Les hablaba en parábolas

Hacia los meses finales del año 28, poco después del sermón de la montaña, hay un cambio de estilo en la predicación de Jesús. Por un lado su anuncio del reino de los cielos comienza a concretarse: no se limita ya a señalar su proximidad y empieza a describir cómo es ese Reino. Por otro lado hay también un cambio de estilo: su lenguaje se hace a la vez más poético y más misterioso. Las comparaciones e imágenes, que han poblado siempre los discursos de Jesús, se amplían y se convierten en verdaderas narraciones. Es la hora de las parábolas.

Este lenguaje en imágenes no era, en rigor, ninguna novedad. El primer hombre -escribe Cerfaux— que tuvo la idea de escribir comenzó a pintar. El dibujo de una casa, un árbol, un animal o un hombre fue muy anterior a la palabra escrita. El Oriente nos ha conservado algunas de estas escrituras ideográficas y aún hoy sigue hablando con un lenguaje imaginativo que poco tiene que ver con el cerebral y estereotipado de los occidentales.

Para los semitas la imagen es superior a la palabra, anterior a la palabra. Porque dice, a la vez, mucho más y mucho menos que ella. La imagen es como el punto de apoyo y la pista de lanzamiento de la inteligencia. Desde ella se puede llegar mucho más allá de lo que alcanzaría un lenguaje de puras ideas. Pero, al mismo tiempo, es un lenguaje que hay que descifrar. Revela y vela a la vez, dice y no dice, descubre la verdad y la oculta. El oyente es mucho más libre de entender o no, de aceptar o no la verdad que se le presenta. Tal vez por eso es el lenguaje preferido por Dios, el predilecto de los escritores bíblicos.

La Biblia se abre de hecho con una catarata de imágenes: el caos del mundo, el Dios que flota sobre las aguas, que va creando luz y oscuridad, peces y pájaros, que «construye» al hombre como un artesano... Todo el comienzo del Génesis es como una gran parábola.

Será luego éste el lenguaje preferido de los profetas. Dios describirá a Amós el destino de Israel mostrándole una canasta de frutas maduras (Am 8, 1-2); Oseas contará las infidelidades del pueblo escogido con la larga parábola de su esposa que se vende a cualquiera (Os 1, 2-2, 3); el libro de Joel se abrirá con la visión de una plaga de langostas que expresa el terror del día de Yahvé; Isaías describirá toda la obra de la redención a través de su cántico de la viña; el libro de Ezequiel tendrá su momento más alto en la alegoría del águila:

Me fue dirigida la palabra de Dios: Hijo del hombre, propón un enigma y presenta una parábola a la casa de Israel. Di: Así habla el Señor Yahvé: La gran águila de grandes alas y de largas plumas, cubierta de plumajes de varios colores, vino al Líbano y tomó el cogollo del cedro; arrancó el principal de los renuevos y lo llevó al país de los mercaderes...

Todo este mundo de imágenes, de comparaciones es lo que los hebreos definen con la palabra genérica de mashal, «semejanza», que la versión de los setenta traducirá por «parábola». En el antiguo testamento esta palabra define realidades muy diferentes: el simple proverbio, la sentencia de tipo enigmático, la narración plagada de metáforas, el discurso profético... En el nuevo testamento el término «parábola» tendrá un sentido más concreto, pero, aun en él, nos encontraremos que san Lucas da el título de parábola al proverbio «médico, cúrate a ti mismo» y que Mateo y Marcos lo aplican a simples comparaciones.

Sin embargo la historia consagrará pronto el término «parábola» como algo referido a una narración breve, inventada, pero verosímil, tomada comúnmente de la naturaleza o de la vida y usada para expresar por su medio enseñanzas de tipo religioso o moral.

La parábola consta así, según escribe Lesetre, de «un cuerpo y un alma. El cuerpo es la narración misma en su sentido obvio y natural. El alma es una serie de ideas paralelas a las primeras que se desenvuelven siguiendo el mismo orden, pero en un plano superior, de suerte que es necesaria atención para alcanzarlas». La parábola tiene algo que ver con la fábula, pero no suele incluir, como ésta, figuras de animales y mucho menos atribuirles dotes inverosímiles, como el don de hablar o de cantar. Además su intención religiosa es muy superior a la de la fábula que suele permanecer en el campo de lo meramente natural. Tiene también la parábola parecidos con la alegoría, que es como una metáfora continuada. Pero encierra notables diferencias y no pocas veces han sufrido las parábolas por intentar darles interpretaciones alegóricas. En la alegoría todas y cada una de las partes de la misma tienen un sentido muy concreto. En la parábola hay generalmente una sola enseñanza y no se debe buscar un sentido a todas y cada una de sus frases que no tienen, en muchos casos, otro sentido que el de adornar una narración.

Jesús fue el gran maestro de la parábola, y casi todos cuantos las han usado posteriormente han imitado su estilo. En cuanto al número de las trasmitidas por el evangelio no hay un acuerdo entre los comentadores. Algunos autores hablan de 71 y aun de 79, pero cuentan, para ello, hasta simples expresiones metafóricas como el consejo de llevar el yugo de Jesús (Mt 11, 29-20) ola alusión a la piedra de molino atada al cuello de los escandalosos (Lc 17, 2). Comúnmente, y descontadas las repetidas o aquellas que son las mismas aunque aparezcan con variantes en diversos evangelistas, puede hablarse de unas 30.

Es evidente, sin embargo, que ni estas fueron las únicas pronunciadas por Jesús, ni fueron dichas en series, tal y como los evangelistas las trasmiten. Difícilmente puede pensarse que Jesús se sentara una tarde a explicar a sus discípulos media docena de parábolas diferentes. Más bien hay que situar las parábolas como algo engarzado en la vida cotidiana y que fue surgiendo en casos muy concretos, cuando Jesús y los discípulos pasaban junto a un campo en el que se hacía la siembra o la siega, o cuando contemplaban cómo una mujer, al fabricar el pan, mezclaba en la masa la levadura.

Tres grupos de parábolas

Los evangelistas no obraron sin embargo a capricho al ordenar las parábolas de Jesús. Hay, evidentemente, entre muchas de ellas clarísimas relaciones, tanto de tema como de estilo. Pertenecen claramente a diversos períodos de la vida de Jesús. Hay un primer bloque de ocho parábolas que se centran en el tema del reino de los cielos y que fueron, sin duda, pronunciadas en el ambiente campesino de Galilea y dentro del primer período de la vida de Jesús.

Un segundo bloque tiene como predominio el tema de la misericordia. Son las parábolas del buen samaritano, del amigo que llega a media noche, del criado sin compasión, del rico insensato, de la higuera estéril, del gran convite, de la oveja perdida, del hijo pródigo, del mayordomo sagaz, del rico avaro y el pobre Lázaro, del juez inicuo, del fariseo y del publicano, de los obreros enviados a la viña. Es este el bloque más abundante y son, por otro lado, las parábolas más elaboradas literariamente, con más minuciosa descripción de los personajes de las mismas. Es san Lucas quien conserva la mayoría de este bloque, así como es san Mateo quien trasmite la mayor parte del primero.

La tercera serie recoge sólo seis parábolas y pertenecen evidentemente a la época más tardía de la vida de Cristo y a un ambiente típico de Judea. Son la de los diez talentos, la de los dos hijos, de los viñadores homicidas, la de las bodas reales, la de las vírgenes prudentes y fátuas, la de las minas. Son narraciones más dramáticas, sus personajes se juegan en ellas la vida o el destino, son textos que huelen ya a muerte.

La roca viva de la tradición

Las parábolas tienen dos ventajas importantes sobre todos los demás textos bíblicos: que son los fragmentos mejor conocidos por el pueblo cristiano y que son igualmente los que tienen mayor garantía de fidelidad en su transmisión.

Joachim Jeremias quizá el mejor investigador científico del tema comienza su obra con estas rotundas palabras:

Quien estudia las parábolas de Jesús, tal como nos las han trasmitido los tres primeros evangelios, trabaja sobre un fundamento especialmente sólido; las parábolas son un fragmento de la roca primitiva de la tradición.

De hecho las parábolas son la página bíblica menos batida por el viento de la crítica. Pueden discutirse sus interpretaciones, no su historicidad. Efectivamente podemos dudar de la fidelidad con que los evangelistas nos trascribieron los sermones de Jesús y aceptar que inevitablemente pusieron mucho de su cosecha y de sus modos personales de formular. Pero este tipo de narraciones son especialmente fáciles de recordar. La memoria las fija mucho mejor que cualquier otro tipo de formulaciones abstractas. Una parábola viva contada a diez personas adultas puede ser referida tiempo después por las diez sin variaciones notables. Por eso son éstas las páginas evangélicas que mayores similitudes formales registran entre los diversos evangelistas. Y los parecidos son enormes con las formulaciones de las once parábolas en que los evangelios canónicos coinciden con el llamado «evangelio de Tomás», que procede de fuentes muy distintas.

A esto se añade un segundo hecho. En las parábolas, como observa el mismo J. Jeremias, por todas partes, tras el texto griego, se deja ver la lengua materna de Jesús. Es, por ejemplo significativo, el número de veces en que usan el artículo determinado en frases en que una lengua latina colocaría el indeterminado. El traductor griego incurre, con ello, en evidentes semitismos que dejan casi ver el texto original primitivo.

Aún más: muchas parábolas resultarían casi ininteligibles si las sacásemos del mundo en que Jesús las contó. Por poner un solo ejemplo señalemos la del sembrador. En una cultura griega o latina resultaría inverosímil esa gran parte de grano que cae en el camino, entre piedras o entre espinas. Pero las cosas cambian si sabemos que los judíos sembraban antes de labrar. El sembrador de la parábola camina sobre el rastrojo no arado. Por eso siembra sobre el camino que sabe que será inutilizado y desaparecerá al labrarlo. Siembra sobre las espinas que han quedado marchitas sobre el campo, porque sabe que también esa zona será labrada. El autor de esa parábola no puede ser evidentemente otro que un judío. Lo mismo deducimos si observamos que siembra sobre piedra: las rocas calcáreas están en Galilea cubiertas por una ligera capa de tierra de labor y el sembrador no puede verlas. Sólo cuando mete la reja del arado que choca contra ellas, crujiendo, se da cuenta de que allí había roca. Lo que un occidental juzgaría excesiva licencia del narrador, es simplemente lo normal en el estilo de trabajo de Palestina.

Todo ello hace que podamos concluir con el mismo J. Jeremias que las parábolas de Jesús, tomadas en conjunto, no solamente se nos han trasmitido de un modo seguro, sino que son materia que no presenta problema alguno en su historicidad, aunque sí los encuentre en su interpretación.

En el corazón del pueblo cristiano

Otra ventaja tienen aún las parábolas: han permanecido y calado en el corazón del pueblo cristiano. Son pocos los que dominan el sermón de Jesús en la Cena, pero ¿quién no conoce la parábola del hijo pródigo, del buen samaritano o del fariseo y el publicano?

Los mismos escritores racionalistas frenan su crítica ante las parábolas. Uno de ellos —A. Reville— ha escrito:

Han pasado los siglos y las parábolas quedan. Interesantes y llenas de colorido, se graban con facilidad en la memoria, ofrecen sólido alimento a la reflexión de los pecadores y a la inteligencia de los sencillos. En ellas especialmente se muestra Jesús artista incomparable. La belleza de estas parábolas tiene el mérito clásico de alcanzar efectos poderosos por medios muy sencillos.

Efectivamente estas páginas no tienen la altura lírica del sermón de la montaña o las bienaventuranzas, ni la riqueza emotiva y teológica del sermón del jueves santo, pero Jesús pone de relieve en estas narraciones su fuerza literaria de creación a través de la sencillez. Son pequeños cuadros encantadores, desprovistos de toda retórica, pero llenos de viveza y colorido. Todo se dice sin que nada sobre. Hay en algunas —como en la del hijo pródigo— minuciosos análisis psicológicos de los personajes. Y muestran, mejor que ninguna otra página evangélica, las dotes de observación de Jesús. Toda la pequeña vida cotidiana de Palestina sale a flote en estas páginas. Vemos en ella a los labradores, a las mujeres en sus faenas domésticas, sus modos de orar y de pleitear; conocemos las costumbres de los pastores y la venalidad de jueces y administradores. Todo un mundo vivo y verdadero.

El sabor de la almendra

Pero las parábolas son mucho más que cuentecillos. Mucho más importante que lo que narran es lo que enseñan. Como dijera san Bernardo su superficie, considerada desde fuera, es agradable y graciosa, pero, rota la almendra, hállase en lo interior algo mucho más deleitoso. En ellas el salto entre lo natural y lo sobrenatural se realiza con toda normalidad. E incluso es significativo el que tratándose de narraciones típicas de Palestina y del mundo oriental, han sido comprendidas, no obstante, por hombres de muy diversas culturas y muy distintas épocas de la historia.

Jesús sabe revestir las grandes verdades con formas humildes y cotidianas. Jülicher otro gran especialista en el tema subraya este dato:

Para derramar claridad sobre lo elevado y divino, sobre la naturaleza, sobre las leyes del reino de Dios, para hacer accesibles las cosas celestiales a unos oyentes esclavizados por lo sensible, los transporta Jesús bondadosamente de lo conocido a lo desconocido, de lo vulgar a lo eterno. Con magnanimidad regia toma a su servicio el mundo entero, aun lo que tiene de imperfecto, para vencer al mundo, y lo vence con sus propias armas. No desprecia medio alguno de cuantos puede ofrecerle el lenguaje para hacer penetrar la gracia de Dios en los corazones de los que le escuchaban.

Esa combinación de la pequeñez de lo cotidiano, con la enormidad de lo que se descubre tras la cortina de las imágenes, es efectivamente el gran misterio de las parábolas; misterio que las constituye en fenómeno absolutamente único en la historia de la literatura universal. Sólo los más grandes poetas han logrado ahondar en el misterio a través de unas pocas palabras verdaderas, de unas cuantas realidades sencillas y cotidianas.

No parece por ello exagerado el entusiasmo que un Fillion siente ante esas páginas cuando escribe cosas como éstas:

Las parábolas del evangelio, por su gracia, por su variedad, por su originalidad y por las lecciones que encierran, son honra de su autor, en quien revelan, si es lícito darle semejantes títulos, un profundo pensador, un escritor soberano, un genio. Son verdaderas obras maestras, que ocupan lugar aparte en la literatura universal. Y, sin embargo, se engañaría de medio a medio quien se imaginase que fueron compuestas lentamente y luego limadas y pulidas; muy al revés: brotaron espontáneamente de la imaginación y de la inteligencia del Salvador, como ejemplos vivos destinados a completar y corroborar su doctrina.

