2 La conspiración

En el capítulo anterior hemos escrito que la muerte de Jesús no fue simplemente el desenlace de una historia y mucho menos un desenlace casual o circunstancial como hubiera podido ser un final por accidente. La muerte de Jesús fue una consecuencia, una expresión y resumen de la conflictividad de su vida. No murió por un error o por un malentendido (aunque hubiera malentendidos en su condena) sino como un verdadero fruto de su existencia. Jesús murió como murió porque había vivido como había vivido.

Cuando Péguy hace reflexionar a la Virgen sobre las raíces de la muerte de su hijo, pone en los labios de María estas palabras:

Ella ya se lo había dicho a José:
«Esto acabará mal».
¡Habían sido tan felices treinta años!
Pero eso no podía durar.
No podía acabar bien.
Por lo pronto, él se hacía demasiados enemigos y eso no es prudente.
Los enemigos que uno se hace
acaban por encontrarse siempre.
Y él había molestado a demasiada gente.
A la gente no le gusta que la molesten.
¡Qué lástima! ¡Una vida que había comenzado tan bien!

Es cierto: la vida de Jesús estuvo dominada por el horizonte de la muerte precisamente porque estuvo rodeada de amenazas, porque en torno a él fueron creciendo sus enemigos y no dejó de aumentar la hostilidad de éstos. Se amontonó demasiada paja durante su vida para que no llegara un día en que saltara una chispa y toda ella ardiera.

Pero ¿cuáles fueron esos enemigos, con qué grupos chocó Jesús hasta llegar al desenlace de su muerte, de su asesinato?

Esta pregunta tenía respuestas fáciles hasta hace algunos años. En lo teológico la daba el famoso poema de Lista que declamábamos de niños:

¡Muere! ¡Gemid, humanos:
Todos en él pusimos nuestras manos!

En lo histórico la solución no parecía más difícil. Decíamos: los judíos mataron a Jesús. Y aquí concluía el problema.

Hoy toda esta cuestión ha cambiado. Los cristianos, por de pronto, hemos descubierto lo injusto de esta generalización, que, en definitiva, ha estado en el origen de otro crimen horrible: el antisemitismo. El Vaticano II cerraba tajantemente esa larga injusticia:

Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su pasión se hizo no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy.

La puntualización no puede ser más justa. Sería tan absurdo acusar directamente de esa muerte a los judíos de hoy y llamarles «pueblo deicida» como responsabilizar a los alemanes de nuestros días de los delitos de los nazis o llamar «pueblo suicida» al español por la historia de Numancia.

Y tampoco parece justo cargar esa muerte sobre todos los judíos contemporáneos de Jesús. Un alto porcentaje de hebreos de la época vivían fuera de Israel y ni supieron de la existencia o de la muerte de Jesús. Por otro lado, judíos eran María y los apóstoles, y judíos fueron todos los primeros seguidores de Jesús. No parece lógico englobarles en la responsabilidad de aquella muerte.

Habrá que preguntarse, pues, únicamente cuáles fueron las personas o los grupos sociales o religiosos de la época con los que Jesús chocó y que le condujeron a la cruz.

Pero aquí nos encontramos con un nuevo problema: nadie quiere hoy responsabilizarse de esa muerte y los escritores de nuestro tiempo se pelotean las culpas y se obstinan en pasar a «otros» esa patata caliente.

El grupo de escritores judíos que se ha acercado a Jesús con respeto y admiración (David Flusser, Geza Vermes, Paul Winter, Etan Levine, especialmente) han tejido toda una maraña de teorías para cargar la última responsabilidad sobre los romanos o, cuando más, sobre el pequeño grupo de los dirigentes saduceos. En esta línea les siguen hoy los más de los teólogos norteamericanos y no pocos de los seguidores de la teología de la liberación. La obsesión por evitar un injusto antisemitismo, conduce ahora a invertarse un antirromanismo que parece no molestar ya a nadie. Si para ello es necesario torcer la historia y reinterpretar los evangelios, esto parece importar poco.

Y tal vez lo que más impresiona es observar cómo son las posturas ideológicas de los diversos autores las que incitan a cargar sobre éstos o aquellos las máximas responsabilidades: aquellos teólogos más preocupados por lo socioeconómico y que quieren ver en la muerte de Jesús la consecuencia de un choque de clases y el fruto de sus ataques a los poderosos, cargan la máxima culpa sobre los saduceos; los que sitúan la muerte de Jesús en la clave de un conflicto político, encuentran su solución responsabilizando especialmente a los romanos; quienes acentúan los valores religiosos y el nuevo pensamiento defendido por Cristo como orígenes del conflicto, ponen el acento sobre los enfrentamientos de Jesús con los fariseos. Pero ¿cuál fue la verdad? ¿Cuáles fueron los juegos de fuerza que condujeron a ese desenlace?

La respuesta dependerá fundamentalmente de la credibilidad que demos a los evangelistas como historiadores. ¿Contaron éstos realmente las cosas como fueron, o «adaptaron» los hechos para responder a las circunstancias históricas en las que escribían o para satisfacer a sus prejuicios antisemitas o a sus personales enfoques antifariseos?

Paul Winter, judío, parte de la negación prácticamente total del valor histórico de los evangelistas en este campo. Para él los autores del evangelio, por un lado, al escribir Marcos en Roma el texto que sería fuente de todos los demás, trataban de congraciarse con los romanos, de mostrarles que Jesús no fue enemigo de las autoridades civiles de su tiempo y de explicar que, consiguientemente, los cristianos no eran enemigos de Roma. Por ello habrían suavizado todo lo referente a los contactos de Jesús con los romanos y con Pilato y habrían cargado toda la última responsabilidad de su muerte sobre los judíos. Por otro lado, al escribir en plena polémica entre los cristianos y los fariseos de la Iglesia primitiva, habrían colocado en boca de Jesús todos los argumentos que los primeros cristianos dirigían a los fariseos, por lo que en los choques Cristo-fariseos no deberíamos ver lo que realmente ocurrió en tiempo de Jesús, sino la polémica de la Iglesia primitiva, en la que se habría usado la técnica de poner en boca de Jesús frases terribles contra los fariseos que nunca habrían sido dichas por Cristo pero que se le atribuían para darles mayor autoridad.

En la realidad histórica, dirá Winter, no hubo tanta distancia entre Jesús y los fariseos. Jesús, dice, fue un fariseo más que tuvo choques individuales con algunos fariseos, pero no con el grupo como tal. Esas polémicas no tuvieron, además, influjo alguno en su muerte. Y lo que indujo a las autoridades a actuar contra él no fue tanto el contenido de sus doctrinas como los efectos que estas causaban en ciertos sectores del pueblo.

¿Qué hay que pensar de este planteamiento? Por de pronto que es una teoría construida sobre ideas preconcebidas a las que, luego, se adaptan todos los argumentos aportados. Que los evangelistas fueran influidos por la situación del tiempo en que escribieron, es normal. Que hay en Marcos una cierta suavización del dibujo de Pilato, parece también claro. Que hubiera en los evangelistas, sobre todo en Juan, un influjo de las polémicas con los fariseos y que la comunidad cristiana haya acentuado la oposición existente entre Jesús y los fariseos, dando un carácter más tajante y radical a los dichos de Jesús, entra también dentro de lo lógico. Pero pasar de ahí a un invento por parte de los evangelistas de todos sus choques con los grupos fariseos y saduceos hay demasiada distancia. Sobre todo si se tienen en cuenta dos datos: que los problemas por los que Jesús choca con los fariseos existían históricamente de hecho en tiempos de Cristo y antes de su muerte. Y que esos choques no fueron algo accidental y anecdótico sino todo un tejido de encuentros que llena todo el evangelio. Por otro lado ¿sería explicable la muerte de Jesús si esos enfrentamientos no hubieran existido?

Mejor será, por todo ello, acercarnos humildemente a los hechos, tal y como nos los describen de consuno la historia y los evangelios, e intentar seguir este largo conflicto que desembocó en una muerte trágica.

Entonces comenzaremos por descubrir que los hechos fueron mucho más complejos de lo que desearían los juicios preconcebidos. La conflictividad en la vida de Jesús fue una constante, pero sus meandros fueron entretejiéndose con muchos altibajos y con un cruzarse de fuerzas que constituyen una auténtica madeja de hostilidades. Al Final descubriremos que, efectivamente, «todos» pusieron en él sus manos; que todos le odiaron por diversas razones, pero que esos odios diversos se unieron para librarse de aquel que les molestaba.

