Las palabras de Jesús, leyes del Reino

Si un ángel, descendido hasta nosotros de un mundo superior, nos pidiese lo mejor y de más alto precio que tuviésemos en nuestras casas, la prueba de nuestra certidumbre, la obra maestra del espíritu en lo más alto de su poder, no le llevaríamos ante las grandes máquinas engrasadas, ante los prodigios mecánicos de los que estúpidamente nos envanecemos, siendo así que han hecho la vida más esclava, más afanosa, más corta; sino que le ofreceríamos el sermón de la montaña y, después, únicamente después, un centenar de páginas arrancadas de los poetas de todos los tiempos. Pero el sermón sería siempre el diamante único, refulgente en su limpio esplendor de luz deslumbrante.

Y si un día fuesen llamados los hombres ante un tribunal sobrehumano, en el que hubiesen de dar a los jueces cuenta de todos los errores cometidos y de toda la sangre salida de las venas de nuestros hermanos, y de todas las lágrimas vertidas por los ojos de los hijos de los hombres y de nuestra dureza de corazón y de nuestra perfidia, que únicamente con nuestra imbecilidad es comparable, no llevaríamos como atenuante, como compensación de tanto mal, como descargo de sesenta siglos de atroz historia, ni las razones de los filósofos, por sabias y bien hiladas que estén; ni llevaríamos las ciencias, sistemas efimeros de símbolos y recetas, ni llevaríamos nuestras leyes, turbias componendas entre la ferocidad y el miedo. No, mostraríamos como único atenuante de todas las acusaciones únicamente los pocos versículos del sermón de la montaña y los frutos que ha producido.

Porque el sermón de la montaña es el título más grande de la existencia de los hombres, la justificación de nuestro vivir, la patente de nuestra dignidad de seres provistos de alma, la prenda de que podemos elevarnos sobre nosotros mismos y ser más que hombres.

¿Exagera Papini al escribir estas, al parecer, tan hiperbólicas palabras? ¿Exagera al asegurar que en el sermón de la montaña y en todas las demás palabras de Jesús, que en ese sermón alcanzan su cima— se encierra lo más alto, lo más sagrado, lo más radical para interpretar la condición humana?

No exagera, ciertamente, al menos si consideramos las palabras de Jesús tal cual son y no como suelen ser servidas entre nosotros. Porque a los cristianos del siglo XX el mensaje de Jesús nos ha llegado perdidas todas sus aristas. Siglos de mediocridad han embadurnado de crema piadosa cada una de sus frases y estamos acostumbrados a oírlas en nuestras iglesias con los dulcísimos tonos de los deliquios misticoides. La palabra «bienaventurado» nos sabe a confitería y un arte mediocre nos ha habituado a ver a un suavísimo Jesús que, sentado en un monte de mansas laderas, predica una dulzastra homilía a una multitud embobada en todos los sentidos de la palabra. Se diría que nuestras iglesias se han convertido hace tiempo en fábricas de azúcar; que hemos confundido «belleza» con «acicalamiento», «verdad» con «agrado», «amor» con «sentimentalismo», «reino de los cielos» con «siesta infinita». La palabra de Jesús ha dejado de ser, así, la proclama de una revolución que sólo puede ser vivida cuesta arriba, para convertirse en una colección de poemas declamables en las fiestas del colegio, algo que puede oírse sin que nos electrice el alma ni nos altere la digestión.

Y, sin embargo, el fuego sigue estando ahí: bajo las cenizas. Basta remover un poco para que salte la llama, para que descubramos que esas palabras son mucho más que palabras. En torno a ellas hace la humanidad su gran apuesta. Al otro lado de ellas está la humanidad nueva que Jesús anuncia. Del lado de acá las diversas formas —burguesas o violentas— en las que el hombre apuesta por lo que tiene de bestia o de rumiante. A un lado está la verdadera alegría; al otro el aburrimiento, disfrazado a veces de carcajada. Y, tal vez, si el mundo de hoy apuesta tan claramente por la mediocre frivolidad, es simplemente porque los cristianos hemos abdicado de esa herencia terrible o hemos preferido colocarla en las vitrinas de nuestros museos, donde pueda admirarse y no usarse, disecada, como una mariposa muerta. Y, sin embargo, esas palabras siguen estando ahí, en carne viva, en espera de que alguien se atreva a enarbolarlas como una bandera, una antorcha o una espada.

El murmullo de su voz

Pero, antes de enfrentarnos con el estudio de las palabras de Jesús, debemos plantearnos un grave problema de fondo: ¿tenemos realmente garantía de que los textos que los evangelistas colocan en boca de Jesús son palabras dichas por él mismo? ¿No serán más bien una creación de la comunidad primitiva que se ponen en los labios del Maestro para darles mayor autoridad?

Hay que empezar reconociendo que la crítica de las décadas pasadas incluso en ambientes católicos— ha visto con un gran pesimismo este problema. Es, desde luego, un hecho que en tiempos de Jesús no existían cintas magnetofónicas que recogieran sus sermones; y hay que considerar una fábula ese personaje de Mateo, al quepinta Bulgakov siguiendo a Cristo a todas partes con un pergamino de cabra en el que anotaba cuanto el Maestro decía. Los apóstoles, en realidad, no descubrieron la trascendencia de las palabras de Jesús hasta después de la resurrección y sólo muy tardíamente pensaron en la necesidad de trasmitirlas para que pudiera conservarlas la historia.

Así, puede afirmarse sin rodeos que no nos es posible ver y oír a Jesús de Nazaret más que a través de los ojos y oídos de los primeros cristianos. Pero ¿hasta dónde la transcripción de sus palabras fue un reflejo fiel y hasta dónde creación de la primera comunidad?

Toda la corriente de la «historia de las formas», desde Bultmann, nos ha acostumbrado a oír que «tenemos, cuando más, de las palabras de Jesús, un leve murmullo». No es verosímil, piensan, que treinta años después de su muerte alguien recordase de él sino algunas ideas o palabras sueltas. Con lo que la Iglesia primitiva fue creando, con intenciones catequéticas, todo un mensaje de Jesús, poniendo en su boca palabras y sermones que los mismos discípulos creaban.

Hay en este planteamiento algo de verdadero, que nos precave contra un literalismo ingenuo. Es un hecho que si hoy, a veintitantos años del Vaticano II, pidiésemos a los mil obispos que de él sobreviven que nos resumiesen —sin acudir a sus libros o apuntes— lo que recuerdan del discurso inaugural de Juan XXIII o del conclusivo de Pablo VI, apenas recogeríamos algunas de sus ideas principales y tal vez alguna que otra frase, modificada siempre por el lenguaje del que la recuerda y mezclado todo ello con ideas de los propios testigos o con recuerdos de otros discursos de estos papas que la memoria atribuiría a esta ocasión.

Algo parecido ha de pensarse respecto a las palabras de Jesús, pues no es verosímil que la inspiración de los libros sagrados produjera milagrosas multiplicaciones de la memoria. De hecho, el evangelio de Marcos —el más antiguo según las actuales investigaciones—debió de escribirse hacia el año 65. Y aun suponiendo que la famosa Fuente Q —de la que tomaría Mateo muchos de sus «sermones» de Cristo— se pueda datar hacia el año 50, siempre quedaría un lapso de un par de décadas entre la muerte de Jesús y la transmisión escrita de su mensaje. ¿Existieron otros resúmenes escritos de sermones de Jesús anteriores al año 50? Hoy por hoy no tenemos datos científicos para asegurarlo. Por otro lado, la intervención de la comunidad cristiana en la «elaboración» de los discursos de Jesús, adaptándolos a las necesidades de la comunidad en la que surgía cada evangelio, es un hecho suficientemente claro. Así, no exagera J. Jeremias presentando el sermón de la montaña como un «catecismo de la comunidad primitiva» en el que se han agrupado una serie de recuerdos del Señor, formulados para ser leídos en clave litúrgica durante las celebraciones de la Iglesia.

Siendo todo esto verdad, hoy —como dice W. D. Davies— no se está de acuerdo con el exagerado escepticismo que ha caracterizado a menudo la investigación moderna sobre la vida y la enseñanza de Jesús.

Y el propio Davies aporta una serie de razones por las que puede aceptarse que el texto evangélico está mucho más cerca de lo que pensamos de las palabras dichas realmente por Jesús.

  1. La fidelidad para recibir y transmitir la tradición era una nota distintiva del ambiente en que Jesús se manifestó. Es conocido el fenómeno de la retentiva y repetición de las sentencias y los discursos de los grandes personajes en el mundo semítico de los siglos I y posteriores. Recordemos, por ejemplo, que las leyes actualmente codificadas en la mishná fueron transmitidas y conservadas durante largo tiempo en forma oral.

  2. En los textos más antiguos del nuevo testamento y en el propio san Pablo se citan de tal manera ideas de Jesús, que el apóstol diferencia muy bien de las propias, que obligan a pensar que ya él mismo manejaba colecciones, orales o tal vez escritas, de palabras de Jesús.

  3. Hay que tener en cuenta que Pedro y otros apóstoles mantuvieron contactos muy estrechos con las diversas comunidades cristianas, de modo que la transmisión de los hechos y palabras de Jesús no se hizo de manera incontrolada. El nuevo testamento no se basa en una «vaga tradición popular» sino en una «tradición eclesiástica» muy dirigida y filtrada por los testigos que oyeron a Jesús.

  4. En la Iglesia primitiva había una obsesión de fidelidad a Cristo y de distinguir su doctrina de los primeros movimientos heréticos, que obligó a la comunidad cristiana a cuidar especialísimamente la conservación de las palabras de Jesús.

Podríamos, pues, asegurar hoy que, aunque, como es lógico, la comunidad primitiva intervino en la «formulación» de las palabras de Jesús y en el orden o sistematización en que aparecen en los evangelios, tenemos la suficiente garantía de que nos acercamos, a través de esos textos, al verdadero pensamiento de Jesús y a su propia palabra.

Un río de aguas puras

El segundo gran problema con el que nos encontramos al tratar de presentar el pensamiento de Jesús es que el Maestro nunca hizo una exposición sistemática de su mensaje. Lo explicó viviendo, conversando, hablando y no como un filósofo que sistematiza sus exposiciones. La predicación de Jesús era un río de aguas puras que iba adaptándose a la realidad de cada día y que de cada suceso sacaba ocasión para una enseñanza.

Los propios evangelistas se encontraron ya con esta dificultad y ellos mismos tuvieron que agrupar, coleccionar, reunir esas enseñanzas y «construir» —como es claro en el caso del sermón de la montaña que nunca se predicó todo seguido, como tal sermón lo que nos transmitieron.

Porque no se debe deducir de esa falta de sistematicidad del mensaje de Jesús que no fuera una verdadera doctrina o no encerrara una visión del mundo. Con demasiada frecuencia –como señala Tresmontant se repite que no existe una doctrina evangélica, que en los evangelios no hay realmente una doctrina, un contenido susceptible de ser enseñado, sino solamente una vaga moral filantrópica, unas «preocupaciones de fraternidad y de asistencia mútua» como escribía Emile Brehier.

Es cierto que Jesús no tuvo el menor interés en estructurar un sistema filosófico, en presentar con lenguaje intelectual toda una visión orgánica del mundo y del hombre. Habló en lenguaje popular para gente del pueblo. Formuló su pensamiento a través de refranes, de cuentecillos populares. Pero sería ingenuo no descubrir que, tras sus palabras, se presenta una visión del mundo y de la realidad tan honda como revolucionaria.

Debemos, incluso, agradecer la «pobreza» del lenguaje de Jesús, porque, sin él, «no habría podido —comenta el mismo Tresmontant— comunicar el contenido de su doctrina a hombres y mujeres campesinos, artesanos, pastores, soldados, pero nunca intelectuales. Pero es que, además, si su doctrina, llegado el momento de ser vertida a todas las lenguas humanas, estuviese envuelta en un lenguaje erudito, rico, complejo, un lenguaje de «mandarín», fruto de una larga tradición y civilización de gentes ilustradas, ¿cómo habría podido su doctrina ser traducida y comunicada, a lo largo de los siglos, al selvático mundo africano, al pescador irlandés, al granjero americano, al mozo de los cafés de París, Madrid o Londres»?

Es la pobreza del lenguaje de Jesús lo que garantiza su universalidad, la que permite que su doctrina no quede prisionera de ninguna cultura, la que la vuelve pan caliente para todos los hombres —pequeños y grandes, sencillos e intelectuales— del planeta. Sobre todo si se tiene en cuenta que esa «pobreza» no le quita ni un solo ápice de su riqueza interior: lo mismo que un grano de trigo es más inteligible que todos los discursos abstractos.

¿Una nueva ley?

El primer problema que debemos plantear para acercarnos al pensamiento de Jesús es el de sus relaciones con la ley. Jesús se presenta en el mundo como un predicador de la conversión. Pero ¿en qué consiste la conversión que anuncia? ¿Desea únicamente que la vieja ley de Moisés se cumpla mejor? ¿Trata de retocarla o adaptarla en detalles? ¿Intenta, más bien, promulgar una nueva y distinta ley? ¿O lo que propone es la liberación de «toda» ley, creando algo radicalmente diferente?

La respuesta a estas preguntas no es tan simple como suele creerse y decirse. Influidos tal vez por la polémica antifarisaica de san Pablo —con su oposición entre ley y gracia— se cae a veces en un ingenuo anomismo, en una visión del mundo convertida en puro subjetivismo y en la que al final todo queda sometido a... otra nueva ley: el capricho. En nombre de una supuesta libertad evangélica. Será por ello necesario acercarnos para matizar más nuestra respuesta. Y para esto hará falta dibujar, al menos en esencia, las coordenadas de la visión que de la ley tenían los judíos.

Así la resume Antonio Salas:

La religión judía se fraguó en una ética inspirada en la obediencia a Yahvé. Los designios divinos eran inapelables, siendo la ley su expresión más directa. Todo judío debía poner la máxima diligencia en secundar los deseos divinos (Miq 6, 8), adoptando una actitud de obediencia sumisa, fuente de luz y bienestar. Por eso el resto de la humanidad, al no acatar los designios divinos, respiraba aires de tinieblas (Sal 147, 19-20). Para el judaísmo, interesaba ante todo cumplir los preceptos que Dios estampara en la ley, norma suprema del comportamiento humano (M. Hengel). En caso de duda o conflicto, debía salvarse siempre la supremacía de la ley mosaica, la única que reflejaba el sentir de Yahvé. Así se explica que el pueblo judío siempre se distinguiera por la estricta observancia de la ley.

El planteamiento era, teóricamente, perfecto. Y así hubiera sido reconocido por Cristo si no se hubieran registrado, ya desde el comienzo, dos graves desviaciones o parcializaciones. La primera referente al concepto de Dios: esa obediencia no se debía, para los judíos, al Dios-Padre que anunciaría Jesucristo sino al Dios-temor, a un Dios siempre amenazante, sólo justiciero, al que «no se podía ver sin morir» (Ex 33, 20).

A esta desviación se unió la segunda: el desmesurado «culto a la norma». La obediencia al Dios vivo fue, primero, identificándose con el simple cumplimiento de las normas legales; pasó después a reducir la entraña de esas normas a su pura aceptación externa; y así hasta conseguir que lo que se señaló como un camino de libre encuentro con Dios se convirtiera en un corsé ortopédico.

Los profetas intentaron mitigar estos dos peligros con su insistente llamada a una «obediencia del corazón», pero al llegarse a la época de Jesús lo que imperaba era esa religión del temor y ese culto al formalismo legal, multiplicado por el incumplimiento de la ley engrandes sectores del pueblo judío, decepcionado de una religión que le ataba, más que acercarle verdaderamente a su Dios.

Frente a este abandono generalizado se levantan, en tiempos de Cristo, muchos «profetas de la conversión». Con muy diversas posturas ante el tema de la ley:

—Están los saduceos, que aceptaban exclusivamente la ley escrita y rechazaban toda la tradición oral que había ido surgiendo en torno a ella. Eran lo que son los conservadores de hoy. Y Cristo coincidirá con ellos en su rechazo de la maraña surgida en torno a la ley, pero no en convertir, como los saduceos, la ley en un museo de antigüedades. Jesús rechazará la «tradición de los padres», pero para sustituirla con una nueva «tradición viva», la nueva interpretación de Jesús.

—Frente a ellos está la actitud liberal o progresista de los fariseos. Estos, deseosos de hacer «adaptable» la ley a todos los aspectos reales de la vida «moderna», han introducido todo un magma de explicaciones y añadidos. Su preocupación —escribe Davies— consistía en aplicar la ley a la vida, de manera análoga a como los socialistas y liberales cristianos de nuestro tiempo buscan aplicar el cristianismo a la vida. Hay muchos indicios de que Cristo quiere, inicialmente, comprender a los fariseos y acercarse a ellos, ya que comparte su postura creadora ante la ley, pero pronto será con ellos con quienes más duramente chocará, porque éstos, en su afán de «adaptar» la ley, se olvidan de todo el espíritu profundo de la misma.

—En una tercera postura estarían los esenios, que serían el equivalente a nuestros integristas. Estos son «radicales» ante la ley. Quieren cumplir «toda» la ley (sus escritos repiten mil veces la palabra «todo») y, para ello, renuncian a todo y constituyen una comunidad cerrada, llena de excomuniones hacia todos los demás. Interpretan la ley «desesperadamente» y acaban cerrándose, en espera del fin de los tiempos. Jesús coincidirá, en parte, con su radicalismo. Sólo que el de Cristo, lejos de centrarse en una interpretación «literal» de la ley y en la férrea manera de vivirla, consistirá en una superación de la misma «por arriba». Jesús no pide «menos» obediencia que los esenios, pero pide «otra» obediencia a «otro» Dios.

¿Podemos preguntarnos ya ahora cuál es la postura de Jesús ante la ley? ¿Es un conservador, un liberal, un radical? No es ninguna de las tres cosas y es las tres cosas a la vez.

En cierto modo parece ser un conservador en su conducta y en su doctrina. Le vemos aparecer en las sinagogas en día de sábado; sumarse a los peregrinos a Jerusalén con ocasión de las fiestas prescritas; mostrarse en el templo; celebrar todos los ritos de la pascua; aceptar los ritos sacrificiales y ciertas prácticas, como el ayuno, la oración y la limosna al estilo judío; llevar la vestimenta tradicional de la gente piadosa; cuidarse de reconocer la autoridad legítima de los sacerdotes; y en los Hechos oiremos a san Pedro vanagloriándose de no haber comido en toda su vida ni durante los años que estuvo con Jesús— ningún animal impuro.

Y le oiremos decir tajantemente:

No penséis que he venido a abrogar la ley y los profetas: no he venido a abrogarla, sino a consumarla. Porque, en verdad os digo que, mientras no pasen el cielo y la tierra, ni una jota, ni una tilde pasará de la ley hasta que todo se cumpla. Si, pues, alguno descuidase uno de esos preceptos menores y se lo enseñare así a los hombres, será tenido por el menor en el reino de los cielos. Pero el que practicare y enseñare, éste será tenido por grande en el reino de los cielos (Mt 5, 17-20).

Pero, junto a esto, veremos a Jesús comportándose a veces ante la ley como un liberal: transgrediendo él y permitiendo que sus discípulos transgredan la materialidad de algunos de sus preceptos, en lo referente al día del sábado, a las purificaciones rituales antes de las comidas, a las espigas comidas en día prohibido. Hasta la formulación radical de un novísimo precepto: No ha sido hecho el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre (Mc 2, 27). Y en forma aún más radical y personalizada: Aquí hay uno que es mayor que el sábado, que es señor del sábado (Mt 12, 8).

Y Jesús es, al mismo tiempo, un radical. No viene a abolir la ley. Viene a «consumarla». ¿Y a qué llama «consumarla»? Viene a darle su verdadero sentido, su madurez. La «ley» de Jesús es, a la ley antigua, lo que el adulto al niño. El niño no se ve en el adulto, pero está en él... conducido a su madurez, a su plenitud. Así Jesús conduce a su madurez todo cuanto de limpio y positivo había en esa ley de obediencia impuesta por Dios. Respeta la tradición, pero conduce sus gérmenes a su desarrollo, después de quitar todas las excrecencias que se le han pegado con el paso de los siglos. Porque cambiar el espíritu con que se vive una ley es, con frecuencia, mucho más revolucionario que cambiar una ley por otra.

Para Jesús la ley del Sinaí es sagrada, es el alimento de su vida. Por eso sabe que ni un solo átomo de cuanto hay de Dios en esa ley debe perderse. Ni una letra minúscula, ni un acento, ni un punto sobre una «i». Pero va mucho más allá que los escribas: descubre que esa ley es, ante todo, una vida.

¿Y cómo hace esto? Cambiando, ante todo, el concepto de Dios. Pasando del Dios-temor al Dios-amor y descubriendo, por consiguiente, que el eje central de toda ley tiene que ser ese amor. Así ya no pide una obediencia-vasallaje, sino una obediencia-amor. Porque al amor de Dios ya no se puede responder con el simple cumplimiento, sino con otro amor, con una fe hecha vida.

Así Jesús, en la ley, introduce tres cambios fundamentales: la personaliza, la relativiza, la radicaliza.

La personaliza: se pone él en lugar de la ley. El cumplimiento de la ley es Cristo, dirá con exactitud san Pablo (Rom 10, 14). Cumplir la ley ya no será realizar tales o cuales gestos, sino amarle, participar de su vida. Cristo —ha escrito Cabodevilla— es la ley del cristiano, como el amado es la ley del amante. Cuando dos se aman, entre ellos no hay ley, el amor sustituye a toda ley. Los amantes no se obedecen, sino que se pertenecen, luchan por ser una sola voluntad y una sola carne. Vosotros —escribe san Pablo— habéis muerto a la ley por el cuerpo de Cristo, para ser de otro que resucitó de entre los muertos (Rom 7, 4).

Jesús, en segundo lugar, relativiza la ley. Esta se vuelve esclavizadora cuando se la convierte en absoluto. Y Jesús somete la ley al «relativismo» del amor. La ley es confirmada o suspendida según sirva, de hecho, a la maduración o al encadenamiento del hombre. Para Jesús la ley no es un absoluto. Absoluto sólo es Dios.

Y, además, la radicaliza. Es necesario subrayar esto, porque hay quienes piensan que relativizar la ley es, sin más, implantar el libertinaje. Pero esto sucede cuando, en lugar de la ley, se coloca el capricho. Pero todo se hace más arduo, más cuesta arriba, más radical, cuando la ley es sustituida por la fe y la caridad. La fe va mucho más allá que la obediencia material; la caridad es mucho más exigente que el simple cumplimiento. Porque la ley dice de dónde no se puede pasar y el evangelio hasta dónde hay que llegar: hasta ser perfectos como es perfecto nuestro Padre, es decir, hasta el imposible. Así Jesús, ni recorta, ni suaviza la ley: la lleva hasta sus límites, hasta la locura, hasta la entrega total, hasta la muerte. Pide algo que, en rigor, nunca podrá alcanzar el hombre por sí sólo y para la que precisará inevitablemente el sostén y la ayuda de Dios.

Un novelista contemporáneo, Niko Kazantzaki, en el prólogo de su tremenda «Carta al Greco», se dirige al pintor, a quien ve como el padre de su patria cretense, y le pide una orden que dirija su vida y aclare su tormenta interior:

—Abuelo amado —dije— dame una orden.

Tú sonreíste y pusiste la mano sobre mi cabeza. No era una mano sino un fuego multicolor. Y este fuego llegó hasta las raíces de mi espíritu. —Llega hasta donde puedas, hijo mío.

Tu voz era grave, sombría, como si saliese del profundo abismo de la tierra. Llegó hasta las raíces de mi cerebro, pero mi corazón no se había enternecido.

—Abuelo —grité entonces con voz más recia—, dame una orden más difícil, más cretense.

Y, bruscamente, no bien lo había dicho, una llama desgarró el aire, silbando. El antepasado indómito de cabellera entrelazada con raíces de tomillo desapareció de mi vista: sólo quedaba en la cumbre una voz hecha para ordenar y que hacia temblar el aire:

—¡Llega entonces hasta donde no puedas!

Difícilmente podría resumirse mejor el mensaje de Jesús. Dios, en el Sinaí, había pedido a los hombres que llegaran hasta donde pudieran. Era la ley que el hombre tenía que cumplir. Pero Jesús, en un monte de Galilea, iba a lanzar a gritos una consigna más radical, más difícil, más cristiana: llega hasta donde no puedas. Es decir: aquí estoy yo, con mi gracia, para que juntos llegemos hasta lo humanamente insoñable, hasta algo que, de tejas abajo, sólo podría calificarse de locura.

Así es como Jesús no trae una ley «mejor», una ley «más alta». Trae el evangelio, trae su amor, su redención.

¿Cómo hemos podido echarle azúcar a todo esto? ¿Cómo el hombre no se siente sobresaltado (sobreexaltado) ante palabras a la vez tan magníficas y tan hermosas?

Si el haberlas oído predicar mil veces quita a estas palabras lo que tienen de escalofrío, tendremos que volver a descender a su fondo, como a una gruta en cuyas paredes tal vez nos dejaremos trozos de nuestra piel. Pero en cuyo fondo o cuya cima le encontraremos a él. Todo menos confundir esas locas palabras de Dios con piadosas recetas de cocina religiosa.

 

I. AMARÁS

Ya hemos señalado que la gran revolución de Jesús comienza por un cambio de eje de la moral: la palabra «amarás» pasa a ocupar el centro.

Por eso Jesús, en el sermón de la montaña, comienza por atacar de frente el mismo núcleo del corazón humano: va a derribar de su trono al egoísmo y a poner en su lugar al amor. Y, como Jesús es un radical, empezará por pedir el más absurdo amor: el dedicado a quienes no lo merecen teóricamente, a los enemigos. Quiere, desde el primer momento, que quede claro que él no pide «un poco más de amor», que «su» amor no es «ir un poquito más allá de lo que señalaría la justicia», sino hacer, por amor, lo contrario de lo que exigiría la justicia, yéndose al otro extremo por el camino del perdón y del amor. Estamos, efectivamente, en el centro de la locura. Es decir: en el centro del cristianismo.

