INTRODUCCION

Jesús no fue sólo un buen maestro, ni fue únicamente un predicador de ideas revolucionarias. Empequeñeceríamos su mensaje si lo redujéramos a sus discursos, por importantes que fueran éstos. Lo rebajaríamos si contempláramos solamente sus milagros, si sólo hubiera traído luz para nuestras inteligencias o si se hubiera limitado a darnos un ejemplo de amor que pudiésemos, de lejos, copiar. En Jesús son los hechos más decisivos aún que sus palabras. Y, sobre todo, el hecho central de su muerte y su resurrección.

Todo hombre revalida su vida con su muerte. Al morir, certificamos lo que somos, damos su verdadero sentido a nuestras vidas. Y esto ocurre, multiplicadamente, con la muerte de Jesús, sin la cual su existencia habría sido una más entre las de los hombres.

Nos acercamos, por ello, a las páginas más sagradas de esta vida y de este misterio de Jesús. Páginas únicas y vertiginosas. Imposibles para el escritor. Así lo constataba Gabriel D'Anunzio:

Todas las veces que me he acercado a este tema (la pasión) he temblado. Me parece que hasta hoy nadie haya representado con la potencia y la amplitud necesaria esta íntima tragedia, la más cerrada y profunda que yo conozca.

Pero, si el escritor tiembla al acercarse a ellas ¿no deberá hacerlo también quien las lee y medita? No se trata, es claro, de sentimentalismos. No se trata de averiguar «cuánto sufrió el pobre Jesús». Este no es un libro de récords. Aquí hay más que tal o cual cantidad de dolor. Aquí entra en juego el destino de todo hombre. Sólo descalzos podemos acercarnos a esta zarza incombustible.

Porque la muerte de Jesús no es una anécdota ocurrida en un rincón de las páginas de la historia. Es, si se lee con un átomo de fe, algo que taladra el mundo y el tiempo. Ocurrió, ocurre. A fin de cuentas, sigue siendo exactísima la aguda intuición de Pascal:

Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo. No se debe dormir en esta hora.

Esta hora en la que Cristo muere es la nuestra. El viernes santo es hoy. Y hoy ocurre algo decisivo para cada uno de nosotros. Decisivo por la persona que vive esa muerte. Dostoievsky temblaba ante el solo nombre de Jesús:

Este hombre fue lo más excelso de la tierra, la razón por la cual la tierra existe. Todo nuestro planeta, con todo lo que contiene, sería una locura sin este hombre. No ha habido, ni habrá jamás nada que le sea comparable. Ahí está el gran milagro.

O como subraya Bonhoeffer:

Si la tierra ha sido digna de albergar a un hombre como Jesucristo, si un hombre como Jesús ha podido vivir aquí, entonces también para nosotros la vida vale la pena de ser vivida. Si Jesús no hubiera vivido, entonces nuestra vida, a pesar de todos los otros hombres que conocemos, veneramos y amamos, estaría desprovista de sentido.

Pero aún es más decisiva esa muerte por lo que en ella ocurre. Albert Camus, desde su dramática falta de fe, lo intuía profundamente:

La noche del Gólgota tiene tanta importancia en la historia de los hombres porque en aquellas tinieblas, abandonando ostensiblemente sus privilegios tradicionales, la divinidad ha vivido hasta el fondo, incluida la desesperación, la angustia de la muerte.

Pero no es ni siquiera el drama solitario de un hombre que es Dios. En el Calvario se juega la historia de todos los hombres.

Dejemos hablar a Léon Bloy:

Jesús está en el centro de todo, asume todo, carga con todo, lo sufre todo. Es imposible golpear hoy a un ser cualquiera sin golpearle a él, imposible humillar a alguien sin humillarle, maldecir o asesinar a uno cualquiera sin maldecirle o matarle a él. Y el más vil de todos los malandrines se ve obligado a tomar en préstamo el rostro de Cristo para recibir un bofetón de no importa qué mano. De otro modo, la bofetada no llegaría nunca a alcanzarle y se quedaría suspendida, en el espacio de los planetas, en los siglos de los siglos, hasta que llegase a encontrar ese rostro que perdona.

Tendríamos, pues, que leer esta historia sabiendo que es la nuestra. Avanzar por sus vericuetos como por nuestros dolores, alimentarnos de sus esperanzas que son las únicas nuestras que no pueden marchitarse. Es el sentido de toda vida y de toda muerte lo que en estas páginas se cuenta.

Y quiero subrayar la unión de esa vida y esa muerte, porque sé muy bien que, en realidad, en el subtítulo que he dado a este volumen (La cruz y la gloria) hay una grave tautología. La cruz es la gloria. La gloria es la cruz. Jesús no sufrió el viernes y —después fue glorificado el domingo: la gloria de Jesús estaba ya en las entretelas de su cruz. Y, en definitiva ¿qué otra cosa quiere decir todo este volumen sino que la verdadera gloria de todo hombre está en la asociación a esa cruz? El viernes y el domingo se juntan. Son un único día. Hasta que el hombre no entiende esto, tiene incompleta su alma.

Por eso tenemos que acercarnos a la pasión de Jesús sin empequeñecerla con sentimentalismos ni adaptaciones. No nos ocurra a nosotros lo que Julien Green echaba en cara a Renan: que trató de acercarnos la figura de Jesús en lugar de ayudarnos a nosotros a acercarnos a él.