Como escribe González Faus:

Esta conflictividad sorprende por su agudeza y por su totalidad, puesto que, al final, todos prácticamente parecen estar en contra de Jesús quien, como apunta uno de los evangelistas con cierta ironía, termina por unir de esta manera a los enemigos más irreconciliables: judíos y romanos, jefes y pueblo, Herodes y Pilato. Unos por irritación y otros por desengaño o por miedo, unos por estar contra sus fines y otros por estar contra sus medios, por la razón que sea, todos se encuentran unidos en una especie de «pacto de la Moncloa» cuya monstruosidad mayor radica en el hecho de que es absolutamente necesario: siempre es necesario matar al pobre y al débil y esa es la desautorización más radical del sistema en que vivimos.

Jesús fue, como todos los pobres e inocentes de la historia, víctima de ese conflicto de intereses, opiniones, odios y miedos que acaban siempre por aplastar a los más débiles.

Pero ¿podremos distribuir equitativamente las responsabilidades de cada grupo? No será sencillo, porque los propios evangelistas no lo hacen, impresionados tal vez por esa maraña bajo la que sucumbió Jesús.

Si leemos con atención a los sinópticos descubrimos que son nada menos que 95 las ocasiones en las que describen choques de Jesús con sus adversarios. Pero con frecuencia mezclan y confunden a los grupos en que estos enemigos se reunían. Así nos encontramos con que presentan como opuestos a Jesús:

41 veces a los «ancianos, príncipes de los sacerdotes y escribas»
11 veces a los escribas solos
12 a los escribas y fariseos
14 a los fariseos solos
  3 a los «discípulos de Juan» y los fariseos
  3 veces a los fariseos y los herodianos
  1 vez a fariseos y saduceos
  3 veces a los saduceos solos y
  1 vez a los fariseos junto a los príncipes de los sacerdotes.

Nunca aparecen, en cambio, durante la vida de Jesús conflictos con los romanos, con los zelotas o con los esenios. Esto en los tres sinópticos. Juan resuelve más facilmente el problema refiriéndose más genéricamente a «los judíos».

¿Cuál fue la realidad de estos choques de Jesús? ¿En qué se basaron estos enfrentamientos? ¿Y cómo se produjeron de hecho?

Intentaremos responder a estas preguntas en este capítulo, analizando, en su primera parte, las relaciones de Jesús con cada uno de esos grupos y, en la segunda, el proceso cronológico o dialéctico de esos choques crecientes.


Jesús y los fariseos

Para los evangelistas, los primeros en chocar con Jesús fueron los fariseos y para la tradición cristiana son éstos los enemigos más empedernidos del Maestro. ¿Es esto cierto? Lo es, siempre que se tengan en cuenta tres datos fundamentales:

— Que era inevitable que los primeros conflictos surgieran con el grupo de los fariseos que eran los más abundantes y dominadores en Galilea.

— Que era también lógico que el choque fuera más intenso precisamente con aquellos que más se parecían a él. Jesús, que raramente acomete contra los dioses exóticos de los cananeos, los gerasenos o los paganos, que nunca dice una sola palabra contra las divinidades romanas, choca con aquellos que, aspirando a su misma religiosidad, la desviaban o la torcían. Siempre nuestros mayores enemigos son los más próximos. Y son siempre las diferencias de los semejantes las que nos irritan más.

— Que, si bien en vida los choques mayores fueron con el fariseísmo, éste influyó mucho menos en su muerte concreta. En Jerusalén el peso de los fariseos era notablemente menor. Y, a la hora de la muerte, fue la enemistad con saduceos y sacerdotes la más determinante. Los choques con los fariseos se situaron más en el campo ideológico, teológico. Mientras con los saduceos y sacerdotes sucedieron en el terreno de la práctica. Los fariseos se limitaron a tenderle trampas. Los saduceos prefirieron actuar.

Pero será bueno que analicemos los problemas de base que distanciaron a Jesús del fariseísmo.

Era el fariseísmo la secta más religiosa del judaísmo. Era también la más extendida. Y no tanto por su número —ya hemos dicho en otro lugar que apenas pasaban de los 8.000 en tiempos de Jesús como por su influjo. Entre el pueblo eran temidos y respetados; y controlaban de hecho casi todos los grupos religiosamente influyentes: un gran número de los escribas, de los intérpretes oficiales de la ley pertenecían al grupo fariseo o compartían sus puntos de vista.

Parece importante señalar que el fariseísmo no era la suma de todos los males. Era en rigor mucho más religioso que el saduceísmo. No era un ateísmo, ni un paganismo, sino una deformación de lo religioso. Era el enemigo dentro de casa.

La clave ideológica del fariseísmo estaba en su reducción de la alianza a un simple pacto comercial entre Dios y los hombres. El fariseo niega prácticamente la gracia. Su Dios es un Dios comerciante que no ofrece nada gratuitamente. La libertad humana no es un regalo de Dios, sino un mérito propio. El hombre es, en rigor, independiente de Dios, autónomo. Ambos casi de igual a igual han hecho un pacto comercial según el cual el hombre da a Dios sus buenas obras y Dios a cambio ha de concederle la felicidad y la salvación. Esta relación entre Dios y el hombre ha sido señalada en la ley y por una ley, que se convierte, así, en algo superior al hombre y superior incluso a Dios, pues Dios mismo queda atado a ella.

No es difícil entender cómo, en esta mentalidad, lo decisivo son las obras, mientras que el amor no tiene sitio. Y unas obras entendidas cada vez más como puro cumplimiento externo de una deuda, como simple pago de una obligación que garantiza automáticamente la retribución por parte de Dios. Dios que queda convertido en un amo muy grande y poderoso, pero que, evidentemente, ni puede ser padre,ni podría tender a los hombres su mano misericordiosa. Tampoco tiene cabida en este campo la conciencia. El hombre no tiene que optar, sólo que cumplir. La ley y sus prescripciones tienden a matematizarse: todo debe estar medido, pesado, cuadriculado, regulado como en un sistema de perfectas contabilidades.

M. Revuelta ha señalado el dato curioso de que las páginas de los rabinos, enteramente religiosas, apenas nombren a Dios. La ley ocupa todo su lugar. Dios es sustituido por la casuística. Incluso se valora más el conocimiento de la ley que su propio cumplimiento. Estudiarla es una obligación superior a cumplirla, superior a la oración y a las obras de misericordia. Saber le ley era todo su orgullo. Flavio Josefo, muy influido por este fariseísmo, escribe abiertamente: Que se le pregunte a cualquiera acerca de nuestras leyes: las referirá todas más fácilmente que su propio nombre.

Tres puntos eran de especial importancia dentro de los preceptos de la ley: la circuncisión, el cumplimiento del sábado y las prescripciones referentes a la pureza legal.

La circuncisión, que teológicamente era una consagración a Dios, se convertirá para los fariseos en un simple inscribirse en la lista del pueblo judío, entrar en la familia de Abrahán y hacerse automáticamente participante de todas las rentas y beneficios que acarrean los enormes méritos del patriarca. Entre ellos, la salvación, que el judío conseguía de modo casi infalible puesto que llegaba a afirmarse que Abrahán estaba sentado a la puerta de la gehenna para no dejar entrar allí a ningún circuncidado. Esta circuncisión más que un signo de adscripción a Dios lo era de separación de los demás, que quedan radicalmente condenados. «Incircunciso» equivale a pecador, profano, malvado. El fariseo llegaba a afirmar, encantadoramente, que hasta los propios ángeles estaban circuncidados.

El sábado era la segunda gran obligación, que, lógicamente, cumplían también los ángeles y hasta el propio Dios. Y aquí es donde la casuística tejía todo el tejido de tela de araña que ya hemos reseñado en otro lugar de esta obra.

Las leyes sobre la pureza legal venían a consagrar todo ese espíritu separatista y sacral de la religiosidad farisea. Toda una sección de la misná, compuesta de doce tratados, está dedicada a este argumento. Y en ella contará mucho más esa pureza legal, ese cumplimiento de un determinado número de abluciones, que la pureza del corazón. Así oímos decir, por ejemplo, a un rabino que quien come pan sin lavarse las manos es como quien frecuenta a una meretriz. Y el mismo gran doctor Hillel —en tantos puntos próximo al cristianismo— llegará a calificar de «hombres de la tierra» (es decir: de impíos y pecadores) a quienes toman el alimento en estado de impureza, o sea, sin haberse lavado las manos.


Nacionalismo, formalismo, suficiencia

Estas ideas llevaban a los fariseos a una visión del mundo, a un modo de ser que forzosamente tenía que chocar con Jesús.