Habeís oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre los malos y buenos y llueve sobre justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman ¿qué mérito tendréis? ¿No hacen también eso los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también eso los gentiles? Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial (Mt 5, 43-48).

Haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian. Al que te hiere en una mejilla ofrécele otra, y a quien te toma el manto, no le impidáis tomar la túnica. Tratad a los hombres de la manera que vosotros queréis ser tratados por ellos... Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir ¿qué gracia tendréis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir de ellos igual favor. Pero amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada... Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6, 27-36).

El día que estas palabras sonaron por primera vez en el mundo giraba la historia de la humanidad, comenzaba al menos en esperanza— la primera, la única gran revolución que conoce o podría llegar a conocer el mundo. La gran revolución en realidad nunca empezada, salvo, tal vez, en unos pocos corazones y a ráfagas perdidas.

Algunos profetas

Antes de Jesús algunas voces habían sonado en el mundo hablando de amor, voces anunciadoras de lo que sólo en él sería revelación plena.

En la historia de la humanidad hay, desde el principio, un instintivo amor a los que llevan la propia sangre. La familia, el clan, los vecinos son amados y, a veces, hasta el sacrificio. Hay después una especie de tolerancia, de convivencia para quienes viven en la propia ciudad o forman la propia nación. Y hay, finalmente, un odio abierto y declarado hacia todos los demás: el extranjero es sinónimo del enemigo potencial o real. El mundo del antiguo se divide en tres grandes círculos a los que dedica sentimientos diversos: amor hacia los próximos, justicia hacia los connacionales, odio y guerra hacia quienes viven fuera de los confines nacionales.

A lo largo de los siglos comienzan a levantarse voces que piden que al connacional se le conceda algo más que justicia: un poco de amor. Y que al extranjero se le otorgue, al menos, indiferencia o justicia. Pero nadie sueña con pedir amor al extranjero o al enemigo.

No hay, puede asegurarse, una sola voz en toda la antigüedad que predique con tanta rotundidad el amor a los enemigos; mucho menos hay quien convierta este amor en centro de su propio mensaje, en contraseña de los propios seguidores.

Hay, sí, voces proféticas que apuntan indicios de este amor. Cuatro siglos antes de Cristo un sabio chino, Me-ti, escribió todo un libro —el Kie-siang-ngai— para explicar que los hombres deberían amarse:

El sabio que quiera mejorar el mundo sólo podrá mejorarlo si conoce con certeza cuál es el origen de ese desorden. ¿Por qué nacen los desórdenes? Nacen porque no nos amamos los unos a los otros. Los súbditos y los hijos no tienen respeto filial por los príncipes y los padres; los hijos se aman a sí mismos, pero no a sus padres y hacen agravio a sus padres en provecho propio. Los ladrones aman a su cuerpo y no aman a los hombres, y por eso roban a los hombres por amor a su cuerpo. Si los ladrones considerasen los cuerpos de los demás hombres como el propio cuerpo ¿quién robaría? Los ladrones desaparecerían... Si se llegase al recíproco amor universal, los estados no se harían la guerra, las familias no serían turbadas, los ladrones desaparecerían, los príncipes, los súbditos, los padres y los hijos serían respetuosos e indulgentes y el mundo mejoraría.

Aquí estamos más cerca ya de Cristo que de la violencia, pero ¡qué lejos aún de Cristo! En el fondo Me-ti pide más cortesía y respeto que verdadero amor. Y, por otro lado, la razón de ese buen trato está en conseguir un mayor bienestar común, no en el hecho de que esas personas merezcan objetivamente amor. El amor de Me-ti es una especie de argamasa para que el mundo marche mejor, un egoísmo mucho más alto que no deja de ser egoísmo.

Toda la doctrina de Confucio se basa también en la rectitud de corazón y en el amor al prójimo. Pero Confucio, que predicaba este amor filial y esta benevolencia universal, no pensaba en condenar el odio, sino en ordenarlo. Sólo el hombre justo —se lee en el Ta-hio— es capaz de amar y odiar a los hombres como conviene.

En el budismo hay una larga predicación del amor, pero también este amor budista termina de algún modo en una forma altísima de amor propio. Amar a los demás es un magnífico ejercicio para anegar el alma personal en un alma universal, en el nirvana, en la nada. El hermano no es amado por amor al hermano, sino por amor a sí mismo, por ahuyentar el dolor, para dominar el egoísmo, para prepararse al aniquilamiento que suprime todo dolor.

En el Libro de los muertos, el gran ritual de los egipcios, se hace el elogio del hombre bueno:

¡Yo no he hecho pasar hambre a nadie! ¡No he hecho llorar! ¡No he ordenado el homicidio a traición! ¡No he cometido fraudes contra nadie! He dado pan al hambriento, agua al sediento, vestidos al desnudo, una barca a quien se había detenido en viaje, sacrificios a los dioses, banquetes fúnebres a los muertos.

Hay aquí la alegría de no haber hecho daño a nadie, hay incluso un apunte de obras de misericordia, pero aún estamos infinitamente lejos del amor y más aún del amor a los enemigos.

También en el mundo griego encontramos aproximaciones al amor que Jesús predica. En el «Ayax» de Sófocles, cuando la diosa

Atenea dice a Odiseo que la risa más placentera es reírse del enemigo, éste contesta:

Yo le compadezco aunque sea enemigo, porque le veo tan desventurado, ligado a una mala suerte. Y mirándole pienso en mí. Porque veo que cuantos vivimos no somos otra cosa que fantasmas, sombras ligeras...

Aquí hay ya una compasión al enemigo, pero en realidad Odiseo está compadeciéndose a sí mismo; el enemigo es, para él, un simple espejo. Es a sí mismo a quien compadece al compadecerle.

También en Sócrates encontramos pasos hacia ese amor: No se debe —dice a Critón devolver a nadie injusticia por injusticia, mal por mal, sea cual sea la injuria que hayas recibido. Una vez más estamos en la justicia, pero aún no en el amor.

En Séneca nos encontraremos la afirmación de que el sabio no se venga, sino que olvida las ofensas. Pero el olvido aún no es el verdadero perdón, mucho menos es aún el amor.

En el antiguo testamento

En las páginas del antiguo testamento nos encontraremos también con un camino hacia esa ley de amor. Pero es un camino a ciegas, que unas veces parece acercarse a las formulaciones de Jesús y otras termina casi por santificar el odio. En el Exodo nos encontramos el «ojo por ojo» que no es, como suele creerse, una incitación a la violencia, sino una invitación a no sobrepasarse en la justicia. Pero el perdón está muy lejos. En el Deuteronomio los judíos reciben esta dura consigna: Tú devorarás a todos los pueblos que el Señor Dios pondrá en tu poder. No se apiade sobre ellos tu ojo.

La cautividad comenzará a ablandar el corazón de este pueblo. No harás daño ni afligirás al forastero porque también vosotros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto, leemos en el Exodo. Y el Deuteronomio aún dará un paso más: Si un forastero habita en vuestro país y mora entre vosotros, no le reprochéis; mas esté entre vosotros como si entre vosotros hubiese nacido.

Pero en los salmos volveremos a oír tremedas imprecaciones contra los enemigos:

¡Sobre la cabeza de los que me rodean, recaiga el daño de sus labios! ¡Caigan sobre ellos carbones encendidos; sean precipitados en el fuego; en abismos de donde no puedan salir más! ¡Sorpréndales la ruina imprevista y caigan en la red que han tendido; en la fosa que han cavado, se precipiten en perdición! ¡Entonces mi alma se regocijará en el Eterno!

Sólo más tarde, en el libro de los Proverbios, encontraremos frases que parecen anunciar ya las de Jesús: No digáis: yo devolveré el mal; espera en el Señor y él te salvará. El enemigo, piensa el escritor bíblico, debe tener castigo, pero de manos más importantes que las de los hombres. Y llega incluso a las obras de misericordia: «Si el que te odia tiene hambre, dale pan que comer; y si tiene sed, dale de beber agua». Aquí estamos ya en las puertas del sermón de la montaña.

En los mismos tiempos de Jesús había en el aire la expectación de esa gran revolución amante. Hillel, el gran rabino de los tiempos de Jesús niño, el maestro de Gamaliel que será a su vez maestro de san Pablo, también había intuido ese tiempo nuevo y resumía toda su doctrina en esta frase: No hagas a los demás lo que a ti no te gusta: esa es toda la ley y lo demás no es sino comentario. El precepto de Hillel era aún negativo; aún no dice: haz el bien, pero dice ya que no se haga el mal. No es aún el absoluto mandato de amar, pero estamos ya en las cercanías.

El gran mandato

Pero es en Jesús donde estalla el gran mandato. Surge neto, vibrante en el sermón de la montaña. Toda la vida de Jesús no será sino una ampliación, una profundización, una puesta en práctica de lo que allí se enuncia.

Esta es la novedad decisiva de la doctrina y la moral de Jesús, enlazada con la otra gran novedad teológica de que Dios es Padre y es amor. En estas dos afirmaciones podría resumirse toda la aportación hecha por Jesús a la historia.

Pero para medir las dimensiones de esa aportación hay que subrayar, aunque sea muy rápidamente, la hondura y la anchura de la misma.

La hondura recordando que, en Jesús, el amor no es una aportación teórica, no es el consejo de un moralista, una especie de «superavit» del ser humano. Para Jesús el amor no es una actitud moral, ni siquiera la suprema actitud moral, es una verdadera ontología, una condición imprescindible para «ser». Para él, amar es estar vivo; no amar es estar muerto. No es vivir «mejor», es «empezar a vivir». Y amar es estar con Cristo. No amar es estar lejos de él. Y el amor, para Jesús, es la verdad, la condición imprescindible para que algo sea verdad. Descubrir el amor, es descubrirle a él. Y descubrir a Jesús en el amor es encontrar el camino, la verdad y la vida.

Por eso tiene razón absoluta —y no es sólo retórica— lo que escribe Papini:

Esas palabras del sermón de la montaña son la carta magna de la nueva raza, de la tercera raza que va a nacer. La primera fue la de los bárbaros sin ley, y su nombre fue «guerra». La segunda fue la de los bárbaros desbastados por la ley, y su más alta perfección fue la justicia y es la raza que dura todavía, pues la justicia aún no ha vencido a la guerra y la ley no ha terminado de suplantar a la brutalidad. La tercera debe ser la raza de los hombres verdaderos, no sólo justos, sino santos; no semejantes a las bestias, sino a Dios.

Es cierto: de esta tercera raza que proclama el sermón de la montaña sólo ha existido un espécimen total: Jesús, y algunos parciales, en los santos.

Esta nueva raza quiere cambiar el concepto del hombre desde sus cimientos. Por eso pone amor donde había egoísmo. Porque es precisamente sobre el egoísmo sobre donde reposa el hombre viejo, la argamasa que le sostiene y que jamás han podido modificar las revoluciones de los hombres, por bien intencionadas que sean. Por eso Jesús no se preocupa de los pequeños cambios en la corteza del mundo. Ataca el nervio vivo. Y sólo cuando se haya extirpado esa última raíz de todos los males humanos que es el egoísmo, sólo entonces podrá cambiar el hombre y, con ello, el mundo.

El mandamiento «doble»

Pero hay que contemplar también la «anchura» del amor que Cristo proclama. Porque hoy —entre los cristianos— el gran peligro no está tanto en el posible olvido de esa centralidad del amor, cuanto en reducirlo a una de sus dimensiones. Porque el amor evangélico es tridimensional: hay un amor que viene de Dios al hombre (Jesús descubre que Dios nos ama); hay un amor que sube del hombre a Dios (Jesús recuerda que ese Dios quiere ser amado); y hay un tercer amor de los hermanos entre sí (Jesús recuerda que el amor al hermano y a Dios son inseparables). Y hoy, en la Iglesia de nuestros años, parece que nos hubiéramos repartido ese triple amor en lugar de sumar los tres amores. Ciertos grupos de tipo carismático parecen poner todo su entusiasmo en exaltar el amor de Dios al hombre. Están luego los «piadosos» que sólo se preocupan por su amor a Dios. Y están los «sociales» que centran y reducen todo al amor a los hermanos. Tres maneras de mutilar —y por tanto de falsificar— el amor evangélico.

Por eso hay que recordar hoy más que nunca que una de las aportaciones fundamentales de Jesús es la relación que tienen, entre si, los amores de Dios y del hombre. En el cristianismo ¿es separable el amor a Dios y a los hermanos? ¿Hay que amar «primero» a Dios y «después» al hombre? ¿El amor al hombre es pura «consecuencia» del amor a Dios puesto que el hombre es hijo suyo? O, por el contrario ¿amar al hombre «a quien ve» es el «único» modo que tiene el hombre de amar al Dios «a quien no ve»?

Responder a estas preguntas es fundamental para entender el evangelio y para conocer el mensaje de Jesús.

Comencemos por afirmar que, por de pronto, Cristo une ambos mandamientos como inseparables. A la pregunta de cuál es el mayor de todos responde: «El primero es: Amarás al Señor, Dios tuyo con todo tu corazón... El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos (Mc 12, 29-31). Jesús está uniendo aquí lo que el antiguo testamento formula en lugares muy distintos: toma el mandamiento del amor a Dios de Deuteronomio 6, 5 y la formulación del amor al prójimo de Levítico 19, 18. Los une en un único mandamiento, en un mandamiento «doble» e indivisible. El amor a Dios aparece con Jesús como fundamento y origen del amor al hombre. Pero, a su vez, el amor al hombre concreta y determina el amor a Dios. Jesús no presenta el amor entre los hermanos como la «única» forma de amor a Dios, pero sí como una condición imprescindible. No es posible ofrecer a Dios sacrificios si no hay una previa reconciliación con quienes nos han ofendido (Mt 5, 23; Mc 11, 25).

En segundo lugar es en el nuevo testamento donde aparece definitivamente claro que el amor cristiano a los hombres no tiene ningún tipo de fronteras si quiere ser cristiano. Incluye al extranjero, al enemigo, al increyente. En el antiguo Israel podía aceptarse por benevolencia el amor a un no israelita, pero el fundamento y la esencia de la teología y la ética judías no era el amor, sino la justicia. La parábola del buen samaritano es una explicación perfecta: mientras el sacerdote y el levita creen cumplir su deber prefiriendo su pureza a la ayuda al herido, Jesús presenta como verdadero cumplidor a quien no pone límites a su amor.

Las formulaciones de amor al enemigo adquieren en Jesús una rotundidad que se desconocía en el antiguo testamento. El mismo Cristo lo resalta: Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo, diente por diente. Pues yo os digo que no resistáis al mal. Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos para que seáis hijos de vuestro Padre celestial (Mt 5, 43-47). Con estas palabras Jesús está seguramente aludiendo a Qumran. En ningún lado del antiguo testamento se encuentra, efectivamente, esa fórmula: odiarás a tu enemigo, aun cuando en los salmos existan arrebatos alarmantes de odio al enemigo. Pero es en Qumran donde este odio se presenta como un deber: los enemigos de la comunidad son enemigos de Dios y deben ser positivamente odiados. Es esta falsa pureza la que resulta para Jesús más insoportable.

La tercera característica del «nuevo» amor que Jesús enseña es su radicalmente nueva fundamentación. El Dios del antiguo testamento es bueno y clemente, pero es, sobre todo, justo. El Dios del nuevo es, sobre todo, padre; es el Dios que perdona y que crea, en Jesús, una nueva familia. Ley de esa familia es el amor. Por eso dice: Amad a vuestros enemigos «para» que seáis hijos de vuestro Padre celestial. El que no ama no es hijo. El que excluye a alguien de su amor, se excluye a sí mismo de la familia de Dios.

Agape

La novedad de este amor la subraya el nuevo testamento por la elección de una nueva palabra para designarlo. En la cultura griega existen tres palabras para hablar de amor: eros, filía y agapé. Eros es el amor apasionado y pasional con que el amante desea al otro para sí. Filía es la inclinación que los dioses sienten hacia los hombres, la que el amigo siente hacia otro amigo. Agapé es una palabra nueva que aparecerá únicamente en la literatura bíblica y que designará un amor completamente distinto. La palabra eros nunca aparecerá en el nuevo testamento. Filía aparecerá pocas veces y sólo en un sentido negativo: amor al mundo, amor mundano (Sant 4, 4). Agapé aparecerá en cambio cientos de veces.

K. H. Schelkle explica así el sentido de este amor:

Para el amor bíblico no hay más realidad que el tú: el tú de Dios o el tú del hombre. El amor no es la referencia a un valor apetecible, sino que es siempre una relación personal... El amor en sentido cristiano es distinto del eros porque no solicita, sino que regala... Al volverse Dios hacia lo que carece de valor, lo hace valioso... Se vuelve al pobre para hacerlo rico. Si el eros tiene que decir: te amo porque eres así: valioso, la agapé puede afirmar: te amo sencillamente porque eres tú. El amor en sentido cristiano se distingue también de la simpatía y del amor que procede del sentimiento y del afecto. El amor de simpatía es un amor de preferencia y elección: el fundamento y norma de la elección es la propia ventaja. El amor al prójimo tal y como aparece en la Biblia no es un amor de elección: el prójimo no es éste o aquel con quien me une la simpatía, sino todo aquel que me sale al encuentro y necesita ayuda. El amor derivado del sentimiento y el afecto conoce, junto a la negación del amor, el odio, una tercera postura: la indiferencia. Tal posibilidad no existe para el amor bíblico al prójimo. Cuando uno se encuentra con otro, no puede retirarse indiferente. Sólo hay amor o rechazo. Porque este amor no es un afecto que elige su objeto; el mandamiento neotestamentario reza así: debes amar. De entenderse el amor como un sentimiento, sería absurdo mandar que alguien amase. Si se manda amar es porque se entiende el amor como una actitud de la voluntad.

Es este amor el que clama en todas las páginas del evangelio. Un amor que no es una opción libre. La fe tiene que producir forzosamente el amor o no es fe. Optar por el amor es optar por Cristo, optar por Cristo es optar por el amor. Y por un amor sin fronteras. Por un amor en el que Dios y el hombre se unen inseparablemente: Si alguno dice: Yo amo a Dios, al paso que aborrece a su hermano, es un mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ve ¿cómo podrá amar a Dios, a quien no ve? (1 Jn 4, 20).

 

II. AMOR DE DIOS, AMOR A DIOS

Y el amor es el centro porque Dios es amor. Esta es, ya lo hemos dicho, la gran revelación de Jesús. No vino a mostrar «otro» Dios, pero sí a descubrirnos su verdadero rostro, el jamás imaginado por los hombres hasta entonces.

Aristóteles —resumiendo todo el pensamiento griego— escribe en su Etica a Nicómaco que no tiene sentido hablar de un amor de los dioses a los hombres, porque los dioses no necesitan de ningún bien para su felicidad. Y. como consecuencia, escribe también en su Etica mayor: sería absurdo que uno pretendiera afirmar que ama a Zeus.

Esta visión de Dios, que había empezado ya a girar en un antiguo testamento que señala, como primer mandamiento, el «amarás a Dios con todo tu corazón y toda tu alma», encuentra su nueva plenitud en la palabra y en la vida de Jesús. Dios, para él, es el único bueno (Mc 10, 18), el Padre amoroso (Mt 5, 45; 6, 9) que busca la oveja perdida (Lc 15, 4-7), porque es un Dios que busca y acoge lo que se había perdido (Lc 15, 2).

Pero será san Juan quien profundizará definitivamente en esta «naturaleza» de Dios como Amor. Y en esto está la caridad: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero a nosotros (1 Jn 4, 10). Los creyentes somos los que hemos conocido y creído el amor que nos tiene Dios (4, 16). Porque el amor es lo que constituye la misma esencia de Dios. Y san Juan lo resume en la frase definitiva: Dios es amor (4, 8-16). Por eso el que permanece en el amor, en Dios permanece y Dios en él (1 Jn 4, 16).

Mas este amor de Dios no es un amor teórico y abstracto: se realiza en la historia. Se muestra esplendente en la creación del mundo y del hombre. Se mantiene a lo largo de los tiempos en su providencia. Se concretiza cada día en cada hombre y privilegia únicamente a los que más necesitan ese amor: a todos los pobres y desgraciados.

De esta visión de Dios como amor se deduce una infinidad de consecuencias. No puede haber un «culto al Dios del amor» que no sea un culto de amor. Por eso ya Oseas clamaba —y Cristo lo repetirá que este Dios misericordia quiere y no sacrificios (Os 6, 6; Mt 9, 13). Y Jesús aún concretará más esta condición esencial de todo culto al Dios verdadero: Si, al ir a presentar tu ofrenda ante el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda. Porque una ofrenda sin amor a un Dios-Amor no es otra cosa que una blasfemia.

Y para este Dios no hay otra circuncisión salvadora que la circuncisión del corazón. Ni hay una celebración del sábado que no pase por ayudar en ese día a quien lo necesita.

Este reconocimiento del Dios que ama es la clave más profunda del misterio, del gozo de la fe. ¿Cómo puede un ser humano sentirse amado por Dios y no ser feliz?

Jesús vivió como nadie este gozo. Lo que hace esplendente la vida del Maestro, lo que le da esa tremenda seguridad que a todos impresionaba, lo que ilumina su muerte, es esta seguridad de saberse amado. —dice en el evangelio de Juan— me has amado desde antes de la creación del mundo (Jn 17, 24). Y durante toda su vida luchará porque los suyos se sepan amados, se sientan amados. Yo estoy en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad y para que el mundo sepa que tú me has enviado y les has amado a ellos como me has amado a mí (Jn 17, 23). Es este amor el objetivo central de la predicación de Jesús: Y yo les he hecho conocer tu nombre y se lo haré conocer para que el amor con el que me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17, 26). Y todo el amor de Jesús en su vida no es otra cosa que el reflejo de ese amor de Dios al hombre: Como el Padre me ha amado a mí, así os amo yo a vosotros (Jn 15, 9).

A este sentirse amado por el Padre, responde Jesús fiándose del Padre. Jesús sabe que el mayor pecado del hombre es no fiarse de Dios y sabe que el pecado entró en el mundo porque Adán y Eva no se fiaron de su palabra. Por eso Jesús reconstruye en su persona la confianza en Dios Padre. No cederá a las tentaciones del demonio en nombre de lo que está escrito. Y rezará así antes de resucitar a Lázaro: Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sabía que tú siempre me escuchas, pero lo digo por la gente que me rodea (Jn 11, 41). Y, aunque parezca que Jesús vive habitualmente solitario, sabe que no lo está: Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo (Jn 16, 32). Y se siente acompañado tanto en los momentos de gozo como en los de dolor. Los que le rodean en la cruz le echarán en cara esa su confianza en el Padre: Ha confiado en Dios; que lo libre ahora si le quiere bien (Mt 27, 42). Pero Jesús sigue confiando, porque incluso cuando se siente abandonado y clama contra este abandono desde la cruz (Mt 27, 46)— sabe que el Padre sigue estando con él y amándole en medio del dolor y, por eso, añade a continuación: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).

Con todo ello, Jesús está explicando con obras que al descubrimiento de que Dios es nuestro Padre debe responder el hombre viviendo su filiación, experimentando su filialidad, sabiéndose querido, sintiéndose amado.

Y, como primera consecuencia visible, no siendo esclavo de la preocupación y menos aún de la angustia.

Es extraño: se predica poco esa despreocupación que es una de las características más llamativas de la predicación de Jesús y del espíritu evangélico. Tal vez porque, en este punto, Jesús fue poco «moderno».

Sí, hay en el aire un afán tal de «modernizar» el mensaje de Jesús que cuesta asumir aquellas actitudes en las que Jesús ¿por qué no decirlo? asume posturas radicalmente contrarias a lo que parece típico del que llamamos «espíritu moderno». Una de esas características de nuestro tiempo es la angustia, el ver a los hombres —como enseña Heidegger— como seres arrojados al mundo, seres para la nada, para la muerte. El dolor, el sinsentido de la realidad, la sensación del absurdo, se han metido en la médula del hombre contemporáneo. Y, ante ese terrible descubrimiento, el hombre moderno se ha dividido en dos posturas: las de los que piensan que el mundo rueda nadie sabe por qué ni para qué y, consiguientemente, se encierran en la angustia; y la de los que piensan que, como ya sabemos que el mundo es absurdo y no tiene remedio, no hay realmente por qué seguirse preocupando y mejor es practicar el comamos y bebamos, porque mañana moriremos.

Pero Jesús no vive en la inquietud, no se autoflagela con el tormento o la angustia. Sabe, se atreve a creer, que el hombre no es una pasión inútil, sino que es un hijo de amor y que nunca cesará de ser querido. Por eso no incita al temor y al temblor, mucho menos a la angustia —que es radicalmente anticristiana—. Reconoce la existencia del mal y del dolor humanos, pero sabe que éstos serán vencidos y que, un día, entenderemos el otro lado del tapiz de cuanto hoy nos parece absurdo e incomprensible.

Por eso predica la despreocupación más absoluta:

No os preocupéis por vuestra vida: qué vais a comer, o qué vais a beber; ni por vuestro cuerpo: con qué lo vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran ni siegan ni recogen en graneros; sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? ¿Quién de vosotros, por mucho que se preocupe, puede añadir una sola hora a su existencia? Y, acerca del vestido ¿por qué os preocupáis? Observad los lirios del campo, cómo crecen; ni se atarean, ni hilan. Pero yo os digo: ni Salomón, en todo su esplendor, se vistió como uno de ellos. Pues, si a la hierba del campo, que hoy existe y mañana se echa al horno, Dios la viste así ¿no hará mucho más por vosotros, hombres de poca fe? No os preocupéis, pues, diciendo: ¿Qué vamos a comer, o qué vamos a beber, o con qué nos vamos a vestir? —pues todas esas cosas las buscan ansiosamente los paganos—, porque bien sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de ellas. Buscad primero el Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura. No os preocupéis por el día de mañana; que el día de mañana traerá su propia preocupación. Bástele a cada día su propio afán (Mt 6, 25-34).