Es él quien cuenta. Somos nosotros quienes tenemos no sólo que entenderle, sino, sobre todo, que seguirle. Kierkegaard lo formuló perfectamente:

Señor Jesús, tú no viniste al mundo para ser servido, ni tampoco para ser admirado o simplemente adorado. Tú mismo eres el camino y la vida. Tú has deseado solamente imitadores. Por eso, despiértanos del empeño de querer admirarte o adorarte, en vez de imitarte y parecernos a ti.

Esta es la última clave de toda vida de Cristo. Por eso tengo que pedir al lector que no entre en esta última jornada con curiosidad de la inteligencia o con simple sentimiento del corazón. Se engañará a sí mismo si lo hace. Aquí hay que entrar arriesgándose, atreviéndose a la gran apuesta.

A fin de cuentas sólo se ha entendido una vida de Jesús cuando, al concluirla puede decirse, con Cesbron:

La dirección que yo quiero dar a mi vida está resumida en aquellas palabras de san Juan: «Hemos encontrado al amor y hemos creído en él». Encontrar al amor: esta es la gracia. Creer en él: esta es la fe. No una fe tranquila y sin temblores y sacudidas. Somos como los discípulos que caminaban hacia Emaús, inciertos, turbados. Pero, cuando desciende la tarde, un tercer viajero se une a ellos para explicarlo todo.

Ojalá, lector amigo, encuentres tú a ese tercer viajero mientras cruzas estas páginas.

 

1 La cruz en el centro

Toda predicación cristiana empieza por la cruz. Así lo entendió san Pedro en aquella mañana de pentecostés, en la hora del fuego. Estaban aún los apóstoles desconcertados ante los muchos y vertiginosos acontecimientos que en pocos días les había tocado vivir, cuando el fuego de Dios descendió sobre sus cabezas y sus almas y, de repente, lo entendieron todo: la vida y la muerte, la resurrección y la esperanza. Fue entonces cuando se dieron verdaderamente cuenta de quién había estado entre ellos y por qué había muerto y también por qué la muerte era incapaz de conservarlo entre sus garras. El Espíritu santo se les subió a la cabeza como un vino de muchos grados. Y entendieron que tenían que comenzar a gritar por todas partes el nombre de Jesús.

Pero ¿qué dirían de él? ¿Por dónde empezarían? Pedro lo entendió perfectamente. Y, subido en las escalinatas del templo, en las que tantas veces había predicado su Maestro, pronunció el primer pregón pascual de la historia, el sermón que, a lo largo de dos mil años, sería el resumen de toda predicación cristiana:

Varones israelitas: El Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob, el Dios de vuestros padres, ha glorificado a su siervo, Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis en presencia de Pilato. Vosotros negasteis al Santo y al Justo y pedisteis que se soltara a un homicida. Disteis muerte al Príncipe de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos. Ahora bien, hermanos: yo sé que lo que hicisteis, lo hicisteis por ignorancia. Pero Dios ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: la pasión de su Ungido. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados. Dios, resucitando a su Siervo, os lo envía a vosotros primero, para que os bendiga al convertirse cada uno de sus maldades (Hech 3, 12-26).

Este es, a fin de cuentas, el compendio de toda la fe cristiana. Pero ¿cómo anunciarlo hoy a un mundo al que nada repugna tanto como la cruz? ¿Cómo explicarlo a una civilización que identifica la felicidad con el placer y la grandeza con el poder y la violencia? Si la cruz fue siempre un escándalo ¿no lo será hoy más que nunca?

Moltmann ha plantado en el centro de la teología contemporánea —como una bandera— la más definitiva de las preguntas:

¿Qué significa el recuerdo del Dios crucificado en una sociedad oficialmente optimista que camina sobre un montón de cadáveres?

Es cierto: nunca en su historia vivió el mundo más intensamente esta gran paradoja: vivimos rodeados de muerte y jugamos a ser felices. Hemos declarado como dogma el progreso y estamos convencidos de caminar hacia el mundo mejor cuando todos nuestros senderos están llenos de dolor y de muertos. ¿Y qué haremos los cristianos: atrevernos a señalar la cruz y el Crucificado como centros de nuestra fe o embarcarnos también en el dulce optimismo de una religiosidad consoladora? Dejemos hablar de nuevo a Moltmann:

La cruz ni se ama ni se puede amar. Y, sin embargo, sólo el Crucificado es el que realiza aquella libertad que cambia el mundo, porque ya no teme a la muerte. El crucificado fue para su tiempo escándalo y necedad. También hoy resulta desfasado ponerlo en el centro de la fe cristiana y de la teología. Con todo, únicamente el recuerdo anticipado de que él es el que libera al hombre del poder de los hechos presentes y de las leyes y coacciones de la historia, abriéndolos para un futuro que no vuelve a oscurecerse. Hoy lo que interesa es que la Iglesia y la teología vuelvan a encontrarse con el Cristo crucificado, para demostrar al mundo su libertad, si es que quieren ser lo que dicen de sí mismas, es decir, la Iglesia de Cristo y teología cristiana.

Este es, efectivamente, el único problema: o la Iglesia y los cristianos redescubren que son Iglesia de la cruz y seguidores del Crucificado o dejan de ser Iglesia de Cristo y cristianos. Todos los demás son problemas menores y que sólo a esa luz encuentran respuesta. Progresismos, integrismos, conservación o apertura, son juegos si salen de ese quicio. La pregunta decisiva que cada uno ha de responder es ésta: ¿Qué significan para mí y para el mundo la cruz y el Crucificado?

