Bienaventuranzas,
las ocho locuras de Cristo

Y, ahora, descalzaos, porque la tierra que vamos a pisar es de fuego. Vamos a hablar de las bienaventuranzas, las ocho locuras que resumen el mensaje de Cristo.

Y tendré que pedir perdón al lector por tratarlas ahora, después de haber esbozado ya las grandes claves del pensamiento de Jesús, cuando él, de hecho, colocó las bienaventuranzas como la gran obertura de su predicación. Pero es que Jesús, como los buenos oradores, gustaba de coger la sartén por donde más quema y comenzaba sus sermones por la cima, como el escalador, que señala la cumbre antes de que comience la escalada. Pero ¿quién es capaz de empezar a estudiar el mensaje de Jesús por esa cima en la que el aire, de tan puro, se vuelve irrespirable para el pequeño hombre? ¿Quién no se acobardaría al comenzar encontrándose con esta nueva zarza ardiendo? He preferido, por ello, colocar este comentario después de los dos capítulo anteriores, para resumir así, a una nueva luz más intensa, cuanto en ellos hemos dicho.

Las bienaventuranzas no son realmente —como a veces se ha pensado— una especie de prólogo brillante y literario del sermón de la montaña. Son su punto central, su meollo. Ocho fórmulas restallantes que resumen todo el nuevo espíritu que se anuncia. Todo lo demás, son aplicaciones. Porque, si en el Sinaí se concentró toda la ley en los diez mandamientos, en este nuevo monte nos encontramos con un nuevo —y bien diferente decálogo. Lo que allí aparecía en rígidas fórmulas legales, se convierte aquí en bendiciones para los que vivan el nuevo espíritu. Allí se señalaban los mínimos que deben aceptarse; aquí se apuntan las cimas a las que hay que tender con toda el alma y la felicidad que espera a quienes las coronen.

Pero antes de afrontar la escalada deberíamos preguntarnos cómo debemos oírlas. Y comenzar averiguando cómo las escucharon, qué sintieron quienes por primera vez conocieron este vertiginoso mensaje.

Una tradición artística no muy afortunada nos ha acostumbrado a imaginar a los oyentes de este sermón de la montaña contemplando emocionados y felices a Jesús, escuchando la «delicia» de sus palabras con la más completa y fácil adhesión. Pero, evidentemente, no pudo ser así. Los sentimientos de quienes le escuchaban tuvieron que ser mucho más complejos. Los mismos apóstoles tenían que estar desconcertados, escuchando cosas que el Maestro nunca, hasta entonces, había dicho. Oían, sí, embelesados, pero tal vez más asustados y desconcertados. Si algo podía definir sus sentimientos, era sin duda la palabra «vértigo». Por vez primera se asomaban a toda la hondura-altura del alma de Jesús.

Este desconcierto tenía que reproducirse, multiplicado, en los demás. La mayoría de sus oyentes lo hacía por primera vez; era gente sencilla, pescadores, agricultores, arrieros, conductores de camellos, pastores. Tal vez se mezclaban con ellos algunos ilustres, pero la casi totalidad pertenecía a la clase campesina. Eran —según les llamaban los fariseos— am haarez, el pueblo de la tierra, semianalfabetos en gran parte, sin otros horizontes que los de trabajar, comer, dormir y morir.

Era, ciertamente, gente que sabía lo que es el dolor y la lucha. Vivían en un tiempo y una tierra duros. Sabían que, cuando un año faltaban las lluvias en otoño, tal vez sería ya imposible la siembra y detrás vendría un año de hambre. Conocían el esfuerzo de mimar sus bancales de tierra, para que en las pendientes de los montes pudieran fructificar unos pocos olivos que daban cosecha sólo uno de cada dos años. Para poder simplemente comer, tenían que mantener una interminable guerra con la naturaleza.

Luego, estaba la otra guerra con las autoridades. La opresión no era, para ellos, un eslogan político. Se sabían esquilmados por los impuestos, por todo tipo de diezmos y tributos. Arrendatarios, publicanos, cambistas, prestamistas, giraban en torno a cada casa y cada era, dispuestos a sangrar una buena porción de la cosecha, antes aún de que ésta pudiera llegar a los graneros.

Y estaba, además, el invasor romano, que imponía la ley con aparente tolerancia y real dureza. Raramente veía al procurador romano, pero su sombra pesaba sobre la vida concreta de cada uno. Y sentían bien cerca, y por desgracia, a la soldadesca romana que, corta de sueldo, se compensaba con todo género de tropelías.

Esta era, realmente, la gente que escuchaba a Jesús. No dulces beatas, no «piadosas almas de Dios». Los más acudían a él, no porque esperasen recetas para su espíritu, sino urgentes respuestas para sus problemas humanos. Antes que a Jesús habían escuchado a muchos otros caudillos o cabecillas, de esos que nunca separan de sus labios la palabra «libertad». Pero sabían que la mayoría pronto terminaban detenidos y crucificados o, cuando no, huidos a las montañas y convertidos en bandoleros.

Pero Jesús era, o parecía, diferente. Este, hablaba de los pobres, de los perseguidos, de los oprimidos, de los que tenían hambre. Pero parecía preocuparle más aclarar el sentido de esa hambre y de esa opresión que conseguir suprimirlos. Traía luz, no rebeldía. O, en todo caso, hablaba de «otra» rebeldía.

Difícilmente pudo escucharle aquella gente con los rostros beatíficos que suelen atribuirles los pintores. Los más seguramente no calaron lo que Jesús estaba diciéndoles y debieron de sentir, primero decepción, después cólera, ante aquel «repartidor de buenos consejos». Algunos, pocos, vislumbraron la enorme revolución que apuntaba detrás de la mansedumbre. Y éstos tuvieron que sentir vértigo ante aquellas palabras que ofrecían una nueva escala de valores. Aquellas expresiones, pensaron, eran relámpagos. Eran la invasión de la locura de Dios en medio de la cordura de los hombres. De repente, lo que el hombre valoraba, pasaba a ser estiércol. Y todo aquello de lo que el hombre huía como de una maldición, se convertía en la mayor fuente de felicidad.

Hoy, veinte siglos después ¿qué queda de aquel escalofrío? Son fórmulas que hemos oído tantas veces, que se han vuelto insípidas, la llamarada se tornó rescoldo, el vino generoso fue perdiendo grados hasta convertirse en un agua coloreada.