El hombre moderno ha entronizado la «añadidura». Y no se ve por parte alguna que los que se dicen cristianos piensen de manera diferente. Y no es que Cristo invite a la pereza. El acepta el trabajo, vive el trabajo. Pero sabe que el trabajo es sólo un medio. Y no debe convertirse ni en esclavitud, ni en alienación. Porque hay una manera no cristiana de trabajar: creer que todo depende del trabajo y rodearlo de angustia y preocupación. Y hay una manera cristiana de trabajar: la del que sabe que, después de haber aportado sus manos a la tarea, es el Padre quien construye de verdad.

Un cristiano es alguien que trabaja en paz. Que no vive como un atormentado. Y en cuya alma por encima de todo dolor sobrena
da la alegría de saberse amado. En esto deberían conocer que somos cristianos.

Un Dios que quiere ser amado

No basta con saberse amados, hay que amar. Porque si la primera gran revelación de Jesús es que Dios nos ama, la segunda es que Dios quiere ser amado. Este «deseo de amor» es como la segunda cara de Dios.

Todo el antiguo testamento —en cada una de sus páginas no es
otra cosa que la historia de este Dios que
quiere tener relaciones con el hombre, que no se limitó a crearle y olvidarle, sino que, al crearle, desencadenó una doble dialéctica de amar y ser amado, que va y viene del cielo a la tierra y de la tierra al cielo. A lo largo de toda la Biblia se nos muestra a Dios como un mendigo de amor, como un Dios que no soporta no ser amado y que está dispuesto a todo incluso a la encarnación de su Hijo primogénito— para reconquistar el amor perdido por el pecado. Por eso su primer y central mandamiento es ese: Amarás a Dios con todo tu corazón y toda tu alma.

Ese amor «de vuelta» se realiza en el nuevo testamento por tres caminos: por la fe, la oración y la obediencia.

¿Qué es la fe para Jesús? el evangelio nos explica, primero, que no es la fe. Con duras palabras reprende Jesús a los que le rodean y les llama generación incrédula y perversa (Mt 17, 17; 12, 39; 16, 4). ¿Por qué? Los judíos contemporáneos de Jesús creían creer. Pronunciaban dos veces cada día la confesión de la fe judía: Escucha Israel, sólo hay un Dios y ningún otro fuera de él. Pero Jesús les llama incrédulos porque eso lo dicen sólo con la boca y se puede formular constantemente la profesión de fe y ser incrédulo. La fe no está en palabras.

Tal vez el lugar en que Jesús nos explica mejor lo que, para él, es la fe, sea la narración de Pedro caminando sobre el mar (Mt 14, 28-31). Una noche, los discípulos navegan por el lago de Genesaret. Y, cuando ya están fatigados, en la cuarta vigilia, se les aparece Jesús. Los discípulos se asustan y tienen miedo. Le ven y no le ven. Le ven y no le reconocen. Pero, a invitación de Jesús, Pedro se baja de la barca y se lanza al abismo inquietante.

La fe empuja al creyente a descender a un terreno en el que no hace pie. La fe no es suponer que el agua puede sostenernos. Es atreverse a creer en una palabra que invita, y apostar por una realidad que se juzga más real que la misma realidad visible. No es apostar por la irrealidad. Es apostar por otra realidad más sólida que el agua. Es la opción audaz en favor de una palabra que promete y que lo hace en medio de un mundo amenazante.

Y, como la fe es débil, no excluye los miedos ni los gritos de petición de socorro. En momentos, incluso con fe, parece que la realidad visible fuera más dura y que se resquebrajara esa palabra prometedora. Pero la fe es un modelo de existencia que camina entre miedos y dudas, pero que ella misma no es ni miedo ni dudas. La fe, en definitiva, para Jesús es la convicción de que Dios está siempre cerca, más de lo que aparenta y sentimos; y que está cerca, con sólo que el hombre esté dispuesto a convertirse a él. Dios es el rico todopoderoso que sólo precisa que el hombre se deje obsequiar.

Por eso la fe es, de algún modo, omnipotente. Tened fe en Dios —dice Jesús—. En verdad os digo que cualquiera que dijera a este monte: quítate de ahí y échate al mar, y lo dijera no vacilando en su corazón, sino creyendo que cuanto dijere se ha de hacer, así se hará. Todo es posible para el que cree (Mc 11, 23; 9, 23).

¿Estamos en el mundo de la locura? Estamos, al menos, en el mundo de lo sobrehumano. Estamos en el mundo de la omnipotencia del amor, que es Dios. Porque esta fe es más que humana. Sólo podemos vivirla «en Cristo». Creer, en definitiva, es abrirse a la acción salvadora de Dios que ha acontecido en Cristo. Porque fe es la confianza que tenemos en Dios por Cristo (2 Cor 3, 4). Esta confianza total es el primer paso imprescindible de todo amor a Dios.

La oración

Esta fe tiene una expresión: el diálogo amoroso, la oración. Hoy —¿por qué negarlo?— vivimos en una crisis de oración. ¿No es —dice un mundo secularizado— una pérdida de tiempo? Aun cuando alguien nos escuchase al otro lado ¿no es preferible gastar la vida en la acción, en la lucha por mejorar el mundo? Y, entre los mismos cristianos, se ha difundido un extraño sofisma: del hecho —real y verdadero de que todo trabajo puede ser oración, han deducido algunos que no hay otra oración verdadera más que el trabajo. El ídolo de la eficacia (y de la eficacia tangible) se ha adueñado del hombre y, como muchos comprueban o creen comprobar que no son «mejores» por oír misa o rezar, concluyen que deben abandonar ese camino. Tal vez porque durante mucho tiempo se predicó una oración sin historia (una oración que no influía ni iluminaba la vida), los secularistas creyeron que podrían y deberían levantar una historia sin oración. Para completar el círculo, acudieron a los tópicos de siempre: la oración era «alienante», alejaba de la lucha, era un puro consuelo «interior»: habría que abandonarla para volcar la fe exclusivamente en «la praxis». Y podría, cuando más, «tolerarse» la oración comunitaria, más por lo que tenía de comunitaria que de oración. La misa se cambió en asamblea; en una asamblea que, teóricamente, era «del pueblo de Dios», pero que, realmente, era sólo del pueblo con minúscula. Dios se había ido. Y a veces todo ésto se camuflaba con el calificativo de «evangélico».

Pero el evangelio es testimonio de todo lo contrario. Jesús, en sus enseñanzas y en su vida, es, ante todo, un orante. Recojamos cuatro testimonios:

Para el recogimiento fervoroso de la oración empieza una nueva época con Jesús (Heiler).

La interioridad en sentido personal fue creada propiamente por Jesús (Sóderblom).

Jesús es quien ha rezado con más vigor en toda la historia (Wernle). La oración de Jesús en el Huerto es la palabra religiosa más profunda que jamás haya sido pronunciada (Hóffding).

Más ¿qué mejor testimonio que el propio evangelio? Si tuviéramos que recoger aquí todas las citas en que se nos presenta a Jesús orando o hablando de la oración necesitaríamos páginas y páginas. Elijamos sólo algunas:

Habiendo sido Jesús bautizado, y estando en oración, sucedió el abrirse del cielo (Lc 3, 21).

Por la mañana muy de madrugada salió fuera a un lugar solitario, y hacía allí oración (Mc 1, 35).

Mas no dejaba él de retirarse a la soledad y de hacer allí oración (Lc 5, 16). Y, despedidos estos, subió solo a orar en un monte y, entrando la noche, se mantuvo allí solo (Mt 14, 23).

Subió al monte (de la transfiguración) para orar allí (Lc 9, 28).

Por este tiempo se retiró a orar en un monte, pasó toda la noche haciendo oración. Así que fue de día llamó a sus discípulos (Lc 6, 12-13). Esta raza de demonios por ningún medio puede salir, sino a fuerza de oración y de ayuno (Mc 9, 28).

Y tendríamos que citar todos los milagros, antes de los cuales, levanta siempre los ojos al cielo en oración. Y recordar, sobre todo, los tres grandes momentos de oración de Jesús: la oración sacerdotal en la última cena; la del Huerto de los olivos: y sus siete palabras en la cruz. Realmente podemos concluir con Cabodevilla que la vida entera de Jesús fue vida de oración: o hablaba al Padre, o hablaba del Padre.

Pero ¿cómo es la oración de Jesús? Respondamos primero, negativamente, diciendo cómo no es la oración, cuáles son las formas de oración que Jesús rechaza:

  1. Rechaza la oración del fariseo que, más que un diálogo con el Dios del amor, es una simple autoafirmación del «yo» egoísta y está, por ello, viciada en su misma raíz. Es por eso una oración que separa, una oración de autoengaño narcisista. Es una oración que no parte de lo fundamental: el reconocimiento de la propia pobreza ante Dios.

  2. Rechaza las oraciones de los que multiplican las palabras, con una mecánica y mágica repetición palabrera de las fórmulas. Esta es la oración de los paganos que querían, con ella, fatigar a los dioses.

  3. Rechaza la oración egocéntrica de quienes olvidan que la oración pasa por la voluntad de Dios y se somete a ella. De quienes no recuerdan que el Padre ya sabe lo que necesitan e intentan, no someterse ellos a los deseos de Dios, sino doblegar esta voluntad de Dios adaptándola al capricho del hombre.

  4. Rechaza la oración de los que, para entrar en el reino de los cielos, dicen «Señor, Señor», pero no hacen la voluntad del Padre que está en los cielos. Rechaza la oración desprendida de la vida, que se vuelve, con ello, vana y verdaderamente alienante.

  5. Rechaza la comercialización de la oración, la de quienes quieren hacer de sus plegarias mercancías, un «do ut des» y convierten, así, la casa de oración en cueva de bandidos.

Resumiendo —con palabras de Jon Sobrino—: Jesús rechaza los falseamientos típicos de la oración: narcisismo espiritual, hipocresía, palabrería, instrumentalización espiritualista alienante, instrumentalización opresora, mixtificación de la sensibilidad o de la sensiblería.

¿Cómo es, en cambio, la oración de Jesús? Repasando el evangelio nos encontramos tres niveles en la plegaria de Cristo:

  1. En un primer nivel nos encontramos a Jesús asumiendo la oración propia del pueblo judío. Jesús bendice la mesa como era típico entre sus compatriotas (Mt 14, 19; 15, 36; 26, 26); observa el culto sabático y ora junto a la comunidad (Lc 4, 16); conoce y practica los tres ratos de oración prescrita para todos los judíos; es reconocido por la multitud como un «judío piadoso».

  2. En un segundo nivel encontramos a Jesús rezando siempre ante todo momento histórico importante en su vida: antes del bautismo, al ir a elegir a sus apóstoles, al enseñar el padrenuestro, antes de cada milagro, en las horas decisivas ante su pasión.

  3. Pero el nivel decisivo de la oración de Jesús es el que impregna su vida toda, cuando Jesús «ora por orar» o cuando muestra que toda su vida es una convivencia con el Padre. Aquí descubrimos ya un dato fundamentalísimo: la oración que vive Jesús no es un contacto teórico con una divinidad teórica, sino una verdadera convivencia con el Dios-Padre con quien forma una total unidad. Aquí descubrimos el que es el meollo de la oración verdadera de Jesús —como señala Karl Adam—: la afirmación incondicional de la voluntad divina. Una oración que se inhibiera de cumplir esa voluntad y se encaminara sólo hacia algo personal, o quisiera torcer violentamente la voluntad clara, manifiesta de Dios, o esquivarla, no estaría a la altura de la oración de Jesús.

Lógicamente esta oración es gozosa. Porque para Jesús -escribe el P. Congar orar es comulgar con la alegría, la sumisión, la acción de gracias, en este misterio de Dios en sí mismo y en nosotros; es comulgar con la fuente i iiica y ofrecerse, tanto para acoger lo que esa fuente nos brinda, como para ser, si Dios lo quiere, los transmisores de lo que destina a otros y aun al mundo entero.

Por eso la oración de Jesús —aun cuando gustaba de orar solo era la oración de todo el pueblo de Dios e, incluso, la oración del mundo entero. En su oración se resumen los gemidos de parto de la creación entera en espera de la redención (Rom 8, 18-25).

Esta entrada en Dios-Padre no es, no puede ser alienante. Así lo confiesa el propio Gustavo Gutiérrez:

La oración es una experiencia de gratuidad. Ese acto «ocioso», ese tiempo «desperdiciado» nos recuerda que el Señor está más allá de las categorías de lo útil y lo inútil. Dios no es de este mundo. La gratuidad de su don, creadora de necesidades más profundas, nos libera de toda alienación religiosa y, en última instancia, de toda alienación.

Porque la oración de Jesús, y la del cristiano, no es una fuga. Ni una fuga hacia adelante, ni hacia atrás. Es una profundización en lo sustancial, un encuentro con lo radical, un «paso» de Dios por nuestra alma que nos despoja, nos desnuda y nos descubre el último y más verdadero rostro de la realidad total.

La obediencia amorosa

Tendremos que dar —después de la fe y la oración un paso más.
Porque a Dios no se le ama sólo en la actividad interior. El verdadero amor a Dios tiene que mostrarse en toda
la vida. Y aquí debemos dar el paso decisivo sobre las relaciones de Jesús con su Padre.

Y de nuevo volvemos a encontrarnos en otro apartado en el que hay que decir que Cristo es radicalmente «antimoderno». ¿Acaso hay alguna palabra que repugne tanto al hombre contemporáneo como la palabra «obediencia»? Nuestro orgullo de hombres del siglo XX parece consistir en habernos liberado de todos los yugos, en poder proclamarnos retóricamente libres. ¿Libres? ¿Fue alguna vez el hombre más esclavo? ¿Es libre el parado, el drogadicto, el atado al sexo, el uncido en la vanidad? Pero ya hay quienes, como sólo «obedecen» a su capricho, se creen que no obedecen a nadie. Sin descubrir que no hay amo más esclavizador.

Jesús, que fue un hombre libre, el más libre de toda la historia —de ello hablaremos más tarde—, supo, sin embargo, que realizaba esa libertad apostando sin vacilaciones por la obediencia. Precisamente porque esa obediencia que elegía no era la obediencia del siervo, sino la del hijo, la del enamorado.

En el primer volumen de esta obra se dedicó ya un capítulo entero a subrayar cómo una de las notas más características de la personalidad de Jesús fue su condición de «enviado». Lo recordaremos sólo aquí en breves líneas. Para reafirmar que nada de la vida de Cristo puede comprenderse si se olvida que él entendió su existencia como la de un embajador que actúa con las cartas marcadas: alguien que tenía que realizar una misión que su Padre había dibujado en todos sus detalles. Fue libre porque la asumió voluntariamente. Fue obediente porque jamás se salió del cauce señalado.

Por ello hay que afirmar, sin rodeos ni distinciones, que la vida del cristiano o es centralmente obediencia a la voluntad de Dios, o no es vida cristiana. Seguir a Jesús es vivir como él: avizorando constantemente —a través de los acontecimientos, de la palabra de Dios, de la conciencia qué es lo que el Padre quiere de nosotros en cada momento. El amor que no se concreta en esta búsqueda, es sentimentalismo amoroso, no amor.

El amor a un Dios que se nos ha mostrado en Jesús

Y aquí podríamos cerrar el que suele llamarse «apartado vertical del amor cristiano», en contraposición del «apartado horizontal» del amor al hombre. Pero, si el amor del cristiano a Dios no puede ser más que amor «en» Jesús, si ese Dios al que se ama se ha hecho realmente hombre ¿hasta dónde ese amor es ya vertical y desde dónde horizontal?

El hecho de que Dios, nuestro Dios, se nos haya mostrado en Jesús, condiciona sustancialmente nuestro amor a él. Al amar a Dios ya no amamos a una divinidad abstracta, amamos al Dios que es nuestro hermano, amamos en él también a la humanidad que en él consigue su pleno cumplimiento.

Se ha insistido mucho en la unión de los dos amores, a Dios y al hombre. Pero con frecuencia se apoya esta unión en factores externos. Mas, a la luz de la encarnación, no sólo no pueden ya contraponerse los dos amores, inseparables: se trata ya de un único amor o, si se prefiere, de dos formas de un solo amor.

Tras la venida de Jesús ya no se puede amar a Dios sin amar, por ello mismo, al hombre. Los intereses de Dios y del género humano no son ya separables. Dios ha «invertido» a su hijo en el negocio y la aventura humana. Es accionista. Por esa «acción» definitiva que es la encarnación de Dios. Esta encarnación es el modelo visible del diálogo de amor entre Dios y los hombres. Y toda fe, toda oración, todo amor que no esté «calcado» de la convivencia entre Dios y el hombre que se realiza en Cristo, no son ni fe, ni oración, ni amor cristianos. Ese es el gran «misterio» de nuestro amor a Dios.

III. AMOR AL HOMBRE

Aquí tendremos que comenzar formulándonos una pregunta radical: ¿qué es el hombre para Jesús? Según su doctrina ¿qué debe hacer el hombre para ser verdaderamente hombre? ¿Cuáles son los valores que sostienen la condición humana y cuáles los que la destruyen?

Si se me permite anticipar una respuesta provisional comenzaré diciendo que, para Jesús, el hombre es un ser cuya grandeza consiste en su apertura y entrega (a Dios y a sus hermanos) y cuya destrucción proviene del autoenclaustramiento en su propio egoísmo. Para él, ser hombre es amar.

Pero, si nos acercamos a los evangelios, comenzaremos descubriendo que no hay en ellos una antropología teórica. Que Jesús no ofrece una filosofia sobre el hombre. Su planteamiento es histórico: se limita a ver y descubrir al hombre como es y a señalar lo que podría llegar a ser. Desde un punto de vista conceptual, Jesús es simplemente un heredero y un seguidor de la visión del hombre que es propia del antiguo testamento (y concretamente de los profetas) y su gran aportación personal está en haber ofrecido, en su propia persona, el modelo ideal y perfecto de ese hombre nuevo que será el habitante de ese reino de Dios que él anuncia. Por ello, la visión que Jesús tiene del hombre no puede encasillarse ni en un optimismo ingenuo («el hombre es bueno; es la sociedad quien lo corrompe»), ni en un pesimismo desesperado («el hombre es un animal para la muerte y su vida es un sinsentido»). Más bien podría definirse por la suma de tres coordenadas:

Intentaremos analizar el proceso de estas tres coordenadas en el pensamiento del Maestro.

a) Jesús recibe del antiguo testamento un original optimismo metafísico: el hombre ha sido creado por Dios, ha sido creado por amor, ha sido hecho a imagen de Dios, y el Creador vio, después de ponerle en el mundo, que el hombre era bueno.

Escribe O. González de Cardedal:

El cristianismo vive de lo que podríamos llamar un fundamental optimismo metafísico a la vez que de un realismo histórico. El primero se funda en la fe, en la creación, en el Dios que hizo surgir de la nada toda realidad, que declaró muy bueno todo cuanto había hecho y que constituyó al hombre soberano de todo el resto y responsable de él, imagen de su propio ser, y con capacidad de llegar a ser semejante a él, con una semejanza que será el fruto de una libertad acreditada en el tiempo. En el principio están la vida, la libertad y la historia abierta. En el principio están la palabra creadora de Dios, la acción animadora y sustentadora del espíritu sobre la faz informe del mundo. En el principio no está la muerte, ni el pecado, ni la confusión de la libertad en la incomunicación de los hombres entre sí.

Esta visión serena de la naturaleza original del hombre se respira en todo el evangelio. Sólo Dios es el autor de la vida del hombre, sólo él podría quitársela (Mt 10, 28). Este Dios, de hecho, está cuidando del hombre y de su vida, que, por eso, vale más que la del resto del mundo, que la de las flores o los pájaros (Mt 6, 25-32). Este Dios hace llover sobre los hombres, aunque estos sean malos y pecadores (Mt 5, 45). Por eso los hombres no deben vivir acongojados como hacen los gentiles que no creen, pues Dios sabe muy bien lo que necesitan (Mt 6, 32). Y esta grandeza del hombre es tal que todo está subordinado a él: el mismo sábado, el mismo culto, es inferior a él y se dirige a su perfeccionamiento como hombre (Mt 12, 12; Mc 2, 27).

Pero la verdadera, la definitiva grandeza del hombre está en la apertura de su alma. Creado a imagen de un Dios que es amor y apertura, también el hombre es apertura y amor. El hombre no puede ser entendido en una visión individualista cerrada, el hombre es sustancialmente —y esto es lo mejor de su alma— relación, relación con Dios, con los demás.

Citaré de nuevo a Olegario González de Cardedal:

El hombre sólo existe como persona; y, por ello, no en erguida distancia, cerrada soledad o enfrentamiento indiferente, sino en apertura y relación. Lo que diferencia a las cosas de las personas es que aquellas son y están condenadas a la autonomía, es decir: a la incomunicación y soledad, mientras que las personas están destinadas a la relación, a la existencia interdependiente, a una libertad que no nace frente o contra el prójimo, sino desde la aceptación, ofrenda y acogimiento del otro, igualmente libre y soberano.

Es urgente subrayar que hay que partir de este principio porque todo el pensamiento moderno —en esto radicalmente anticristiano ha venido a acentuar indebidamente la individualidad del hombre, igualándola a la soledad frente a sí mismo, frente al mundo y frente a Dios. La acentuación de la subjetividad y de la autonomía del hombre, la reivindicación arisca de la libertad individual parece comprensible como defensa frente a los poderes exteriores, contra las diversas formas de dictadura que en las últimas décadas han querido invadir el interior de la persona.

Pero esta conquista de la libertad personal —que es legítima y necesaria— ha ocultado con frecuencia la otra zona sustancial del hombre y ha condenado al hombre moderno a una soledad metafísica en la que ya no se comprende a sí mismo y que no tiene otra desembocadura que la angustia.

Prosigue González de Cardedal:

Ese planteamiento junto a legítimas conquistas, ha arrastrado consigo trágicas sombras en la comprensión del hombre. Le han hecho comprenderse no desde la relación, la comunidad, la solidaridad y la entrega al otro, que es donde realmente la vida humana puede llegar a realizar sus ideales más profundos: la comunicación en la reciprocidad, la compañía en la aceptación mutua, la superación del egoísmo por el ejercicio del amor absolutamente gratuito, la responsabilización de las tareas colectivas. No se es libre sin los otros, o contra los otros, sino con los otros y a favor de los otros.

Esta visión del hombre como apertura, como relación —como amor, en definitiva es una de las claves del pensamiento de toda la Biblia y de Jesús en torno a la condición humana.

Escribe Bernhard Anderson:

Para la concepción bíblica el hombre es verdaderamente una persona sólo cuando se encuentra dentro de una comunidad, en relación con Dios y con su prójimo. Cuando el hombre se aleja de la comunidad —como Caín en su exilio— el hombre sufre una soledad y una miseria extremas.

El hombre bíblico consigue el equilibrio entre la personalidad individual y la comunitaria del hombre. El hombre es —como individuo— responsable de su vida y de sus obras. Pero deberá vivir esa vida «abierto» a la trascendencia y a la fraternidad.

En Jesús se encuentra la perfección de este equilibrio.

El hombre es, ante todo, apertura, relación con Dios. Jesús no vacila en recordar que el hombre es siervo de Dios y que en esta servidumbre está su mayor título de nobleza. En sus parábolas, reiteradamente se señala esta necesidad de relación de dependencia con Dios (Mt 13, 27; 18, 23; 24, 45; 25, 14; Lc 12, 37). Y, siguiendo su doctrina, los primeros cristianos no vacilan en reconocerse y llamarse a sí mismos «siervos de Dios» (Hech 4, 29; Tit 1, 1; Sant 1, 1; 1 Pe 2, 16).

Pero esta servidumbre no es esclavitud, porque el señorío de Dios no es ni arbitrario, ni violento. El hombre depende de él como un hijo de su Padre y esta filiación le enriquece en lugar de encadenarle (Mt 5, 16; 6, 1; 5, 48; 6, 9; 6, 32; 7, 11). De ahí que el hombre es tanto más hombre cuanto más se abre hacia la realidad del sobrenatural.

El hombre es, después, apertura a la fraternidad. Y hay que subrayar que el amor, en Cristo, no es una condición para que el hombre sea bueno, sino para que sea hombre. En Jesús, el hombre que ama se humaniza, el que odia se deshumaniza. Recordemos aquel texto tremendo de san Mateo: Amad a vuestros enemigos para que seáis hijos de vuestro Padre celestial (Mt 5, 44). Es decir: el que no ama no es que sea un mal hijo, un mal hombre, es que no es hijo, no es hombre. El que odia se degrada, entra en «otra» humanidad. Quien odia al hermano pertenece al reino del demonio (1 Jn 3, 10), en cambio, quien le ama camina en el reino de la luz (2, 10) y de la vida (3, 14). Es decir, quien no ama está muerto, no es verdaderamente hombre. Y es un mentiroso (1 Jn 4, 20).

Por eso el primer y el segundo mandamiento son amarás a Dios y al hombre (Mc 12, 29-31). El prójimo no es un añadido para el hombre. Su alma se mide por su apertura al prójimo (Lc 10, 29).

La gran apuesta

Pero, si el hombre es relación, también es libertad. Y aquí entramos en la segunda coordenada de la visión de Cristo. Porque, junto a esa primera nota de optimismo metafisico sobre la bondad natural del hombre, recibida en la creación, hay, en todo el pensamiento de Cristo, una nota preocupada de realismo histórico. El hombre que «puede» ser un hombre abierto, «puede» también ser un hombre cerrado y, de hecho, lo es en una grandísima parte de la condición humana.

Añade también González de Cardedal:

El creyente reconoce el otro polo de la historia. En ella lucha no sólo lo que Dios puso en marcha desde el origen, sino lo que el hombre introduce a lo largo de la historia: bien y mal, luz y tinieblas, libertad curvada sobre el hombre como si él fuera el único y supremo centro de la realidad y libertad abierta al Origen y entregada al prójimo. En el destino de Cristo aparece en luz suprema el drama de la historia como drama de la libertad del hombre acosando al Revelador de Dios hasta llevarle a la muerte.