Porque la gran tentación de los cristianos de hoy es ésta: Como el mundo moderno no digiere la cruz, hagámosle un Cristo «ad usum delphinis»; suavicémoslo; ofrezcámosle un Jesús que pueda entender, tal vez acepte un Cristo despojado de sangre y de todo elemento sobrenatural; démosle un Maestro que le sea «útil» para mejorar la superficie de este mundo, aunque con ello tengamos que arrancarle todo lo que le caracteriza; sirvamos una fe digerible; hagamos como el profesor que ofrece como solución a los problemas no la que cree justa sino la que sus alumnos desean y esperan; adaptémonos a la «mentalidad» de los hombres de hoy, aunque, al hacerlo, dejemos de darles el oxígeno que precisamente ellos necesitan.

Todos los humanismos han chocado con la cruz. Para los romanos una «religión de la cruz» era algo antiestético, indigno, perverso. Cicerón decía:

Todo lo que tenga que ver con la cruz debe mantenerse lejos de los ciudadanos romanos, no sólo de sus cuerpos, sino hasta de sus pensamientos, ojos y oídos.

Sí, iba contra las buenas costumbres el hablar ante personas decentes de aquella muerte repugnante que era propia exclusivamente de esclavos. La idea de venerar a un Dios crucificado era algo incomprensible para el hombre pagano. Y tal vez por ello la más antigua imagen del Crucificado es aquella caricaturesca con la que los niños de Roma se reían de un compañero cristiano pintando en las paredes del Palatino a un crucificado con cabeza de burro bajo una inscripción que decía: «Alexámeno adora a su Dios».

La cruz no figuraba entonces en los tronos ni en las coronas. No era signo de triunfo en las batallas o en las iglesias. Era simple escarnio, vergüenza humana, irrisión.

Cristo sería el primero en experimentar esta dificultad cuando se atrevió a anunciar a sus apóstoles su muerte dolorosa. Pedro, entonces, lo toma aparte y lo reprende como audazmente dice Marcos (8, 31-32). Era, realmente, demasiado pedir entonces a los apóstoles que entendieran el misterio y escándalo de la cruz. Pero su reacción —como dice Grasso— es sintomática: es la reacción de quien no puede aceptar el sufrimiento que para todos los hombres es un mal que hay que eliminar, mientras Jesús lo presenta como una realidad que es preciso abrazar voluntariamente.

Después de Jesús conocerá san Pablo la misma dificultad, cuando, al hablar en Atenas, no se atreve a nombrar la cruz. Sabe qué escadalosa resultará para sus oyentes, él, que dirá más tarde en la Carta a los corintios: Predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos (1, 23).

Más tarde, con el paso de los siglos, hemos ido evitando el escándalo de la cruz con la más hábil de las técnicas: acostumbrándonos a ella o convirtiéndola en signo de triunfo o de sentimentalismo. La hemos colocado en lo alto de los tronos y de las coronas, en las torres de los templos, en el pecho de las señoras. La hemos bañado en oro o cubierto de rosas. Cuando Goethe cumplió los sesenta años, sus alumnos le regalaron una medalla en la que había grabada una cruz, ante lo que el escritor reaccionó malhumorado, porque la cruz, en su desnudez y dureza, contradecía lo «humano y razonable» de lo que no se puede prescindir:

Una ligera crucecita de honor es siempre algo alegre en la vida, pero ninguna persona razonable debería procurar desenterrar y plantar el enojoso madero, lo más repulsivo bajo el sol.

Claro, que siempre existía una solución. La que el poeta resumiría en sus famosos versos:

La cruz sumamente de rosas rodeada está.
¿Quién le ha puesto rosas a la cruz?
La corona se agranda, para, por todas partes,
la ruda cruz con blandura acompañar.

Esa es la gran pregunta que brota de todos los humanismos: ¿quién le ha puesto rosas a la cruz? ¿Quién se ha inventado esta cruz descrucificada que a diario nos muestran?

Nietzsche, que en definitiva era más cruel y sincero, se atrevía a mirarla cara a cara, aunque, al hacerlo, viera en el cristianismo la religión de la decadencia, el odio religioso a todo lo que enorgullece al hombre: la libertad, la alegría de los sentidos, el desprecio hacia los débiles y pequeños:

Los hombres modernos, con su embotamiento frente a toda nomenclatura cristiana, no sienten ya lo pavorosamente superlativo que para un gusto antiguo se encerraba en la paradoja de la fórmula que habla de Dios en la cruz. Jamás y en ninguna parte ha habido un tal arrojo en trastocar algo tan terrible, interrogante y problemático, como esa fórmula que prometía un trastorno radical de todos los valores antiguos.

¿Y hoy, en el nuevo humanismo de un mundo secularizado? Oigamos a Domenico Grasso:

Un mundo secularizado parece estar en los antípodas de la cruz. Esta nos habla de Dios y de sufrimiento. El mundo secularizado rechaza a Dios como inútil, más aún, como nocivo y alienante para la construcción de la ciudad terrena, que constituye su ideal. Y, además, el sufrimiento es precisamente lo que esa secularización quiere eliminar.

Pero el mayor de los desconciertos no es que los humanismos rechacen la cruz, sino que los cristianos nos hayamos acostumbrado a vivir con ella sin que sea ya un escándalo y una espina para nosotros. Muchas cristologías marginan hoy el tema de la cruz y parecen reducir el mensaje de Jesús a una revolución política. Muchos cristianos conservadores quitan a la cruz todo lo que tiene de revulsivo para el mundo en que vivimos y la reducen a sentimentalismo. Y así hemos llegado a un tiempo en el que ¡la cruz ya no escandaliza! ¡No escandaliza porque ya nada significa!

