acumulado.

Pero junto a estas explicaciones han surgido otras que, o provienen simplemente de la fantasía o contradicen abiertamente el mensaje de la redención. Citaremos al menos brevemente algunas de las más significativas, surgidas todas éstas más en el campo de la literatura que en el de la investigación.


Los apócrifos

La tarea imaginativa en torno a la figura de Judas se inició ya en los primeros siglos de la era cristiana. Gentes de buena voluntad, insatisfechas por la parquedad de las narraciones evangélicas, pensaron suplir con la imaginación lo que los textos sagrados no decían. Surgieron así los evangelios apócrifos. En ellos encontramos curiosas alusiones a Judas.

En el llamado Evangelio de los doce apóstoles el antifeminismo de la época comienza a volcar la culpa de la traición de Judas en una inventada esposa avarienta. Según los fragmentos que se conservan de este curioso texto, la mujer de Judas ponía en ridículo a su marido cuando éste no le traía el fruto de sus sisas de la bolsa común y habría sido a causa de la insaciabilidad y perfidia de esa mujer, por lo que Judas, invitado por ella, habría vendido a Cristo. Que Judas estuviera casado es verosímil: lo estaban bastantes de los apóstoles. Pero quién y cómo pudiera ser esa esposa sólo puede atestiguarlo la fantasía. Y en recientes novelas y piezas teatrales se han tejido en torno a ella no pocas historias.

Otro evangelio apócrifo copto, el llamado Evangelio de Bartolomé, nos describe minuciosamente la bajada de Judas a los infiernos, infierno que encuentra vacío porque Cristo ha rescatado de la cautividad a todos los muertos. Excepto a tres: las voces de Herodes, Judas y Caín resuenan en medio de la turbación en el lugar del terror y del gusano.

El llamado Evangelio árabe de la infancia busca explicaciones a la traición en la infancia de Judas. Allí se nos presenta a un Judas niño endemoniado que, bajo la rabia de Satanás que le posee, muerde a Jesús, también niño, en el mismo lugar del costado donde un día recibiría la lanzada. Estamos en el mundo de la imaginación.

Curiosa es la versión de la llamada Declaración de José de Arimatea, que, en alguna de sus páginas, se parece a esos textos apócrifos que hoy hacen circular los movimientos integristas. Según este viejo texto Judas era sobrino de Caifás y sólo por instigación de los judíos y para coger a Cristo en mentira, siguió a éste durante tres años. Como precio a su infiltración entre los apóstoles habría recibido un didracma de oro diario. Para mayor fantasía se nos cuenta que, cuando Dimas, el buen ladrón, robó del templo los libros de la ley y cuando la turba estaba a punto de matar a la guardadora de este tesoro, la hija de Caifás, Judas habría convenido con los sacerdotes imputar a Cristo ese robo, razón por la que el pueblo se habría vuelto contra Jesús a la hora del juicio. Ni como novela es bueno.


Las fantasías modernas

Esta labor de fantasía ha seguido hasta nuestros tiempos, aunque ahora con mayor complejidad psicológica.

Típica de nuestro siglo es la novela que Leónidas Andreiev dedica al apóstol traidor. Para el escritor ruso, la clave del problema está en la deformidad física de Judas: cheposo, feo, repugnante, se habría defendido con las armas de todo marginado. Su timidez se habría convertido en cinismo, en odio hacia sí mismo y hacia cuantos le rodean. Sus desplantes, sus blasfemias, ocultan algo tierno y desvalido: la tristeza de un pobre ser que nunca fue amado. Jesús le habría acogido entre los suyos por piedad. Con ese espíritu de serena contradicción que le impulsaba irresistiblemente hacia los réprobos y los malditos, no titubeó un momento en acoger a Judas y le puso entre los elegidos. Pero éste, acostumbrado a ser despreciado, habría mordido la única mano sincera que se le tendía. El argumento, típico de la psiquiatría moderna, poco tiene que ver con la realidad histórica.