Tendríamos, por ello, para entenderlas que volver a descender a su fondo, como una gruta en cuyo fondo rocoso se oculta el dificil tesoro.

Y tal vez debiéramos detenernos para descubrir que, en todo caso, son palabras en las que se juega nuestro destino; palabras a vida o muerte.

Y no sería malo empezar pensando que este monte de las bienaventuranzas es como un preludio del Calvario. El día que nuestro Señor enseñó las bienaventuranzas —escribe Fulton Sheen— firmó su propia sentencia de muerte. Es cierto: no puede predicarse algo tan contrario a la sabiduría de este mundo, sin que el mundo acabe vengándose y llevando al predicador a la muerte. De hecho, Jesús enseñó las bienaventuranzas en un monte, y las puso en práctica en otro. Porque decir las cosas que dijo es el mejor camino para crearse enemigos. Predicar la pobreza, la mansedumbre, la paz, decir que son bienaventurados los perseguidos, no puede gustar a un mundo que sólo cotiza la riqueza, la violencia, el prestigio, el dominio, la comodidad, el sexo. Los que crucificaron a Cristo eran, simplemente, lógicos. Mucho más que quienes creemos que se puede ser, al mismo tiempo, ciudadanos del reino de Dios y de los poderes de este mundo. El sermón de la montaña es una opción. Y una opción por la locura. La crucifixión no puede estar lejos de quien se atreva a decir: Ay de vosotros, ricos. Tampoco puede estar lejos ¡ojo, lector!— de quien hoy se atreva a creerlo.

Por eso hay que subir a este monte descalzos y temblando. Por eso hay que empezar destruyendo la piadosa caricatura que unta este sermón y estas bienaventuranzas de dulzura y confitería. Este es un monte de alegría. Pero de esa que hay al otro lado de la zarza ardiendo.

El camino de la felicidad

Y Jesús comienza la predicación de su Reino desplegando la gran bandera que centra todas las expectativas humanas: la felicidad. Su búsqueda es el centro de la vida humana. Hacia ella corre el hombre como la flecha al blanco. El mismo suicida busca la felicidad o, cuando menos, el fin de sus desdichas. Y todo el que renuncia a una gota de felicidad es porque, con ello, espera conseguir otra mayor.

Es esta felicidad —esta plenitud del ser— lo que Jesús anuncia y promete. Pero va a colocarla donde menos podría esperarlo el hombre: no en el poseer, no en el dominar, no en el triunfar, no en el gozar; sino en el amar y ser amado.

¿Quiénes son los realmente felices? Ya en el antiguo testamento se intenta responder a esta pregunta. «Venturoso el varón irreprensible que no corre tras el oro» decía el libro del Eclesiástico (31, 8-9). «Bienaventurado el varón que tiene en la ley su complacencia y a ella atiende día y noche» anunciaban los salmos (1, 2). «Felices los que se acogen a ti» (2, 12) «Felices los que observan tu ley» (106, 3) «Feliz el pueblo cuyo Dios es Yahvé, el pueblo que él eligió para sí» (33, 12). En todos los casos, la felicidad está en querer a Dios y en ser queridos por él. Pero en el nuevo testamento este amor de Dios se convertirá en paradoja, porque no consistirá en abundancia, ni en triunfo, ni en gloria, sino en pobreza, en hambre, en persecución. El antiguo testamento nunca se hubiera atrevido a proponer tan desconcertantes metas. Ahora Jesús descenderá al fondo de la locura evangélica.

Las dos versiones

Antes de intentar desentrañar el sentido de las bienaventuranzas tenemos que detenernos un momento a señalar las diferentes versiones que de ellas ofrecen Lucas y Mateo. Para Mateo las bienaventuranzas son ocho, a las que se añade una fórmula de cierre de todas ellas. Están, además, redactadas en tercera persona. Las de Lucas se presentan en segunda persona, dirigidas directamente a los oyentes, y sólo son cuatro, pero van acompañadas de otras cuatro maldiciones paralelas.

Sobre estas diferencias se han escrito cientos de volúmenes, sin que los científicos terminen de ponerse de acuerdo. Aquí baste decir que no hay oposición entre unas y otras formulaciones, que más bien se complementan y aclaran. En san Lucas, las bienaventuranzas son más agresivas, presionan, empujan. En Mateo, aparecen suavizadas, se deslizan hasta lo hondo del corazón y la mente. En san Lucas, adoptan un tono realista, casi material. En san Mateo, tienen un sesgo más idealista. Probablemente las formulaciones de san Lucas sean más primitivas y recojan mejor el tono semita de Cristo. Las de san Mateo parecen influidas por el deseo posterior de evitar confusiones.

Quizá la verdadera aclaración esté en la diversidad de destinatarios que tienen los dos evangelios. San Lucas escribe para paganos o cristianos recién llegados del paganismo. Por eso sus fórmulas atacan directamente la raíz de la visión pagana del mundo: critican, sin rodeos, la riqueza; exaltan, sin atenuantes, la condición de los miserables de este mundo.

San Mateo escribe para un ambiente judío. Aquí el peligro es la falta de espíritu, el cumplimiento literal de la ley. Acentúa por ello la línea más espiritual y recoge los valores mansedumbre, limpieza de corazón, afán pacificador— que estaban más en baja para sus compatriotas.

Pero no se trata de dos visiones opuestas. Cada evangelista ha recogido lo que más le ha impresionado de las palabras de Jesús y les ha dado el inevitable toque personal. Juntas, ambas visiones nos permitirán asomarnos a toda la hondura del mensaje de Jesús.

Bienaventurados los pobres
porque vuestro es el reino de Dios

A la puerta de esta bienaventuranza nos espera una gran dificultad: ¿a quién se está refiriendo Cristo, a los «pobres» como trascribe Lucas o a los «pobres de espíritu», a «los que tienen alma de pobre» que recoge Mateo? Desde que la Iglesia es Iglesia vienen unos y otros tratando de arrastrar la bienaventuranza hacia sus ideas. Para los pauperistas, Cristo estaría canonizando la pobreza material sin más; el hecho de ser pobre. Y, desde el otro lado, la comodidad burguesa se las ha arreglado para, sacándole el jugo a la formulación de Mateo, poder combinar riqueza con bienaventuranza.