Y, sin embargo Moltmann tiene razón

Hasta los discípulos de Jesús huyeron todos de la cruz de su Maestro. Los cristianos que no tienen la sensación de tener que huir de este Crucificado, es que no han comprendido todavía con suficiente radicalidad.

Es cierto: no se puede hablar de la cruz sino temblando. No podemos acercarnos a ella sin descalzar el alma: es tierra de fuego. Es una provocación que nos aleja de todas las utopías de este mundo y separa la fe auténtica de toda superstición. No facilita recetas de triunfo. Nos lleva a una liberación que no se hace sin antes despojarse de todas las falsas libertades. No invita a sentir, sino a cambiar. Es tierra peligrosa. Es la gran revolución, la gran contradicción. Despojada de esta contradicción, la cruz se convierte en un ídolo que invita a la autocomplacencia y no a la conversión como debe hacer toda cruz auténtica. Asumirla supone oponerse a todos los fetiches, a todos los tabúes de nuestra sociedad. Supone apostar y solidarizarse con todas las víctimas de nuestro tiempo como aquel Crucificado que se hizo su hermano y su libertador.

Una vida iluminada por la muerte

Comencemos, pues, por el principio: dando a la cruz su lugar central en la vida de Jesús. Cuando Kalher escribió la famosa frase: Los evangelios no son más que un relato de pasión con una introducción prolija, no estaba haciendo una afirmación brillante, ni una paradoja para llamar la atención. Es cierto, para los evangelistas el binomio muerte-resurrección no es simplemente el desenlace de una historia, sino su centro. De hecho los evangelios crecieron hacia atrás como afirma Paul Winter:

El evangelio creció hacia atrás: el final estuvo allí antes de que se hubiera pensado en el principio. Se recordaban antes las cosas últimas. La primera predicación, las tradiciones más antiguas, se centraban en el tema de los sufrimientos y la gloria del Mesías. Fue luego, al crecer el evangelio, cuando se prolongó, como si dijésemos, la historia de la pasión de Jesús, con recuerdos de hechos de su vida. El punto en que el evangelio comienza se alcanzó retrospectivamente, partiendo del período de su muerte hasta su bautismo; luego, hasta su nacimiento; y, por último (para empezar ya por el principio mismo) hasta el Verbo que estaba con Dios.

Porque la cruz es el centro incluso de la prehistoria de Jesús. Su sombra se proyecta no sólo sobre toda su vida, sino incluso antes de que él naciese.

Así no es retórica la afirmación de uno de los mejores teólogos protestantes de nuestro tiempo, P. T. Forsyth:

El sacrificio de Cristo comenzó antes de que él viniera al mundo y su cruz era la cruz del cordero degollado desde la fundación del mundo. Allí arriba existe un Calvario de donde ha partido todo. Por muy grande que sea la obediencia de Cristo no tendría dimensión divina si ya de antemano no se alzase por encima de la tierra. Su obediencia de hombre no era sino un aspecto de esa obediencia suprema que le movió a hacerse hombre.

Esa esí la razón por la que, a todo lo largo de las páginas del antiguo testamento, se va dibujando, junto a la imagen del Mesías triunfante, la otra imagen del Siervo sufriente. Porque, efectivamente, como dice Von Balthasar, toda la existencia de Israel converge en el triduo sacro.

Y es que sería erróneo olvidar que los judíos, junto al Mesías belicoso y triunfador, recordaban aquel doloroso dibujo que les ofrecía el salmo 21:

Porque yo soy un gusano, no un hombre,
vergüenza de la gente, desprecio del pueblo;
al verme se burlan de mí,
hacen visajes, menean la cabeza.
«Acudió al Señor, que él lo ponga a salvo,
que lo libre, si tanto lo quiere».
Me acorrala una tropa de novillos,
me cercan toros de Basán,
abren contra mí las fauces
leones que descuartizan y rugen.
Estoy como agua derramada,
tengo los huesos desconyuntados,
mi corazón, como cera,
se derrite en mis entrañas;
mi garganta está seca como una teja,
la lengua se me pega al paladar;
me aprietas contra el polvo de la muerte.
Me acorrala una jauría de mastines,
me cerca una banda de malhechores,
me taladran mis manos y mis pies
y puedo contar todos mis huesos.
Ellos me miran triunfantes,
se reparten mi ropa, se sortean mi túnica.

Y tenían también la otra dramática descripción de Isaías, que con justicia ha sido llamado «el evangelista del antiguo testamento»:

Mirad, mi siervo prosperará,
será elevado, ensalzado y puesto muy alto.
Muchos se avergonzarán de él
porque, desfigurado, no parecía hombre
ni tenía aspecto humano...
Le vimos sin aspecto atrayente,
despreciado y evitado por los hombres
como un varón de dolores acostumbrado a sufrimientos
ante el cual se ocultan los rostros.
El soportó nuestros sufrimientos
y aguantó nuestros dolores;
nosotros le estimamos leproso, herido de Dios y humillado,
pero él fue traspasado por nuestras rebeliones,
triturado por nuestros crímenes...
Maltratado, se humillaba y no abría la boca
como cordero llevado al matadero...
Le arrancaron de la tierra de los vivos,
por los pecados de mi pueblo le hirieron (Is 52, 13-53, 8).

