Los signos del Reino

Tras el corto paréntesis de Judea y Samaria, comienza para Jesús lo que algunos exegetas han llamado «el año feliz», el tiempo de su primera actividad en Galilea.

El Maestro ha percibido ya que en Jerusalén ha brotado la

hostilidad ante sus primeros gestos y palabras. Y el encarcelamiento de Juan el Bautista —que ocurre por estas fechas— le advierte que la sombra de la muerte gravita sobre todo el que se atreva a decir ciertas verdades contra corriente. Y él no teme a la muerte. Pero tampoco es amigo de provocarla y precipitarla. Regresará, pues, a sus cuarteles de Galilea, que le parecen un suelo más favorable para su primera predicación. Allí la influencia política de sacerdotes y fariseos es menor. Y los galileos por su propia sencillez parecen estar mejor predispuestos para oír su mensaje.

Bruckberger ha protestado —con razón— contra la caricatura con la que ordinariamente se pinta a los paisanos de Jesús:

La imagen que se nos suele presentar de los judíos contemporáneos de Jesús es extravagante, e incluso incoherente. Nos lo pintan como un pueblo grosero, fanáticamente apegado a los bienes de la tierra, a un ideal político y militar quimérico, sedientos de venganza y de sangre de sus enemigos, hipócritas, falsos en su religión como en sus relaciones humanas, sin ninguna comprensión de lo que les rodeaba, materialistas y, sin embargo, capaces de sacrificarse en masa por las tradiciones de su nación, como lo mostraron sin ambigüedad con la elocuencia de la sangre vertida. Uno se pregunta cómo, en tal medio, pudieron nacer y vivir figuras tan nobles como María, la madre de Jesús, el mismo Jesús, Juan Bautista, san Pablo, e incluso un Gamaliel. En realidad, el cuadro es demasiado uniforme, demasiado sumario, demasiado completamente negro para ser verdadero. La verdad humana, aun la de las naciones, más bien está mezclada de bien y de mal.

Efectivamente: el primer contacto de Jesús con su pueblo no es el del eslabón y el pedernal. No saltan chispas, sino que el Nazareno es recibido, primero con curiosidad, luego con interés y finalmente con apasionamiento.

Es el primer encuentro de Cristo con las multitudes. Hasta ahora ha conocido a grupos de amigos, a un intelectual, a una pobre mujer descarriada. Ahora va a padecer el asalto de las masas. Y los evangelistas son testigos unánimes del entusiasmo de este primer encuentro. «Todos te buscan» dirá Pedro a Jesús (Mc 1, 37). «Toda la turba trataba de tocarle» comentará Lucas (6, 19). El propio Zaqueo tendrá que subirse a un árbol para verle «porque no lo conseguía a causa de la multitud» (Mt 19, 2-3).

¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha provocado todo este entusiasmo súbito? No la demagogia de Jesús. Es un hecho que el Maestro, aun amando al pueblo, no amaba la popularidad; mucho menos aún la buscaba. Es, al contrario, antidemagógico: huye de ella, recrimina a quienes le siguen, acusándoles de buscar prodigios y pan, y de no entender lo que está predicándoles. Sin embargo, sigue siendo un hecho que la multitud no se cansa de seguir sus pasos y que le acosa hasta hacerle dificil la vida. Y es también otro hecho que Jesús, hasta ahora solitario y amigo de los pequeños contactos personales, se va abriendo él mismo hacia un encuentro cada vez más vivo con la multitud. ¿Qué ha ocurrido también en él?

Jesús acaba de encontrarse con la realidad de la condición humana. A todo hombre le llega, antes o después, esta hora. Salidos los más del paraíso de la infancia —aunque no falten quienes conocen el infierno ya en ella— se topan un día con la injusticia, el dolor, la amargura, el aburrimiento, la náusea, las contradicciones a las que los más de los humanos —¿o todos?— están sometidos. Hoy, en una civilización burguesa, hemos logrado concentrar en guetos grandes zonas del dolor y la miseria. Hospitales, suburbios, son la coartada que nos permite hablar con frecuencia de un mundo feliz, ya que, aunque sepamos que el dolor y la injusticia existen, las vemos lo menos posible. Pero en los tiempos de Jesús esa defensa no existía: el dolor estaba en la calle, se exhibía.

Una reciente película pintaba a Cristo devorado materialmente por la miseria humana, asediado su cuerpo por un ejército de escarabajos purulentos, que tiraban de él, le arrastraban, le ahogaban. La escena se alejaba de la realidad mucho menos de lo que imaginamos. Porque Jesús vivió literalmente acosado por la miseria. En cada página del evangelio impresiona encontrar la presencia de ciegos que aúllan, leprosos que voltean sus esquilones lúgubres, endemoniados que blasfeman, cojos que golpean el asfalto con sus bastones, sordomudos que agitan sus brazos como aspas, paralíticos que chillan desde su camillas. Y todo esto, es cierto, porque los miserables corren siempre hacia toda esperanza de curación, pero tambiénporque, en la Palestina de los tiempos de Jesús, la miseria y el dolor eran el pan de cada día. Jerusalén y todas las grandes ciudades de aquel tiempo debían de presentar el agónico y repugnante espectáculo que aún hoy ofrecen las calles de Benarés en la India o los zocos de las ciudades del tercer mundo, como un enorme escaparate de pústulas, gritos, muñones, plegarias y llagas.

¿Qué actitud iba a tomar Jesús ante esta humanidad enferma? Han sido muchas las posturas de los hombres ante tanta tragedia:

—Algunos reaccionan con actitud pasiva. Mueven su cabeza. Se
reconocen impotentes ante las fuerzas del mal.

—Otros se dejan caer en la angustia y el pesimismo. Maldicen de Dios y de la vida. Se hunden en la desesperación.

— Otros los zelotes de ayer o los marxistas de hoy— se rebelan
contra esta injusticia. Piensan que cambiando ciertas estructuras (la libertad política o la destrucción de los opresores) habrán derrotado para siempre el dolor.

—Algunos filósofos se dedican a investigar las razones metafisicas del dolor, aportan teorías, dan consuelos.

Jesús no adoptó ninguna de estas actitudes: se chapuzó en el dolor, descendió personalmente a la injusticia, la curó en lo que pudo y mostró, sobre todo, con sus hechos, cómo en el Reino —cuando se haya construido— el dolor será derrotado. Los «signos visibles» de esta victoria sobre el mal fueron sus prodigios, las «maravillas de Dios», sus milagros.

Por eso, unánimes, los evangelistas nos cuentan algo sorprendente: que Jesús, antes de predicar con palabras, predicó con obras; que dedicó mucho más tiempo a acercarse al dolor de los hombres que a anunciar su mensaje.

Mateo abre la vida pública de Cristo subrayando este dato:

Recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas, predicando el evangelio del Reino y curando en el pueblo toda enfermedad y toda dolencia. Y extendióse su fama por toda Siria, y le traían todos los que padecían algún mal: a los atacados por diferentes enfermedades y dolores y a los endemoniados, los lunáticos, paralíticos y los curaba (Mt 4, 23-24).

Y Marcos, Lucas y Juan abren también la narración de la actividad de Jesús colocando como pórtico diversas curaciones: la de la suegra de Pedro (Mc 1, 29), la del endemoniado (Le 4, 33), la del hijo del régulo (Jn 4, 46). Y, antes que ellos, lo había anunciado el preevangelista Isaías que, en su profecía, había unido el papel de Jesús predicador con el de Jesús médico:

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para dar la buena noticia a los pobres. Me envió para anunciar a los prisioneros la liberación y a los ciegos, que verían otra vez, a llevar la libertad a los oprimidos, a anunciar el año de gracia del Señor.

Jesús, que haría suyas estas palabras de Isaías (Lc 4, 16-30) iba, efectivamente, a unir su vocación de testigo de la buena nueva con su tarea de realizar esa buena noticia en el dolor de las multitudes que le rodeaban, uniendo, inseparablemente, su papel de predicador al de obrador de milagros.

Y aquí —ante esta tremenda palabra: milagro— tendremos que
detenernos ampliamente. Y yo habré de pedir al lector que me disculpe si le obligo a detenerse para analizar con un mínimo de seriedad uno de los quicios vitales de la vida de Cristo.


1. EL SELLO DEL REY

«Los cristianos antiguos creían gracias a los milagros, los modernos creen a pesar de ellos». En esta frase resume acertadamente A. Javierre la problemática actual del milagro. Aunque probablemente habría que añadir a este diagnóstico la palabra «algunos», porque vivimos en un mundo y una Iglesia «barajados», y, en ambos, se mezclan los que parecen desconfiar de todo lo sobrenatural y los que viven sedientos de milagrerías. La credulidad ingenua y la incredulidad barata siempre han sido —y siguen siendo— más frecuentes que una fe abierta y razonada.

Lo que no puede dudarse es que muchos planteamientos han girado desde los tiempos de la apologética. Antaño a los cristianos se les hacía incomprensible el que Cristo se hubiera hecho totalmente hombre, y el dogma de la virginal concepción les tranquilizaba al señalar una diferencia entre aquel nacimiento y los demás. Hoy, en cambio, es esa excepción lo que crea dificultad a los creyentes. Durante siglos se inventaron diversas herejías para explicar que Cristo no sufrió del todo, sino en simple apariencia. Hoy es el hecho de que Cristo compartiera nuestro llanto lo que hace que muchos cristianos puedan amarle plenamente. Y en las épocas mal llamadas «teológicas» el que Cristo se viera rodeado de ángeles y que aplastara con el poder de sus milagros a los demonios eran argumentos sólidos a favor de la creencia. Hoy ocurre exactamente lo contrario.

En rigor hay que decir con Bruckberger:

Nunca ha dejado de haber escándalo en torno al relato de su vida. Ha escandalizado que hubiera sido demasiado hombre o demasiado Dios, que hubiera sufrido y hubiera muerto, o bien que hubiera resucitado, que sus gestos y su apariencia fueran demasiado naturales o bien demasiado sobrenaturales.

Pero el escándalo en torno a Cristo no debe maravillar a nadie que conozca un céntimo de su vida. Es, incluso, un signo de que nos encontramos ante un planteamiento verdaderamente cristiano.

Mas no deja de llamar la atención este concentrarse del escándalo en torno al tema de los milagros. Incluso es perceptible el pánico que sienten todos cuantos escriben sobre Cristo al llegar a este tema. O pasan por él sobre ascuas o simplemente lo omiten. La mayor parte de las cristologías contemporáneas no lo abordan. Pero es evidente que se mutila sustancialmente la figura de Jesús si se escamotea su acción de taumaturgo.


El milagro recusado

Esta recusación no es de hoy. Ya en el siglo pasado se podían leer afirmaciones como éstas: «Los milagros empequeñecen la verdadera estatura de Cristo» escribe Amort. Y Haneberg lamenta que los tres primeros evangelistas hayan degradado la sublime figura de Cristo con pegotes de mezquinas historias de milagros. Schenkel llega a afirmar que los milagros son un lastre para la religión cristiana, porque le dan una impresión de incultura y oscurantismo.

Lo novedoso de todos estos planteamientos es que hoy no se hacen en nombre de la ciencia o de la historia. El siglo XIX está lleno de científicos que afirman que el milagro es imposible y de historiadores que parten dogmáticamente de aquella afirmación de Renán según la cual «una regla absoluta de la crítica es la de excluir a priori cualquier circunstancia milagrosa que pueda deslizarse en una narración histórica».

Pero ahora el ataque se realiza desde el mismo campo de la religión: como si el milagro, lejos de sostener la fe, la contradijera. Como si el milagro fuera lo contrario del verdadero evangelio, lo opuesto al amor.

Bonhoeffer, por ejemplo, ha escrito: «¿Dios se dará a reconocer por signos de poder golpes de fuerza o por signos de amor? El milagro rebaja el misterio de Dios a problema».

Y Louis Evely, en un libro en el que frívolamente actualiza casi todos los ataques de los racionalistas, formula así esta nueva postura de hostilidad al milagro:

¿Pero es que Dios no puede entrar en relación con nosotros sin violentar las leyes de la naturaleza? ¿Dios se revela rompiendo el contexto de los fenómenos o insertándose en ellos? ¿Dios es gracia o fuerza? Este es todo el problema del milagro.

Porque, más que nada, el milagro nos parece cada vez más inadmisible desde el punto de vista religioso. Hasta el presente los apologistas acusaban a los incrédulos de negar el milagro por motivos filosóficos respecto a la imposibilidad de lo sobrenatural. Pero los cristianos de hoy día desconfían de lo maravilloso por respeto a lo auténticamente sobrenatural.

Nos molesta que Dios interrumpa el curso de las leyes naturales con intervenciones imprevisibles. Porque si obra con poder arbitrario ¿qué queda de nuestra libertad y responsabilidad?


Retrasemos, por el momento, la tarea de responder a estas formulaciones que tienen —en su exageración— la ventaja de plantear con claridad el problema tal y como es visto hoy no por los cristianos, pero sí por algunos sectores que se creen progresistas. Notemos, solamente, el tufillo hitleriano de esas frases en que se defiende con tanto calor el «orden establecido» que hasta se niega rotundamente la libertad de Dios para alterarlo con peligro de «molestar» a quienes saben cuál es el «auténtico sobrenaturalismo» al que Dios tiene que someterse no vaya a pisotear la libertad del hombre que parece ser la única existente.

El problema es, sin embargo, demasiado serio como para que no lo estudiemos con extensión y serenidad. ¿Es cierto que el milagro sea un «chantage» de Dios contra la inteligencia humana? ¿Es, en verdad, un «golpe de fuerza» y no un «signo de amor»? ¿Es un gesto arbitrario que violenta la acción de la naturaleza?


Una vieja polémica

Digamos, en primer lugar, que la polémica no es tan nueva como hoy se nos quiere hacer pensar. Este planteamiento de las últimas corrientes es hijo de la vieja polémica entre racionalistas y apologetas que llenó el siglo XIX.

El tema de los milagros evangélicos había vivido una vida relativamente pacífica hasta finales del siglo XVIII. Y será la obra de H. S. Reimarus quien abrirá el gran debate que aún no ha concluido.

Para Reimarus Jesús habría sido uno de tantos agitadores políticos como pulularon en la Palestina de su tiempo. Fracasado en su intento de sublevación contra los romanos habría muerto violentamente. Pero tras su muerte, sus discípulos, habrían robado su cuerpo del sepulcro diciendo que había resucitado y que su muerte serviría para redimir el mundo. Fracasadas sus aspiraciones políticas habrían encontrado como sustitutivo el invento de un renovador puramente espiritual. Para ello habrían inventado toda una vida y una doctrina mística resumida en los evangelios que serían la consagración oficial de toda esa cadena de engaños y desengaños. Tras los primeros discípulos, los cristianos se habrían tragado todas esas mentiras, pues los cristianos no son más que papagayos que repiten lo que oyen decir. Los milagros evangélicos no serían así más que un montón de embustes con los que un grupo de embaucadores, engañando a gentes sencillas, habría obtenido un pingüe beneficio de celebridad.

La tesis era tan brutal y tan burda que, incluso en el país del Iluminismo, fue atacada y refutada por todos. Pero la brecha para una interpretación de los evangelios que excluyera el sobrenatural, estaba abierta.

El camino fue seguido por H. E. G. Paulus. Frente a Reimarus, que negaba en masa todos los milagros evangélicos como una cadena de embustes, Paulus esgrimió la hipótesis del «error». Los hechos contados por los evangelistas habrían existido, pero los apóstoles habrían visto como milagrosas acciones que, en realidad, no lo eran. Paulus no niega los milagros, los «explica». Por ejemplo el episodio de Jesús caminando sobre las olas, fue en realidad un simple paseo por la playa o unos cuantos pasos dados por Jesús dentro del agua para acercarse a la barca cercana. La multiplicación de los panes se explica por el hecho de que Jesús y sus discípulos repartieron las provisiones que llevaban entre los que carecían de ellas y esto animó a todos los demás a repartir las suyas, con lo que hubo para todos y sobró. (Curiosamente esta misma explicación la presentará Evely casi doscientos años más tarde como la gran novedad de la exégesis). Así, uno tras otro, todos los milagros encontraban una explicación racional.


La teoría del «mito»

Tampoco duró mucho el método de Paulus. Una ingenuidad de tal calibre no podía tener mucho éxito. Y se acudió a planteamientos más filosóficos. Y D. F. Strauss señaló pronto el fallo fundamental del sistema de Paulus: si los evangelios se tomaban como fuentes históricas, no se podía luego negar en ellos todo lo sobrenatural con explicaciones posteriores. Si milagro e historia eran incompatibles, habría que negar a los evangelios su carácter histórico pero no quedarse a medio camino aceptando unas cosas y rebajando otras. Fue, por ello, más radical que Paulus y aplicó a la vida de Cristo la «teoría del mito» de inspiración hegeliana.

En una narración mitológica, según Strauss, no es que se cuenten cosas que no han existido, sino que se proyecta sobre unos hechos cotidianos una serie de conceptos ideales, míticos, de modo que en esas narraciones lo importante no es ya lo que se cuenta, sino el símbolo, la idea que hay detrás de lo que se cuenta. Así, dice, se escribieron los evangelios. No es que Strauss niegue la existencia de Jesús, ni que piense, como Reimarus, que los apóstoles trataron de engañar, sino que, simplemente, dejándose llevar de la imaginación y del modo de contar de los orientales, proyectaron sobre Jesús las ilusiones comunes. Las esperanzas mesiánicas del antiguo testamento se mezclaron con la vida de un maestro bueno. Hoy, el crítico debe discernir con cuidado lo que en cada narración hay de historia y lo que hay de mitología sobreañadida. A esta zona mitológica corresponderían todos los milagros, en los que los evangelistas no habrían querido exponer hechos sucedidos, sino explicar en una serie de parábolas en movimiento lo que ellos pensaban sobre el poder de su Maestro.

La teoría de Strauss produjo un fuerte impacto, sobre todo porque empalmaba con las corrientes de la época: la visión de un Jesús idealizado por la Iglesia primitiva entusiasmó a muchos, y, aunque muy corregida por sus sucesores, la metodología de distinguir lo histórico y lo metódico permaneció en todos los racionalistas.

La escuela de Tubinga encontró, sin embargo, un grave fallo en el planteamiento de Strauss. Para suponer que Jesús había sido idealizado por la comunidad primitiva hacía falta probar qué pensaba esa comunidad primitiva, y no limitarse a atribuir a esa comunidad todo aquello que en el evangelio no gustaba a la crítica del siglo XIX. Centraron por ello sus estudios en esa comunidad. Y fue F. C. Baur quien aportó la nueva visión, basándose también en la teoría de la tesis-antítesis-síntesis de Hegel. En la Iglesia primitiva, según Baur habría existido una corriente petrina (tesis) que tenía por cabeza a Pedro, flanqueado por Juan y Santiago, y que habría mantenido una tendencia judeocristiana de tipo particularista. La antítesis estaría representada por el partido paulino, con Pablo como cabeza, que mantenía una teoría helenístico-cristiana de tipo universalista. Del contraste entre tesis y antítesis habría surgido la síntesis, representada por la Iglesia católica, que presentaba una conciliación entre ambas tendencias, absorbiendo a las dos. Los evangelios habrían sido así tocados y retocados a lo largo de siglos para demostrar las tesis de unos u otros grupos.

Con ello, el campo de discusión había variado. Ya ni se negaba ni se afirmaba la historicidad de sus milagros. Se excluía, sí, toda sobrenaturalidad, pero además se defendía que en realidad nada podemos saber de Jesús, que quedaba sumergido en la polémica entre corrientes cristianas. No podemos saber ni lo que hizo, ni lo que quiso. Sólo conocemos el fruto de las discusiones entre sus discípulos.


La Escuela liberal

La Escuela liberal heredaba todos estos planteamientos. Sobre el tema de los milagros el representante más alto de esta escuela, A. von Harnack, distinguía entre cinco grupos de narraciones: 1) milagros que son un simple abultamiento de hechos naturales; 2) milagros debidos a una proyección en lo concreto de preceptos, parábolas o mitos; 3) milagros imaginados como confirmación de profecías del antiguo testamento; 4) milagros obtenidos por la fuerza espiritual de Jesús; 5) algunos hechos cuya explicación es, por el momento, inalcanzable, pero que algún día serán entendidos por la ciencia.

Contemporáneo a la Escuela liberal, aunque sin pertenecer a la misma, Renán habría coincidido con ella en el planteamiento de lo milagroso. Por principio, según él, los milagros deben ser excluidos ya que son absolutamente imposibles. Que sus discípulos se los atribuyesen a Jesús es absolutamente normal: en aquella época se atribuían a todo innovador religioso. El mayor milagro habría sido que no los hubiera hecho. De todos modos, dice Renán, Jesús se resistió a la fama de taumaturgo que le atribuían sus discípulos. Si lo aceptó fue bastante tarde y a desgana. Bien se puede creer que la reputación de taumaturgo le fue impuesta. Si él no resistió mucho a admitirla, nada hizo, sin embargo, para favorecerla.

En realidad, prosigue Renán, para entender los milagros es necesario solicitar suavemente los textos. En primer lugar de cien relatos sobrenaturales hay ochenta nacidos enteramente de la imaginación popular; los otros veinte son eliminados apelando en la mayoría de los casos a la benignidad de Jesús que equivalía a la mejor medicina, porque la presencia de un hombre superior que trate dulcemente al enfermo y le asegure la salvación con algún signo sensible, es, a menudo, un remedio decisivo. En cuanto a los casos más extremos como la resurrección de Lázaro, tuvo que tratarse de un síncope pasajero, unido a un amaño de las hermanas de Lázaro que trataban de acentuar la grandeza de Jesús.


La Historia de las formas

Pocas novedades ha añadido la historia posterior en la cadena de ataques al milagro. Los partidarios del método de la Historia de las formas (Bultmann, Dibelius, sotre todos) se proponen un objetivo crítico-literario: analizar cómo se formaron y transmitieron los relatos referentes a Jesús.

Su tesis central es que nada sabemos de Jesús. Conocemos sólo lo que pensaban de él las primeras comunidades cristianas. Y en ellas no había el menor interés por los hechos históricos. Interesaba la figura y doctrina del Jesús resucitado. No contaban los hechos, pero sí su problemática religiosa. Las narraciones son las respuestas de aquella comunidad a sus problemas concretos. Los relatos de milagros revestían simplemente la explicación que los predicadores de la época daban a sus oyentes. Por todo ello no podemos saber si hubo o no milagros. Además, dicen los partidarios de esta escuela, la historia no importa, importa la fe. De las narraciones de milagros lo único que interesa es que anuncian la personalidad de Jesús resucitado, su poder salvador.

Toda esta larga curva ha llevado a las corrientes racionalistas a lo que el propio Harnack preveía: los críticos evangélicos se parecen a aquel niño que fue quitando, una tras otra, todas las hojas de una cebolla, juzgándolas superfluas y molestas, y esperando encontrar en el interior algún núcleo o pepita. en lugar de lo cual, una vez quitada la última hoja, se encontró con la nada en la mano.
 

La respuesta de los apologetas

Frente a esta tormenta de críticas la apologética católica respondió polémicamente. Cuando en el barco alguien abre una vía de agua, hay el peligro de que todos corran a taparla y abandonen, con ello, el timón y pierdan la ruta. Algo así ocurrió con gran parte de los teólogos católicos del siglo XIX: por defender el milagro negado, lo descentraron. Lo que en la teología tradicional era un «preámbulo» a la fe, se convirtió en causa y única fuente. Lo que en la Biblia era una forma imperfecta de fe («felices los que creen sin haber visto») se proclamó camino indispensable y única columna de base. Por otro lado, dentro del concepto de milagro, todo el peso se cargó en uno de sus extremos y no en el más importante. Los católicos centraron sus baterías en lo que el milagro tenía de «quebrantamiento de las leyes naturales» y pasaron a segundo término y casi olvidaron lo que tenía de «signo».

De este bascular de extremo a extremo, surge la desconfianza que muchos cristianos tienen hoy ante el milagro, de ahí el que lo consideren un gesto de poder más que un signo de gracia, una rotura de las leyes naturales más que una superación de las mismas; un suplemento innecesario, mucho más un elemento de salvación. El milagro, convertido no sólo en criterio primario de la fe, sino en monopolizador de la misma, es comprensible que suscite desconfianzas ante los cristianos que saben que las razones pueden abrir la puerta de la fe, pero que la fe es mucho más que todas las razones.


Los nuevos planteamientos

Hoy, afortunadamente, la historia ha girado y estamos tan lejos de los enfoques racionalistas como de posiciones apologéticas puramente defensivas. La ciencia ha redescubierto la humildad y los creyentes hemos vuelto la vista a la palabra de Dios.

En el siglo XIX el conocimiento científico, embarcado en la euforia de sus nuevos logros, estaba seguro de que la conquista del universo, que la ciencia había emprendido, pronto estaría concluida con el dominio total de todos los conocimientos. Hoy, por el contrario, la ciencia se sabe incierta, limitada, eficaz ciertamente, pero sin respuesta ante los problemas más decisivos. La ciencia creyó que descubriría todo y, afortunadamente, consiguió el gran triunfo de descubrir sus propios límites. Sabe que ella nunca podrá dar una verdadera prueba de la existencia de un mundo sobrenatural o sobrerracional, pero que tampoco podrá jamás probar que ese mundo no exista. Es un mundo fuera de su alcance. Una ciencia determinista, que acepte como postulado la racionalidad absoluta del universo, resulta claramente incompatible con una visión científica moderna del universo. Durante todo el siglo pasado se conminó a la religión para que se arrodillara ante la ciencia. La religión no lo hizo. Y hoy es la ciencia quien le ha dado la razón, al abominar de una ciencia que quiera imponer su dictadura fuera de su propio campo.