Para que viendo no vean

Tenemos aún, antes de adentrarnos en el comentario a las parábolas, que preguntarnos por qué gira de pronto Jesús en su modo de hablar, abandona los anuncios genéricos y los sermones morales y adopta este nuevo estilo narrativo. Por qué, sobre todo, llega un momento en que ya sólo hablaba en parábolas a la multitud. Y, aún más concretamente, qué sentido tiene la respuesta de Jesús cuando los discípulos se plantean este problema. ¿Qué quiere decir al explicar que lo hace para que viendo no vean y escuchando no comprendan? (Mt 4, 11). ¿Es que Jesús no quiere ser entendido'? ¿Es que Jesús no desea que los que le oyen se salven?

Este problema ha hecho correr verdaderos ríos de tinta. Y probablemente nunca encontrará una respuesta definitiva. Pero quizá podamos acercarnos a ella si contemplamos la realidad de la predicación de Jesús.

Ha comenzado a hablar cándidamente. Anuncia el reino de Dios sin rodeos y sin demasiadas explicaciones. Empieza a acompañar su palabra con signos de que su anuncio no es un sueño ni una imaginación. El Reino ya está en medio de quienes experimentan en sus carnes la llegada de ese nuevo mundo.

Pero la experiencia es amarga para Jesús. Sus milagros no resultan tan convincentes como podría esperarse. Al contrario, excitan a muchos contra él. Los fariseos toman sus palabras, las miran al trasluz, las analizan, buscan en ellas algo que les permita seguir atados a sus viejas rutinas. No buscan la verdad, buscan sorprenderle en una blasfemia o una herejía, para eliminarle.

Por otro lado está el pueblo dispuesto a desviar todas sus predicaciones hacia lo material. Lo que quieren es pan que llene sus estómagos y no aspiran a otro reino que a una libertad nacionalista.

Si Jesús no hubiera esperado todo esto, habría sido más que suficiente para amargarle. Lo sabe y lo espera como Dios: él conocía como nadie la torpe pasta de que están hechos los hombres.

Pero es claro, que, como hombre, este fracaso de su predicación le entristecía. Experimentaba en su propia carne hasta qué punto unos ojos sucios y unos oídos torcidos son incapaces de ver y oír la verdad. En realidad, sólo entendía quien quería entender; sólo oía su predicación quien estaba dispuesto a aceptarla.

Decide, por ello, cambiar de estilo de predicación. En adelante lo hará con un lenguaje al mismo tiempo muy sencillo y muy misterioso, para que sólo entienda quien esté previamente dispuesto a entender.

El respeto a la libertad del oyente llega con las parábolas a la cima. Son como un castillo inaccesible para quien no ha decidido previamente cruzar su puerta. Todo en ellas es lúcido para quien tenga el corazón limpio; todo oscuro para quien no lo haya antes purificado. Hasta ahora, invitó a entrar en su reino. Ahora, contará cómo es ese Reino sólo para aquellos que ya decidieron dar ese paso. Los demás viendo no verán, oyendo no entenderán. Así serán cegados los que hayan renunciado a sus ojos. Y las maravillas del Reino se abrirán para quienes se atrevan a tenerlos.

 

I. SALIÓ EL SEMBRADOR

Ya hemos señalado reiteradamente que si hubiéramos de elegir una palabra central en la predicación de Jesús, esa palabra sería «Reino». Al anuncio de su proximidad dedicó sus primeros sermones. A explicar cómo será ese Reino se refiere todo el primer bloque de parábolas, que Mateo recoge en el tercer gran discurso de su evangelio y que aparecen también más fragmentariamente en Marcos y Lucas.

Son parábolas típicamente galileas. En ellas se nos describe toda la pequeña vida cotidiana que rodea a Jesús durante sus primeras predicaciones. Vemos a los labriegos que siembran o siegan mientras él predica, descubrimos a los mercaderes que trafican, a las mujeres que preparan el pan, a los criados que van y vienen al servicio de sus amos. Todo es sencillo y luminoso en estas páginas, aunque tampoco falte la sombra negra del enemigo que siembra cizaña. Son parábolas menos dramáticas y emotivas que las del grupo llamado de la misericordia, parábolas más aptas para una predicación que comienza y en las que aún no aparece la sombra lejana de la muerte. Parábolas optimistas en las que el bien siempre vence al mal y con las que se anima a quienes, sintiéndose pocos y pequeños, no imaginan aún la importancia de lo que están sembrando.

El Reino anunciado por los profetas

Son estas parábolas nuevas y tradicionales. A los oídos de quienes escuchan a Jesús suenan a algo conocido. El Reino que Jesús dibuja y anuncia como inminente y naciente en medio de ellos, es, en realidad, el mismo que anunciaron los profetas.

Jesús, al presentarse como el mensajero del Reino, se apropia lo profetizado por Isaías: ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero de la buena noticia, que anuncian la paz, que trae la felicidad, que anuncia la salvación, que dice a Sión: Reina tu Dios! (ls 52, 7).

Pero ni los mismos profetas habían sospechado toda la profundidad de este Reino. La «paz» y la «salvación» de que habla Isaías son todavía principalmente una paz y una salvación políticas. Y es ese Reino de triunfo el que esperan los oyentes de Jesús. Por eso Cristo tendrá que emprender una lenta labor de pedagogía para explicar que su paz es fundamentalmente algo que se refiere a las almas y que la felicidad que anuncia y que realiza en sus milagros es, ante todo, una realidad del espíritu. Por eso decía a los enviados del Bautista: Bienaventurado el que no se escandalice de mí (Mt 11, 5).

Sabía bien que no todos aceptarían y ni siquiera entenderían este mensaje que pesa, evidentemente, en las realidades terrenas de este mundo, pero empieza y se asienta en un cambio de almas. Jesús viviría en su carne lo que también había profetizado Isaías en un texto célebre: Oiréis y no entenderéis, miraréis y no veréis. Porque se ha endurecido el corazón de este pueblo y sus oídos son duros y torpes y han cerrado sus ojos para no ver con ellos, ni oír con los oídos, ni entender en su corazón, ni convertirse (Is 6, 9-10).

Pero sabía también que, en medio de esta sordera colectiva, existiría un grupo dispuesto a entender. También Isaías había hablado ya de un «resto» que entendería ese mensaje: Y los restos de Sión, los supervivientes de Jerusalén, serán llamados santos y serán inscritos para vivir en Jerusalén (Is 4, 3). Este «resto santo» es el grupo que rodea a Jesús, la comunidad de los que a lo largo de los siglos creerán en ese Reino, perdidos en la masa de quienes prefieren creer en los reinos de este mundo.

Como Isaías, también Daniel había profetizado este Reino: Y el Reino y el Imperio y la majestad del Reino de debajo del cielo se darán al pueblo de los santos del Altísimo. Su Reino es un Reino eterno y le servirán y le obedecerán todos los imperios (Dn 7, 27). Daniel intuye que éste será un Reino diferente a los demás, un reino misterioso que sólo comprenderán y vivirán aquellos a quienes Dios quiera revelárselo: Hay un Dios en el cielo que revela los misterios (Dn 2, 28). Jesús completará esta intuición de Daniel cuando diga a sus discípulos: A vosotros se os concede conocer los misterios del reino de los cielos (Mt 13, 11).

Como este misterio es demasiado grande para el conocimiento humano, sólo podrá ser entendido por los «pequeños». También Daniel había intuido esta paradoja cuando al responder a Nabucodonosor, que quiere penetrar el sentido de su visión, le dice: Lo que pretende el rey no pueden descubrírselo ni los sabios, ni los astrólogos, ni magos, ni adivinos. Pero hay un Dios en el cielo que revela los misterios y ha dado a conocer lo que sucederá al final de los tiempos (Dn 2, 27-28). Jesús repetirá y profundizará esta idea cuando, volviéndose a su Padre, en una solemne bendición, diga: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y se las has revelado a los pequeñuelos (Mt 11, 25). Y, dirigiéndose a sus apóstoles y a todos los que se atrevan a creer en él a lo largo de los siglos, concretará quiénes son estos pequeñuelos bienaventurados: ¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos porque oyen! En verdad os digo que muchos profetas y justos han deseado ver lo que vosotros veis y no lo vieron y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron (Mt 13, 11, 16-17).

También encontraremos en los profetas la idea del «Reino que crece». Podían asustarse quienes les escuchaban y quienes un día oirían al gran Mensajero, ante la pequeñez de ese Reino. Anuncian, por eso, que ese reino crecerá, que el ramo de cedro se convertirá en un cedro magnífico (Ez 17, 22) o en una viña magnífica (Ez 17, 1). O anuncian que la piedrecilla que se desprende del monte se convertirá en una roca, casi en una montaña, capaz de llenar toda la tierra y de derribar la estatua del gran Nabucodonosor (Dn 2, 35).

Son, pues, muchas las imágenes que Jesús tomará prestadas a los profetas para sus parábolas. Pero dará a esas imágenes unas dimensiones insospechadas. Así, sus oyentes escuchaban al mismo tiempo algo conocido en su superficie y nuevo en su profundidad. El no había venido a abolir, sino a completar, a llevar a sus últimas consecuencias lo que sembraron los profetas.

El sembrador y la tierra

La imagen de la granazón de la semilla se ha usado desde siempre para hablar del fruto de las ideas. La usa con abundancia el antiguo testamento. Pero mientras, en él, la imagen preferida es la de la siega —Dios que viene a recoger al final de los tiempos— el nuevo testamento no olvida que para que el reino de Dios sea cosechado, alguien tiene que luchar primero para que ese reino se siembre.

Nos es fácil imaginar el escenario de esta parábola. Estamos en el lago de Cafarnaún. Jesús predica, quizá desde una barca, a la multitud que le escucha embobada. El Maestro levanta su mano y señala a una figura que no forma parte del grupo: un sembrador, allá en el fondo, a contraluz del sol, cruza los campos esparciendo la semilla. Parece que malbarata su alimento, pero lo hace en esperanza de que el mañana multiplique lo que hoy desparrama. ¡Qué débil y temblorosa es esta esperanza! El sembrador quisiera ya desde ahora ver los campos amarillentos bajo el calor del verano. Pero nada sabe de lo que decidirán las lluvias, las heladas, los calores.

Mas hay un factor que ya está ahí: la calidad de la tierra. El sembrador sabe que, aun dentro de un mismo campo y siendo una sola la semilla sometida a idénticos calores y gemelas lluvias, se darán diferencias en el fruto. Este sembrador palestino no trabaja en las grandes llanuras fértiles del mundo occidental. Su tierra está quebrada por mil accidentes. Su campo desciende por la colina en bancales sostenidos por piedras, en muchos casos la roca viva apunta sus morros grises entre la tierra. Y las aves del cielo son muchas y voraces. Los senderos que suben a la montaña cruzan en todas direcciones el sembrado. Sabe este sembrador cuánto se arriesga en cada grano lanzado a boleo sobre esta desagradecida tierra.

También lo sabe Jesús que se está describiendo a sí mismo en este sembrar pensativo. Ha visto ya las primeras dificultades que surgen ante su predicación. Si su mensaje es palabra de Dios ¿cómo es que los fariseos permanecen duros, los escribas escépticos, los herodianos desconfiados e incluso muchos de los que le siguen lo hacen sin terminar de creer? Es la misma semilla la que reparte para todos. ¿Cómo produce frutos tan diferentes? ¿Por qué los doce le siguieron con sólo ver el fulgor de sus ojos, y esos mismo ojos nada dicen a los demás? Esta irregularidad ¿es un defecto de la semilla o de la tierra que la recibe?

Jesús sabe que, a lo largo de la historia, se harán estas preguntas cuantos intenten seguir su tarea de sembrador. Conoce también el riesgo a que se exponen los que, oyéndole, no quieren oírle o le escuchan a medias.

Traza, por ello, para serenación de aquellos e intraquilidad de estos, un vivísimo cuadro que, en muy pocas palabras, describe a la perfección los más profundos escondrijos del alma humana.

Hay hombres que son como un camino, hombres petrificados por la vida, hombres que, entre desconfianzas, ya no se abren a nada. Son gentes a quienes el dolor y los años endurecieron en lugar de fecundarles, gentes de paso, gentes amargadas y escépticas. Es inútil que la semilla de la palabra de Dios caiga sobre ellos. No la recogerán. Vendrán las aves del cielo, vendrá el viento y arrebatará la semilla y, con ella, la esperanza de que ese camino produzca algo aún.

Otros son como terreno pedregoso. Sobre las piedras o la roca, ha crecido una engañosa capa de tierra. Cree el labrador que allí la semilla será fructífera. Y, efectivamente, con las primeras lluvias y el rocío brotará un tallo verde. Pero, al primer rayo de sol, el tallo amarilleará primero, se morirá después: no tenía raíces suficientes. Son muchos los hombres que tienen más piedra que tierra en el alma. Son apasionados, idealistas, fervientes. Reciben con gozo cualquier idea nueva. Son gentes «abiertas», fáciles a la entrega, hasta se diría que «generosas». Pero pronto se ve que su piedra es fuente de dureza, no de solidez. La vida les trae y les lleva. Y cualquier nueva idea seca la anterior. Les gusta probarlo todo y morir por nada. Sobreviene la tribulación o la persecución por causa de la palabra, y sucumben. Tienen estos hombres madera de entusiastas, no de mártires. Jesús conoció muchos de estos: el joven rico, los que le abandonaron cuando anunció la eucaristía, todos los que se alejaron a la hora de la pasión.

Otros hombres tienen el alma construida de buena tierra. Tierra que sería fecunda... si no estuviera llena de espinas. Gentes con el alma llena de fuerza y aun de valores, pero comidos por el amor a los negocios, del placer, de las preocupaciones del mundo, de las ilusiones de riqueza. En estos la semilla brota y hasta se diría que pujante. Pero pronto es asfixiada por las espinas. La palabra de Dios sólo crece en la alta soledad de quienes han sabido limpiar su alma de sucias adherencias.

Hay, luego, almas que son buena tierra. En ellas la palabra de Dios crece y fructifica, se multiplica y ahonda. Pero aun entre la buena tierra hay clases de fecundidad. Algunos producen el treinta por uno, otros el cincuenta, llegan algunos hasta el ciento por uno. Para los palestinos una buena cosecha era la que daba el cincuenta por uno. Una cosecha asombrosa —como la que recogió Isaac en la tierra de Guerar (Gén 26, 12)— sería la que alcanzara el ciento por uno. No serán muchos éstos en el reino de Dios. Pero no faltarán. Y serán los santos.

Los frutos de esta buena tierra serán el desquite del sembrador. Este es el centro de la parábola: Jesús está enseñando a los suyos a no desanimarse; a pesar de los obstáculos, el poder de Dios actúa y siempre hay una semilla que produce su fruto.