Esta presencia del «realismo histórico» impresiona en los evangelios. Jesús no tiene una visión utópica e idealista del hombre. Sabe lo que tiene de grandeza en su alma, pero sabe también cuántas veces, de hecho, pisotea o malgasta esa grandeza.

Y aquí podríamos hablar casi del «pesimismo» con el que Jesús ve la realidad de los hombres que le rodean. No vacila en repetir varias veces, sin atenuantes y generalizando, que vosotros sois malos (Mt 7, 11; Lc 11, 13); que quienes le rodean son una generación adúltera y perversa (Mc 8, 38; 9, 19); sin olvidarnos del más terrible de los textos en que se habla de la visión que Jesús tiene de los hombres reales: tras los primeros milagros de Cristo, algunos creen en él, pero el evangelista apostilla con frase vertiginosa: Pero Jesús no se fiaba de ellos porque los conocía a todos. Y no tenía necesidad de que nadie diera testimonio del hombre, porque él conocía lo que hay en el hombre (o, como dicen otras versiones: porque él conocía al hombre por dentro). No debemos suavizar ingenuamente esta frase pensando que con ella sólo descalifica a los fariseos. Aquí se habla «del hombre», del hombre en cuanto tal. ¿Qué es lo que hay en el hombre, qué conocía Jesús en su interior, para no fiarse de él, ni siquiera cuando dice creer?

Lo que hay en el hombre y Jesús lo conoce muy bien es el pecado, el mal uso del don prodigioso de la libertad. El hombre, que es, por naturaleza, apertura, puede cerrarse. Cerrarse a Dios, cerrarse a sus hermanos. Adorarse a sí mismo. Encastillarse en el egoísmo de su corazón. Y esta es la gran tragedia de la historia, en la que Jesús viene a intervenir.

Porque el hombre puede ser apertura o cerrazón, la vida del hombre es riesgo, opción, apuesta. Y este es el tercer concepto central en la antropología de Cristo. Tal vez el concepto más original de Jesús.

A fin de cuentas, Jesús es centralmente un predicador de la conversión. No es sólo el anunciador de un Reino. Es el profeta que grita que si el hombre quiere entrar en ese Reino, tiene que cambiar.

El significado principal del mensaje de Jesús debe buscarse en la exigencia de transformación del hombre; no se trata de esperar, sino de hacerse seres nuevos (Machovec).

Pero, probablemente, aún nos falte señalar lo' más radical del planteamiento de Jesús: No sólo invita a cambiar. Dice que, de hecho, el hombre puede cambiar. El gran mensaje de Jesús es la reformabilidad del hombre, no por sí sólo, sino porque la misericordia de Dios le concede el don de entrar en el Reino. La verdadera sustancia del alma del hombre es que tiene capacidad para recibir el don de Dios, su verdadera dimensión constitutiva es su posibilidad de trascenderse a sí mismo.

El hombre no es un ser condenado al mal. El hombre puede evolucionar, cambiar. Y es grande por lo que es —esto ya lo sabíamos por la creación , pero —y éste es el mensaje original de Jesús es mucho más grande por lo que puede llegar a ser. Su capacidad de llegar a ser ciudadano del Reino, su posibilidad de convertirse en hombre nuevo, es la más definitiva de sus grandezas.

Todo el evangelio está lleno de ese grito que invita al hombre a apostar, a superarse, a asumir el riesgo de su propia grandeza, de esa invitación a incorporarse a la «vida». Lo comentaremos ampliamente al hablar de todas las parábolas que hablan de esa vida del hombre como un grano de trigo que puede dar ciento por uno; de ese banquete al que está invitado y al que basta con acudir; de esa red que puede sacarle del mar de la superficie de su vida para conducirle a la verdadera vida de los «peces que pueden vivir después de pescados». Ese riesgo, esa gran apuesta, es la mayor de las grandezas de la condición humana.

Si el hombre da ese «salto», puede ser las tres grandes cosas que debe ser un hombre:

  1. debe ser libertad realizada, gracias a la cual consiga realizar lo que es el sentido último de su existencia.

  2. debe ser gracia, yendo, por obra de la misericordia de Dios, mucho más allá de lo que parecía anunciar la piel externa de su naturaleza.

  3. debe ser comunión, centrando su vida en el supervalor: el amor como elección voluntaria, tanto referido a Dios como a sus hermanos.

La encarnación como iluminación definitiva del hombre

Pero Jesús no se limitó a «anunciar» el hombre ideal o a invitar al hombre a conseguirlo (cosa que éste nunca lograría con sus solas fuerzas); Jesús, ante todo y sobre todo, inauguró con su vida ese hombre nuevo.

Y esta sí que es la definitiva aportación de Cristo a la visión del hombre. No con palabras, sino mostrando en su persona lo que es verdaderamente ser hombre. Pilato no sospechó lo que hacía y decía cuando, al mediodía de aquel viernes, sacó al balcón el cuerpo destrozado de Cristo y gritó a la multitud: «Ecce homo», «he aquí al hombre». Por su boca hablaba el propio Cristo que gritaba al mundo:

¿Queréis saber lo que es el hombre, lo que es ser hombre? Pues bien: el hombre es esto que yo soy, ser hombre es serlo como yo lo soy. Porque en su vida, en su persona tenemos la gran respuesta definitiva.

Ser hombre a imagen de Dios es serlo como lo fue Cristo. Es identificar su voluntad con la del Padre. Es convivir con él. Es participar de su vida íntima. Es vivir su filiación como lo mejor de nosotros mismos. Es saberse obediente, pero no siervo; sometido, pero hijo.

Ser hombre es estar abierto como Cristo lo estuvo. Abierto en plenitud a Dios y expropiado por utilidad pública para los hermanos. Estar abierto es ser antiegoísta como lo fue Cristo. No buscar nada para sí mismo, dar la vida por los demás. Y amar es eso: no sólo «amar un poquito más», sino «ser amor», no ser más que amor.

Ser hombre libre es serlo como lo fue Cristo. Que fue libre porque estuvo al servicio. Que fue libre porque, al apostar por Dios y por sus hermanos, no apostó por sí mismo y, por tanto, no pecó, ni mancilló su libertad.

En Cristo tenemos los cristianos el ejemplo personal de lo que es una libertad auténtica, la que no es sinónimo de egoísmo y distancia, autonomía y dominación frente al resto, sino de entrega y solidaridad. Su vida y su muerte son la realización de una libertad entendida como servicio y obediencia al Padre hasta el límite, en solidaridad con los hermanos y haciendo de la muerte infligida una oración por ellos (González de Cardedal).

Ser hombre sin fronteras, sin miedo a la muerte es ser también como Cristo. En Jesús se realiza el hombre pascual porque el hombre que ha vencido al pecado ha vencido también a la muerte. La muerte es frontera para el hombre, pero sólo es un tránsito para el hombre nuevo.

En Jesús podemos, pues, decir que ese hombre-total no es sólo un anuncio, un sueño, una esperanza, una promesa. En su vida podemos clamar que el hombre nuevo ya existe, que existe una «vida realizada», que existe un amor hecho vida y una vida hecha amor.

Y así es como Jesús es no sólo testigo del «realismo histórico» de unos hombres incompletos y mutilados, sino también el testigo del tercer factor: la esperanza escatológica de un hombre libre y liberado.

Jesús no oculta que aún estamos en ese período del realismo histórico. En su visión del mundo anuncia que siempre habrá ovejas y cabras (Mt 25, 31), vírgenes sabias y necias (Mt 25, 1), siervos trabajadores y holgazanes (Mt 25, 14), oyentes de la palabra de Dios y dispersadores de la misma (Mt 13, 3), buen grano y cizaña (Mt 13, 24), peces buenos y peces inservibles (Mt 13, 47).

Pero también recuerda que el hombre puede elegir, optar, apostar por la luz. Y que, para quienes hagan esta apuesta, habrá un mundo y un hombre diferente. Porque los sufrimientos de este mundo desaparecerán (Mt 11, 5), no habrá más llanto (Mc 2, 19), la muerte será vencida (Lc 20, 36) y los muertos resucitarán (Lc 11, 5). Los fundamentos de este mundo serán sacudidos. En el Reino los últimos serán los primeros (Mc 10, 31), los pequeños serán grandes (Mt 18, 4), los humildes serán los maestros (Mt 5, 5), los enfermos serán curados (Mt 11, 5), los oprimidos serán liberados. Y, ante Dios, también cambiarán las cosas: porque los pecadores serán perdonados (Mt 6, 14), los elegidos, hoy dispersos, serán reunidos (Lc 13, 39), los hijos de Dios encontrarán la casa paterna (Lc 15, 19) en la que todo hambre será saciado, toda sed será calmada y llegará el tiempo gozoso de la liberación (Lc 6, 21).

Jesús es así el profeta del hombre verdadero. El testigo vivo de que ese hombre verdadero puede empezar a nacer, ya, en cada uno de nosotros. Basta con apostar.

El cambio empieza en el corazón

Y ¿en qué zona del hombre debe comenzar esa apuesta? ¿dónde debe iniciarse ese cambio? La respuesta de Jesús no deja lugar a dudas: en el corazón de cada hombre.

Jesús reconoce que este mundo, tal y como está, no puede ser el lugar del reino (1 Cor 15, 50) y que tendrá que sufrir un cambio desde sus fundamentos. Pero añade que lo que salva es el amor y que la clave está en el propio corazón de cada persona. Porque todas las cosas malas de este mundo salen del corazón. «Del corazón del hombre salen las malas obras: fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, envidias, codicias, fraudes, la impureza, la blasfemia, la altivez, la insensatez. Todas estas maldades salen del hombre y manchan al hombre (Mc 7, 21-23).

Hay que subrayar esto porque hoy no está de moda. Hoy el planteamiento suele ser el inverso:

El moralismo de la conversión individual aparece ahora como un gran yerro histórico de los cristianos, que han dimitido masivamente de su tarea de proclamadores de una redención estructural y se han limitado a exhortar a una metanoia (conversión) individual, dejando el mal empotrado en las estructuras (J. M. González Ruiz).

El «convertíos» no se puede reducir al cambio de las personas: lo que importa son las modificaciones sociales. La conversión es el nombre cristiano de la revolución. La revolución es la conversión de las sociedades. El antiguo moralismo pensaba con cierta simplicidad en la suficiencia de las conversiones individuales. La teología actual parece saber que no hay cambio en el hombre sin transformación de la sociedad. La conversión real a un hombre nuevo pasa, como necesario trámite, por la revolución (A. Fierro).

Todo esto es verdad y no es verdad. Es cierto que «no basta» la conversión individual, pero es un tremendo error bascular hacia el exceso contrario y posponer todo esfuerzo individual con la «disculpa» de que vivimos en un mundo injusto y en unas estructuras opresoras. «El antiguo error —comenta con justicia Pikaza— no justifica el nuevo y quizá más destacado error de los que intentan trasvasar el mensaje de Jesús a unas medidas puramente socialistas.

Es cierto —y se comentará en el apartado siguiente— que un mundo injusto dificulta gravemente el cambio de las personas. Pero sería un álibi, una coartada, atribuir todo el mal a unas impersonales estructuras que serían el chivo expiatorio de todos nuestros errores personales. Habrá que subrayar y lo haremos en su momento la importancia de los pecados sociales, pero nos engañaríamos si olvidásemos que Jesús coloca como primario y fundamental el tema de la responsabilidad personal de cada hombre en ese cambio necesario.

En rigor no es muy correcto distinguir demasiado los pecados individuales y los sociales. Todo pecado es individual y social. Todo pecado implica tres factores:

Por eso la reconstrucción del hombre debe comenzar por donde comienza la herida: por el corazón que se prefiere a sí mismo. Sólo hombres transformados, transformarán el mundo. Por eso el «convertíos» de Jesús no termina en mí, pero en mí comienza o no comenzará nunca.

Jesús, liberador del hombre

Y Jesús no sólo «enseña» cómo debe ser el hombre. Ni sólo «muestra» en sí mismo qué es un hombre. Comienza ya en toda su vida a liberar al hombre de todo aquello que le impide ser hombre plenamente.

Libra al hombre de la idolatría de las cosas. Porque el hombre adorador de las cosas abdica de lo mejor de su condición de hombre, esclavizándose al dinero, al placer, a la comodidad, a la carrera, al interés. Convierte a las cosas —que son medios— en fines. Renuncia a ser hombre libre para ser esclavo y dejar de ser hombre. Así Jesús redime a Zaqueo, que sólo cuando renuncia a sus riquezas adquiere su verdadera estatura humana (Lc 19, 5). E intenta liberar —y fracasa

al joven rico que prefiere ser rico a ser libre. Porque el corazón tiene la llave por dentro y ni Cristo puede abrir un corazón que se niega a cambiar (Mt 19, 16).

Libera al hombre de la idolatría de las personas. Jesús se encuentra en su camino a muchas personas que se creen humanas, pero son esclavas. Así las mujeres que habían quedado prisioneras de un amor inmaduro e incompleto porque creían que amar era darse físicamente (Jn 8, 1; Jn 4, 1; Lc 7, 36). Jesús devolverá a estas mujeres su verdadera dignidad humana, liberándolas.

Libera al hombre de la idolatría de sí mismo. También se encuentra con personas que tienen como ideal el éxito, el imponerse a los demás, el ser los primeros en la mesa o en el mismo Reino. Jesús a todos éstos les recordará que hay que renunciar a sí mismo, que hay que perder la propia apariencia para salvar la vida para siempre (Jn 12, 25).

Salva al hombre de la idolatría de los falsos dioses. Muchos en torno a él vivían aterrados ante un Dios tirano o egocéntrico que no deseaba otra cosa que tributos y sacrificios de los hombres. Y les redescubrirá a todos el Dios del amor cuya gloria es conseguir que sus hijos alcancen la plenitud de su propia grandeza.

Liberó al hombre de todo pecado con su vida y, especialmente, con su muerte redentora. Tras el viernes santo, tras el domingo de resurrección el hombre podía empezar a ser hombre del todo. Porque él había muerto para que los hombres tuvieran vida y vida abundante (Jn 10, 10).

Verdaderamente, con Jesús empieza un capítulo nuevo en la historia del hombre. Pero es el hombre -cada hombre— quien debe apostar por ingresar o no en esa nueva humanidad.

 

IV. JESÚS ANTE LA REALIDAD SOCIAL

Subrayada ya la prioridad de la conversión del corazón, debemos dar un paso más: ¿Quiere también Jesús un cambio del mundo? ¿Valora como imprescindible, como indispensable, un cambio de estructuras que permita, o, cuando menos, facilite, a las personas el cambio del corazón?

Hoy —ya lo hemos dicho— serían muchos los cristianos que se dirigirían a Cristo para decirle: todo lo que tú anuncias de cambio de las personas es científicamente imposible en un mundo de opresión. Ni los oprimidos podrán cambiar mientras estén oprimidos, ni los ricos opresores cambiarán si no empiezan por dejar de ser ricos y opresores. Sólo el día en que se implante una igualdad económica entre los hombres podremos comenzar a hablarles de alma. Lo urgente hoy es el estómago, la cultura, la distribución de la propiedad. Cuando hayamos concluido todo eso —y sólo lo lograremos a través de la revolución— puedes tú venir al mundo para hablarnos de tu Padre celestial. De momento, de tu Reino lo que nos interesa es lo que nos ayuda a un planteamiento revolucionario. Y no te extrañe si nosotros te «utilizamos», si «adaptamos» tu predicación a nuestras ideologías: lo mismo viene haciéndose desde hace dos mil años. Los poderosos de siempre también «recortaron» tu mensaje para hacerlo digerible para ellos y adormecedor para los pequeños a quienes dominaban. No te quejes. Cállate. Permítenos seguir siendo tan hipócritas como fueron nuestros predecesores para poder creer, además, que, con esas adaptaderas estamos construyendo tu Reino.

¿Es que siempre Jesús será utilizado? ¿Es que su evangelio no podría ser no un escudo de defensa, ni una lanza de ataque sino un espejo en el que, al mirarnos, todos nos avergonzásemos?

Podríamos intentar, de momento, leer sin prejuicios los textos evangélicos. Intentar descubrir su mensaje, sin pretender que nos den la razón para nuestros planteamientos personales o de época; no tratar de «meter» en Jesús nuestras ideologías. No añadir, ni dulcificar. Afrontar sus oscuridades y sus aparentes contradicciones, sin ocultarlas ni engañarnos.

Y empezar por reconocer que nunca han sido ni son sencillas las relaciones entre progreso humano y reino de Dios.

El propio concilio Vaticano II trata con exquisita cautela la cuestión buscando el equilibrio de las palabras: Aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios (Gaudium et spes, 39).

Un paso más dan los obispos iberoamericanos en su documento de Medellín: Es el mismo Dios quien, en la plenitud de los tiempos, envía a su Hijo para que, hecho carne, venga a liberar a todos los hombres de «todas» las esclavitudes a que los tiene sujetos el pecado, el hambre, la miseria y la opresión, en una palabra, la injusticia y el odio que tienen su origen en el egoísmo humano (Justicia 52).

Pero ambos textos, como se ve, pasan al margen del problema hoy mas debatido: ¿vino Cristo a hablar del Padre, a combatir el pecado, a luchar contra las injusticias sociales, a cambiar las estructuras económicas del mundo, y puso todos estos factores en el mismo nivel de su interés? ¿O, más bien, proclamó un mensaje centralmente religioso, que, como consecuencia, haría, por sí solo y con su simple aplicación, reventar las estructuras injustas del mundo? Dicho más tajantemente: ¿Promovió el nacimiento de santos que, con la fuerza revolucionaria del amor y la fraternidad, acabaran cambiando el mundo? ¿O pensó que ni los santos, ni el amor, ni la fraternidad son realmente eficaces y prefirió darnos las leyes económicas sobre las que podría comenzar a construirse un mundo más justo en el que los santos «empezaran» a ser «posibles»?

Ante esta pregunta se dividen hoy los comentaristas. La primera de esta opciones —llamémosla «la revolucionaria»— es aceptada, con más o menos matices, por todos o casi todos los teólogos de la liberación. Por elegir el caso más extremo citemos el planteamiento de F. Belo para quien el centro del mensaje de Cristo es «materialista».

Jesús es mesías «porque» sació el hambre de la muchedumbre. Esta es la verdadera prueba de su mesianidad. Y, como quiere un mundo fraterno, acepta la inevitable lucha de clases para conseguirlo, por lo que el comunismo, como superación de toda propiedad privada, es signo de Jesús y realidad del Reino.

En una obra posterior el propio Belo dará un paso más y ya no será el comunismo sino el anarquismo, como superación de todo poder, el camino anunciado por Jesús para el Reino.

Frente a este radicalismo se sitúa la mayoría de los intérpretes que siguen fieles a un planteamiento tradicional: el mensaje de Jesús es centralmente religioso, aunque lo religioso no deja de tener graves consecuencias sociales. Jesús, así, promovería indirecta (pero verdaderamente) un cambio en el mundo. Respecto a él, sin embargo, no hay en el evangelio ni el más leve intento de reclamar para él o los suyos el derecho a organizar la economía o las estructuras sociales. Enseña que este es un campo entregado a la autonomía y la responsabilidad de los hombres y, al mismo tiempo, ataca de base algunos de los grandes conceptos humanos —la idolatría del dinero, el dominio del hombre sobre el hombre—, de los que sus seguidores deberán sacar las consecuencias que les permitan construir un mundo justo.

Pero dejemos de lado las opiniones y acerquémonos a los textos para intentar descubrir qué es lo que piensa exactamente Jesús. Dejaremos, de momento, de lado los aspectos políticos del problema y nos centraremos en los ángulos sociales del mismo.

Y empezaremos por encontrarnos con una ambivalencia.

Hablaba como un profeta

El primer dato visible es que Jesús inscribe su predicación en el estilo y la trayectoria del profetismo del antiguo testamento. Así lo entienden todos los que le rodean y le ven obrar o le oyen hablar. Lo confiesa la samaritana: Señor, veo que eres profeta (Jn 4, 19). Lo reconoce el ciego curado a quien los fariseos preguntan: ¿Qué dices tú del que te abrió los ojos? y el responde: Que es profeta (Jn 9, 17). Lo proclaman entusiasmadas las multitudes después de sus predicaciones y milagros: Glorificaban a Dios diciendo: un gran profeta se ha levantado entre nosotros (Lc 7, 16). Verdaderamente éste es el profeta que había de venir al mundo. Sus propios enemigos tratan de descalificarle como tal profeta: Investiga y verás que de Galilea no salen profetas (Jn 7, 52). Si éste fuera un profeta sabría qué mujer es la que le está tocando (Lc 7, 39). Pero la multitud sigue, terca, proclamándolo todavía el domingo de ramos. Cuando alguien pregunta quién es el que entra sobre el borriquillo, la gente contesta: Este es Jesús, el profeta (Mt 21, 11). Y si los enemigos se detienen antes de apresarle —tanto Herodes como los fariseos es porque temieron a la muchedumbre que le tenía por profeta (Mt 14, 5; 21, 46).

Ahora bien, para los judíos del tiempo de Jesús, el profeta era, al mismo tiempo, un testigo de Dios y un denunciador de las injusticias sociales. Estos dos datos son inseparables en todo el antiguo testamento. Para los profetas, la infidelidad a Dios y la injusticia con el hermano son dos realidades inseparables. Y una parte altísima de su predicación se dedica precisamente a la «teología de la denuncia», a desenmascarar diversos tipos de opresores. Este personaje, el opresor (resa en hebreo, resa'im, en plural) parece ser el objetivo central de sus denuncias. Sus atropellos al débil son, para los profetas, tan graves como la idolatría.

Este tipo humano —que tiene mil rostros en el antiguo testamento— es presentado así por J. Alonso:

Ese personaje siniestro (esos resa'im) están descritos o identificados en los salmos como «los que practican la violencia en perjuicio del débil» (Sal 11, 5; 18, 49; 25, 19); «hombres de violencia» (18, 49; 140, 5); son los que despojan al huérfano y a la viuda (Sal 10, 14-15; 82, 3-4); son los sanguinarios (5, 7); los opresores (62, 11); los despojadores (35, 10); los que practican la astucia (10, 7; 72, 14); los que dicen falsedades al prójimo y lo engañan (12, 3; 5, 7) mediante fraude y dolo (5, 7); son los que aceptan soborno (26, 10), los que no restituyen lo prestado (37, 21); son los inmisericordes (12, 1; 43, 1; 109, 16) los que practican la injusticia (37, 1). Sobre todo en los salmos hay un término muy expresivo (que recurrirá en el evangelio en boca de Jesús, cf. Mt 7, 23) que es el de «agentes de la iniquidad», «artífices de injusticia» que aparece 16 veces en el salterio y 23 en la Biblia en general.

¿Asume Jesús esta línea de denuncia mixta que recusa tanto los olvidos de Dios como las opresiones del prójimo? Es evidente que sí. Y más tarde comentaremos sus tremendas invectivas contra los ricos abusadores (Mc 10, 17) y las duras palabras que dirige a los fariseos que devoran la hacienda de las viudas, so capa de largas oraciones (todo el capítulo 23 de san Mateo) y que pagan el impuesto de la menta y del comino y descuidan lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad (Mt 23, 23).

Pero, dicho esto, no estará de más señalar que en todos los casos estas denuncias de injusticia están vistas centralmente desde el punto de vista religioso y que, más que la ófensa social propiamente dicha, se subraya lo que tienen de hipocresía, de incoherencia con la vida religiosa que se practica. E, incluso, que estos ataques parecen centrados en los fariseos que, ciertamente, no eran, en aquel momento, los grandes acaparadores de la propiedad en Israel.

Ciertas posturas reticentes

Mas, junto a esta apuesta clara por la justicia, tenemos que recordar otros textos que parecen hablar de una inhibición de Jesús —o al menos una lejanía de interés por los problemas económicos.

Es un hecho que él vivió en un mundo injusto, tan injusto o más de lo que hoy pueda ser el nuestro. En el primer tomo de esta obra se habló ya de las grandes diferencias de clases imperantes, de la acaparación de la propiedad en manos de pocos, del brutal y fraudulento sistema de impuestos, de la esclavitud aún existente, de la inicua distribución de la cultura y de la salud, de las injustas leyes en el reparto de las herencias. ¿Clamó Jesús contra todas estas estructuras o lo hizo, al menos, con tanto vigor como el que usó para denunciar el falso culto religioso, el torpe entendimiento del sábado o las hipócritas extrapolaciones y exageraciones de la ley?

La respuesta no es probablemente la que nos gustaría a los cristianos de hoy. Pero no debemos hacer decir a Jesús lo que no consta que dijera. Acerquémonos a los textos.

Jesús, que había proclamado sin rodeos que su Reino no era de este mundo (Jn 18, 36), no parece mostrar un excesivo interés por las leyes económicas que lo rigen. Recordemos la impresionante escena que narra san Lucas (12, 13-15):

Díjole uno de la gente: di a mi hermano que parta conmigo la herencia. Respondió Jesús: ¡Hombre! ¿Quién me ha nombrado a mí juez o particionero vuestro? Y añadió dirigiéndose a él y a todos los presentes: Mirad de guardaros de toda avaricia, porque aunque se tenga mucho no está la vida en la hacienda.

No podemos precisar con exactitud qué pedía a Jesús aquella persona. El derecho judío concedía al primogénito el doble de la herencia que a los demás hermanos. Y, en la práctica, muchos primogénitos se quedaban con todo y no dejaban nada a los demás hermanos. ¿Era este el caso que proponían a Jesús? Es muy probable. Y acudían a Jesús como era normal pedir a los rabinos que dictaminasen en estos casos y obligasen al primogénito a dar lo que era suyo a los demás. Se diría, pues, que lo que se pide a Cristo es una obra de justicia. Así lo garantiza la seguridad que muestra en sus palabras el peticionario. Pero Jesús casi se indigna de la petición: ¿Qué le piden a él? ¿Que se dedique a arreglar herencias, que se ponga a hacer partes entre los hombres? Para eso, parece decir, están los tribunales. Ese es el campo de la autonomía de los hombres. De él lo que se puede esperar es otra cosa: el recuerdo de que el dinero no es un absoluto y que la avaricia, del que retiene y tal vez del que pide, es algo que no sirve para la vida verdadera. A Jesús, de aquel litigio, sólo parece importarle la relación que ese problema puede tener con la salvación del alma. Ahí, sí, es tajante. Pero se desentiende de lo jurídico y social.