No deja, por ello, de resultar sorprendente el encontrarse planteamientos deterministas en posiciones que se dicen progresistas, como la antes citada de Evely. No estará por ello de más el recoger aquí las intuiciones de Bruckberger cuando señala la raíz de la prevención del hombre moderno contra el milagro:

No está en la razón ni en los progresos de la ciencia, como suele creerse. La verdad es que nosotros, modernos, amamos el orden, lo amamos con todo nuestro corazón; lo amamos por encima de todo, lo idolatramos. No queremos que se trastorne el orden ni por un mensaje del Rey de reyes. Y nuestra concepción del orden es lo más mezquino, lo más avaro que hay, lo más coriáceo, más materialista, más estúpido. En todos los dominios, aun en el del espíritu, lo que veneramos es el orden policíaco, el orden totalitario, el orden de un mecanismo preciso y riguroso, como el del reloj: tic, tac, tic, tac, tic, tac, por los siglos de los siglos. Este rigor y esta monotonía nos tranquilizan: no hay sorpresa posible. Odiamos por instinto todo lo que venga a interrumpir esa monotonía.

En semejante concepción del orden universal no hay el menor lugar para el milagro. El milagro es un escándalo, un atentado contra la seguridad interior del orden universal y de la conciencia de cada cual, una indecencia intolerable, un absurdo fantasmal, contra el cual conviene movilizar todas las fuerzas del orden, todos los recursos de la inteligencia, frente a ese retorno ofensivo del caos.

La ciencia estaba encargada de poner orden en el universo, era una gendarmería sagrada, responsable del orden cósmico. En estas condiciones, el taumaturgo es el anarquista por excelencia, el enemigo número uno, que lo vuelve a poner todo en cuestión, que no puede tener derecho de ciudadanía en la armonía universal, desterrado por derecho, como el poeta, pero infinitamente más peligroso que el poeta, porque el poeta lanza al orden mecanicista un desafio de palabras con el que siempre cabe arreglárselas, mientras que el taumaturgo es un poeta en actos, que pretende rehacer a su guisa y en un plano imprevisto lo que ya está irremediablemente establecido. El taumaturgo se pone él mismo fuera de la ley para que ésta le aplaste.

El fondo que resiste en nosotros al milagro es el mismo que resiste a la poesía, una pereza ontológica cómplice de todos los hábitos, de todos los conformismos, de todos los tictacs ciegos, un fariseísmo de las pretendidas leyes científicas, tan feroz, tan puritano, tan limitado como el fariseísmo de los doctores que, en nombre de la Ley, aplastó antaño al Señor.

La cita es larga y feroz, pero pone el dedo en una llaga que era necesario señalar con claridad. Sería curioso que en el momento en que la ciencia reconoce humildemente que no tiene argumentos para excluir a priori el milagro, como hacía Renán, viniera una visión pretendidamente progresista a excluir a priori el milagro en nombre de la religión. Esa religiosidad sería la dictadura del viejo concepto del Dios-relojero, pero nada tiene que ver con el evangelio que respira en todas sus páginas la idea de la libertad de Dios.


El sello del Rey

Para ello, será también necesario devolver, desde la religión, el milagro a su verdadero centro. Si el milagro es presentado como un gesto arbitrario de poder, en el que un Dios orgulloso tratase de demostrarnos lo grande que es, ese prodigio será justamente rechazado desde una visión evangélica de la religión. Pero aquí hablamos del milagro de la Biblia y no del milagro polémico de los apologetas.

Para entenderlo justamente tendremos que proponer una norma primera e intocable: no darle ni más, ni menos importancia de la que Cristo le daba. No menos, pero tampoco más. Y tendremos, después, que poner su centro donde Cristo lo puso.

Los milagros son, señaló con precisión santo Tomás, el sello del Rey, que marca con el signo de su omnipotencia el mensaje soberano que el rollo, protegido por el sello, contiene. A los apologetas del XIX les sucedió como a los coleccionistas que se dedicaron a cantar las excelencias del sello, y se olvidaron de que el verdadero destino de todo sello real es el de ser roto para leer el mensaje que el diploma contiene.

Habrá, pues, ante el milagro dos riesgos: magnificar la importancia del sello olvidando el mensaje; y pensar que el sello no existe. El sello es sólo una garantía, nada más que una garantía, pero también nada menos que una garantía.

Mas, evidentemente, la garantía no es más importante que lo garantizado. El milagro no es, nunca fue un fin en sí. Lo descubriremos al acercarnos a la Biblia, devolviendo el debate a su verdadero centro. La existencia de los milagros podrá afirmarse o negarse, pero para afirmar o negar la existencia de una cosa, antes hay que saber de qué se trata. Y la casi totalidad de los enemigos del milagro combaten un concepto filosófico que puede que tenga muy poco que ver con lo que la Biblia nos dice de él.


El milagro en el antiguo testamento

Ciertas visiones ingenuas y tendenciosas del antiguo testamento quieren hacernos ver que el Dios de los profetas es, ante todo, un Dios tonante, espectacular, vengativo. Pero esa imagen retrata más a Júpiter que al Dios de la Biblia. Este puede definirse por cuatro muy diferentes notas complementarias entre sí: el de la Biblia es a) un Dios que actúa; b) un Dios vivo; c) un Dios fuente de todo poder; d) un Dios de bondad y salvación. Desde esta cuádruple coordenada podemos entender el tema del milagro en el antiguo testamento.

La primera página de la Biblia nos presenta a Dios que actúa de palabra y de obra. «Y Dios dijo», «y Dios creó» son los dos ejes del primer capítulo del Génesis. Por ello -como escribe Mussnerreducir el obrar salvifico de Dios a la mera revelación oral contradice abiertamente el testimonio de la Biblia. Dios, más bien, se revela y realiza su obra de salvación «en palabra y obra». De ello se deduciría que un planteamiento que hablara de aceptar la enseñanza del antiguo testamento, pero descalificando de raíz toda la acción de Dios, traicionaría la misma noción de Dios que los textos bíblicos transmiten.

Este Dios actuante está vivo, interviene en nuestra realidad. Escribe Gnilka:

El hombre del antiguo testamento cree en un Dios que actúa personalmente en el curso de la vida de la naturaleza y de los acontecimientos de la historia. Este Dios no sólo conduce el curso normal del mundo, sino que puede, en un momento dado, ocasionar un evento que rompa esta regularidad. El antiguo testamento se encuentra mucho más abierto al milagro que el tiempo moderno, porque, para él, el Dios vivo está detrás de todo.

Este Dios vivo es, no sólo el poder, sino la fuente de todo poder, de quien derivan originalmente todas las demás manifestaciones de poder que hay en el mundo. Para él, no hay limitaciones; con él, todo es posible; nada hay demasiado dificil para él. En cualquier página de la Biblia encontraremos cien ejemplos de este pensamiento.

Pero este poder de Dios no es caprichoso. El recio sentido moral de los hebreos —precisa Alan Richardson— diferenció su idea del poder de Dios de las concepciones típicamente «orientales»; para los hagiógrafos el poder de Dios es siempre expresión de su voluntad, que es «santa y justa». El poder de Dios no es arbitrariedad. Sale del amor y va hacia la salvación. Dios actúa porque ama y para salvar, no para lucirse, ni para demostrar espectacularmente su grandeza. Incluso cuando rompe las formas habituales de la naturaleza es dentro de un plan prefijado de salvación.

Sobre estos cuatro ejes, podemos ya entender qué es y qué no es el milagro en el antiguo testamento.

En primer lugar nos encontraremos que en la Biblia no existe una distinción muy neta entre las acciones ordinarias y extraordinarias de Dios. Para el antiguo testamento cuanto Yahvé hace es milagroso, todo son «sus prodigios». La distinción marcada entre lo ordinario y lo extraordinario es mucho más moderna; la Biblia atiende mucho más al significado religioso de un hecho que a la calidad del mismo.

Podríamos citar cientos de ejemplos de los «prodigios» del Señor en la Biblia. Tomemos, por ejemplo, el salmo 146:

Feliz aquel que en el Dios de Jacob tiene su apoyo,
y su esperanza en Yahvé su Dios,
que hizo los cielos y la tierra,
el mar y cuanto en ellos hay;
que guarda por siempre lealtad,
que hace justicia a los oprimidos,
da pan a los hambrientos,
Yahvé suelta a los encadenados,
Yahvé abre los ojos a los ciegos,
Yahvé a los encorvados endereza,
Yahvé protege al forastero,
a la viuda y al huérfano sostiene.
Yahvé ama a los justos,
mas el camino de los impíos tuerce;
Yahvé reina para siempre,
tu Dios, oh Sión, de edad en edad (Sal 146, 5).

Todos estos «prodigios» son iguales para el judío: crear, ser leal, abrir los ojos a los ciegos, proteger a los huérfanos. Todo es parte del reinado de Dios, que es, todo él, milagroso.

Bien entendió esto san Agustín cuando en un texto famoso escribía:

Los milagros por los que rige Dios el mundo se nos han hecho por su cotidianeidad tan sin relieve que casi nadie estima en algo el considerar las maravillosas y asombrosas obras de Dios en cada grano de trigo. Por eso, fiel a su misericordia, Dios se ha reservado el llevar a cabo en determinados momentos algunas cosas que quedan fuera del curso v orden normal de la naturaleza, para que los hombres, obtusos con los milagros de cada día, se dejen impresionar al ver un acontecimiento no mayor, pero sí más insólito. Verdaderamente la ordenación del universo es un milagro mayor que el saciar a cinco mil hombres con cinco panes. No obstante nadie se admira de lo primero, mientras que lo segundo causa asombro entre los hombres, no porque sea un milagro mayor, sino más extraño.

La diferencia, pues, entre la obra ordinaria de Dios y la extraordinaria estaría más en la admiración de los hombres que en la grandeza de la obra en sí, y tendría un cierto carácter de «suplencia» dada la cortedad de visión de los hombres. Pero en un planteamiento radicalmente bíblico sería correcta aquella afirmación de Simone Weil cuando escribía que tres pasos de un hombre santo son siempre milagrosos, tanto si los da sobre el agua como sobre la tierra firme.


El milagro como espectáculo

Y esta acción de Dios, tanto ordinaria como extraordinaria, no es nunca ostentosa ni caprichosa. Dios actúa siempre para salvar. Por ello, como señala E. Pax, en el antiguo testamento el milagro como espectáculo es imposible. El milagro bíblico no trata de provocar asombro, sino amor. Por eso la Biblia no duda en aceptar que los sabios egipcios también hacen prodigios. Y éstos no son menos espectaculares e incomprensibles que los de Yahvé. Pero no son milagros verdaderos porque sólo puede serlo aquel gesto cuyo testimonio no esté en contradicción con la santidad de Dios. El portento de un dios falso no es recusado por su mayor o menor potencia de sorpresa, sino por su condición moral.

Sólo mucho más tarde en los libros apócrifos extrabíblicos veremos cómo sube a primer plano lo extraordinario del suceso y baja a segundo la condición moral del mismo. Sólo entonces se acentúa el aspecto de «prueba» imprescindible para el reconocimiento de Dios. Los escritores del antiguo testamento presentan el milagro más que como prueba de la grandeza de su Dios, como juicio para el hombre. No piden que se reconozca a su Dios, sino que se «crea» en él, que se «entre» en su salvación y no sólo en su conocimiento.

El milagro del antiguo testamento es, por todo ello, más que un hecho sorprendente, el «signo» de algo más profundo, de un mensaje salvador de Dios. Para encontrarnos con un milagro-espectáculo, un «milagro por el milagro», un milagro-para-convencer-por-encima-de-todo, tendremos que esperar a las tentaciones que el demonio pro-pondrá a Cristo. Pero Jesús las rechazará entre otras muchas razones porque lo que Satanás le pide no es un milagro, sino su caricatura. Y es esta caricatura lo que realmente rechazan muchos de los que atacan al milagro.


Cristo, poder de Dios

Al llegar al nuevo testamento nos encontramos a Cristo presentado como el poder de Dios en acción, según la fórmula de Richardson. San Pablo describe el evangelio como el poder de Dios para la salvación de todo el que cree (Rom 1, 16) y también la cruz de Cristo es el poder de Dios (1 Cor 1, 18). Por eso Cristo no es un poder separado, extraño, una fuerza mágica aparecida de repente sin «significado cósmico», como Simón Mago (Hech 8, 10). Los hechos de Jesús sobre la tierra son simplemente las obras que Dios ha hecho por su medio. Porque, como dice san Pedro en su discurso en casa de Cornelio, Dios ungió a Jesús con el Espíritu santo y con poder: y pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él (Hech 10, 38).

Los milagros de Cristo se sitúan, pues, en la misma línea de los del antiguo testamento. Confundirlos con los de cualquier taumaturgo helenístico es algo que nada tiene que ver con el nuevo testamento que ve en los milagros de Jesús una revelación de ese poder y ese propósito salvador de Dios.


Los milagros de Jesús

Si nos acercamos a los textos evangélicos nos encontramos una serie de características en las narraciones de milagros que merecen ser subrayadas si queremos entender el verdadero sentido de estos hechos.

1) El primer dato es la comprobación de que los cuatro evangelistas y buena parte de los restantes textos del nuevo testamento atribuyen a Jesús numerosos hechos milagrosos. No se los atribuyen, en cambio, a Juan Bautista, ni dicen jamás que la Virgen hiciera ninguno. Sólo los apóstoles cuando predican el reino de Dios participan de esta prerrogativa.

Y atribuyen a Cristo muchos milagros. Más de un tercio de los evangelios sinópticos se dedica a narrar milagros. El más antiguo de los evangelios, el de san Marcos, dedica a esto 209 versos sobre un total de 666 versículos (es decir: un 31 por ciento). Si descontamos lanarración de la pasión, tendremos 200 versículos sobre 425 (es decir: un 47 por ciento). No se trata, evidentemente, de algo accidental, sino de algo a lo que los autores dan mucha importancia.

Además, todos los evangelistas coinciden en afirmar que no cuentan todos los milagros que hizo Jesús. Jesús escribe San Mateo recorría toda la Galilea predicando el evangelio del Reino y sanando todos los achaques y todas las enfermedades en el pueblo. Y su fama se extendió por toda la Siria y le presentaron todos los enfermos, los acometidos de varios males y dolores y los endemoniados y lunáticos y los paralíticos y los curó (4, 23-24). San Juan nos muestra al Salvador haciendo muchos milagros en Jerusalén, al principio de su ministerio (2, 22-23) y los sinópticos nos describen la abundancia de prodigios hechos en Cafarnaún (Mt 8, 16-17; Mc 1, 32-34; Lc 4, 40). San Marcos nos dice que las gentes del país le traían de toda la región los enfermos en sus camillas. Y donde quiera que entraba... ponían los enfermos en las calles y le rogaban que les permitiese tocar siquiera la orla de su vestido y cuantos le tocaban quedaban sanos (Mc 6, 54-56). ¿Cuando venga el Mesías —se preguntaban asombrados muchos judíos hará más milagros que éste? (Jn 7, 31). Muchas otras señales hizo Jesús —dice san Juan como conclusión de su evangelio que no están escritas en este libro. Porque —añade— si se escribiesen todas este mundo no podría contener los libros (Jn 20, 30 y 21, 15).

Tenemos, pues, que aun quitando a estas frases todo lo que pueden tener de hipérbole entusiasta, para los evangelistas Cristo hizo muchos más milagros de los 40 que se describen con detalle en sus textos.

2) El segundo dato es que estas narraciones están tan entretejidas con las enseñanzas de Jesús y con el resto del evangelio que forman una unidad indisoluble. Suprimidas las narraciones de milagros el evangelio quedaría absolutamente ininteligible. Ni se comprendería el odio de los judíos, ni se encontraría el por qué de la muerte de Jesús, ni tendrían explicación la mayor parte de las enseñanzas de Cristo. Este es un hecho que parece incuestionable. Quien rechace, pues, los milagros o los reduzca todos a puros símbolos, tendrá, si quiere ser lógico, que rechazar todo el evangelio. La pretensión de un Renán de quedarse con las enseñanzas y eliminar los milagros es la suma de las inconsecuencias. El mismo Harnack lo confiesa: No es posible eliminar los milagros del evangelio sin destruir éste hasta la base.

Consecuentemente —como señala Richardson— tampoco puede aceptarse la teoría de que los relatos evangélicos constituyen un estrato secundario del evangelio, que fuera, en cierto modo, extraño al ethos del evangelio en su sentido primario. La teoría de unos «narradores de milagros» que habrían incrustado sus fábulas en las enseñanzas escritas anteriormente, carece de toda base y va contra la estructura literaria de los evangelios. No separemos, pues, lo que evidentemente no puede separarse. Leamos los milagros a la luz de las enseñanzas y éstas a la luz de aquéllos.
 

Milagros de todas clases

3) El tercer dato dice que el evangelio nos muestra milagros de muchas clases. Sería ingenuo hablar de prodigios hechos por el poder magnético de un maestro bueno, cuando nos encontramos con tempestades calmadas o de multiplicaciones de pan. O hablar de la creación de climas entusiastas, que curan al epiléptico o al presunto paralítico, cuando se habla de cegueras y de resurrecciones.

Y, en todo caso, presentando los hechos no como fenómenos psicológicos, interiores, sino como fenómenos objetivos comprobados y controlados por muchos, incluidos los enemigos de Cristo que investigaban con el fin de demostrar la falsedad de tales prodigios. En la presentación de tales fenómenos como hechos físicos, tangibles, coinciden los cuatro evangelistas, la multitud, los fariseos. Atribuir todo al fraude y al deseo de engañar es mucho más coherente que intentar «explicaciones» que, al final, resultan mucho más milagrosas que el mismo milagro negado.

Estos hechos se presentan, además, en un clima nada mágico. Normalmente se hacen al aire libre, a pleno sol y con la sola palabra de Jesús. Si en algún caso los acompaña de algún gesto simbólico —mojar los ojos ciegos con saliva no hay en situación ninguna un clima de preparación de prestidigitador o ilusionista. Comparados los milagros de Cristo con los que se cuentan de otros taumaturgos de la época, aquéllos destacan por su simplicidad, su ausencia de toda retórica. En muchos casos, incluso, las curaciones se hacen a distancia, sin ver siquiera al enfermo aludido y en no pocos sin que la fe del curado participe para nada, sin que ninguna tensión emotiva acompañe al suceso. Y son casi siempre milagros absolutamente repentinos. La suegra de Pedro se pone a servirles la mesa recién curada; los paralíticos cargan a cuestas con sus pesadas camillas y se van andando; la hija de Jairo, apenas resucitada, se pone tranquilamente a comer.


Taumaturgo a la fuerza

4) El último dato fundamental es que Jesús hace los milagros a contracorazón. Jamás los busca, muchas veces huye de hacerlos, se niega con frecuencia a intervenir y sólo lo hace vencido por la insistencia de los pedigüeños. Con frecuencia manda guardar silencio a los curados y parece tener interés en imponerles alguna tarea posterior como si no quisiera que le atribuyeran a él todo el milagro.

Más aún: reprende a aquellos para quienes el milagro es lo más importante y se pasan la vida asediando a Dios para que les dé señales. Dice rotundamente que la fe mejor no es la basada en los milagros y que felices son los que creen sin haber visto.

Se trata, evidentemente, de un taumaturgo muy especial. Resolver el problema diciendo que a todos los jefes espirituales se les han atribuido milagros es huir de la luz. Verdaderos o falsos, los milagros de Jesús son absolutamente únicos. Y como tales tienen que ser estudiados, negados o aceptados.


Lo que «no» eran los milagros de Jesús

A la luz de todo esto podemos ya decir, de momento, lo que los milagros de Cristo «no» fueron.

No fueron magia ni maravillosismo. Jamás hizo Jesús milagros teatrales. La pintura de siglos clásicos y, sobre todo, dibujantes como Gustavo Doré nos han acostumbrado a ver en los milagros de Jesús más teatro que misterio. Los «milagros» que nos ha pintado el cine han estado siempre rodeados de mágicos violines y de sorprendentes luces. Pero en los de Jesús sólo hubo sencillez. En muchos casos —como el de la hemorroísa ni los que estaban presentes se enteraron.

No fueron un quebrantamiento espectacular de las leyes de la. naturaleza, como si Dios se complaciera en un golpe de efecto. Fueron más bien la manifestación de la libertad de Dios, la proclamación de que la naturaleza es inferior a su autor y, sobre todo, inferior al designio salvador de Dios. San Agustín lo intuyó en profundidad cuando escribía:

Todos los milagros serían, según algunos, contra la naturaleza. Pero, en rigor, no lo son en absoluto. Porque nada podrá ser nunca contra la naturaleza cuando se realiza por voluntad divina, puesto que la voluntad de este Altísimo creador constituye la naturaleza misma de cualquier cosa creada. El milagro, pues, está en contradicción no con la naturaleza, sino únicamente con nuestra experiencia de la naturaleza.

No son tampoco, como temía Bonhoeffer, un «gesto de poder», no son un gesto ostentoso en el que Dios tratara de demostrar qué poderoso es. Son, sí, un fruto del poder de Dios, pero, sobre todo, un fruto de gracia de Dios, un poder dirigido a la salvación. Si vaciamos a los milagros de esta voluntad de salvación y los centramos en su simple grandeza física, habremos desposeído a los milagros de su alma. «Si no fueran —dice Bruckberger— símbolo de algo, los milagros sólo serían equívocos. Entonces sólo querrían decir: "Que me sigan los que aman el poder"». Cristo no pregona el poder, sino la salvación. Su llamada con los milagros lo que pregona es: Los que quieran la salvación, que me sigan. Tengo poder para dársela.

Mucho menos son los milagros un deseo de lucimiento de Cristo. Basta pensar que jamás hizo un milagro para su utilidad propia. Ya le vimos, en las tentaciones, negándose a convertir las piedras en pan y a descender asombrosamente desde el pináculo del templo. Le veremos mendigar junto al pozo de Jacob el agua que pudo suscitar milagrosamente. Responderá en silencio a Herodes que le pide milagros que pudieran valerle la libertad. Y la misma repulsa opondrá a quienes le piden que descienda milagrosamente de la cruz.

No son chantaje para la inteligencia humana, ante el cual el hombre se vea forzado a capitular. No lo fueron de hecho en su existencia humana. Sus discípulos, que los presenciaron todos, terminaron abandonándole; los fariseos, que le reconocían verdadero taumaturgo, le condujeron a la muerte precisamente porque hacía muchos prodigios. Esta es la gran paradoja del milagro, que cura todas las enfermedades, pero, como señaló Newman, no cura la incredulidad. El milagro es un fruto de la libertad de Dios y, milagrosamente, a pesar de su fuerza probativa es libertad para quien lo recibe y lo percibe. Personas absolutamente convencidas de haber sido objeto de milagros no por ello se han convertido en santas. No hay que pensar que todo fue luz en la segunda vida de los tres resucitados por Cristo.

Allí donde está Dios hay libertad. Cristo reclama esta libertad para su Padre. Por eso se niega a pedirle, a exigirle señales. Escribe F. Six:

A Dios no se le puede poner entre la espada y la pared. Dios es libre. Y libre es también el hombre para reconocer libremente a Dios y no tener que reconocerlo por la fuerza. Jesús rechaza la categoría de mago que el hombre atribuye a Dios y por la que, en realidad, domina a Dios.

Y ésta es la última gran paradoja del milagro evangélico: que teniendo objetivamente un valor de prueba evidente —como definió el concilio Vaticano I— no empuja, sin embargo, a la fe. Se limita a ser, en el planteamiento tomista, un «preámbulo» de la fe', un «reto» a la fe de quien lo conoce.

Y esto es especialmente claro si nos atenemos a un planteamiento evangélico que acentúa mucho más el carácter de «signo» que el de «prueba». Como señala con exactitud el gran especialista Richardson:

En la época del nuevo testamento la capacidad de hacer milagros no se consideraba en sí como una prueba de divinidad. Las primeras comunidades cristianas no habrían negado que los «hijos de los fariseos» hubieran arrojado ocasionalmente a los demonios (Mt 12, 27; Le 11, 19) y la conclusión es que, si obraron de este modo, no habrían derivado su poder de Beelzebuh. Los primeros cristianos no habrían negado que, por ejemplo, Simón Mago o Elimas pudieran hacer milagros. En una época que nada conocía del dogma de la firmeza de la ley natural y en la que el milagro era cosa ordinaria, habría menor tentación para la credulidad en el asunto del «valor evidencial» de los milagros. Jesús mismo rechazó el dar «señales», realizar milagros como evidencias de poder sobrenatural y de su autoridad. Para Jesús y para los escritores del nuevo testamento en general, el significado de los milagros se funda en su carácter, cualidad y sentido espiritual, más que en su patetismo como meros «milagros» (Hech 10, 38). La idea de que el significado de los milagros radica en su «valor evidencial» es una idea moderna, ya que depende, para su efectividad, de una fe prioritaria en la inmutabilidad de las leyes de causa y efecto. Sin embargo, probablemente es cierto decir que, incluso cuando se esgrimieron argumentos del valor evidencia] de los milagros en la controversia con los infieles, los cristianos siempre fueron conscientes de que no era la apelación a lo maravilloso lo que constituía el fundamento de su propia fe.

Todo esto no quiere negar —contra el Vaticano 1— la fuerza probativa del milagro. Quiere decir que el milagro es mucho más, que centralmente es otra cosa. Negar a los milagros claramente conocidos su valor de prueba, sería salirse de la ortodoxia. Reducirlos a eso, centrarlos en eso, sería salirse del evangelio. Y convertir el milagro en una prueba científica o matemática, sería olvidar la libertad que es sustancial a la fe. Dios, afortunadamente, es mucho más respetuoso de la libertad que los apologetas.


Los milagros del Reino

Dicho ya lo que no son (o no son centralmente) los milagros, es hora de que digamos qué son. Y la primera respuesta es sencilla: son los signos visibles que Jesús presenta para mostrar que ha llegado el reino de Dios y concluye el de Satán. Un estudio de los textos evangélicos nos muestra cómo Jesús une siempre los milagros con la idea de la llegada de ese Reino, con el nacimiento de una nueva edad. «Si yo arrojo los demonios por el dedo de Dios, sin duda el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Mt 12, 29). Todo el debate en el que se dicen estas palabras centra definitivamente el tema de los milagros. Jesús no niega que los «hijos de los fariseos» puedan arrojar demonios, lo que niega es que esos milagros se hagan «por el dedo de Dios» y que, por tanto, anuncien el Reino. El Reino ha llegado con él: ha venido «elmás fuerte» que arrojará al «fuerte», a Satán, e implantará la nueva realidad.