Los doce no olvidarán esta lección: la desconcertante paradoja de un Dios que quiere depender de los terrenos que él ha creado. Y el misterio de la libertad humana respetada por un Dios que pide y suplica que aceptemos sus dones, que nos invita a ser buena tierra pero que nos acepta como somos y siembra sobre nuestra fecundidad o sobre nuestra dureza.

Sabrán esto los predicadores de todos los siglos: que es importante la mano que siembra, pero que aún lo es más la tierra que recibe la semilla; que tendrán que sembrar con una mano y ayudar, con la otra, a que las tierras se conviertan en fecundas.

San Agustín había comprendido bien esta doble tarea cuando explicaba así esta parábola a los fieles de su época:

Cambiad de conducta mientras se puede, dad vuelta a las partes duras con la reja del arado, echad fuera del campo las piedras, arrancad las espinas. No tengáis el corazón duro, que aniquila inmediatamente la palabra de Dios. No tengáis una capa ligera de tierra, donde la caridad no puede arraigar profundamente. No permitáis que las preocupaciones y deseos del siglo ahoguen la buena semilla, haciendo inútiles nuestros trabajos con vosotros. Todo lo contrario: sed la buena tierra. Y el uno producirá el ciento, el otro el sesenta y un tercero el treinta por uno con frutos más o menos grandes en cada cual. Y todos harán el granero.

Y el granero de Dios será grande. Y todos los que fructificaron tendrán cabida en él. Porque el reino de Dios es un reino de vivos, un reino de fecundos, un reino de almas puestas en pie.

La cizaña

En los campos del mundo no sólo hay tierras infecundas, hay también simientes podridas o venenosas. Por eso añade Jesús la parábola de la cizaña a la del sembrador.

También aquí volvemos a encontrarnos en un ambiente profundamente realístico. Los especialistas en costumbres orientales nos enseñan que uno de los mayores vicios del pueblo judío de la época de Cristo era el de la venganza. En las aldeas de Palestina —escribe Lagrange— no es raro que un hombre tenga su enemigo particular, y las venganzas entre labradores —árboles cortados, mieses abrasadas— son muy frecuentes. Aún hoy en la diócesis de Jerusalén, para alejar a los fieles de estas venganzas, el cortar un árbol frutal es un pecado reservado al obispo.

También es realística la presencia de la cizaña en el campo palestino. Era frecuente. Biever escribe, por ejemplo, que dado que ordinariamente el trigo alcanza una altura mayor que la cizaña, los campesinos judíos solían cortar el trigo con su hoz por encima de la cizaña, de manera que las espigas de ésta queden intactas. En ocasiones como esta es frecuente oír al dueño del campo diciendo a los segadores: levantad más altas las manos.

Pero aún es mayor el realismo en el campo de las almas. Quienes oían a Jesús lo experimentaban ya. ¿Cómo la palabra de Jesús, limpio trigo, producía una corriente de hostilidad entre muchos? Los que le seguían eran minoría; la mediocridad y aun el mal rodeaba a los elegidos. Y ni siquiera se detenía en esta frontera. Dentro del mismo colegio apostólico entraría la cizaña. ¿Cómo reaccionar ante este fenómeno? Los maestros espirituales de la época —tanto entre los zelotas, como entre los fariseos o los monjes de Qumran— decían que la respuesta era la violenta: clamaban por una intervención urgente de Dios aniquilando a los no creyentes. Santiago y Juan tendrían esta misma reacción ante una aldea que no recibió la palabra de Jesús: que baje fuego del cielo y los destruya. Pero Jesús predica la paciencia: no es ese el estilo de Dios.

Jesús da, además, un sentido más hondo y universal a su parábola: el sembrador es Dios, el hombre enemigo es el demonio, la semilla son los hombres, los cosechadores los ángeles. Todo un gran drama cósmico se encierra en esta parábola. Y ese fuego final que quema la cizaña nos traslada a un planteamiento netamente escatológico.

La parábola es, pues, más que una lección moral de paciencia. Se dibuja en ella el drama del mal y la estrategia de Dios ante él. Es directamente Dios quien ha sembrado el bien en el mundo. Pero Dios ha entrado en el juego de la libertad y permite que actúen unas fuerzas que hacen peligrar su misma divina cosecha.

¿Qué actitud adoptar ante este drama? El centro de la parábola está precisamente en el contraste entre la reacción de los criados y el amo. En un primer momento los criados dudan del sembrador: ¿no habrá sembrado simiente de segunda calidad? ¿no se habrá olvidado de limpiarla y habrá sembrado cizaña además del trigo? Son lógicos al pensar que si hay cizaña es porque alguien la sembró; no lo son al desconfiar de la sabiduría de su amo. En su reacción está reflejada la tan común postura ante el dolor del mundo. ¿Por qué hay guerras, por qué muertes y dolor? ¿No dicen que Dios es bueno? El hombre —incapaz de descubrir que es su pecado la fuente de esa cizaña— encuentra más sencillo levantar colérico los ojos y la mano contra el cielo.

El amo de la parábola reacciona vivamente: no es suya esa cizaña, él sólo siembra bien. Pero el enemigo malo sembró la cizaña mientras los hombres dormían. Jesús usa evidentemente una explicación metafórica, pero demuestra una vez más aceptar la presencia de una fuerza del mal exterior a los hombres: el enemigo.

Al oír la respuesta del amo, los criados, hace un minuto desconfiados, se llenan de una cólera que ellos bautizarían de «santa»: les urge el correr a arrancar esa cizaña mezclada al trigo.

Y Dios presenta entonces la estrategia de su gracia: No, dejadla crecer, no vayáis a arrancar el trigo junto a la cizaña. Cuando la mies esté madura, yo mandaré a mis segadores para que la separen bien. Es esta una estrategia muy especial, mezcla de claridad y de paciencia.

El amo no piensa que la cizaña sea trigo. Sabe muy bien que el mal es mal y el bien es bien. No pone todo en el mismo saco. Pero sabe que, con frecuencia, trigo y cizaña están tan mezclados que es, en este mundo, casi imposible separarlos. Y le interesa castigar a la cizaña, pero le preocupa aún más que ni una espiga de trigo sea destruida en un afán intempestivo.

La fuga, el maniqueísmo y la violencia

Ninguna otra parábola pone tan vivamente al cristiano frente a las que han sido las mayores tentaciones de la historia de la Iglesia.

La primera es la de la fuga. Sería hermoso vivir en un mundo sin cizaña, reunirse los puros y huir de cualquier suciedad. Pero la ley de Jesús es que el reino de Dios comience en este mundo, en medio de él. Y en el mundo está el mal. Ya san Pablo se dió cuenta de que el compromiso era necesario. Para huir totalmente de la idolatría, para escapar de los licenciosos, habría que huir de este mundo. Y aun cuando los cristianos lograran formar un gueto de elegidos ¿no llevarían el mal dentro de sus propias almas?

La segunda gran tentación es la que separa demasiado tajantemente el bien y el mal. Muchas veces no es fácil distinguir el trigo de la cizaña; nacen a veces de la misma raíz, se encuentran unidos dentro de una misma alma. Por otro lado, no pocas veces el trigo está enfermo y tarado. Y, en el mundo de las almas, la cizaña no sólo puede tener virtudes y cualidades positivas, sino que puede, además, aspirar a convertirse en trigo por la conversión.

La tercera tentación es imponer el bien por la violencia, lograr que no haya cizaña en nuestros campos constituyéndonos en jueces y ejecutores del mal.

Frente a estas tres tentaciones, se impone la estrategia de Dios que reclama para sí la exclusividad del juicio y para sus ángeles la ejecución de la sentencia y que impone a los suyos, mientras tanto, la paciencia frente al mal. Añade aún algo más: la esperanza de que el mal se pueda convertir en bien.

Este último es uno de los ejes más frecuentemente olvidados de esta parábola. Muy bien lo entendió san Pedro Crisólogo cuando la comentaba así en uno de sus sermones:

La cizaña de hoy puede cambiarse mañana en trigo; de esa manera el hereje de hoy será mañana uno de los fieles; el que hasta ahora se ha mostrado pecador, en adelante irá unido a los justos. Si no viniera la paciencia de Dios en ayuda de la cizaña, la Iglesia no tendría ni al evangelista Mateo —a quien hubo necesidad de coger entre los publicanos-- ni al apóstol Pablo —al que fue preciso coger entre los perseguidores--. ¿No es verdad que el Ananías del libro de los Hechos trataba de arrancar el trigo, cuando, enviado por Dios a Saulo, acusaba a san Pablo con estos términos: Señor, ha hecho mucho daño a tus santos? Lo cual quería decir: arranca la cizaña; ¿por qué enviarme a mí, la oveja, al lobo, el hombre piadoso al maldito? ¿Por qué enviar un misionero de mi talla al perseguidor? Pero mientras Ananías veía a Saulo, el Señor veía ya a Pablo. Cuando Ananías hablaba del perseguidor, el Señor sabía que era un misionero. Y, mientras el hombre le juzgaba como cizaña, Saulo era para Cristo un vaso de elección, ya con un puesto en los graneros del cielo.

La mies que crece sola

Esta es la más olvidada entre las parábolas del Reino; tal vez porque carece de acción, generalmente se olvida. Pero es de las más sabrosas y sorprendentes. La cuentan tres versículos de Marcos:

El reino de Dios es como cuando un hombre arroja la semilla en su tierra. Mientras duerme y vela, de noche y de día, la semilla germina y crece sin que él sepa cómo. Por sí misma la tierra produce su fruto, primero la caña, luego la espiga, por fin el trigo que llena la espiga. Y cuando está maduro el fruto, mete la hoz porque le mies ya está en sazón (4, 26-29).

¿Por qué hemos olvidado esta parábola? Tal vez por su sencillez; tal vez porque, en el fondo, preferiríamos que la santidad fuese una obra de titanes y no creciera como el trigo en el campo, bajo el sol de Dios.

La parábola es, sin embargo, contundente. El labrador ha arrojado su semilla. Hecho esto ha concluido su tarea. El trigo crece y se levanta sin que el sembrador tenga que volver a intervenir, sin que piense siquiera en ello, incluso sin que se dé cuenta de que el trigo crece. La tierra da fruto por sí misma.

El centro de la parábola es precisamente la despreocupación de ese labriego. El Reino crece, semejante a la mies del campo. La esperanza del labriego es la esperanza de quienes hoy sabemos que el reino de los cielos durará y crecerá hasta la hora de la siega. Jesús vive de esa esperanza, de ese desconcertante optimismo.

En la vida de Cristo ha escrito Chesterton hay una cosa que él
oculta. A veces he pensado que era su alegría.
Hay, sí, un misterioso equilibrio en Jesús, una despreocupación, una seguridad: el trigo crecerá. Y se equivocan quienes viven angustiados, los que se ahogan en el terror de qué comerán o cómo vestirán. ¿No hay un Dios que cuida de los lirios y los pájaros? ¿O Dios sería menos fuerte que su sol que hace crecer el trigo sin necesidad de que el labrador siga cuidándolo?

Esta confianza es una contraseña de los verdaderos cristianos. Después de todo —escribe Cerfaux— asegurar el éxito de la Iglesia, nuestra santidad, nuestros trabajos, sean los que sean, no es asunto nuestro; es cosa de Dios. A nosotros nos basta con cumplir nuestro quehacer de cristianos con toda sencillez. Así el hombre de la parábola deja que la mies crezca ella sola; es un hombre sin preocupación, casi un niño. Y —según Peguy— la inocencia de los niños es la gloria más grande de Dios. Todo lo que se hace durante la jornada es agradable a Dios, contando, naturalmente, con que se haga lo que hay que hacer.

Así ha crecido la historia de los santos, naturales, sencillos, como el trigo en el campo. Para san Pablo —que es el gran doctor de la confianza— ser cristiano y ser santo es lo mismo. La santidad no es, para él, un fenómeno extraordinario. En su teología lo que resulta anormal es que haya otras cosas y que no haya santos. Lo anormal es un cristianismo exangüe, miedoso, que esperase —como dice Cerfaux— no sé qué transfusión de sangre de una nueva civilización.

Ese dejarse crecer es la santidad. San Gregorio Magno lo formula con bella precisión en su comentario a esta parábola:

El hombre arroja su semilla en la tierra cuando pone su corazón en un buen deseo. Y, hecho esto, debe apoyarse en Dios, descansando en la esperanza. Se acuesta al atardecer y se levanta por la mañana, porque va progresando en medio de los éxitos y los fracasos. La simiente germina y crece sin que él lo sepa, porque, sin que él pueda recoger todavía el fruto de sus progresos, la virtud, una vez puesta en marcha, camina hacia su realización. La tierra da fruto por sí misma, porque el alma del hombre, ayudada por la gracia, asciende por sí misma hacia el fruto de las buenas obras. Y esta misma tierra produce en primer lugar la caña, después la espiga y por último los granos de la espiga. Producir la caña significa que todavía se siente cómo la buena voluntad es débil. Llegar a la espiga quiere decir que la virtud se está desarrollando y nos empuja a multiplicar las buenas obras. Y la plenitud de los granos en la espiga significa que la virtud ha hecho ya tales progresos, que hemos llegado a la plenitud de la acción y de la constancia en el cumplimiento del deber. Cuando el fruto está maduro, se mete la hoz, porque todo es cosecha de Dios, una mies que le pertenece.

El misterio de la pequeñez

Junto a la mies que crece pone Jesús otra paradoja de este reino de los cielos: crece pero sigue siendo pequeño, su grandeza está precisamente en su pequeñez.

Desarrolla esta idea en la conocida parábola del grano de mostaza. Alude Jesús —dicen los botánicos— a la llamada «mostaza negra».

Comenta Biever:

Esta planta es muy conocida en Palestina, donde, en las tierras cálidas, como por ejemplo en el lago de Tiberíades y a lo largo del Jordán, alcanza las dimensiones de un árbol de tres o cuatro metros de altura y se hace hasta leñosa en su base. Esta es la mostaza (brassica nigra) de nuestros botánicos. Principalmente los jilgueros, que parecen muy aficionados a los granos de mostaza, vienen en bandadas a posarse sobre las ramas de este árbol.

La idea del reino de Dios como un árbol que crece es ya muy típica del antiguo testamento. La encontramos en Ezequiel, en el libro de Daniel. Y acaba de aparecer en los llamados Salmos del mar Muerto recientemente descubiertos en Qumran: Su sombra (la del Mesías, simbolizado en un árbol) cubrirá el mundo entero, su cima llegará hasta el cielo y sus raíces llegarán hasta el abismo (Hymn VI, 15-16) . Y aún encontraremos más plásticamente la idea en el sueño de Nabucodonosor: Y vi un árbol en el centro de la tierra, exageradamente alto. El árbol creció, se hizo fuerte; su altura tocaba al cielo y se veía desde los confines de la tierra. Y las aves del cielo anidaban en sus ramas (Dn 4, 7-9).