La obra probablemente más elaborada y densa escrita sobre el personaje es la de Lanza del Vasto, que ha realizado una larga y dramática meditación sobre el mal. El Judas de Lanza es, ante todo, un sofista de inteligencia gélida que choca con un Jesús que nada tiene que ver con el intelectualismo, Este Judas es un histrión sádico que goza oponiéndose a todo. Es capaz de defender y probar una afirmación, e, inmediatamente, defender y demostrar la contraria. Siente el placer de la maldad y del sufrimiento. Es la misma inteligencia sin amor. Se siente superior a los demás apóstoles porque es mucho más culto que ellos. Es, incluso, mucho más lógico e «inteligente» que Cristo, a quien él cree un hombre cegado por su propia bondad. Por eso le venderá, para salvar la propia obra de Jesús, que el Maestro está manchando por no ser suficientemente enérgico. Cuando Judas traiciona es un farsante que contempla con gozo su propia traición. Sólo la muerte de Jesús le sacará de ese frío tinglado en el que él mismo se ha encerrado.

La obra de Lanza, que cuenta con muchas profundas intuiciones, se pierde en su propia complejidad y pinta un monstruo que tiene mucho más que ver con los tipos de laboratorio de la literatura contemporánea que con las pasiones duras y tajantes que los evangelios testimonian.


Entre la piedad y la exaltación

En la tradición cristiana, junto al odio brutal a Judas, el rechazo y la quema de su pelele, han existido también corrientes de piedad hacia él. Típico es el caso de Georges Bernanos a quien, ya en su infancia, angustiaba la suerte desgraciada de Judas. No podía aceptar que quien tan cerca había estado del amor de Cristo, se hubiera condenado para siempre. Y, con sus pequeños ahorros infantiles, hacía decir misas por Judas, misas que, para que el sacerdote no se las rechazase, encargaba diciendo que eran «por un alma en pena». Pensaba que, en todo caso, como decía santo Domingo, la caridad debía extenderse hasta los condenados del infierno.

Pero, junto a esta limpia piedad, han existido los afanes de exaltación. Planteamientos románticos, que llegan hasta nuestros días, han tendido a una mitificación de Judas contraria a la que le convertía en un puro monstruo de maldad. El «héroe» Judas está de moda, como está de moda la exaltación de todo rebelde.

Esta moda, por lo demás, no es tan moderna. Ya en el siglo II un grupo de herejes gnósticos, llamados los cainitas, buscaron la exaltación de todos los reprobados por la Escritura: Caín y Judas entre ellos. Y de esa época es un apócrifo, del que existen testimonios, pero que no se conserva, llamado Evangelio de Judas que desarrolla una teoría que hoy, veinte siglos después, tiene mucho éxito. Según ese texto, Judas, habiendo descubierto que Jesús debía morir a traición, habría aceptado, con gran tristeza y con valor de mártir, ese negro papel que alguien tenía que realizar para que todo se cumpliese. Judas habría sido así un instrumento necesario para la redención, por lo que más que reprobación merecería culto como héroe y mártir.

Rastros de este planteamiento encontraremos en muchas obras literarias de nuestro siglo. Frieberger, en una novela mediocre titulada Simón Pedro, pescador, avanzó una idea repetida hoy por muchos: Judas, en realidad, no habría querido traicionar a Cristo. Simplemente, al verlo vacilante e indeciso, le empujó a una situación límite en la que no tuviera más remedio que usar de todo su poder. Judas estaba seguro de que Cristo haría un gran milagro y escaparía de la muerte. Al morir Jesús, se habría dado cuenta de su error y se había ahorcado.

En línea parecida René Schowb en sus «Cinco misterios en forma de retablo» nos pinta a un Judas que no acaba de saber si Cristo es Dios o un farsante. Por ello le empuja a la muerte para poder saber de una vez a qué atenernos.