Este mismo deslindamiento de campos es tercamente expresado en todas las parábolas. Si las leemos con atención percibiremos que Jesús es perfectamente consciente de que en su sociedad hay muchas injusticias. Habla de ellas, alude a ellas, pero, al hacerlo, se detiene mucho menos en lo que tienen de injusticia social que en la lección de fondo religioso que hay en esos casos. Vemos algunos ejemplos:

—En la parábola del acreedor Jesús cuenta que éste tiene derecho a vender como esclavos a los deudores insolventes y a sus mujeres e hijos.

—En la parábola del señor que está de viaje vemos que éste, al regresar, hace azotar a los criados haraganes como si fueran esclavos y propiedad suya.

—En la parábola de los viñadores vemos que Jesús conoce el terrible paro que hay en la Palestina de su tiempo. Sabe que los obreros se exponen como mercancías para ser elegidos y que los amos van escogiendo —como si de animales se tratase— a los más vigorosos, mientras que los más débiles y viejos se quedan sin trabajo o para la última hora.

—En otra parábola vemos el poco interés por el trabajo que tienen muchos criados, cómo abandonan las ovejas del amo y huyen sin molestarse en defenderlas contra el lobo.

—Vemos en otras parábolas a usureros que cobran cantidades disparatadas de intereses. Vemos a administradores que hacen trampas, que malversan fondos públicos.

—Vemos historias de colonos y arrendatarios en las que, por el pago de la renta, se llega a las manos y hasta se produce sangre.

En ninguno de estos casos Jesús emite un juicio moral o hace una denuncia de estas injusticias. Las cuenta como hechos, señala que en el Reino no será así, pero parece convivir pacíficamente o tolerantemente con la injusticia de las leyes vigentes o, cuando más, se limita a criticarlas desde perspectivas claramente religiosas.

Más llamativa parece ser aún su postura ante los publicanos. Todos los datos históricos que tenemos muestran que tal vez la más grande de las injusticias en la Palestina de los tiempos de Cristo era la recaudación de impuestos. Esta era una gran herida para todos sus contemporáneos, tanto por el monto de los impuestos como por el modo de recaudarlos. Y eran los impuestos lo que esquilmaba a las clases medias y humillaba a las humildes.

Sabemos por el historiador Tácito que el año 17, viviendo Cristo, los judíos enviaron una delegación a Roma para protestar por sus sufrimientos a causa de la agravación de los tributos. Conocemos también —a través de los escritos de Filón los sistemas que usaban, en aquella época, los recaudadores. Alquilaban bandas de rufianes que exigían tan elevadas sumas que sus víctimas frecuentemente huían presa de la desesperación. Cuando acontecía esto, los recaudadores de tributos torturaban a la familia del fugitivo en potros, ruedas y otros instrumentos de tortura para que descubrieran los escondrijos del fugitivo o hicieran el pago en su lugar. El suicidio era frecuente para evitar la tortura. Y, cuando fallaban estos medios, se vendía a las víctimas y a sus familias como esclavos.

A todo esta montaña de crueldad se añade el hecho de que algunos judíos se vendían a los romanos y estaban dispuestos a colaborar con este expolio de los extranjeros contra su pueblo y lo hacían para quedarse con una parte del botín. Se entiende que sus compatriotas les considerasen los máximos criminales.

Frente a todos estos datos históricos , desconcierta el buen trato que se da a lo publicanos en el evangelio. Jesús les invita como a los demás a la conversión; la consigue en alguno de ellos —como en el caso de Zaqueo— y logra la correspondiente restitución económica de las víctimas. Pero es evidente que las denuncias de los publicanos son muchísimo menos violentas de lo que merecen y de lo que Jesús solía decir a los fariseos, que acusarán siempre a Jesús de excesiva camaradería con aquellos criminales.

¿Cómo interpretar todas estas —reales o aparentes omisiones?
Antes de emitir cualquier juicio, parece que hay que tener en cuenta una serie de datos importantes:

1. Conocemos únicamente de Jesús lo que los evangelistas nos contaron. Y no puede excluirse que éstos suavizasen un tanto la figura de Jesús en su relación con el orden público. Es un hecho que elevangelio de Marcos se escribe muy poco después de la persecución de Nerón en Roma, y es muy probable que el evangelista tuviera un gran interés en demostrar a los romanos que Jesús no fue un revoltoso ni un enemigo de la autoridad. Esto explicaría, en cierto modo, la benignidad con la que todos los romanos el propio Pilato son tratados en el evangelio. Parecidamente el evangelio de Mateo surge en plena polémica entre las primeras comunidades cristianas y los fariseos. Esto explicaría que se cargasen las tintas más de lo debido en la crítica a este último grupo. No sería, pues, incorrecto aceptar que las palabras de Jesús, en el campo social, hubieran sido más duras, pero que los evangelistas hubieran subrayado más abiertamente lo permanente del mensaje de Jesús, lo referido a todos los tiempos y lugares: los contenidos religiosos, sobre todo cuando sabían que la aplicación de esa ley de amor y fraternidad podía llegar, como consecuencia, a lo social.

2. El segundo dato que ha de tenerse en cuenta es que la separación que hoy hacemos entre lo religioso y lo social no existía en tiempos de Jesús. En este aspecto tiene razón A. Fierro cuando subraya:

En un sistema social hondamente penetrado por la tradición religiosa y en el que el orden implantado por los sacerdotes pertenece a la razón de Estado, la crítica al culto se convierte en crítica política.

Esta es una realidad que aún hoy comprobamos en todos los sistemas dictatoriales: cualquier frase evangélica centrada en la fraternidad se convierte, casi automáticamente, en crítica de las estructuras sociales.

Así, de hecho, es evidente que incluso la palabra más religiosa de Jesús fue interpretada por sus enemigos como revolucionaria y entre las acusaciones que le llevaron a la muerte estuvo la de que «revolucionaba al pueblo» con su predicación. En todo caso es claro que sus contemporáneos descubrieron que Jesús no se avenía al juego de quienes unían a lo religioso un estado de cosas y de clases ciertamente injusto.

3. En la predicación de Jesús hay un coeficiente escatológico que no debe olvidarse nunca. En toda la obra del Maestro ya desde el primer momento— hay una clara sensación de «urgencia». Jesús tiene la certeza de que su vida y su predicación van a ser cortas y, desde el primer instante, acepta que hay una tarea que harán sus sucesores. Esto le obliga tanto a no salir de los límites de Israel, como a concentrarse en lo sustancial de su mensaje, sin bajar prácticamente en nada a la casuística.

4. En cuarto y fundamental lugar habrá que destacar que Cristo tiene un «modo» muy especial de afrontar los problemas. Nunca los plantea teóricamente, nunca desciende a la «receta». Su técnica no es ni la del maestro doctrinal, ni la del demagogo que prefiere atender a lo «urgente» más que a lo «importante».

Es, pues, posible que su ataque a las realidades sociales sea radicalísimo, pero que no lo hiciera como nosotros hubiéramos preferido hacer.

Intentemos concretar cuál es este modo de exponer su mensaje en Jesús. Sintetizando mucho, lo reduciremos a los siguientes puntos:

Veamos ahora cómo aplica esta técnica a la realidad social. Jesús apuesta y elige la vida de los pobres

Jesús sabe que más que mil palabras vale un hecho. Y, por ello, en un mundo de injusticia, más que clamar contra la humillación de los pobres, elige voluntariamente el compartir la vida de los humillados. El, que fue el único ser humano que ha podido con absoluta libertad escoger la familia en que nacería, no se prepara ni la riqueza y ni siquiera un buen pasar, sino la total indigencia: una familia obrera que vive de sus manos, que «malvive» de sus manos como de hecho malvivían entonces cuantos vivían de ellas. Es más: elige una familia venida a menos. Gente de estirpe real a quienes ya nada les queda de real y son, de hecho, pobres vergonzantes y trabajadores eventuales sin propiedad alguna que se les conozca.

Del mundo obrero lo acepta todo: la inseguridad, la vivienda lóbrega, la pobreza cultural, la opresión. Acepta el nacimiento más desvalido que pueda imaginarse. La compañía de los animales, la soledad.

Elige también la persecución política. Jesús fue, literalmente, el exilado político más joven de la historia. Muchos niños de pecho han huido al destierro junto a sus padres perseguidos. Pero aquí el perseguido era el propio bebé que se ha convertido en amenaza para el poderoso. Y, en el destierro, conoce las dificultades de todo exilado en tierra extranjera: la falta de amigos, el desconocimiento de la lengua, el miedo de los cobardes que prefieren no ayudar al perseguido para no meterse en líos.

Conoce después la orfandad, el trabajar con sus manos, el tener que luchar, siendo un muchacho, para sacar adelante a su madre y a su casa. Y esta oscura pobreza no será un juego: durará treinta años.
Y la pobreza se prolongará en su vida pública. Verdaderamente
nunca tuvo dónde reclinar la cabeza.
Dormía en los descampados y comía lo que ocasionalmente encontraba o lo que le ofrecían. Su vida no tenía ese lujo brillante del «hippy» que sabe que, en cualquier momento, puede regresar a la lujosa residencia de «papá». Ni tampoco la pobreza del religioso que sabe que, a la hora de comer, tendrá quien se ocupe de su comida y, el día de mañana, de su ancianidad. El vagabundeo de Jesús era el de quien nada tiene y tampoco aspira a tenerlo. Y no hay en él ni un solo momento de preocupación por el futuro, un afán de construir o de ahorrar. Es pobre. Es decir: es libre.

Y pobre muere. No dejará otra herencia que su madre y su palabra. Su lecho mortuorio será una cruz de palo, su sepulcro será de prestado. Y hasta, antes de morir, se desprenderá de sus vestidos, repartidos o sorteados. Sus labios, en la cruz, arderán de sed y, sobre su cabeza de rey, no habrá otra corona que la de espinas, como en su mano no hay otro cetro o propiedad que unos clavos.

Puede asegurarse que en la historia ha habido millones de millones de pobres, tan pobres como él o tal vez más en lo material. Pero ninguno, ninguno, eligió con tanta libertad la pobreza, en la que sólo algunos seguidores suyos le han imitado. La historia tardía le vestirá de oro en los mosaicos y ceñirá su frente de coronas imperiales. Pero nada hubo más ajeno en su vida.

Esta fue su primera y decisiva gran respuesta al problema de la realidad social. No gastó mucho tiempo en decir palabras a los humildes. Toda su vida fue esa gran palabra.

Sus compañeros

Pero no se limitó a lo personal. También los pobres fueron sus preferidos. Y aquí su opción se hizo descarada. Pobres fueron sus padres que tuvieron que mendigar posada para su nacimiento y que en el templo pagaron el rescate de los pobres.

Pobres fueron los primeros en conocer la noticia de su nacimiento: los pastores. Pobres los elegidos para acompañarle en vida y prolongar su obra tras su muerte: los apóstoles. Se «jugó» incluso la perennidad de su obra eligiendo unos continuadores que carecían de toda cultura y de todo prestigio social. Y nunca pensó que su tarea sería más «eficaz» acudiendo a los núcleos influyentes de la sociedad. No pensó que debiera centrarse en la clase que se llama intelectual porque esta sea la guía de la sociedad por su instrucción o por su prestigio social. Escogió como primeros destinatarios de su mensaje a los humillados y analfabetos. Y pobres fueron ja casi totalidad de los beneficiados por sus milagros.

Pobre fue el lenguaje de su predicación. En ella se habla de los asuntos que a los pobres les interesan: se cuenta la historia de una mujer para la que perder una moneda es un drama tremendo o la de otra que calcula cuidadosamente la cantidad de la cara levadura que ha de poner para tres medidas de harina; se explica qué tipo de remiendos se han de usar para conservar un traje viejo y dónde hay que colocar la única lámpara que se posee para que ilumine bien la casa. A la samaritana se le ofrece, como el sueño de los sueños, el no tener que sudar cada día acarreando agua y al paralítico, tras la curación, se le dice que no deje abandonada la camilla que probablemente necesitará para poder dormir mañana.

También se habla, es cierto, de banquetes, de reyes, de amos y de administradores. Pero, en todos estos casos, se usa ese lenguaje un poco tópico con el que los pobres hablan de las cosas de los ricos, de las que no tienen experiencia. Los reyes de las parábolas de Jesús son un poco los de los cuentos soñados: disponen de cantidades fabulosas que se presentan siempre en números redondos, toman súbitas decisiones, o generosísimas, o feroces. Los amos son o bondadosísimos o malvados y los administradores son todos hábiles truhanes inteligentes y fulleros. Y Jesús, cuando habla de asuntos de dinero, parece no tener muy claras las ideas y habla de ello como quien no ha visto nunca muchos billetes juntos en su vida, mucho más que como un experto economista.

Esta es la segunda gran apuesta de Jesús. En la realidad social se coloca voluntariamente al margen, como si, en definitiva, el dinero no tuviera mucho que ver con él o con la verdadera vida.

Relativización y riesgo de la riqueza

Al señalar que Jesús «prefiere» como amigos a los pobres no estamos diciendo que «excluya» a los ricos. Jesús, enemigo de toda discriminación, no iba él a crear una más. En realidad Cristo es el primer personaje de la historia que no mide a los hombres por lo económico sino por su condición de personas.

Así, es un hecho que no faltan en su vida algunos amigos ricos con los que convive con normalidad. Si al nacer eligió a los pastores como los primeros destinatarios de la buena nueva, no rechazó, por ello, a los magos. Y si sus apóstoles eran la mayoría pescadores, no lo era Mateo, que era rico y tenía mentalidad de tal. Y Jesús no rechaza invitaciones a comer de los ricos, acepta la entrevista con Nicodemo, cuenta entre sus amigos a José de Arimatea, tiene intimidad con el dueño del cenáculo, gusta de descansar en casa de un rico, Lázaro, y, entre las mujeres que le siguen y le ayudan en su predicación figura la esposa de un funcionario de Herodes. Tampoco recusa el ser enterrado en el sepulcro de un rico.

¿Doble juego? ¿Inconsecuencia? Habrá que ir más allá de las apariencias. Aquí nos encontramos con la enseñanza central de Cristo en lo económico: la relativización del dinero. A Jesús le interesa mucho más cómo se usa lo que se tiene que cuánto se tiene y, sobre todo, le importa infinitamente más lo que se «es» que lo que se tiene.

Porque valora lo relativo de las riquezas Jesús no es un adorador romántico de la pobreza. No se puede, en nombre del evangelio —escribe Congar— canonizar de algún modo la pobreza en el sentido económico de la palabra. Y puntualiza así esta afirmación:

En las enseñanzas de Jesús no se trata de la pobreza como pura situación material. Entre el fariseo y el publicano, es más bien el publicano quien se encontraría, económicamente, en situación de posesión. El ideal no es lo que le debe faltar a uno, sino que esté libre respecto de la abundancia o de la privación y, sobre todo, que tenga en el alma esa actitud de esperanza y de deseo, de disponibilidad a la gracia, de desapropiación y de total y confiada dependencia, que es la de los «pobres de Yahvé». La pobreza material, la desnudez, la condición humillada no son más que «disposiciones» posiblemente felices, pero que podrían también crear reacciones de amargura y de envidia, de rebelión y rechazo, que serían, a su vez, tan contrarias al evangelio como la dureza de corazón, la suficiencia, la ingratitud y el orgullo del rico que se dispensara, por su riqueza, de cifrar su confianza en Dios. Se hallan, no obstante, entre la gente pobre las disposiciones de no posesión, de la acogida y de la distribución que están como naturalmente ligadas al evangelio.

Y otro dato habría que añadir aún. Y es el que señala Tresmontant:

Jesús no invita a renunciar libremente a la riqueza y a la propiedad, para desembocar finalmente en el vacío y en la nada. Recomienda la renuncia a las riquezas, con el solo fin de conseguir una riqueza infinitamente mayor. Jesús no apunta a la nada, sino al ser. Lo que él enseña no es el sacrificio por el sacrificio en sí, sino las condiciones existenciales y ontológicas para acceder a una riqueza infinitamente mayor.

Hechas estas dos puntualizaciones necesarias, podemos ya añadir, sin riesgo de ser mal interpretados, que, aunque es cierto que Jesús no hace discriminaciones económicas, es evidente que no valora lo mismo la pobreza que la riqueza.

Ser pobre, para él, no es lo mismo que ser bueno. Pero, efectivamente, en su lenguaje, el adjetivo «pobre» es casi, ya por sí solo, un elogio: es una «pobre» viuda la que es la más generosa (Mc 12, 42); es el «pobre Lázaro» el que se salva (Lc 16, 20). Y nunca oculta que lo verdaderamente novedoso e importante de su misión no es tanto «anunciar el Reino», cuanto «anunciarlo a los pobres» (Mt 11, 5; Lc 4, 18; 7, 22). 0 que el signo visible de su seguimiento es «vender los bienes y darlos a los pobres» (Mc 10, 21; Mt 19, 21). Y en sus bienaventuranzas apostará radicalmente por la felicidad de los pobres. Y aunque sea justo recordar que no sólo se refiere a la pobreza material, hay que cuidar de no engañarse con una supuesta «pobreza espiritual», sobre todo si se tiene en cuenta que de las 94 veces que se habla de pobreza en los evangelios, en 93 casos se refiere a la pobreza-pobreza y sólo en uno se refiere a la pobreza interior.

Pero aún más neto que el elogio de la pobreza es el anuncio del peligro y riesgo de las riquezas. Aquí la palabra de Jesús no se anda con rodeos. Para Jesús la riqueza no es el mal en sí, pero le falta muy poco. Prácticamente, no se puede amar a Dios y a las riquezas (Mt 6, 24. Lc 16, 13); la riqueza casi inevitablemente ahoga la palabra de Dios (Mt 13, 22); es sinónimo de «malos deseos» (Mc 4, 19), es uno de los grandes enemigos de la semilla evangélica, junto a las preocupaciones y los placeres (Le 8, 14). El que atesora riquezas es sinónimo del condenado (Le 12, 21). Cuando el buen joven no es capaz de seguir a Jesús es porque está atrapado por la «mucha riqueza» (Le 18, 23). La riqueza es «injusta» (Le 16, 19) y quienes la poseen no tienen más remedio que ser arrastrados por ella: los convidados que han comprado un campo «tienen» que ir a verlo. Y siempre hay en la palabra de Jesús una caricatura burlesca cuando habla de los ricos: visten de púrpura, se pasan el día banqueteando, son crueles y tiránicos. Por eso les será tan dificil la salvación. Hará falta un verdadero milagro de Dios para que lo consigan (Mt 19, 23; Mc 10, 25. Lc 18, 25).

¿Qué es todo esto? ¿Demagogia? ¿Lenguaje de un pobre refiriéndose a lo que no puede alcanzar?

Esta forma de oposición y de enemistad a Dios viene representada, de una forma alevosa, por Mammon, que es la propiedad terrena, la acumulación de bienes y de tesoros, en suma, toda clase de posesiones. Dios y Mammon (las riquezas) reclaman al hombre entero, cada uno por su parte. Dios quiere ser amado y servido «con todo tu corazón». Y la experiencia dice que la riqueza absorbe al hombre entero: dinero, acumulación, ganancia, codicia, encadenan al hombre, absorben sus fuerzas, dominan su vida. Cada uno de los dos amos y señores exigen en cada momento un servicio y entrega totales. Por otra parte, nadie es capaz de prestar tal servicio simultáneo a dos señores. No es posible un compromiso doble. Se exige una decisión: servir a Dios «o» servir a Mammon (V. Casas).

La crítica de Jesús a la riqueza se basa, efectivamente, en el poder totalizador de ésta. Al conocimiento radical de que «allí donde está tu tesoro está tu corazón» (Mt 6, 21). Porque la riqueza es y quiere ser señora absoluta de aquél a quien posee. Lo señala aún con mayor radicalismo Tresmontant:

En las enseñanzas de Jesús sobre las riquezas se trata de algo muy diferente a un problema social y económico. Se aborda un problema de ontología o, más exactamente, de ontogénesis. El rico se halla entorpecido por la riqueza a la que está apegado. No puede, en semejante estado, acceder a la economía de esa aventura desgarradora que es la génesis de una humanidad nueva, capacitada para participar en la vida divina. El rico está fijado en la riqueza, como el hijo en su madre. Para hacerse adulto, debe aprender a abandonar a quienes son su padre y su madre: sus riquezas.

Y esa es la razón por la que el rico tiene que «volver a nacer», por la que sólo por un milagro de Dios se salvará. En la práctica la conversión a Dios le supone una ruptura o en el tener o en el modo real de tener— con el Dios dinero. Por eso, porque rompió con el dinero, pudo convertirse Zaqueo. Por eso la conversión fue imposible al joven rico: porque siguió apegado a él.

Cuatro parábolas iluminadoras y un texto fundamental

Todo esto, que hemos venido desarrollando teóricamente, queda iluminado por cuatro parábolas que son como cuatro ejemplos prácticos para que midamos la postura de Jesús ante lo económico.

La primera es la del rico Epulón y el pobre Lázaro. El rico nos es pintado con todo lujo de detalles de depravación: vive en la ostentación, pasea soberbiamente su riqueza, es refinado en su placer, se revuelca en su materialismo, vocea su lujo sin pensar que hiere a los que le rodean.

Enfrente está el pobre, que es fuerte en el sufrimiento, paciente, lleno de esperanza, humilde. No le oímos gritar frente a los abusos del rico. Se contentaría incluso con las migajas de su mesa.

Mueren los dos y el uno se condena mientras se salva el otro. ¿Se condena el Epulón por rico? ¿Se salva Lázaro por pobre? Evidentemente no. Se condena el rico por malo y se salva Lázaro por bueno. La parábola se cuida bien de analizar la sucia riqueza del uno y la limpia pobreza del otro. Al evangelista le preocupa mucho más el problema moral que el aspecto económico del mismo.

Más iluminadora es la parábola de los talentos. Esta vez es un rey que, al partir para un viaje, distribuye sus riquezas entre sus súbditos. Y las distribuye desigualmente: a uno le da diez, a otro dos, a un tercero uno. A todos les da lo suficiente para vivir y negociar. A su regreso, el de diez ha hecho fructificar su donación y la ha doblado a veinte; el segundo ha convertido en cuatro sus dos talentos; sólo el de uno —el más pobre— no lo ha hecho fructificar. ¿Cuál es el criterio del rey, al regresar? No la cantidad que se recibió o la que finalmente se posee, sino el esfuerzo puesto para que rindiera. Y escamotearíamos el problema dando a esta parábola un sentido puramente espiritual. Hay también una interpretación material: Jesús criticará siempre la riqueza improductiva socialmente, la gastada en comer o en lujo, la no repartida. Pero también criticará la pobreza que se escucha en ser pobre y que no se esfuerza en producir lo que ha recibido.

Esta misma idea es profundizada en la parábola del convite. Los ricos invitados deciden no asistir. Tienen todos cosas más importantes que hacer que responder a la llamada de Dios. Atrapados por sus riquezas se han vuelto sordos para toda voz que no sea la de su propio egoísmo. El dueño invita entonces a todos los pobres, a los indigentes de las calles, a cojos y enfermos. Estos son inicialmente más generosos y acuden felices a la invitación. Sus almas están más abiertas. Corren al banquete. Procuran adecentarse lo más posible. Los que carecen de vestidos dignos los piden en préstamo o los toman de los que el mismo rey tiene preparados en la antesala para sus invitados. Pero hay un pobre que no se toma ese cuidado. Es pobre piensa y le han invitado como tal. ¿Por qué habría de prepararse él de manera especial para su encuentro con el Rey? Convierte su pobreza en mérito. No pone de su parte ni lo que tiene en su mano, algo tan sencillo que los demás pobres pudieron fácilmente encontrar. Y entra, orgulloso de sus harapos. Pero también él será condenado como los ricos sordos: no por ser pobre, sino por haber creído que todo estaba ya conseguido con su sola pobreza.

Una cuarta lección encierra la parábola del perdón de las ofensas. Alguien ignoramos si rico o si pobre— tiene una gran deuda con su amo: diez mil talentos. No sabemos si por mala fortuna o mala administración, los ha perdido. Es ahora un pobre que no puede pagar. Suplica al amo y éste, por pura benignidad, le perdona. Pero el perdonado, al salir, demuestra con los hechos que está apegado al poquísimo dinero que tiene: los cien denarios que le debe un compañero. Una verdadera miseria. Pero él, pobre en dinero, rico en espíritu, no perdona. Y es entonces cuando el Señor le condena. Por ser rico e inclemente en su corazón, ya que no en su dinero.

Pero nos falta aún un texto fundamental: el de la parábola del juicio final que recoge san Mateo (25, 31). En ella Jesús nos explica que Dios no juzgará por lo que tengamos o hayamos tenido mucho o poco— sino por lo que hayamos hecho, por lo que hayamos ayudado —con lo que tengamos— a los demás. Se salvará —rico o pobre— el que haya dado de comer, de beber, el que haya consolado al enfermo, el que haya tenido piedad con sus hermanos. Y se condenará el que haya negado lo que tiene, mucho o poco, a los demás.

Las claves de un pensamiento

A la luz de todo lo dicho podemos ya dibujar cuáles serían las claves de esa postura de Jesús ante la realidad social, que es bien diferente de la del economista y también de la del revolucionario político, aunque no menos de la del burgués.

1. La primera es la relativización de lo económico. Jesús no identifica riqueza con mal y pobreza con bien, pero sí señala que los riesgos de la riqueza son tan especialísimos que un rico prácticamente no podrá ser bueno si no deja de ser rico o si no se convierte en un «rico» tan especial (por generoso) que deje de ser prácticamente lo que hoy llamamos rico. También recuerda que existe una «riqueza del corazón» que acecha a todos los hombres y no sólo a los poderosos. Y también esta riqueza es un obstáculo para el reino de los cielos.