Pero Jesús no pudo canonizar la simple ausencia de bienes materiales. Puede carecerse de todo y tener dentro del alma hectáreas de ambiciones, toneladas de envidia, kilómetros de deseos, montañas de codicia. La tradición cristiana —como escribió Mounier— así como no es un dolorismo, tampoco es un pauperismo. La bienaventuranza de Jesús, evidentemente, no puede referirse a la simple ausencia de riquezas, tiene que incluir algo más, Jesús no puede canonizar un vacío.

Pero si es claro que Cristo no llamaba bienaventurado al pobre por el hecho de serlo, mucho menos podía referirse al rico que, con la disculpa de que no está apegado a sus riquezas, sigue viviendo y disfrutando cómodamente de ellas. No se puede ser pobre de espíritu y vivir como un rico. El verdadero pobre de espíritu o es realmente pobre en lo material o terminará siéndolo, porque ese espíritu le llevará a compartir la pobreza de los que nada tienen.

Mas la bienaventuranza evangélica va mucho más allá que un puro problema de dinero. La palabra que Jesús usó para definir a los pobres fue anaw y este término señalaba en hebreo a un grupo muy concreto. Anaw eran los humildes, los oprimidos, los desgraciados, los cargados de deudas y de enfermedades, los desamparados, los marginados. Pero a esta palabra «pobre» añadían siempre los judíos una segunda expresión y hablaban de los «pobres de Yahvé». Eran estos los que, precisamente por no tener nada, precisamente debido a su desamparo, se acercaban a Dios, ponían en él toda su confianza, cumplían su voluntad, observaban la ley.

Estos son realmente los pobres de los que Jesús habla: los que no se detienen en la idolatría de las riquezas y no tienen otro Dios que Yahvé; los que viven «abiertos» a él y a su palabra, los que no confian en el dinero, ni en los demás hombres y ni siquiera en sí mismos, sino en sólo Dios. Pobres son los que están permanentemente disponibles a caminar hacia Dios, los que no están atados a ninguna propiedad, porque nada tienen, los que, como el propio Jesús, no tienen una piedra donde reclinar la cabeza, los que son como él que, según la frase de Tresmontant, es «el vagabundo por excelencia».

Pobres son los que han elegido la libertad de no estar encadenados a nada de este mundo y ni siquiera a sí mismos, a sus ambiciones y sus orgullos. La miseria obligada es esclavitud, pero esta pobreza libre que Jesús pregona es liberación. La pobreza forzosa es carencia, vacío; la libre pobreza de Jesús es plenitud, es apertura hacia todo. El no pide renuncia a la riqueza por la riqueza, lo que él pide es plenitud de Dios y renuncia a todo aquello que, en la riqueza, aparta de Dios, es decir: casi todo lo que la riqueza tiene de riqueza.

A estos hombres abiertos, Jesús les promete el reino de Dios. El que Mateo haya traducido «reino de Dios» por «reino de los cielos» hace que muchos confundan esta bienaventuranza con una ración de morfina: Cristo estaría engatusando a quienes viven en este valle de lágrimas con la promesa de otro reino celeste que vendrá más tarde. Pero Jesús no habla aquí para nada de «los cielos» como de algo separado de la tierra en que sufrimos. La traducción «reino de los cielos» —ya lo hemos dicho en otro lugar— responde simplemente al pudor con que los judíos eludían el nombre de Dios y aludían a él mediante una paráfrasis. El reino que Jesús anuncia a los pobres es ese que él viene anunciando desde el comienzo de su predicación, ese que «está en medio de vosotros».

No habla para nada de un paraíso «más allá», mito y opio que aletargara a los imbéciles. Lo que dice es que en el seno de la presente humanidad, en el corazón de la actual creación, está ya en trance de hormarse otra creación, nueva, que está formándose, construyéndose. Es la humanidad nueva de la que él constituye el primer eslabón. Los pobres, los abiertos de corazón, los libres, los no encadenados ni al mundo ni a sí mismos, esos formarán parte de esa nueva humanidad que, conducida por él, traspasa las barreras de este mundo.

Bienaventurados los mansos
porque ellos poseerán la tierra

No resulta fácil exaltar la mansedumbre en una civilización que idolatra la violencia y la convierte en medida de la verdadera grandeza y del auténtico poder. Fuerza, poder y violencia son la gran trinidad de nuestro siglo. ¿Y Cristo se atreve a llamar bienaventurados precisamente a los mansos? ¿Es esta bienaventuranza una exaltación de la debilidad, del apocamiento, de la falta de virilidad?

Tendríamos que comenzar por distinguir fuerza y violencia. Fuerte es el que crea, violento el que destruye. Fuerte es Dios, pero jamás violento. A él le interesa crear y no destruir.

¿Y los mansos? José María Cabodevilla ha escrito:

Los mansos no son los débiles, ni tampoco los fuertes. No son los impotentes para combatir en la vida, ni son tampoco aquellos que utilizan su impotencia como un arma para derribar al enemigo, apelando a su compasión o su ternura. No son mansos quienes se rebelan airadamente contra la injusticia, pero tampoco son los que, con su resignación, contribuyen a la expansión del mal. Los mansos son, simplemente, los que participan de «la mansedumbre de Cristo» (2 Cor 10, 1).

Con esta última frase nos hemos acercado al centro del problema. En el evangelio sólo dos veces aparece la palabra «manso», aparte de la bienaventuranza. Y las dos veces se refiere a Cristo. El es el rey pacífico que, lleno de mansedumbre, entra en Jerusalén sobre un borriquillo (Mt 21, 4-5). Y será el mismo Jesús quien diga a sus discípulos: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11, 29-30). Frente a la dureza e intransigencia de los fariseos, Jesús se define como dulzura, alivio, refugio, descanso de las almas.

A la luz de estos dos textos entendemos qué quiere decir el evangelista cuando habla de los «mansos». San Pablo describirá también minuciosamente esta mansedumbre que debe tener el cristiano: Revestíos de sentimientos de compasión, de bondad, humildad, mansedumbre, de paciencia, soportándoos mútuamente y perdonándoos si alguno tiene queja de otro (Col 3, 12-15).