La cruz en el nuevo testamento

Los apóstoles, que no entendieron esta omnipresencia de la cruz mientras Jesús vivió, la descubrieron tras su resurrección. Y la convirtieron en el eje central de su predicación. Al hacerlo podían remitirse a unas palabras de Jesús:

Está escrito que el Cristo había de padecer y resucitar al tercer día de entre los muertos, y que había de predicarse en su nombre la conversión de los pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas (Lc 24, 46-48).

Y en testigos de esa pasión preanunciada se convirtieron. Pablo subrayará que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras (1 Cor 15, 3) y Pedro en todos sus primeros discursos aludirá a esa muerte y resurrección anunciadas (Hech 2, 25; 2, 34; 3, 18). Y ya no hablarán de esta muerte como de un hecho más, como de un dato histórico entre otros, sino como el eje central que todo lo aclara y resume.

¿Por qué hacían esto los apóstoles? ¿Hablaban tanto de la muerte para explicarse aquello que no entendían y les asustaba? ¿Trataban de aclarar lo que encontraban oscuro? O, por el contrario, ¿es que eran conscientes de que la cruz fue realmente algo decisivo en la vida de Cristo? ¿Reflejaban el hecho de que Jesús vivió con el horizonte de la muerte siempre presente, como una sombra que ie persiguiera? ¿Hay en el fondo algo más que ingenuidad en todos esos pintores que dibujan a Jesús niño jugando ya con cruces, con espinas?

Podríamos responder a estas preguntas con una experiencia muy sencilla: tomar unos evangelios y subrayar en ellos todo lo que huele a cruz, todo lo que anuncie o presienta la pasión. ¡Nos encontraríamos con todo el evangelio subrayado!

De los evangelios sinópticos dicen los especialistas que cuentan la vida de Cristo como una simple prehistoria de su pasión. Y Tillichsubraya con acierto que la cruz no es para ellos un hecho aislado, sino «el» suceso hacia el que camina la historia de su vida y por el cual reciben sentido todos los demás sucesos.

La vida de Jesús transcurre, efectivamente, bajo el imperativo del padecer mucho (Mc 8, 31; Lc 17, 25; 22, 37; 24, 7; 24, 26; 24, 44). A ello le lleva su actitud de servicio, cuando él tendría derecho a vivir como un Señor. Su servicio llega hasta poner su vida como rescate de la multitud (Mc 10, 45). Frente a esta muerte dolorosa se levanta la tentación, que no duró un solo momento, sino toda una vida (Lc 4, 13; Heb 2, 18; 4, 15).

Hay, ciertamente, en Jesús un imperativo que «tira» de él y que él asume con la más soberana libertad. Casi se diría que Jesús, que sabe que sus adversarios buscan perderle (Mc 3, 6), les provocara saltándose el sábado, poniéndose por encima de la ley (Mt 5, 21). Hasta en los momentos más luminosos, como la transfiguración, aparece esa sombra de la cruz que le espera y de la que se habló en el tomo anterior de esta obra.

Es cierto: el evangelio entero está escrito desde el paradigma de la cruz que viene. Recién nacido, Simeón anuncia a su Madre que la vida de este niño será dramática y que una espada traspasará su alma (Le 2, 36). Y, recién nacido, tiene que huir porque ya los cuchillos de Herodes le amenazan (Mt 2, 13). En sus parábolas, incluso en las más sencillas, aparece la'alusión a la tragedia: Ya vendrá tiempo en que les quiten al esposo (Mt 9, 15). E, incluso, cuando le piden un signo de poder, no dará otro que el de Jonás, signo de muerte y resurrección (Mt 12, 40; 16, 4). Hasta el ferviente homenaje de la Magdalena es visto como un perfume anticipado para la sepultura (Mc 14, 8).


La hora

Esta «llamada de la cruz» se hace aún más visible en el evangelio de Juan, construido todo él bajo el signo de una hora que viene, de una hora hacia la que todo se encamina.

También en él ondea ese constante es preciso (3, 14; 20, 9; 12, 34) con el que se le señala a Cristo la obligación de morir, obligación que, por lo demás, se asume con plena libertad (10, 18; 14, 31; 18, 11). Muerte y resurrección son en Juan el tránsito deseado al Padre. Y la pasión será la consagración de Jesús por los hombres que el Padre le ha dado (18, 4-8; 17, 19) y la prueba decisiva de su amor por los amigos (15, 10). Esta muerte le devuelve al Padre (14, 28) y es, por ello, un marchar gozoso. Pero también doloroso y terrible. Por eso Jesús llora y se conturba (11, 33) y quisiera esquivar esa hora. Pero, no obstante, se mantiene firme (12, 27-28). Sabe que para eso se hizo carne, sabe que será pulverizado (6, 54-56), que desaparecerá, como el grano, en la tierra (12, 24), que será alzado como la serpiente en la que se recoge y muere todo veneno (3, 14).

Por eso en Juan ya el Bautista presentará a Jesús desde el primer momento como el cordero listo para el sacrificio (1, 29). Y el propio Jesús retará a los funcionarios del templo asegurándoles que, si destruyen el templo de su cuerpo, él lo reconstruirá en tres días (2, 19). Y anunciará a Nicodemo la necesidad de que el Hijo sea levantado en la cruz (3, 14). En Caná sabe que aún no ha llegado su hora (2, 4) y, en sus últimos meses, vivirá la angustia de la hora que llega, que no llega aún, que está llegando (7, 6; 7, 23; 8, 20).