El centro de esta parábola es la antítesis entre la pequeñez de la semilla y su florecimiento en el Reino escatológico. Entra en la dialéctica de Jesús que muchas veces tiene que animar a los suyos —a su pequeño rebañito— asegurándoles que el Padre les ha reservado precisamente a ellos el Reino (Lc 12, 32).

Pero hay que subrayar que ese florecimiento del Reino se producirá al otro lado de la historia, en el final de los tiempos. Porque una interpretación ingenua y triunfalista ve en esta parábola una especie de resumen de la historia de la Iglesia en este mundo: empezó con pocos, ha llegado a muchos millones, las aves del cielo de los pueblos paganos han venido a posarse en sus ramas.

Algo de realidad hay en esto: quien compara los pequeños inicios de la comunidad cristiana en torno a los doce con el esplendor de un Vaticano II con sus 2.500 obispos, ve, efectivamente, que el grano de mostaza ha hecho su camino.

Pero, si se mira en profundidad, se ve que esos millares de obispos siguen siendo aún el grano de mostaza perdido en la paganía del mundo. La Iglesia está hoy, en rigor, mucho más cerca de sus orígenes de semilla, que de su triunfo final, un triunfo que no vendrá en esta tierra. No es el número de «inscritos» en el cristianismo, no es el brillo de los edificios del Vaticano, no son los apoyos políticos que la fe pueda conseguir, lo que constituye el verdadero tamaño del árbol de mostaza. La Iglesia era tan débil con Constantino como bajo Nerón, tan pobre en la sangre de Inés como en la púrpura de Teodora, tan necesitada cuando Pablo firmaba sus cartas como cuando un papa firma concordatos.

La fuerza de ese árbol creciente sólo puede estar en la realización del evangelio en las vidas de los hombres y las sociedades. Y en esto siempre hemos estado cerca del grano de diminuta semilla. San Agustín lo entendió bien cuando escribía:

Después de las persecuciones tan numerosas y tan crueles, una vez llegada la paz, una riada de paganos, deseosos de tomar el nombre de cristianos, encontraban un obstáculo en las costumbres que ellos tenían de celebrar las fiestas de sus falsos dioses con buenas tajadas y mucho vino. Y como no podían fácilmente privarse de estos placeres perniciosos, enraizados en ellos, nuestros antepasados idearon como cosa buena sustituir las fiestas paganas con otras fiestas en honor de los santos mártires, que se celebraban sin sacrilegios, pero con los mismos excesos.

No es, pues, el número lo que hace crecer el árbol, sino la fidelidad al evangelio. Por eso siempre ha habido, dentro de la Iglesia, cristianos que regresaban a la semilla de la mostaza: los anacoretas, los monjes, los mendicantes, quienes aún hoy se empeñan en vivir la plenitud del evangelio.

Así, la debilidad de la Iglesia es su grandeza; lo mismo que su grandeza puede ser su debilidad mayor. A algunos escandaliza esto. Les gustaría una Iglesia en la que se subrayase el brillo y no la debilidad. Pero el evangelio sólo anuncia la plenitud de granazón para el futuro escatológico. Aquí el evangelio sigue siendo debilidad. San Jerónimo lo señalaba casi con orgullo:

La predicación del evangelio es la más humilde de las teorías intelectuales. Esta doctrina, desde el comienzo mismo, parece absurda, cuando predica que un hombre es Dios, que Dios muere, el escándalo de la cruz. Comparad esta doctrina con las enseñanzas de los filósofos y sus libros, con el brillo de su elocuencia y el orden perfecto de sus discursos, y veréis cómo la semilla del evangelio es más pequeña que todas las otras simientes.

Sigue siéndolo. En medio del brillo de las propagandas, en medio del estallido de las ideologías, el evangelio sigue siendo debilidad. Y ¡ay de los cristianos si, para hacerlo parecer más verdadero e importante, lo hinchamos como una ideología más! ¡Ay de la Iglesia si se instala como un poder humano más! En la Iglesia verdadera siempre habrá más pobres que sabios, más débiles que poderosos. Y si entran en ella sabios y poderosos, sólo será pasando por la puerta de la debilidad. Un día —no aquí serán fuertes las ramas de su árbol y todas las aves del cielo que se hayan salvado del turbión de este mundo encontrarán cobijo y asiento en sus ramas. No aquí. No aquí.

Levadura en la masa

Gemela a la parábola del grano de mostaza es la de la levadura. San Mateo las une como pronunciadas en la misma ocasión. Esta ocasión la encuentra J. Jeremias en las dudas que en un determinado momento debieron de surgir entre los discípulos sobre la misión de Jesús. ¡Qué distinto era lo que esperaban y lo que veían! Habían soñado un triunfo esplendoroso del Mesías con el avasallamiento de los enemigos y se encontraban constituyendo un grupo de miserables que serían aplastados en cuanto Pilato o Herodes levantaran la mano.¿Constituía este grupo de pobre gente, entre los que no faltaban algunos de mala fama, la comunidad que llenaría las salas del banquete nupcial de Dios con la humanidad? La duda fue tal vez sugerida por los fariseos y caló probablemente entre los discípulos de Jesús.

Por eso el Maestro insiste tanto y con tan variadas imágenes en que no debe juzgarse sólo por los ojos. Lo que hoy es un grupo pequeño será un día un árbol frondoso; la pequeña lámpara que ellos son, iluminará toda la casa; ellos serán, además, la levadura que fermentará toda la masa. El Reino tiene comienzos humildes, pero el pequeño rebaño de hoy triunfará en el reino definitivo de Dios.

Con la imagen de la levadura regresa Jesús a las imágenes familiares. El lo había visto mil veces en su casa y lo mismo todos lo que le escuchaban: las mujeres no compraban el pan en panaderías, ellas tomaban y amasaban la harina, ellas ponían la levadura, en el patio de casa lo cocían.

Pero la imagen es a la vez realista y sugeridora de realidades más altas: Jesús exagera, evidentemente, al citar con tanta precisión la cantidad de pan que prepara esta mujer. Habla de tres medidas de harina, tres se'a, es decir, 39, 4 litros, con lo que podía cocerse una cantidad de pan para una comida de más de cien personas. ¡Ningún ama de casa amasaría tanto en una sola jornada! Cristo está hablando de un banquete más alto y grande, sin duda.

Mas nos quedaríamos a mitad de camino si considerásemos esta parábola como un simple doble de la del grano de mostaza: en esta se hablaba de la extensión del reino de Dios; con la levadura, se señala además la misteriosa virtualidad que esa semilla tiene, que no sólo fructifica en sí misma, sino que influye en cuanto la rodea. Como ha escrito Durand:

Sucederá con el cristianismo en el mundo lo que acontece con la levadura en la masa, fuerza divina, oculta y silenciosa, pero activa, contagiosa, que gana terreno progresivamente y va asimilando, hasta que llega un momento en el cual, bajo su acción, la humanidad entera actúa para el servicio y la gloria de Dios. En ese día, lo mismo que la masa se ha hecho sabrosa por su fermentación, el mundo entero, transformado por el evangelio, habrá recuperado las complacencias de su Creador, porque habrá vuelto a encontrar el gusto de las cosas de Dios.

El influjo de la comunidad de creyentes será así más ancho que la misma Iglesia. Aunque no todo el pan se convierta en levadura, todo él tomará el sabor de ese fermento. ¡Cuántas cosas cristianas hay hoy fuera del cristianismo! ¡Cuántos valores evangélicos han calado allí donde no ha logrado llegar la Iglesia! Incluso ¡cuántas luces limpias de Dios, huidas un día de casa como el hijo pródigo, podemos hoy recuperar los cristianos en lo que llamamos la «acera de enfrente»!

El tesoro y la perla

Las parábolas anteriores nos describen cómo es ese reino de los cielos del que habla Jesús; nos cuentan cómo progresa; cuáles son sus virtualidades de transformación del mundo. Falta contar cuál debe ser la postura del hombre que descubre ese Reino. Y a ello se dedican las dos últimas parábolas del grupo.

La primera habla de un campesino que encuentra un tesoro en un campo. Era éste un tema que fácilmente excitaba la imaginación de los contemporáneos de Jesús. Las numerosas guerras que pasaron por Palestina en el correr de los siglos como consecuencia de su posición entre Mesopotamia y Egipto, obligaron muchas veces a enterrar lo más precioso cuando el peligro amenazaba. Aún hoy no es infrecuente encontrar en Palestina vasijas de arcilla con monedas de plata o piedras preciosas. Y el tema es parte del folklore oriental que en muchos de sus cuentos espera encontrar en algún lugar un tesoro misterioso.

Esta es la situación que describe Jesús. Se trata, sin duda, de un pobre jornalero que trabaja en un campo ajeno. Trabajando su campo su azada tropieza con un tesoro. O tal vez le ocurre como al campesino que nos describe el Talmud:

Abba Judan marchó a Antioquía para labrar allí la segunda parte de su campo. Cuando lo estaba labrando, se abrió la tierra delante de él, y su vaca cayó en el hoyo, rompiéndose una pata en la caída. El bajó para sacar al animal. Entonces Dios le iluminó los ojos y encontró allí un tesoro. Y dijo: mi vaca se ha roto la pata para bien mío.

El campesino de la parábola —sin plantearse entonces el problema jurídico de la propiedad del tesoro— se llena de una gran alegría, vende todo lo que tiene y va y compra el campo.

Gemela es la reacción del mercader de perlas. En éste, el hallazgo no es casual. Vive dedicado a esa búsqueda.

Señala J. Jeremias:

Las perlas fueron en toda la antigüedad un artículo muy codiciado. Eran pescadas por buceadores, sobre todo en el mar Rojo, en el golfo Pérsico, en el océano Indico, y eran montadas como adorno, sobre todo como collares. Se nos habla de perlas que valían millones. César regaló a la madre de Bruto, su futuro asesino, una perla que valía seis millones de sestercios (21 millones de pesetas); y Cleopatra poseyó una perla que valía cien millones de sestercios (350 millones de pesetas).

Nuestro mercader encuentra una de estas perlas millonarias. A su luz palidecen todas cuantas hasta el momento ha conocido. Corre entonces, vende todo cuanto tiene y la compra lleno de alegría.

El desenlace de ambas parábolas es llamativo. Si nos encontrásemos ante los típicos cuentos orientales la narración concluiría contándonos los palacios que construyeron con su tesoro, los esclavos que les precedían cuando pasaban por el bazar o cómo el campesino enriquecido se casó con la bella del lugar. Pero Jesús no trata de complacer las imaginaciones de sus oyentes. Coloca el acento en lugares muy distintos de los que ellos esperaban.

Dos datos hay que parecen centrales en ambas parábolas: que los dos se llenaron de alegía con su hallazgo, y que vendieron todo para adquirirlo.

La tradición interpretativa cristiana ha insistido, especialmente, en ese todo, como si la parábola tratase de subrayar la decisión de sus protagonistas. Pero lo notable es, en cambio, esa alegría del hallazgo que les hace ver como absolutamente natural el abandono de todo lo demás. Estos dos personajes no son héroes, sino simplemente sensatos. Citemos de nuevo a J. Jeremias:

Todo palidece ante el brillo de lo encontrado; ningún precio parece demasiado alto. La entrega insensible de lo más precioso se convierte en algo puramente evidente. Lo decisivo no es la entrega de los dos hombres de la parábola, sino el motivo de su decisión: el ser subyugados por la grandeza del hallazgo. Así ocurre con el reino de Dios. La buena nueva de su llegada subyuga, proporciona una gran alegría, dirige toda la vida a la consumación de la comunidad divina, efectúa la entrega más apasionada.

Efectivamente, si repasamos la historia de los santos o la de los modernos convertidos, veremos que ninguno de ellos da importancia a lo que deja; la alegría del hallazgo de la fe hace fácil, evidente, inevitable y nada costoso el abandono de todo lo demás.

Porque se trata del abandono total y no de pactos intermedios. San Pedro diría un día a Cristo: Señor, nosotros hemos dejado todo para seguirte (Mc 10, 28). Y san Pablo certifica: Cuando fue del agrado de Dios revelarme a su Hijo, yo no he escuchado ni a la carne, ni a la sangre. Y un Francisco de Asís regala las piezas de tela y el caballo de su padre, tira sus vestidos y lo explica así: Yo he abandonado el siglo.

Y lo maravilloso no es la audacia del total abandono, sino la alegría de quienes saben que, haciéndolo, han conseguido el mayor de los tesoros.

El reino ahondado

Hay un gran riesgo en las parábolas de Jesús: que sean confundidas con una serie de ejemplos morales. Y a ello tiende una buena parte de la tradición cristiana y, sobre todo, la fácil tendencia moralizante de muchos predicadores actuales. Sería algo así como convertir el evangelio en una vaselina. Hay efectivamente normas de conducta en las parábolas. Pero hay mucho más.

En las del Reino que acabamos de comentar hay, sobre todo, una profundización en la naturaleza de ese Reino anunciado por Jesús. Muchas de las ideas apuntadas por él en su primera predicación adquieren en las parábolas una definitiva hondura.

En ellas descubrimos que, ante todo, el Reino es un don de Dios. No es algo que los hombres podamos construir con nuestras manos. Todos los méritos juntos de todos los santos, toda la inteligencia junta de todos los teólogos, todo el coraje y la entrega de los mártires, todo el valor de todos los guerreros, no nos acercaría ni a la puerta de ese Reino. Es Dios quien siembra la semilla. La tierra más fecunda y limpia que puede imaginarse jamás podrá dar fruto si alguien superior y exterior a ella no la siembra. Ni encontraría el campesino, por mucho que cavara, un tesoro que nadie hubiera enterrado previamente. Es un don y un don exclusivo de Dios.

Pero la obra de Dios precisa también de una respuesta humana. La semilla es imprescindible para la cosecha, pero el mayor o menor fruto depende también, y decisivamente, de la calidad de la tierra. El campesino no hallaría el tesoro si no cavara en el campo, ni encontraría el mercader la perla si no la buscara. Dios abre al hombre la puerta, pero es el hombre quien debe cruzarla libremente. Jamás Dios le empujará para que cruce el dintel.

El Reino no es, además, un simple lugar de deleite para el hombre, es su salvación definitiva. En él se realiza el ser humano, fuera de él nunca pasará de ser un muñón de hombre o un fruto de perdición. En el Reino encuentra el hombre el sentido de su destino y su verdadera vida. Por eso, la predicación del Reino es ante todo una predicación alegre y luminosa. No es el Reino la contrapartida del infierno; al revés: es el infierno la contrapartida del Reino. El hombre puede no entrar en él, pero lo central es que el Reino le espera.