En el «Barrabás» de Michel de Ghelderode nos encontramos a un Judas que es empujado a la traición: ¿Ese beso que te dí? —dice— No sabía lo que estaba haciendo. Una fuerza oscura hizo que te lo diera. ¿Qué voluntad secreta y más fuerte que la mía me obligó a actuar? ¿No he desempeñado el papel a que se me destinaba? He cumplido mi espantoso deber. Y un planteamiento parecido encontramos en el «Judas» de Marcel Pagnol.

Aún es más complejo el Judas trazado por Puget y Bost. En su obra teatral «Un tal Judas» es este apóstol el único que entiende a Cristo, el único que en verdad no le traiciona. Partiendo de una visión absolutamente negativa de la humanidad, este Judas piensa que tiene que ayudar a Jesús, tiene que explicarle que, en su mezcla de Dios y hombre, dejó que hubiera demasiado de hombre. La condición humana lo pudre todo. Lo pudre hasta a él. Por eso lo vende. Para salvarle. Para obligarle a un acto realmente divino como la resurrección.


La sencillez evangélica

El juego de la imaginación podría seguir hasta la eternidad y cada obra nos ofrecería un Judas contrario al anterior. Tendremos, pues, que volver a los simples datos evangélicos que nos dan mucha más verdad que todos los sueños. E incluso materiales dramáticos más sólidos.

El primer gran misterio de Judas es el de su vocación. Nada sabemos de su prehistoria y no es necesario inventarnos todas las azarosas vidas anteriores que imaginan los literatos. Todo hace pensar que llegó a Jesús como llegaron los demás: hombres ansiosos de verdad, que aspiraban a un mesianismo temporal como el que, por lo demás, soñaban todos sus contemporáneos. Tal vez había sido antes discípulo del Bautista. Quizá se dedicaba, como los zebedeos, a la pesca o a cualquier otro oficio manual.

Llegó a Jesús, como los demás, con sus defectos. Los tenía Pedro, que era violento, precipitado, fácil de influir, inconstante. Los tenía Juan, que era apasionado, intransigente, duro. Los tenía Tomás, que era desconfiado, incrédulo, huidizo. Si Judas era ya entonces avaricioso, su avaricia no era más grave que la violencia de Pedro, la desconfianza de Tomás o la intransigencia de Juan. Era uno más y fue elegido con sus defectos, como los otros.

Pensar que Cristo le eligiera «para» traidor, no es coherente con el pensamiento de Jesús. El que estuviera profetizado que uno de los suyos le habría de traicionar, no implicaba en absoluto el que ese traidor hubiera de ser Judas. No se equivoca William B. Yeats cuando hace decir a Judas en su famoso poema «Calvario»:

Se decretó que Vos seríais traicionado
—eso ya lo pensé— por alguien,
mas no por mí precisamente;
no por mí, Judas, que nací tal día en tal aldea,
de tal padre y tal madre.
No estaba decretado que yo, Judas,
envuelto en mi capote viejo
iría a hablar al sumo sacerdote,
y que por el camino marcharía
glogloteando suavemente de risa,
como suelen las personas que están solas.

Judas fue, evidentemente, libre. Su avaricia o su ambición pudieron derretirse en el contacto con Jesús como Pedro frenó su corazón irreflexivo con su tremendo amor; como Juan, el fanático, supo convertir su intransigencia en una pura llama de entrega; como Tomás, el desconfiado, supo entregarse de bruces a la verdad cuando acabó de entreverla. En el corazón de Judas la avaricia y la ambición no tuvieron desgraciadamente el fuerte contrapeso de un amor desinteresado.

Jesús le había recibido con amor, como a los demás. Rezó por él, como por todos, la víspera de su elección. Como los otros once, fue llamado para que anduviesen con él y para enviarles a predicar y que tuviesen potestad de lanzar demonios (Mc 3, 14-15). Como los demás, fue escogido para sentarse en uno de los doce tronos para juzgar las doce tribus de Israel (Mt 19, 28).