No es, por todo ello, dificil concluir con Von Balthasar que el nuevo testamento en su conjunto es un ir y venir hacia la cruz y la resurrección.


¿Encarnacionismo o Redencionismo?

¿Por qué acumulo todas estas citas en esta antesala de la pasión de Cristo? Porque me parece que este es un problema vital para entender la vida de Jesús y porque esta es una cuestión que hoy está en candelero y, con frecuencia, no bien planteada: ¿el verdadero centro de la vida de Jesús fue su encarnación o su redención? ¿Vino Jesús «para» morir o el morir fue sólo un añadido, del que podría hasta haberse prescindido?

Los cristianos de hoy estamos en plena euforia del redescubrimiento del dogma de la encarnación. ¡Bendito descubrimiento! ¡Por él sabemos hasta qué punto el simple hecho de que Dios se hiciera hombre transforma y transtorna toda la vida sobre la tierra! Pero cuando ese gran hallazgo se desmesura entramos en un encarnacionismo que excluye la cruz o, al menos, la minusvalora.

El «encarnacionismo» es, efectivamente un mito para muchos cristianos de hoy. Ese sería, dicen, el verdadero centro del cristianismo. Y, como conclusión, piensan que el cristiano debe atender exclusivamente a su arraigo en el mundo y no pensar en lo que la redención descubre y tiene de muerte de este mundo. Piensan algunos que ha habido en la Iglesia una «inflación de cruz». Temen otros que la cruz conduzca únicamente a la resignación pasiva. Y, en lugar de subrayar lo que la cruz tiene de revolucionario y de equilibrar esa cruz con la resurrección para que no se quede en dolorismo, lo que hacen es centrarlo todo en una encarnación sin cruz.

El propio González Faus ha denunciado ese riesgo:

A base de decir que la cruz no significa resignación, se podría convertir su necesidad histórica en una necesidad meramente accidental o circunstancial: la cruz habría sido necesaria porque Jesús tuvo la mala suerte de vivir entre unos hombres muy malvados; pero si hubiera tenido la grandísima suerte de vivir entre nosotros, que somos tan buenos y vamos a arreglar tan bien el mundo, entonces la cruz no habría sido necesaria.

Una tentación así es hermana gemela de la que Satanás propuso a Cristo en el desierto: un cristianismo triunfante. Pero Cristo prefirió un cristianismo crucificado.

El padre De Lubac ha desenmascarado violententamente este «encarnacionismo» superficial:

Cristo no vino para realizar la obra de la encarnación. La Palabra se hizo carne para llevar a cabo la obra de la redención. El misterio de Cristo es también nuestro misterio. Lo que ocurrió en la Cabeza debe también suceder en los miembros: encarnación, muerte y resurrección, es decir: arraigo, desarraigo y transformación. Una vida no es auténticamente cristiana si no contiene ese triple riesgo.

Estas palabras son un eco de las que Bonhoeffer escribiera en su Etica:

En Jesucristo nosotros creemos en Dios hecho hombre, crucificado y resucitado. En la encarnación reconocemos el amor de Dios por su creatura. En la crucifixión el juicio de Dios sobre toda carne. En la resurrección la voluntad de Dios de suscitar un mundo nuevo. Nada sería más absurdo que romper el lazo que une entre sí estas tres realidades; porque en cada uno de ellas está contenido el todo. Encarnación, cruz y resurrección deben hacerse manifiestas en su unidad y en su diferencia. Una vida cristiana que no se edifique simultáneamente sobre estas tres realidades no sería conforme al objeto más esencial y a las estructuras más fundamentales de la fe.

No debemos, pues, separar lo que Cristo unió: Jesús no tuvo otra vida que la que iba encaminada hacia la muerte en la cruz. Despojar el evangelio de la cruz es desmedularlo enteramente.


A la luz de la tradición cristiana

Así lo ha visto toda la tradición de la Iglesia. Acierta Von Balthasar cuando asegura que no hay principio teológico en el que coincidan tan plenamente oriente y occidente como este de que la encarnación se produjo «en orden a» la redención de la humanidad en la cruz.

Permítaseme hilvanar unas pocas citas que enmarquen este caminar de la fe de la Iglesia:

Cristo, enviado para morir, consideró necesario nacer para poder morir (Tertuliano).

El Logos no podía, de suyo, morir. Por eso tomó un cuerpo que pudiera morir para ofrecerlo por todos. El Logos impasible portó un cuerpo para tomar sobre sí lo nuestro y ofrendarlo en sacrificio para que todo el hombre alcance la salvación (san Atanasio).

Si interrogamos al misterio nos dirá que su muerte no fue una secuela de su nacimiento, sino que nació para poder morir (san Gregorio de Nisa).

Cristo hubo de asumir el mismo material del que nosotros constamos. Si no, no habría podido recabar de nosotros cosas que él no hubiera hecho. Para ser como nosotros cargó con lo penoso: quiso pasar hambre, pasar sed, dormir, no resistir al sufrimiento, obedecer a la muerte, resucitar visiblemente. En todo ello ofreció su propia humanidad como sacrificio primicial (Hipólito).

La encarnación consiste en la asimilación de lo maldito de la humanidad. Sólo asumiendo las partes del hombre afectadas por la muerte --cuerpo, alma, espíritu— pudo actuar como fermento en la masa para santificar a todos (san Gregorio Nazianceno).