El primer constitutivo de ese modo de ser era el nacionalismo. Es éste un hecho que estuvo siempre en la historia del pueblo judío (pero muy mitigado por las abundantes afirmaciones universalistas del antiguo testamento) mas se acentuó especialmente en los años del destierro y después de él. Es ésta una tentación normal en todo grupo o pueblo perseguido. La mitificación de su historia, el concepto mesiánico, la excomunión de todos los que no pertenezcan a ese grupo o pueblo, el ver un enemigo en todo discrepante, son fenómenos que muchas otras organizaciones —incluso católicas— han vivido a lo largo de los siglos. Pero quizá nunca se llevó tanto a la exasperación como entre el grupo de los fariseos, que, a las tendencias nacionalistas, unían la sacralización de lo religioso. El nacionalismo de los judíos era su dogma nacional primario, que se veía intensificado por una alta conciencia mesiánica, pero no de un mesianismo salvador de la comunidad humana, sino vengador de los enemigos de un pueblo concreto. Y este nacionalismo mesianista político estaba en tiempos de Jesús en su culmen de polémica expectación.

El formalismo era el segundo elemento constitutivo de la naturaleza del fariseísmo. Entendida la religión como un pacto comercial y divinizada la ley, era inevitable una visión de contaduría en lo religioso. Para el fariseo la intención no bastaba, el corazón no contaba. Lo mismo que en una deuda ha de pagarse todo, moneda a moneda, en lo religioso lo que contaba era la realización material, exacta, íntegra, de lo prescrito, aunque el corazón estuviera lejos. Todos los preceptos eran, además, iguales: trasgredir uno solo era trasgredir la ley entera..Y en estos preceptos eran muchas más las simples normas ceremoniales que los verdaderos preceptos morales. De ahí que con frecuencia se juzgara leve lo que era grave y grave lo que era leve. Jesús hablará de los fariseos que filtran un mosquito y tragan un camello (Mt 23, 24).

Y en la pasión de Cristo nos encontraremos con el ejemplo dramático de unos sacerdotes que no vacilan en matar a quien saben que es inocente y que, sin embargo, no entran en el pretorio romano para no contaminarse y por comer la pascua limpios (Jn 18, 28).

La suficiencia es la tercera gran característica del fariseo, que desprecia a todos los que no son de su grupo; que, incluso, les odia. Y considera santo su odio, porque previamente ha identificado sus intereses con los de Dios y concluye que todo el que no está con él está contra Dios.

Este desprecio es visceral hacia los paganos de quienes muchos rabinos afirmaban que no eran hombres y a los que motejaban frecuentemente con nombres de animales.

Pero sentían lo mismo en el interior del pueblo de Israel. Ser fariseo era sinónimo de santidad; no pertenecer a su grupo, desconocer la ley, sinónimo de perdición. Este orgullo, que a nosotros llega a resultarnos ridículo, era en ellos natural y espontáneo. Hoy no entenderíamos que alguien pudiera decir frases como la de Simeón ben Yokai que afirma con toda la tranquilidad del mundo que son muy escasos los hombres sublimes. Y añade: Si son ciento, yo y mi hijo somos dos de ellos; si son dos, somos yo y mi hijo.

Consecuentes con este orgullo, su desprecio al resto del pueblo era absoluto. Los llamaban «hombres de la tierra», «hombres sin ley» y los veían como una masa de degenerados. Lo que no les impedía dominarles.

Como escribe Revuelta:

Sobre ellos ejercían una especie de hipnotismo masivo que les hacía capaces de sufrir pacientemente toda clase de arbitrariedades y capaces de volver, sin embargo, a acurrucarse con gesto de adoración, como el perro a los pies de su amo. Jugaban los doctores aprovechando el campo magnético de la ley. Su hipnotismo era, por tanto, el que ejerce la suprema ciencia sobre la suprema ignorancia cuando ésta ha sido convencida de que aquella sabiduría es lo único que merece atención y veneración.

Era una verdadera dictadura espiritual. Y, como todos los dictadores, despreciaban a los mismos que oprimían. Así sentenciaban, llenos de santo celo, que participar en una asamblea del pueblo de la tierra produce la muerte. Por eso prohibían todo tipo de caridad hacia ellos. No se les podía ofrecer pan, ni vender fruta, ni darles albergue. En el mismo evangelio encontramos pruebas de esta actitud en aquella frase de los fariseos en el sanedrín: Estas gentes que no conocen la ley son unos malditos (Jn 7, 49).

Este desprecio era tanto más sarcástico cuanto que eran los fariseos los responsables de ese desconocimiento de la ley por parte del pueblo. No toleraban otras escuelas que las suyas, ni reconocían a otros doctores que los salidos de entre sus discípulos. ¿Cómo puede éste saber las letras si no las ha aprendido? dicen escandalizados cuando oyen predicar a Jesús (Jn 7, 15). Y el mismo desprecio respirarán los miembros del sanedrín cuando juzguen a Pedro y Juan, a quienes llaman hombres sin letras y gente vulgar (Hech 4, 13). Precisamente éste será uno de los vicios que Jesús les echará en cara: ¡Ay de vosotros, legistas, que os alzasteis con la llave de la ciencia! ¡Vosotros no entráis y a quienes quieren entrar se lo estorbáis! (Lc 11, 52).

Pero esta dictadura era mansamente acatada por el pueblo, por una mezcla de temor y respeto. Sólo así se explica que la multitud, que sentía admiración por Jesús, termine, por temor a sus amos, gritando contra él en la plaza del pretorio (Mt 27, 20 ss).

Que Jesús chocara con este grupo de hombres era simplemente inevitable. Más tarde veremos los diversos asaltos de esta batalla.


Jesús, los saduceos y los príncipes de los sacerdotes

Muy diferente es el conflicto de Jesús con los saduceos. Estos apenas aparecen en las primeras páginas del evangelio y, efectivamente, poco tuvieron que ver con Jesús hasta que éste acercó su predicación a Jerusalén.

Por lo demás, el peso de lo doctrinal en el saduceísmo era mucho menor que en el fariseísmo. Los saduceos formaban más un grupo de intereses que de doctrina. Eran como todos los integristas: su estilo de piedad no obliga a pensar mucho. Y formaban más una tendencia de tipo práctico. Mas que ideas, tenían una determinada actitud ante la vida y las cosas, aunque, de lejos, lo respaldasen con un montaje más o menos ideológico.

Así los define M. Revuelta:

El saduceo es fundamentalmente el judío que se encuentra ante el problema de la vida y se encuentra con suficientes resortes para resolverlo; su manera es la apertura y la fácil comunión con todo tipo de intereses y compromisos de tipo comercial, es decir: compromisos con ideas y posturas tal vez poco conformes con la naturaleza de judío, pero que aportan beneficios y comodidades. Se rige el saduceo por la ley del mínimo esfuerzo y del mayor lucro posible. Por eso el saduceísmo se resuelve en egoísmo, el egoísmo de la aurea mediocridad, del buen vivir: un materialismo práctico; burocracia y también política, con el dinero por base, y todos sus manejos poco escrupulosos.

Con ello queda dicho que el saduceísmo es un oportunismo oscilante: en lo religioso vive un puritanismo teórico unido a una especie de ateísmo práctico. Acepta, por un lado, sólo la ley antigua y, por otro, niega la idea de resurrección y la vida de ultratumba e incluso la misma inmortalidad del alma. Esto le permite unir un puritanismo doctrinal con un laxismo práctico.

En lo político viven también un oportunismo: fueron partidarios de la independencia nacional bajo Hircano II y Aristóbulo II y se habían vuelto colaboracionistas con los romanos en tiempo de Jesús. Lo importante era ir a favor de corriente y apostar siempre por el amo de cada momento.

En lo social eran los ricos y los poderosos. Ellos son los verdaderos dueños del templo. El sumo sacerdote es siempre un saduceo y lo mismo ocurre con el alto clero que le rodea. Los altos dirigentes religioso-políticos se reclutan siempre entre los grupos saduceos y son ellos, por tanto, quienes mayor trato tienen con las autoridades romanas.

En la vida de Jesús aparecen tarde, pero son los realmente peligrosos. Mientras los fariseos se limitan a ponerle a Cristo trampas ideológicas que nunca les llevan a actuar, de modo que su encarnizamiento contra Jesús sea ante todo especulativo, los saduceos adoptan otra táctica. Cuando ellos se meten en el asunto, los acontecimientos se precipitan. Al principio escribe France Queré también ellos creen que podrán sorprender a Jesús en flagrante delito de rebelión. Tiempo perdido, porque son ellos los que quedan machacados en la controversia. Se lo piensan un poco más. Cambian de táctica. «Primero detenerlo y luego ya veremos». Y entonces las cosas empiezan a salirles bien.

Serán, efectivamente, ellos los realmente eficaces a la hora de eliminar a un Jesús que molesta más que a sus ideas a sus intereses. Ese predicador puede romper el delicado equilibrio que ellos han construido con los romanos. A través de Anás y Caifás los veremos más tarde en acción.