La mansedumbre, pues, más que una virtud, puede definirse, como ha escrito López Melús, un complejo de virtudes, una forma especial de la humildad y de caridad, que abarca la condescendencia, la indulgencia, la suavidad y la misma misericordia.

Pero sería equivocado reducir la mansedumbre a la suavidad. Cristo era suave, pero no sólo eso. Era también fuerte. Le vemos cómo fustiga al mal sin rodeos. El ser manso no coarta su dignidad ante Pilato y Herodes. Le oímos proferir los más duros insultos contra los fariseos. Se atreve a decir que él ha venido a traer una guerra. Cuando alguien le golpea, no responde con otro golpe, pero sí levanta su palabra para protestar contra el golpe injusto.

En Jesús se unen fortaleza y mansedumbre. Como en toda mansedumbre auténtica. Tendríamos que decir que un manso es quien muestra con suavidad su fortaleza interior.

Y a estos mansos promete san Mateo que poseerán la tierra. La fórmula es extraña y más en san Mateo que tiende a espiritualizar todas las bienaventuranzas. ¿Es un premio material el que se promete a los mansos?

Tenemos que regresar a la terminología bíblica. Ya en el salmo 37, 11 nos encontramos con que «los mansos poseerán la tierra y gozarán de gran paz». Se está hablando de la tierra de promisión. No se trata de la propiedad material de unas tierras, sino del hallazgo de una patria en la que el pueblo de Dios espera la llegada del Salvador. Este Salvador descubrirá que esa tierra de promisión es sólo un símbolo de unos nuevos cielos y una nueva tierra (Is 65, 17 y 2 Pe 3, 13) en los que se realizará el reino de Dios.

En definitiva, a los mansos se les promete lo mismo que a los pobres: unos y otros tendrán por herencia el construir la humanidad nueva y entrar en la vida eterna. También se les dará lo demás por añadidura. Los mansos se irán imponiendo con la dulce fuerza de sus espíritus. Serán más fuertes y eficaces que los violentos. Construirán, donde éstos sólo destruyen. Pero esta su victoria en la tierra de los hombres será sólo el anuncio de su gran victoria en la tierra de las almas.

Bienaventurados los que lloran
porque ellos serán consolados

Henos aquí ante otra bienaventuranza desconcertante. Sobre todo en la formulación más tajante de Lucas: Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. ¿Estamos aquí ante una condenación de la alegría y una canonización de la tristeza? ¿Es que el llorar será bienaventuranza y toda risa es maldita? ¿Sólo entre lágrimas podrá el hombre caminar hacia Dios?

Evidentemente no se trata aquí de cualquier tipo de lágrimas. Y la clarificación la tenemos a todo lo ancho del antiguo y del nuevo testamento.

Ya en el antiguo teníamos preanunciada esta bienaventuranza. Me volví —dice el Eclesiástico y vi las violencias que se hacen debajo del sol y las lágrimas de los oprimidos sin tener quién los consuele (4, 1). Pero esta tristeza y llanto se convertirán en gozo bajo la mano de Dios: Los que sembraron en llanto —dice el salmo— cosechen en júbilo (126, 5). Y será Isaías el gran profeta del llanto y del consuelo, porque el tiempo de la cautividad de Babilonia es el tiempo de las lágrimas. Por eso Isaías anuncia como la gran misión del Mesías la de ser el consolador universal. Vendrá —dice-- para consolar a los tristes y dar a los afligidos de Sión, en vez de ceniza, una corona (61, 3).

Estos son los que Cristo proclama bienaventurados: los que son conscientes de que viven en el destierro, los que tienen llanto en el alma, los que experimentan que están lejos de Dios y de la patria prometida, los que sufren en su carne por estar sometidos a la tiranía del pecado, del propio y de los demás. Son los que sufren porque saben que «el amor no es amado», los que sienten el vacío de las cosas y no se enredan en ellas con «la risa del necio, que es como el chisporrotear del fuego bajo la caldera» (Ecl 7, 6).

A todos estos trae Jesús el consuelo y promete bienaventuranza: «En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis y el mundose alegrará; vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16, 20).

Esta bienaventuranza comenzará a cumplirse ya aquí en la esperanza, pero sólo tendrá realidad plena al otro lado, en la nueva Jerusalén. En ella Dios será con ellos y enjugará las lágrimas de sus ojos y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajos, porque todo eso es ya pasado (Ap 21, 3-4).

No se anuncia pues la bienaventuranza a los que lloran por envidia de lo que no han podido conseguir, por rabia de su fracaso, por cobardía o mimos infantiloides. No se elogia aquí a los pesimistas, ni a los morbosos que gozan revolcándose en sus propias heridas.

De los que se habla es —como ha escrito muy bien Papini— de los que sienten asco de sí mismos y compasión del mundo y no viven en la supina estupidez de la vida corriente y lloran la infelicidad propia y lloran los esfuerzos fallidos y la ceguera que retrasa la victoria de la luz —porque la luz del cielo no aprovecha a los hombres si éstos no la reflejan , y lloran la lejanía de ese bien infinitas veces soñado, infinitas veces prometido y, sin embargo, por culpa nuestra y de todos, cada vez más lejano; los que lloran las ofensas recibidas, sin aumentar los problemas con la venganza y lloran el mal que han hecho y el bien que hubieran podido hacer y no han hecho; los que no se desesperan por haber perdido un tesoro visible, sino que ansían los tesoros invisibles; los que así lloran, apresuran con las lágrimas la conversión y es justo que un día sean consolados.

Estas son las lágrimas que Dios bendice: las que construyen y no las que adormecen; las lágrimas que no terminan en las lágrimas, sino en el afán de convertirse; las que, al salir de los ojos, ponen en movimiento las manos; las que no impiden ver la luz, sino que limpian los ojos para que vean mejor.

Para esos reserva Dios un infinito caudal de alegrías.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia
porque ellos serán hartos

Volvemos a encontrarnos aquí con una doble formulación de la misma bienaventuranza. Para san Lucas son felices simplemente los que tienen hambre, para Mateo los que tienen un hambre muy concreta de justicia. Pero tendremos que leer ambos términos a la luz del lenguaje bíblico en el que las bienaventuranzas fueron escritas.