Un Reino que vendrá sin duda. Junto a la alegría está la confianza. Jesús sabe que hay tierras sucias y mediocres, pero sabe que, por encima de todo, el granero se llenará, la mies crecerá, incluso si duermen los campesinos. Y esta venida no depende del número de los que la esperan o de los que recibirán ese Reino. Viene y está abierto para todos.

A pesar de esta confianza, la amenaza existe. Jesús ni ignora ni oculta que existe un enemigo malo que siembra cizaña en los campos. El predominio de la luz no hace que olvide la existencia de las tinieblas. Los graneros se llenarán, pero la cizaña arderá perpetuamente. La confianza en el triunfo no excluye el riesgo de quienes apuestan.

Es un Reino misterioso y desconcertante, que no debe ser juzgado con ojos pequeños. Quien mida por la cantidad, por las apariencias pensará que el Reino será un gran fracaso. La ley es aquí la paradoja: lo que parece más pequeño será lo más grande, lo que parece menos importante fermentará a todo lo demás. Todas las leyes de este mundo serán invertidas.

El Reino será ante todo un asunto de almas. No tendrá nada que ver con los nacionalismos, ni con los reyes o imperios de este mundo. Será central y primariamente religioso y espiritual. No será evasivo, no seré misticoide: el espíritu fermentará la tierra en que se realiza su fuego. Quienes caminen hacia ese reino deberán, al paso, trasformar este mundo. Pero la mirada estará puesta en ese otro final. Será, consiguientemente, un Reino universal. No se exigirán en su puerta títulos, ni riquezas. Será un campesino quien encuentre el tesoro y todos los de la casa podrán comer ese pan que fermentó la levadura.

Es un Reino en camino: no se realizará en este mundo. La gran cosecha la harán los ángeles al final de los tiempos. Mientras la mies fructifica, deberá crecer aquí abajo, pero los graneros serán los celestiales. Y el árbol de mostaza tendrá las raíces en esta tierra oscura, pero sus ramas sólo se llenarán de pájaros en la otra orilla.

El autorretrato

Pero, por encima de todo, el Reino será Cristo. Las parábolas del Reino son un autorretrato de quien las predica. Sólo a esta luz adquieren su verdadero significado y cambiarían de sentido de haber sido otro el predicador.

La semilla Jesús mismo lo explicó— es la palabra de Dios. Basta poner Palabra con mayúscula para que lo entendamos. Jesús fue sembrado hace dos mil años, sigue siendo sembrado en las almas de los hombres. Para muchos, su nombre y su persona caen en el camino, sobre piedra, en las zarzas. O no se enteran de quién es Jesús, o le utilizan, o le ablandan. El está en muchas tierras que se dicen cristianas, pero su semilla se la lleva el viento o los pájaros, o se muere con la llegada de un dolor o es ahogado por el sexo o el dinero.

Jesús es también la levadura amasada por la Iglesia siglo tras siglo: él tiene fuerza y poder para fermentar toda la masa humana; él sigue siendo lo único que hace que la aventura de ser hombre no resulte insípida y sea soportable.

Jesús es el grano de mostaza que, como escribe san Pedro Crisólogo, fue depositado en el jardín del cuerpo virginal y creció en el árbol de la cruz por todo el orbe, y, cuando fue machacado en la pasión, dio tanto sabor de su. fruto, que todo cuanto es vital lo ha adobado y condimentado con su influjo.

El es, sobre todo, el tesoro escondido, la perla por la que debe ser vendido todo. Quien verdaderamente le encuentra ha descubierto la alegría. Quien se decide a amarle ha empezado ya a vivir en el reino de Dios.

 

II. INVESTIGACIÓN SOBRE EL CORAZÓN DE DIOS

Había una gran procesión
y en cabeza iban las tres semejanzas:
la parábola de la oveja perdida,
la parábola de la dracma perdida,
la parábola del hijo perdido.

Todas las parábolas son bellas, hijo mío,
todas son grandes y todas son queridas,
todas ellas son la Palabra y el Verbo,
todas ellas vienen del corazón y van al corazón.

Pero, entre todas, destacan las tres parábolas de la esperanza,
las más cercanas y las más queridas al corazón del hombre,
y es que tienen un no sé qué que no se encuentra en las demás,
y es que quizás contienen como una especie de juventud e infancia desconocida,
y, entre todas, ellas son jóvenes, frescas, como niñas,
como no gastadas ni envejecidas.

Están siendo utilizadas desde hace muchos siglos,
pero continúan estando jóvenes como el primer día,
continúan estando frescas y siendo inocentes, ignorantes,
niñas como el primer día.

Y, desde que hay cristianos, estas tres parábolas
ocupan un lugar secreto en el corazón
y, en tanto que haya cristianos, es decir: eternamente,
por los siglos de los siglos,
habrá para estas tres parábolas
un lugar secreto en el corazón.

No exageraba Peguy en estas palabras. Hay, efectivamente, un lugar secreto en el corazón de la humanidad donde se guardan estas parábolas de la misericordia que nos describen, tal vez mejor que ninguna otra página evangélica, las interioridades del corazón de Dios. Porque aquí no se describe ya, como en el anterior bloque de parábolas, cómo será ese Reino al que los hombres son llamados; ni se dan normas o consejos que la humanidad deba seguir. El protagonista de estas páginas es directamente el amor de Dios, un amor que sobrepasa todos los límites y que supera todas las razones.

El asedio

Nacen estas parábolas en un clima mucho menos idílico que el que diera origen a las del Reino. No estamos ya en Galilea, sino en Judea. Y la predicación de Jesús ha comenzado a convertirse en problema. Ya ha estallado el asedio de quienes le conducirán a la cruz.

Jesús ha dejado ver ya que su Reino supone la muerte del que los fariseos habían instalado. Va a nacer una «nueva justicia», que nada tiene que ver con la que pregonan los maestros oficiales de la época. Las primeras disputas de sus discípulos con los fariseos, se han convertido ya en confrontación total. Jesús anuncia que trae un vino nuevo y que no va a ponerlo en los viejos odres (Mt 9, 15). Dice claramente que no ha venido para curar a los sanos, sino a los enfermos (Mt 9, 12). Y, en sus palabras, ataca ya frontalmente la hipocresía de sus adversarios: ¿Quién de vosotros si se le cae una oveja en un hoyo, no va a cogerla y sacarla aunque sea día de sábado? (Mt 12, 11).

Frente a la bandera del legalismo y la hipocresía, Jesús ha levantado la de la misericordia. Quiere devolver a su Padre su verdadero rostro. Frente a ese legalismo que —según Cerfaux se había desarrollado como un glotón y había chupado toda la savia del antiguo testamento, Jesús levanta una nueva ley que se centra en la paternidad de Dios, en su bondad y su misericordia.

Este «nuevo» Dios es absolutamente sorprendente para quienes le escuchan. Era, en rigor, el mismo que habían anunciado los profetas clamando que Dios quería misericordia y no sacrificio (Mt 9, 13). Pero todos lo habían olvidado. Por eso esta serie de parábolas no brota sin escándalo. Lucas, al abrir el capítulo en que las incluye, dice que los publicanos y los pecadores se acercaban para escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: ¡Este hombre acoge bien a los pecadores y come con ellos! (Lc 15, 1-2).

Este escándalo de los «puros» era lógico dentro de su mentalidad: acoger a los pecadores, mezclarse con ellos no era precisamente lo que en aquella época encajaba mejor con la conducta que se suponía a un hombre piadoso. El que había recibido una misión de Dios podía gritársela a los demás, pero sin hacerse uno de ellos. De otro modo, se exponía a mancharse él y a no purificarles a ellos.

Pero Jesús anuncia otra pureza, otra ley. Más claramente: anuncia «otro» Dios. Habla de un Dios que es padre ante todo, perdón ante todo, misericordia por encima de todo. Un Dios que bajaba hasta los suyos para mezclarse con ellos. Un Dios con un extraño corazón enorme. De este corazón es de lo que habla esta serie de parábolas.

El buen pastor y la oveja perdida

Esta primera es la parábola que más encaja en los carriles de la tradición judía. El pueblo de Israel había sido desde siempre un pueblo ganadero. «Nosotros, tus siervos dice el Génesis— somos
pastores desde nuestra infancia hasta hoy, y lo mismo fueron nuestros padres
(Gén 47, 3; 46, 32; Ex 12, 38). Pastores fueron muchos de los héroes de Israel: Moisés (Ex 3, 1), David (1 Sam 16, 11), Amós (Am 1, 1). Nada tiene de extraño que la figura del Mesías se presentase también bajo la figura del pastor.

Así lo habrían preanunciado muchas profecías: será un pastor único (Ez 34, 23) que recogerá las ovejas de en medio de las gentes, las reunirá de todas las naciones, las llevará a su tierra y las apacentará sobre los montes de Israel (Ez 34, 13). El amor de este Pastor se anuncia en tonos conmovedores: Apacentará a su rebaño como pastor, lo reunirá con su mano; llevará en su propio seno los corderos y cuidará de las paridas (Is 40, 11). En boca del mismo pastor se pondrá la descripción de este tremendo amor: Buscaré la oveja perdida, traeré la extraviada, venderé la perniquebrada y curaré la enferma; guardaré las gordas y robustas (Ez 34, 16). Bajo este Pastor las ovejas estarán seguras: Les daré pastores que de verdad las apacienten, y ya no habrán de temer más, ni angustiarse, ni afligirse (Jer 23, 4). Bajo su cayado las ovejas se sienten felices: Es Yahvé mi pastor, nada me falta. Me pone en verdes pastos y me lleva a frescas aguas. Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno (Sal 23, 1-4).

Todo esto que han anunciado los profetas, Jesús se lo aplica a sí mismo: él es ese pastor prometido (Jn 10, 11); ha venido al mundo para congregar el rebaño de Dios (Mt 15, 24); para alimentarlo con su doctrina (Mc 6, 34); para conducirlo al prado definitivo junto a las aguas de la vida (1 Pe 5, 4).

Pero el amor de este pastor va mucho más allá de cuanto los profetas imaginaron: éste conoce a todas las ovejas y las llama por su nombre (Jn 10, 3); vive obsesionado por su pequeño rebaño (Lc 12, 32); por él dará su vida (Jn 10, 11).

Más aún, hay otro misterio en este Pastor: parece preferir las ovejas sarnosas, enfermas, perdidas, a las sanas. En tiempos de Jesús todos los movimientos religiosos tendían a la secta. Los «puros» se cerraban en guetos para defender su pureza del contagio de los impuros. El fariseísmo era un clan que defendía de' ese contagio a quienes se encerraban en él. Aún era mayor el puritanismo de los monjes de Qumran que abandonaban el mundo para «celebrar» día a día su pureza de elegidos y preservados.

Hay, por ello, algo de desafio en las palabras de Jesús: ¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve en el desierto para ir detrás de la que se ha perdido? Nadie hacía esto en el mundo de las almas en tiempos de Jesús. Se daba por perdido al perdido. Y los fariseos pensaban que, en realidad, eran noventa y nueve las perdidas y, quizá con suerte, fuera uno el que se mantenía en el redil de Dios. Pero Jesús no es tan «exigente» como los fariseos. No sólo no condena a la oveja perdida, sino que se convierte en la principal para él. Por eso cuando la ha encontrado, la pone, lleno de alegría, sobre sus hombros. El gesto es el clásico de los pastores, el que había anunciado Isaías: Recoge a los corderos con su brazo, los lleva en su seno (Is 40, 11).

Pero, en realidad, el centro de la parábola no es ni siquiera ese gesto amoroso del pastor, sino su alegría, la alegría de Dios cuando encuentra a un pecador. Este sí que es un misterio: ¡el hombre, y el hombre pecador es la alegría de Dios!

Una alegría que escapa a toda lógica: Os digo que hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia.

Aquí sí que estamos en la paradoja de las paradojas: ¿Es que, entonces, es preferible el pecado? Si Dios prefiere un pecador a noventa y nueve justos ¿para qué esforzarse en serlo? ¿Es, entonces, mejor ser pecador?

La respuesta es bastante sencilla: no hay, en ninguna parte del mundo, noventa y nueve justos que no tengan necesidad de penitencia. No hay ni un solo justo que no tenga esa necesidad. Los que se creen justos, los que creen no tener ninguna necesidad de penitencia, son los peores pecadores: en ellos no sólo no hay arrepentimiento, sino que no hay ni siquiera lucidez y honestidad para verse como son. En realidad en el mundo sólo hay dos categorías de hombres: pecadores que se arrepienten y luchan por llegar a justos; y pecadores que no se arrepienten. Los que se creen ya justos son la última y más peligrosa especie de estos pecadores no arrependidos. Por, eso es lógico y evidente que Dios prefiera un pecador que ya está empezando a dejar de serlo, a noventa y nueve justos-pecadores que nunca dejarán de serlo puesto que no sienten ninguna necesidad de penitencia.

Tenía razón san Hilario de Poitiers al ver en esa oveja perdida a toda la humanidad:

Por la única oveja, hay que entender al hombre; y en ese hombre único hay que ver la totalidad de los hombres. El género humano anda errante desde que Adán se ha equivocado de camino... Cristo es el que busca al hombre; y en él volverá el hombre perdido a encontrar la alegría del cielo.

La historia de la humanidad es la historia de esa búsqueda: la terquedad del hombre empeñado en extraviarse, frente a la terquedad de Dios empeñado en encontrar al hombre. Es la historia de Dios dejando su grandeza, su infinitud, su justicia en el redil de la eternidad y bajando con su misericordia a buscar al hombre descarriado.

Esta es, sobre todo, la historia del corazón de Dios construido de una absurda alegría y una extraña misericordia. La tradición musulmana atribuye a Mahoma la idea de que Dios creó cien partes de misericordia, de las que se reservó noventa y nueve y dejó la otra al mundo. Esta y no otra es la verdad del corazón de Dios.

La dracma perdida

Hay en la parábola de la dracma perdida una llamativa contradicción. Está, por un lado, su absoluto realismo: la mujer que vive en una casa de campesino; en el suelo de losetas o de tierra apisonada fácilmente se pierde una moneda; para buscarla —en esta casa sin ventanas— la mujer enciende un candil, barre el suelo, levanta los pocos muebles de su pobre ajuar. Pero, por otro lado, está su falta de realidad: ¿Por qué tanto esfuerzo para una moneda de tan corto valor? Se trata de un celo exagerado, excesivo. Y excesiva es la alegría cuando la moneda aparece. ¿Vale la pena ir por las casas de las vecinas diciendo que se han hallado cuatro perras?

Los científicos, que quieren que todo sea lógico, buscan un sentido especial a esa moneda. Tal vez eran sus joyas, como piensa J. Jeremias. O una de las monedas que su esposo le dio como ajuar el día de su matrimonio; una de las que toda esposa fiel debe llevar sobre la frente en los días de fiesta: perder una, sería, aparte de una ofensa al esposo, una especie de pública confesión de deslealtad.