Bajó a nosotros, no sólo para tomar nuestra substancia, sino también nuestra naturaleza pecadora. Y no hubo otra causa para que el Hijo naciera que la de poder ser clavado en la cruz (san León Magno).

La sucesión de encarnación, muerte y resurrección significa para el creyente una cada vez más honda fundamentación del mundo: el misterio de la encarnación de la Palabra encierra el resumen interpretativo de todos los enigmas y modelos de la Escritura, así como el sentido de todas las criaturas sensibles y espirituales. Pero quien conoce el misterio de la cruz y el sepulcro, conoce las verdaderas razones de todas las cosas. Y, finalmente, quien se adentra en la fuerza oculta de la resurrección descubre el fin último por el cual Dios lo creó todo desde el principio (Máximo, el confesor).

Los hombres se distinguen de Dios por tres cosas: por su naturaleza; por su pecado; y por su muerte. Pero el Redentor hizo que desaparecieran los obstáculos que impiden una relación directa entre Dios y los hombres. Para ello eliminó uno a uno dichos obstáculos: el primero, asumiendo la naturaleza humana; el segundo, muriendo en cruz; el tercero desterrando por completo de la naturaleza humana la tiranía de la muerte al resucitar (Nicolás Cabasilas).


Dos herejías enpequeñecedoras

Creo que debo detenerme aquí para responder a dos preguntas que, sin duda, está haciendo el lector: ¿por qué comienzo a hablar de la pasión de Cristo haciendo estas aburridas reflexiones? ¿Por qué no empiezo a contar, sin más, lo que ocurrió?

La respuesta es sencilla: porque sé que al lector de hoy, cuando se adentra en la pasión de Cristo, le asedian dos viejas-nuevas herejías.

Una es esa variante del arrianismo que vuelve a estar de moda en todos aquellos que, obsesionados por el humanismo más exacerbado, creen que el hombre es lo único que cuenta, el centro de todo. Y, consiguientemente, creen que casi le hemos hecho a Dios el favor de «permitirle» ser hombre y creen también que Cristo fue más Cristo en sus horas de triunfo que en las de dolor. La otra herejía de moda es esa forma de nuevo nestorianismo que reduce la pasión de Jesús a un ejercicio de «dolorismo», a una narración en la que lo que cuenta es «lo mucho» que sufrió Jesús, como si se tratara de un titán que ha batido el récord de los sufrimientos. Dos peligrosas herejías. La primera no entiende y oculta la pasión; la segunda la rebaja y descentra.

Por eso es importante recordar, desde las primeras páginas, que la pasión de Jesús es más que un drama sangriento, más que una anécdota terrible. En la cruz, por de pronto, gira la visión del hombre y se trastorna el rostro que atribuimos a Dios.

Si preguntamos a los contemporáneos de Jesús qué es para ellos un hombre grande, la respuesta es muy simple: un verdadero hombre es el que vive una existencia de grandeza, el que vive y muere noble y heroicamente, el que desconoce la vulgaridad de la vida, el que está conducido por una voluntad de poder, de gloria y magnificencia. Estos y sólo éstos son hombres. Al lado está una sub-existencia propia de esclavos, vulgar, mediocre, ensuciada por el dolor, con una muerte insignificante. Estos hombres no son parte de la realidad, no pertenecen a la humanidad propiamente dicha, son sus detritus.

Pero al acercarnos a la vida y muerte de Jesús nos encontramos con que él asume esta segunda vida sin grandeza y no parece tener interés alguno en salirse de ella. Su pobreza es la pobreza de los pobres, no la de un Sócrates filosófico o la de un asceta hierático. Sus amigos son gente sin personalidad. Su vida carece de todo brillo: ni sus compañeros le entienden, sus propios adversarios le valoran poco, el fracaso se cierne constantemente sobre su obra.

Pero es, sobre todo, su muerte la que carece de la «grandeza» de los héroes. Sócrates tiene una muerte brillante: es el filósofo que se sacrifica por su idea. César consiguió una muerte heroica: cayó bajo los puñales de sus amigos. ¡Qué muertes más distintas de la de este Jesús cubierto de salivazos, burlado por los soldados, condenado a muerte sin que quede muy clara la causa, traído y llevado a tribunales que le desprecian y no saben muy bien cómo quitárselo de en medio, crucificado finalmente entre dos ladrones y con la soledad de los amigos que le abandonan! No hay honor en su muerte, que parece tener más de vergonzosa que de soberana.

Por mucho que los cristianos tratemos de embellecer su muerte nunca lograremos arrancarla del patíbulo infame. Es cierto: la pasión y muerte de Jesús como dice Guardini son, desde un punto de vista humano, torturantes y difíciles de soportar.

Y nos obligan a preguntarnos si la verdadera grandeza del hombre no consistirá precisamente ni en la grandeza, ni en el heroísmo, ni en el brillo, ni en el esplendor, ni en el poder. Ser hombre debe de ser otra cosa. Morir lleno debe de ser otro modo de morir. Los verdaderos valores del hombre tienen que ser forzosamente otros. La pasión de Jesús tendrá que descubrírnoslo.

Pero si la cruz nos cambia el concepto del hombre, mucho más nos cambia el concepto de Dios.

El Dios de todas las religiones es el Dios del poder, de la omnipotencia. El Dios de Sócrates es la sublimidad del pensamiento supremo. El Dios de los hindúes es el gran universo que teje todas las existencias individuales. El mismo Dios del antiguo testamento es el Señor de los ejércitos, el hacedor de milagros.