Su conducta en el colegio apostólico debió de ser muy parecida a la del resto. No era ni aparecía como la oveja negra. Cuando, en la cena, Jesús anuncia que uno de los doce le hará traición, no se vuelven los ojos hacia él como si todos supieran o presintieran que Judas es el desviado. Al contrario, todos se llenan de preguntas, indagando quién puede ser ese desgraciado. Hasta ese momento nadie ha sospechado nada. Sus estallidos críticos no habían sido más notorios ni más amargos que los de los restantes.

Como los otros once, fue enviado a predicar. Y como ellos hizo milagros. Como los demás arrojó demonios. Y volvió, junto a los otros, feliz de que por sus manos hubiera obrado Dios.

En su alma había ambición, esperanzas terrenas. Pero las había gemelas en todos los del grupo. Todos discutían por los primeros puestos en la mesa, y Santiago y Juan, a pesar de estar entre los preferidos, no se quedaban cortos a la hora de pedir premios en el reino. El mismo Pedro recibió represiones mucho más duras y abiertas de las que Judas recibiera.


La crisis

Pasa un año entero después de la llamada de los apóstoles hasta que Judas vuelve a aparecer en las páginas evangélicas. Y lo hace en un episodio breve, pero tremendamente significativo. Jesús, en medio de su predicación sobre el Reino, hace una súbita declaración que, como un relámpago, ilumina todo el sombrío horizonte de su vida. Ese fulgor dejará ver también, en esa noche, la hondura en que Judas está hundiéndose.

Jesús predica en Cafarnaún. En una de tantas discusiones con los fariseos ha dicho una frase misteriosa: Yo soy el pan que ha bajado del cielo (Jn 6, 41). Los apóstoles inicialmente la han entendido como una de las metáforas que su Maestro suele usar. Pero, ante el acoso de los fariseos, Jesús precisa que no habla metafóricamente, que él es verdaderamente pan y que el que quiera salvarse tendrá que comer su carne. Ante estas afirmaciones se escandalizan primero los fariseos, y los propios discípulos de Cristo después. Duro es este lenguaje. ¿Quién puede tolerarlo? No sabemos quién dijo esta frase, pero, por lo que sigue, no sería extraño que hubiera sido el propio Judas. Porque Juan. al comentar que muchos de sus discípulos le abandonaron, apostilla: Sabía Jesús quiénes eran los que no creían y quién era el que le había de entregar (Jn 6, 65). Cómo conoció Juan estos pensamientos de Jesús, no lo sabemos. Tal vez tuvo el Maestro alguna confidencia con él. Quizá fue sólo una mirada que el discípulo que mejor le conocía supo interpretar y recordó más tarde, a la hora de escribir su evangelio.

Lo cierto es que sabemos que a estas alturas, mediada la vida pública, el abismo entre Cristo y Judas ya se había abierto. Habíanacido ya la traición en su corazón. ¿Por qué no le abandonó entonces como muchos otros? Tampoco lo sabemos. Quizá su amor era aún mayor que su repulsión a lo que Jesús acababa de decir. Quizá fue esa curiosidad, que nos atrae hacia ciertas cosas que nos repelen, lo que le mantuvo junto a Jesús para acabar de entender aquel abismo que le fascinaba. Quizá la misma respuesta de Pedro, tan tajante, le emocionó y le detuvo por el momento. Hay, sin embargo, algo de trágico en la escena. Es ésta la primera escisión que se produce entre los discípulos de Jesús. Muchos se van. Los doce comienzan a quedarse solos. Sin duda se apiñaron más en torno al Maestro, pero una sensación de fracaso quedó como un poso en las almas de todos. Y en la de Judas más que en la de ninguno.