2. Jesús no establece discriminaciones entre los hombres. El es «de todos». Pero esto no impide ver que, de hecho, en su evangelio los encuentros con los pobres solían terminar bien, mientras que con los ricos frecuentemente acabaron mal (Lc 7, 36; Mc 10, 17-22; Mt 19, 24). Y tampoco puede olvidarse que Jesús en su predicación usaba una medida doble: frente al pobre y necesitado lo primero era la liberación de su problema o dolencia y sólo después venía la exigencia de conversión. Mientras que, frente al bien situado, lo primero era la exigencia de conversión y, sólo cuando esta conversión se manifestaba en obras de amor a los demás, anunciaba la salvación para aquella casa (Lc 19, 1-10). Por eso es justo Girardi cuando dice que al pobre se le ama liberándole de su miseria y al rico se le ama forzándole a reconocer en qué peligro le pone su riqueza.

3. Aunque Jesús no formula expresamente un programa de reforma social es claro que siente lo que González Faus llama horror ante las diferencias entre los hombres. Es evidente que Jesús no compartía ni podía compartir la injustísima distribución de la riqueza que era propia de su tiempo o la de hoy. Tal vez no se ha subrayado suficientemente que en la versión lucana de las Bienaventuranzas tanto éstas como las maldiciones son relativas. Es decir: Jesús no maldice la riqueza en sí, pero lo que sí maldice es una riqueza acaparada en un mundo donde hay pobres.

4. Por eso Jesús no condena sin más al rico, ni canoniza sin más al pobre. Pide a todos que se pongan al servicio de los demás. Para Jesús el verdadero valor es el servicio. El verdadero pobre es el que sirve a otros. El verdadero rico es el que no sirve a nadie. Por eso la salvación del pobre no será convertirle en rico y la del rico robarle su riqueza, sino convertir a todos en servidores, descubrir a todos la fraternidad que cada uno ha de vivir a su manera. Jesús critica la inconsecuencia religiosa. Recuerda que la idolatría del dinero es mala porque aparta de Dios, pero también lo es porque aparta del hermano. El verdadero rico es el que no «ve» al pobre, el que vive como si el pobre no existiera, el que no hace nada por remediar la pobreza del otro. La gran tarea social de Jesús está en descubrirnos a todos lo que Congar ha llamado «el sacramento del prójimo».

Por eso la Iglesia de los pobres no es una Iglesia que opta por una clase contra otra, sino una Iglesia que lucha por conseguir que todos tengan una clase de alma: un alma fraternal, un alma centrada en el servicio, un alma que tiene, como primer principio económico, el amor. Un amor que incita a construir, no a destruir. O que, en todo caso, incita a destruir únicamente nuestro propio egoísmo.

 

V. LAS OTRAS DISCRIMINACIONES

En esos cuatro libritos llamados evangelios se propone una doctrina de igualdad, de respeto al hombre, de universalismo radical, como jamás en la historia, ni antes ni después, se ha sostenido. La absoluta igualdad de todos los hombres, más allá de toda ficticia separación se funda en ellos en una constatación tan simple como invencible: todos los hombres tienen el mismo Padre, aquel padre al que Jesús nos enseñó a llamar «papaíto», abba en hebreo. Por consiguiente todos son absolutamente iguales entre sí en dignidad y derechos. Por eso se les invita a llamarse entre sí «hermanos», una palabra que, desgraciadamente, ha tomado también un tono devocional. Y sin embargo habría que pensar que el término «compañero» se refiere únicamente a la comunidad de intereses, aunque esta sea importante, mientras que la palabra «hermano» se refiere a la comunidad de paternidad y de destino. Por eso funda la solidaridad más radical.

Estas palabras de Vittorio Messori resumen otro de los grandes ejes del pensamiento de Cristo: su mensaje de igualdad y fraternidad.

Ya en el capítulo anterior señalábamos la radical oposición de Jesús a las discriminaciones sociales. Ahora tendremos que ampliar el campo: porque eran muchas otras las diferencias establecidas por las leyes o las costumbres de los judíos, bastantes de las cuales siguen imperando hoy, tal vez, incluso, multiplicadas por el paso de los siglos.

Frente a estas discriminaciones Jesús tampoco ofrece «recetas morales». Va a la raíz. Y la raíz es ese recuerdo de la paternidad de Dios. Si Dios es padre, lo es de todos. Si lo es de todos, todos somos verdaderamente hermanos.

Esta «nueva» fraternidad traída por Jesús es más honda que todas las anteriores: no niega el patriotismo, pero abre las puertas al universalismo; no niega sino que fortalece— los lazos familiares, pero descubre que hay una familia más ancha y más profunda.

A veces esta enseñanza la predica con tal radicalismo que nos desconcierta. Basta recordar aquella escena en la que una mujer entusiasmada por las palabras y obras de Jesús, prorrumpe en uno de los más hermosos piropos de la historia: Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron (Lc 11, 27). Jesús, al oírla, aunque sin duda se sintió feliz por aquel elogio dedicado a la madre que tanto quería, subió aún más arriba y replicó que aún eran más felices quienes oyen la palabra de Dios y la siguen, como queriendo recordar que el gran lazo que une a los hombres es su unión en Dios y diciendo que incluso su madre tiene un título de gloria mayor que el de haberle engendrado, el ser hija de Dios y fiel a su palabra.

El mismo mensaje repetirá cuando, durante una de sus predicaciones, alguien le anuncia que están a la puerta su madre y sus parientes (Mc 3, 31-35) y él recuerda que está naciendo una nueva parentela fundada sobre la aceptación de la paternidad de Dios, que es más honda e importante que la de la sangre.

Esta visión de igualdad lleva a Cristo a rechazar todas las discriminaciones de su tiempo. De la usada contra enfermos y leprosos ya hemos hablado. De la más terrible de todas, la referida a los pecadores, reales o legales, hablaremos en otro capítulo. Nos centraremos en este en tres enormes discriminaciones típicas de la Palestina de tiempos de Jesús: la de la mujer, la de los niños y los extranjeros.

1. Jesús y la mujer

Hoy difícilmente nos imaginamos hasta qué extremos llegó en el mundo antiguo la discriminación de la mujer. Las religiones orientales llegaban a negarle la naturaleza humana, atribuyéndole la animal. El culto de Mithra, que señoreó en todo el imperio romano en los comienzos de la difusión del cristianismo, excluía radicalmente a las mujeres. Sócrates las ignoraba completamente. Platón no encuentra sitio para ellas en su organización social e incluso sexualmente las juzga inferiores a los jovencitos. Aristóteles juzga a la mujer «defectuosa e incompleta por naturaleza». Para Eurípides es «el peor de los males». Para Aulo Gellio «un mal necesario». Según Pitágoras la mujer «fue creada del principio negativo que generó también el caos y las tinieblas, mientras que el varón surge del principio bueno que generó la luz y el orden». «Si no fuera por las mujeres, escribe Cicerón, los hombres conversarían con los dioses». Y Epicteto, el maestro del estoicismo a quien a veces, estúpidamente, se llega a comparar doctrinalmente con Jesús, coloca a la mujer en el mismo plano que las delicias del paladar. Y en la Roma de los césares el gran elogio sobre la tumba de una matrona era poder escribir: «Domi mansit, lanam fecit», permaneció en su casa, se dedicó a hilar lana.

Todo este desprecio se incrementaba al mezclarse con lo religioso entre los judíos contemporáneos de Jesús. El hebraísmo —escribe Guignebert— se nos muestra como una religión de varones. Y el propio Flusser, de la Universidad judía de Jerusalén, confiesa que aún hoy ignoramos la mayor parte de los nombres judíos femeninos, ya que los textos sagrados ofrecen muchos nombres de varón, pero pocos de mujer. En la propia lengua del antiguo testamento nos encontramos con que ciertas palabras (hasid piadoso ; saddig justo ; qados —santo—) no tienen femenino.

Todos los datos que tenemos de la época demuestran la extensión de este antifeminismo. Filón —contemporáneo de Cristo— nos cuenta que toda la vida pública, con sus discusiones y negocios, en paz y en guerra, son cosa de hombres. Conviene que la mujer quede en casa y viva en retiro.

Este separatismo estaba reflejado en las leyes imperantes: la mujer era indigna de participar en la mayoría de las fiestas religiosas, no podía estudiar la torá (de ahí su analfabetismo generalizado en un país donde no había otra cultura que la religiosa) ni participar en modo alguno en el servicio del santuario. No se aceptaba en juicio alguno el testimonio de una mujer, salvo en los problemas estrictamente familiares. Estaba obligada a un ritual permanente de purificación, especialmente en las fechas que tenían algo que ver con lo sexual (la regla o el parto).

De ahí que el nacimiento de una niña se considerase una desgracia. Rabbi Simeón ben Jochai escribe en el año 150: Todos se alegran con el nacimiento de un varón. Todos se entristecen por el de una niña. Y, un siglos después, el Rabbi Jicaq decía: Cuando viene al mundo un varón, viene la paz al mundo, trae el pan en la mano. Cuando viene una hembra, nada viene con ella.

Los propios libros sagrados partiendo sin duda de una incorrec
ta e incompleta interpretación del Génesis— favorecían estas visiones: para el Eclesiástico
es preferible la malicia de un varón que una mujer que hace beneficios, porque así como de los vestidos sale la polilla, así de la mujer la maldad femenil (42, 13).

La mujer se presenta sólo como una fuente de problemas:

Una hija es para su padre un tesoro engañoso. La preocupación por ella le roba el sueño. Si es joven, porque no se case; si casada, porque la repudien; si doncella, porque la seduzcan; si casada, no sea infiel; en casa, no vaya a quedar encinta; en la casa del marido, no quede estéril (Eclo 42, 9-11).

Todo este planteamiento se reflejaba, lógicamente, en la vida cotidiana. Así la describe Manuel Alcalá:

La mujer se consideraba como posesión del marido. Estaba obligada a las faenas domésticas, no podía salir de casa sino a lo necesario y convenientemente velada, no podía conversar a solas con ningún hombre so pena de ser considerada como indigna y hasta adúltera. Ante cualquier sospecha de infidelidad, debía someterse a la prueba de los celos (Núm 5, 12-18). En caso de poligamia, que siempre era poliginia, estaba obligada a tolerar otras mujeres y podía recibir el libelo por las razones más fútiles. Siempre se atribuía a ella la esterilidad de la pareja. La discriminación en caso de adulterio era radical.

Esta humillación llegaba en algunos campos, sobre todo los religiosos, a situaciones increíbles. Tres veces al día todo judío varón rezaba así: Bendito seas tú, Señor, porque no me has hecho gentil, mujer o esclavo. A lo que la mujer debía responder, agachada la cabeza: Bendito sea el Señor que me ha creado según su voluntad. Y el rabinismo de la época de Jesús repetía tercamente que mucho mejor sería que la ley desapareciera entre las llamas antes que ser entregada a las mujeres. Y el propio libro del Levítico, al establecer las tablas para el rescate de las personas, señala que, en dinero, una mujer vale exactamente la mitad que un varón.

Este era el mundo en que se movió Jesús. Estas las costumbres en las que fue educado. ¿Compartió más tarde, en su vida, estas discriminaciones?

La llamativa conducta de Jesús

Es un hecho incuestionable que la postura que Jesús iba a adoptar frente a la mujer llamó poderosamente la atención en su tiempo. Los evangelios reflejan cumplidamente ese asombro y hasta algunas puntas de desconcierto entre los suyos y de auténtico escándalo entre sus enemigos.

Los tres sinópticos señalan, como un hecho profundamente novedoso, el que Jesús se hiciera acompañar habitualmente, durante su predicación, por un grupo de mujeres que fueron fieles hasta el mismo calvario (Lc 8, 1-3; Mc 15, 40-41; Lc 23, 27-29). Esto era algo inconcebible para las costumbres rabínicas de la época, que prohibían tajantemente el hablar por la calle con una mujer (aunque fuera parienta), el hacerse acompañar por ellas, el ser servido por manos femeninas.

Jesús, evidentemente, no tiene en este campo el menor prejuicio. No sólo habla siempre con positivo afecto de las mujeres (con comprensión —Jn 8, 2-11—; con palabras de perdón sencillo Lc 7, 36 ; de ánimo Jn 4, 5—; de ayuda Mt 9, 18 ; de verdadera
amistad —Jn 11, 1-43; 12, 1-11; 20, 11-18) sino que no tiene el menor inconveniente en conversar con ellas en público (con la madre de Santiago y Juan —Mt 20, 20; con la samaritana —Jn 4, 1-42; con la hemorroísa Mt 9, 22; o en dejarse servir por ellas (caso de la suegra de Pedro —Mt 8, 14). No hay en sus palabras ni un átomo de misoginia, ni en sus actitudes nada de encogimiento, sino una radiante naturalidad. Y su postura desconcierta a los propios apóstoles a quienes se les abren como platos los ojos cuando le ven hablar con la samaritana: Se asombraron de que conversara con una mujer; aunque ninguno le dijo: ¿qué quieres? o ¿por qué hablas con ella? (Jn 4, 27).

Tampoco hay discriminaciones en sus milagros: Jesús cura con normalidad a varias mujeres en el evangelio (Mt 9, 22; Lc 13, 10; Mc 1, 29; Mc 5, 25). Y, llamativamente, tres de sus prodigios más espectaculares las tres resurrecciones— se hacen o por amistad
hacia las hermanas de Lázaro (Jn 12, 1-44); o por compasión hacia la viuda de Naín (Lc 7, 14); o porque se trata de una muchacha, la hija de Jairo (Mc 5, 41; Lc 8, 54).

En las parábolas de Jesús aparece un «lenguaje femenino» que es absolutamente extraño dentro del estilo de los rabinos de la época: se habla de la mujer que mezcla el fermento a la masa (Mt 13, 13), del problema de la que ha perdido una moneda (Lc 15, 8); de las diez doncellas que esperan al novio de la boda (Mt 25, 1-13); de la viuda y el juez inicuo (Lc 18, 1-5); o el reino es comparado con una parturienta (Jn 16, 21); ose habla con estima de mujeres del antiguo testamento (Mt 12, 42; Lc 4, 25). En todos los casos se habla positivamente de las mujeres, con aprecio, con elogio.

No faltan casos en los que a su trato con mujeres se añada el agravante —para los judíos enorme de hacerlo con extranjeras, malditas e idólatras para sus contemporáneos: es el caso de la samaritana (Jn 4, 1-42), o el de la sirofenicia (Mc 7, 24-30). En todos los casos se elogia su gran fe. O se contrapone su generosidad y sinceridad a la hipocresía de los fariseos (como en el ejemplo de la pobre viuda que echa en el cepillo todo lo que tiene (Lc 21, 1).

En algunas ocasiones su postura ante las mujeres llega a las zonas del escándalo, insoportable para sus compatriotas. Recordemos la escena de la pecadora que, en casa de Simón, se arroja a sus pies y se los lava con su llanto y los enjuga con su cabellera. Aceptar este gesto de una prostituta era algo inconcebible para cuantos le rodeaban, ya que tal actitud era, para ellos, de una expresión inevitablemente erótica, pues no podían enteder que aquella mujer no supiera expresar de otro modo su profundo agradecimiento al Maestro que la había curado de sus demonios interiores. El escándalo de los fariseos era, realmente, inevitable. Y ya siempre le acusarán de mezclarse con publicanos y prostitutas, sobre todo cuando Jesús se atreva a decir que ellas y ellos precederán a los demás en el reino de los cielos (Mt 21, 31). Aún hoy, veinte siglos después, hay cristianos que no terminan de «perdonarle» a Cristo esa frase.

Más aún les extrañará la defensa por parte de Jesús de la mujer sorprendida en flagrante adulterio (Jn 8, 2-11). Jesús que, naturalmente, reconoce que la mujer ha pecado y la trata como pecadora (por eso perdona sus pecados), lo que no tolera es ni la discriminación de quienes, en el adulterio, sólo veían el pecado de la mujer, ni el bárbaro castigo del apedreamiento de los que se atribuían una sentencia que sólo corresponde a Dios. Jesús ama toda vida, ama doblemente la de esta pecadora. Y la defiende con riesgo de la propia, ya que, al hacerlo, viola claramente un precepto legal.

Pero lo realmente llamativo es la amistad, la profunda amistad, que Jesús experimenta y muestra hacia varias mujeres. Aún hoy se tiende a camuflar esa amistad por cristianos que no saben distinguir la profundidad que puede adquirir un sentimiento afectivo sin mezclarse con una relación sexual.

Jesús, que en su vida practicó el celibato profético —de ello hablaremos en otro lugar— no tuvo inconveniente en acercarse con profunda amistad humana a varias mujeres. No nos es fácil determinar esta amistad, dado que los evangelios son siempre tan parcos a la hora de informar sobre sentimientos íntimos. Pero es evidente que lo que siente María Magdalena hacia Jesús es una forma de enamoramiento (purísimo, pero enamoramiento, entrega apasionada del corazón) y que Jesús «quiere» profundamente a las hermanas de Lázaro. San Juan no rehusa decir que Jesús «amaba» a Marta y María (Jn 11, 5) y cuenta cómo el Maestro lloró al ver llorar a María (Jn 11, 33).

No me detendré aquí ni un segundo en descalificar las interpretaciones —que hoy no acepta ni un solo exegeta serio, ni creyente, ni incrédulo— que ven turbiedades en estas relaciones. La turbiedad está en sus ojos. En los de cuantos no logran entender hasta qué punto, en un hombre adulto y maduro, puede haber, respecto a una mujer, un hondísimo afecto que nada tenga que ver con la carne. Jesús es profunda y radicalmente hombre. Una ausencia total de esta limpia afectividad le convertiría en un reprimido o un ser espiritualmente mutilado.

Pero hay un momento en que la audacia de Jesús es mayor, teológicamente mayor. Me refiero al papel jugado por María Magdalena y las demás mujeres después de la resurrección. Para Jesús sus discípulos iban a ser, ante todo, los testigos de su resurrección. Así lo entenderán los apóstoles que, en su primera predicación, presentarán, como el principal de sus méritos, el de ser testigos de esa resurrección del Maestro.

Pues bien, en una civilización que negaba totalmente a la mujer el papel de testigo en cualquier juicio o comprobación, Jesús aceptará a varias mujeres como primeros testigos del hecho que vertebra toda su vida. Y no sólo testigos casuales, sino personas elegidas para testificar, oficialmente encargadas por el propio Jesús de testificar. Han ido ellas al sepulcro para una función puramente material, embalsamar el cuerpo del difunto (Mt 28, 1-2; Mc 16, 1-2; Lc 24, 10), e, inesperadamente, se encontrarán encargadas de transmitir la gran noticia a los apóstoles y al propio Pedro (Mt 28, 7; Mc 16, 7; Lc 24, 10; Jn 20, 1). Los cuatro evangelistas parecen haberse puesto de acuerdo para documentar todos ellos este dato trascendental que coloca a varias mujeres, y especialmente a la Magdalena, en la primera fila del testimonio apostólico. Aquí asistimos a un giro histórico en el papel religioso de la mujer. Aquí se hace verdadero lo que más tarde formularía san Pablo:

Una vez llegados a la fe, ya no estamos sometidos a la ley, pues, por la adhesión a Cristo Jesús, sois todos hijos de Dios. Porque todos, al bautizaros, vinculándoos a Cristo, os revestisteis de Cristo. Ya no hay más judío, ni griego, esclavo ni libre, varón o hembra, pues vosotros hacéis todos uno, mediante Cristo Jesús (Gál 3, 25-29).

Pero ahora nos sale al paso, inevitablemente, una pregunta: si, para Jesús, en lo humano y en lo religioso, lo mismo vale el varón que la mujer, si el uno y la otra son idénticos ciudadanos del Reino, si una mujer puede ser el primer testigo de su resurrección ¿por qué no eligió mujeres para el grupo de sus doce?

No es éste el lugar para resolver este problema teológico en su fondo. Pero sí el de señalar un hecho incuestionable: Jesús eligió exclusivamente varones. ¿Por qué lo hizo? Ciertamente no porque pensara que éstos «valían» más que las mujeres; no por un «tabú» antifeminista. Tampoco porque los varones sean «dignos» del sacerdocio y las mujeres no. El sacerdocio es un puro don, del que nadie —ni varón, ni mujer— es digno. ¿Lo hizo, entonces, por adaptarse a las costumbres sociorreligiosas de su tiempo, dejando al futuro de la Iglesia la posibilidad de otro planteamiento, cuando estas costumbres evolucionasen? Esto es lo que piensan hoy algunos teólogos. Mas no es ese el pensamiento de la Iglesia, nunca lo ha sido a lo largo de los siglos.

Evidentemente, en un tema como este, la Iglesia debe atenerse a lo que realmente hizo Jesús, no a nuestras interpretaciones, que para entrar en el juego de la seriedad tendrían que demostrar eso que suponen: que Jesús lo hizo por razones de adaptación a su tiempo. No es imposible. Pero no será fácil demostrarlo, si se piensa que Jesús rompió con todas las costumbres de su tiempo que quiso y, sobre todo, si se recuerda que precisamente en el tema del papel de la mujer fue donde más tabúes rompió. ¿Cómo probar que, si no dio ese otro paso de elegirlas para su sacerdocio,sólo en este punto se doblegó a las costumbres? En todo caso, es evidente que la Iglesia debe atenerse a lavoluntad Júndante de Jesús. Para modificar una postura como la tomada por él en este campo, no basta con suponer esto o aquello. Lo demás lo dirá el futuro de la fe y la investigación.

Pero ¿no es esto una discriminación? ¿No será más bien un reparto de funciones? Jesús se opone a la discriminación injusta, pero no forzosamente a toda diferencia.

Para comprenderlo bastará dar un último paso. Es evidente que el papel sacerdotal es importante en la vida de la comunidad que sigue a Cristo. Pero no es el único. Ni el más importante.

Baste pensar que el papel primario, original, ultimísimo, en el reino de los cielos fue el concedido a su madre, María. Es ella la gran madre. La madre de la persona que encarnó ese Reino. La madre de cuantos después formarán parte de él. Ahora bien ¿tendrían derecho los varones de sentirse discriminados por el hecho —evidente— de haber sido totalmente excluidos de una participación activa en el engendramiento de Jesús? En María se da a la mujer el puesto decisivo, el más próximo al corazón de Cristo, el más «efectivo» en el origen de su obra. En María se sigue dando hoy a toda mujer creyente ese papel —ahora sí, compartido también por el varón— de engendradora en la fe, de madre del Cuerpo místico. Y sería terrible que, mientras se añora una determinada función, que es una más, aún siendo altísima, en el reino de Jesús, se olvidara esta puerta de la fe que Jesús abrió radical y descaradamente a todos: varones y mujeres.

2. Jesús y los niños

Y, de nuevo, la paradoja: este Jesús, radicalmente viril, es, en realidad, un apasionado de los niños; viviendo en una época que ponía la perfección en la ancianidad y despreciaba la infancia, se atrevió a poner a los pequeños como modelos; él, que no quiso tener hijos de su carne, disponía de infinitos ríos de ternura interior; y repartió —¿cómo explicarlo?— su amor simultáneamente entre los pecadores y los niños.

Papini lo ha dicho con verdadera, aunque cruel, paradoja:

Jesús, a quien nadie llamó padre, sintióse especialmente atraído por los niños y los pecadores. La inocencia y la caída eran, para él, prendas de salvación: la inocencia, porque no ha menester limpieza alguna; la abyección, porque siente más agudamente la necesidad de limpiarse. La gente de en medio está más en peligro: está medio corrompida y medio intacta; los hombres que están infectos por dentro y quieren parecer cándidos y justos; los que han perdido en la niñez la limpieza nativa y no son capaces de sentir el hedor de la putrefacción interna.

Jesús, también en esto, es un radical. Todo, menos un defensor de que la virtud está en el medio; todo, menos esa cansada sensatez que con frecuencia llamamos hombría y madurez.

Vivió en uno de los siglos que más han despreciado la infancia. Ya lo hemos señalado en otro lugar de esta obra. Los niños eran «tolerados» por la simple esperanza de que llegarían a mayores. No era contados como personas. Su presencia nada significaba en las sinagogas, ni en parte alguna. La virtud sumaba tanto como el número de años. Y el simple llegar a viejo ya era la cima de los méritos. Conversar con un niño era tirar las palabras. Cuando veamos a los apóstoles apartando de su Maestro a los críos entenderemos que no hacían sino lo que hubiera hecho cualquier otro judío de la época. La demagogia de los líderes que hoy se fotografian besando o acariciando niños es una hipocresía que los fariseos no habían llegado a aprender.

Pero Jesús, una vez más, rompería con su época. Volvería su mundo del revés. Donde prevalecía la astucia, entronizaría la sencillez; donde mandaba la fuerza, ensalzaría la debilidad; en un mundo de viejos, pediría a los suyos que volvieran a ser niños.

Y este no es un detalle que aparezca en un rincón del evangelio. Lo invade todo entero. Un buen olfato cristiano descubre en todas y cada una de sus páginas ese misterioso sabor de infancia.

Los verdaderos inteligentes

Jesús conoce a los niños, sabe cuáles son sus juegos y sus gracias. Y habla de ellos con alegría. En Mt 11, 16 nos cuenta la parábola de los chiquillos que tocan la flauta a sus amigos y que juegan a imaginarios llantos.

Jesús valora a los niños. Es su oración la que, para él, es cotizada: de la boca de los pequeños sale la alabanza que agrada a Dios (Mt 21, 16). Además, ellos son los que saben, ellos son los inteligentes, porque es a ellos, a los párvulos y no a los sabios, a quienes Dios ha entregado su palabra (Mt 11, 25).

Jesús les quiere. Sólo dos veces encontraremos en los evangelios la palabra «caricias» aplicada a Jesús. Y las dos veces serán caricias dirigidas a los niños (Mc 9, 35-36; Mt 18, 1-5). Les «abrazaba» dice uno de los evangelistas, describiendo una efusión que nunca vimos en Jesús ni referida a su madre siquiera.

Y los niños le quieren. Corrían hacia él. Y es misterioso que este Jesús un tanto adusto ante los lazos familiares, al que encontramos no pocas veces tenso ante sus apóstoles, sea «olfateado» tan positivamente por los niños. Ellos tienen en esto un sexto sentido, y jamás correrían hacia alguien en quien no percibieran esa misteriosa electricidad que es el amor.