Puede que sea alguna de éstas la interpretación de la parábola. Todo quedaría así más lógico y claro. ¿O quizá el verdadero sentido de la parábola sea —como en el caso de la oveja perdida— exactamente el contrario? ¿Quiere Cristo decir que lo que Dios busca es lo inútil, lo que nada vale, que hace un esfuerzo excesivo, un esfuerzo que no realizaría ninguna mujer sensata? Probablemente.

No estamos, desde luego, en las parábolas de la sensatez, sino en las de la desmesura. Diríase —escribe Cerfaux— que toda la providencia está en vilo en ese punto del espacio y del tiempo, en que un pecador está debatiéndose para escapar a esa capacidad de arrepentimiento que Dios ha puesto en su corazón.

¡Y, de nuevo, el estallido de la alegría de Dios! Y esta vez representado en una mujer, mucho más alborotada y charlatana, que despierta con su gozo a todo el barrio. Este pastor es un padre decididamente maternal. ¡Y se improvisa una fiesta! En ella, sin duda, se gastó mucho más que la dracma cuya pérdida parecía una tragedia. Pero estamos en el mundo del loco amor de Dios que valora lo que no vale; que tira la casa por la ventana para festejar el hallazgo de lo sin importancia.

El hijo pródigo

Pero entre todas destaca la tercera parábola.
Ha sido contada a innumerables hombres desde la primera vez que fue contada
y, a menos de tener un corazón de piedra, hijo mío,
¿quién sería capaz de escucharla sin llorar?

Desde hace miles de años viene haciendo llorar a innumerables hombres
y ha tocado en el corazón del hombre un punto único, secreto, misterioso, inaccesible a los demás.

Durante todos los siglos y en la eternidad los hombres llorarán por ella y sobre ella, fieles e infieles.

Es la palabra de Dios que ha llegado más lejos, hijo mío,
la que ha tenido más éxito, temporal y eterno.
Es célebre incluso entre los impíos
y ha encontrado en ellos un orificio de entrada
y quizá es ella sola la que permanece clavada en el corazón del impío como un clavo de ternura.

Es la sola palabra de Dios que el pecador no ha ahogado en su corazón;
una vez que esta palabra ha mordido su corazón ninguna voluptuosidad borrará ya la huella de sus dientes.

Una palabra que acompaña,
que le sigue a uno como un perro,
un perro a quien se pega, pero continúa con uno.

Y es que esa palabra enseña que no todo está perdido,
que no entra en la voluntad de Dios que se pierda uno solo de estos pequeños.

Cuando el pecador se aleja de Dios, hijo mío,
arroja al borde del camino en las zarzas y entre las piedras,
la palabra de Dios, los más puros tesoros.

Pero hay una palabra de Dios que no arrojará
y sobre la que el hombre ha llorado tantas veces.

Es una bendición de Dios que no arroje esa palabra a las zarzas del camino.
Y es que no tenéis necesidad de ocuparos de ella y de llevarla a cuestas,
porque es ella la que se ocupa de vosotros y de hacerse llevar,
es ella la que sigue, una palabra que sigue, un tesoro que acompaña.

Las otras palabras de Dios no se atreven a acompañar al hombre en sus mayores desórdenes.
Pero en verdad que esta palabra es una desvergonzada,
no tiene miedo, no tiene vergüenza,
y tan lejos como vaya el hombre,
en cualquier terreno,
en cualquier oscuridad
siempre habrá una claridad, lucirá una llama, un puntito de llama,
siempre lucirá una lámpara,
siempre habrá un puntito cocido por el dolor:

«Había un hombre que tenía dos hijos».

No se equivoca Peguy al decir que ésta es la palabra de Dios que ha llegado más lejos: en longitud y en hondura, en extensión y en profundidad. Es la más conocida, la más amada de las parábolas. También la más bella y la que más horizontes nos descubre en el corazón de Dios.

Un hombre tenía dos hijos. Vivían con él, en su casa, en la aburrida rutina de levantarse, trabajar, comer, charlar y acostarse. En la casa había amor, mucho amor. Pero no todos ni siempre sabemos ver el amor que nos rodea. Y menos en el estallido de la edad juvenil. Por eso el más pequeño de los hermanos prefirió la aventura de sus sueños a la aparente rutina del amor de su padre. Quería novedades, caminos. Su corazón no parecía caberle dentro de las cuatro paredes de su casa. Y un día pidió la parte de su herencia. No le correspondía en rigor, como señalaba el Deuteronomio (21, 17) hasta la muerte de su padre. En vida, éste podía disponer con absoluta libertad de sus bienes, aun de la supuesta herencia de sus hijos.

Pero al padre de la parábola no le importaban las leyes. Respetaba demasiado la libertad de su hijo y accedió a su loca pretensión. ¿Se resistió al menos? ¿intentó dar consejos al muchacho? ¿Le mostró al menos su dolor, la tristeza en que iba a dejarle? Probablemente nada de eso. El Dios del evangelio usa sólo la voz de la conciencia. Podría mandar legiones de ángeles para impedir la sentencia de Pilato; pudo al menos, intentar disuadir a Judas, pero nada de eso hizo: su respeto a la libertad humana es casi escandaloso.

Y el muchacho se va en busca de lo desconocido. Sentía la ebriedad de correr mundo, de conocer países y ciudades lejanas. Como llevaba mucho dinero no le fue dificil encontrar amigos. Y amigas. Paraba en los mejores albergues, bebía las más caras bebidas. ¡Qué fácil le era conquistar mujeres! ¡Cuánto le respetaban todos! ¡Qué orgulloso se sentía de sí mismo... mientras le duró el dinero!

Porque le duró poco, como a todo el que no ha sudado para ganarlo. Se le fue como el agua entre las manos. Un día, cuando el posadero le pasó nota de la deuda, se dio cuenta de que ni para pagar los atrasos tenía. Acudió entonces a los amigos que tan fervorosamente le acompañaban en días pasados. Pero pronto vio cómo se cierran tantas puertas a quien pide como se le abren a quien da. Tendría que abandonar su lujosa posada. Tal vez fue echado de ella violentamente. Y ahora habría que ponerse a trabajar. Pero ¿en qué? El muchacho se dio cuenta ahora de que nada sabía. ¡Había vivido tan cómodamente a la sombra de su padre! Y no era sencillo encontrar un trabajo fácil en tierra extranjera. Al fin, alguien le ofrece un puesto como pastor de cerdos. Se resiste, siente vergüenza. Pero el hambre aprieta. Y acepta.

Ahora aprende lo que es trabajar a las órdenes de un amo y de un amo cruel que hasta le cuenta las bellotas que hay que dar a los cerdos. Era tiempo de hambre en la ciudad y comenzó a saber lo que dolía dar a los animales lo que hubiera querido para él.

Una de aquellas noches las lágrimas subieron a sus ojos. Comenzó a recordar. Y, con los recuerdos, vio su salvación. En verdad que era un pecador bastante poco pecador, un pecador bastante infantil. Su mismo modo de despilfarrar demuestra que su problema era más de falta de cabeza que de retorcimiento en el corazón. G. Thibon ha observado con agudeza que si este muchacho hubiera depositado su fortuna en valores bancarios, jamás habría regresado a su casa. Pero este muchacho era un pecador que desconocía el cálculo. Pecaba como se ama, calientemente; no como se odia, en frío. Su pecado le manchaba, pero no le corrompía. Por de pronto sigue acordándose de su casa, sigue queriendo a su padre, sigue sintiéndose hijo, sigue recordando que su padre es bueno y perdonador. Por otro lado no es suficientemente orgulloso como para ignorar que está mal. Reconoce que hasta los jornaleros de su casa están mejor que él, que hace días se sentía el hombre más importante del mundo. Y eso demuestra no poca sinceridad. Tampoco es muy grande su orgullo cuando le quedan fuerzas para volver.

Es claro que todo lo hace movido por el hambre y no por el amor hacia su padre o por el reconocimiento de su error. Pero lo importante es que la luz entra en su alma, aunque sea por el camino del hambre. Vive aquello que escribiera Peguy: la gracia de Dios es terca, si encuentra cerrada la puerta de la calle, entra por la ventana.

Cuando decide volver lo hace con un planteamiento melodramático: se imagina que su padre le recibirá como jornalero, ya que no como hijo. En parte, porque aún no sabe lo bueno que es su padre. En parte, porque, en el fondo, le gustaría ser castigado, así sentiría el orgullo de ser un gran pecador. Era, como se ve, un poco fantasmón, pero seguía siendo un buen muchacho.

El padre en la ventana

Realmente es un poco extraño que esta parábola sea conocida como la del hijo pródigo, cuando su verdadero protagonista es el padre. Rembrand, en el cuadro más importante que se ha pintado sobre la escena, lo comprendió muy bien: el hijo queda a la sombra, de rodillas, dando la espalda al espectador, con el rostro escondido en el seno del padre. De la sombra emergen sus gastados zapatos y sus harapos. En cambio, el manto del padre brilla en el centro del cuadro y su rostro irradia toda la luz. Es un rostro de anciano venerable, con ojos de haber llorado mucho; un rostro que «fue» enérgico y en el que ahora sólo queda una bondad enternecida. Sus manos temblorosas siguen apoyadas en los hombros del muchacho, como para protejerlo y retenerlo a la vez. De pie, de perfil, otro personaje: el hijo mayor. En su actitud todo es un reproche a la conducta de su padre. El peinado subraya la estrechez de la frente. Las cejas fruncidas, los labios con una mueca siniestra, mientras las manos parecen concentrar, en su contracción nerviosa, toda la repulsa que siente ante ese padre que, para él, ha perdido toda su dignidad y señorío.

Todo ese mundo de sentimientos, que el genio del pintor supo captar, está también genialmente resumido en las pocas líneas de esta parábola, una de las páginas de mayor hondura psicológica de la Biblia entera.

El padre había dejado marchar a su hijo. Había respetado su libertad con aparente desinterés, pero con el corazón, en realidad, destrozado. De hecho, el paso de los días no había hecho otra cosa que aumentar la necesidad que tenía del regreso del muchacho. El le conocía bien. Sabía que aquello había sido una calaverada: el muchacho no era malo. Volvería.

Y porque sabía que volvería, se pasaba las horas muertas en la ventana, Fijos los ojos en el camino por el que partió.

¿Cómo pudo reconocerle en la distancia? Partió a caballo, y regresaba a pie; se fue vestido de sedas, y volvía envuelto en harapos; marchó joven y reluciente, y venía flaco y envejecido. Nadie le hubiera reconocido. Nadie que no fuera su padre. El, sí. Y no supo esperar, digno, a que el muchacho llegara a arrojarse a sus pies. Cualquiera lo hubiera hecho. ¡Es tan agradable mostrarse ofendido, ver cómo alguien viene a postrarse ante nosotros, sentir luego la dulzura de perdonar comprobando lo magnánimos que somos! Pero este padre, no. Salió corriendo con toda la prisa que le permitían sus piernas y sus pulmones, abrazó a su hijo antes de que él pudiera pensar en abrazarle. Y le cubrió de lágrimas y besos. Como ha escrito Cabodevilla, mientras el arrepentimiento anda a su lento paso, la misericordia corre, vuela, precipita las etapas, anticipa el perdón, manda delante, como un heraldo, la alegría.

Y es que en realidad este padre tiene más necesidad de perdonar que el hijo de ser perdonado. Con el perdón, el hijo recupera la comodidad, el padre recupera el corazón; con el perdón, el muchacho volverá a poder comer, el padre volverá a poder dormir.

Y se trata de un perdón verdadero: desbordante, sin explicaciones, sin condiciones ni promesas, restallante de alegría. El padre ni siquiera pregunta por qué ha vuelto su hijo. ¿Por hambre, por amor? ¿Ha vuelto y volverá a marcharse tal vez en cuanto logre más dinero? Nada de esto pregunta. Lo primero es abrazar. Lo demás ya se sabrá luego. O nunca.

Pero el muchacho ha preparado su «discursito» y, en cuanto el padre se detiene un minuto en sus abrazos, lo suelta para quedarse tranquilo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. El padre no puede creer a sus oídos ante las tonterías que está oyendo y sin dejarle llegar al disparate mayor (ese del «trátame como a uno de tus jornaleros») se pone a gritar que preparen un banquete, que traigan los mejores vestidos y las joyas más caras, porque éste mi hijo (y ¡cómo lo subraya!) que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado. Y comenzó el banquete.

El hermano mayor

Aquí solemos terminar esta parábola. Pero en el evangelio tiene una segunda parte tan larga e importante como la primera. En el banquete había una silla vacía y aquella silla pregonaba que, además del pecado del muchacho y del perdón del padre, había en la casa una tercera persona que no se parecía ni al uno, ni al otro.

El hermano mayor se hallaba en el campo. ¿Trabajando? ¿Paseando? Vamos a suponer que estaba trabajando. En todo caso, estaba tan lejos de su padre como de su hermano. A éste no había ido a buscarle; a su padre no sabía acompañarle. Estaba en el campo. Y al regresar a casa oyó la música y los coros y, llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. ¡Extraño hijo éste! Sabe que su padre está destrozado desde que se marchó el pequeño; sabe que desde que se fue no hay en su casa otra cosa que lamentos... y, cuando oye música y júbilo en el interior, no se le ocurre qué pueda ser aquello. ¿Es que podía haber alguna otra causa que alegrara así a su padre? Curiosamente este hermano mayor sabía de su casa, estando en ella, menos que el pequeño en el lejano criadero de cerdos. ¡Tuvo que preguntar!

Y, naturalmente, se encolerizó al enterarse. ¡Aquello no era justo! La santa justicia subió a sus labios para disimular su sucia envidia. ¿Envidia? Sí, sus palabras posteriores la rezuman. En el fondo también a él le hubiera gustado paladear las alegrías que supone ha gozado el pequeño. Si todo iba a terminar lo mismo ¡también él hubiera elegido las francachelas! Así es como, a veces, el «justo» envidia al pecador.

Y no quería entrar. Es la «rabieta» de los «justos». ¿Cómo iba él a mezclarse con semejante tipo? Si quieren que él entre, tendrá que irse el intruso que, en definitiva, ahora no viene a otra cosa que a robarle su parte de herencia, después de haber gastado la propia.

Y también a éste salió a buscarle el padre. Porque él recibe no sólo al que viene hacia la casa, sino también al que se niega a venir.