Y cuando Cristo se volvió a preguntarles si también ellos querían irse, Pedro se sintió obligado a responder en nombre de todos: ¿A quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 70). Jesús agradeció la espontánea respuesta de Pedro. Y se sintió orgulloso de haber elegido precisamente a estos doce: ¿Por ventura —dijo— no os he elegido yo a los doce?Pero una nube turbó su optimismo. Y añadió: Sin embargo, uno de vosotros es diablo (Jn 6, 71). La frase debió de turbar a todos. ¿A quién se refería? Probablemente, como en la última cena, comenzaron todos a hacer protestas de amor y de fidelidad. Seguramente el mismo Judas las hizo también. Ni él era plenamente consciente de los caminos torcidos que estaba tomando ya su alma. Tal vez al hacer alardes, como los demás, de fidelidad, no era aún enteramente hipócrita. Pero allá, en su fondo, presentía el muro que se levantaba entre él y su Maestro.


El vaso de perfume

Nuevamente desciende un velo sobre Judas. Pasará un año entero sin que los evangelios vuelvan a hablarnos de él. Un tiempo que fue, sin duda, decisivo. El mal, como un cáncer, creció dentro de él con todas sus ramificaciones. Cuando volvamos a encontrárnosle todo estará ya dispuesto para la traición. Sólo faltará una chispa diminuta que desencadene la tragedia.

La escena ocurre en Betania, en vísperas de la pascua, sólo seis días antes de la muerte de Cristo. Jesús debió de recibir aquel día una acogida triunfal en la pequeña aldea. Estaba aún reciente la resurrección de Lázaro y eran muchos los que, atraídos por la curiosidad, subían desde Jerusalén para ver al resucitado.

Precisamente en honor de Lázaro se celebraba un importante banquete en casa de otro ilustre fariseo, conocido como Simón el leproso, que quizá era otro de los favorecidos con un milagro de Cristo. Marta, la hermana de Lázaro, dirigía el servicio. Y María, que quizá no encontró otra manera mejor de agradecer a Jesús el favor que poco antes habían recibido, se arrojó a los pies del Maestro, como antaño había hecho otra pecadora (o tal vez ella misma). Llevaba en las manos uno de esos vasos de alabastro de cuello alargado en los que los antiguos solían guardar los perfumes. En el frasco había --el evangelista lo señala con toda precisión-- una libra de perfume de nardo auténtico de gran valor. Asombra el detallismo del narrador: era sabido entre los antiguos, y Plinio lo precisa, que el perfume de nardo era muy frecuentemente adulterado y que, en cambio, el auténtico se vendía a precios realmente astronómicos. Judas, experto en economía, lo sabía bien. De ahí su escándalo: ¿Por qué este derroche? Ese ungüento se podía vender en más de trescientos denarios y darlo a los pobres. Era una cantidad verdaderamente alta. Superior a la paga de un trabajador en todo un año; suficiente, según la estimación de Felipe en otra ocasión, para dar de comer a cinco mil personas (Jn 6, 7).

Y Judas no se quedó solo en su escándalo: otros apóstoles y varios fariseos se unieron a sus protestas. Pero en los demás apóstoles estas protestas eran sinceras, aunque equivocadas. En Judas, puntualiza, casi con crueldad, Juan, eran insinceras: Dijo esto, no porque le importaran los pobres, sino porque era ladrón y teniendo la caja se llevaba de lo que había en ella (Jn 12, 6). La frase del evangelista es dura y demuestra que ya entonces sentía una evidente hostilidad hacia Judas, pero no puede descalificarse sin más como un invento nacido de esa hostilidad. Tanto más cuanto que otros dos evangelistas (Mt 26, 6-13 y Mc 14, 3-9) aunque no señalan con el dedo a Judas, recogen la escena idéntica en casi todos sus detalles.