Jesús se preocupa seriamente por ellos. Reprende a quienes les mirasen con desprecio (Mt 18, 10); señala, sobre todo, los más duros castigos para quien escandalizare a un niño: Al que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le hundieran en el fondo del mar (Mt 18, 6). Y hasta nos ofrece una misteriosa razón de esta especial preocupación de Dios por ellos: Porque, en verdad os digo que sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de mi Padre que está en los cielos. Hay, pues, para Jesús, una relación muy estrecha entre niños y ángeles. Y ángeles muy privilegiados, que tienen la fortuna de estar siempre en la misma sala del rey. Esta presencia es como el recuerdo permanente que Dios tiene de los niños. Tal vez por eso añade que es voluntad de vuestro Padre que no se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos (Mt 18, 14).

Jesús, un niño

Pero aún no hemos entrado en el verdadero misterio de esa predilección. Jesús no es que ame a los niños, es que les presenta como parte suya, como otros él mismo. El que por mí recibiere a un niño como éste, a mí me recibe (Mt 18, 5) dice en una frase misteriosa. Frase que se ahonda aún más en la versión de Marcos: Quien recibe a uno de estos pequeños en mi nombre, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, no es a mí a quien recibe, sino al que me ha enviado (9, 37). ¿Qué unión es ésta? Jesús se confiesa niño, sin el menor recato.

Hay, evidentemente, en Jesús ese enorme misterio de una infancia permanente. Ha sido, en rigor, el único personaje de la historia que llegó a la plena madurez sin dejar de ser niño. La pureza, la limpieza de su alma, la ausencia de ambición y egoísmo, le constituyen en un niño «vestido de treinta años», en el único hombre «pertinaz en la infancia». Debió de ser esa luz infantil de sus ojos la que desconcertó a Pilato y enfureció a Herodes.

Por eso Jesús se atreverá a pedir a todos el supremo disparate de permanecer Fieles a su infancia, de seguir siendo niños, o mejor: de volver a ser niños, de «hacerse» niños.

Llamando a sí a un niño, le puso en medio de sus discípulos y dijo: en verdad os digo que, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare como un niño de éstos, ése será el más grande en el reino de los cielos (18, 2-5).

No puede decirse más claro, no puede expresarse más tajantemente. A Nicodemo le pedía regresar al seno materno, a los apóstoles les pone como condición de su reino un regreso a la infancia. ¿Tiene Jesús miedo a la vida? ¿Pide a los suyos que huyan de la realidad para replegarse en un infantilismo?

Digamos, por de pronto, que Jesús no habla de una infancia cronológica. No puede regresarse al seno materno, no puede el hombre atarse a sus seis años. Jesús no habla de una infancia que esté «detrás» sino «delante». No habla de «volver a aquella infancia», sino de «construir» una infancia.

Tenemos que plantearnos aquí algunas de las preguntas más radicales de la vida humana: el hombre, al avanzar por los años ¿crece o decrece? ¿avanza o se pudre? ¿conquista o va abandonando? Para Papini el hombre, al crecer, se corrompe, se enorgullece, aprende la horrible voluptuosidad del odio. Se aleja cada día más del paraíso, es cada vez menos capaz de volverlo a hallar.

Quitémosle a esa paradoja su generalización y nos encontraremos con una amarga y hermosa verdad. Porque esto que llamamos «vida» no es con frecuencia sino decaimiento y pérdida; y eso que llamamos «experiencia» es muchas veces una forma de mutilación.

Peguy lo explicó en un bello poema:

Decís que acrecentáis vuestra experiencia
pero lo que hacéis es ir descendiendo y disminuyendo y perdiendo cada día.

Como por una pendiente vais ajándoos y envejeciendo
y jamás volveréis a remontaros por esa pendiente por la que os deslizáis.

Lo que vosotros llamáis experiencia, dice Dios,
yo lo llamo desgaste y disminución y pérdida de esperanza,
yo lo llamo desgaste pretencioso y pérdida de la inocencia,
una constante degradación.

Porque es la inocencia la que está llena
y la experiencia la que está vacía;
la inocencia quien gana y la experiencia quien pierde;
la inocencia la que es joven y la experiencia la que es vieja;
la inocencia la que cree y la experiencia la que es una descreída;
la inocencia la que sabe y la experiencia la que ignora.

El niño es el que está lleno y el hombre el que está vacío,
vacío como una calabaza vacía o como un tonel.

Se manda a los niños a la escuela, dice Dios,
pero pienso yo que es para que olviden lo poco que saben.
Estaría mucho mejor enviar a la escuela a los padres
porque son ellos los que la necesitan,
siempre, naturalmente, que fuera yo el maestro de esa escuela
y que fuera simplemente una escuela de hombres.

Se cree por ahí que los niños no saben nada
y que los padres y las personas mayores saben algo,
pero os aseguro que la verdad es todo lo contrario:
son los niños los que lo saben todo.

Porque tienen la inocencia primera que lo es todo.
Feliz, dice Dios, el que siga siendo como un niño
y guarde la inocencia primera.

Mi Hijo, Jesús, se lo dijo a los hombres
sin ninguna clase de rodeos ni atenuantes
porque hablaba claro y firmemente:

Feliz no solamente el que siga siendo como un niño,
sino, exactamente, feliz el que es niño,
el que ha permanecido siendo niño,
exacta y precisamente el niño que ha sido,
puesto que justamente se ha concedido a todo hombre
el haber sido niño de pecho, esta bendición, esta gracia única.

El reino de los cielos no será sino de ellos.

Inocencia, no infantilismo

¿Estamos invitando al infantilismo? Tendremos que detenernos aquí porque hay muchas trampas en torno a la palabra «inocencia». Pero, antes, citemos todavía otro texto que aún puede resultar más aclarador. Es del doctor Schweitzer y dice así:

Lo que comúnmente nos hemos acostumbrado a ver como madurez en el hombre es, en realidad, una resignada sensatez. Uno se va adaptando al modelo impuesto por los demás, al ir renunciando poco a poco a las verdades y convicciones que le fueron más caras en la juventud. Uno creía en la victoria de la verdad, pero ya no cree. Uno creía en el hombre, péro ya no cree. Uno creía en el bien, y ahora no cree. Uno luchaba por la justicia y ha cesado de luchar por ella. Uno confiaba en el poder de la bondad y del espíritu pacífico, pero ya no confía. Era capaz de entusiasmos, ya no lo es. Para poder navegar mejor entre los peligros y las tormentas de la vida, se ha visto obligado a aligerar su embarcación. Y ha arrojado una cantidad de bienes que no le parecían indispensables. Pero eran, justamente, sus provisiones y su reserva de agua. Ahora navega, sin duda, con mayor agilidad, pero se muere de hambre y de sed.

Creo que, tras esta cita, ya podemos comentar, sin temor a confusiones, a qué llamaba Jesús «hacerse niños», a qué llamaron los santos y llamamos nosotros «infancia espiritual».

Porque hay el peligro de presentar la infancia como un paraíso perdido en el que todo fuese perfecto, ver a los niños con ojos románticos como si en sus almas no anidase también el pecado, creer que cuando se elogia la infancia se exalta el infantilismo.

Por de pronto, no estamos confundiendo la infancia espiritual con la pura gracia natural de los niños. Su sonrisa encantadora, sus «ocurrencias», son, sí, un tesoro. Pero no tan grande como para justificar el que Jesús les ponga de modelo.

Tampoco confundimos inocencia con la simple ignorancia y menos con esa inocencia que reducimos a la ignorancia de lo sexual y que, en no pocos casos, tiene bastante que ver con la estupidez.

Ni es la infancia una forma de vivir en la que se elija sólo lo dulce de la vida. El que excluye sistemáticamente la cruz y la lucha, el que aspira a una vida de confitería, no es un niño, sino un egoísta.

Ni es la infancia una simple euforia, un optimismo barato, o, menos, la ceguera de quienes tratan de engañarse a sí mismos como si el mal no existiera. Los que, aterrados de la vida, corren a refugiarse en el claustro materno no es que sean niños, es, simplemente, que no se atreven a ser hombres.

Desgraciadamente la infancia ha sido suplantada demasiadas veces por caricaturas de estos tipos. Y, como señala con precisión Cabodevilla, casi siempre se ha visto confinada en el campo de la mera sensibilidad.

La infancia que Jesús propone como modélica es más, mucho más. Es, por de pronto, una determinada actitud positiva ante el problema del reino de los cielos. Para él, ser niño es ser más, no ser menos.

Cuatro características señala el mismo Cabodevilla como típicas de esta infancia espiritual: apertura de espíritu, sencillez, primacía del amor y sentimiento filial de la vida.

Por de pronto, apertura a ese reino de los cielos que Jesús anuncia. El hombre que a sí mismo se llama adulto, está construido de prejuicios y reservas, duda antes de entregarse, pide garantías, le exige a Dios el pasaporte. Hay en esta exigencia algo razonable: no desea confundir a Dios con una ilusión, no quiere confundir su palabra con la de cualquier charlatán. Pero, poco a poco, ese control se va convirtiendo en más importante que la verdad que verifica, la palabra de Dios va siendo confundida con la del egoísta charlatán que todos llevamos dentro. Pronto Dios está hecho a imagen y semejanza de aquel que le hace el «favor» de creer en él.

El niño no es así. El que vuelve a ser niño es aquel que conservando todo cuanto de meritorio hay en sus laboriosos pensamientos, sabe desprenderse de esos esquemas con que una cultura excesivamente humana y engreída ha estrechado su espíritu, y se abre de nuevo a la acción del Dios vivo, a sus palabras de verdad y de vida.

Infancia espiritual es, después, sencillez. O, si se prefiere, humildad. El niño puede ser orgulloso, pero su conciencia le vierte constantemente hacia el exterior. Es pequeño y se sabe pequeño, se acepta pequeño.

Escribe Cabodevilla:

Todos los niños son iguales, los pobres y los ricos: sólo desean el alimento y un espejuelo que brilla, o cualquier nadería que mete ruido. Para ellos tampoco existe la diferencia entre personas encumbradas y personas de baja condición: a todos tratan por igual, con imparcialidad admirativa o desdeñosa. Los niños no son sensibles al ridículo, que tantas empresas paraliza, ni a esos vanos temores que la soberbia engendra. El niño cae, pero no se hace daño; es demasiado pequeño, está muy cerca del suelo.

La tercera condición es esa que hemos llamado «primacía del amor». Es el egoísmo el que nos hace descubrir que todos pueden equivocarse menos nosotros. El egoísmo el que nos descubre que es mejor no creer en nadie para no ser decepcionado. El egoísmo quien nos convence de que la bondad no existe, de que el amor es imposible, de que el bien es una lotería a la que no vale la pena jugar. Sólo el niño se atreve a pensar que amar es más importante que conseguir un fruto, más importante aún que ser amado; sólo el verdadero niño se atreve a tender la mano antes de pensar en el precio que le pagarán por ello.

Y este amor infantil es, ante todo, amor de hijo. El verdadero niño sólo existe en cuanto que sabe que su padre existe y en cuanto confía en él. No hay niño sin padre, no hay niño sin confianza. El niño es fuerte porque sabe que su padre lo es y que no le fallará. Es fuerte porque se sabe débil y porque no cuenta demasiado con sus fuerzas. En cualquier momento llamará a su padre para que le defienda y su padre vendrá y todo estará resuelto.

Son estos los niños que Dios quiere para su Reino. Niños de siete, de treinta, de sesenta, de noventa años, pero niños, niños, niños. A la puerta del Reino habrá que dejar no sólo las riquezas y los honores, sino hasta la misma «honorabilidad» y madurez. El purgatorio será probablemente la gran tarea de los ángeles, no para ponernos méritos, sino para quitarnos emplastos. La puerta del cielo es estrecha. El problema no será lo que nos falte, sino lo mucho que nos sobrará. Y ¡ay de quienes ese día no encontremos, entre los vericuetos de nuestras importantes vidas, al niño que un día fuimos!

3. Jesús y los judíos y gentiles

Pero tal vez la mayor de las discriminaciones que vivían los contemporáneos de Jesús era la radical separación entre judíos y gentiles. ¿Aceptó o toleró Jesús esa discriminación? ¿Participó de la mentalidad que descalificaba para todo al extranjero? ¿Fue Jesús un verdadero patriota, un nacionalista, un universalista?

Habrá que empezar por revisar las relaciones de Jesús con su propio pueblo porque dos mil años de incomprensiones entre judíos y cristianos han falsificado sustancialmente este problema. Es realmente asombroso pensar que, aún hoy, Jesús siga siendo para los judíos —como ha escrito Geza Vermes— «el apóstata y el espantajo de la tradición popular judía» y que, por otro lado, para los cristianos, el pueblo judío visto, en su conjunto, siga siendo considerado «traidor y asesino» de Jesús. Los dos hechos son histórica y teológicamente disparatados. Hoy todos los datos objetivos obligan a reconocer que Jesús estuvo más cerca de la tradición judía y amó a su pueblo mucho más apasionadamente de cuanto puede imaginarse. Y, por otra parte, es también cierto que, en el pueblo judío —en cantidad y sobre todo en calidad—, fueron muchos más los que amaron y comprendieron a Jesús que los que le persiguieron.

Efectivamente, hoy no puede decirse ya que «el pueblo judío» no reconoció en Jesús al Mesías que esperaba. Fueron muchos los hebreos que le reconocieron como tal y a ese mesianismo se entregaron apasionadamente. Todos los primeros apóstoles, todos los primeros seguidores de Jesús fueron hebreos. Saulo, el gran difusor del cristianismo por el mundo, se vanagloriaba con razón de ser un circuncidado, de la estirpe de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo e hijo de hebreos. Hoy nadie duda que el primer crecimiento del cristianismo se hizo gracias a las pequeñas colonias de judíos que vivían esparcidas por el mundo. La propia Iglesia de Roma, la Iglesia centro de la cristiandad, surge de los millares de hebreos llevados por Pompeyo como esclavos. Hacia el año 250, un escritor cristiano, Orígenes, calcula ya que hay en el mundo más de ciento cincuenta mil judíos cristianos.

Es cierto: el fenómeno del judeocristianismo —comenta Messori— es ignorado casi completamente por los no especialistas. Sólo ahora comienza a ser estudiado a fondo. Y esto es el resultado del antisemitismo de los cristianos de cultura occidental, a quienes les resultaba cómodo esconder la realidad de sus orígenes.

Que aún hoy persistan rastros de antisemitismo es una vergüenza para la cristiandad, como lo es que aún haya cristianos a quienes parece resultarles embarazoso el reconocer que Jesús era judío. Incluso, casi en nuestros días, el nazismo intentó arrancar a Jesús de su pueblo, reavivando la vieja fábula de que fuera hijo de un centurión romano, un «ario», en definitiva. Pero hubiera bastado —como dice Karl Barth— este antisemitismo del nazismo para comprender hasta qué punto era también anticristiano. Porque es literalmente exacto lo que afirma Julien Green: No es posible golpear a un judío sin golpear, al mismo tiempo, a aquél que es el hombre por excelencia y, a la vez, la flor de Israel.

Y, en cuanto al propio Jesús ¿se sintió hebreo, amó verdaderamente a su patria judía? Basta asomarse al evangelio para descubrir que, en lo cultural, es judío y sólo judío. Vive empapado por la tradición y el pensamiento de su pueblo, se siente a gusto en sus costumbres y modos de ser, ama apasionadamente a sus compatriotas. También en lo religioso se han exagerado más de lo debido las cuestiones en las que él se separó de su pueblo. Y se ha olvidado, sobre todo, que cuando en algo discrepó de los suyos no lo hizo por ruptura, sino por superación. El no quiso abolir la ley, sino completarla. No condenó los planteamientos de los suyos, chocó porque no se cumplían adecuadamente en la realidad. La costumbre del evangelio de san Juan de llamar «los judíos» al grupo de fariseos que chocó con Jesús, ha hecho, con demasiada frecuencia, que el repudio de Jesús a un grupo concreto se refiera a todo un pueblo y a toda una tradición que Jesús veneró más de lo que imaginamos. Todos los estudios recientes lejana ya la vieja polémica vienen a confirmarlo.

Y no podemos dudar del apasionado amor afectivo de Jesús a su tierra. Galilea era la patria de su corazón, Jerusalén era el eje de su alma. Basta recordar el llanto que le conmueve (Lc 19, 41) cuando, al ver desde el Monte de los olivos la ciudad, presiente cómo será destruida. O recordar la tristeza que le produce el no haber sido aceptado por todos los suyos: Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados. ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a los polluelos bajo las alas y no quisiste (Mt 23, 37; Lc 13, 34). Hay en la voz de Jesús el dolor de una madre incomprendida por parte de sus hijos. Y todas sus dramáticas profecías sobre el futuro de «su» ciudad y «su» pueblo (Mt 21, 43; Lc 21, 20) trasmiten un temblor que obliga a pensar que el mayor de los dolores humanos vivido por Jesús fue precisamente ese.

Pero este «patriotismo» de Jesús ¿le llevaba a los extremos nacionalistas con que solían vivirlo sus compatriotas?

Aquí debemos comenzar reconociendo que el nacionalismo típico de los judíos era muy distinto —y mucho más comprensible— que otros puramente políticos. El pueblo de Israel se sentía —con razón—poseído de una vocación muy especial: era el pueblo de la promesa, elegido para llevar a cabo una vocación muy propia y exclusiva. Se entiende, por ello, que toda su teología —que invadía su vida social y política— se centrara sobre la distinción entre «Israel» y «las naciones». Los judíos no ignoran su parentesco humano con los demás pueblos de la tierra, pero son también testigos históricos de dos hechos: el primero —forzado por su situación geográfica, en medio del cascanueces de los grandes imperios de la época— es su historia de pueblo permanentemente invadido por unos o por otros: egipcios, persas, babilonios, griegos, romanos fueron, durante siglos, los sucesivos coartadores de su independencia nacional. Mas a ello se añadía un segundo factor: esas invasiones llevaban consigo la infiltración de la idolatría, la falsificación unas veces por seducción, otras por tiranía de su misión espiritual en la historia. Que este pueblo viviera a la defensiva, cerrado al paganismo, era absolutamente inevitable. Y bastaba poco para que todos terminaran haciendo suyos los tópicos que convertían al extranjero en la suma de todos los males. Y, por el contrario, para que se identificase «la estirpe de Abrahán» con la perfección absoluta.

En el evangelio se luchará contra estas generalizaciones. Juan Bautista recordará a sus contemporáneos que no basta con decir tenemos a Abrahán por padre (Mt 3, 9), que es necesaria la conversión personal porque Dios puede hacer surgir hijos de Abrahán de estas piedras. Y el propio Jesús señalará a los fariseos que no basta con ser hijos de Abrahán para considerarse libres y salvados (Jn 8, 33), pues el reino de los cielos es una patria más abarcadora. Lo mismo que varias veces recordará que los lazos de la sangre no son los decisivos para valorar a los hombres (Lc 14, 25; Mt 10, 37).

Pero ¿no participó de algún modo Jesús en esa tensión distanciadora hacia los extranjeros? Pensemos que Cristo no habría sido plenamente hombre si en algo no hubiera participado de la mentalidad y las reacciones de su pueblo. Y no hay inconveniente alguno en aceptar que, en este punto, hubo en Jesús una clara evolución del nacionalismo un tanto estrecho hacia un universalismo más completo.

Efectivamente, en un principio vemos que Jesús, por un lado, tiene una visión un tanto caricaturesca del «extranjero», y, por otro, que, al principio de su predicación, considera ésta exclusivamente destinada para los hijos de Israel.

Por eso no exagera el judío Flusser al afirmar que Jesús no tenía mucha estima para los no judíos, las «naciones»: los ve únicamente obsesionados por el dinero, sin pensar que no vivirán mañana (Mt 6, 32-34); hacen unas oraciones rutinarias, creyéndose que cuanto más hablen mejor les entenderán los dioses (Mt 6, 7); no conocen el mandamiento del amor al prójimo y reservan sus saludos para sus amigos (Mt 5, 47); tienen unos gobiernos que oprimen y aplastan a sus súbditos (Mt 20, 24).

Tampoco hay que olvidar que este nacionalismo era aún más exacerbado entre los galileos. Y puede aceptarse la afirmación de Geza Vermes que sugiere que quizá la patriotería galilea fuese responsable de la aparente antipatía de Jesús hacia los gentiles. Galilea era, efectivamente, en tiempos de Cristo la zona de Israel más infectada de helenismo. Y esto hacía que los galileos se encerraran más y vivieran tan a la defensiva que ni pisaban siquiera en las ciudades pobladas por los gentiles. Por eso llama la atención de que en la narración de los evangelios ni se citen siquiera las que eran, de hecho, las ciudades más grandes, bellas y pobladas de Galilea. No se cita Séforis, aunque estaba situada a sólo seis kilómetros de Nazaret, ni Gabara, ni Tariquea, ni la propia Tiberiades. Se habla, en cambio, de poblaciones diminutísimas (Cafarnaún, Betsaida o Corozaín), que eran las rocafuertes del nacionalismo galileo.

Esto explicaría que Jesús inicialmente no sólo proyectase reducir su predicación a los confines de su tierra natal, sino incluso que así se lo mandara inicialmente a los apóstoles: No toméis el camino de los gentiles, ni entréis en la ciudad de los samaritanos; sino id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt 10, 5). Lo mismo que explica la inicial reticencia de Cristo a hacer milagros en favor de no judíos.

Pero pronto percibiremos un cambio en Jesús. La divinidad de Cristo no excluye, ciertamente, una evolución en sus ideas como hombre. Y este es un campo muy claro. Jesús, en su contacto con la realidad, va modificando ciertas ideas un tanto tópicas recibidas por la tradición de su pueblo y abriéndose a una realidad más completa.

¿Cuáles son los fenómenos que le empujan a este cambio? Dos fundamentales: su desilusión al comprobar que su pueblo no recibe su mensaje tan fácilmente como él esperaba (Mt 21, 43; Lc 21, 20) y , a la vez, al descubrimiento de una fe sincera y de una apertura de espíritu impresionante en algunos «paganos».

El primer caso es el del centurión cuyo criado curará Jesús (Lc 7, 3). La fe de este hombre impresionará a Jesús. Y le impresiona, precisamente, porque no la esperaba, porque según su mentalidad judía tal vez era inverosímil en un no judío.

Más llamativo es el segundo caso: el de la mujer sirofenicia. Aquí veremos luchar los prejuicios populares heredados por Jesús y su encuentro con la realidad. Una mujer venida de Canaán (la tierra de los ídolos, el corazón de la corrupción para un judío) acude a él para que la cure. Y Jesús tiene una primera reacción hostil e incluso desconcertantemente dura: No es justo tomar el pan de los hijos y dárselo a los perros (Mt 15, 26). Pienso que no es preciso acudir a la interpretación «piadosa» de que Jesús quiere probar la fe de esta mujer. Parece más verdadero ver en la frase un pronto popular de Jesús, que reacciona ahí como hubiera hecho cualquiera de sus compatriotas. Pero resulta que la mujer es más honda de lo que podría esperarse. Y, en lugar de enfadarse por el insulto, reacciona con inteligencia devolviéndole la pelota a Jesús: Es cierto, Señor, pero también los cachorrillos comen de las migajas de la mesa de los amos. Y ahora ve Jesús la tremenda fe de esa mujer. Y no rehúye el decirlo abiertamente, antes de ceder: ¡Oh mujer, grande es tu fe, hágase contigo como quieres! (Mt 15, 28).

De esta tensión ante lo extranjero quedan aún restos en la curación del endemoniado de Gerasa (Le, 8, 28), pero ha desaparecido completamente en su diálogo con la samaritana (Jn 4, 4) y con mucha mayor claridad en las parábolas y en la doctrina de Jesús. «El bueno» de la historia del hombre herido en un camino es precisamente un extranjero, un samaritano (Lc 10, 29-37); al festín de la boda del Reino acudirán hombres de todas las naciones (Lc 13, 28) y la viña de Dios será retirada a Israel y confiada a otros viñadores (Mt 21, 43).

Más tarde Jesús recibirá con cariño a un grupo de griegos que quiere conocerle (Jn 12, 24); proclamará abiertamente que tiene otras ovejas que no son de este redil (Jn 10, 16) y hasta en su pasión recibirá inesperadas ayudas por parte de gentiles: la mujer de Pilato (Mt 27, 19), Simón de Cirene (Mt 27, 32), o el centurión que en el mismo calvario proclama que este hombre era verdaderamente el Hijo de Dios (Mc 15, 39).

Pero será a la luz de la pascua cuando el mensaje de Jesús alcance ya la plenitud del universalismo: los discípulos habrán de predicar a todas las naciones (Mt 28, 19) y los gentiles serán tratados incluso con mayor benignidad que los habitantes de las ciudades que no supieron entenderle (Mt 11, 23). Y así acabarán de entenderlo —no sin dificultad, porque también ellos son judíos— los apóstoles: En verdad -dirá Pedro antes de bautizar a Cornelio— estoy dándome cuenta que Dios no tiene preferencias personales, sino que cualquiera que le teme y obra la justicia, a cualquier pueblo que pertenezca, le es agradable (Hech 10, 34-35).

Lo que toda esta evolución supone en un grupo de judíos de aquel tiempo nos es dificil de medir a nosotros hoy. Era un salto realmente heroico.

Pero tenía una hondísima razón: Jesús pasará de un estrecho concepto de patria —que ha heredado de su educación— al concepto de la relativización de toda patria mundana, porque la patria definitiva es la «casa del Padre», el Reino. Este es el hogar que Dios prepara a todos los hombres sin distinciones (Jn 14, 3), pues todos tienen patria en el cielo (Flp 3, 20). Esto no quiere decir una renuncia a la tierra, una pérdida de amor al terruño nativo, pero sí la invitación a no absolutizar tampoco ese amor. Ni siquiera la idolatría de la propia nación es buena. Por eso un cristiano casi desconocido del siglo II (Epístola a Diogneto) podía escribir: Los cristianos viven cada uno en su propia patria, pero como extranjeros; toman parte en todas las cosas al igual que los ciudadanos, pero lo consideran todo como algo extraño a ellos. En el extranjero se sienten como en su patria y en su patria como en el extranjero. El ser ciudadanos del Reino no coarta el amor a «lo suyo». Pero, para el creyente, todo es patria.