En todo el antiguo testamento el hambre parece ser un patrimonio de todos los elegidos de Dios, y no un hambre mística, sino un hambre puramente material ante todo. Abrahán e Isaac bajaron a Egipto empujados por el hambre. Gran parte de la historia de José gira en torno a la escasez de alimento que padecía Palestina. El pueblo de Israel tendrá luego que padecer mil formas de hambre en su caminar por el desierto de Sinaí.

En el nuevo testamento, Cristo y los suyos conocerán también el hambre material y la sed material. Hambre tuvo que pasar mil veces la Sagrada Familia en Nazaret y durante la huida a Egipto. Hambre pasó Cristo en el desierto. Y sus labios agonizaban de sed en el Calvario.

¿Quiere esto decir que todo hambre y toda sed son, sin más, signos de bendición divina y anuncios de saciedad? Quiere decir, cuando menos, que, si el hombre no llena ese vacío de pan con una plenitud de envidias, el hambre es, como la pobreza, una situación de privilegio en el reino de Dios, una proximidad a él, pues Dios es amigo de llenar lo que está vacío. Serán saciados. Cuando se realice plenamente la bienaventuranza ya no tendrán hambre, ni tendrán ya sed, ni caerá sobre ellos el sol, ni ardor alguno, porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a las fuentes de las aguas de la vida (Ap 7, 16-17).

Pero, entre todas las hambres, hay una que toca la misma esencia de la vida cristiana: el hambre y sed de justicia. ¿A qué alude san Mateo con la palabra «justicia»? ¿Habla de una justicia jurídica y social o de una justicia religiosa?

Es ésta una palabra muy típica de san Mateo. No la encontramos nunca en el evangelio de san Marcos. Una vez, y muy incidentalmente, aparece en el de san Lucas (1, 75). San Mateo en cambio la usa siete veces. Y en las siete habla de la justicia de Dios. Si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos (5, 20). Cuidad de no obrar vuestra justicia ante los hombres para ser vistos por ellos (6, 1). Buscad primero el reino de Dios y su justicia (6, 33). Dos veces aparece relacionada con Juan Bautista: Déjate ahora, porque conviene cumplir toda justicia (3, 5). Porque vino a vosotros Juan por el camino de la justicia y no creísteis en él (21, 32). Y dos veces aparece en las bienaventuranzas mismas.

En todos los casos se refiere a una justicia interior que proviene de cumplir la ley, de hacer la voluntad de Dios. Justicia, pues, en Mateo es caminar por la senda del bien. No se habla, pues, directamente aquí de la justicia jurídica o social, aunque, como es lógico, estas justicias queden también incluidas dentro de la gran justicia de Dios. Todo el que lucha por algo justo está luchando ya por el reino de Dios, pero es claro que quien busca el reino de Dios tiene que hacerlo, además, con un espíritu que es el de Dios.

Tener hambre y sed de justicia es, pues, más que tener hambre y más que ser justos. Los bienaventurados son los hambrientos justos y los justos hambrientos, los hambrientos que no justifican su rencor ensu hambre, los justos que no se sienten satisfechos ni de su justicia, ni de la de los que les rodean y siguen buscando una justicia más ancha, más, honda, más pura, una justicia que se parezca algo a la de Dios.

Estos hambrientos serán saciados. ¿De qué? No de pan, no de poder, no de privilegios. La justicia de los hombres conduce con frecuencia a un simple cambio de opresores, a que el hambriento se convierte en verdugo. Lo que se dará a los hambrientos de justicia es exactamente lo que hambreaban: justicia, amor, Dios. Se les dará una comida: hacer la voluntad del que está en los cielos. Y eso les saciará como saciaba a Cristo.

Bienaventurados los misericordiosos
porque ellos alcanzarán misericordia

Esta bienaventuranza nos la trascribe también solamente san Mateo y es, en apariencia, muy parecida a la que glorifica la mansedumbre. Comparando estas dos virtudes escribe López Melús:

Lo nuclear de la mansedumbre es la humildad de corazón, mientras que la misericordia se concibe ante todo como compasión del corazón. La mansedumbre, si bien se proyecta ordinariamente sobre los demás, tiene ya sentido referida a uno mismo; mientras que la misericordia, toda cuanta es, no se la concibe sino en relación al prójimo. Y la razón es porque la mansedumbre, que es una forma de humildad-caridad, carga el acento en la humildad; la misericordia, por el contrario, aunque haya de apoyarse generalmente en la humildad de la propia miseria, es formalmente caridad.

Pero en la Biblia la misericordia es mucho más que una virtud. Es una de las ideas fundamentales de ambos testamentos, es casi la definición de Dios. San Pablo saluda así a los fieles de Corinto: Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación (1, 3). La misericordia es hija de Dios, un fruto que nace de él espontáneamente. Para Dios, ser justo es ser misericordioso. Por eso toda su obra —creación, redención se define en clave de misericordia.

Esta es la misericordia que se anuncia en el paraíso en el mismo momento de la caída (Gén 3, 15); es la que sella el pacto de la alianza de Yahvé con todos los profetas (Gén 9, 11; 17, 9; Ex 19, 5). Moisés proclama que Yahvé es Dios misericordioso y clemente, tardo a la ira, rico en misericordia y fiel (Ex 34, 6).

Esta es la misericordia que cantan, en mil tonos, los salmos: El rescata tu vida del sepulcro y derrama sobre tu cabeza gracia y misericordia... Cuanto se alzan los cielos sobre la tierra, tanto se eleva su misericordia sobre los que le temen (103).

Cristo, al encarnarse, será como la encarnación de esa misericordia de Dios. Se dice con una metáfora casi desconcertante: Debía ser semejante a sus hermanos para llegar a ser misericordioso (Heb 2, 17). Toda su vida es un clamor de esa misericordia, su redención y su muerte son sus frutos visibles.

Lógicamente, para Jesús la misericordia debía ser el centro de la virtud. Muchísimas veces nos repite la primacía absoluta de la misericordia frente a los holocaustos y sacrificios (Mt 9, 13; 12, 17). Y es en nombre de esta virtud donde más duras se hacen las críticas a sus enemigos: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino y descuidáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la buena fe (Mt 23, 23). Por eso pide a los hombres que sean misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6, 36). Por eso anuncia tajantemente: No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; absolved y seréis absueltos. Dad y se os dará; una buena medida, apretada, rellena, rebosante, se os volcará en el seno; porque con la misma medida con que midiereis seréis medidos vosotros (Lc 6, 37).