Esta doble realidad de un Reino que llega y otro que termina es expresada por las curaciones y por las expulsiones del demonio. Y también por la presencia del Espíritu. Los Hechos de los apóstoles acentuarán la parte que en estos sucesos corresponde a la acción del Espíritu santo. Y Cristo lo dice rotundamente: El Espíritu santo está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la buena nueva, a curar a los que tienen destrozado el corazón, a proclamar la liberación a los cautivos, a dar vista a los ciegos, libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Los milagros son, así, un signo más de ese Reino, unidos a la predicación, inseparables de ella.

De hecho Jesús unirá siempre la idea del milagro con la de la acción misionera de sus apóstoles y de la Iglesia: Id proclamando que el reino de Dios está al alcance de la mano; sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, expulsad demonios (Mt 10, 7). Curad los enfermos que haya en la ciudad y decid/es: El reino de Dios está cerca de vosotros (Lc 10, 9). Y cuando Juan envía mensajeros para preguntarle si ha llegado el Reino, Jesús responde: Id y contada Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la buena nueva (Mt 11, 4). Los milagros son, pues, la prueba de que esa nueva edad ha llegado ya.

Consiguientemente, para Jesús el rechazo de sus milagros es el rechazo del Reino que él anuncia. Jesús no hace milagros allí donde su Reino es rechazado, porque él no hace milagros por lucirse, sino para sembrar un mensaje. Los milagros no son un fin en sí mismos, sino una parte de su proclamación. Por eso condena el pecado de Corozaín y Betsaida: no porque no se admiren ante sus gestos de taumaturgo, sino porque no se convierten, no entran en el Reino. Para Jesús «entender» los milagros es cambiar de vida. La respuesta apropiada a ellos no es la admiración sino: Arrepentíos y creed la buena nueva. La frase con que Mateo comenta esta maldición a las ciudades que no entendieron sus milagros es suficientemente expresiva: Entonces se puso a maldecir a las ciudades en que había realizado la mayoría de los milagros, porque no se habían convertido (11, 20). Se habían admirado, habían entendido. Pero eso no bastaba. Sus milagros buscaban otro blanco.

Si los milagros son, en el evangelio, signos de una nueva realidad, señales de una rotura, es claro que son algo más que puros símbolos. El tránsito del reino de Satán al reino de Dios es todo un giro cósmico; reducir las señales de ese tránsito a puros símbolos psicológicos es reducir también ese tránsito. De ahí que incurran en una nueva contradicción quienes creen que negando la materialidad de los milagros sirven a una visión más elevada del evangelio. Acusar, como

Evely, de materialismo religioso a los milagros y reducirlos a cambios afectivos, es rebajar la importancia de ese tránsito del que los milagros eran signos. La llegada de la salvación era, en todo caso, un giro mucho más alto que el que pueda suponer la superación de una ley de la naturaleza.


Los milagros, revelación cristológica

Si el reino de Dios anunciado por Jesús se realizaba en él, es claro que los milagros han de ser también una revelación de su persona como Mesías. Jesús no vacila en presentar los milagros como obra suya y como manifestación suya: Si en verdad yo arrojo los demonios... (Me 1, 15).

Esto aparece especialmente claro en los textos de san Juan que parece tener interés en presentar los milagros como manifestación de Jesús. El caso de la curación del ciego de nacimiento es especialmente claro: la pregunta de los fariseos ¿Cómo se te han abierto los ojos? (Jn 9, 10) lleva inmediatamente a la otra: ¿Qué opinas tú de ese que te ha dado la vista? Los fariseos ven bien que la curación lleva implícita una problemática sobre la condición del taumaturgo. Y el propio Jesús en el diálogo que sigue reconoce la licitud del planteamiento. El curado reconoce primero a Jesús como «profeta» (9, 17) pero Jesús no se da por satisfecho. ¿Crees pregunta verdaderamente en el Hijo del hombre? Señor dice el curado dime quién es, que quiero —dice, con profunda intuición de la respuesta debida al milagro— entregarme a él. Le estás viendo —responde Jesús . Es el que habla contigo. A lo que el curado replica: Creo, Señor.

Los milagros, pues, no anuncian un Reino abstracto o ideal. Hablan de la nueva edad de la cual Jesús es ya la primera realización. Y no son los milagros fuegos de artificio, pruebas exteriores a esa realización, añadidos; son parte, pasos de ese reino de Dios en Jesús.

No hay en la vida de Jesús —señala con justeza Cabodevilla — ningún milagro que no responda directamente a una necesidad mesiánica. Fuera sugestivo pensar que las maravillas florecían en sus manos casi sin él querer, sólo porque su corazón se creía sin derecho a negar el alivio que las míseras gentes esperaban de su intercesión. No. «Un poder de Dios le impulsaba a obrar» (Lc 5, 17).

Es evidente que el elemento «compasión» era parte importante en los milagros de Jesús. Pero sería un error reducir los milagros a una acción social o sentimentalismo. Jesús en sus milagros nunca se presenta como un reformador social: no afronta sistemáticamente el combate a la enfermedad, no se propone una tarea de curación. Responde simplemente a las peticiones que le hacen. Y esto no centralmente por una razón emocional, sino mesiánica. Centrar todo en la compasión es olvidar que —como señala Richardson— Jesús vivía en una época no afectada aún por el acercamiento humanístico ni por una actitud humanitaria, resultados del nacimiento del liberalismo, aunque ambos tengan su raíz en la actitud ética de Cristo. Eran, pues, sí, fruto de su amor y de su dolor por la miseria humana. Pero ese amor iba más allá de la llaga concreta. Era el Reino ausente más que la herida presente lo que le interesaba, porque sabía que la verdadera herida era esa ausencia del Reino.


La fe y el milagro

Las relaciones entre la fe y el milagro no son tan sencillas como suele decirse. Para el racionalista la fe es causa del milagro, algo que creen ver los que creen. Para algunos apologetas el milagro es siempre causa de la fe. Pero en el evangelio las cosas son más complejas y variantes.

Evidentemente y, por de pronto, el milagro no es un simple fruto de la tensa emoción de los curados. Este planteamiento contrasta con no pocas narraciones evangélicas. Es cierto que en muchas de ellas Jesús parece, antes de hacer un milagro, poner la fe como condición necesaria. Pero también nos encontramos casos en los que la fe no existe en absoluto. Nadie cree en la multiplicación de los panes antes de que Jesús la realice. Jesús calma la tempestad precisamente en el momento en que sus apóstoles demuestran su poca fe. Muchos endemoniados blasfeman de Cristo segundos antes de ser curados. En algún caso —como en el de la viuda de Naín— Jesús actúa sin que siquiera se lo pidan.

Tampoco puede decirse que el milagro fuerce sin más a la fe. En un alto porcentaje de casos los prodigios de Jesús no la producen. El milagro es siempre una invitación a la fe, no una violencia. Y son muchas las raíces del rechazo. Puede provenir de embotamiento espiritual (Jn 6, 15); respeto humano (Jn 12, 42); cálculo político (Jn 11, 48); orgullo legalista (Mc 3, 1-6; Lc 13, 10-16); envidia clerical (Jn 12. 42). En ocasiones se consigue el fruto contrario: los milagros son atribuidos a Beelzebuh (Mc 12, 24-28). Y en muchos casos se quiere que Dios acepte nuestras condiciones y se trata de subordinar la fe a un signo del cielo (Mt 12, 38; Mc 8, 11; Jn 2, 18) sin relación interna con el mensaje.

Pero, evitadas esas generalizaciones, no podemos ignorar que, como señala Louis Monden, el milagro es uno de los principales lugares de mediación entre el mensaje y la fe. El milagro no se hace para forzar a la fe, pero sí para ayudarla. Y la fe no es causa del milagro, pero Jesús nunca deja de hacer un milagro allí donde encuentra fe.

Por otro lado hay en el evangelio una especie de paradoja: en muchos casos vemos a los favorecidos por el milagro «pasar de una fe a otra je» como más tarde diría san Pablo (Rom 1, 7). El régulo, que cree antes y después del milagro (4, 46 y 4, 51), pasa de la simple confianza en Jesús, a la fe en su mesianismo. Marta, la hermana de Lázaro, cree primero en la existencia de un mundo invisible: Sé que resucitará en el último día (Jn 11, 24) y pasa después a creer en Jesús: Creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios que viene a este mundo (11, 27). El milagro hace así pasar a quienes lo reciben de una confianza, más o menos abstracta, a una entrega a la plenitud de Jesús.

De todos modos no podemos olvidar que, para Jesús, la fe que se basa en el milagro no es la más perfecta. Monden lo formula con precisión:

Para Jesús el milagro no es el único camino de la fe, ni siquiera el más perfecto (Jn 4, 48). Es sólo el ruedo de su vestido. Mucho más eficaz es el encuentro con su doctrina y, sobre todo, con su persona. Muchos de los que se le adhirieron más fielmente —los primeros discípulos, Mateo, María de Magdala, Zaqueo y tantos otros, su madre señaladamente— llegaron a él por un camino distinto del de los signos milagrosos: «Bienaventurados los que no vieron y creyeron» (Jn 20, 29).


El milagro como catequesis

Quizá la conclusión más grave del debate racionalistas-apologetas fue la de que, mientras se discutía el aspecto probativo del milagro, se olvidó su contenido. Mientras se contemplaba la cáscara, se malogró la pulpa. Porque si algo hay evidente es que el motivo central por el que Cristo hace los milagros y por el que la Iglesia primitiva los trasmite, es el catequético, comunicar unas enseñanzas, ilustrar la teología y la ética del reino anunciado. En los milagros de Jesús cada gesto, cada frase, está medido. Y toda curación fisica es símbolo de una curación más alta y profunda.

Aunque a comentar este contenido de los milagros dedicaremos los capítulos siguientes, señalemos aquí al menos que, en ellos, Jesús no hace otra cosa que adaptarse a la pedagogía de su época. Vivió Cristo en un siglo en el que se amaban los signos visibles, toda idea buscaba ser expresada en una parábola y mejor si se trataba de un acto, de una parábola viviente. Jesús asume este lenguaje y habla a las multitudes con el fruto de sus manos benditas. Ni siquiera rehúsa el que muchos de estos gestos suyos limiten con la superstición. Jesús —señala con precisión F. Six no manifiesta desprecio alguno por las supersticiones. Superstición era cuanto ocurría en la piscina de Bezatá. Una mezcla de cultos a antiguos dioses semitas y helenísticos había acumulado en torno a la piscina una multitud de enfermos que esperaban «la agitación del agua» (Jn 5, 3), momento en el que la piscina adquiría cualidades curativas. Jesús no desprecia esta superstición, no se burla de esa espera. Cura en cambio a un viejo paralítico que ha sido conducido allí por una mezcla de fe y superstición.

Jesús purificará este lenguaje de su época, pero lo aceptará plenamente. Hoy podemos estar seguros de que, de regresar Cristo, haría muchos menos milagros en nuestro tiempo. No porque hoy sea más dificil, sino porque es menos necesario. El mismo Jesús concentró sus milagros en el comienzo de su predicación. Luego, estos decrecen y desaparecen prácticamente en la pasión, para rebrotar, pero con signo muy diferente, tras la resurrección.

Y es que, repitámoslo una vez más, el milagro de Jesús está en relación, no con su lucimiento, sino con su predicación. Y una fue la hora de sembrar y otra la de morir. En la pasión fue la sangre su lenguaje.


El milagro como esperanza del mundo

Nos queda aún por señalar una última característica del milagro: si es una señal del Reino y éste es un Reino escatológico, el Reino de la gran esperanza hacia la que estamos en camino, es evidente que no puede faltar al milagro una nota escatológica.

Efectivamente el milagro es, mucho más que algo que se cierra en sí, una flecha hacia el futuro, un señalar el mundo que viene y en el que el dolor y la enfermedad serán definitivamente derrotados.

Escribe Metz:

El milagro de ninguna manera es una demostración arbitraria de Dios; más bien está ubicado en un contexto universal e histórico de promesa: como anticipación testimonial del poder de salvación y de la salvación escatológica de Dios, que se inicia definitivamente como porvenir de la humanidad en Jesucristo y en su resurrección.

Los milagros, pues, lejos de ser un freno a la libertad del hombre, un resto del pasado al que debamos estar encadenados, son, en realidad, la esperanza del mundo adelantada, presentida. Por eso afirmaba san Pablo que negar los milagros de Jesús es dejarse apartar de la esperanza que ha traído el evangelio (Col 1, 23). Los milagros lejos de ser una rotura de la naturaleza, son un signo de los deseos de la naturaleza que lucha contra el desorden al que está sometida y que gime con dolores de parto (Rom 8, 20) hasta lograr un nuevo nacimiento, que en cierto modo los milagros prefiguran. El Jesús taumaturgo es el Jesús profeta, el Jesús profeta es el Jesús poeta. Lo que los poetas sueñan, él puede realizarlo. Los milagros son sus metáforas puestas en pie. Por eso Jesús es libre; no anarquista, pero sí libre. No juega con la naturaleza, la dirige hacia su fin verdadero.

Como dice Bruckberger:

Se comprende muy bien que los representantes del orden establecido, de la ley inflexible, del tictac determinista, le hayan odiado, le hayan derribado, le hayan pisoteado. Pero al tercer día resucitó como había dicho. El es quien tiene la última palabra. Pero esta última palabra la pronuncia tan bajo, como verdadero poeta, que sólo la oye quien tenga buenos oídos para oír.


¿Existieron los milagros?

¿Pero existieron realmente los milagros? ¿Hubo, en verdad, en tiempos de Jesús ciegos que vieron, muertos que regresaron a la vida, tempestades que se calmaron con sólo una orden, panes que, siendo pocos, sirvieron para saciar el hambre de muchos? ¿Fue todo esto realidad o se trató de simples parábolas, de puros símbolos a través de los cuales explicaban los evangelistas las enseñanzas de Jesús o subrayaban la excelsitud de su persona?

La pregunta es grave, tan grave que el mismo Jesús se enfrentó con ella cuando se volvió a sus discípulos para preguntarles: ¿No os acordáis de cuando partí cinco panes para cinco mil? ¿Cuántos canastos llenos de trozos recogisteis? (Mc 8, 19). Jesús se siente ya parte de la historia y desde esa historia se vuelve a nosotros y a sus discípulos para preguntar: ¿Es que todavía no entendéis?

La verdadera raíz del problema está en el hecho de que hablamos de la historicidad de sucesos del pasado, hechos que en modo alguno podemos tocar, comprobar, medir científicamente. El hombre de hoy no tiene a mano los milagros sino narraciones de milagros. Es sobre ellas sobre lo único que podemos discutir. Nuestra respuesta a esas preguntas dependerá, pues, en definitiva de la fe que demos a esos testigos que nos los cuentan.

¿Son estos testigos verdaderos cronistas, verdaderos historiadores, son simplemente predicadores, o son acaso fabulistas?

Es perfectamente sabido que los evangelios ni son ni quieren ser una crónica que narra día a día y con minuciosidad los hechos de Jesús. Ni siquiera el historiador hace eso. Escribe más bien desde una determinada perspectiva y desde ella selecciona, acumula, ordena, interpreta.

Con las narraciones de milagros es evidente que ocurre lo mismo. Los evangelios no son un boletín oficial que narra día a día lo que Jesús realizó. Escritos todos ellos a la luz de la pascua, sus autores acumulan, ordenan, seleccionan y, sobre todo, contemplan todo a la luz de la resurrección.

¿Quiere esto decir que los evangelistas hagan labor de predicadores, de teólogos, no de historiadores? Es este un planteamiento muy corriente hoy, pero lleno de ambigüedades. Richardson lo plantea con mucha claridad:

A veces se ha dicho que los evangelistas no son primariamente historiadores, sino teólogos; pero esto es una verdad a medias, apta para sembrar el confusionismo: ellos han cumplido exactamente la tarea propia del historiador: nos han dado una selección e interpretación de ciertos hechos que consideraron de crucial importancia. No son cronistas; no han tratado de catalogar todas las cosas que Jesús dijo o hizo, y si hubieran intentado hacerlo, habrían intentado hacer lo imposible. Así los evangelistas no nos han narrado gran número de los hechos sobre Jesús que un biógrafo moderno habría reseñado en su primer capítulo. Sólo están interesados en darnos esos hechos que les parecieron esenciales para entender el misterio de Jesús. Han seleccionado los hechos más significativos y han dejado otros que, aunque pudiéramos estar más interesados en ellos, no serían relevantes para el propósito que ellos tenían entre manos. Son historiadores que —como deben hacerlo todos los que se precien de ello— han seleccionado sus hechos y les han dado su interpretación, teniendo en cuenta que, si no aceptamos esa interpretación, somos escépticos sobre la verdadera posibilidad de nuestro conocimiento de los hechos mismos.

La historia que los evangelistas escriben es su buena nueva, su evangelio. Si aceptamos su evangelio, aceptamos la historia que ellos narran y no vemos dificultad en creer con ellos que la «forma» de la revelación que Dios hizo en Cristo incluyó la ejecución de las «señales que proclamaban ante los ojos abiertos la plenitud de la expectación secular de los profetas de Israel, la promesa de que Dios visitaría y redimiría a su pueblo. Si rechazamos este evangelio, inevitablemente rechazaremos la idea de que Jesús hizo milagros, o trataremos de explicarlos por medio de la hipótesis de «curación por la fe» u otras teorías modernas igualmente desviadas del punto de vista de la teología bíblica. La verdad es que los relatos milagrosos son una parte del evangelio mismo: Cristo es, para los escritores neotestamentarios, la manifestación del poder de Dios en el mundo y sus acciones poderosas son las señales de la actuación efectiva de ese poder.


Una respuesta personal

Por eso la respuesta a la pregunta de si existieron realmente milagros en tiempo de Jesús será siempre una respuesta personal. No una respuesta irracional y menos antirracional; tampoco una respuesta puramente subjetiva, pero sí una respuesta personal.

No antirracional porque sería anticientífico negar en nombre de la ciencia la posibilidad de los milagros. La ciencia no puede ni probarlos ni negarlos. Puede, cuando más, señalar que una cosa excede sus límites. Y reconocer que hay fuerzas que van más allá de la ciencia.

Tampoco irracional o puramente subjetiva porque se basa en el testimonio de testigos evidentemente sólidos. Tanto los cuatro evangelistas, como los demás escritores neotestamentarios, como toda la tradición primitiva coinciden en su testimonio, con tantas garantías de fiabilidad como las que pueda exhibir cualquier otro hecho ocurrido en la época. Su testimonio queda aún más acreditado si se compara con los relatos de los apócrifos o con los de los milagros atribuidos a otros taumaturgos contemporáneos del paganismo (por ejemplo Apolonio de Tiana). La notable sobriedad, la ausencia de exageraciones, la sencillez de los textos evangélicos contrasta con el exhibicionismo, la ampulosidad de otros textos contemporáneos. La dignidad, la seriedad, el contexto de oración, la profundidad ética de los milagros de Jesús, vuelve a contrastar con los trances, las fantasmagorías, los trampantojos de los demás taumaturgos. Entre los milagros de Jesús no hay ninguno inútil, hecho por vanidad o prestigio, ninguno oscuro en sus intenciones, ninguno que trate de herir o castigar a los enemigos, ninguno que haga daño a nadie, como es frecuente en otras mitologías. Tampoco parten de un plan sistemático de rodear todo de milagros: no hace ninguno siendo niño, ni continúan los milagros durante la pasión. Nunca se subraya el éxito de los milagros, más bien su fracaso. Y todos los milagros concuerdan perfectamente con el resto de la doctrina y figura de Jesús. La validez testimonial parece más que suficientemente acreditada para una adhesión no irracional.

No obstante, la última decisión ante el milagro es siempre una decisión de fe. Por eso decimos que se trata, a fin de cuentas, de una respuesta personal. Creer que Cristo hizo cosas prodigiosas, esto puede hacerse sobre bases históricas o científicas. Pero los milagros de Jesús eran mucho más que maravillas. Eran los signos de un Reino y, en definitiva, no puede «entenderlos» sino quien ya ha entrado o decidido entrar en él. Nuestra inteligencia crítica y nuestra investigación histórica nos servirán para determinar la naturaleza y circunstancias de los milagros. Pero el conocer a Jesús, poder de Dios, y «entender» esas obras es, en definitiva, fruto de su gracia.

II. JESÚS MÉDICO

El primer campo donde se producen los «signos» de Jesús es el de la enfermedad. Y aquí nos asalta una primera pregunta: ¿A qué se debe esa especie de océano de dolor que parece rodear a Jesús en los evangelios? Encontramos la respuesta si nos acercamos a la historia de la época.

El estado sanitario del pueblo judío era, en tiempos de Jesús, lamentable. Todas las enfermedades orientales parecían cebarse en su país. Y provenían de tres fuentes principales: la pésima alimentación, el clima y la falta de higiene.

La alimentación era verdaderamente irracional. De ahí el corto promedio de vida de los contemporáneos de Jesús y el que veamos con tanta frecuencia enfermos y muertos jóvenes en la narración evangélica. La Biblia nos habla, además, de numerosos casos de enfermedades intestinales, debidas, sin duda, al agua de fuentes y cisternas contaminadas, a frutas inmaduras, a carnes demasiado grasas.

Pero era el clima el causante de la mayor parte de las dolencias. Cada país —como señala Willam tiene sus enfermedades propias. En el clima de Palestina se dan con frecuencia bruscos cambios de calor y frío. El tiempo fresco del año, con temperaturas relativamente bajas, pasa, sin transición ninguna, en los «días Hamsin» (días del viento sur del desierto), a temperaturas de 40 grados a la sombra. Y, aun en esos mismos días, la noche puede registrar bruscos cambios de temperatura que, en casas húmedas y mal construidas como las de la época, tenían que producir fáciles enfriamientos.

A esto se debe sin duda la frecuencia de «fiebres» que llena las páginas evangélicas, si bien es verdad que los judíos llamaban «fiebre» a toda enfermedad, tomando el efecto por la causa. En el caso de la suegra de Pedro se nos habla de una «fiebre alta» que alude probablemente a la disentería tan frecuente en la época.

Muy abundantes eran también entonces las afecciones de la vista y el evangelio es un buen testimonio de ello, con el constante desfilar de ciegos por sus páginas. Se ven aún hoy abundantísimos en las calles de Jerusalén. La fuerte luz del Oriente, las grandes polvaredas tras prolongadas sequías, llevan consigo muchas enfermedades oftálmicas. Aún hace pocos años el hospital de San Juan en Jerusalén atendía a un promedio de 19.000 enfermos de la vista, cifra anual altísima, puesto que se refiere sólo a la ciudad de Jerusalén y los alrededores. En la época de Jesús no existían estas atenciones y muchas cegueras eran simplemente conjuntivitis mal curadas.

De todas las enfermedades la más frecuente y dramática era la lepra que se presentaba en sus dos formas: hinchazones en las articulaciones y llagas que se descomponen y supuran. Sobre esta enfermedad —como más tarde detallaremos , pesaba una gravísima reglamentación legal que daba al leproso por definitivamente perdido para la sociedad.


Medicina y oración

¿Cuál era la postura de los judíos frente a la enfermedad? Ellos, como los demás pueblos del antiguo Oriente, no tenían una doctrina científicamente elaborada sobre las enfermedades y los modos de curarlas, al igual que los tuvieron los griegos. Para caldeos, egipcios y judíos, la medicina continuaba siendo parte de la religión. El arte de curar se inspiraba fundamentalmente en la convicción de que la mayor parte de las enfermedades se debía a la intervención de agentes sobrenaturales. La enfermedad era un pecado que tomaba carne y los estados morbosos eran fruto de la invasión del cuerpo por espíritus malignos, a consecuencia de algún pecado cometido contra Dios. El Dios ofendido se vengaba en la carne del ofensor.

Por ello, el tratamiento de las enfermedades era tarea casi exclusiva de sacerdotes y magos, a los que se recurría para que, a base de ritos, exorcismos, fórmulas mágicas, oraciones, amuletos o misteriosas recetas, obligaran a los genios maléficos a abandonar el cuerpo humano. Enfermedad y endemoniamiento eran dos caras de la misma moneda. Había así verdaderos rituales de himnos religiosos a los dioses de la medicina para curar la fiebre, las palpitaciones, las fracturas, las más diversas dolencias.

Más tarde los egipcios comenzaron a desarrollar una medicina más empírica, mientras los caldeos seguían inclinándose hacia fórmulas mágicas. Los judíos se quedaron en una zona intermedia. Según los testimonios del antiguo testamento, Abrahán no debió traerse muchos conocimientos médicos cuando salió de Ur, y tampoco consiguieron grandes progresos durante su estancia en Egipto. La raíz de este desinterés era fundamentalmente religiosa. Para los judíos era Yahvé el «curador» por excelencia. No había por qué acudir a las ciencias extranjeras cuando su Dios podía hacerlo mejor. Si oyeres dice el libro del Exodo— la voz de Jehová, tu Dios, e hicieres lo recto delante de sus ojos y dieres oído a sus mandamientos y guardares todos sus estatutos, ninguna enfermedad de las que envié a los egipcios te enviaré a ti; porque yo soy Jehová, tu sanador (15, 26).

En el tiempo de los reyes nos encontramos ya con médicos que curaban heridas y fracturas. Pero la visión del libro santo sigue siendo crítica para ellos. En el Libro de las Crónicas se nos cuenta la historia del rey Asa, que murió porque no buscó a Yahvé, sino a los médicos (2 Cró 16, 12).

Pero, progresivamente, la fe en la medicina va creciendo y deja de verse una oposición entre ella y la oración. Así leemos en el Eclesiastés:

Atiende al médico antes de que lo necesites, que también él es hijo del Señor. Pues del Altísimo tiene la ciencia de curar, y el rey le hace mercedes. La ciencia del médico le hace andar erguido y es admirado por los príncipes. El Señor hace brotar de la tierra los remedios, y el varón prudente no los desecha. ¿No endulzó el agua amarga con el leño para dar a conocer su poder? El dio a los hombres la ciencia, para mostrarse glorioso en sus maravillas. Con los remedios, el médico da la salud y calma el dolor, el boticario hace sus mezclas, para que la criatura de Dios no perezca. Y por él se difunde y se conserva la salud entre los hombres (38, 1-8).