 

VI. LAS IDEAS POLITICAS DE JESÚS

Tenemos que dar un nuevo paso y preguntarnos cuál fue la postura de Jesús ante los problemas políticos que vivía su pueblo. ¿Tuvo el Maestro un verdadero pensamiento en este campo? ¿O se desinteresó absolutamente por el mundo civil que le rodeaba? Y, si expresó un deseo de cambio en la organización política de su país y del mundo ¿qué dijo respecto a los medios para conseguirlo? ¿Aceptó de algún modo —como querían entonces los zelotes y quieren hoy ciertos cristianos revolucionarios— la lucha de clases o la violencia?

De este último problema no volveremos a hablar. Ya quedó aludido al estudiar la expulsión de los mercaderes del templo. Ya dijimos allí que la apuesta de Cristo fue rotunda a favor de los medios pacíficos y no violentos (pues se acercaba a la no violencia activa) y que la única violencia que él aceptó fue la de los mártires, es decir: la que cada uno ejerce sobre sí mismo y el esfuerzo por mejorar el mundo con todos los medios que no pongan en juego la vida de un hermano.

Pero el tema de la política es mucho más ancho. Y, al planteárnoslo, encontramos de nuevo un dato que ya hemos señalado: la pregunta de si los evangelios nos transmitieron en este campo toda la verdad de lo dicho por Jesús. Porque es un hecho que los evangelios se escribieron, por un lado, con el afán de no molestar a los romanos imperantes y de mostrar un Cristo no peligroso civilmente y, por otro, con la mentalidad escatológica de que el fin del mundo estaba próximo. En vísperas de la supuesta agonía del mundo, poco podían interesar a los cristianos los problemas políticos. No tenían ninguna urgencia por reformar una sociedad civil que consideraban próxima a desaparecer.

Mas también es cierto que los evangelistas nada nos ocultaron que fuera fundamental para nuestra fe y nuestra vida cristiana. Encontraremos, pues, la suficiente luz en lo que nos preocupa.

Una tradición de apoliticismo

A lo largo de muchos siglos ha imperado en la Iglesia una tradición que presentaba a Jesús como radicalmente apolítico e imparcial en la problemática civil de su tiempo. Los teólogos consideraban al Maestro muy por encima de las contiendas de los hombres y hasta pensaban que cualquier tipo de connotación política disminuiría la figura de Jesús. Dominaba lo que Comblin ha denominado un proceso de «iconización» de Jesús:

Se trata de un Jesús de gestos hieráticos y estereotipados, todos representativos de temas teológicos. De esta manera la vida de Jesús no es una vida humana, sumergida en la historia, es una vida teológica: un icono. Como en los iconos, los gestos pierden su contexto humano y son estilizados para transformarse en signos del mundo transcendente e invisible.

Pero esta visión de Jesús es muy discutible. En primer lugar porque Cristo fue un hombre, no un icono. Vivió en las realidades humanas, no en el campo de las puras ideas abstractas. Desdibujar el fondo agitado en que vivió es dar a su vida un tono de irrealidad que disminuye su personalidad en lugar de realzarla. Pintarle desinteresado de todo ese burbujear de su época no es coherente ni con la humanidad de Jesús ni con su mensaje.

Por otro lado, contradictoriamente, toda esa teoría que despolitizaba a Jesús no ha impedido —como señala con exactitud A. Fierro la politización del dogma cristiano. Se ha producido ahí una curiosa disociación entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe: mientras se procuraba limpiar la biografia del primero no sólo de cualquier apetencia de realeza (lo que está exegéticamente fundado) sino también de cualquier contaminación mesiánico-política o simplemente política, el otro era exaltado como rey. Bien es cierto que Cristo ha sido considerado rey en un sentido trascendente. Pero ese Cristo-rey surtía efectos políticos: emperadores y reyes gobernaban en nombre suyo. El apoliticismo de Jesús ha ido acompañado, pues, de una cristología política. El apoliticismo de Cristo se usaba, es cierto, para sostener la política constituida y para frenar en los cristianos todo deseo de otra política distinta.

La idea, además, de un total apoliticismo de Cristo se apoyaba en bases exegéticamente muy poco sólidas, en la visión muy parcial y muy tendenciosa de los textos evangélicos. De la oposición de Jesús a que su mesianismo se redujera a un puro mesianismo político, se deducía que a Jesús no le interesó la política en absoluto. De su oposición a la violencia, se concluía su desinterés por el cambio social. Y se usaba sobre todo, desmesurada y unilateralmente, el texto «mi Reino no es de este mundo» (Jn 18, 36) para afirmar que su Reino no debía realizarse en este mundo e incluso como si su Reino no tuviera nada que ver con este mundo. Ese texto ha sido verdaderamente, como dice, con expresión brutal pero exacta H. Zahrnt, la hoja de parra de toda reacción política.

Una visión plural

Hoy la teología está en plena evolución en este punto. Y empieza por partir del supuesto de que no es un problema tan sencillo, y que la respuesta verdadera no puede ser ni la de un Cristo temporalizado, volcado revolucionariamente en la acción política, ni la de un Cristo celestizado que, de tanto mirar a las alturas, se desinteresara plenamente de la tierra que pisaba.

Dentro de esta primera fundamental coincidencia, se abren varias tendencias que ponen más o menos el acento en una u otra zona del mensaje cristiano.

Existe una tendencia, que podíamos llamar «mística», que bascula hacia el apoliticismo de Cristo sin negar algún influjo suyo en la vida civil. Así, por ejemplo, Le Guillou, acentúa la imagen del Cristo «inocente» que murió por no aceptar las corrientes políticas de nadie: Cristo se ha manifestado voluntariamente bajo el aspecto de siervo doliente infinitamente por encima de la política. Así René Coste subraya que él quiso ser estrictamente apolítico en el sentido de considerarse por encima de la política. Esta misma visión es compartida por teólogos como Casciario, que estiman que a lo largo de su ministerio público Jesús trasciende claramente todo engagement temporal.

Todas estas posturas, aunque encierran zonas de verdad, repiten, más o menos, posturas del ayer y olvidan que el significado de lo político y de lo apolítico ha cambiado profundamente en nuestro mundo. Y convierten el apoliticismo de Jesús —como señala A. Fierro— en un vago concepto que sólo encierra una indefinida alergia al mundo civil y al terreno de las luchas sociales y económicas. No entendieron ciertamente así a Jesús los responsables religiosos de su época que vieron en la acción de Jesús un peso tal en la vida social de su tiempo que temieron que, si no le detenían, vendrían los romanos y acabarían con su país (Jn 11, 48).

Al extremo opuesto se va la que podríamos llamar «corriente política». Dejemos a un lado ahora a quienes, como ya vimos en otro lugar de esta obra, pintan a Jesús como un zelote, como un revolucionario más que habría fracasado en su intento de sublevación armada. Esta visión de Brandon, Eisler o Carmichael, que analizamos ya con motivo de la expulsión de los mercaderes del templo, no tiene la menor base científica o teológica.

Sin llegar a ese radicalismo, teólogos como Metz o Leslie Dewart acentúan notablemente el aspecto político de la obra de Jesús. Metz apoya su visión en la idea de que la salvación hacia la que se orienta la fe'cristiana en la esperanza no es una salvación privada. La proclamación de esta salvación condujo a Jesús a un fatal conflicto con los poderes públicos de su tiempo. Subraya que la cruz no está emplazada en un ámbito puramente religioso, ya que, si la predicación de Jesús hubiera sido puramente interior, puramente mística, no hubiera sido perseguido hasta la muerte. De hecho nunca fueron perseguidos los monjes de Qumran. Es el impacto de Jesús en la vida concreta lo que le hace peligroso. Su choque con los poderosos de su tiempo se produce precisamente porque su predicación trasciende la distinción de lo religioso y lo político. Este «situarse más allá» convierte su vida en una opción que en aquel tiempo era plenamente política.

Aún es más radical Dewart cuando escribe:

En el núcleo mismo del acontecimiento cristiano iba incluida una significación política. No fue casual el hecho de que, a través de toda su vida pública, Jesús se convirtiese en motivo de controversia política, ni el que se le acusara en alguna ocasión de delitos políticos, ni el que su condena y ejecución estuviesen en relación directa con problemas políticos.

Entre estas dos visiones se colocaría una tercera que podríamos denominar «ética o crítica». Desde el punto de vista de esta corriente, Jesús habría adoptado una posición política en el sentido amplio de la palabra, en el sentido de meta-política. No habría tomado opciones concretas de grupos, partidos, facciones. Pero sí habría predicado un concepto del hombre, de sus derechos y libertades, de sus metas sociales, habría lanzado una serie de distinciones en torno a lo que el Estado puede y no puede hacer, que, de hecho, significaban una revolución pacífica en la política de su tiempo. Esta alta visión política de Cristo habría sido entendida por los romanos —según Cullmann— como una opción zelote y por eso habría muerto, por un verdadero error. Opiniones parecidas sostendrían hoy muchos teólogos de la liberación —Gutiérrez, Galilea, Comblin aunque otros más radicales como Adolf Holl opinan que realmente Jesús murió porque objetivamente para su época sus planteamientos conmovían todos los cimientos de la sociedad, iba verdaderamente contra lo que las leyes de entonces regían.

Una visión matizada

¿Qué pensar de todo esto? Por de pronto habrá que evitar los simplismos. Cristo —dice S. Galilea— «no fue ni un ingenuo, ni un revolucionario», al menos en el sentido en que hoy se usa esta palabra. No fue ni un monje, ni un Che Guevara. Todo era en él mucho más complejo.

Tendremos, por de pronto, que colocar a Jesús en la realidad de su tiempo y su país: un país altamente politizado.

Escribe Bornkamm:

No se puede decir que en tiempos de Jesús la pasión política estuviera adormecida o apagada. El pueblo judío no se había transformado de ninguna manera en una masa apolítica; al contrario, era un pueblo oprimido en su existencia política, lo que es más bien apto a encender los instintos y las pasiones políticas.

Al estudiar, pues, la vida real de Jesús tendremos que tener cuidado de no forzar los hechos en función de nuestras actuales preocupaciones políticas, pero sin olvidar que el momento concreto en que vivió Jesús era muy parecido al que viven hoy buena parte de los países semilibres y semiocupados.

La segunda constatación que ha de tenerse en cuenta es la de no pensar a priori que dar a Jesús unas preocupaciones políticas fuera a disminuir su postura. Podría robarle universalismo el haber sido un hombre de partido, pero también el haber carecido de toda preocupación por el mundo civil le restaría verdadera humanidad. Si el hombre es un «animal político» y si Jesús fue plenamente hombre ¿por qué negarle una participación en la dramática lucha concreta? Su trascendencia iluminaría sin duda su visión del mundo, pero sin mutilarla.

La tercera constatación es que, de hecho, en los evangelios lo político existe, aun cuando ocupe un lugar muy secundario. Jesús no es un «militante político» que todo lo orienta hacia su lucha por cambiar el mundo. Al contrario, se diría que se esfuerza por recentrar en algo más alto a unos conciudadanos excesivamente politizados. No es que desprecie lo político. Es que lucha por sacar a flote unas ideas religiosas demasiado contagiadas en su tiempo de politicismo. Típica puede ser aquella escena en la que le cuentan el cruel asesinato de algunos galileos por parte de Pilato que había mezclado su sangre con la de los sacrificios. Un buen patriota de la época hubiera reaccionado con violencia ante este hecho. Jesús no menosprecia la crueldad del caso, pero lo eleva hacia su verdadero significado: Si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis (Lc 13, 1-3). No es que Jesús desprecie la política, es que la trasciende.

Una actitud paradójica

Un nuevo dato que debe ser tenido en cuenta es que también en este punto la visión de Jesús parece ser paradójica. Realmente nos parece paradójico todo lo que nos desborda. Y, en Jesús, muchas de sus actitudes concretas nos resultan contradictorias y su visión no puede entenderse tomando este o aquel fragmento evangélico suelto. Sólo en la síntesis le comprenderemos. Porque, además, en este terreno es cierto lo que afirma FranGois Biot: que Jesús no toma una actitud sistemática. Por el contrario, parece reaccionar de una forma empírica, iluminando cada caso concreto, pero absteniéndose de formular una sistemática política completa.

Por ello para entender plenamente su postura tendríamos que buscar una síntesis ante las siguientes parejas de datos:

a) Por un lado Jesús no parece discutir nunca el derecho de los gobernantes a mandar; por otro señala abiertamente que los que mandan oprimen con su poder a las naciones (Mc 10, 42) y hasta señala abiertamente la relación de todo el que tiene poder político con el diablo cuando dice que éste da el poder a quien quiere (Lc 4, 6).

b) Por una parte concede sus favores al oficial regio que le pide la curación de su hijo en Caná y presenta como modélica la fe del centurión; y por otra se enfrenta clara y frontalmente con todos los grupos poderosos; califica de «zorro» a Herodes (Lc 13, 32); coloca entre los pecadores a quienes colaboran con el poder político (Mt 9, 10); dice a Pilato que no tiene sobre él más poder que el que Dios le ha concedido.

c) Afirma por una parte que su Reino no es de este mundo (Jn 18, 36); y por otro que ese Reino está ya dentro de nosotros (Lc 17, 21) y centra toda su predicación en la idea de que ese Reino está llegando y que vendrá a este mundo.

d) Se opone a los planteamientos nacionalistas de sus conciudadanos; pero él mismo reduce su predicación a los límites de Israel y hace como a regañadientes los milagros cuando se los piden los extranjeros porque no ha sido enviado más que a las ovejas perdidas en Israel (Mt 15, 23).

e) Acepta, aunque sólo sea para no escandalizar, el pagar el tributo destinado al templo y hace para ello un milagro haciendo a Pedro que saque una moneda de la boca del pez (Mt 17, 24-27); y, por otro lado, se opone radicalmente a todo el comercio montado en torno al templo (Jn 2, 13-16).

f) Se niega a intervenir cuando le piden que medie en un asunto de herencias (Lc 12, 13-15) como si el problema de los bienes materiales no le interesase; y, al contrario, centra el tema del juicio en la ayuda al prójimo en cuestiones netamente materiales: darle de comer, de beber, albergarle, vestirle (Mt 10, 32).

g) Se diría que no sufre ante el destino de su pueblo por su fría respuesta en el caso de los galileos asesinados (Lc 13, 1-3); y llora en cambio ante la visión de su ciudad que será destruida por invasores políticos.

¿Puede encontrarse una síntesis de todas estas aparentes antinomias? Probablemente la respuesta esté en aquella afirmación de Cullmann según la cual para Jesús todos los fénómenos de este mundo deben ser relativizados, de modo que su actitud se sitúa más allá de la alternativa: orden establecido o revolución. Jesús no menosprecia la necesidad de reformas estructurales en el mundo, pero pone su acento en la conversión individual; no menosprecia la necesidad de la política, pero pone los ojos en el reino de Dios. No es que no le interesen la miseria y la injusticia social, es que ve en ellas «una situación depecado», de quiebra de la fraternidad y de la comunión entre los hombres. Al liberarnos del pecado Jesús ataca la raíz misma del orden injusto.

Por eso no es ninguna boutade decir que la única revolución de Jesús fue perdonar los pecados y anunciar un hombre nuevo. ¿Es que puede haber algo más revolucionario que señalar la necesidad de buscar ese nuevo tipo de hombre libre, amante, fraternal, abierto a la trascendencia? ¿Puede haber algo de mayores consecuencias políticas?

Jesús, al predicar el Reino, no se evade de este mundo, no predica un conformismo en esta tierra, en espera de un Reino que estaría «al otro lado». Jesús cuida muy mucho de que ese Reino no se confunda con el simple establecimiento de una sociedad justa, pero eso no quiere decir que Jesús se desinterese por esa sociedad justa ni que sea indiferente a ella, ni que ésta no sea una condición previa a la llegada de aquel, ni que ambos no se encuentren estrechamente ligados, ni que no sean convergentes. La justicia política no es el reino de Dios, pero el Reino se realizará en una sociedad fraterna y justa y esa meta es el signo de la tarea humana, la promesa y esperanza de quienes aquí tenemos que encontrar lo político en lo eterno.

La moneda del César

Pero entroncarlo sin mezclarlo. Porque la escena de la moneda del César es una de las piezas claves de la visión política de Jesús.

La cuentan los tres evangelistas sinópticos con muy pocas variantes. Y ninguno especifica dónde y cuándo sucedió. Ciertamente en los tiempos finales de la vida de Jesús, cuando ya los fariseos buscaban la manera de llevarle a la muerte. El tema del censo era una ocasión ideal. Pero estaban ya escarmentados de otras escaramuzas en las que Jesús les había dejado en ridículo. Prefirieron, por ello, para dar a la cosa más impresión de candor, enviarle a sus discípulos, jóvenes ya aprovechados en la ley, pero que aún no tenían el título de rabí. Eran conocidos como talmidé hakhamín. Los sucios fariseos elegían a muchachos como espías. Con ellos iban también algunos herodianos, colaboracionistas con Roma que tenían en el tema del tributo un especialísimo interés.

Maestro, le preguntaron, ¿es lícito pagar tributo al César o no? La trampa era evidentemente hábil pues no había entre la multitud judía tema que suscitara más odio que el de los tributos a Roma. Unos veinte años antes se había planteado esta misma pregunta a Judas el Galileo, un famoso guerrillero zelote, y su respuesta había sido tajante: «Vale más obedecer a Dios que a los hombres». De esta respuesta había nacido la revolución que le llevó a la muerte.

¿Adoptaría Jesús el mismo camino? En todo caso, pensaban los fariseos, perderá sea la que sea su respuesta. Porque si contesta que es lícito pagar esos tributos, encolerizará a las masas que le siguen, que le considerarán un cobarde y un colaboracionista. Pero si afirmaba que no debía pagarse ese tributo, ya se encargarían los mismos herodianos de llevarle ante Pilato.

Jesús adoptaría, para responder, esa forma que Lagrange llama parábola en acción: Traedme, dijo, un denario del censo. Cuando se lo trajeron preguntó: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Le contestaron: Del César. Dijo él, entonces: Pues devolved al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Pocas frases evangélicas han hecho correr más tinta interpretativa que ésta. Y aún hoy, en el uso común, suele mutilarse reduciéndola sólo a su primera parte.

Tendremos que empezar por señalar, con Casciaro, que no es una respuesta evasiva o diplomática. Desconcertó, maravilló a quienes la oyeron por primera vez. Casi con certeza no la entendieron. De haberlo hecho se habrían dado cuenta que era una respuesta mucho más comprometedora que un «sí» o un «no». Con el «sí» hubiera disgustado a los judíos, con el «no» a los romanos. Con su respuesta tenía que haber enfurecido a los dos. Porque su frase iba contra los judíos para quienes Dios es el César, y contra los romanos para quienes el César es Dios. Aquellos regulaban la política con la religión, éstos regulaban la religión con la política. Jesús quemaba la tierra bajo las plantas de todos.

La primera parte de su frase era la muerte del clericalismo propio de las civilizaciones antiguas. Jesús, con una sola palabra, desacralizaba las realidades políticas. Frente al problema moral de los judíos que pensaban que pagar un tributo a los romanos era un pecado religioso, Jesús afirma que el problema no existe. No entra en el problema político que le plantean. Acepta la situación de hecho, sin valorarla. A lo que responde es al problema religioso que hay debajo de la pregunta. Y responde afirmando que la aceptación del poder político ejercido de hecho por el César es algo que no tiene un significado religioso. Someterse a la dominación del César, aceptar o no sus leyes fiscales, será, en todo caso, un problema político, pero no significa ser infiel a las exigencias de la fe para con Dios. Jesús ni bendice ni rechaza la resistencia política, ni legitima ni descalifica la ocupación romana, se limita a señalar que si aceptan la dominación romana es lógico que paguen su tributo, que le «devuelvan» —como dice literalmente el texto— al César lo que el César invierte en organizar la vida pública. La respuesta no es, así, ni colaboracionista ni revolucionaria, se inscribe en un realismo político elemental.

Pero la frase no concluye ahí. Suele olvidarse la segunda parte que, como luego diremos, es la más importante.

Si en la primera asesta un golpe de muerte al clericalismo, en la segunda ataca a fondo el cesarismo, la pretensión de que el poder político no tiene fronteras. Es —escribe G. Kurth —la sentencia de muerte del cesarismo, el acta de libertad de todos los hombres, la constitución eterna de todos los pueblos cristianos. El día en que se pronunció, un nuevo orden social surgió de la nada.

La frase se pronunciaba en el momento histórico en el que el Imperio trataba de unificar políticamente todos los pueblos con la argamasa de una religión política: el culto al emperador. Jesús pone una barrera infranqueable: la religión no es un asunto de estado, el Estado no puede ni dirigirla, ni controlarla, ni utilizarla, ni presentarse como legitimado por ella. El César es el César, pero sólo el César. Era dificil pronunciar, para los romanos, una frase más subversiva, más radicalmente peligrosa.

Comprenderemos la importancia del momento si nos situamos en la realidad de la escena. La moneda que Jesús tenía en su mano comportaba una significación terrible: era sagrada para los romanos, era blasfema para los judíos, que procuraban no tocarla siquiera. Para los romanos era sacrílego no respetarla y muchos habían muerto por ello . Para los judíos era sacrílego incluso tocarla. Sobre una cara de la moneda figuraba la figura de Tiberio rodeado de una corona de laurel, símbolo de la divinidad. Al reverso aparecía Livia, viuda de Augusto y madre del emperador, sentada sobre el trono divino y sosteniendo el cetro divino. La inscripción en su texto latino decía: «Tiberio César, hijo augusto del divino Augusto, Pontífice Máximo». Su texto griego era aún más explícito: «Emperador Tiberio, hijo adorable del Dios adorable».

La frase de Jesús, que ha preguntado expresamente qué dice la inscripción, tiene así un sentido redoblado de protesta, de auténtica rebelión. Su respuesta: Dad a Dios lo que es de Dios, alude evidentemente al primer mandamiento sólo a Dios adorarás que es violado abiertamente por aquella inscripción. Jesús no se opone a que se pague el tributo; eso le parece un problema sin importancia, frente a la ofensa a Dios que se hace con aquella moneda.

Hay, pues, en su frase mucho más de rebelión de cuanto los judíos entendieron y de lo que han entendido a lo largo de los siglos muchos cristianos. O, tal vez, los fariseos entendieron que una vez más Jesús había descubierto su hipocresía de valorar lo secundario y olvidar lo principal.

Porque lo principal de la respuesta de Jesús está en su segunda parte. A. Schweitzer y M. Dibelius señalan que estamos ante un caso de paralelismo irónico y que, para ser justos, habría que traducir: Dadle al César lo que es del César, pero ante todo que todos (el César también) le den a Dios lo que es de Dios.

Especialmente profunda es la visión que de esta escena ofrece Günther Bornkamm:

En realidad el acento está cargado enteramente sobre la segunda parte y quita peso a la primera. Así la cuestión del tributo pasa a segundo plano. Lo que se quiere decir es que la moneda pertenece al emperador, pero vosotros pertenecéis a Dios. La moneda que lleva la imagen del Emperador, se la debéis al emperador, pero vosotros, los hombres, que lleváis la imagen de Dios, os debéis vosotros mismos a Dios. Si se interpreta así el «dad a Dios lo que es de Dios», la otra obligación, la que se refiere al César, adquiere un carácter provisional, interino, que deberá concluir pronto. El reino de César pasa, el reino de Dios viene y no pasa.

Jesús no se limita, pues, a dar una respuesta «hábil», con una simple delimitación de campos. Da una respuesta mucho más radical, teológica.

Prosigue Bornkamm:

La doctrina de «los dos reinos» ha conducido con demasiada frecuencia a proclamar la autonomía absoluta del Estado y a confundir, con fatales consecuencias, el reino de Dios con la «civitas platónica», lejano reino ideal. Esta doctrina no tiene ningún derecho a apoyarse en el mensaje de Jesús.

Así es como la política de Jesús va más allá de toda política. Reconoce su autonomía en todo lo que tiene de contingente, pero pone la meta del hombre mucho más allá. Por eso Jesús es más que un revolucionario político, es un radical teológico. Jesús no desprecia los problemas políticos, pero los teme en la medida que empequeñecen la mirada del hombre; en la medida en que, absolutizándose, apartan la vista del Reino definitivo. Los cristianos que hoy desprecian la política en nombre de un reino evanescente, ignoran que ese reino tiene las raíces en éste. Los otros cristianos que absolutizan la política y creen que ella es el único instrumento para construir el Reino, empequeñecen el evangelio como los zelotes de entonces empequeñecían el amor que Jesús anunciaba. Jesús no fue entendido entonces, ni lo es hoy, precisamente porque va más allá.

Escribe Greeley:

Los zelotes lo despreciaron como un soñador piadoso, los fariseos le acusaron de quebrantar la ley, el gobierno lo miraba como un radical peligroso; en consecuencia, los romanos decidieron suprimirle, o, al menos, lo intentaron. Tengo la impresión de que su mensaje político y social habría recibido hoy la misma respuesta. Los realistas lo tacharían de ingenuo; los defensores del status quo lo juzgarían revolucionario. Pero Jesús no fue ni un ingenuo, ni un revolucionario, al menos tal como se entienden hoy estos términos. No fue comprendido, ni lo sería hoy, y hay motivos para pensar que deliberadamente. Y es lástima que así ocurra, porque su plan bien merece un esfuerzo, pero la verdad es que, aparte ciertos grupos minoritarios y en escala reducida, nadie ha intentado hasta ahora ponerlo en práctica. Se trata en última instancia de una revolución que tampoco es de este mundo, pero que pretende transformarlo. Es una revolución que, curiosamente, se inicia con una invitación a participar en un banquete de bodas.