Pero no sólo es que el que ame será amado y que el que socorra será socorrido. No es que, como dice Papini, la ley del talión esté abolida para el mal, pero continúe en vigor para el bien. ¿Qué sería de nosotros si Dios nos devolviera solamente una misericordia tan raquítica como la que somos capaces de realizar? Se mantendrá, más bien —como afirma Cabodevilla la proporción, pero no la equivalencia. Por cada grano nuestro de trigo se nos devolverá un grano de oro; por nuestra pequeña misericordia hacia nuestros hermanos, se nos dará la gran misericordia de Dios; por una mano tendida, por un poco de pan, se nos dará nada menos que la salvación.

También, pues, esta bienaventuranza termina en el reino de Dios. Y concluye con el triunfo de los misericordiosos que un día oirán las más bellas palabras que conocerá la historia del mundo y de la humanidad: Venid, los benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino que os tengo preparado desde la constitución del mundo.

Bienaventurados los limpios de corazón p
orque ellos verán a Dios

También esta bienaventuranza aparece sólo en san Mateo. Y es típicamente suya. No son bienaventurados los limpios, sino los limpios de corazón. Mateo comienza por colocar desde el primer momento la pureza originariamente una cualidad material en la órbita del espíritu.

A todo lo largo del antiguo testamento y en el mundo moral de los fariseos la pureza es ante todo un problema legal. Son impuros algunos animales, es impura la sangre, son impuros los leprosos y los paganos. Pero es claro que Jesús no trata aquí de esa impureza, sino de otra limpieza interior.

En verdad también en el antiguo testamento encontrábamos ya, junto a la pureza legal, la búsqueda de otra «pureza del corazón». Cuando Abimelec toma a Sara por esposa creyéndola hermana y no mujer de Abrahán, aun cuando de hecho ha incurrido en impureza legal, Dios le reconoce «que lo ha hecho con pureza de corazón» (Gén 20, 5-6). Y David se vuelve a Dios en los salmos pidiéndole «un corazón puro, un espíritu recto» (51, 12).

Pero esta prehistoria de la pureza interior tendrá su plenitud en la nueva religiosidad proclamada por el evangelio, en contraste con el fariseísmo que, con el paso de los tiempos, ha ido acentuando las zonas puramente rituales y externas de la pureza.

La limpieza de corazón evangélica va, además, mucho más lejos que lo puramente afectivo y sensual. Para los hebreos, el corazón no era la sede de la afectividad, sino del pensamiento. En toda la Biblia vemos el corazón relacionado con la búsqueda de la verdad y la huida de la mentira. Para el judío el corazón es el que piensa, jura, juzga, obra. El corazón es el centro de la vida intelectual. Podríamos decir que es, en el mundo hebreo, lo que nosotros llamamos hoy «conciencia».

Por ello la pureza de corazón es pureza de conciencia. Escribe López Melús:

Consiste en alimentar el espíritu en la verdad y no en la vanidad y mentira; en pensar rectamente, en hablar con verdad, en hacer-obrar justamente. Pureza de corazón es, por consiguiente, pensar, hablar, obrar limpiamente, sin doblez, rectamente, según la norma de la ley eterna. Pureza es verdad, sinceridad, honestidad, santidad. E impureza de corazón es tener el espíritu impuro, manchada la conciencia. Es pensar mal, hablar falsamente, obrar injustamente, inmoralmente.

Esta pureza de corazón incluye también, aun cuando no sean centrales, los aspectos referidos a la vida sexual. Cuando Jesús señala las obras del corazón alude abiertamente a los malos pensamientos, de los cuales proceden las fornicaciones, los adulterios, todo género de impureza (Mt 15, 19-20). Jesús ni magnifica la grandeza del sexto mandamiento del decálogo, ni lo anula. Reconoce, incluso, que una buena parte de la impureza del corazón, llega desde el campo de la afectividad y del sexo. No puede haber pureza de corazón donde hay impureza carnal, pero puede haber espíritus corrompidos junto a cuerpos materialmente puros. Es la suciedad de los sepulcros blanqueados.

A los puros de cuerpo y alma les promete Jesús que verán a Dios. ¿Hay una relación entre pureza y visión divina? Unicamente los puros —escribe con certera audacia Cabodevilla— poseen el órgano adecuado para contemplar el rostro divino. Sólo los puros verán a Dios, porque sólo quien tiene ojos puede ver. El hecho de que los inicuos no lo vean no es tanto consecuencia de una prohibición moral cuanto una imposibilidad física. Y coincide con él Papini: Quien tenga el corazón rebosante de locos deseos, de ambiciones terrestres y de todas las concupiscencias que acucian a la gusanera que se retuerce sobre la tierra, no podrá ver nunca a Dios cara a cara.

Pureza es limpieza, es claridad, es transparencia, es diafanidad, es luz. Quien tenga los ojos turbios de deseos, de mentiras, de ambiciones, de trampas, de turbiedad ¿cómo podría ver al Dios tres veces puro, tres veces santo? La condenación no será más que la prolongación de esa ceguera.

Bienaventurados los pacíficos
porque ellos serán llamados hijos de Dios

Cuando oímos la palabra «pacífico» pensamos inmediatamente en personas de carácter tranquilo, de temperamento apacible y bonachón, incapaces de molestar a nadie, desconocedoras de la cólera y, mucho más aún, de la violencia. Pero la palabra original de la bienaventuranza de Mateo nada tiene que ver con ese tipo de hombres. La traducción literal debería ser «bienaventurados los pacificadores», los que hacen la paz, los que la construyen. Y no sólo en el sentido negativo de los mediadores en las discordias, sino en un sentido positivo de difusores, sembradores de paz.

Quienes oían a Jesús debieron de quedar asombrados. La paz siempre ha tenido menos cartel que la violencia. Y más en aquellos tiempos. Todas las teologías antiguas eran teologías belicosas. Los dioses del antiguo Egipto, de Sumer y Acad, de Canaán, de la Grecia antigua, consideraban la guerra como parte de su condición de dioses. Desde sus orígenes, la guerra estaba presente en la esfera de la divinidad, aun antes del nacimiento de los hombres. Eran dioses que se mataban entre sí, se castraban, se devoraban mutuamente. La teogonía antigua —génesis de los dioses— iba siempre acompañada de una teomaquia o matanza entre las divinidades. El hombre y el mundo serían la consecuencia de esas trágicas aventuras.