Pero no todo puede hacerlo la medicina. Por eso el mismo texto del Eclesiastés prosigue:

Hijo mío, si caes enfermo no te impacientes: ruega al Señor y él te sanará. Huye del pecado y la parcialidad y purifica tu corazón de toda culpa. Ofrece el incienso y la oblación de flor de harina; inmola víctimas pingües, las mejores que puedas. Y llama al médico, porque el Señor lo creó y no le alejes de ti, pues te es necesario. A veces acierta; porque también él oró al Señor, para que le dirigiera en procurar el alivio y la salud, para prolongar la vida del enfermo. El que peca contra su hacedor caerá en manos del médico (38, 9-15).

No obstante, la medicina estaba poco difundida y no pasaba de elemental. Flavio Josefo nos cuenta en sus «Antigüedades judías» que Herodes se puso en manos de los médicos durante su última enfermedad: le recomendaron los baños calientes de Calirrhoé y le recetaron baños de aceite, pero todo esto no consiguió sino acelerar su muerte. El mismo evangelio habla de los médicos con una cierta ironía cuando nos cuenta el caso de la hemorroísa que llevaba enferma doce años y había sufrido mucho de muchos médicos y había gastado todo lo que tenía y nada había aprovechado, antes le iba peor (Mc 5, 25).

Probablemente, por eso la gente prefería inclinarse a todo tipo de ritos mágicos, que, a veces, hasta estaban minuciosamente reglamentados. He aquí por ejemplo la receta que da el rabino Iacham para curar el flujo de sangre:

Tomad goma de Alejandría, el peso de un denario, lo mismo de alumbre y lo mismo de azafrán de jardín, majadlo junto y dadlo con vino a la mujer hemorroísa. Si no se obtiene el efecto deseado, tomad tres veces tres trozos de cebolla de Persia, cocedlos en vino y dádselos a beber a la mujer, diciendo: sana de tu flujo. Si tampoco da resultado, llevadla al cruce de dos caminos, que ella tenga en la mano una vasija de vino y que alguien la asuste por la espalda diciendo: Sana de tu flujo. Si tampoco se obtiene resultado, tomad un puñado de comino y otro de heno griego, ponedlos a hervir en el vino y dádselos a beber, diciendo: sana de tu flujo. Si tampoco diera resultado, cavad siete fosas, en las cuales quemaréis sarmientos de parra no podados, y la mujer, con una vasija de vino en la mano, se sentará sucesivamente al borde de cada fosa y se la mandará levantarse diciendo: sana de tu flujo.

Con tan complicado y largo proceso era bastante probable que la enfermedad se marchara, aunque sólo fuera por cansancio. Otras veces aún se acentuaba más el elemento mágico. Había que coger las plantas medicinales al mismo tiempo que se decían ciertos conjuros, era necesario hacerlo en una buena hora y en un día de suerte y, además, había que meter en el agujero de la raíz extraída siete granos de trigo y otros siete de cebada untados con miel. Luego había nuevos conjuros para la hora de aplicar la medicina. El curandero tenía que agarrar al enfermo por los cabellos o vestidos o por parte alguna que tuviera con él relación vital mientras cuchicheaba conjuros con toda clase de nombres misteriosos e ininteligibles, según tiempos y señales determinadas.

Subrayo todo esto para recordar que ninguno de estos gestos mágicos encontraremos en Jesús. Ni cuchicheos, ni magias, ni inciensos, ni letanías de conjuros. Un solo gesto hay en las curaciones de Jesús que coincida con las costumbres de la época: el uso de la saliva. Lo encontramos en otros varios pasajes del antiguo testamento. Los judíos pensaban que la repugnancia de la saliva incitaba de algún modo a salir a los malos espíritus. Pero aun este gesto carece, en Jesús, de ese sentido. Jesús la usa como una forma simbólica que pueden entender quienes le escuchan y pone en su uso la que era, probablemente, la verdadera raíz del gesto: la fuerza desinfectante y curativa de la misma saliva, que, por lo demás, nunca usa Cristo en caso de endemoniados.


Jesús ante la enfermedad

¿Y cuál es la postura de Jesús ante la enfermedad? En primer lugar no la de un reformador teorizante ni la de un teólogo misticoide. Harnack ha descrito con justeza esa actitud de Jesús al escribir:

Jesús dice muy poco sobre la enfermedad. La cura. No dice que la enfermedad es salud; la llama por su propio nombre, tiene compasión de la persona enferma. Nada sentimental o artificial hay en Jesús; no hace finas disquisiciones; no anda profiriendo sofismas sobre un pueblo sano que en realidad está enfermo, ni de un pueblo enfermo realmente sano... Jesús no distingue rígidamente entre la enfermedad del cuerpo y la del alma: a ambas las considera como diferentes expresiones de una dolencia suprema en la humanidad.

Este último aspecto es realmente el central en el nuevo testamento: la conexión entre curación y salvación. La primera comunidad cristiana vivió el concepto bíblico de que la enfermedad era consecuencia (y a veces hasta castigo) del pecado (1 Cor 11, 30). Y el mismo Cristo participa en cierto modo de esta mentalidad (Jn 9, 3; Lc 7, 21). La palabra griega con que se designa a la enfermedad significa exactamente «azote» y el verbo «salvar» significa al mismo tiempo «curar», salvar de un peligro, guardar sano y «salvar» en sentido teológico. Jesús vive esa identificación según la cual su tarea de médico de los cuerpos es parte y símbolo de su función de redentor: No necesitan médico los sanos, sino los enfermos; no ha venido a llamar justos, sino pecadores. Y aún podemos observar que Jesús concluye sus palabras a la pecadora en casa de Simón con la misma frase con que cierra la curación de la hemorroísa y tantas otras: Tu fe te ha salvado (Lc 7, 50; Mc 5, 34). Un análisis de las curaciones hechas por Jesús mostrará más claramente cómo la curación física es siempre el símbolo de una nueva vida interior.


Una historia de fe

La primera curación la colocan los evangelios en el mismo lugar en que meses antes cambiara el agua en vino. Jesús acaba de regresar a Galilea y la voz de su llegada se corrió de pueblo en pueblo. Llegó hasta la casa de un funcionario de Herodes Antipas que vivía en Cafarnaún. Hasta poco tiempo antes este hombre se creía importante. El «régulo» le llamaban, el reyezuelo. Pero desde hacía unas semanas este hombre sabía qué poco importante era. La enfermedad había entrado por las ventanas de su casa y en la puerta esperaba la muerte. Su hijo (hijo único, según la fórmula que usa Juan) deliraba bajo el peso de las fiebres malignas que frecuentemente sacudían aquella región, pantanosa a trechos y plagada de mosquitos. Lo habían probado todo, médicos, curanderos, sahumerios. Pero la enfermedad tenía bien sujeta a su presa. Las esperanzas decrecían como un agua que se va de las manos. Alguien debió sugerir el nombre del más nuevo y extraño curandero: el que había cambiado el agua en vino en Caná y de quien contaban y contaban prodigios. El funcionario mandó a buscarle a Caná, a Nazaret, a todos los pueblos donde podía estar. Pero de todas partes llegaba la misma descorazonadora respuesta: Se fue hace meses a Judea, debe de andar por Jerusalén. El régulo se sentía agonizar junto a su muchacho.

Y, de pronto, la noticia: ha llegado, acaba de regresar a Caná. Esta vez el funcionario real no envió emisarios, se puso él mismo en camino, subió a la carrera la pendiente que conduce de Cafarnaún a Caná.

Cuando estuvo ante Jesús no se anduvo con rodeos. Estaba acostumbrado a dar órdenes y a ser obedecido. Pero esta vez suplicó. Le rogó que bajase y curase a su hijo que estaba moribundo, dice el evangelista (Jn 4, 47).

Jesús le miró desconcertado, casi colérico. ¿No podían dejarle en paz un solo día? No había comenzado a repartir su palabra y ya le pedían, le exigían que repartiera aquella otra enorme palabra del milagro. Su voz se endureció: Si no veis señales y prodigios no creéis. El cortesano le miró sin comprender. No le extrañaba la negativa, sino la desconcertante respuesta. El no había venido para creer en nada, quería la salud de su hijo, eso era todo. ¿O quizá había venido, si no para creer, sí porque ya creía? No, se respondió, no creía, se agarraba a aquel clavo ardiendo, a aquella última posibilidad. El problema de si creer o no, se lo plantearía más tarde. Ahora lo que urgía era taponar la entrada de su casa para que no penetrara la muerte. Por eso no quiso escuchar las palabras que le dirigían. No iba a entrar en discusiones, cuando urgían los minutos. Cierto que era la primera vez que le negaban una cosa así. Otros curanderos habían corrido a su casa con una sola insinuación. Su dinero podía permitirle ese lujo. Pero este otro curandero no parecía venderse a sí mismo, sino una fe que el funcionario aún no sabía ni en qué consistía. Se comió por eso su orgullo y sus preguntas y dejó paso a las súplicas de un padre angustiado: Señor, ven antes de que mi hijo muera. El mismo se asombró de sus palabras apenas las oyó salir de su boca. ¿Señor? ¿por qué había dirigido este título a aquel desconocido? El no tenía más señor que Herodes. Pero aquel título se le había escapado de los labios sin pensarlo siquiera. ¿Era un comienzo de aquella fe que el desconocido le pedía?

La mirada de Jesús se había ahora suavizado. También él se había percatado de cuánto significaba aquel título en labios del funcionario. El vestido de sedas y dorados trataba de «señor» a quien tenía más bien aspecto de mendigo. Acentuó aún más su sonrisa y le devolvió una respuesta enigmática: Vete, tu hijo vive.

El funcionario sintió que algo giraba en su corazón. Aquella argolla que le apretaba desde hacía semanas había aflojado su presión. Pero él mismo no entendía bien el porqué. En realidad la respuesta del misterioso no significaba nada. Por de pronto se negaba a bajar con él a Cafarnaún. Por otro lado nada decía de que su hijo se hubiera curado. Simplemente decía que su hijo estaba vivo. ¡El lo que quería es que siguiera estándolo! Durante décimas de segundo el funcionario comprendió que lógicamente no debía aceptar aquella respuesta. Era, sin duda, una de esas contestaciones ambiguas que usan los curanderos para asegurarse el éxito: si el muchacho curaba se atribuiría a sí el acierto; si moría, en realidad el curandero no había prometido nada.

Pero, asombrado, el funcionario se dio cuenta de que estaba creyendo. Aquel hombre hablaba de tal manera que no cabía doblez en sus palabras. Lo que él decía «tenía» que ser verdad. Por eso «creyó en la palabra que le había dicho Jesús y se fue».

Ahora llevaba en el corazón dos esperanzas: que su hijo curase y que aquel hombre hubiera dicho la verdad. Parecían la misma, pero eran dos esperanzas distintas. Y el funcionario comenzó a darse cuenta de que la veracidad de aquel hombre le importaba ya tanto como la salud de su hijo.

Por eso cuando, cuesta abajo, vio venir enfrente, sudoroso, a uno de sus criados y cuando éste grito: «¡Curado, tu hijo está curado!», el funcionario, antes aún de dejar a su corazón estallar de alegría, se precipitó a preguntar a qué hora había cesado la fiebre. Ya no le bastaba que su hijo estuviera sano, quería que esta salud se la debiera a aquel extraño galileo. «A la una», le dijeron. Y entonces comprendió que ya podía alegrarse del todo, porque precisamente a aquella hora había dicho el hombre que su hijo estaba vivo.

Y ahora sí que creyó. Ya no era el clavo ardiendo lo que le llevó a Caná; tampoco era la confianza que le nació cuando oyó hablar a Jesús; ahora era verdadera fe; ahora estaba seguro de que, al curar a su hijo, aquel hombre había hecho algo más: había dado un sentido a su vida personal, le había resucitado a él. Le pareció que el mundo giraba, la tierra se había llenado de razones para vivir.

Por eso repartió su alegría. Y habló de aquel hombre de tal modo que no sólo creyó él, sino también los suyos, su mujer, sus criados. El, como la samaritana, se había convertido en misionero.

Después, también como la samaritana, descendería al silencio de la historia. ¿Siguió a Jesús? ¿Le dedicó el resto de su vida? Los historiadores han querido ver en una de las mujeres que siguen a Jesús (la llamada «Juana», mujer de Cusa, administrador de Herodes, de la que habla Lucas 8, 3) a la esposa de este funcionario. Puede ser. Puede no ser. Lo único cierto es que este hombre había vivido —aunque sólo fuera por un minuto— la plenitud de la fe. Su vida estaba, con ello, llena y repleta para siempre.


La suegra de Pedro

El milagro siguiente aún fue más sencillo, casi diríamos que familiar. Jesús había bajado, pocos días antes, a Cafarnaún. Y se hospedaba allí en la casa de Pedro y Andrés. Era sábado y, antes de bajar a la casa, Jesús participó en los cultos sabáticos de la sinagoga. Luego, para la cena, se dirigieron a la casa de los suegros de Pedro.

¿Vivía la esposa de Pedro? Algunos exegetas suponen que no, al no verla aparecer en la escena y ser, después de curada, la suegra quien sirve la mesa. Pero, sea como fuera, lo cierto es que Pedro vive con los padres de su esposa. Esto era corriente en Palestina, donde las casas eran casi más del clan que de la familia. No eran infrecuentes las aglomeraciones de primos, tíos, suegros, nietos.

Y la suegra de Pedro estaba enferma. Según Mateo, Cristo la vio en la cama al entrar en la casa. Marcos dice que «se lo dijeron». Según Lucas alguien de la familia se atrevió a pedirle a Jesús que la curara: intercedieron con él en su favor. No hacía realmente falta. Jesús, que nunca hizo milagros para sí mismo, no podía regatearlos tratándose de los suyos.

Se acercó a la cama donde estaba postrada con fiebre la mujer. Con «fiebre alta» puntualiza con frase científica Lucas, el evangelista médico. Eran las fiebres tan frecuentes en aquella región próxima al lago.

Y todo fue sencillo. La tomó de la mano. Le mandó que se levantase. Y ella se puso en pie y comenzó a servirles. Eran como dos milagros. No sólo desapareció la fiebre sino también sus consecuencias: la debilidad, el vacío, la fatiga que una gran fiebre deja.

Se puso a servirles. El evangelio no añade ni gritos de júbilo, ni fiestas. Todo es sencillo: un grupo de amigos cena en camaradería y la suegra de uno de ellos les sirve. Eran de casa, nunca les hubiera servido una mujer de otra manera.

Ella cumple simplemente su oficio. Y, en la frase, aparentemente sin importancia, encierran los evangelistas la enseñanza del milagro. Quieren decir —como señala Richardson— que los cristianos que han sido liberados del poder del pecado y recobrado la salud, deben comenzar inmediatamente a usar sus bendiciones en servicio del Señor. Lo que antes terminó en fe y misionerismo, termina ahora en servicio.

Y esta vez el prodigio de Cristo tuvo más repercusión de la que él hubiera querido. La noticia pronto corrió por la aldea. ¡Tener allí a tal taumaturgo y desaprovecharlo, hubiera sido locura! Por eso todos decidieron acudir a él. Pero era sábado y no podían transportar sus camillas. Esperaron, por ello, a la puesta del sol y entonces la puerta de la casa de Pedro se llenó de enfermos y mutilados que imploraban. Jesús no se resistió esta vez: imponiendo las manos sobre cada uno, los curaba. Y todos comenzaron a gritar: Tú eres el hijo de Dios. Pero Jesús les mandaba callar. El mismo que había pregonado su mesianismo a la samaritana, lo ocultaba aquí. Los galileos ardían de esperanzas políticas. Y el entusiasmo podía llevarles hacia visiones que no eran las de Jesús. Sus milagros debían conducir al servicio, no a locas ilusiones políticas.


El pecado hecho lepra

Por el camino venía un gemido amargo de esquilones rotos. Era un sonido que hacía temblar a los judíos. Había quienes corrían con sólo oírlo. Y todos aceleraban el paso. Temían ver aparecer, de un momento a otro, aquellas piltrafas de hombres que llamaban leprosos. Oían sus gritos: «Tamé, tamé» (Impuro, impuro), y toda su piel de hombres y de cumplidores de la ley se ponía en estado de alerta.

Porque no era sólo el horror físico. Era todo lo que aquella piel podrida, cayéndose a trozos, simbolizaba. Dios estaba detrás con su látigo, y «golpe de látigo» quería decir exactamente el nombre que los judíos daban a la lepra: Tzara'at. ¿Qué no habrían hecho aquellos hombres para que el Dios de los cielos manchara así su carne?

Y, aunque los judíos aplicaban esta idea del mal físico como castigo del pecado a todas las enfermedades, la lepra se había convertido en el chivo expiatorio de todas las demás. Era la enfermedad por excelencia, la que manchaba cuerpo y alma más que ninguna. Todo estaba, por ello, minuciosamente reglamentado. El libro del Levítico había dedicado largos párrafos a la vida que debían llevar los leprosos:

Y el leproso en quien hubiera llaga, sus vestidos serán deshechos y su cabeza descubierta, y embozado pregonará: «Impuro, impuro». Todo el tiempo que la llaga estuviere en él será impuro: habitará solo; fuera de la ciudad será su morada. Y cuando en el vestido hubiere plaga de lepra, en vestido de lana o en vestido de lino o en estambre o en trama de lino o de lana, o en piel, o en cualquier obra de piel; y que la plaga sea verde, o bermeja, en vestido o en piel, o en estambre o en trama o en cualquier obra de piel, plaga es de lepra, y se ha de mostrar al sacerdote. Y el sacerdote mirará la plaga y encerrará la cosa plagada por siete días. Y el séptimo día mirará la plaga; y si hubiese cundido la plaga en el vestido, o estambre, o en la trama, o en la piel, o en cualquier obra que se hace de pieles, lepra roedora es la plaga; inmunda será. Será quemado el vestido o estambre, o trama de lana o de lino, o cualquiera obra de pieles en que hubiere tal plaga; porque lepra roedora es: al fuego será quemada. Y si el sacerdote mirare y no pareciere que la plaga se haya extendido en el vestido, o estambre, o en la trama o en cualquier obra de pieles, entonces el sacerdote mandará que laven donde está la plaga y lo encerrará otra vez por siete días. Y el sacerdote mirará después que la plaga hubiera sido lavada; y si pareciere que la plaga no ha mudado de aspecto, aunque no haya cundido la plaga, inmunda es; la quemarás al fuego; corrosión es penetrante, esté lo raído en la haz o en el envés de aquella cosa. Mas si el sacerdote la viere, y pareciere que la plaga se ha oscurecido después de que fue lavada, la cortará del vestido, o de la piel, o del estambre, o de la trama. Y si aparecier ,más en el vestido, o estambre, o trama, o en cualquier cosa de pieles, reverdeciendo en ella, quemará al fuego aquello donde estuviere la plaga. Empero el vestido, o estambre, o trama, o cualquier cosa de piel que lavare, y que se le quitare la plaga, lavarse ha por segunda vez, y entonces será limpia. Esta es la ley de la plaga de la lepra del vestido de lana o de lino, o del estambre, o de la trama, o de cualquier cosa de piel, para que sea dada por limpia o por inmunda (Lev 13, 45-59).

Basta leer esta minuciosísima descripción, este detallismo llevado hasta la neurosis, para comprender el horror espiritual y humano quela lepra inspiraba a los judíos. Era el macho cabrío en que se depositaban todos los tabúes, el símbolo que dispensaba de pensar que el mal estaba en muchos otros sitios.

Quienes la padecían vivían, así, doblemente castigados, por la enfermedad y por la sociedad. La lepra iba comiendo sus carnes y la soledad su corazón. Eran muertos vivientes que giraban cerca de las carreteras esperando que alguien venciera su horror y les dejara algo de comida. No eran muchos estos decididos. Más frecuentes eran quienes les arrojaban piedras para mantenerlos a distancia. Y ni siquiera podían aproximarse a las fuentes y los ríos, pues se pensaba que los contaminaban con sólo lavarse el rostro en ellos. Así vivían, si es que era vivir aquello.

Pero no estaban muertos. Alguno guardaba incluso dentro del alma una esperanza. Habían oído hablar --quién sabe a quién— de un taumaturgo que cruzaba los caminos anunciando un nuevo y venturoso Reino. Un mensajero que —¡por fin! no se limitaba a
pronunciar hermosas palabras: los enfermos se ponían en pie sólo con que él les tocase. ¿Sería también capaz de vencer a esta enfermedad de las enfermedades que les corroía a ellos? Tenía que poder, si es que era verdadero: ¿cómo podía hablarse de un Reino de los cielos en el que existiera aquella maldición suya? Si el reino de los cielos estaba cerca, como decía, ellos recuperarían la limpia piel que tuvieron de niños. Casi no se atrevían a soñarlo. Pero lo soñaban.

Por eso este hombre aquel día rompió todas las leyes. Tiró lejos su esquilón infamante y ¡blasfemia! se plantó en medio del camino por el que Jesús venía.

No suplicó siquiera. Si este hombre decía verdad, él tenía tanto derecho al Reino como los demás. Por eso exigió casi: Si quieres, puedes limpiarme. No le faltaba fe. Necesitaba tanto la curación que no podía ni permitirse el lujo de dudar. Se plantó allí, de rodillas y gritó, humilde y exigente al mismo tiempo.

No conocemos con claridad cuál fue la primera reacción de Jesús. Los más antiguos manuscritos usan en el texto de Marcos una palabra dura que habría que traducir por «airándose» o «mirándole con ira». Versiones más tardías suavizan diciendo: «movido a compasión» o «lleno de lástima». ¿Cuál fue la expresión primitiva? ¿Hubo en Jesús un cruce de sentimientos en el que coexistieron la repugnancia que sentía ante el pecado, simbolizado en aquella enfermedad, y la compasión que el hombre le producía? Es probable. En toda la narración de Marcos (que después del milagro usará otra expresión dura: «le despachó») hay un aire evidentemente dramático. Jesús está haciendo ciertamente algo más que una simple curación. Hay en su gesto algo de la cólera de Dios ante el pecado. En rigor, el pecador no tiene «derecho» a presentarse ante Dios, lo mismo que el leproso ha transgredido de hecho la ley, atreviéndose a saltar al centro de la carretera.

Pero pronto el misericordioso venció al justo, y el redentor al Dios ofendido. Y el giro fue tan grande, que entonces Jesús transgredió él mismo la ley: tendió la mano y tocó al leproso. El gesto es demasiado llamativo para que no nos sorprenda. Jesús no violaba jamás la ley por capricho. Sólo movido por una honda razón teológica. La hay en este gesto. Jesús siente ante el pecado una repugnancia infinitamente más honda que todos sus compatriotas. Pero no se limita a eso. Ante el pecado, para Jesús, no hay más postura que tomarlo sobre sus espaldas, hacerlo suyo. Eso es lo que simboliza este gesto de tocar: hacer suyo, tomar sobre sí el peso de la contaminación. No es sólo que la compasión le llevase a tocar a quien nadie tocaría. Es que, en aquel contacto de carnes, hubo un cruce de destinos: Jesús tomaba sobre sí la enfermedad y el pecado; el leproso recibía, a cambio, la salud y la gracia. Quiero, sé limpio, dijo. Y, al decirlo, supo que él había dado un paso más hacia la muerte.

Que Jesús no había roto la ley por el placer de quebrarla, lo demuestra aún más la frase siguiente en la que ordena al recién curado que se presente al sacerdote para que éste confirme oficialmente la curación. Y también esta orden la da por dos razones: para cumplir lo prescrito y para simbolizar en ella algo más alto: lo que el pecador no podía ofrecer a Dios por sus propios méritos, puede presentarlo ahora por medio de Cristo. Toda la doctrina paulina de la justificación por la fé señala Richardson queda aclarada en esta breve perícopa, que nos lleva al verdadero corazón del mensaje evangélico del perdón.

Aún hizo Jesús otra advertencia al leproso: le pidió que no contara a nadie su curación. Jesús veía que la fama de taumaturgo, que estaba rodeándole, hacía crecer en torno a él más la admiración que la fe. Y nadie entendería su mensaje, si se quedaban prendidos en la superficie de sus prodigios. Pronto le tomarían por lo que no era.

Pero el aviso fue inútil. El leproso no fue capaz de ocultar su alegría. Al contrario: se dedicó a propagarla. Y Jesús vio cómo la fama le asediaba, le devoraba. No podía entrar ya a gusto en las ciudades y aldeas. La multitud de suplicantes llegaba siempre antes que la de oyentes. Su vida personal, el cuidado de sus discípulos quedaba sumergido en el clamor de los pedigüeños. Por eso comenzó a ser un huido. Buscaba los lugares agrestes. Pero aun allí le encontraban. Había enarbolado una gran esperanza. Y corrían tras ella los dispuestos a seguirla y también los interesados en prostituirla convirtiéndola en una máquina de beneficios personales.


La fe del extranjero

Esta nueva curación ocurrió poco después del sermón de la montaña. Había en Cafarnaún por entonces un destacamento de soldados de Herodes Antipas, que custodiaban el puerto y la vía comercial que cruzaba la ciudad. Era un destacamento organizado al estilo romano y formado todo él por extranjeros. Al frente estaba un centurión, quizá romano él mismo. Era un hombre bueno, como lo son casi todos los soldados de su categoría que cruzan las páginas evangélicas. Siguiendo la política de Augusto, que había publicado un edicto elogioso sobre las sinagogas, (sabía que para mantener la paz era bueno tener contentos a los judíos desde el punto de vista religioso) el centurión de Cafarnaún se había encargado de construir y probablemente de pagar una bella sinagoga. Aún hoy existen sus hermosas ruinas en Tell-Hum.

Además de inteligente y generoso, era un ser humano: tenía, dice el evangelio, un criado al que quería mucho. Era esto muy raro entre griegos y romanos que, por lo común, trataban a sus siervos con verdadera crueldad. Tanto es así, que Cicerón pide, en un caso, disculpas por haber mostrado afecto hacia uno de estos desgraciados.

Y este criado estaba enfermo, moribundo. El centurión había sin duda oído hablar sobre Jesús. Es incluso probable que en un primer momento hubiera tenido sospechas de él: reunía multitudes, traía embobada a la gente... ¿No sería un revoltoso más? Es posible que, durante algún tiempo, le hubiera hecho seguir y hubiese infiltrado hombres suyos entre los oyentes de Jesús. Pronto se había convencido de que no era un hombre peligroso y no es imaginación suponer que, si Jesús nunca tuvo en este tiempo problemas con la policía local, se debiera, en buena parte, a la positiva idea que de él tenía este centurión.