Pero el hermano mayor tenía sus «razones», tristes razones. Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado uno solo de tus mandatos y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos, y al venir este hijo tuyo, que ha consumido su fortuna con meretrices, le matas un becerro cebado. Cada palabra es más triste que la anterior: se enorgullece de lo que es un deber y pasa factura a su padre como si estando a su lado le hubiera hecho un favor; presenta como su gran mérito no el haber amado, no el haber trabajado, sino el «no haber traspasado», el no haber hecho el mal; y, puesto a pedir, lo único que echa de menos es... un cabrito. Ni a la hora de desear es generoso. Pero aún son más graves las palabras que se refieren a su hermano: Al venir este hijo tuyo... ¡Ni siquiera le reconoce como su hermano! ¡Si el padre quiere seguir considerándole hijo suyo, él ya no puede considerarle como hermano! Y, naturalmente, a la hora de describir la vida que ha corrido no se acordará de las hambres que el muchacho pasó, sólo sabe que gastó su dinero con meretrices. ¿Cómo lo sabe? ¿Ha ido acaso a buscarle como hubiera correspondido a un hermano mayor? Juzga, probablemente, por habladurías. Acierta, seguramente; pero, olvidándose de las lágrimas de hoy, se cierne como un buitre en la locura de ayer. Todo el tono de sus palabras muestra la secreta envidia que siente y sus ocultos deseos no saciados, no porque sea mejor que su hermano, sino porque ni para pecar tiene coraje.

Difícilmente podía Jesús retratar con mayor viveza la religiosidad de los fariseos, los justos oficiales de ayer o de hoy que perpetuamente pasan a Dios la factura de sus bondades mezclada con la acusación de la maldad de los otros.

Pero ni ahora se pone nervioso el padre: Hijo, le dice como prueba suprema de su amor, tú estás siempre conmigo. ¿Te parece poco don mi compañía? No sólo un cabrito, sino todo lo mío es tuyo permanentemente. Mas era preciso hacer fiesta porque este tu hermano (recalca lo que el hijo olvidaba) estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado.

¿Entró el hijo mayor después de estas palabras? Parece que sí, puesto que el evangelista añade que se pusieron a celebrar la fiesta. Pero no sabemos si la razón fue la garantía dada por el padre de que todo lo suyo era del hijo mayor o si es que este hijo sintió romperse la dureza de su egoísmo ante el amor al padre.

En verdad que este padre —como se ha escrito— llega a dar pena. En definitiva es el único que ama en la parábola. El hermano pequeño regresa movido más por el hambre que por el amor. El mayor entró a la alegría después de ruegos y de garantías. ¿Es que ningún hombre puede amar desinteresadamente?

En verdad que, leyendo esta parábola, echamos de menos un tercer hijo: el que estaba contándola. Cristo, un tercer hermano que salió al camino para buscar por los vericuetos del mundo a los hermanos perdidos y se sintió luego feliz de entrar con ellos al banquete de su padre. ¡En verdad que nada entendemos del corazón de Dios si pensamos en un corazón de hombre sólo que más grande! ¡Unicamente asomándonos a las entrañas de Cristo podremos entender algo de este pobre padre que tanto ama y a quien nadie parece amar!

El buen samaritano

Si la parábola del hijo pródigo es la más conocida, le sigue no de lejos la del buen samaritano, en la que aún se nos presenta con más viveza la cara y la cruz de la verdadera y la falsa santidad. Hay, incluso, en ella algo de esas crueles caricaturas con las que Jesús solía describir las lacras del fariseísmo.

El camino de Jerusalén a Jericó, una larga pendiente de 27 kilómetros, era y es aún hoy famosa por los ataques de los bandidos. En la tierra rojiza de la cortada en que se abre el camino, quiere ver hoy la imaginación popular la sangre de este pobre hombre apaleado de la parábola. Porque los bandoleros no se contentaron con desvalijarle. Quizá se resistió al robo y ellos se vengaron dejándole medio muerto al borde de la calzada.

Y sucedió que pasaron primero un sacerdote y después un levita y ambos dieron un rodeo para no tocar siquiera al caído. Cumplían con ello una obligación legal. Ante un tribunal religioso no habrían recibido más que elogios: habían huido de la impureza. Tocar la sangre de aquel pobre hombre les hubiera impedido hacer el menor acto religioso después sin purificarse.

Jesús estaba atacando ahora lo sustancial de la religiosidad judía de los puros de su tiempo: haber puesto la pureza legal por encima de la caridad. Asombrosamente esos dos hombres renunciaban al amor en nombre de su religiosidad: de ella sólo sacaban razones para dispensarse de la misericordia.

Cuánta suciedad había en ese planteamiento lo comprendemos si recordamos que, aun siendo muy grande el egoísmo en el hombre, el primer movimiento espontáneo es el del amor.

Ha escrito Peguy:

La caridad es algo natural. La caridad brota por sí sola. Para amar al prójimo no hay más que dejarse llevar, ver un poco de miseria. Para no amar al prójimo, habría que violentarse, torturarse, atormentarse, contrariarse. Habría que ir en contra de uno mismo. La caridad fluye naturalmente, brota de una manera sencilla, sin esfuerzo, como el agua de un manantial. Es el primer movimiento del corazón. El primer latido, que es el bueno.

Esta caridad espontánea es la que empuja al buen samaritano a detenerse. Luego necesitará un amor mucho más hondo para no limitarse a una pequeña ayuda.

Jesús, como contraposición al sacerdote y al levita, ha elegido a quien teóricamente menos podría presentarse como modelo: miembro de un pueblo de herejes, miembro de una comunidad que odiaba a los judíos y que debía, por tanto, sentir repulsión hacia el pobre herido.

Era un viajero corriente. Venía de Jerusalén donde ciertamente no había estado para visitar el templo. El monte Garizim era su templo. Llevaba lo que todo viajero de la época portaba consigo: su mula y, dentro del sillín, una cantimplora de vino y algunas vendas de tela. Llevaba, en realidad, algo más: un corazón caliente.

Por eso, cuando vio que su mula se espantaba ante la presencia de un bulto caído en el suelo, detuvo al animal y bajó de su caballería, pensando, probablemente, que aquel hombre estaba ya muerto.

Ya en tierra, vio que respiraba aún. Y no tuvo entonces los escrúpulos de quienes le habían precedido, dejó que sus manos hicieran lo que su corazón ya mandaba: enjugó con vino las heridas del apaleado; lo montó cuidadosamente en su cabalgadura y, caminando él a pie para mejor sostener fraternalmente al herido, le llevó hasta la próxima posada y allí pagó al posadero para que le cuidase hasta su regreso.

Asistimos en esta parábola a mucho más que una anécdota: vemos cómo la caridad queda constituida en base de toda santidad. Así lo subraya el tradicional comentario de Bruce:

La moral de esta historia es que la caridad es la verdadera santidad. Esa es la clave del edificio de la parábola. Esto es lo que explica particularmente la elección de los personajes, un sacerdote y un levita, personas santas por profesión y ocupación, y un desconocido samaritano, de raza distinta a la del hombre que necesitaba el socorro del prójimo. Los dos primeros subrayan la lección de la parábola por el contraste que surgieren entre la verdadera santidad del amor y las formas viciadas de la santidad; el último pone de relieve, con su buena acción, el valor supremo del amor a los ojos de Dios.

Pero los padres de la Iglesia han ido más allá en la interpretación de esta parábola y la han visto como un misterio: es del corazón de Dios de lo que aquí se sigue hablando. Toda la humanidad —dice san Agustín— yace herida en el borde del camino en la persona de ese hombre, a quien el diablo y sus ángeles han despojado. Y es Cristo el buen samaritano quien, bajando desde el cielo, carga con la humanidad a hombros para curarla.

Por eso, desde entonces, todo gesto de amor tendrá ya siempre algo de cristiano, un recuerdo, quizá inconsciente, de Cristo. Y la Iglesia deja de ser la de Cristo cuando pasa a lo largo del camino de los que sufren, y es cristiana cuando se inclina hacia ellos. Tiene por ello plena razón Cerfaux cuando afirma que toda la civilización cristiana ha nacido de esta parábola. Aunque muchos, que se llaman cristianos, parezcan haber heredado más del sacerdote y del levita que del buen samaritano.

El fariseo y el publicano

Nuevamente nos encontramos con el tema de las dos religiosidades: la que se basa en el orgullo y la que parte de la humildad.

El fariseo toma posiciones frente a Dios y casi contra él. Está «de pie». Los antiguos daban una tremenda importancia a los gestos externos. Maimónides, el gran teólogo judío, hasta prohibe orar a quien no pueda mantenerse en pie o a quien tuviera los pies torcidos, pues el profeta Ezequiel señalaba que los animales que están ante el trono tienen los pies derechos (Ez 1, 7).

Y todo es orgullo en la oración del fariseo; comienza despreciando a los demás hombres, sigue pasándole factura a Dios por sus bondades. Cuando pasa lista de los pecados se enorgullece de no robar ni matar, pero se olvida de muchas otras oscuridades de su vida.

Es una oración que nos parece caricaturizadora. Pero Jesús no estaba inventando nada. Aquel era verdaderamente el modo de rezar de los fariseos. Se conserva una oración talmúdica del año 70 que dice algo muy parecido:

Te doy gracias, Dios mío, por haberme dado parte con los que se sientan en la casa de enseñanza y no con los que se sientan en las esquinas de las calles; porque yo me pongo en camino como ellos, pero yo voy enseguida hacia la Palabra de la Ley y ellos van pronto hacia las cosas baladíes. Yo me tomo la molestia y ellos también se la toman: pero yo me molesto y recibo mi recompensa, mientras que ellos se molestan y no reciben recompensa alguna. Yo corro y ellos corren: yo corro hacia la vida del mundo futuro y ellos corren hacia la sima de la perdición.

El fariseo mezcla así las dos cosas que nunca pueden unirse a la oración, porque la corroen: la vanidad y la crítica contra los demás. Una oración con orgullo, aparte de ridícula, es una antioración. Una oración sin caridad, aparte de absurda, es también lo contrario de orar.

El publicano, en cambio, ni a entrar en el templo se atrevía. Inclinado, hundido en su propia vergüenza se proclamaba pecador dándose golpes de pecho, pero ni siquiera especificaba demasiado sus propios pecados, pues esto podría ser otra forma de orgullo. No presumía ni de pecador grandísimo con esa vanidad de quienes, ya que no pueden alardear de otra cosa, alardean del tamaño de sus faltas. La oración es levantar los ojos a Dios, no volverlos a sí mismo para revolver la propia porquería.

Por eso, concluye con dureza la parábola, el publicano bajó justificado a su casa y no el otro. Es el tiempo de la nueva justicia lo que Jesús anuncia, una justicia que será un regalo de Dios y no un amontonamiento de «virtudes» por parte de los hombres. En rigor, Dios se contenta con encontrar una tierra humilde y confiada en que sembrar sus dones.

Un corazón rechazado

Las parábolas de la misericordia nos han permitido una investigación sobre la hondura del corazón de Dios. Pero ese corazón puede ser rechazado. Y otras cuatro parábolas describen este riesgo y la cólera de un Dios que, si ama hasta el final, no puede pasar por alto el permanente desprecio de ese amor.

Por eso cuenta Jesús la historia de los niños que juegan en la plaza. Frente al amor de Dios se levanta la indiferencia de quienes escuchan sus llamadas. Vino Juan que ni comía ni bebía y el pueblo judío no le escuchó con la disculpa de que era un endemoniado. Vino el Hijo del hombre que come y bebe como los demás, y dijeron: es un glotón y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores. ¿Cómo juzgará Dios a este pueblo que parece haberse encerrado en su voluntaria sordera?

La misma historia cuenta la parábola de «los dos hijos». El primero es muy obsequioso, muy respetuoso. Cuando su padre le manda ir al campo responde con un «sí» rebozado de sonrisas. Pero no va. El segundo es un rebelde, tiene la cabeza floja, pero posee un gran corazón y éste es el que, al final, se impone. Dice que no a su padre, pero, por fin, aunque sea a regañadientes, obedece su órdenes. Una vez más son los menos obsequisos, los menos «cumplidores», quienes siempre que tengan el corazón sano— resultan preferidos por Dios.

Y aún es más dramática esta elección en la parábola de los viñadores homicidas. Los tres sinópticos coinciden en presentarla como una especie de adiós profético de Jesús al pueblo de Israel. Era el pueblo elegido, a él se le dio la viña antes que a nadie. Pero, uno tras otro, mató a los profetas, mató también, por fin, al hijo del dueño. El corazón de Dios no se ha cansado de perdonar, pero se ve obligado a hacer justicia: tendrá que dar la viña a otros viñadores más honrados.

Jesús, al pronunciarla, está haciendo un llamamiento patético a quienes le rodean, les está ofreciendo la última oportunidad, suplicándoles que no malgasten el postrer amor.

Y la misma idea rebrota en la parábola de los invitados al banquete. La generosidad del rey no tenía límites. Pero todos encontraron disculpas baladíes para eludir la invitación: uno había comprado una tierra, otro un par de bueyes, un tercero acababa de casarse. Y el rey tuvo que renunciar a los invitados previstos y abrir su casa a todo tipo de pobres, harapientos, mendigos.

El amor no es amado, gritaba Francisco de Asís. Dios tiene necesidad de los hombres, se titulaba una película de hace algunos años. Sí, esta es la historia de un amor que mendiga respuesta, de un padre que es padre ante todo y cuyo mayor placer es encontrar alguien que quiera reposar su cansada cabeza en sus infinitos hombros.

 

III. EL RIESGO DE SALVARSE

Se siembra para la siega. Esta verdad de perogrullo es olvidada demasiadas veces por los cristianos. Y, sin embargo, el evangelio está escrito siempre de cara al horizonte. Jesús vive el gozo de anunciar el reino de Dios, pero deja siempre abierta la puerta de ese Reino, que siempre llega y siempre está por llegar. Las semillas no tienen más razón de ser que la de fructificar. El grano de mostaza es importante porque un día se asentarán sobre él las aves del cielo. El banquete es siempre signo de otro banquete que aún no ha venido. Alguien espera al otro lado de las nubes.

Este sentido escatológico de la palabra de Jesús era perfectamente entendido e incluso exagerado por las primeras comunidades cristianas que vivían con los ojos levantados a lo alto. Sentían a Cristo al otro lado de cada puerta. Y esperaban que esa puerta se abriría de un momento a otro.

Esta prisa —un poco infantil— por el reino definitivo, creó en los cristianos posteriores una especie de desencanto. Y ha hecho de la cristiandad una colección de desconfiados. Hoy no hay un solo cristiano que espere esa segunda venida. Muchos esperan, sí, su encuentro con Cristo tras su muerte personal, pero la idea de esa venida final del Señor se ha alejado del horizonte de la comunidad eclesial.

Se ha añadido a ello una visión pesimista del mundo. Quién más, quién menos, todos huimos de su contaminación; tratamos de que puedan escaparse de la quema final nuestras almas personales, pero nadie espera la «curación» de este mundo al que hemos declarado definitivamente incurable.