Pero el Dios que vamos a encontrar en la cruz es bien diferente. Como dice Von Balthasar, al servir y lavar los pies a su criatura, Dios se revela en lo más propio de su divinidad y da a conocer los más hondo de su gloria. No es ya un Dios de poder, es un Dios de amor, un Dios de servicio. Es un Dios que baja y desciende y así muestra su verdadera grandeza. Deja de ser primariamente absoluto poder, para mostrarse como absoluto amor. Su verdadera soberanía se muestra en el no aferrarse a lo propio, sino en el dejarlo. Crece entregándose. Por eso el hombre puede amarle, más que adorarle únicamente. Como escribe Alain:

Se dice que Dios es omnipotencia. Pero a la omnipotencia no se la ama. Y así el poderoso es el más pobre de todos. Sólo se ama la debilidad

Porque, como recuerda Bonhoeffer:

Cristo nos ayuda no con su omnipotencia, sino con su debilidad y sus sufrimientos.

¡Qué ingenuos somos al creer que Dios creció en su encarnación! La encarnación como dice san Cirilo— no es un incremento, sino un vaciamiento. Y es la cruz quien nos va a mostrar verdaderamente ese rebajarse de Dios, esa kenosis de la que tanto hablan los padres griegos. Oigamos sus palabras:

No hay por qué tener miedo a decir que la bondad de Cristo aparece mayor, más divina y realmente conforme a la imagen del Padre, cuando se humilla obediente hasta la muerte y muerte de cruz, que se hubiera tenido por bien indeclinable el ser igual a Dios y se hubiera negado a hacerse siervo por la salvación del mundo (Orígenes).

Nada hay tan sublime como el que Dios derramara su sangre por nosotros (Juan Crisóstomo).

Prueba mucho más patente de su poder que la magnitud de sus milagros es el que la naturaleza omnipotente fuera capaz de descender hasta la bajura. La altura brilla en la bajura, sin que por ello quede la altura rebajada (Gregorio de Nisa).

No vino a más, sino que, siendo Dios, tomó la condición de siervo, y, al hacerlo, lejos de venir a más, se puso por los suelos (Atanasio).

La cruz nos descubrirá así al verdadero Dios: al Dios humilde. Y humilde en el sentido más radical de la palabra: el grande que se inclina ante el débil, el todopoderoso que valora lo pequeño no porque reconozca que «también lo pequeño tiene su valor», sino que lo valora «precisamente porque es pequeño».

Por todo esto digo que la cruz es «revolucionaria», porque está llamada a cambiar nuestros conceptos, nuestras ideas sobre la realidad. A cambiar, sobre todo, nuestra vida.

Porque —y esta es la más profunda intención de este capítulo—desde la cruz Jesús no nos dice: mirad cuánto sufro, admiradme, sino mirad lo que yo he hecho por vuestro amor, tomad vuestra cruz, seguidme. Jesús no murió para despertar nuestras emociones, sino para salvarnos, para invitarnos a una nueva y distinta manera de vivir. Una cruz que no conduce al seguimiento es cualquier cosa menos la de Cristo.

Por eso acercarse a la cruz es arriesgado y exigente. Invita a la «segunda conversión». Como le sucedió a san Agustín: primero se convirtió al Dios único y bueno. Y, después, al Dios crucificado. Así lo cuenta en el capítulo siete de sus Confesiones. Porque después de descubrir a Dios aún no era cristiano. Sólo cuando Dios se hizo concreto para él en el Crucificado descubrió que todo el fulgor del mundo redimido brota de la sedienta raíz del Dios paciente.

Jesús lo dijo bien tajantemente con una de sus características más típicas: los líderes (políticos, humanos) que buscan seguidores les muestran un horizonte de éxitos y les ocultan, o minimizan, las dificultades que encontrarán por el camino. Cristo, por el contrario, apenas habla de su resurrección y, cuando lo hace, como en la transfiguración, lo hace casi a escondidas, como vergonzosamente. En cambio deja bien claro el dolor que tendrán que pasar sus seguidores para llegar al triunfo.

Sus órdenes a los suyos son tajantes en este sentido: Si alguno quiere venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y que me siga (Mt 16, 24). Y esto no se lo pide sólo a sus discípulos y elegidos. El evangelista tiene buen cuidado de recordar que esta frase fue pronunciada para la multitud junto con los discípulos (Mc 8, 34). Y

Mateo lo dirá más tajantemente: Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.

Todos los cristianos auténticos lo han entendido así. Hay que seguir desnudos al Cristo desnudo, clamaba san Jerónimo. Y, en nuestro siglo, ese gran enamorado de la cruz que fue Carlos de Foucauld no quería que en sus comidas le sirviesen vino, no por hacer una mortificación, sino porque quería ver siempre, gracias a la transparencia del agua, los instrumentos de la pasión que había dibujado en el fondo de su vaso.

Inventarse, pues, un cristianismo descafeinado, descrucificado, es ignorarlo todo sobre Cristo. Y no es esto una invitación a la tristeza. La verdadera cruz le habla al creyente mucho más de amor que de dolor, o, en todo caso, de ese dolor que surge del verdadero amor. El signo de la cruz no es un adorno, pero tampoco un espantajo. Es una bendición. San Agustín lo dijo hermosamente: Los hombres signados con la cruz pertenecen ya a la gran casa.