Agotados todos los esfuerzos médicos para curar a su criado, se preguntó el centurión por qué no podía también él acudir a Jesús para que se lo curase. Conocía, sin duda, el caso del funcionario de Herodes a quien él mismo había salvado un hijo. Pero no acababa de decidirse: ¿cómo le recibiría Jesús, siendo él un extranjero, dado lo nacionalistas que eran todos los judíos? Decidió, por ello, acudir a algunos de los notables de Cafarnaún para que intercedieran por él ante el Nazareno. Y así lo hicieron estos.

Cuando a Jesús le contaron lo de la sinagoga ---aquella en la que él había orado y predicado tantas veces no vaciló un momento: El sabía como nadie agradecer aquella amplitud de espíritu.

Pero he aquí que el propio centurión le salió al camino (según san Lucas se trató de un segundo grupo de embajadores, pero es más verosimil, por todo el tono de la escena, que se tratara del propio soldado, como dice san Mateo) y le dijo: Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo; pero di una sola palabra y mi siervo curará. En las palabras del centurión se mezclaban un finísimo respeto y una admirable fe. Respeto, porque el soldado sabía que para Jesús era un problema el entrar en su casa: él era pagano, Jesús no podía entrar en ella sin considerarse contaminado. Y, si a Jesús esto no le importaba, podían, en todo caso, surgir murmuraciones entre sus correligionarios que vieran a Jesús mezclándose con pecadores. El centurión tuvo, además, el buen gusto de no mencionar siquiera esta razón y esconderla, humildemente, tras la idea de que él no era digno.

Las siguientes palabras eran un prodigio de fe. Admiraba hasta tal punto a Jesús que sabía que podría obrar el milagro con sólo una palabra. Para él —con una mentalidad muy militar— Jesús mandaba en la enfermedad tanto como él podía mandar en sus soldados que iban y venían con una simple orden.

Y Jesús se admiró de tanta fe. Y lo proclamó a todos los vientos: En verdad os digo que en ninguno de Israel he encontrado una fe tan grande. Y os aseguro que muchos vendrán de Oriente y Occidente y comerán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del Reino serán arrojados fúera.

El milagro giraba así: ya no era sólo la curación concreta del criado —que se obró al instante , era, además, el anuncio de que el Reino se ensanchaba. Aquel centurión era el símbolo de la gran cosecha, las primicias de los gentiles, el poder de Dios que se dirige ante todo al judío, pero que se abre al griego, al romano y al universo (Rom 1, 16).

Este centurión afortunado vería, además, sus palabras convertidas en prólogo eucarístico de la espera de los cristianos a lo largo de todos los siglos. Su casa se convertiría en símbolo de todo corazón que espera a Jesús. Cuando llegó a ella se encontró con su fe convertida en alegría.

La cananea,
o de «cómo la bendición sale de la lucha»

El tema de judíos y extranjeros vuelve a plantearse en otro milagro que ocurrirá bastante más tarde. Jesús estará ahora en la Galilea superior, en el territorio de Tiro y Sidón. Cansado de ser perseguido por las multitudes, Jesús deseaba un poco de paz y se retiró, tal vez a la casa de algún amigo, porque quería que nadie se enterase. Pero no pudo ocultarse (Mt 7, 24). De pronto, se le metió en la casa una mujer llena de gritos. Era una sirofenicia, de la antigua raza cananea. Y suplicaba a Jesús la salud de una hija suya.

Es ésta la escena en que Jesús aparece más duro en todo lo largo del evangelio. El, que otras veces corría a sanar las heridas, esta vez ni siquiera contestó a la cananea. Pero ella era mujer. Insistió. Insistió. Tanto, que los apóstoles se conmovieron ante sus gritos o, al menos, ante la idea de que alborotase toda la ciudad y no les dejara pasar inadvertidos como deseaban. Jesús, sin volverse siquiera a ella, respondió a los suyos con una frase enigmática: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero ella dio por no oída la respuesta, se plantó delante de Jesús y no le dejaba andar. Socórreme, gritaba. Jesús ahora se dirigió a ella por primera vez, pero sus palabras fueron aún más duras: No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros. Era casi un insulto y tanto más grave cuanto que los judíos solían llamar «perros» a quienes no tenían su fe. Lo suavizó únicamente con un diminutivo que aludía más a los cachorrillos que juegan en las casas que a los perros callejeros. Pero a la mujer le interesaba demasiado lo que estaba pidiendo como para detenerse, orgullosa, ante un posible insulto. Recogió la imagen de Jesús y se la devolvió insistente: Sí, Señor; pero también los cachorrillos comen de las migajas que caen de la mesa de los hijos.

El rostro de Jesús cambió ahora. Sus ojos se iluminaron y una larga sonrisa cruzó toda su cara. Grande es tu fe, mujer: que te suceda como deseas, dijo.

La escena es demasiado paradójica como para que pasemos, sin más, por encima de ella. Esa dureza de Jesús no es normal, y sólo puede entenderse si tiene un fin pedagógico que va más allá de la mujer concreta con la que está hablando.

Efectivamente: encontramos que la escena, extraña en sí, es, sin embargo, extraordinariamente coherente con todo cuanto Jesús dice de la plegaria, de la necesidad de ser tenaces y machacones ante Dios. El mismo vivió esta doctrina en el Huerto de los Olivos. Y en este milagro tenemos una «escenificación» de cómo debe ser la oración del cristiano. El arzobispo Trench titula su comentario a este milagro así: De cómo la bendición deriva de la lucha misma. Lutero, comentándola, hablaba del método y trucaje de la lucha con Dios. Es, efectivamente, el mismo Dios quien nos enseña los sistemas para luchar con él. Jesús, al mismo tiempo que se mostraba duro con la cananea, estaba inspirándole la fe de la que brotó el triunfo. No era, en definitiva otra cosa, que aquella tenacidad de Jacob en el antiguo testamento cuando luchaba con Dios y le decía: No te dejaré hasta que me bendigas (Gén 32, 24-32).

El milagro robado

También es una mujer la protagonista de este milagro que podíamos llamar «secreto» o «robado». Lo colocan los tres sinópticos —como maestros del «suspense»— en medio de la narración de la resurrección de la hija de Jairo. Jesús va hacia la casa de la muchacha muerta. La gente se apretuja en torno suyo, ansiosa de no perderse el acontecimiento. Y, de repente, Jesús detiene el paso. ¿Quién me ha tocado? pregunta. Los apóstoles le miran asombrados. Al fin habla Pedro: Maestro, ves que todo el mundo te apretuja ¿y preguntas quién te ha tocado?

Pero Jesús habla de algo muy distinto a los empujones de la gente. Sabe que alguien le ha «tocado» de manera distinta a los demás.

Se adelanta entonces una mujer, feliz y enrojecido el rostro. Y cuenta su historia. Llevaba doce años padeciendo de flujo de sangre. Había sufrido yendo de médico en médico, había gastado en ello toda su hacienda y no había sacado provecho alguno. Al contrario: había ido de mal en peor. (Es Marcos, quien, con cierta ironía, cuenta todos estos detalles que Lucas, el evangelista médico, suaviza pensando en no molestar a sus compañeros de profesión). Y, de pronto, un día oye hablar de Jesús. ¿Cómo podía acercarse ella a él y exponerle su problema? En público nunca se atrevería. Su mal es algo vergonzoso para ella, sobre todo en un pueblo que veía relacionado con el pecado todo cuanto atañía a la sangre. ¿Y si bastase tocarle, no a él, sino simplemente su vestido? ¡Dicen que tiene tal poder! Eso es lo que ha hecho y ya está sintiendo que la salud cruza por sus venas.

La mujer ha contado todo esto temerosa y feliz al mismo tiempo. Sabe que no puede irritarse quien acaba de curarla. Sabe que él comprenderá: ella es mujer y a más no podía atreverse.

Y Jesús comprende. Se diría que hasta le divierte este milagro que acaban de «robarle». Le gustó la testarudez de la Cananea; le gustan el ingenio y la audacia de la hemorroísa. Y ya sólo tiene que confirmar lo que la mujer siente en su interior. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad. Y ella se va riéndose, asustada casi de sí misma y de su atrevimiento.

Arboles que caminan

El andar tartamucleante de los ciegos cruza las páginas del evangelio. Solos, o, más frecuentemente, en parejas o grupos, van y vienen por los caminos, esperan en los pórticos, son empujados a primer plano por parientes o amigos.

Nada tiene de extraño para quien conozca el mundo de Oriente, donde las enfermedades de los ojos son frecuentes y donde la tendencia de los ciegos a caminar en parejas o grupos es más que conocida. Golpeando el suelo con las conteras de sus bastones o haciendo sonar sus escudillas de comida o de petición de limosna, se encuentran aún hoy en muchas encrucijadas de Jerusalén.

Por otro lado ninguna imagen se había unido tanto a la venida del Mesías como la de los ciegos que ven.

Oirán aquel día los sordos las palabras de un libro y desde la tiniebla y desde la oscuridad de los ojos de los ciegos las verán (Is 29, 18). Entonces se despegarán los ojos de los ciegos y las orejas de los sordos se abrirán (Is 35, 5). Yo te he formado para luz de las gentes, para abrir los ojos a los ciegos (Is 42, 7).

Son, por eso, muchos los que Jesús se encuentra en las páginas del evangelio. Una tarde son dos en Cafarnaún. Sin duda han oído hablar mucho de él. Misteriosamente no hay nadie como los ciegos para enterarse al momento de todo lo que pasa. Les han contado los prodigios que hace, quizá le han oído predicar alguna vez. Han hablado mucho entre sí y una tarde se deciden a asaltarle. Su única arma son los gritos: Ten piedad de nosotros, hijo de David. El grito era comprometedor, podía provocar una manifestación. Y Jesús no quiere acelerar la hora de su muerte. La semilla ha de ser sembrada primero con tranquilidad. Por eso Jesús no hace caso de sus gritos, acelera el paso como si no fueran con él. Pero ellos le siguen hasta la casa en la que entra Jesús. Allí ya no tiene más remedio que atenderles. Y lo hace rápidamente, como a hurtadillas. ¿Creéis que yo tengo poder para hacer esto? pregunta Jesús, como si dudara de sí mismo y precisara de la ayuda de la fe de ellos. Sí, Señor, respondieron ellos, respetuosos. Y Jesús les tocó los ojos y los ojos se abrieron. Y ellos saltaron de júbilo y casi no tuvieron ni tiempo para escuchar cómo les prohibía que contasen a nadie lo ocurrido. Ni por un solo segundo pensaron hacerle caso.

Muy distinta es la curación del ciego de Betsaida, el pueblo natal de Pedro. Esta vez se diría que Jesús realiza un «milagro por etapas». Toma al ciego por la mano y le conduce fuera del pueblo, escupe en sus ojos y le pregunta: ¿ Ves algo? Y el ciego responde bellísimamente: Veo a los hombres como árboles que caminan. Jesús entonces le impone las manos por segunda vez, le toca los ojos y el ciego empieza a ver con claridad, incluso de lejos.

¿Qué sentido tiene ese milagro a plazos, ese uso de la saliva, esa curación progresiva? Dibelius dirá que Jesús usa aquí la magia mística; Rawlison interpretará que el evangelista quiere reflejar aquí las fórmulas curativas usadas por los médicos de la primera comunidad cristiana. Richardson acercándose más a la realidad— da a la escena un contenido predominantemente teológico: querría expresar el progresivo abrirse de los ojos de los discípulos que siguen a Jesús. Jesús les habría sacado a ellos —y primero a Pedro de Betsaida— de la vida que vivían, les habría conducido «fuera del pueblo» y allí habría comenzado a enseñarles. Pero ellos, antes de la resurrección, no podían ver sino como quien contempla árboles que caminan. Sólo la segunda vuelta de Cristo les habría hecho ver y entender con claridad.

Ciertamente la Iglesia primitiva entendió esta curación como símbolo de la apertura de los ojos del alma. En uno de los frescos de las catacumbas puede verse aún hoy una pintura del siglo II en la que el ciego de Betsaida se convierte en signo y símbolo del bautismo. Con él se nos abren los ojos, aunque nuestra apagada fe hace que, en el mundo del espíritu, sigamos viendo borrosamente, como quien confunde a los hombres con árboles que caminan.

El médico

Así Jesús pasaba por las calles de Palestina curando hombres, curando almas, sanando enfermedades y predicando al sanarlas. Y las gentes le seguían, en parte porque creían en él, y, en parte mayor, porque esperaban recoger también ellos alguna migaja de la mesa. Y las gentes le querían, le temían y le odiaban a la vez. Le querían porque le sabían bueno, le temían porque les desbordaba, y le odiaban porque no regalaba milagros como un ricachón monedas. Pedía, a cambio, nada menos que un cambio de vida. Y la gente estaba dispuesta a pasar de la ceguera a la luz, de la lepra a la limpieza, pero no a poner sus almas en pie y seguirle. Las multitudes que ahora le estrujaban se preparaban ya para dejarle solo un día. Pero él ahora, a veces, hasta lograba olvidarse de la muerte. Se sentía feliz curando como un chiquillo que reparte golosinas. En torno a él, los curados formaban como una primicia de la humanidad nueva.


III. LA LUCHA CON SATANÁS

El demonio no es —ya lo hemos dicho en otro lugar de esta obra ni el protagonista ni el antagonista del evangelio. Pero es bastante más que un puro espantapájaros. Rechazarlo como un «personaje de época» no sería una lección de seriedad, aunque hoy algunos lo presenten como científico.

Tampoco es, evidentemente, el demonio un invento evangélico. Quienes hoy pintan al demonio y al infierno como un «invento de los curas para dominar a los ignorantes», demuestran, en su broma, esa ignorancia que achacan a los demás. Más bien habría que decir, al contrario, que el evangelio es el primer texto de la antigüedad en el que el demonio se presenta como un enemigo al que se puede vencer. Y que uno de los grandes éxitos del cristianismo, en su primera difusión, se basó, precisamente, en el poder de los exorcistas cristianos sobre el demonio. La Iglesia primitiva —sumergida en un mundo obsesionado por ese poder del mal— vivió intensamente esa certeza de vencer al «fuerte» en nombre de «el más fuerte», Cristo. De ahí la alegría de los setenta y dos que regresan felices de su primera tarea misionera contando como su mayor hazaña el que hasta los demonios se nos someten en tu nombre. De ahí que san Juan señale como tarea central de Cristo el haberse manifestado para deshacer las obras del diablo (1 Jn 3, 8).

Harnack, en un buen ensayo sobre este tema, ha demostrado la enorme importancia que lo demoníaco tenía enel mundo cuando apareció Jesús y lo liberador que fue en este terreno el cristianismo:

Como exorcistas entraron los cristianos en el gran mundo y el exorcismo formó un método verdaderamente poderoso de su misión y propaganda. No fue simplemente cuestión de exorcizar y derrotar a los demonios que vivían en los individuos, sino también de purificar de ellos toda la vida pública. Porque la época estaba sojuzgada por el maligno y sus hordas. Esta no era una simple teoría; fue la concepción más vital de la existencia. Todo el mundo y la atmósfera que le rodea estaban plagados de demonios; no era simplemente idolatría, sino que cada fase y forma de vida estaba gobernada por ellos. Se sentaban sobre tronos, revoloteaban alrededor de las cunas. La tierra era literalmente un infierno, aunque continuara siendo creación de Dios. Para salir al encuentro de este infierno y de todos sus diablos los cristianos habían dispuesto de armas que eran invencibles.

Este es el mundo al que llegó Jesús. ¿Al hablar del diablo trató Cristo simplemente de adaptarse a la mentalidad de su época, pero sin creer verdaderamente en él? La hipótesis aunque defendida hoy por muchos no se sostiene. Primero, porque no puede suponerse que Cristo engañara a los suyos en un punto tan sustancial. Y segundo, porque no es cierto que Jesús se adaptase a su época en lo referente al diablo. Más bien habría que decir que coincidió con su época en su aceptación de la existencia del diablo, pero que el demonio visto por Jesús poco tenía que ver con el que aceptaban sus contemporáneos. El diablo de los judíos de los tiempos de Cristo había llegado a ser casi un anti-Dios, un Dios del mal. Era prácticamente invencible. En Jesús el demonio baja de categoría. No se convierte sin más en un «pobre diablo», pero jamás llega a los escalones de Dios y será derrotado docenas de veces por una simple orden de Jesús.

Su visión del demonio, lejos de ser una simple asimilación del pensamiento judío, sorprende de hecho a todos los que la contemplan. La gran maravilla de cuantos asisten a la escena de Cafarnaún (Mc 1, 21-28) tiene dos raíces: Jesús predica una doctrina nueva y distinta con sus palabras, y la confirma con su autoridad de expulsar a los espíritus inmundos que le obedecen como corderitos. Esto era, para un judío, algo absolutamente inédito, una verdadera rotura de todo cuanto sabía del diablo.

Lo evangélico no es, pues, la supresión del demonio, sino la clarificación de que su poder desaparece ante la simple sombra de Jesús. Hay, ciertamente, en Jesús una adaptación a «modos» de hablar sobre el demonio, pero reducir su existencia y actividad a puro símbolo es mutilar sustancialmente el evangelio. No puede negarse el gran papel que el exorcismo y el demonio juegan en los evangelios. La curación de los enfermos y la liberación de los posesos son en él dos signos de semejante categoría como explicación del mensaje de Jesús. )

Posesión diabólica y enfermedad

Si nos acercamos al texto bíblico encontramos que no siempre quedan claras las barreras entre posesión diabólica y enfermedad. Por de pronto, es claro que no pueden reducirse todos los casos de posesión diabólica -como han hecho muchos autores a la epilepsia, el «mal sagrado». Es verdad que entre los antiguos la epilepsia se atribuía siempre a posesión diabólica, pero también lo es que el concepto de posesión en el evangelio es más amplio que el de esta enfermedad. Es un caso típico de epilepsia el del niño al que Jesús cura después de la transfiguración (Mc 9, 14). Un ejemplo evidente de locura frenética es el del endemoniado de Gerasa (Mc 5, 1-20). Pero en otras circunstancias el endemoniamiento va unido a enfermedades físicas como la ceguera o la parálisis. Y en algún caso no parece que vaya acompañado de ninguna enfermedad. Tal vez por eso el evangelio habla unas veces de «curar» a los posesos (Lc 6, 18; 7, 21) y otras simplemente de «expulsar a los demonios» (Mc 1, 34-39).

Pero el dato más sorprendente de esta diferencia entre enfermedad y posesión está en que, mientras en otras curaciones queda claro el lazo entre enfermedad y pecado del que la tiene, en ningún caso de posesión se presenta ésta como una consecuencia de los pecados del endemoniado. Jesús, al expulsar al demonio, lucha contra un ser distinto del curado y jamás acompaña la curación con el perdón de los pecados del enfermo. Para él, como para sus contemporáneos, el poseso es una simple víctima de Satanás que lo ha elegido libre y caprichosamente. La posesión no es, pues, una consecuencia de unpecado de una persona, sino una manifestación del poder del demonio en la realidad, poder que quedará sometido y será avasallado por Jesús.

El exorcismo tiene, además, otras connotaciones de altísimo interés religioso: aparte de demostrar el poder sobrenatural de Cristo sobre las fuerzas del mal (Mc 3, 22-30; Mt 12, 22; Lc 11, 14) vemos que el discernimiento sobrehumano de los poseídos les capacita para penetrar en el misterio de Jesús mucho más que todos los demás curados. Son, así, los posesos quienes, en el evangelio, formulan las más rotundas afirmaciones cristológicas: ¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Te conozco. Tú eres el santo de Dios (Mc 1, 24). ¿Qué tengo que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? (Mc 5, 7). Y no les permitió hablar, pues le conocían (Mc 1, 34). Es precisamente el poder del «fuerte armado» lo que nos demuestra el poder del «más fuerte» que le derrota (Mt 12, 29). El desalojar del mundo a quienes se creían dueños y señores, es lo que subraya el papel de quien vino a perderlos (Mc 1, 24).

El endemoniado de Cafarnaún

Un exorcismo es el primer milagro que Jesús hace en Cafarnaún, en los mismos inicios de su tarea predicadora. Se diría que Jesús hace salir a Satanás de su covacha. En el antiguo testamento los exorcismos tienen muy poco papel y los casos de posesión son raros. Se diría que Satanás moviliza todas sus fuerzas contra el Santo de Dios, como escribe P. R. Bernard, y que la providencia permite que esta lucha espiritual adquiera un carácter sensible.

La escena ocurre un sábado. Jesús es el personaje del día. En Cafarnaún saben lo que ocurrió en Caná, cuando cambió el agua en vino, y, sobre todo, se ha difundido por la ciudad la curación del funcionario de Herodes, muy conocido de todos. Sin duda muchos acudieron aquel día a la sinagoga llevados más por la curiosidad que por la devoción. Esperaban al menos oír hablar al nuevo profeta y quién sabe si no ocurriría algo más.

No debieron de quedar decepcionados. Jesús se presentó en la sinagoga seguido del grupito de sus fieles. Y, llegado el momento de los comentarios a las Escrituras leídas, todos los ojos se volvieron hacia él. Jesús no se hizo de rogar.

No conocemos lo que dijo aquel día. Sabemos sólo que, luego, la gente hablaría de una «doctrina nueva». Y sabemos también que sus palabras encolarizaron a Satanás y le hicieron saltar al ataque. Había en el templo, dicen los evangelistas, un hombre poseído de un espíritu impuro. Era normal que los endemoniados acudieran a la sinagoga cuando estaban sosegados. Raramente la posesión era una constante y registraba notables altibajos. Pero era lógico que las palabras de Jesús le hicieran abandonar su sosiego; se sintió herido, arrinconado. E interrumpió a Jesús. También esto es normal (e irónicamente se reproduce, en cierto modo, a veces en el día de hoy): toda palabra verdaderamente evangélica oída en la casa de Dios hace salir de sus casillas a nuestro demonio interior y sentiríamos deseos de interrumpir al predicador.

El poseso lo hace. Grita de pronto (todos los ojos se vuelven hacia él) e increpa a Jesús: ¿Qué tienes tú que ver con nosotros, Jesús de Nazaret? Lo sé: Tú vienes a perdernos. Yo te conozco, tú eres el Santo de Dios. Las palabras son un claro ejemplo de trastorno mental: tan pronto usa el singular (como hablando en su nombre) como el plural (hablando en nombre de todos los demonios); tan pronto ataca como profiere los mayores elogios. Pero, bajo el trastorno mental, dice enormes verdades: sabe que Jesús es lo más opuesto a él, sabe cuál es la misión de Jesús, conoce quién es. Hay en sus palabras una mezcla de rabia y de sarcasmo, de ironía y angustia.

Jesús reconoce los enormes elogios que hay bajo el ataque del poseso. Y, en su respuesta, hay al mismo tiempo soberanía y compasión. Calla la boca, dice, con una expresión muy familiar. Y añade inmediatamente: sal de ese hombre. El espíritu sacude entonces por última vez al poseído, le tira por el suelo, pero se ve obligado a escapar sin herirlo (Lc 4, 35). En la sala se ha hecho un silencio dramático. Cuando el hombre cesa de agitarse, los oyentes respiran, se miran los unos a los otros, sonríen. Ya no saben qué admirar más en Jesús, si su palabra o su poder. Muchos comienzan a descubrir que una nueva etapa se ha abierto en la historia del demonismo: Satanás huye ante la palabra de un hombre; de un hombre que, sin duda, es mucho más de lo que aparenta.

El demonio y los cerdos

De todos los milagros de Cristo éste es el más desconcertante. El único del que se deriva un daño para alguien, el milagro «antipráctico» por excelencia.

Lo colocan los evangelistas tras el milagro de la tempestad calmada y hay entre las diversas narraciones algunas diferencias, tanto en cuanto al lugar donde ocurrió, cuanto sobre el número exacto de los curados. Pero coinciden los datos fundamentales.

Había en la región de los gerasenos (o de los gadarenos) un hombre afectado de la más violenta de las locuras. Vivía desnudo y en permanente paroxismo. Muchas veces, para impedirle que se hiciera daño a sí mismo, le habían encadenado y encerrado. Pero, como

Sansón, rompía cadenas y ligaduras y nadie lograba sujetarle. Corría frenético por la montaña, lanzando gritos de animal salvaje y golpeándose contra las piedras como si tratara de suicidarse. El resultado es que tenía a la comarca atemorizada y nadie se atrevía a cruzar por los parajes por los que andaba el loco, por temor a ser atacados por él.

Era, el pobrecillo, un personaje muy conocido en la comarca. Pero desde hacía tiempo había huido de los lugares habitados y vivía entre sepulcros. Los demonios —dice, en plural, el evangelio— habían tomado posesión de él.

La barca de Jesús atracó casualmente en aquella orilla. Y el endemoniado (o él y un compañero, según Mateo) corrieron hacia Jesús y los suyos y, asombrosamente, en lugar de atacarle, cayeron de rodillas ante él. Pero aquel momento de cordura pronto se juntó con otro de odio, porque comenzó uno de ellos a gritar con grandes voces: ¿Qué tienes tú que ver conmigo, Jesús, Hijo del Dios altísimo? Te conjuro en nombre de Dios que no me atormentes. ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo? También en estas palabras se mezclaban los aciertos y los desatinos. Y las comprenderemos plenamente si recordamos que, en la mentalidad de la época, los demonios encontraban un cierto alivio mientras vivían en una persona y temían más que nada verse encerrados en el infierno. Por eso suplicaban a Jesús que no les echase de donde estaban y que no anticipase su tortura infernal del fin de los tiempos.

Jesús entabla entonces un misterioso diálogo con el poseso. ¿Cuál es tu nombre? A lo que responde éste: mi nombre es legión, porque somos muchos. Efectivamente, entre los antiguos exorcistas era corriente creer que el conocimiento del nombre del demonio que invadía el alma de una determinada persona daba un poder mayor sobre él al exorcista, que podía, por así decir, «agarrarlo» por su propio nombre. Por eso responde elusiva y metafóricamente el poseso.