Jesús y los escribas v herodianos

Generalmente en la opinión popular escribas y herodianos suelen meterse en el mismo saco que los fariseos e, incluso, confundirse con ellos, debido tal vez a que el propio Marcos parece a veces identificarlos. No era así. Los herodianos no eran, en rigor, un grupo social o una categoría en la Palestina del tiempo de Jesús. Era el puñado de funcionarios que vivían a la sombra de Herodes y que, como él, no buscaban otra cosa que sobrevivir y hacerlo placenteramente. Son personajes que miran a Jesús con más curiosidad y desprecio que interés. ¡Ese profeta molesto! Estos chocarán más con Juan Bautista que con Jesús. Y con éste sólo indirectamente ya que ven en él, como Herodes, una sombra del Bautista. Se unirán así en su inquina a los fariseos, pero sin ser especialmente determinantes en la muerte de Jesús.

Más influirán los escribas que son también funcionarios, pero centrados éstos en la administración del templo y de la ley religiosa. No forman tampoco un grupo ideológico aparte: algunos son fariseos, muchos saduceos o de otras ideologías. Pero éstos sí ven en Jesús un enemigo ya que ellos se sienten exclusivistas en la interpretación de la ley. Por ello Jesús les fustigará siempre al lado de los fariseos. Son los profesionales de la sabiduría (que para los judíos era una especie de profesionalidad de la virtud) pero lo único que ambicionan es el poder. Para ello abusan de la buena gente que les confía la administración de sus bienes materiales o el cuidado de sus almas. Jesús pondría en peligro su negocio. Estarán, pues, al lado de los saduceos a la hora del proceso de Jesús.


Jesús, los zelotas y los esenios

Un poco asombrosamente el evangelio no nos cuenta ningún choque con otros dos grupos importantes en el tiempo de Jesús, los esenios y los zelotas, aun siendo tan diferentes como eran del Maestro.

Con los esenios, después de años en los que se acentuó una gran proximidad al pensamiento cristiano, sabemos hoy que los contactos de Jesús o no existieron o fueron mínimos. Al estar encerrados en monasterios como el que se ha descubierto de Qumram, podemos asegurar que no jugaron prácticamente ningún papel en la vida y la muerte de Jesús.

Más delicado es el tema de los zelotas. Hoy nadie duda que entre los apóstoles de Jesús había varios pertenecientes a este grupo. Y es claro que, al menos en un principio, los zelotas debieron ver a Jesús como uno de los suyos. En la escena en que a Jesús quieren hacerle rey (In 6, 15) podemos ver un intento de ofrecerle el papel de líder de su movimiento de liberación. Y es muy posible que Pilato terminara por ver a Jesús como un zelota más. Pero es claro que pronto vio este grupo revolucionario qué lejos estaba de ellos Jesús, tanto en sus fines, como en sus medios. No puede decirse, por ello, que los zelotas tuvieran nada que ver en la muerte de Jesús, si excluimos el caso de Judas: si éste fue un zelota desilusionado del pacifismo de Jesús no habría que excluir que esta decepción estuviera en el origen de su traición. Lo mismo que puede pensarse que en la preferencia de la multitud que eligió a Barrabás frente a Jesús estuviera también la apuesta por zelotismo violento frente a un Cristo al que la multitud encontraba débil e indeciso.


Jesús y los romanos

Otro hecho llamativo en la vida de Jesús es su ausencia de conflictos visibles con los dominadores. Esto no es muy del agrado de las teologías revolucionarias, que preferirían un Jesús revoltoso frente al orden-desorden establecido, pero nadie ha encontrado ni en la historia ni en los evangelios rastro alguno de este enfrentamiento. Ni los romanos mueven un dedo contra El en vida, ni Jesús tiene choque alguno con los soldados invasores. Al contrario, los pocos contactos que con ellos tiene, son amables y positivos. Sólo cuando Jesús se encuentra con Pilato comienzan estas hostilidades. Pero éstas las analizaremos en su momento.

Esta es la realidad de Jesús en el juego de fuerzas de su tiempo. El, que no estuvo realmente contra nadie, se encontró con que todos, antes o después, por unas o por otras razones, se situaban contra él. Y la batalla no fue de un día. Es este un drama con muchos actos, con muchas escaramuzas. Intentaremos describirlas en las páginas que siguen.


El choque con Juan, el Bautista

Los fariseos entran en escena en el evangelio antes, incluso, de la aparición pública de Jesús. El choque con Juan será el prólogo de su lucha contra Cristo.

La aparición de Juan en el Jordán había sido un estallido en todo el país. Un estallido mucho más ruidoso que la llegada de Jesús. Este lo haría en Galilea, lejos de los centros de influencia y comenzaría con pequeños grupos que no tenían por qué inquietar a los fariseos. Juan les atacaba en su propia madriguera y comenzaba su predicación con una durísima recriminación a los jerarcas de la época. La verdad es que los fariseos ya estaban habituados a este tipo de profetas que pululaban en aquel tiempo. Pero los más eran simples cabecillas de bandoleros que traían objetivos políticos y no predicaban una doctrina. Los fariseos compartían los ideales políticos de estos pequeños mesías, pero desaprobaban su tono violento y, como buenos políticos, sabían que era peligroso hostigar a la fiera romana.

Pero Juan parecía ir más contra ellos que contra los romanos. No anuncia una rebelión, sino que predica una conversión (Mt 3, 2). Además este Juan, que parece blando con los pecadores y aun con los soldados romanos, sólo con los fariseos se enfrenta frontalmente. Les llama a gritos raza de víboras, les anuncia que no escaparán a la ira inminente. Más aún: quita importancia al hecho de ser hijos de Abrahán y se atreve a decir, blasfemamente, que poderoso es Dios para hacer surgir de estas piedras hijos de Abrahán. Y ellos se sienten claramente aludidos cuando Juan anuncia que vendrá alguien que limpiará la era y recogerá su trigo en el granero, mas la paja la quemará con fuego inextinguible (Mt 3, 7-12).

Todo esto, oído por algunos fariseos, tenía que llevar la alarma a Jerusalén. La popularidad de Juan crecía, su prestigio de asceta avalaba sus palabras. Aquello podía ser un grave problema para su autoridad, tal vez la primera grieta seria en su dictadura.

Por eso deciden enviarle una embajada. A Jesús al principio le darían menos importancia: se limitarían a enviarle policías que le espiasen. A Juan le envían una misión oficial u oficiosa del mismo sanedrín, compuesta de sacerdotes, levitas y fariseos. No vienen todavía en plan de guerra; se presentan como un grupo de inquisidores que preguntan a Juan cuáles son las bases de su predicación y, más en directo, le interrogan si él es el Mesías que esperan.

La respuesta de Juan debió de tranquilizarles: no, él no era el Mesías. Se limitaba a anunciarle. Los fariseos debieron de pensar que esto no era ninguna novedad: todos anunciaban al Mesías, todos le estaban esperando, también ellos. Decir que ya estaba en medio de ellos era, sin duda, la típica exageración metafórica de todos los predicadores apocalípticos.

Le despreciaron, pues, como a un visionario más y ni se plantearon el problema de acoger su bautismo o escuchar su predicación. Más tarde comentaría Jesús con tristeza esta postura: Todo el pueblo que lo oyó, y hasta los publicanos, dieron a Dios la gloria del justo, siendo bautizados con el bautismo de Juan; en cambio los fariseos y escribas frustraron el designio de Dios acerca de ellos, no haciéndose bautizar por él (Lc 7, 29-30). Y se lo echará directamente en cara, comparándoles con un grupo de niños caprichosos a quienes nada contenta. Porque vino Juan que no comía, ni bebía vino y dijisteis: «Demonio tiene». Y vino el Hijo del hombre que come y bebe y decís: «Ahí tenéis a un hombre glotón y borracho, amigo de publicanos y pecadores (Le 7, 33-35).

Rechazaron, pues, el mensaje de Juan, como rechazarían más tarde el de Jesús. ¿Fueron de hecho más allá? No lo sabemos, pero una frase misteriosa del evangelio nos hace pensar lo peor. Es aquella que nos dice que Jesús habiendo oído que Juan había sido traicionado, se retiró a Galilea (Mt 4, 12) Traicionado ¿cómo? El verbo que usa el evangelista habla de una verdadera «entrega», como si alguien hubiera puesto a Juan en las manos de Herodes. ¿Y quién fue ese alguien? El que Jesús huya de los fariseos al saber que Juan ha sido traicionado, hace pensar que los traidores pudieron ser estos mismos policías que los fariseos le enviaban a él para tenerles al corriente.

Si todo esto es así —como parece muy verosímil— tendríamos que la muerte de Juan habría tenido los mismos instigadores que la de Jesús. Y que los fariseos serían los últimos responsables, aun cuando fuera otro, como en el caso de Jesús, el ejecutor. Pero con Cristo la batalla sería más larga.