Y, sin embargo, la teología de la historia que ofrece el evangelio es una historia toda ella abierta hacia ese triunfo y curación final. Si los cristianos hemos perdido la «nostalgia» de esa hora final, la culpa será nuestra y no del evangelio. Hoy sólo los poetas experimentan su condición de «expulsados del paraíso». Sólo los santos se sienten en el barco gozoso que les está repatriando.

Una esperanza agridulce

Esta visión de la escatología cristiana que tendremos que profundizar en otro capítulo de esta obra— queda ya apuntada en las parábolas de Jesús. Porque, junto a las que anuncian la siembra del Reino y las que cuentan el nacimiento de la nueva justicia, hay un tercer bloque que justamente son definidas como «parábolas del juicio».

La idea del juicio no era nueva en el pueblo judío. El antiguo testamento la desarrolla ampliamente. Pero serán las páginas evangélicas quienes lo sitúen en su exacto sabor agridulce: con todo lo que tiene de riesgo, con todo lo que posee de abrazo. La visión que Jesús muestra del hombre y del mundo nada tiene de maniquea. Sabe que en la humanidad y en cada corazón hay sombras y luces, trigo y cizaña, grano que se guardará amorosamente en los graneros y paja estéril que arderá en el fuego.

Pero es, además, un juicio en el que se cambiarán muchas de las normas que la justicia humana tiene por intocables: los últimos podrán ser allí los primeros; el que produce cinco, será equiparado al que produce dos; alguien será condenado por el simple hecho de no producir, aunque devuelva lo que se entregó; se premiará o se castigará por tener el corazón encendido o apagado.

Así, si las parábolas de la misericordia nos enseñaban los recovecos del corazón amoroso de Dios, las de juicio nos dirán cómo está construido el corazón del juez de la hora final. Un juez con leyes muy especiales. No será malo que quienes seremos juzgados conozcamos bien esas leyes y ese juez.

Los obreros de la última hora

La primera parábola de esta serie nos traslada al triste mundo de los obreros eventuales. Escenas como ésta se ven hoy en todos los países subdesarrollados y aun en muchas plazas rurales de nuestra nación. Casi al alba, los hombres sin trabajo acuden a la plaza, buscan un rincón con un poco de sol y esperan a ser contratados. Los mayorales pasan con ojos inquisidores ante la hambrienta fila. Mientras golpean sus botas de cuero con una varita de mimbre, miden loslomos de los hombres como si de caballos se tratase. «Tú, tú y tú, ¿queréis venir a mi viña?» Eligen a los más jóvenes y fuertes. Los designados se adelantan entre orgullosos y felices: hoy tienen ya la comida asegurada. Apenas preguntan el precio o lo hacen por pura rutina, porque aceptarán lo que les den. El mayoral de la parábola no es ni generoso, ni tacaño: ofrece la soldada normal de un trabajador. Y con él se van los elegidos. Los demás esperan la llegada de otros mayorales menos exigentes... o el aburrimiento y el hambre.

A media mañana la fila ha disminuido notablemente: quedan los más viejos o los más inhábiles. Un segundo mayoral hace una segunda criba y se lleva otros cuantos a trabajar a la viña del señor de la parábola.

Cuando la tarde comienza a declinar —falta ya una sola hora de sol— es el propio amo quien cruza por la plaza y encuentra, cansados de esperar inútilmente, a los últimos jornaleros aburridos. «¿Qué hacéis aquí sin trabajar?» pregunta con voz en la que no se oculta la dureza. «¡Qué más hubiéramos querido nosotros que trabajar!», responden ellos con una punta de rabia en las palabras. «¡Nadie nos ha contratado!». La voz del amo cambia ahora: «Id también vosotros a mi viña». Esta vez ni se habla de salario. Los obreros saben que por una hora no podrán pagarles el salario entero, pero algo ganarán. Se atreven a confiar en que este amo será generoso.

Una hora más tarde el mayordomo comienza a pagar, por orden del amo, el salario a los trabajadores. Y lo hace comenzando por los últimos. Estos no pueden creer a sus ojos cuando ven brillar en sus manos una moneda de plata. Y la noticia corre como un relámpago por la fila de los que esperan. «Si a estos les han pagado, por solo una hora, un denario completo, a ellos les tocará el doble, o quizá el triple» piensan, sin atreverse a formularlo en voz alta. Pero el mayordomo sigue pagando la misma cantidad a todos. Y ahora, sí, estallan las quejas, casi la sublevación. ¿Qué injusticia es ésta? ¡No se está pagando lo mismo a quienes apenas trabajaron una hora, que a quienes soportaron el peso del día y el calor!

La respuesta del amo es ahora ilógicamente lógica: «¿Por qué habláis de injusticia? ¿No os ajustaron a vosotros por un denario? ¿Qué os importa si yo quiero pagar lo mismo a los demás? ¿Acaso no soy dueño de lo mío?»

Quienes oyen estas palabras saben que el amo tiene jurídicamente razón. Pero no por ello se sienten menos víctimas de la injusticia. Y no les duele lo que les han pagado a ellos de menos, sino lo que se pagó de más a esos que ellos bautizan como holgazanes.

Este es, evidentemente, un amo muy especial. Esta es una justicia que poco tiene que ver con lo que nosotros bautizamos con ese nombre. Y lo sorprendente es que el amo no dice —como en otro ejemplo gemelo que podemos leer en el Talmud— que estos obreros de última hora hayan trabajado mejor, realizando en una hora tanto como los que sudaron todo el día. Tampoco dice que estos pobres postreros no fueron responsables de no ser contratados antes. Dice simplemente que este Amo-Dios no mide el trabajo realizado, sino la decisión de ir a hacerlo. Dice que este amo mide el premio mucho más por el amor que él siente hacia los trabajadores que por el fruto que éstos hayan conseguido. Dice que quienes creen haber producido tantas obras de justicia que han conseguido convertir a Dios en su deudor, se equivocan. Dios no debe nada a nadie. Su amor y su premio es siempre gratuito. El hombre debe trabajar porque ésta es su obligación y porque Dios se lo ha pedido, pero no debe pensar que, con su trabajo, atrapa a Dios y le hace esclavo suyo. El sigue siendo el dueño. El es quien da el valor a la obra humana y siempre medirá por la entrega del corazón y no por el sudor de las manos. Un extraño juez, sí.

El mayordomo sagaz

Aún es más paradójica esta parábola. Aquí nos encontramos a un mayordomo que es acusado de dilapidar los bienes de su amo y es, por ello, despedido. Pero, antes de entregar sus cuentas, hace una última jugada tan inmoral como inteligente: llama a varios acreedores de su amo y les rebaja las deudas que con él tienen a base de falsificar los recibos. Así, mañana, cuando se encuentre en la calle, encontrará, por lo menos, gentes que tendrán que estarle agradecidas.

Y el amo —comenta la parábola— elogió la astucia de este mayordomo. Casi le divirtió verse estafado, al reconocer que la trampa era inteligente.

¿Volvemos a encontrarnos ante una extraña moral? ¿Cómo puede Jesús elogiar un acto tan torcido? Es claro que no se está elogiando el acto en sí: es una sucia jugada de un «hijo de este mundo». Pero demuestra, al menos, que ese mayordomo está vivo, lucha apasionadamente por su dinero mucho más de lo que la mayoría de los creyentes por su salvación.

A Dios, en el fondo, le gustaría que sus hijos le hicieran alguna vez trampas, que demostraran preocuparse tanto por llegar a su Reino que intentaran colarse en él por puertas engañosas. Es lo que Peguy llamaba «el juego del ganapierde»:

Yo he jugado con frecuencia con el hombre, dice Dios. Pero es el hombre el que quiere perder como un tonto y yo soy el que quiero que gane y algunas veces hasta lo consigo: que me gane.

Es, como veis, un juego muy singular el que jugamos, porque yo soy a la vez su compañero y su adversario de juego y él quiere ganar contra mí, es decir: perder, y yo, que juego contra él, lo que quiero es hacerle ganar.

Este juez quiere ser engañado: el que hace trampas demuestra, al menos, tener interés por ganar, demuestra estar vivo. Pero los hijos de la luz o son tan tontos que se creen capaces de ganar a Dios, o tan cómodos que hasta se olvidan del juego.

Los talentos

Una paradoja más. Esta es la historia de un gran rey que se fue de viaje y puso en manos de sus criados toda su fortuna: era un hombre generoso y decidido. Pero no la distribuyó a partes iguales, dio a cada uno según su capacidad o según su gusto: a uno le encomendó cinco talentos, dos a otro, uno a un tercero. En los tres casos eran verdaderas fortunas con las que se podían hacer suculentos negocios. Y ocurrió que, mientras los dos primeros criados, se pusieron a trabajar y a sacarle rendimiento a sus capitales, el tercero se llenó de vacilaciones y escrúpulos: por un lado no tenía muchos deseos de trabajar, por otro prefería su cómoda pobreza al riesgo de invertir. ¿Y si fracasaba en sus negocios y perdía lo que el señor le había encomendado? Optó por la seguridad: enterró cuidadosamente bajo tierra su talento y se sentó a esperar. Para justificarse a sí mismo se dijo que no debía jugar con su amo, que era muy exigente. Lo era, efectivamente. Pero era también generoso y magnánimo. Mas él sólo había visto la cara dura de su dueño. Lo había confundido con un faraón temible. Conocía su rigor; desconocía todo el resto del corazón de su amo. Y se dejó llevar por el demonio de la lógica: si él devolvía a su amo exactamente lo que el amo le había entregado, obraría con él en plena justicia. Se le podía exigir que no lo malbaratase, pero no más. Con devolverlo bien limpito él habría cumplido.

Un día el amo regresó. Y premió ampliamente tanto al que, con cinco talentos, había logrado otros cinco, como al que le devolvía cuatro, habiendo recibido dos.

Pero todo fue distinto con el criado «prudente». Al amo-Dios no le satisfizo el hecho de que le devolvieran íntegro lo que había entregado. Porque él no amaba el dinero, sino el esfuerzo por multiplicarlo. ¿Hubiera preferido el riesgo? ¿Habría elegido, incluso, la posibilidad de que el criado fracasara y perdiera su talento? Sí, todo menos aquella frialdad de un corazón que renuncia a todo. Por eso condenó al criado inútil. El frío para quien elige el frío; la esterilidad para quien apuesta por la esterilidad.

A los demás, en cambio, el gran premio: Entra en el gozo de tu Señor. El dirigir cinco o dos ciudades no es un gran premio. El premio es estar con un Dios que es gozo, vida, riesgo.

El grito en la noche

La cuarta paradoja nos habla de un esposo y unas vírgenes que le esperan. El gozo conduce al gozo. Los hombres todos, como estas diez mujeres, están invitados a participar en el cortejo de una boda, la boda de su Dios con la humanidad entera. Las diez vírgenes son, a la vez, novias y compañeras de la novia.

Pero ésta es una boda misteriosa. El novio se ha ido de viaje y nadie sabe cuándo volverá. Se ha ido lejos, sólo rara vez nos llegan lejanas noticias de él. Se diría que, a veces, hasta la humanidad duda de que vuelva algún día. Muchos creen que ese novio lejano no es más que un sueño de solterona abandonada. Por eso los no creyentes se ríen a veces de la novia-Iglesia y de los cristianos que siguen esperando a un novio a quien, en realidad, ni siquiera han visto.

Mas los creyentes saben que existe y que un día volverá. Sólo les ha pedido que le esperen. Un día él regresará, y hay que tener encendida la lámpara para ese día de júbilo.

Pero tarda, tarda mucho. Hasta los mejores se duermen en esta larga espera. La Iglesia primitiva se esforzaba por mantener esa esperanza bien despierta: el novio-Cristo iba a llegar de un momento a otro. Mas pasaron los siglos y aún no han regresado.

De cada diez compañeras de la novia, dice la parábola, cinco eran prudentes y cinco alocadas. Las prudentes se preocupaban, sí, de su adorno, pero también de tener encendida la lámpara del corazón. Otras cinco estaban tan afanadas en peinarse, arreglarse, enjoyarse, que no dedicaron ni un minuto a pensar que la noche podía ser larga, que sus lámparas no eran muy grandes, y que podían necesitar una segunda reserva de aceite.

Y, de pronto, en la noche se oyó un grito: ¡Que viene el esposo! ¡Salid a su encuentro! Las diez muchachas despertaron asustadas. Retocaron sus peinados y estiraron sus vestidos. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que sus lámparas oscilaban, escasas ya de aceite. Las cinco prudentes encontraron fácil solución: tomaron sus recipientes de reserva y recargaron sus lámparas. Pero las cinco alocadas se aterraron ahora al encontrarse de vacío.

Y regresa de nuevo la paradoja: la parábola parece elogiar a las «egoístas». Cuando las alocadas pidieron aceite a las prudentes, éstas respondieron: No, no vaya a faltarnos a nosotras y a vosotras. Ida los que lo venden y comprad lo que os haga falta.

Si un progresista hubiera formado parte de corro de los que escuchaban a Jesús, habría interrumpido airado esta parábola diciendo: «Debieron repartir su aceite, aun a riesgo de quedarse todas sin él. En realidad eran estas tacañas-prudentes las que merecían el castigo».

La objeción sería válida si el aceite del alma pudiera prestarse. No se trataba allí de prestarse propiedades o méritos, sino de tener o no encendido el corazón. Y nadie puede encender el corazón de quien no lo enciende él mismo. Nadie se salva con el alma del vecino.

Por eso el esposo no reconoció a quienes tenían muerto el corazón, a quienes, cansados de esperarle, le habían olvidado plenamente.

Pocas parábolas más apropiadas que ésta para nuestros días. En la Iglesia parece haber muerto la esperanza, en un tiempo en el que hasta la esperanza es presentada como cobardía. Los cristianos se avergüenzan de mirar a lo alto. Dicen que lo único que hay que hacer es trabajar en esta tierra. Confunden al esposo con el sudor de cada día. Y es verdad que el esposo tiene mucho que ver con ese súdor, pero no «es» ese sudor. Está entre nosotros, pero también está en ese país al que sólo se llega por la fe. Y un día vendrá como un grito en la noche. Ese día habrá en el mundo dos tipos de vírgenes alocadas: las que tenían el corazón muerto y las que lo tenían tan atareado que ni oyeron el grito en la noche, o, si lo oyeron, no lo reconocieron porque se habían olvidado ya del esposo a quien esperaban o decían esperar.

¿Encontrará vírgenes con las lámparas encendidas? ¿Cuando vuelva el Hijo del hombre encontrará fe en la tierra? Esta —Lucas 18, 8— es sin duda la frase más dramática, más desgarradora que Cristo pronunció en su vida. ¿Temía que, un día, el grito nocturno del esposo pudiera sonar en un infinito desierto de sordos o dormidos?