Pero la escapatoria de poco le servía. El mismo tuvo la sensación de estar ante alguien que iba a derrotarle. Por eso, como dice Lucas, comenzó a suplicarle que no les diera orden de ir al abismo. Y sugiere una escapatoria: Envíanos a los cerdos, para que entremos en ellos. Había efectivamente en los alrededores una piara, raro rebaño en un país donde el cerdo es un animal impuro (aunque estamos en Perea, donde la ley se cumplía con mucha manga ancha).

Hay en la frase de los demonios una mezcla de superstición y de ironía. Al pedir entrar en los cerdos renuncian a poseer a otros hombres y hacen, al mismo tiempo, un cierto chantaje a Jesús al pedirle que les envíe a algo que, para él, como buen judío, es despreciable. Parecen decirle: ese es un lugar apto para el demonio: ¿no son impuros los cerdos? ¿no decís que el demonio es inmundo?

Jesús sonríe tal vez, y lo permite. Y, comenta el evangelista, los espíritus impuros salieron del poseso y se fueron a los puercos; entonces el rebaño se lanzó desde la cima escarpada hacia el mar ((Mc 5, 13).

El desenlace es demasiado sorprendente para que no se centre en él la polémica. Muchos racionalistas niegan sin más su historicidad considerándolo «poco edificante». Montefiore lo ve como un ejemplo de tradicional magia palestina que posteriormente se aplica a Jesús. Dibelius lo rechaza igualmente considerándolo contrario a la ética evangélica. Muchos comentaristas prefieren darle diversos sentidos simbólicos. Para algunos, los cerdos se asustaron con los gritos del endemoniado y con esas extrañas reacciones de los rebaños animales se arrojaron uno tras otro al mar. Para otros, simplemente Jesús quitó de la cabeza de aquel hombre muchos viejos pensamientos impuros y expresó esta purificación con la imagen de unos cerdos que se arrojan al mar.

La verdad es que, por muchas vueltas que le demos, la historia permanecerá misteriosa y desconcertante, parte de esa zona de locura que encontraremos siempre en las páginas evangélicas. Cierto que, situándonos en la mentalidad de la época, el problema decrece e incluso muestra con toda claridad la lección final del milagro: que el mal es siempre destructor de sí mismo. Pero, aun así, el suceso sigue desconcertándonos.

Tal vez la clave pudiera estar en el verdadero desenlace de la historia. Porque ésta no termina con la muerte de los cerdos. Los evangelistas añaden el espanto de los pastores de la piara, la llegada de los gerasenos y su encuentro con el endemoniado tranquilo, su temor al enterarse de lo ocurrido a los cerdos. Y todo concluye con una frase terrible: le rogaron que se alejase de su comarca, porque estaban poseídos de un gran temor.

Este sí que es un final desconcertante y fecundo en lecciones. Había sido éste el primer milagro hecho por Jesús cuyos frutos resultaban negativos para el bolsillo de los hombres. Habían visto el poder de Dios, la liberación de un ser humano torturado y, precisamente porque veían la grandeza de Jesús, le pedían que se alejase. Había tocado su bolsillo y preferían su negocio a este poder de Dios que tocaban con sus manos. Esto era lo que verdaderamente los hombres pensaban del milagro. No les importaba lo que tenía de manifestación de Dios. Sólo medían sus frutos. Si éstos eran turbadores, preferían renunciar a los milagros. Razón tenía Jesús al desconfiar de la fe que brotaba del prodigio. En no pocos casos era más agradecimiento al favor obtenido, que reconocimiento de la mano que lo concedía. Llámame perro y dame pan dice un cruel refrán castellano. Los gerasenos lo hubieran traducido: deja tranquilos a mis puercos aunque seas Dios. Pero no eran, al pensar así, una excepción.

Desde el principio del mundo y hasta el final de él parece que los hombres preferirán al demonio con cerdos antes que a Dios sin ellos.

La fe victoriosa

Tal vez el exorcismo teológicamente más importante entre cuantos narra el evangelio sea el del muchacho epiléptico. En ningún otro se muestra con tanta claridad la fuerza con que el hombre cuenta para vencer a Satanás: la fe.

Ocurre la escena durante y después de la transfiguración. Mientras Jesús ha subido al Tabor, un padre de familia ha presentado a los discípulos, que permanecen en la ladera, a un hijo suyo que, poseído por un espíritu inmundo, parece padecer todos los síntomas de la epilepsia: se agita entre espumarajos, sus dientes rechinan, su cuerpo se pone rígido.

Y los discípulos han fracasado estrepitosamente en su intento, ante la burla de los fariseos. Acude ahora el padre a Jesús para que logre lo que no consiguieron sus apóstoles. Y Jesús estalla en una dura frase contra ellos, porque sabe que todo es posible a quien tiene fe (Mc 9, 23). Entonces el padre formula una conmovedora oración: Tengo fe. Pero socorre tú mi incredulidad. Esta fe, que renuncia al orgullo, que no está segura de sí misma, que se sabe débil, que pide ayuda al mismo tiempo que es proclamada, hará lo que no pudieron los esfuerzos anteriores. Con ella y con la orden de Jesús, el demonio agitará por última vez al pequeño y se irá definitivamente de él.

¿Por qué preguntan los apóstoles— no pudimos nosotros expulsarlo? Y la respuesta de Jesús no dejará lugar a dudas: Por vuestra falta de fe. Porque en verdad os digo que si tuvierais fe, al menos del tamaño de un grano de mostaza, diríais a ese monte: «pasa de aquí a allá» y pasará, y nada os será imposible.

El demonio es invencible si con él se usan las armas del poder, del orgullo o la ironía. Sólo la debilidad del hombre, unida por la fe al poder de Dios, puede vencerle y lo hace, entonces, infaliblemente.

La gran tentación de Satanás es incitarnos a combatirle con sus propias armas y no con las de Cristo. La gran tentación de la oveja frente al ataque del lobo es querer convertirse en lobo para defenderse. San Juan Crisóstomo lo entendió perfectamente: Mientras sigamos siendo ovejas venceremos. Aunque estemos rodeados por mil lobos, venceremos. Pero en cuanto somos lobos, nos derrotan, pues entonces perderemos el apoyo del Pastor, que no alimenta a los lobos, sino sólo a las ovejas. Fue la humilde fe del padre del muchacho, al regresar a su condición de oveja, la que les devolvió, a él y a su hijo, al gran rebaño contra el que Satanás nada puede.

 

IV. SEÑOR DE LA VIDA Y DE LA MUERTE

En este apartado vamos a pronunciar por vez primera la palabra clave del cristianismo: resurrección. Con razón escribía Ramsey que el cristianismo es fundamentalmente resurreccionismo.

Pero esta palabra no podremos entenderla a no ser que tomemos radicalmente en serio a la muerte. Entre los cristianos se ha difundido demasiado —probablemente con la intención de no caer en el llanto de los que no tienen esperanza— una visión menospreciadora de la muerte, que tiene mucho más de senequismo que de evangelio. Nos ha parecido incluso que era más «digna» de Dios una muerte serena, pacífica, en nada dramática, y hemos despojado a Cristo de todo su temor en Getsemaní y de sus gritos en el Calvario. Pero esa serenidad olímpica, la de quien espera a la muerte como la «amiga libertadora», corresponde al final de la vida de Sócrates, no al pensamiento de Cristo.

La verdad es que en Jesús no encontramos ninguno de los conceptos estoicistas que circulaban entre los paganos contemporáneos suyos (aunque muchas veces se venden ahora como cristianos). Frases como aquella de Epicteto: ¿Qué es la muerte sino una muñeca de trapo? Dale la vuelta y verás cómo no muerde. O la de Cicerón: Salgo de mi vida, no como de mi propia casa, sino como de una posada. O la de Lucano: La muerte es una felicidad. Esto sólo lo descubren quienes están próximos a morir. Los dioses lo ocultan a los demás para que la vida les resulte soportable. Nada de esto, tan típicamente pagano, podemos encontrar en el evangelio. Mucho más próximo está aquello de Cervantes: La figura de la muerte, en cualquier traje que venga, es espantosa. O lo de Antonio Machado: Un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio.

Así Jesús, ante su propia muerte, ofreció oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte (Heb 5, 7). Y suplicó que le fuera ahorrado ese final. Y en la cruz gritó sintiéndose abandonado por su Padre.

No se trataba, como es claro, de un temor al dolor físico, sino a la muerte en cuanto tal, que, para Jesús, era la gran potencia del mal. La muerte no es para él algo divino, sino algo que debe ser derrotado, algo que es lo contrario de Dios, que es vida. Algo horrible, en suma. Jesús sabe que Dios es superior a la muerte, pero no cae por eso en el engaño de presentarla como dulce.

Si esto siente ante su propia muerte ¿sentirá algo diferente ante la muerte de los demás, él que era lo contrario de un egoísta? No, Jesús se conmueve, se revela, ante la idea de la muerte. Sus tambores le parecen —como a todos sus compatriotas— lo más negro de cuanto existe en el universo.

Efectivamente el gran clamor que surge en todas las páginas de la Biblia es para pedir a Dios que retrase la muerte, que salve de ella a los suyos.

Entre los judíos las ideas de la «trasvida» eran muy confusas y en todo caso muy tardías.

Escribe con exactitud A. Salas:

Sería falso suponer que el patriarca Abrahán se hubiera puesto al servicio de su Dios alentado con la esperanza de recibir un premio en el «más allá». No, en la época patriarcal la revelación bíblica estaba aún en los albores. Y, en tales circunstancias, jamás hubiera podido el hombre imaginar siquiera la existencia de una vida auténtica, cuyo horizonte rebasara la frontera infranqueable de la muerte.

La vida era el gran don para el hombre bíblico. Por eso la quería larga y fecunda al máximo. Llegar a ver los hijos de los hijos era la suprema bendición. Morirse sin haber dejado una larga descendencia era como haber perdido la vida.

¿Quiere decir esto que el hombre bíblico ignoraba todo sobre la inmortalidad? No, desde luego.

Escribe el mismo Salas:

En realidad el hombre bíblico nunca concibió la muerte como una desintegración absoluta de los individuos. Tenía la plena convicción de que éstos continuaban subsistiendo de alguna forma. La dificultad radicaba en precisar cómo era —extraña paradoja— nada menos que la vida de los muertos.

No consideraban que los muertos pasaran a ser la pura nada, pero no veían con claridad qué eran. Al otro lado, los muertos vivían su muerte, que era algo muy diferente de vivir una vida. Eran una especie de sombras o espectros que llevaban una vida muy lánguida, un sueño casi vacío. El lugar de esta semivida era el sheol, que concebían como una inmensa fosa subterránea, sumida en la oscuridad más espantosa, donde estos muertos, sin el hálito de Dios, dormían su largo sopor.

Pero aún peor que la de los habitantes del sheol era la «vida» de los muertos que no habían sido enterrados con decoro. La suerte del muerto estaba, para los judíos, ligada a la de su cadáver. Si éste quedaba insepulto, era presagio de terribles desventuras. Los muertos en combate no podían descansar ni bajar al sheol hasta que la sangre no quedara cubierta por la tierra.

¿Había una salida posible del sheol? No la veían los judíos hasta muy poco tiempo antes de Cristo. Para Job el sheol es el país sin retorno, rodeado de murallas y cercado con fuertes barreras, de modo que nadie puede escapar de él.

¿Y Dios? ¿Podía Yahvé quebrantar las puertas del sheol y vencer a la muerte? Para el judío era evidente que teóricamente Dios era superior a la muerte, pero hasta más allá de la literatura sapiencial Dios no parece dispuesto a infiltrarse en los dominios de la muerte. En la Biblia asistimos a un progresivo cambio en el concepto de Dios. Yahvé va perdiendo su condición belicosa y sanguinaria y revistiéndose poco a poco con los atributos de paz y bondad. La confianza del hombre en Dios va aumentando. Pero, aun así, el hombre bíblico tardó mucho en comprender que la acción de Dios no se restringe a los dominios de la vida, sino que abarca también el horizonte mismo de la muerte.

Dos regresos a la vida

De ahí que el concepto de resurrección fuera aún muy confuso entre los judíos en tiempo de Jesús. Tenían, sí, en la Biblia dos minuciosas descripciones de personas que, por medio de Elías y Eliseo, regresaron a la vida (1 Re 17, 17-24 y 2 Re 4, 31-37). En ambos casos los dos profetas se acostarán con sendos niños muertos, poniendo su boca sobre su boca, sus ojos sobre los del niño, sus manos sobre las manos del niño, y, tras una larga batalla de oraciones y conjuros, lograrán que los pequeños regresen a la vida.

Pero los judíos verán en ambos casos mucho más un retraso de la muerte que un verdadero regreso a la vida y, mucho menos, una resurrección definitiva. En la mentalidad semita era común aceptar que el «hálito divino» permanecía merodeando en torno al cadáver hasta que éste recibía honrosa sepultura. Se suponía, incluso, que el ruah (lo que nosotros llamaríamos el alma) no se desprendía definitivamente del difunto hasta el comenzar del tercer día de su fallecimiento. Esta era la frontera definitiva, antes de la cual la muerte no se adueñaba realmente del individuo. (Por eso se subrayará tanto lo del tercer día en las resurrecciones de Lázaro y de Cristo, que trataremos en otro lugar).

Los dos casos de Elías y Eliseo habrían sido así simples reanimaciones corporales, en virtud de las cuales, el profeta habrá conseguido conservar la vida antes de que se escapara del todo.

Sólo en los siglos inmediatamente anteriores a Cristo percibiremos el crecer de la fe en la permanencia de los muertos y en su posible supervivencia. En Isaías (26, 19), en Daniel (12, 2) y sobre todo en el libro de los Macabeos (2 Mc 7, 23) encontraremos ya claramente formulada esta posibilidad de victoria sobre la muerte. Pero sólo con Jesús tendremos luz completa. Y, aún en él, se manifestará por grados.

El hijo de la viuda

El primer paso lo da en Naín. Es ésta una aldehuela de la que nada sabríamos a no ser por esta escena. Nunca en ningún otro sitio la cita la Biblia. Hoy, en cambio, sigue existiendo sin que su nombre haya cambiado. Tiene en la actualidad unas 200 casas de población musulmana. Y no sería mayor por entonces.

El nombre de Naín (la bella, la graciosa) habla más de la situación de la aldea que de sus calles o plazas. Colocada en la falda del Pequeño Hermón, a unos doce kilómetros de Nazaret y unos cincuenta de Cafarnaún, se contempla desde ella la vasta y fértil llanura de Esdrelón y enfrente se levanta, majestuoso, el Tabor.

A la caída de la tarde se acercaba Jesús a la puerta de mampostería que tenían aun las menores aldeas de la época, cuando vio aparecer por ella un triste cortejo. Al frente de él iba el rabino del pueblo; tras él, cuatro mozos portaban un cadáver en unas angarillas. El cuerpo iba cubierto por unas sábanas que dejaban destapada la pálida cabeza de un joven, casi un muchacho. Tras el cadáver, una mujer enlutada. El Talmud decía: Es la mujer quien trajo la muerte al mundo; justo es que las mujeres lleven hasta el sepulcro a las víctimas de la muerte.

Pero había otra razón más para que aquella mujer presidiera el duelo y para que éste fuera tan numeroso que prácticamente recogía a todos los habitantes de la aldea: era viuda y viuda reciente. El hijo era, además, único. Una muerte así impresiona siempre en una aldea pequeña y allí estaban todos, asociados por un sincero dolor común. Publilio Siro había escrito por aquella época que tantas veces muere un hombre, cuantas pierde a los suyos. Esta mujer estaba, pues, muy muerta y era como si aquel entierro fuese doble. Caminaba como sonámbula, sin enterarse casi del ruido que, en torno suyo, formaban las plañideras. Tampoco vio al otro cortejo que, presidido por Jesús, avanzaba en dirección contraria. El mundo había desaparecido para ella. Como escribió Eugenie de Guerin: la muerte de una persona querida cambia completamente a nuestros ojos el aspecto del mundo. Para ella, el mundo no era ya otra cosa que muerte.

Jesús lo entendió muy bien al acercarse a ella. Por eso se enterneció, como dice el evangelista. Pero no se limitó a la ternura. No echó a la madre un pequeño sermón explicándole que en la otra vida encontraría a su hijo. El se encontraba —como a nosotros nos ocurre ante la muerte— desarmado de razones. Por eso se limitó a decirle suavemente: No llores. Eran palabras que la mujer había oído aquel día docenas de veces. ¿Y cómo no iba a llorar? Apenas levantó la cabeza, al oírlas. Pero, entonces, Jesús se acercó a la camilla y puso en ella su mano. Aquí sí hubo un movimiento de asombro. Interrumpir un entierro era casi una profanación. Por eso los portadores de la camilla se detuvieron asombrados. Ahora también la madre levantó los ojos sin comprender. En realidad hacía veinticuatro horas que estaba como vacía y nada podía comprender. Miró a Jesús. Pero para él ya ni la madre existía. Miraba el pálido rostro del muchacho caído sobre las almohadas, amarillo, casi violeta ya. Joven, yo te lo digo, levántate. Las palabras sonaron en un silencio terrible. Muchos, los que no conocían a Jesús, hubieran querido preguntar quién era. Pero el desconcierto se lo impidió. Todos tenemos un absurdo y misterioso terror a los muertos y no hay nada que nos impresione más que la posibilidad de que un cadáver se incorpore.

Por eso muchos se hubieran echado a correr si el mismo pánico que les impulsaba a hacerlo se lo hubiera permitido. Porque el muchacho se había incorporado en la misma camilla. Miraba a un lado y otro como sin comprender dónde estaba y qué hacía allí toda aquella gente rodeándole. Todo era, a la vez sencillo y asombroso. No había luces mágicas coloreando la escena, ni sonaban lejanos violines. Sólo la luz de la tarde que se ponía y aquel silencio que empezaba a parecer eterno.

Por fin rompió el silencio el muchacho. Preguntaba. Quería saber qué había pasado y dónde estaba. Jesús no respondió, le ayudó a incorporarse, le cogió de la mano y le llevó hasta su madre, que ni a abrazarle se atrevía.

Entonces, sí, estalló el griterío, casi histérico. El llanto de la madre y el hijo que se abrazaban, fue ahogado por los gritos de la gente: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros, decían. Dios ha visitado a su pueblo. Alguien recordaba que a pocos kilómetros de allí, en Sulam, Eliseo había hecho un prodigio parecido. Y tocaban al muchacho para convencerse de que no era un fantasma, de que su carne estaba viva y caliente. Cuando Jesús se fue, aún seguían abrazados la la madre y el hijo.

Una muchacha en la flor de la edad

El segundo suceso fue aún más llamativo, por ocurrir en Cafarnaún, una ciudad más grande, y con la hija de un personaje muy conocido, llamado Jairo y que era jefe de una de las sinagogas de la ciudad.

Jesús acababa de regresar de la otra orilla del lago y la fama de la curación del endemoniado de Gerasa había corrido más que él. En Cafarnaún le esperaban impacientes, pero más que nadie Jairo, cuya hija de doce años estaba agonizante. Doce años eran la flor de la edad para una muchacha de aquel tiempo. Era entonces cuando se prometían y muy poco después se casaban. Tal vez los padres tenían ya buscado partido a la pequeña. Y ahora llegaba a desposarla la muerte.

En cuanto la barca de Jesús atracó, el padre angustiado corrió a él. Y esta vez él no se resistió y se puso en camino. Fue entonces cuando ocurrió la escena de la hemorroísa. Para Jairo esta detención fue, al mismo tiempo, una angustia ¡la muchacha podía morirse de un momento a otro! y una gran esperanza: si Jesús curaba a aquella mujer con sólo tocar la orla de su manto, mucho más podría detener la enfermedad de su hija.

Pero, apenas su corazón se había embarcado en esta esperanza, llegó la amarga noticia: No molestes más al Maestro: tu hija ha muerto. Jesús oyó la noticia y miró a Jairo. ¿Cómo hablar? ¿Qué decir? Había pasado tan rápido del entusiasmo a la más cruel amargura que ni las lágrimas llegaban a sus ojos. Fue Jesús quien habló: No temas. Cree solamente y será salva.

Jairo no entendía nada. Sabía que la enfermedad podía curarse. Pero estimaba imposible que alguien pudiera regresar desde el otro lado de la muerte. ¿O quizá...? Recordó las lecturas de Elías y Eliseo, que más de una vez habían glosado en su sinagoga. Y se agarró a aquel clavo ardiendo.

Cuando llegaron a la casa, oyeron esa algarabía oriental que tanto contrasta con el silencio con que nosotros rodeamos hoy a los muertos. Las plañideras mercenarias que estaban como cuervos esperando la muerte de la muchacha para ganar unos denarios habían acudido y mesaban sus cabellos entre gritos, como si tuvieran el corazón realmente desgarrado. Entonaban letanías de elogios a la pequeña. Todos los textos bíblicos parecían haberse escrito para ella. Los tañedores de flauta hacían oír sus aires estridentes y lúgubres.

Apenas se hizo un momento de silencio al ver aparecer en la puerta al apenado padre. Jesús aprovechó este silencio para hablar. Retiraos, dijo a plañideras y flautistas, que vieron, por un momento, en peligro sus esperadas ganancias. La niña, añadió, no está muerta, sino dormida. Ahora saltaron las carcajadas de burla. Aquella frase les pareció a todos una broma de mal gusto. El famoso taumaturgo debería tomarse, al menos, la molestia de ver a la muchacha antes de hablar. Lo sabrían ellos, que la habían amortajado con su blanco vestido de novia.

Pero Jesús no se inmutó ante las risas. Con sereno ademán de autoridad, hizo salir a todos de la casa y se quedó solo con los padres de la pequeña y con tres de los suyos. Se acercó entonces al lecho donde la niña «dormía». La tomó de la mano. Jairo pensó que tal vez se tendería, como Eliseo, sobre ella. Pero Jesús nada de eso hizo. No prorrumpió en largas oraciones y conjuros. Simplemente se dirigió a la muchacha en arameo, la lengua familiar de todos ellos, y le dijo: Talitha qum. Los evangelistas nos han conservado el sonido original de las palabras. Era una llamada en lenguaje cariñoso: Chiquilla, levántate (muñeca, levántate, traducen algunas versiones).

Todo fue así de sencillo. No hubo aspavientos ni gestos dramáticos. Fue como despertar a una persona dormida. La niña se incorporó, y se puso a andar. También esta vez los padres vacilaron un momento. Pero, luego, los abrazos parecían no concluir. Jesús debió de sonreír al ver la escena. Y, entre sonrisas, interrumpió los abrazos. ¡La muchacha estaba tan débil y pálida! Dadle de comer, dijo. Sólo ahora se dio cuenta de ello la madre. ¿Quién pensaba en eso cuando acababa de recobrarla de la muerte? Pero corrió a preparar algo. Y la muchacha miraba a todos, asombrada, mientras volvía a hacer esa cosa desacostumbrada que era el comer.

Guardad silencio sobre esto, pidió a los padres. Sabía que no le harían caso. Pero quería que, al menos, le dejaran salir tranquilo de la casa. Pero la multitud que, mientras tanto, se había acumulado a la puerta, entendió, sólo con ver su rostro al salir, que algo enorme había ocurrido allí dentro.

Aquella noche en Cafarnaún la gente tardó mucho tiempo en dormirse. No entendían. Desde hacía meses estaban ocurriendo en su alrededor tales cosas que empezaban a no saber qué era la vida y qué la muerte. Sabían, sí, que aquel extraño predicador era más que lo que parecía. Recordaban a Elías y Eliseo y comparaban. Este hacía los prodigios con una naturalidad sorprendente. Y no explicaba nada. Les plantaba ante los hechos y se iba. Empezaban a sospechar que por sus calles caminaba alguien que era el Señor de la vida y de la muerte. Y esto les parecía tan hermoso que no se atrevían a creerlo.

 

V. SEÑOR DE LOS VIENTOS Y LAS OLAS

Y los milagros sobre la naturaleza ¿no son acaso gestos de poder? ¿No son afanes de ostentación el llenar de peces inútiles una red? ¿Para qué el andar sobre las aguas? ¿No es aparatosidad el calmar una tempestad que pudo sortearse con la simple habilidad de los marineros?

Son, ciertamente, tres extraños milagros. En ellos se multiplica la carga simbólica y son como tres parábolas en acción. La historicidad rigurosa de los hechos es mucho menos importante que la enseñanza que de ellos se desprende. Quedarse, una vez más, en el gesto ostentoso de poder es, evidentemente, malentenderlos.

Pescadores de hombres

Sólo Lucas cuenta la pesca milagrosa, y lo hace en una narración que, aun literariamente, es un modelo de tensión y suspense, en la que todo se va descubriendo por pasos contados y en el momento preciso.

A la orilla del lago hay dos barcas amarradas. Los pescadores
aún no sabemos quiénes son están en la orilla lavando las redes. Jesús sube a una de las barcas. Era la de Simón. La barca de Pedro, que, como un símbolo inmarcesible, cruzará desde este día el mar de la historia.

Tras haber predicado un rato desde ella, Jesús pide a sus discípulos que boguen mar adentro y que echen las redes. Pedro mira a Jesús con una sonrisa irónica. Se ve que Jesús sabe poco de pesca. La hora es mala y ellos lo saben muy bien. Han pasado la noche entera pescando y tienen su barca vacía. Mal van a coger de día lo que no lograron de noche. Pero Pedro no quiere contrariar al Maestro. No sospecha que Jesús pueda hacer un prodigio. Quizá ni el mismo Jesús ha decidido aún hacerlo. Lo que, probablemente, le conmueve es esta fidelidad de Pedro que echa la red simplemente por darle gusto.

La red, de pronto, se ha vuelto pesada. Pedro no cree a sus ojos. Sabe que en este mar de Genezaret son frecuentes los bancos de peces qué aparecen donde menos se espera. Pero lo que la red registra es mucho más que la mejor de las redadas. Grita a sus compañeros que tiren de la red y ésta comienza a romperse. Pedro se asusta aún más. Grita ahora a los de la otra barca que vengan a ayudarle. Tiran lentamente y con pericia de la red. Poco después, las dos barcas están llenas de peces hasta los bordes. Con poco más, se hundirían.