En el templo

El primer choque con los fariseos, si hemos de seguir la cronología de Juan, fue con motivo de la expulsión de los mercaderes del templo. Sus primeras predicaciones de Cafarnaún debieron de pasar inadvertidas para los dirigentes de Israel. El mismo milagro de Caná no debió de traspasar los límites de Galilea. Y he aquí que, cual un rayo, Jesús entra de pronto en la misma madriguera de sus enemigos: baja al templo, entra en él con un látigo y expulsa a vendedores y mercaderes.

La reacción de sacerdotes y fariseos es de desconcierto. Lo que Jesús ha hecho no sólo no va contra la ley sino que es algo que ellos mismos debieran haber hecho antes. Nada, pues, que objetar desde el terreno jurídico en que ellos suelen moverse. Se limitan a preguntarle con qué autoridad hace lo que ha hecho, usurpando sus poderes de dirigentes de la comunidad y del templo. Le exigen una señal que legitime su actuación, que reconocen objetivamente buena. Y Jesús les da una respuesta desconcertante: Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré (Jn 2, 19). Se diría que goza desconcertando a los sabios. Pero ellos no le entendieron. Jesús anticipaba el desenlace de la historia, pero ellos no podían ni sospechar de qué hablaba. No obstante, como tenían buena memoria, un día —en la pasión le acusarían de tratar de destruir el templo y tras su muerte— recordarían que había hablado de una resurrección al tercer día para pedirle a Pilato que vigilase su tumba. Pero ahora, tres años antes, no supieron cómo reaccionar. Y allí nació su odio: les había dejado en ridículo ante la masa del pueblo que les seguía a ciegas. Era, se dieron cuenta, un enemigo más peligroso de lo que habían imaginado.


Nicodemo

Pero no todos los fariseos reaccionaban del mismo modo. Juan señala con claridad el doble efecto que su predicación producía: Muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; mas Jesús, por su parte, no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos. No necesitaba informes de nadie; él conocía al hombre por dentro (Jn 2, 23-25).

Algunos eran, sin embargo, limpios. Juan parece que quisiera subrayarlo al colocar inmediatamente la narración de Nicodemo. Era un fariseo honesto que comienza por llamar rabí a Jesús, reconociendo con ello que no hay un monopolio de escuela. Cristo le recibirá con cariño, pero se dirigirá a él como si viniera en nombre de todos sus compañeros. Si cuando os he dicho cosas terrenas no me creéis ¿cómo me ibais a creer si os dijese cosas celestiales? (Jn 3, 12). Luego le hablará como si intuyese cuál va a ser la postura de la mayoría de sus compañeros: Vino al mundo el Hijo de Dios no para juzgarle, sino para salvarle. Mas el que no cree en él ya está juzgado. La sentencia está ya escrita, porque los hombres amaron más las tinieblas que la luz que ha venido al mundo. Pues eran malas sus obras. El que obra mal, no viene a la luz para no ser descubierto; mas el que obra bien viene a la luz para que se manifiesten sus obras como hechas en Dios (Jn 3, 17-21).

Tremendo retrato del mundo farisaico hecho de hombres tenebrosos que temen la luz. Pero hay excepciones, como la de Nicodemo, que viene a la luz. Más tarde le veremos defendiendo al Señor ante el sanedrín (Jn 7, 50-51) y llevando el ungüento para ungir su cuerpo muerto (Jn 19, 39). Pero se quedaría casi solo a la hora de la conspiración de sus compañeros.


Primeras escaramuzas en Galilea

Tras este primer encuentro, que sirve de prólogo, Jesús regresa a Galilea. Y empieza a predicar en las sinagogas. Parece —comenta M. Revuelta , que Jesús tiene interés en irles a buscar y en plantearles la batalla en su propio terreno.

Que a los fariseos les molestara y preocupara la conclusión de estos sermones, resulta lógico. Porque la gente comenzaba a comparar la predicación de Jesús con las suyas. Y la conclusión de esta comparación era favorable a quien hasta ayer había sido un simple carpintero de Nazaret. La gente, dicen los evangelistas, se maravillaba porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus escribas (Mc 1, 22) El pueblo tenía buen olfato para distinguir a un profeta de los simples repetidores. Pero difícilmente podía ocurrir algo que fuera más provocativo para escribas y fariseos. Les dejaba al descubierto, les desacreditaba.

Por eso ellos respondían minusvalorando esa doctrina nueva no aprendida en sus escuelas. Atacaban más la falta de formación del predicador que sus ideas, en las que, por el momento, nada contrario a la ley encontraban. Incluso parecía respetuoso de su autoridad. Veían que después de curar a un leproso (Mc 1, 40-41) Jesús le mandaba presentarse a los sacerdotes y realizar el sacrificio de purificación prescrito por Moisés. Mientras todo siguiera así, nada tendrían que decir respecto al fondo de sus predicaciones. Jesús no les parecía tan revolucionario como algunos decían.


El perdón de los pecados

Pero pronto se planteará el problema con toda su crudeza. Sucede pocos días después y en la misma ciudad de Cafarnaún. Esta vez Jesús está predicando en una casa particular. Y allí están —designados por primera vez los policías de los fariseos: Y estaban sentados unos fariseos y doctores de la ley que habían venido de todas las aldeas de Galilea, de Judea J. de Jerusalén (Le 5, 17). Su actitud es expectante. Han venido atraídos por los rumores que de él circulan. Y permanecen vigilantes, desconfiados, pero sin decidirse a tomar aún alguna postura.

De pronto, algo sucede: cuatro hombres abren el techo y descuelgan por él a un paralítico. Hay tensión en el aire. Y, entonces Jesús, como si tratara de provocar a los doctores, dice algo que nadie, ni el mismo enfermo, esperaba: Hijo, perdonados te son tus pecados (Mc 2, 5). Los fariseos se quedan mudos ante lo que acaban de oír. Hasta ahora hacía milagros y los sometía a la ley. Pero he aquí de pronto que aparece un problema de fondo. El profeta molesto comienza a mostrarse como un hereje, como un blasfemo. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios? (Mc 2, 7). Pero la frase es tan inesperada que no saben cómo reaccionar. Las palabras se les hielan en la boca. No rasgan siquiera sus vestiduras. Temen no haber entendido bien.

Jesús responde entonces multiplicando su desconcierto: primero adivina sus pensamientos, luego les demuestra, curando al enfermo, que tiene poder para perdonar pecados como acaba de decir.

El evangelio no nos trascribe cuál fue entonces la reacción de los fariseos y doctores. Probablemente callaron entre aterrados y desconcertados. Pero su juicio sobre Jesús comenzaba a hacerse tajante. Ya estaban predispuestos contra él: cualquier palabra suya iba a aparecerles desviada de la ley. Pero ni ellos esperaban una cosa tan grave como aquella blasfemia que acaban de oír. Cierto que con su gesto de curar había demostrado que no había tal blasfemia. Pero esto, en lugar de incitarles a meditar, les excitaba, porque les humillaba. Quizá en alguna de sus mentes surgió ya la idea de la muerte.


El banquete de los pecadores

Pocos días después aparecerá un nuevo tema de escándalo. Entre sus seguidores más íntimos, Jesús ha elegido nada menos que a un publicano. Y, por si esto era poco, esta elección se celebra con un banquete al que asisten numerosos compañeros del nuevo elegido. Esto sí que no se lo esperaban los fariseos. Los otros mesías que se lanzaban a predicar la renovación eran en esto aún más rígidos que ellos mismos. Pero este Jesús era desconcertante. Ya había empezado con un barato populismo predicando no a los cultos sino al «pueblo de la tierra». Pero aceptando un banquete de publicanos, bajaba el último escalón.

Los fariseos no se atreven a entrar a la sala del banquete para echarle en cara su gesto: se hubieran contaminado también ellos mezclándose con los pecadores. Se sitúan, por ello, junto a la puerta y, desde allí, reprochan a los discípulos de Cristo el que su maestro coma con publicanos. Jesús lo oye y, lejos de disculparse, eleva a teoría su conducta: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. La respuesta les parece absurda: no es lo mismo la salud del cuerpo que la del alma; un médico tiene, por lo demás, buen cuidado de no contagiarse de la enfermedad que cura. Y el pecado es la enfermedad más contagiosa.

Pero Jesús no ha concluido. Y las palabras que siguen son un reto abierto: Andad y aprended qué quiere decir «misericordia quiero y no sacrificio». Y sabed que yo no vine a llamar a justos sino a pecadores. Los fariseos reconocen inmediatamente la cita de Oseas (Os 6, 6) el continuador del espíritu clásico de los profetas. Y se dan cuenta de la acusación que encierra ese «andad y aprended», con la que les presenta como mutiladores de esa misma ley de la que tanto hablan. Pero aún les hiere más la frase final: evidentemente ellos son los justos. Decir que no viene para ellos, sino para los pecadores, es declararles abiertamente la guerra. Para los fariseos, como para todo dictador, quien no está totalmente a su favor, está contra ellos.