El Dios de los hebreos en nada se parecía a todos estos dioses-monstruos. Frecuentemente los cristianos, para subrayar el sentido pacífico del nuevo testamento, hemos exagerado el belicismo del antiguo, como si Yahvé fuera ante todo y sobre todo «el Dios de los ejércitos». Pero el Dios bíblico es un Dios centralmente creador y no destructor; sólo acepta la guerra en cuanto sea imprescindible para proteger a su pueblo. Pero ni hay guerra «en» el Dios bíblico (no puede haberla, por ser uno) ni la promueve jamás por su gusto.

Había, no obstante, en el nacionalismo judío raíces violentas, y en tiempos de Jesús la guerra contra el invasor romano se consideraba casi una obligación sagrada. Zelotismo y religiosidad se veían como inseparables.

Pero Jesús lo que anuncia es la paz, una paz activa. Quienes la realicen serán los verdaderos seguidores de su Padre, los continuadores de su obra creadora y no destructora.

Jesús apuesta radicalmente por la paz y no por una paz cualquiera —que puede ser simple ausencia de guerras— sino por una de positivo amor entre los hombres, por una paz sobre la que pueda asentarse un orden nuevo. Ese que era el gran sueño de todos los profetas: Mi pueblo habitará en morada de paz, en habitación de seguridad, en asilo de reposo (Is 32, 18). La que los ángeles anunciaron (Le 2, 14). La que él encarnaba como príncipe de la paz (ls 9, 6). La que, sobre todo, realizaría él mismo en la cruz: Quiso el Padre reconciliar consigo todas las cosas, pacificándolas por la sangre de su cruz (Col 1, 19-20).

No se trata, pues, evidentemente de una paz aburrida y cobarde. Es una paz tensa y en lucha: No penséis que he venido a traer la paz sobre la tierra; no vine a traer la paz, sino la espada (Mt 10, 34). Una lucha, no una siesta. Pero una lucha creadora, no destructora, que tiene, como objetivo y como medio, la vida y no la muerte.

A quienes adopten esta óptica suya, Jesús les anuncia que serán llamados hijos de Dios. En el antiguo testamento se daba este título a muchos personajes importantes: a los ángeles (Sáb 28, 1), a los reyes (2 Sam 7, 14), a los magistrados y jueces (Sal 81, 6) al pobre y al justo oprimido (Sab 2, 10). Pero se trata evidentemente de una filiación metafórica. Con Jesús, las metáforas se convierten en realidad, sus palabras son «espíritu y vida» (Jn 6, 63), realizan lo que significan. Los que asuman el espíritu de Cristo podrán llamar, verdaderamente, Padre a Dios (Rom 8, 15) porque serán, en verdad, sus hijos. Ved —comentará san Juan con palabras conmovedoras qué grande amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y en efecto lo seamos (1 Jn 3, 1). Los sembradores de paz habrán comenzado así a sembrarla dentro de sus almas. Y en ellas crecerá y habitará el Dios de la paz (Rom 15, 33; Filp 4, 9).

Bienaventurados los perseguidos a causa de la justicia
porque de ellos es el reino de los cielos

La persecución es el signo de los elegidos, la cruz es el de los cristianos. Todo el antiguo y el nuevo testamento son una larga explicación de estas afirmaciones. Porque la proximidad de Dios se paga con la hostilidad de quienes nos rodean.

La vida del pueblo de Israel es una larga historia de persecución por parte de todos los pueblos que le rodean. Y esta cruz se multiplicaba en los profetas, que sólo a la fuerza, y coceando contra el aguijón, aceptaban esa terrible vocación. Un falso profeta puede recibir aplausos, uno verdadero sólo insultos. Los falsos profetas decían lo que los oídos de sus oyentes estaban deseando escuchar. Y eran aplaudidos por ello. Pero su palabra no iba más allá de los aplausos. Los verdaderos profetas decían lo que los hombres necesitaban oír, hablaban contra corriente de los deseos comunes. Y morían perseguidos o apedreados.

Ese será el destino que Jesús anunciará a los suyos: Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí primero que a vosotros (Jn 15, 18). Os echarán de la sinagoga; pues llega la hora en que todo el que os quite la vida, pensará prestar un servicio a Dios (Jn 16, 2). Por eso habría que decir que el cristiano «normal» es el mártir. Los cristianos— en frase de san Agustín— somos los herederos del Crucificado.

Se entiende el desconcierto de quienes escuchaban a Jesús. Todo en aquel monte, bajo el sol y junto al lago, anunciaba felicidad. Y he aquí que Jesús anunciaba, sí, felicidad, pero la colocaba en la pobreza, en el hambre, en la persecución.

Pero no en una persecución cualquiera. Mateo se cuida muy bien de precisarlo cuando añade: Bienaventurados seréis cuando os injurien y persigan y digan todo mal contra vosotros, mintiendo, por mi causa (Mt 5, 12). No se trata, pues, de una persecución cualquiera y menos aún de una por nuestras culpas y errores. Se trata de una persecución basada en la calumnia (mintiendo) y una persecución hecha precisamente por ser discípulos de Cristo.

San Pedro comentaría hermosamente esta bienaventuranza en una de sus epístolas:

Si se os ultraja por el nombre de Cristo, dichosos sois, porque reposa sobre vosotros el espíritu de la gloria, que es el espíritu de Dios. Que ninguno de vosotros sufra por asesino o ladrón, o malhechor, o por ingerencia en asuntos ajenos; mas si sufre como cristiano, que no se avergüence, sino que glorifique a Dios por ello (1 Pe 4, 14-16).

Sufrir por ser cristiano, repitámoslo, es lo normal. El mundo no soporta el fuego, porque ilumina, pero también quema. Que las fuerzas del mal se levanten contra el evangelio es, no sólo comprensible, sino inevitable, siempre que el evangelio lo sea de verdad y no se haya convertido previamente en un edulcorante. Cuando monseñor Echarren señalaba que las relaciones entre la Iglesia y el Estado eran normalmente tensas, estaba señalando la condición media del cristiano en el mundo, que sólo puede vivir en relaciones normalmente tensas con la realidad que le rodea. El evangelio vivido es, efectivamente, una revolución, o, si se prefiere, una contrarrevolución frente a la anarquía que domina a los hombres.