Pedro, como buen pescador, ha trabajado primero y se asombra después. Todos se miran los unos a los otros. Saben que lo que ha ocurrido no es algo natural. No recuerdan una redada así. En un momento han pescado más que en horas y horas de faena. ¿Jesús manda entonces a los peces como a'los demonios y a la enfermedad? Pedro siente ahora el milagro en su carne. Ha visto muchos, pero este le toca a él y le hace estremecerse. Cae, por ello, de rodillas. Todo su viejo orgullo parece muerto de repente. Grita: Apártate de mi, que soy un pecador. La frase que usa es dura: en su formulación hebrea no designa a uno que ha cometido algún pecado, sino a quien se dedica a pecar, a quien puede definírsele por su pecado. La gracia ha excavado ya grandes zonas del orgullo de Pedro. Jesús lo comprende y sonríe satisfecho. Abre entonces todo el sentido de su milagro. No lo ha hecho por demostrar qué grande es, ni tampoco por sorprender a Pedro y los suyos. No debe asustarles su poder: por eso dice no temas. Lo que ha querido es descubrirles el destino que les reserva. Lo que él acaba de hacer ante sus ojos es lo que ellos tendrán que hacer en el futuro. Pero no con peces, sino con hombres, con seres a quienes —como dice literalmente el evangelio ha de «coger vivos» y no para la muerte, sino para lograr el que sería sueño de todo pescador: lograr presas que puedan vivir después de pescadas.

Pedro apenas entiende. ¿Cómo ha de pescar hombres y para qué? ¿Y cómo darles una nueva vida para que, al pescarles, no mueran como mueren los peces? Pedro no entiende, no puede entender. Pero Cristo está atravesando con sus ojos la historia. Ve la gran red de su Iglesia. Ve a los hombres debatirse antes de entrar en ella como lo hacen los peces, temiendo morir, sintiendo que les falta el elemento en el que hasta ahora respiraban, sin sospechar aún el nuevo y gozoso aire que en esa red encontrarán.

Pedro no entiende pero acepta esa misión imposible que le encomienda quien puede mandar a los peces que corran a su red.

La tempestad calmada

También la narración siguiente hemos de leerla a doble luz, realista y simbólica.

Desde el punto de vista realista es una de las narraciones más dramáticas de los evangelios. Era ya tarde; Jesús había predicado durante todo el día y estaba cansado. Decidió dormir durante dos o tres leguas de mar que les separaban de la otra orilla. Es éste el único pasaje en que los evangelios nos pintan a Jesús durmiendo. Y fue un sueño muy especial.

El mar estaba en calma cuando partieron. Pero poco después, inesperadamente, estalló la tormenta. Estas tempestades abundan, sobre todo al final del otoño, en el mar de Galilea. Basta pensar en la situación geográfica de este mar para comprenderlo. Está situado en una hondonada, a 208 metros bajo el mar Mediterráneo. En torno a él, un círculo de montañas, abiertas por estrechos desfiladeros y gargantas por los que el viento se cuela violentamente de norte a sur. En cosa de minutos puede convertirse su lámina de aceite en un hervidero. Un geógrafo como Lortet escribe:

Hay que tomar siempre grandes precauciones cuando se navega en este mar pérfido, donde a menudo soplan ráfagas de viento de violencia extraordinaria. Dos veces hemos sentido profunda zozobra al vernos sacudir por furiosas olas. Cualquier maniobra falsa podía hacer volcar nuestra barca en la que penetraba tal cantidad de agua que apenas eran bastantes dos hombres para achicarla con cubos de hierro. Densas nubes negras se amontonaban en el horizonte; el viento que descendía de la montaña soplaba tempestuoso y la superficie del lago estaba cubierta de espuma.

Parecida a ésta es la descripción que nos hacen los evangelistas. Los mares, los paisajes, no cambian. El lago sigue aún cobrándose cada año el tributo de varias vidas humanas.

Aquel día los apóstoles vieron en peligro las suyas. Eran buenos pescadores; llevaban años y años luchando con aquellas aguas, amigas a ratos, hoy furiosas enemigas. Pero nunca se habían sentido en peligro tan grande.

Y, junto a su angustia, Jesús dormía. Esto es lo que menos entendían los apóstoles. Les sublevaba, casi les sacaba de quicio. ¿Fingía sueño? Casi les parecía imposible que no se despertase con el agitarse del cascarón en que la barca se había convertido. El agua tenía forzosamente que salpicar su rostro. Pero él seguía durmiendo.

Molestos, casi irritados, le despertaron. ¿Es que no te importa que perezcamos? El duro reproche refleja bien su lenguaje de pescadores y nos parece oírlo en boca de Pedro. Era, por un lado, un reconocimiento del poder de Jesús; por otro una queja de que no pusiera en marcha ese poder. Pedro no pedía, exigía.

Ahora Jesús se puso en pie y se dirigió al mar como si fuese una persona viva: Cállate, le dijo, ¡guarda silencio! Y en un instante el viento se apaciguó y se produjo una gran calma, ese dramático silencio que sucede a la tempestad. Luego se volvió a los hombres y ahora era él quien se quejaba: ¿Por qué sois tan miedosos? ¿Es que no tenéis fe?

Tenían fe, por eso habían acudido a pedir su ayuda, pero su miedo era más grande que su fe. Habían visto docenas de curaciones, pero ahora el peligro de su vida les había hecho olvidarse de todo. Así es el hombre.

Y ahora se llenaron de temor. Se daban cuenta de que habían salido de un mar y entraban en otro: el misterio de Jesús. Aquel sí que era un piélago en el que se perdían y en el que todo podía suceder. ¿Quién es éste que hasta los vientos y el mar le obedecen? Era un hombre como ellos, lo veían, pero también era mucho más. Caminar a su lado, entrar en su obra, era mucho más peligroso que adentrarse en el mar. Intuían que en aquella navegación perderían sus vidas. Pero, misteriosamente, se sentían felices de ello.

El mar de las almas

Porque, evidentemente, Jesús había hecho mucho más que calmar una tormenta. Algo quería explicarles con lo que acababa de hacer. Ellos sabían que en las páginas de la Biblia que oían comentar en la sinagoga, el mar era siempre un símbolo del mundo inquieto y pecaminoso y que el poder de Yahvé se expresaba precisamente diciendo que era Señor de los vientos y las olas.

Los que a la mar se hicieron llevaron su negocio por las aguas inmensas, vieron las obras de Yahvé, sus maravillas en el piélago. Dijo y suscitó el viento de borrasca, que entumeció las olas; subiendo hasta los cielos, bajando hasta el abismo, bajo el peso del mal su alma se hundía; dando vuelcos, vacilando como un ebrio, tragada estaba toda su pericia. Y hacia Yahvé gritaron en su apuro, y él los sacó de sus angustias; a silencio redujo la borrasca y las olas callaron. Se alegraron de verlas amansarse y él los llevó al puerto deseado (Sal 107, 23-30).

Y el salmo 89 decía: Tú dominas el orgullo del mar; cuando sus olas se encrespan las reprimes (89, 9). Acallas el estruendo de los mares, el estruendo de sus olas y el bullicio de los pueblos (Sal 65, 7).

Y eran casi estas mismas palabras las que Jesús decía. Jesús «reprendió» al mar dice san Marcos (4, 39) y le dijo: «Enmudece». Son las mismas palabras que según el mismo evangelista empleó Jesús para curar al endemoniado de Cafarnaún (1, 25). Y es que para Marcos no hay diferencia entre exorcismos, curaciones y milagros de la naturaleza: es el mismo poder el que encadena a los endemoniados y el que agita las aguas del mar, aguas que son, a la vez, materiales y espirituales.

La tormenta de la persecución

Aún podemos leer la escena a una tercera luz, tal y como la leyó la Iglesia primitiva. Todo hace pensar que los primeros destinatarios del evangelio de Marcos fueron precisamente los cristianos de Roma, que vivían en aquel preciso momento bajo la persecución de Nerón. A los asustadizos podía parecerles que Jesús dormía mientras ellos morían. El evangelista estaba recordándoles con su narración que él estaba presente en su Iglesia y que, antes o después, se levantaría y vencería al demonio de la tormenta.

Escribe ya Tertuliano poco después:

Esta barquilla representó una figura de la Iglesia, mientras está perturbada en el mar, es decir, en el mundo, por las olas, es decir, por las persecuciones y tentaciones, mientras el Señor duerme pacientemente, por así decirlo, hasta que por fin se ve despertado por las oraciones de los santos. El revisa el mundo y restaura la tranquilidad por sí mismo.

Todo esto es lo que los apóstoles entendían y no entendían cuando Jesús calmó la tempestad. Sólo a la luz de la pascua comprendieron que les tocaría vivir en aguas agitadas y que Jesús estaría siempre en su barca, aparentemente dormido, pero siempre presente y poderoso.

Creyeron que era un fantasma

La tercera victoria sobre las fuerzas de la naturaleza ocurre en la noche después de la multiplicación de los panes. El milagro había entusiasmado a la multitud y querían proclamar rey a Jesús, pero él logró escapar. Temía, probablemente, que la multitud estuviera esperándole a la orilla del lago y, además, quería orar con calma a su Padre. Por eso mandó a los apóstoles solos por delante. Id a la otra orilla, les dijo, y yo os encontraré allí.

A los apóstoles debió de sorprenderles esta decisión y se preguntaban en qué barca pensaba cruzar el lago a la mañana siguiente. Pero estaban ya acostumbrados a tantas cosas sorprendentes en la conducta de Jesús que no preguntaron. Se embarcaron al anochecer y se adentraron en el lago. Habían cruzado ya 20 ó 30 estadios (entre cuatro y cinco kilómetros) cuando vieron algo que se movía sobre las aguas. No era una embarcación. Más bien parecía una persona que caminase en pie sobre el mar. Creyeron ver visiones. Eran sobre las tres de la mañana y aún era de noche. Aguzaron sus ojos y vieron que sí, el bulto avanzaba sobre el agua, como un caminante a buen paso. Pasaba paralelo a ellos, como si fuera a adelantarles. Cuando estuvo más cerca percibieron que era efectivamente una persona. Andaba, golpeaba el mar con los pies, se abalanzaba sobre el mar como dice Mateo, caminaba sobre las aguas como puede un campesino hacerlo sobre su sembrado.

Soplaba un viento fuerte. Y la soledad de la noche y del mar multiplicó su miedo. Era sin duda un fantasma, pensaron. Y comenzaron a gritar.

Y entre el rugido del mar y el soplo del viento llegó la voz del caminante: Soy yo, no tengáis miedo. Era su voz, la reconocieron. Podían confundir todo menos aquella voz y aquellas palabras tantas veces oídas.

Y Pedro obró entonces como quien era. Su miedo se convirtió en ímpetu, sus temores en decisión. Y pidió una cosa absurda y maravillosa. Si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas. No tenía ningún sentido su petición. Pero, de pronto, había sentido la necesidad de unirse a su Maestro aunque sólo fuese en la locura. Ven, le dijo Jesús.

Pero andar en las aguas y en el mar agitado no era tan sencillo como para que bastasen unos gramos de locura. Pedro comenzó a hundirse. Se alejó el entusiasmo y regresó el temor. Y todas sus locuras parecieron volar de su cabeza ante la idea de morir. Gritó. Y Jesús ahora le tiende la mano: ¿Por qué tiemblas, hombre de poca fe? Y Pedro reconoció al mismo tiempo la verdad de estas palabras y la nueva fuerza que le sostenía.

Cuando Pedro estuvo en la barca nadie se atrevía a hablar. A pesar de tantos milagros como antes habían visto, estaban —dice Marcos— estupefactos en extremo, tanto más que no habían pensado bien el suceso de los panes, sino que más bien su corazón estaba petrificado (6, 51-52).

Era, sí, demasiado duro para ellos. Pocas horas antes habían visto cómo miles de personas se alimentaban con unos pocos panes. Esto les había desconcertado, pero no se habían parado a pensarlo. Entre la alegría y el dedicarse a repartir la comida para todos, apenas habían prestado atención al prodigio. Pero luego, aquella misteriosa huida de Jesús, el dajarles solos, la noche en la barca, el miedo por sus propias vidas, el fantasma que se acerca hacia ellos y les habla, la locura de Pedro, el nuevo terror de ver ahogarse al compañero, la dura frase de Jesús... Demasiadas cosas para poder entenderlas juntas.

Sólo más tarde, mucho más tarde las entend;rían, cuando le vieron andar de nuevo, pero ya no sobre las aguas del mar, sino sobre las de la muerte. Entonces entendieron este caminar. Anunciaba otro triunfo en otra madrugada como aquella.

Pero ahora nada entendían. Seguían tras él, entre la admiración y el miedo, entre el desconcierto y la alegría. Se sabían llamados para algo terrible, pero no lograban entender para qué.

 

VI. EL SÁBADO

Hay, entre los de Jesús, toda una serie de milagros que se caracterizan por su aire polémico, milagros que son, en frase de Mussner, manifestaciones de la ira de Dios frente al falso legalismo. El mismo Jesús que, en sus exorcismos, combatía con el demonio, lo hace, en estos otros milagros, con su hijo mayor: la hipocresía.

Hay, efectivamente, un numeroso grupo de milagros que constituyen un «frente antirabínico o antifariseo». En ellos el centro no es la curación, sino lo que, a través de ella, se dice: que Cristo es el Señor del sábado, que Cristo es el verdadero sábado.

El sábado era, en sus raíces, no sólo una institución limpia, sino también un día sagrado. Seis días trabajarás; el séptimo descansarás; no has de arar en él, ni has de segar (Ex 34, 21). El decreto del Exodo buscaba, al mismo tiempo, el respeto a Dios y el respeto al hombre, no una nueva forma de esclavitud.

Y en todas las páginas de la Escritura permanecía esta visión noble y positiva del día de Dios: era un día de fiesta (Os 2, 13; Is 1, 13), fiesta en la que la alegría humana se unía a la religiosa (Lev 19, 3; 26, 2; núm. 28, 9; Ex 35, 2). Era el día de la asamblea comunitaria (Lev23, 3), apto para consultar a los profetas (2 Re 4, 23), para reunir amistosamente a todos los miembros de la familia, criados y extranjeros (Ex 20, 10; Dt 5, 15), para ofrecer a Dios sacrificios especiales (Núm 28, 9), para recordar la alianza que Dios ha hecho con el hombre (Ez 20, 10-20; Is 56, 4-6; 58, 13).

Pero toda esta zona de gozo, descanso, amistad y servicio, se había sumergido, por obra y gracia de los fariseos, en un complejo tal de preceptos qué la alegría había quedado aprisionada entre tan espesa red. Existían dos libros enteros (Shabbath y Erubin) dedicados a recopilar todas las prescripciones referentes al sábado, con nada menos que 39 grupos de actos prohibidos en ese día. Grupos que iban desde lo más grande (durante la persecución de Antíoco IV Epifanes algunos judíos se dejaron matar por no batallar en sábado) hasta mayores minucias como la prohibición de escribir dos letras seguidas, hacer o deshacer un nudo, encender o apagar una lámpara, dar dos puntadas de costura, andar más de 900 metros...

Muchas de estas prescripciones rabínicas eran simples interpretaciones fanáticas de la ley. Allí donde ésta prohibía transportar cargas —con el simple sentido de respeto al descanso humano— los rabinos interpretaban cosas como éstas: Es culpable de violación del sábado el que transporte la cantidad de comestibles equivalente al peso de un higo seco, o la cantidad de vino que basta para la mezcla de una copa, la leche que se toma en un sorbo, la miel que se pone en una herida, el aceite necesario para ungir un miembro pequeño, el agua que se requiere para la unción de unos ojos. Hasta estaba prohibido llevar encima el sábado el portamonedas. Y una mujer no podía salir de casa llevando encima una aguja de coser, ni un anillo que tuviera algún engaste, ni una pastilla de perfume, ni una botella de bálsamo.

Todo este minuciosismo prohibitivo tenía como cotrapartida la habilidad interpretativa para encontrar soluciones. Por ejemplo un nudo podía desatarse siempre que fuera con una sola mano; o en caso de que el nudo no fuera de cuerda, sino de tela o de cualquier otra cinta. El portamonedas no podía llevarse encima, pero podía llevarse sobre un animal de carga; o encargar de llevarlo a alguien que no fuera judío.

Aún hoy, en los barrios ortodoxos de Jerusalén, se encuentra este tipo de juegos. En sábado no puede encenderse una cerilla, ni el televisor, ni la lumbre, ni la luz, ni poner en marcha el coche. Pero yo he visto en muchas casas una instalación de relojería complicadísima que se ponía en marcha el viernes para que el sábado a una hora precisa se encendiesen o apagasen las luces, los hornos, la radio o el televisor. Y amigos míos no podían encender una cerilla para prender su cigarrillo, pero podían encenderlo con el mío o prenderlo en cualquier vela encendida desde el viernes. Y he pagado en sábado más de un tranvía a amigos judíos que, no llevando dinero encima ese día, me prometían pagármelo ellos a mí al día siguiente.

Lo grave de este minuciosismo legalista es que se llegaba hasta el mismo terreno de la salud. Una herida no podía curarse en sábado fuera de caso de verdadero peligro de muerte. El Talmud permitía, por ejemplo, a quien tuviera dolor de muelas, enjuagarse con vinagre, pero a condición de tragárselo, ya que entonces era tomar alimento. Escupirlo hubiera sido, en cambio, medicinarse y transgredir, con ello, el sábado. Quien tuviera dislocado el pie podía bañárselo en agua fría, porque esto era una ablución cotidiana; pero no moverlo dentro de la palangana, porque esto era una ablución medicinal.

La magnificación de este minuciosismo legalista llegaba a considerar estas leyes tan importantes como los mandamientos. Encontramos, por ejemplo, sentencias rabínicas como ésta: Quien come pan sin lavarse las manos es como quien frecuenta a una meretriz; quien descuida el lavarse las manos será desarraigado del mundo. Y son frecuentes las excomuniones para los que comen manjares profanos y no en estado de pureza, es decir sin lavarse antes de comer.

El sábado del corazón

Pero el gran problema es que todo este legalismo era la gran tapadera para olvidar obligaciones mucho más importantes. El fariseo colocaba literalmente el mosquito y se tragaba el camello. Por eso encontramos en los profetas frases tremendas que anuncian la crítica de Cristo al sábado: El incienso —dice Isaías poniéndolo en boca de Dios— me es aborrecible, y las neomenias, y los sábados y las fiestas solemnes; las fiestas con crimen me son insoportables... Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien (Is 1, 13-17).

Habían olvidado muchos judíos que lo importante es lo que san Agustín llamó el «sábado del corazón» porque, contrariamente a quienes piensan que sólo quien no guarda el sábado peca, lo cierto es que quien no peca ése es el que verdaderamente guarda el sábado.

¿Y en cuanto a Jesús? Entiende y vive como nadie ese sábado del corazón. No desprecia el que se dedique un día a Dios y al descanso, no suprime violentamente la celebración. Al contrario: él mismo lo observa en su sustancia. Ese día acude a la sinagoga a orar más que en ningún otro día (Mt 4, 23; Mc 6, 2; Lc 4, 15; Jn 18, 20). Piensa que, además, ese es el día de la caridad: por eso casi gusta de multiplicar en ese día los milagros (Mt 12, 9-14; Mc 1, 21; Lc 13, 10; Jn 5, 1). Sabe y pregona que el sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado (Mc 2, 27). Y se proclama a sí mismo Señor del sábado (Mt 12, 8) y esto no sólo porque él tenga autoridad para ponerlo yquitarlo, sino, sobre todo, porque sabe que, cuando llegue su Reino, allí todos los días serán sábado porque todos los días serán de Dios y de la alegría.

Primer choque con los fariseos

Desde estos puntos de vista el choque con los fariseos era absolutamente inevitable. La primera escaramuza tuvo lugar en Galilea y con un motivo fútil: los discípulos de Jesús, pasando junto a un trigal en sábado, se habían atrevido a coger unas espigas. Y los fariseos no reprochaban este gesto como un robo, ya que el caso estaba expresamente permitido por la ley, sino como una violación del sábado. Si no podía comerse una fruta caída en sábado de un árbol y si dudaban en comer un huevo puesto en sábado por las gallinas, ¿cuánto más reprobarían el que los apóstoles se atrevieran a «segar» media docenas de espigas?

Jesús responderá a sus adversarios desconcertándolos: ¿Acaso David no se atrevió en una ocasión a comer, él y sus soldados, los panes de la proposición, que sólo es lícito comer a los sacerdotes? (1 Sam 21, 2). ¿No podía, pues, saltarse otra ley él, que era más que David?

Con su respuesta, Jesús elevaba el problema. No entraba en la minucia. Ponía en tela de juicio la interpretación rigorista de la ley y se autonombraba a sí mismo superior a todo cuanto estuviera legislado por y para el hombre.

Este primer enfrentamiento, aun puramente verbal, dejaba las espadas en alto. Y los fariseos de Galilea, aun siendo muchos menos en número y poder que los de Jerusalén, descubrieron dónde tenían al enemigo.

Pocos días después tuvieron la ocasión de comprobar el tamaño de su adversario. Era también sábado y Jesús predicaba en la sinagoga. Era frecuente que los asistentes pudieran hacer preguntas al que había interpretado la Escritura. Y aquel día el grupo de fariseos asistente se fue derecho al tema: ¿Es lícito curar a un enfermo en sábado? le preguntaron (Mt 12, 10).

Esperaban, sin duda, que Jesús les contestaría con toda una teoría de distinciones explicando qué masajes podían hacerse y cuáles no. O pensaban que diría que sólo era lícito en caso de peligro de muerte.

Pero Jesús prefirió contestar con hechos y no con palabras. Había en la sinagoga un hombre que tenía una mano paralizada y Jesús le mandó que se adelantara. Fue entonces Jesús quien preguntó: Decidme ¿es lícito hacer bien o mal en sábado, es lícito salvar o arruinar una vida?

Ellos se dieron cuenta de que Jesús había trasladado de campo el problema. No entraba en debate de minucias, iba a la sustancia ética de las cosas. ¿Quién de ellos se atrevería a decir que en el día de Dios estuviera prohibido hacer el bien? Por eso callaron. Ese era un campo en el que se sentían perdidos. Y no se atrevían a confesar que ese era el verdadero centro del problema.

Ante su silencio Jesús pasó a la acción: Extiende tu mano, dijo al enfermo. Y la extendió —dice Mateo— sana como la otra (Mt 12, 13).

El argumento era esta vez irrebatible: si Dios rubricaba una acción con un milagro era evidente que no se trataba de una acción moralmente mala. Pero la cólera de verse arrinconados pudo más en los fariseos que la luz de la verdad. Por eso, junto a la admiración de la gente sencilla, nació el silencio torvo de los fariseos que preferían dudar de Dios antes que de sus ideas. Por eso sacaron la más extraña conclusión que se puede sacar de un milagro: se reunieron para pensar qué podían hacer contra él, para estudiar cómo podían perderle.

Y esto lo hacían en el mismo momento en que descubrían que el poder de Dios estaba con él. Estaban en su contra precisamente por eso. En ese momento comenzó a parecerles verdaderamente peligroso. Mientras sólo predicaba, no resultaba un enemigo serio. Pero ahora que se mostraba como mucho más que un hombre es cuando comenzaba a resultarles intolerable. Era para ellos como si Dios se hubiera escapado de su jaula. Llevaban años, décadas fabricándole una cárcel a Dios. Habían trenzado toda una tupida red de prescripciones en las que Dios tenía la obligación de moverse y hacerse razonable. Pero he aquí que Dios parecía querer salirse de su jaula e invadir dominios en los que ellos mandaban. ¿Cómo podían soportarlo? Ellos estaban convencidos de hacer un servicio a Dios ayudándole a que los hombres le obedecieran. Dios debería pagarles al menos con su silencio, dejándoles trabajar, puesto que en su honor lo hacían. Si Dios se mostraba más grande de lo que ellos señalaban, habría que recortarle a Dios ese sobrante peligroso, que ya no era ley, sino locura. Por eso se reunieron. De ahora en adelante dedicarían tanto afán a acorralar y eliminar a ese nuevo Dios como el que habían puesto antes en fabricar las reglas de juego del Dios que les gustaba imaginar. La lucha había comenzado.

El paralítico de Bezetha

El encuentro frontal tendría lugar en Jesuralén en uno de los viajes que hizo Jesús a la Ciudad Santa para celebrar «la fiesta de los judíos», como dice san Juan. Mientras Jesús permaneció en Galilea, los fariseos no pusieron en marcha su máquina de ataque. Que lesiguieran grupos de aldeanos no les intranquilizaba demasiado. Pero que viniera a provocarles a su propia madriguera de Jerusalén era inaudito. Porque Jerusalén era su reino.

La escena ocurrió en la llamada Piscina Probática del barrio de Bezetha. Era éste un arrabal que —como ocurre hoy estaba naciendo fuera de las murallas de la ciudad, al norte, y que era conocido con el nombre genérico de Ciudad Nueva o el específico de Bezetha, que algunos exegetas traducen por «casa del olivar» y otros por «casa de la misericordia». Había allí una gran piscina en la que se recogían, como en la de Siloé, las aguas de una fuente intermitente. En torno a la piscina, había crecido una gran edificación de cinco pórticos, medio hospital, medio templo supersticioso dedicado a divinidades paganas. Era, en realidad, un depósito de agua mineral a la que se atribuían propiedades milagrosamente curativas. La explicación científica más probable es la de que, en ciertos períodos, el calor subterráneo hacía subir a la superficie el concentrado de las sales metálicas del manantial, lo que acentuaba en aquellos momentos las propiedades curativas del agua. Pero el vulgo atribuía aquel inesperado borbollar a la mano de un ángel que removía, de tiempo en tiempo, las aguas. Lo demás lo hacía la esperanza de cuantos allí se arremolinaban. Porque los pórticos se habían convertido en un permanente lazareto en el que se acumulaban ciegos, tullidos o simplemente pobre gente que se acogía a aquel techo como su única propiedad.

Cuando Jesús entró en los pórticos de la Probática no se puso a discutir lo que de supersticioso había en la espera común. Sus ojos se fueron hacia un enfermo que parecía especialmente miserable: llevaba nada menos que treinta y ocho años paralítico, encadenado a sus miserables parihuelas, solo ante la vida y el dolor.