El ayuno

Aún añadirá Mateo un tercer motivq de choque. El grupo de los inquisidores sigue husmeando en torno a Jesús. Y pronto encuentran una nueva disculpa. Esta vez se presentan en una extraña compañía: son algunos antiguos discípulos de Juan que ven cómo la fama de su maestro desciende, mientras no para de crecer la del Galileo. Para ellos, todo lo que Juan hacía era bueno y, cuando comparan la doctrina del Bautista con la de este nuevo predicador, les parece que Juan quedara a mil codos sobre Jesús. Los fariseos están dispuestos a aprovecharlo todo. Y, si antes combatieron a Juan, ahora se unen a sus discípulos contra Jesús. Y son los celosos los que toman la palabra: ¿Por qué preguntan a Cristo— nosotros y los fariseos ayunamos frecuentemente y, en cambio, tus discípulos no ayunan? No se atreven a acusar directamente a Jesús y prefieren cargar la culpa del error a sus discípulos. Pero para Cristo las cosas de los suyos soncomo las propias. Responde por ello con una de esas imágenes que desconciertan a sus enemigos: Los amigos del esposo no tienen por qué ayunar mientras el esposo está con ellos. Tiempo vendrá en que éste les sea arrebatado. Entonces ayunarán (Mt 9, 15). «El esposo»: he aquí otra palabra que los fariseos entienden bien. Y que les irrita: porque saben que sólo debe referirse a Dios.


La determinación

Los fariseos habían comprendido ya que nada había que hacer con Jesús: o era un loco o un desviado de la fe ortodoxa. En ambos casos, era peligroso dejarle que siguiera hablando a las multitudes. Además los conflictos seguían multiplicándose. Un día verán los fariseos cómo los discípulos de Jesús cogen una espiga de trigo en día de sábado (y espigar era uno de los 39 trabajos expresamente prohibidos en el día del Señor) y, al llamar la atención al Maestro, éste no ofrece una explicación de tipo humano, que hubiera sido al menos comprensible, sino que se presenta a sí mismo, abiertamente, como señor del sábado (Mc 2, 28).

Más grave fue cuando les dejó en ridículo un sábado en plena sinagoga. Tal vez habían sido ellos mismos quienes empujaron a aquel hombre de la mano,seca para que pidiera a Jesús una curación en ese día prohibido. Sabían que, según la ley, una herida o una enfermedad puede curarse en sábado cuando se trate de un caso verdaderamente urgente. Pero una mano seca no es un caso urgente. El enfermo llevaba años así. Bien podía esperar al día siguiente.

Y Jesús había salido con aquella respuesta desconcertante: ¿Es lícito en sábado hacer bien o hacer mal? El planteamiento les pareció tan absurdo que no supieron qué contestar. Respondieron en su corazón diciéndose a sí mismos que el famoso profeta estaba decididamente loco. El, entonces, echando en torno una mirada sobre ellos con indignación, contristándose por el encallecimiento de su corazón, dice al hombre: ¡Extiende tu mano! Y la extendió. Y quedó restablecida (Mc 3, 3-5).

Estaba ya cansado de ellos, de aquel seguirle escrutadores esperando sorprenderle en falta. Veía la dureza de sus corazones. Los milagros que hacía, en lugar de obligarles a pensar, sólo lograban multiplicar su odio. Estaban literalmente encallecidos.

También ellos estaban ya cansados de él, de sus gestos que consideraban provocadores, de aquella autoridad con que hablaba, de ver cómo la gente le seguía como si fuese el mismo Dios. Por eso, este último milagro de la mano seca les empujó a una decisión. Se reunieron con los hombres de Herodes, que también veían en él un enemigo para su política, y tomaron la determinación de acabar con él (Mc 3, 6).

Esto era lo único que se les ocurría. Su santidad no les impedía el crimen. Su cerrazón les prohibía investigar si sus milagros eran en realidad obra de Dios. Como vulgares matones no encontraban otra salida que el crimen.

Pero aún faltaba mucho para que pudieran consumar su intento. Jesús tiene aún muchas cosas que hacer antes de que llegue la hora y se cuidará durante algún tiempo. Pero el puñal estaba ya preparado.


Ataque frontal de Jesús

Hemos de reconocer que, desde el punto de vista de eso que llamamos «prudencia política», Cristo no fue precisamente cauteloso o amigo de las medias tintas. Cualquier otro hombre después de esta serie de choques se hubiera replegado, habría buscado un bache de silencio, olfateando el peligro.

Jesús, por el contrario, parece crecerse ante la dificultad. Y es el asedio de los fariseos lo que le urge a formular sin ambages su pensamiento que, en el sermón de la montaña, se muestra como diametralmente opuesto al de los fariseos.

Sin caer en una obsesión antifarisea que llegue a ver en cada palabra de Jesús una réplica a sus enemigos, lo cierto es que apenas hay una frase en el sermón de la montaña que no sea una rectificación de esa doctrina que oficialmente circulaba entonces por Palestina. Diríamos, incluso, que Jesús subraya especialmente aquellas ideas en las que mayor peligro de deformación ve entre los suyos. Y sus apóstoles y seguidores habían estado todos amamantados por escribas y fariseos.

Nada más opuesto al fariseísmo que ese tremendo prólogo del sermón que son las bienaventuranzas. La gran paradoja del cristianismo contradice punto por punto ese reino de la tierra al que los fariseos han reducido el reino de los cielos. Hay, incluso, en la última de las bienaventuranzas una alusión directa a los dirigentes religiosos del pueblo. Jesús dice a los suyos que se alegren y alborocen cuando sean perseguidos, odiados, calumniados. Así añade persiguieron a los profetas que os precedieron (Mt 5, 12). Los discípulos lo saben ya: sus perseguidores serán los mismos que persiguieron y asesinaron a los profetas anteriores: los dirigentes oficiales del pueblo.

Más tarde oiremos a Jesús puntualizando que él no es enemigo de la ley, como dicen los fariseos. El no ha venido a destruir, sino a completar. Habrá, pues, que cumplir la ley hasta la última letra, pero habrá que cumplirla de otro modo. Porque os certifico —dice, bajando a la alusión directa que si vuestra justicia no sobrepuja a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos (Mt 5, 20). ¿Había fariseos entre sus oyentes? Es muy probable. Pero, al menos, esta vez se mordieron sus lenguas, esperando, quizá, ver hasta dónde era capaz de llegar.

Luego, todo el sermón se estructurará sobre la frase: Oísteis que se dijo a los antiguos... pero yo os digo... Esta fórmula se ira repitiendo a propósito del homicidio y la ira, del adulterio y los malos pensamientos, del divorcio, del juramento, de la ley del talión, del amor a los enemigos, del predominio de la caridad sobre los simples actos de culto.

Después las alusiones se harán aún más directas: cuando hagas limosna no mandes tocar la trompeta delante de ti como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por los hombres (Mt 6, 5). Cuando ayunéis no os pongáis ceñudos como los hipócritas que desfiguran su rostro para aparecer como ayunadores (Mt 6, 16). Y en vuestra vida moral no os dejéis guiar por los ciegos, porque si un ciego guía a otro ciego ambos caen en la fosa (Le 6, 39). A Nicodemo le había hablado de los hombres tenebrosos que temen la luz, ahora les llama abiertamente ciegos y guías de ciegos.

El ataque era, pues, ya total y frontal. Los fariseos se daban cuenta de que no es que el nuevo predicador discrepara de ellos en algunos puntos más o menos discutidos. Se colocaba radicalmente en frente de ellos. Y no lo hacía desde la órbita de comodidad con que se les enfrentaban los saduceos, lo hacía desde la misma ley de la que ofrecía una interpretación que resultaba para ellos absolutamente revolucionaria. El entendimiento comenzaba a mostrarse claramente imposible.


La pecadora

El primer acto del drama se cierra con una escena espectacular: los fariseos renuncian por un momento a su papel de policías y visten su odio de amistad. Un fariseo llamado Simón le invita a comer a su casa. Probablemente no se trataba de una simple trampa. Tal vez aún no estaban seguros, quizá había divisiones entre ellos. Y querían verle de cerca, dejarle expresarse a sus anchas para cerciorarse.

La invitación quizá no era hostil, pero tampoco cordial. Simón se muestra ante Jesús con una frialdad que raya en la descortesía: no le lava los pies, no le da el beso y el abrazo de etiqueta, no le unge la cabeza, como mandaba la urbanidad de la época. Jesús se da cuenta de ello y prefiere callar.