Charles Maurras felicitaba a la Iglesia por haber quitado a los textos bíblicos su veneno revolucionario. «Isaías y Jesús, David y Jeremías, Ezequiel y Salomón —decía— daban, con sus ejemplos y sus palabras, los modelos del más puro frenesí. Entre los antiguos israelitas, los profetas elegidos por Dios al margen de las personas sacerdotales fueron agentes de desorden y de agitación». Maurras, como tantos cristianos burgueses, estaba más cerca de los fariseos que de Jesús. La Iglesia de hoy sigue experimentándolo: comienza a ser perseguida en cuanto empieza a ser cristiana de veras. Pero eso ya estaba profetizado en esta octava bienaventuranza.

Jesús, el bienaventurado

Pero no entenderíamos las bienaventuranzas si no advirtiéramos que son, ante todo, un autorretrato de Cristo. Jesús ha sido, en rigor, el único ser humano que ha cumplido y vivido hasta el fondo las ocho bienaventuranzas.

El fue el pobre. El pobre material y el pobre de espíritu. No tenía donde reclinar la cabeza y su corazón estaba abierto en plenitud a su Padre. Nació pobre, fue reconocido y seguido por los pobres, vivió como un trabajador, murió desnudo y en sepulcro prestado. Su pobreza santificó para siempre toda pobreza.

El fue el manso. Era su dulzura lo que cautivaba a sus amigos y su fortaleza lo que aterraba a sus enemigos. Era su dulzura lo que atraía a los niños y su seriedad lo que desconcertaba a Pilato y Herodes. Los enfermos le buscaban, los pecadores se sentían perdonados sólo con verle. Consolaba a los que sufrían, perdonaba a los que le crucificaban. Sólo el demonio y los hipócritas le temían. Era la misma mansedumbre, es decir: una fortaleza que se expresa dulcemente.

El conoció las lágrimas. Pero no las malgastó en llantos inútiles. Lloró por Jerusalén, por la dureza de quienes no sabían comprender el don de Dios que estaba entre ellos. Lloró después lágrimas de sangre en Getsemaní por los pecados de todos los hombres. Entendió mejor que nadie que alguien tenía que morir para que el Amor fuera amado.

Nadie como él tuvo hambre de la gloria de su Padre. Se olvidaba incluso de su hambre material cuando experimentaba el hambre de esa otra comida que era la voluntad de su Padre. En la cruz gritaría de sed. Y no de agua o vinagre.

Fue el misericordioso. Toda su vida fue un despliegue de misericordia. El es el padre del hijo pródigo y el pastor angustiado por la oveja perdida. Todos sus milagros brotan de la misericordia. Su alma, literalmente se abría ante aquellas multitudes que vivían como ovejas sin pastor.

Su corazón era tan limpio que ni sus propios enemigos encontraban mancha en él. ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? se atrevía a preguntar (Jn 8, 46). El era la pureza y la verdad encarnadas. Era el Camino, la Verdad y la Vida. Por eso era verdaderamente Hijo de Dios.

Era la paz. Vino a traer la paz a los hombres, a reparar la grieta belicosa que había entre la humanidad y Dios. Los ángeles gritaron «paz» cuando él nacía, y fue efectivamente paz para todos. Al despedirse dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 17, 27).

Y murió en la cruz. Fue perseguido por causa de la justicia y por la justicia inmolado. Era demasiado sincero, demasiado honesto para que sus contemporáneos pudieran soportarle. Y murió.

Y, porque fue pobre, manso, limpio y misericordioso, y porque lloró y tuvo hambre de justicia, porque sembró la paz y fue perseguido, por todo ello, en él se inauguró el reino de Dios. Por eso, detrás de la cruz y la sangre, conoció eso que era para Bergson el signo y criterio más claro de la victoria: la verdadera alegría.

Las malaventuranzas

Si los cristianos hemos dulcificado las bienaventuranzas, hemos olvidado en cambio las maldiciones con que Jesús las acompañó. Porque no dijo Jesús sólo: «bienaventurados los pobres», dijo también: «ay de vosotros, ricos». Señaló la bendición de los que tienen hambre y la maldición de los que están repletos. Anunció el triunfo de los que ahora lloran y el fracaso de los que ahora ríen. Predijo la felicidad de los perseguidos e invitó a temblar a los que eran alabados por los hombres. Era una apuesta, una apuesta terrible con dos barajas ante las que todo hombre tenía que optar. Y no se trata de elegir entre la felicidad y la mediocridad, sino entre la felicidad y la desgracia. No hay término medio entre los pobres bienaventurados y los ricos malditos, ni entre los hambrientos y los repletos.

Las palabras de Lucas están ahí, secas, terribles:

¡Ay de vosotros, los ricos, porque habéis recibido vuestra consolación! ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis repletos, porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis! ¡Ay cuando os alaben todos los hombres! Igual hacían sus padres a los falsos profetas (6, 24-26).

Mateo no trascribe esas palabras de Jesús. Señala solamente el ideal. Pero Lucas escribe para una civilización pagana y tiene que afilar bien la punta de la espada de sus recuerdos. Tiene que clavarla bien a fondo en las entrañas de un mundo que valora sobre todas las cosas esa riqueza, esa plenitud, esa risa, esa cotización social. Lo mismo hubiera hecho de haber escrito para una civilización como la nuestra de hoy, igualmente pagana.

Medía bien lo revolucionaria que era su doctrina. Porque ya no se trataba sólo de señalar el ideal de la pobreza; contaba además el terrible peligro que la riqueza llevaba consigo.

No, no son las bienaventuranzas de Jesús una bella historia sentimental y dulce. Son la tremenda apuesta del hombre entre dos abismos. Los pintores cristianos lo han entendido así en sus visiones del juicio final. No hay un mundo intermedio de «malos poco malos» y «buenos poco buenos». La apuesta es radical, y sin intermedios.

En rigor, hasta podríamos decir que para el cristiano no hay ni siquiera opción entre dos posibilidades. Sólo hay una: parecerse a Jesús, el bienaventurado; ser perseguidos y morir como él; y encontrar, detrás de la sangre y el llanto, la vida y la alegría.