La respuesta de Jesús fue dura también:

¿Por qué molestáis a esta mujer? Ha hecho una buena obra conmigo, porque a los pobres los tendréis siempre entre vosotros, pero a mí no me tendréis siempre, y, al derramar ella este perfume sobre mi cuerpo, se ha adelantado a perfumarlo para la sepultura. En verdad os digo que dondequiera que se predique este evangelio, se contará también lo que ella ha hecho para elogio suyo (Mt 26, 10-13; Mc 14, 6-10).

La respuesta de Cristo debió de herir a Judas como un latigazo: le lastimó el elogio a aquella mujer hacia la que sentía viva antipatía; le molestó esa alusión a la muerte que debió parecerle un victimalismo sentimental; le pareció petulante esa alusión a un elogio eterno a ese gesto que a él le resultaba lastimoso; le humilló esta regañina en público.

Era la chispa. Todos sus rencores, todas sus incomprensiones salieron a flote. Y su rencor no debió de pasar inadvertido a losmuchos fariseos que estaban presentes. Al oír a Judas, se dieron cuenta de que dentro del mismo grupo de Jesús había quienes no estaban de acuerdo con él. No es inverosímil pensar que alguno susurró al oído de Judas la posibilidad de colaborar con ellos en el plan que ya tenían preparado: eliminar a Jesús y a Lázaro, por culpa del cual muchos creían en aquel impostor (Jn 12, 10-11). Probablemente, de momento, a Judas la propuesta le pareció absurda. Quizá, incluso, replicó airadamente a quienes se la sugirieron. ¿Qué se habían creído? El era fiel a su Maestro, él no estaba hecho de madera de traidor. Pero la idea comenzó a perturbar su sueño. Giró en su cabeza durante cuatro días suscitando en él sentimientos encontrados.


Todos los traidores

¿Fue Judas el único que se sintió atraído por la traición? Es Guardini quien formula esta inquietante pregunta. Porque tal vez todos usamos el nombre de Judas como coartada. Nos viene bien un chivo expiatorio en quien cargar todos nuestros fallos. La verdad es que, ya en aquel tiempo, fueron todos los apóstoles los que no comprendieron a Jesús. De un modo u otro todos le traicionaron, al menos abandonándole. Quizá todos sintieron deseos de hacer lo que Judas hizo. Todos al menos tuvieron miedo. Pero Judas tenía el corazón mucho más herido para resistir la tentación.

Lo que pasó en su alma durante aquellos cuatro días seguirá siendo un misterio para nosotros. Podremos buscar mil explicaciones. Pero la incógnita seguirá abierta, como abierto está el abismo del mal. Sólo rebuscando dentro de nosotros mismos podremos entender el drama y la vileza de Judas. Porque en realidad como prosigue Guardini ¿no hay en nuestras vidas muchos días en que abandonamos nuestra mejor verdad, nuestro sentimiento más sagrado, nuestro deber, nuestro amor, por una vanidad, una sensualidad, un provecho, una seguridad, un odio, una venganza? ¿Es eso más que treinta monedas de plata? No tenemos por qué hablar del «traidor», acaso incluso con voz indignada, como de algo lejano y extraño. Judas nos revela a nosotros mismos.

Sí, la traición de Judas no fue de estirpe distinta de las nuestras. Todos esos afanes por presentar su traición como una maraña de complejidades, todos esos esfuerzos por verle como un monstruo, no son otra cosa que intentos de engañarnos a nosotros mismos diciéndonos que nosotros no somos como él. Pero, en realidad, lo que ocurrió en el alma de Judas entre aquel sábado y aquel miércoles —la monstruosidad de decidir vender a su Maestro— fue exactamente lo mismo que pasa en cualquier alma de las nuestras la víspera de pecar.

Sí, cada uno de nosotros ha contribuido a esa traición. Todos hemos participado en la tarea de reunir aquellas treinta monedas en las que Judas empezaba a soñar. Judas y Caifás fueron simplemente nuestros representantes.