Y, de pronto, en medio del banquete irrumpe una pecadora pública que se arroja a los pies de Jesús y los unge con su perfume y sus lágrimas. Aquella entrada supone para Simón una violencia infinita: ¡una pecadora pública en su casa! Pero calla, en parte por respeto al huésped y en parte por ver cómo reacciona éste. Si es un profeta, como dicen, conocerá quién es esta mujer y la echará de sus pies a latigazos.

Pero Jesús no sólo acepta a la mujer sino que le dice abiertamente a Simón que a esta pecadora se la perdona más porque ha amado más que él.

No cuentan los evangelistas cómo acabó aquel banquete tras la suprema ofensa hecha a sus anfitriones: poner su justicia por debajo de la de los mayores pecadores. Tal vez alguno, quizá el mismo Simón, aceptó, como Nicodemo, la luz. Los más se sintieron heridos por ella. Y comprendieron que tenían razón quienes no veían otra solución que la de la muerte.


La gran blasfemia

El segundo acto del drama se desarrollará en Jerusalén. Tras unos meses de predicación en Galilea, Jesús sube por segunda vez a Jerusalén con motivo de la celebración de una fiesta, que podría ser la de pascua, o, más probablemente, la de pentecostés. Estamos a finales de mayo del año 29.

La fama de Jesús era ahora sobradamente conocida entre todos los fariseos tanto de Galilea como de Judea. Pero aún no había existido ningún gran enfrentamiento en Jerusalén, centro principal de los dirigentes religiosos judíos.

La entrada de Jesús en la ciudad será provocadora. Era día de sábado. Y se diría que elige precisamente este día para hacer una curación que escandalice a sus enemigos. En la piscina de Bezatha, Jesús manda levantarse a un paralítico y le ordena que tome su camilla y se vaya. ¿Trata de llamar con ello la atención? La llamó ciertamente. Es fácil imaginarse lo que supuso la entrada del enfermo con su camilla a cuestas en el patio del templo. Muchos no querían creer a sus ojos, ante aquel pecado inaudito.

Pero esta vez no se tratará sólo de una curación en sábado. Al preguntarle los fariseos por qué hace eso, Jesús responderá con algo más grave: Mi Padre sigue obrando y yo también obro (Jn 5, 17). Ellos entienden perfectamente lo que quiere decir. Por eso, pues comenta el evangelista , pretendían los judíos matarle, porque no sólo violaba el sábado, sino también decía ser Dios su Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios (Jn 5, 18).

El problema estaba ahora planteado en su verdadera altura. Los fariseos han comprendido que no se trata de un predicador más o menos exaltado que se opone a ellos en tales o cuales puntos. Jesús es alguien que lo pone todo en juego. No es revolucionario en sus formas, pero en su doctrina se encierra la más radical de las revoluciones. Los doctores de la ley comprenden que ante él sólo caben dos soluciones: o adorarle, si dice verdad, o eliminarle, si dice mentira. Y la idea de un hombre que al mismo tiempo fuera Dios les parece tan absolutamente absurda que ni se molestan en pensarlo. Dentro de su lógica, hemos de reconocer que eran coherentes y que lo que Jesús pedía era una fe realmente gigantesca.

Pero el verdadero problema de los fariseos no está tanto en que no acepten a Cristo, cuanto en que no conozcan a Dios. Efectivamente su Dios puramente legislador, su Dios sin corazón no podía en absoluto aceptar una locura de amor como la encarnación.

Por eso Jesús replica con una larga explicación sobre Dios. Si creyeran de veras en el Dios verdadero no les sería dificil entender y aceptar a su Hijo. Pero —les dice ¿cómo vais a poder vosotros creer, recibiendo como recibís gloria los unos de los otros, y no buscando la gloria que procede del único Dios? (Jn 5, 44).

Su fallo no está, pues, en que no conozcan a Cristo, sino en que no han entendido absolutamente nada de esa ley a la que dicen dedicarse. Esa misma ley será su acusadora. No penséis que os voy a acusar delante del Padre —les dice—; ya hay quien os acusa, Moisés, en quien tenéis puesta toda vuestra confianza. Porque si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, ya que de mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos ¿cómo vais a creer a mis palabras? (Jn 5, 45-47).

Difícilmente podía decírsele algo más grave a un fariseo: negar que conociera los escritos de Moisés, afirmar que él era superior al gran creador de su pueblo, puesto que Moisés habría escrito de él. ¿Qué se creía? ¿Qué locura era ésta? En toda su historia no habían conocido a un hereje mayor. Con sus palabras todo se tambaleaba.


Cuerpo a cuerpo en Galilea

Este suceso iba a suponer un cambio total en sus relaciones. Quedaban atrás los roces, comenzaba la lucha. Jesús se irá precisamente de Jerusalén porque no desea precipitar el desenlace; tiene mucho que predicar aún. Juan puntualiza el dato: Tras esto Jesús andaba por Galilea, pues no quería andar por Judea, porque le buscaban los judíos para matarle (Jn 7, 1).

En Galilea, cogerle no era tan sencillo: Jesús tiene allí muchos más amigos y cuenta con la protección del pueblo que le venera. Por otro lado aquí el influjo de los fariseos es menos poderoso. Pero éstos no quieren soltar su presa y le siguen hasta su comarca: Se reunieron los fariseos y algunos de los escribas venidos de Jerusalén y se presentaron a Jesús (Mc 7, 1). Ahora son ellos los que pasan al ataque. Y su táctica será tratar de humillar a Jesús, desprestigiarle ante sus propios fieles. Por eso le echan en cara que sus discípulos no observan la tradición de los ancianos, porque comen su pan con manos profanas (Mc 7, 6). La respuesta de Jesús es ahora criticar esa misma tradición que tanto veneran y presentarla como una deformación de la misma ley. Esta vez contraataca con las más duras palabras de Isaías refiriéndoselas directamente a ellos: Muy bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, mas su corazón anda lejos de mí; es vano el culto que me rinden, enseñando doctrinas, preceptos de hombres (Is 29, 13; Mc 7, 6-7). Y aún añadirá más claramente: Eliminando el mandamiento de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres (Mc 7, 8).

Ellos argüirán pidiéndole, exigiéndole una señal definitiva que respalde sus actuaciones. Jesús, entonces, no puede reprimir su indignación y gimiendo en su espíritu responde: ¿Para qué quiere esta generación una señal? Os aseguro que no se le dará señal alguna a esta generación (Mc 8, 12). Y Mateo añade dos terribles adjetivos: esta generación adúltera y perversa (Mt 16, 4).

Con esta tremenda acusación cerrará su diálogo con ellos. Y dejándolos, se fue, dice el evangelista (Mt 16, 4). Los dejaba por imposibles. Y cerraba con esta dramática frase su misión en Galilea. De nada habían servido sus esfuerzos para quienes no querían ver, de nada sus milagros. Se iba. El sabía que hacia la muerte.


Los alguaciles

El escenario cambia de nuevo, pero la lucha sigue. Ahora Jesús sube por tercera vez a Jerusalén. Ha caído el otoño del año 29. Está próxima la fiesta de los Tabernáculos cuando Jesús regresa a la ciudad. Y se la encuentra convertida en un mar de discusiones. La pequeña gente recuerda sus milagros y su bondad, pero no se atreven a decirlo en voz alta por miedo a los judíos (Jn 7, 11-13). Otros en cambio le llaman abiertamente embaucador y presentan como trucos todos sus milagros.

Jesús no rehúsa el enfretamiento y, en medio de este cruce de opiniones, se pone a enseñar abiertamente en el templo. Y otra vez la multitud le rodea asombrada de sus palabras y de la fuerza con que las pronuncia.

Esta vez los jerarcas se deciden a la acción. Saben ya que en la discusión son siempre derrotados y temen que, cuanto más le ataquen de palabra, más crecerá su fama. Deciden apresarle. Y envían a un grupo de alguaciles para no mancharse ellos las manos (Jn 7, 32). Pero Jesús sigue hablando ante la admiración de todos. Nadie se atreve a ponerle la mano encima.

Los alguaciles regresan de vacío diciendo que jamás un hombre habló como habla este hombre (Jn 7, 45-46). Han visto, sin duda, cómo estaba de entusiasmada con él la multitud y han temido un tumulto si intentaban apresarle allí mismo. Pero su respuesta enfurece a quienes les han enviado: ¿Qué? ¿También vosotros habéis sido embaucados? Y añaden, como supremo argumento: ¿Por ventura alguno entre los jefes y entre los fariseos creyó en él? Y, cuando los alguaciles replican que, en cambio, las turbas están entusiasmadas con él, ellos replican con su eterno desprecio: Esas gentes que no conocen la ley, son todos unos malditos (Jn 7, 47-49).

Entonces ocurre algo con lo que ninguno de ellos contaba: un hombre noble, alguien a quien todos conocen muy bien y que cuenta con alto prestigio, se adelanta para invitarles a la reflexión. Es Nicodemo, el fariseo que buscaba la luz. No defiende abiertamente a Jesús, recuerda sólo que están en el sanedrín y que allí impera la justicia. Dice algo que debía parecerle normal a un tribunal: que no se puede condenar a nadie sih pruebas y sin oírle primero.

Pero todos se olvidan entonces de que son jueces. Ellos tienen ya dada su sentencia. Pero no pueden negar que Nicodemo tiene razón. Prefieren por eso atacarle directamente a él con algo que debe resultarle injurioso: ¿Acaso tú también eres de Galilea? Investiga y verás que de Galilea no sale ningún profeta. Estamos ante el puro prejuicio, al que se añade, además, un regionalismo ingenuo. Ante esta muralla, todos los milagros, todas las doctrinas se tienen que estrellar. Ellos han decidido ya que Jesús es un impostor por el simple hecho de no venir de su tierra (Jn 7, 50-52).


La mujer adúltera

Pero, pasada la cólera, todos comprenden que Nicodemo tenía razón. Necesitan pruebas. Deben encontrar algo que pulverice definitivamente al Galileo. Y la ocasión se les presenta justamente al día siguiente. El Maestro sigue predicando en los atrios del templo cuando irrumpe en él un grupo que trae a una mujer sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés --y no sólo la tradición manda que sea, sin más, apedreada. ¿Estará ahora Jesús de acuerdo con la ley o se inclinará a ese laxismo suyo de preferir los pecadores a los justos? Se la ponen delante. Dejan la sentencia en sus manos.

Jesús no puede decir que esa mujer no haya pecado. Pero sabe que nadie es capaz de juzgar a nadie entre los hombres. Sabe que esta mujer tiene capacidad de arrepentimiento. Sabe que la justicia corresponde a Dios y que esa justicia prefiere ser perdón.

Por eso ni condena, ni absuelve de la falta en sí. Enfrenta a todos con sus conciencias: El que esté sin pecado que tire la primera piedra (Jn 8, 6-7). Y descubre casi son sorpresa que aún queda un resto de sinceridad en los acusadores. ¿Porque reconocen que todos son pecadores? ¿Porque temen ser desenmascarados allí mismo, si se atreven a presentarse como justos? No lo sabemos. Lo cierto es que se van con las cabezas gachas. Han perdido una batalla más.


Dos parábolas

En las jornadas que siguen Jesús volverá a pasar al contraataque. Esta vez a través de dos parábolas que ponen en ridículo a los fariseos y sacerdotes.

Un día contaba la historia de un pobre caminante asaltado por los ladrones, que le habían dejado medio muerto al borde de un camino. ¡Y tenía que elegir precisamente a un levita y a un sacerdote como ejemplos de falta de caridad! ¡Y, para colmo, les contraponía luego a un samaritano maldito que hacía el papel de bueno en la parábola!

Otro día se burlaba de sus modos de orar en el templo. Y contaba que eran las oraciones de un publicano pecador las que Dios escuchaba.

Todo esto llegaba, sin duda, a oídos de los fariseos que tenían espías por todas partes. ¡Aquello era demasiado! ¡Aquello tenía que terminar! Un hombre así era capaz dé pulverizar en pocos años la fama que ellos se habían construido durante siglos. Este hombre estaba, sin duda, endemoniado (Lc 11, 15). Era, en todo caso, un peligro público.


Un banquete tormentoso

Por aquel tiempo ocurrió el banquete que nos cuenta san Lucas. Un fariseo invita a Jesús a su casa. El Maestro conoce ya bien este tipo de invitaciones. Comienza a estar cansado de ellas y esta vez decide pasar directamente al ataque. Le han invitado; pues deben aceptarle como es. Se sienta a la mesa omitiendo las abluciones que para su anfitrión son más que sagradas. Y surge la queja del fariseo. Ahora Jesús no elige palabras suaves. Pronuncia uno de sus discursos más duros sin preguntarse siquiera si es oportuno siendo como es un invitado:

Vosotros los fariseos limpiáis la copa y el plato por fuera, pero vuestro interior está lleno de rapiña y maldad. ¡Insensatos! ¿Acaso el que ha hecho lo de fuera no ha hecho también lo de dentro? ¡Ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la menta y del comino y de todas las legumbres y descuidais la justicia y el amor de Dios! ¡Ay de vosotros, fariseos, que amáis los primeros asientos en las sinagogas y los saludos en las plazas! ¡Ay de vosotros que sois como sepulturas que no se ven y que los hombres pisan sin saberlo! (Le 11, 37-44).

El ataque fue tan duro e inesperado que los fariseos se quedaron sin habla. Salió entonces en su defensa uno de los doctores de la ley: Maestro —dijo respetuosamente hablando así, nos ultrajas también a nosotros (Le 11, 45). Pero Jesús, lejos de ablandarse, se volvió entonces al grupo de doctores:

¡Ay también de vosotros, doctores de la ley, que echáis pesadas cargas sobre los hombres y vosotros ni con uno de vuestros dedos las tocáis! ¡Ay de vosotros que edificáis monumentos a los profetas que asesinaron vuestros padres! Vosotros mismos atestiguáis que consentís en la obra de vuestros padres: ellos los mataron pero vosotros edificáis. Por eso dice la sabiduría de Dios: Yo les envío profetas y apóstoles y ellos los matan y persiguen, para que sea pedida cuenta a esta generación de la sangre vertida desde el principio del mundo, desde la sangre de Abel. hasta la sangre de Zacarías, os digo que le será pedida cuenta a esta generación. ¡Ay de vosotros doctores de la ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia; y ni entráis vosotros, ni dejáis entrar! (Lc 11, 46-53).

Cómo pudo terminar esta comida, es fácil imaginarlo. El evangelio señala esta tensión contándonos que cuando salió de allí comenzaron los escribas y fariseos a acosarle terriblemente y a proponerle muchas cuestiones, armándole insidias para sorprenderle en algo que saliera de su boca (Lc 11, 53-54).

La historia estaba llegando a su desenlace. Sólo faltaban la chispa y la ocasión.


Es necesario que muera uno por el pueblo

La chispa iba a ser la resurrección de Lázaro de la que hablaremos en el próximo capítulo. Un milagro tan sonado, con persona tan conocida y a pocos pasos de Jerusalén, debió de conmover la ciudad como un trueno. Y lo que fue para algunos motivo de fe (Jn 11, 45), resultó para los fariseos y sacerdotes la última gota que llenó el'vaso de su cólera.

Y esta vez decidieron ir a la cabeza. No querían una muerte a ocultas, con una puñalada en cualquier esquina. Este predicador debía ser públicamente destrozado, ya que públicamente estaba atacándoles.

Acudieron a los príncipes de los sacerdotes y estos convocaron al pleno del sanedrín. Una vez allí, no se anduvieron con hipocresías: ¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos milagros. Si le dejamos así, todos creerán en él, v vendrán los romanos y destruirán nuestro templo y nuestra nación (Jn 11, 47-48). No planteaban el problema de Jesús como el de un delincuente. Incluso parecían presentarle como inocente. Más: como un verdadero taumaturgo. Preferían ser prácticos. Ya no les interesaba la verdad, ni la ley. Sólo les preocupaba su propia seguridad. Los romanos empezaban a cansarse de tantos predicadores populares. Si Jesús seguía consiguiendo partidarios, cualquier día verían en él un peligro político. Y los romanos no hacían distinciones. Vendrían y destruirían todo el país: amigos y enemigos de Jesús.

Tomó entonces la palabra un personaje a quien nos encontraremos más tarde en la pasión, un saduceo: José Caifás, que era sumo sacerdote y presidente del sanedrín, la más alta autoridad religiosa del país. Vosotros no sabéis nada dijo despectivamente— ¿no comprendéis que conviene que muera un hombre por todo el pueblo y no que perezca todo el pueblo? (Jn 11, 49-50). Era así de expeditivo. La palabra «muerte» no hacía temblar sus labios. La suerte estaba echada. En aquel momento fariseos, saduceos, sacerdotes, escribas, olvidan sus mutuas diferencias ante el enemigo común. Desde aquel día tomaron la resolución de matarle, dice el evangelista (Jn 11, 53). No se preguntan si es inocente o culpable. La sentencia es anterior al juicio. Les ha provocado demasiado. Es la hora de la venganza.

Ya sólo era necesario hallar la ocasión. Pues los príncipes de los sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes para que, si alguno supiese dónde estaba, lo indicase, a fin de echarle mano (Jn 11, 57). Ya sólo restaba encontrar el momento. Ya sólo faltaba Judas.