¿Quieres curar? La desconcertante pregunta no extrañó al enfermo. ¡Claro que quería curar! pero ¿cómo hacerlo? Explicó a Jesús con humilde sencillez que no tenía a nadie que le ayudase a introducirse en el agua cuando borbollaba. Tenía que arrastrarse él solo, con un esfuerzo sobrehumano y, para cuando quería llegar al agua, el efecto curativo, para él milagroso, ya había cesado.

Jesús no discutió, ni aclaró los absurdos sueños del enfermo. Hizo algo mucho más sorprendente. Sin que el enfermo le pidiera nada, sin presentarse siquiera a él, sin que éste pudiera poner en marcha su fe, puesto que ni conocía a Jesús, el paralítico oyó la más extraña de las órdenes: Levántate, toma tu camilla y anda (Jn 5, 8).

El enfermo debió de mirar asombrado a quien le hablaba y, al mismo tiempo, mucho más desconcertado aún, percibió un nuevo vigor en su sangre. Sin contestar, intentó moverse, y vio que podía hacerlo. Trató de levantarse, y podía. Como magnetizado, cogió su camilla, cargó con ella y salió saltando, sin detenerse siquiera, a dar gracias a Jesús.

Era día de sábado, dice ahora el evangelista, señalando lo que va a ser el centro de su narración. Un hombre que, en pleno sábado, cruza las calles de Jerusalén con una camilla a cuestas era, en aquellos tiempos, tan sorprendente como un cielo estrellado a mediodía. Las gentes se detenían a mirarle y contemplaban su andar como un sacrilegio, pero nadie se atrevía a decirle nada, precisamente por tan enorme como su falta era.

El hombre, que ni se había detenido a pensar qué día era de la semana, tan alegre iba, se encaminó al templo para dar gracias a Dios. Y aquí la sorpresa, al verle aparecer cargado en el atrio, fue aún mayor. Alguien le salió al paso deteniéndole y pronto se formó en torno a él un corrillo de gente. ¿Cómo te atreves a llevar eso a hombros, siendo día de sábado? Ahora entendió el buen hombre por qué todo el mundo lo miraba con tal desconcierto. Pero dio entonces una respuesta que para él era más que evidente: quien me ha curado me ordenó que tomara mi lecho y anduviera. Los rabinos no replicaron a esta argumentación del hasta hoy enfermo. Sabían que era absolutamente correcta. Ellos mismos lo enseñaban en el templo: Si un profeta te dice: «Quebranta las palabras de la ley», obedécele, excepto en lo que toca a idolatría. Por eso lo que pidieron al hombre fue el nombre de quien le había curado para comprobar si era un verdadero profeta. Pero el curado ignoraba hasta el nombre de su bienhechor y no pudo responderles.

Sólo más tarde quiso la casualidad, o la providencia, que Jesús y el paralítico se encontraran de nuevo en el templo. Y ahora el enfermo corrió hacia él, para preguntarle quién era y darle las gracias. Bien, le dijo Jesús, ahora que has sido curado, no peques más, no vaya a acontecerte alguna desgracia mayor. Jesús, que se había preocupado primero del cuerpo del hombre, completa ahora su obra ocupándose de su alma. Pecar, él lo sabe, es una desgracia mayor que la que aquejaba hasta hoy al pobre hombre.

Y éste se fue corriendo, ingenuo, a contar a los fariseos que era Jesús quien le había curado. No había en sus palabras nada parecido a una delación. ¿Cómo iba a suponer que los fariseos mucho mejores que él— no iban a admirar a Jesús por aquella obra que a él le llenaba de entusiasmo?

Pero no fue precisamente admiración lo que los fariseos sintieron. Se fueron a buscarle con reproches y amenazas. «Le perseguían» dice san Juan (5, 16).

Mas la respuesta de Jesús aún les encolerizó más: Mi Padre sigue obrando todavía y por eso obro yo también. Entendieron muy bien: estaba pintando sus milagros como una creación continuada, se estaba haciendo igual a Dios. Filón había descubierto esta naturaleza operante de Dios con hermosas imágenes: Nunca cesa. de obrar. Asícomo la traza del fuego es quemar y la de la nieve enfriar, así es propio de Dios el obrar. Ellos le preguntaban por el sábado, por el día del descanso de Dios, y Jesús les contestaba que el descanso de Dios no era inacción, que podía descansar de hacer, pero no de amar. Por eso Jesús podía amar todos los días de la semana, sábado incluido.

Entendieron, entendieron muy bien. Y ahora la decisión que tomaron no se quedó a medio camino: Por eso los judíos buscaban con más ahínco matarle, pues no sólo quebrantaba el sábado, sino que decía que Dios era su Padre, haciéndose igual a él (Jn 5, 18).

Ahora sí que el problema estaba planteado sin rodeos. No se preguntaron ya más por los milagros de Jesús. No les interesaba saber si estos eran verdaderos o falsos, si probaban o no quién era su autor. El no podía ser Dios porque no entraba en sus casilleros. En todo caso no era el Dios que ellos deseaban. Debía morir. Sólo faltaba esperar el momento y la ocasión oportunos.

 

VII. EL PERDÓN DE LOS PECADOS

Entre todos los milagros de Jesús, el de mayor colorido popular es sin duda la curación del paralítico de Cafarnaún. Tiene en su arranque un cierto aire de fábula picaresca, aunque, como veremos, gira de pronto y se va hacia las mayores profundidades teológicas.

La escena ocurre una mañana luminosa. Jesús acaba de regresar de una de sus correrías apostólicas por Galilea y, para descansar unos días inadvertido, se ha escondido no en la casa de la suegra de Pedro ni en ninguno de los lugares donde suele parar, sino en casa de un amigo desconocido. Pero la noticia de su presencia corre como pólvora por la ciudad. Y comienzan a llegar los hambrientos de su palabra. Jesús, una vez más, no sabe negar el pan de su mensaje. Y la casa va, poco a poco, llenándose de oyentes. Todos los rincones del cuarto donde habla están ya ocupados. Abren la puerta y los últimos venidos se agolpan en el patio frente a la casa. Desde allí oyen respetuosos la voz que llega desde el interior.

Es entonces cuando se acerca a la casa un grupo de cuatro que traen a hombros, sobre su camilla, a un joven paralítico. Intentan abrirse paso, pero la pequeña multitud ante la puerta no se mueve. Discurren unos segundos y se les ocurre la hermosa locura: si abren un boquete en la terraza y descuelgan por él a su amigo enfermo, Jesús se encontrará forzosamente ante él y se verá forzado a curarlo. Dicho y hecho. Por la escalera exterior, que es común en las casas palestinas, subieron al terrado. No era éste muy sólido sin duda. Como era corriente en muchas casas palestinas, sobre el entramado de las vigas de madera había, quizá sólo una cubierta de cañas y ramaje con una leve capa de arcilla apisonada fácil de remover (y que de hecho había que apisonar de nuevo cada vez que llovía).

Quienes estaban abajo oyeron, sin duda con inquietud, los ruidos en el techo. Vieron luego cómo se abría la luz y cómo en el agujero aparecían cuatro rostros humanos que retiraban tejas y ramas. Por un momento creyeron que eran simplemente cuatro oyentes más, excepcionalmente curiosos. Pero luego en el agujero apareció un gran bulto que al principio no identificaron. Algo bajaba del techo sujeto con cuerdas, algo extraordinariamente pesado. Hubo quizá un momento de miedo ante los trozos de techo que caían junto al objeto que atado descendía. El corro que rodeaba a Jesús se abrió y, cuando estuvo a la altura de sus ojos, vieron todos sorprendidos que era un hombre lo que bajaba sobre el extraño atadijo de camilla que descendían.

Quedó el cuerpo del hombre ante Jesús y nadie se atrevía a decir nada. ¿Hacía falta pedir algo? ¿No decía ya suficientemente el gesto de los audaces, que ahora estaban medio avergonzados, medio orgullosos de su atrevimiento?

Pero no es el ingenio ni la osadía lo que impresiona a Jesús, sino la tremenda fe que el gesto suponía. Se acerca al paralítico. Le llama «hijo» con un gesto casi más maternal que paterno. Y, entonces, dice él algo que es más desconcertante que la audacia del enfermo y los suyos. Hijo, dice, tus pecados te son perdonados.

Pecado y enfermedad

¿Qué sintieron quienes escuchaban tan extraña «salida» de Jesús? ¿Qué sintió, sobre todo, el propio enfermo? Entre los judíos era frecuente unir el concepto de pecado con el de enfermedad. Pero Jesús los había distinguido claramente en el milagro del ciego. Y aquí mismo, con su gesto, los distingue: ha perdonado sus pecados al enfermo, pero éste sigue postrado en su camilla. ¿Sintió por ello una profunda decepción? ¿Nació quizá en él un movimiento de rebeldía, un deseo de gritar que él había venido para que sus piernas se moviesen y no para un fantasmagórico perdón de los pecados?

El dolor es un extraño árbol que produce muy diversos frutos según la tierra en la que se planta. En algunos es una misteriosa bendición, en otros una siembra de sal amarga o frívola. Rosales ha escrito bella y justamente que las almas que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir. Pero tampoco deja de ser cierto que el dolor, como la bendición, no llena esos templos, ni impide que un día queden ruinosos y cobijen sólo al viento. El dolor fecunda a algunos, atrofia a muchos. Hace que algunos desciendan al centro de su alma para entender allí esa relación que existe entre la dramática trinidaddel dolor-pecado-muerte, y ese misterio que hace que el dolor sólo sea negativo cuando a él se une la amargura. Para estos el dolor es un acicate, no un freno; una fecundación, no una parálisis.

Pero también es cierto que a muchos la enfermedad sólo les conduce a la misma enfermedad, a girar y dar vueltas en torno de sí mismos, reduciendo toda la sustancia de su vida a una permanente lamentación o a una segregación de sueños. Entonces el dolor no conduce a la profundidad, sino a la frivolidad. Y a una superficialidad tan grande que ni siquiera puede descubrirse como tal. Viven así a la ligera, como la gente frívola, sólo que su pista de baile es el propio lecho.

Si el paralítico de Cafarnaún era de estos últimos debió de sentir, al oír a Jesús, una profunda rebeldía interior. No entendía ni qué era el pecado, ni para qué podía servir el que se lo perdonasen.

Pero, si era un enfermo vivificado por el dolor, debió de entender que Jesús, aun no curándole, había tocado el nervio de su vida y de su alma. Si, además, hubiera sido un verdadero creyente, habría entendido que, con aquella frase, Jesús entraba en el mismo núcleo del evangelio.

No hay, evidentemente, buena nueva allí donde no hay perdón de los pecados. Jesús lo dirá sin rodeos: No vine a llamar a justos, sino a pecadores (Mc 2, 17). Esto —como comenta Guardini no quiere decir que excluya a los justos, sino que no los hay. Los hombres que no se consideran pecadores no existen para la Redención, o, mejor dicho, su redención consiste ante todo en que reconozcan ser pecadores.

Los antiguos unían indebida y exageradamente las nociones de pecado y enfermedad. El suyo era un Dios vengativo que respondía con la enfermedad a las ofensas de los hombres. El enfermo o era un pecador o un hijo de pecadores.

Nosotros nos hemos ido hoy al otro extremo no sólo separando pecado y enfermedad, sino incluso reduciendo el pecado a una especie de neurosis más. Desde este planteamiento, mal podemos entender las curaciones de Jesús: forzosamente tenemos que reducirlas a puros gestos de poder. Pero en Jesús interesa mucho más el signo que el gesto. El brazo, la pierna o el ojo que se curan son siempre mucho más que eso. Y son importantes sólo en la medida en que significan que algo ha cambiado también en el alma del curado. Un Cristo que «arreglase» brazos o piernas, sería simplemente un curandero un poco mejor de lo normal. La salvación que Jesús trae es mucho más radical y profunda. Es del pecado de lo que viene a salvar. Del pecado y todos sus bordes.

Qué es ser pecador

Por eso urge antes que nada aclarar aquí qué sea ser pecador. ¿Haber transgredido una norma como quien hoy, en carretera, se salta un «stop»?

Escribe Guardini:

No sólo se es pecador por haber perjudicado a un hombre o a una causa, sino también a la verdad y a la justicia santas y eternas. Es estar en oposición no tan sólo con la ley moral eterna, sino con el Dios vivo y santo. El pecador repite el viejo ataque de Satanás: es la tentativa horriblemente insensata y profundamente arraigada en el alma, de destronar a Dios, de rebajarle, de destruirle... He aquí por qué el pecado ataca también la vida humana santa y surgida de Dios, y se convierte en destrucción de esa vida natural. No queda encerrado en el ámbito de la conciencia individual, sino que se convierte en culpabilidad social y destino colectivo. El pecado es todo eso.

Puede, por ello, que pecar no sea tan fácil como algunos creen, pero es, ciertamente, mucho más hondo e importante de lo que nos gustaría a todos creer.

Los escribas que aquel día de Cafarnaún escuchaban a Jesús, podían ser hipócritas pero no eran superficiales. Por eso entendieron muy bien la hondura de lo que acababa de ocurrir ante ellos. No les pareció absurdo el que Jesús diera perdón donde le pedían curaciones, lo que les pareció audaz es que se atreviera a conceder el perdón de los pecados: ¿Qué dice este hombre? ¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios? Pensaban en profundidad, aunque no se atreviesen a decirlo.

Jesús había logrado con su desconcertante frase lo que realmente quería: mostrar que, en sus curaciones, iba más allá, hasta el fondo profundo del pecado. Y quiso expresarlo visiblemente:

¿Qué es lo que estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más dificil: decir al paralítico: «Tus pecados te son perdonados» o decirle: «Levántate y anda»? Pues bien: para que sepais que el Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados, «yo te lo mando —dice al paralítico: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa».

Aquí hemos tocado verdaderamente fondo. Pero no debemos precipitarnos: a la pregunta de Jesús solemos contestar que es igualmente dificil que el enfermo quede curado y que el culpable ya no lo sea. Ambas cosas, pensamos, sólo puede hacerlas Dios. Perdonar, decimos, es tan dificil como crear.

En rigor tendríamos que decir —como intuye Guardini que perdonar (tal y como Dios perdona) es más dificil que crear. Sólopuede perdonar el Dios que está por encima de «Dios». Esta frase es disparatada; sin embargo, su insensatez nos dice algo que es justo. Jesucristo vino efectivamente para revelarnos al «Dios que está por encima de Dios», no al «Ser supremo», sino al Padre. Efectivamente, para curar una enfermedad, sólo hace falta poder. Para perdonar los pecados hace falta además una infinitud de amor. Porque el perdón verdadero rebasa el poder creador como el amor rebasa la justicia.

La razón de que no entendamos esto es que solemos confundir el perdón de Dios con el perdón de los hombres. Cuando nosotros perdonamos algo, nuestro perdón no anula la existencia de la ofensa que nos han hecho: el ofensor sigue siendo ofensor; lo que sucede es que nosotros, benignamente, desviamos la mirada, no tenemos en cuenta esa ofensa, nos esforzamos en olvidarla, no nos irritamos contra ella ni la castigamos.

El perdón de Dios va mucho más allá. Un perdón como el de los hombres no hubiera necesitado una redención. Dios habría podido hacerlo «cómodamente» desde su cielo. Corazón mayor que el de los hombres no le falta.

Pero su perdón implicaba una muerte y una nueva creación. El pecado era sumergido en el amor y desaparecía como tal pecado. Al mismo tiempo, el hombre que fuera pecador resucitaba a una nueva vida. No se convertía en un «vacío de pecado», en un «ex-pecador», sino en una plenitud de gracia, en un «justo». La justicia de Dios no sólo ilumina «desde fuera» mi alma, sino que, por obra de ese perdonador, se hace mía, me pertenece verdaderamente.

Es evidente que esta obra —que resume toda la tarea redentora de Cristo es más dificil que curar a un paralítico y que sólo puede ser obra de un Dios-Padre. Cristo se limitaba en esta página del evangelio a adelantar la idea. Era para él muy importante que nadie se quedase en la pura piel del milagro, olvidando que era a todas las almas paralíticas a quienes él venía a decir: Levántate y anda.

Muchos lo intuyeron. Por eso se quedaron extasiados, por eso daban gloria a Dios y exclamaban: Jamás hemos visto cosa semejante.

El milagro y los inquisidores

El tema del perdón de los pecados reaparece en otro de los
milagros, tal vez el más minuciosamente narrado en los evangelios. Lo cuenta san Juan con la mejor técnica progresiva del dramaturgo. Había a la puerta del templo un ciego que pedía limosna. Era sin duda un personaje muy conocido, puesto que todos sabían que su ceguera era de nacimiento. Al pasar ante él, los discípulos preguntaron a Jesús:
Maestro ¿quién pecó para que éste naciera ciego, él o sus padres? En pocas palabras resumían lo que era idea común entre los judíos de entonces. Pero Jesús, aunque en muchas ocasiones uniera las ideas de enfermedad y pecado, les invitó a ir más en profundidad: Ni él pecó, ni pecaron sus padres. Está ciego para que se manifiesten en él las obras de Dios. Jesús rechaza un planteamiento mecanicista y presenta al ciego como parte de esa humanidad doliente para la cual —formada toda entera por ciegos— va a ser Jesús la luz del mundo.

Se volvió entonces Jesús y, sin que nadie se lo pidiera, se dirigió al ciego, escupió al suelo, formó un poco de barro y restregó con él los ojos del ciego. Ve, le dijo después, y lávate en la piscina de Siloé. Jesús volvía a usar la técnica de curación progresiva, adoptando las técnicas entonces usuales entre los médicos.

El ciego, sin entender en absoluto lo que estaba ocurriendo y fiado sin duda en lo que de Jesús había oído, obedeció. Y sus ojos se abrieron.

La narración podía concluir aquí. Pero Juan la rodea de una nube de testigos que lo garanticen. Un auténtico proceso inquisitorial que garantice la realidad del hecho.

Conducido por la alegría, el ciego regresó a su barrio. Y su llegada fue una común sorpresa. Los vecinos discutían: ¿Era aquel el ciego a quien tantas veces habían visto pedir por sus calles? Unos decían: El mismo. Pero otros pensaban que se trataba de alguien parecido. En realidad, pocas cosas cambian tanto un rostro como la luz de unos ojos abiertos. Y le asediaban: ¿Cómo se te abrieron los ojos? Y el ciego contaba lo que Jesús había hecho con él. Pero apenas sabía decir otra cosa de Jesús que su nombre. Por no saber, no sabía ni dónde estaba ahora.

Los vecinos le condujeron entonces a los sacerdotes y fariseos. El prodigio era para ellos tan maravilloso que lo presentaban como un triunfo común.

Y los fariseos reaccionaron según su lógica habitual. Podían haber concluido: Hace milagros, luego es un profeta. Pero pensaban: cura en sábado, luego es un pecador.

Pero la solución no era tan sencilla. Alguno preguntó: Y si es un pecador ¿cómo es que hace cosas tan prodigiosas?

La pregunta hizo vacilar a los fariseos. Habría que comprobar ahora si el milagro era real. No fuera a ser todo una farsa inventada por los discípulos del Galileo.

Preguntaron a los padres del ciego. Y la respuesta de estos fue la típica del pobre ante el poderoso: Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Cómo es que ahora ve, eso no lo sabemos. Preguntádselo a él, que ya es mayorcito.

Cerrada esta puerta, volvieron al ciego: Nosotros sabemos que ese hombre que dices que te curó es un pecador. Reconócelo tú también. El curado volvió a refugiarse en el lenguaje a la vez evasivo y retador: Si es un pecador o no, yo no lo sé. Lo que sé es que estaba ciego y ahora veo.

La lógica era aplastante. Pero ellos inquirieron de nuevo cómo había ocurrido la cosa. El ciego se volvió ahora irónico. Se sentía fuerte al ver retroceder a sus enemigos. Ya os lo he dicho y no me habéis hecho caso. ¿Para qué queréis oírlo otra vez? ¿Es que acaso pensáis haceros discípulos suyos?

La ironía de la última pregunta encolerizó tanto a sus adversarios que no encontraron otra respuesta que los gritos y los insultos: Discípulo de ése lo serás tú. Nosotros somos discípulos de Moisés. A nosotros nos consta que a Moisés le habló Dios. Pero éste ni sabemos de dónde procede.

El ciego ahora, con la fuerza de quien se sabe en la razón les atacó de frente: Pues eso es lo raro: que no sepáis de dónde procede un hombre que ha podido abrirme los ojos. Es claro que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y cumple su voluntad. Si éste no procediera de Dios no podría hacer lo que ha hecho.

La respuesta era tan concluyente que no admitía vuelta de hoja. Por eso, continuaron en su «lógica» del insulto: Tú, que naciste empecatado de los pies a la cabeza ¿vas a darnos lecciones a nosotros? Y, muy en inquisidores, no encontraron mejor solución que excomulgarle, echarle del templo. Y lo hicieron precisamente en el momento en que aquel hombre encontraba la fe. Porque el encuentro con los inquisidores hace que pierdan la fe los que quieren perderla y que la encuentren los que quieren encontrarla.

A la puerta del templo el ciego se encontró con un desconocido que fue hacia él: ¿Tú crees le preguntó— en el hombre que te curó? El ciego nunca había visto al que le interrogaba, pero su tono le impresionó. Por eso respondió sumisamente: Dime quién es, Señor, para creer en él. Jesús le dijo: Lo tienes ante tus ojos, es el que habla contigo. El dijo: Creo, Señor. Y cayó de rodillas.

Nuevamente se había arremolinado la gente en torno a ellos y no faltaban algunos de los inquisidores de antes. Jesús dijo entonces, dirigiéndose a todos: Yo he venido al mundo para abrir un proceso. Muchos de los que no ven, verán. Y muchos de los que ven quedarán ciegos. Los fariseos preguntaron coléricos: ¿Somos también nosotros ciegos? Jesús no replicó a su sarcasmo. Dijo. Si fuerais ciegos no tendríais pecado. Pero, como os obstináis en que veis, vuestro pecado sigue ahí.

Ahora todo estaba claro: Jesús había venido a curar a los enfermos. La enfermedad huía ante su sola palabra. El problema era el de los incurables: los que no se creían enfermos, los que ni se planteaban la necesidad de ser curados, los que ante Dios no sentían deseo alguno de tender la mano de mendigos. Esa era la verdadera ceguera, ese el verdadero pecado. Esa era la única cerrazón ante la que Dios se sentía impotente.

 

VIII. DADLES VOSOTROS DE COMER

De todos los «signos» de Cristo el único que es narrado por los cuatro evangelistas es el de la multiplicación de los panes. Y no sólo coinciden en la casi totalidad de los detalles, sino, sobre todo, en considerarlo un milagro que simboliza mucho más de lo que dice, un milagro «abierto» a realidades más altas. Juan, que es el único que recoge las muestras de entusiasmo de la multitud ante lo que acaba de ver, pronto, en su posterior discurso sobre el «pan de vida», nos descubrirá la «trastienda» de esa multiplicación. Y ninguno de los tres sinópticos, que narran el milagro con una impresionante naturalidad, muestra su asombro ante lo ocurrido, ninguno acentúa el aspecto de «maravilla» de la multiplicación, más bien parecen indicar (Mc 6, 52 y 8, 17-21) que no acabaron de entender su verdadero sentido hasta después de la resurrección. Lo cuentan mucho más como un misterio que como un milagro. Tendremos, pues, que leerlo también nosotros de frente y al trasluz, si no queremos quedarnos sin su mejor sustancia.

Los evangelistas sitúan la escena en el tiempo más hermoso en las cercanías del lago. Eran las vísperas de la pascua. Primavera. Una estación que es larga en Palestina. Ya a finales de enero florecen los almendros. En febrero y marzo sigue la familia de las anémonas de todos los colores. A orillas del lago abren sus flores, en abril, las adelfas y los nenúfares rojizos afloran sobre las aguas azuladas. Los trigales se pueblan al mismo tiempo de amapolas.

Por este tiempo, además, no sólo la naturaleza sino también las ciudades se llenan de vida. La proximidad de la pascua multiplica el comercio. Y caravanas diarias comienzan a bajar con sus risas y sus cantos hacia Jerusalén. Las ciudades donde se juntan y hacen alto para pasar la noche —Cafarnaún era una de ellas— ven durante esas semanas doblarse y aún triplicarse su población.

Aquel año, además, la bajada a Jerusalén tenía para muchos un nuevo atractivo: habían oído hablar del profeta que predicaba en Cafarnaún. Contaban de él milagros y milagros. Algunos le pintaban incluso como el Mesías anunciado por los profetas, aunque no faltaban quienes se reían de esto y aun los que le veían como un enemigo de la ley. La curiosidad llevaría a muchos galileos a unirse a las caravanas que pasaban por Cafarnaún: así matarían dos pájarosde un tiro: cumplirían con su deber de judíos y conocerían al extraño predicador.

Los apóstoles de Jesús acababan de vivir también una apasionante experiencia: por vez primera el Maestro les había enviado a predicar solos. Y habían regresado, a la vez, felices y cansados. Estaban hambrientos de soledad para comentar con Jesús esta su primera aventura apostólica. Pero el ir y venir de la gente no les dejaba en paz. Eran tantos -comentan los evangelistas— los que iban y venían que no tenían tiempo ni para comer.

Era lógico que Jesús sintiera necesidad de «huir» de Cafarnaún y de buscar un lugar tranquilo para poder charlar a gusto con los suyos de ese Reino que acababan de ver abrírseles entre las manos.

Por eso decidieron embarcar hacia lugares más solitarios. Era de madrugada cuando salieron hacia Betsaida, la que está al otro lado de la ribera del Jordán.

Probablemente no se hicieron a alta mar y se limitaron a ir bordeando lentamente la orilla, de modo que la barca podía verse desde las alturas de la costa.

Cuando las caravanas del día llegaron a Cafarnaún y preguntaron por el profeta alguien debió de decirles que se había marchado. Y la decepción fue grande. Pero algún otro informador les dijo que no sería dificil encontrarle en Betsaida. Aquella dirección había tomado con los suyos. Bastaba, pues, con seguir el camino que bordeaba el lago y, al desembarcar, le encontrarían. La distancia —una legua—era prácticamente la misma a pie que por mar.

Y allá se fueron. Si le encontraban podrían oírle y, tal vez, ver algún milagro. Si no, seguirían simplemente su camino hacia Jerusalén. Pero, con las prisas de alcanzarle, muchos debieron de olvidarse de reponer provisiones.

 

La multitud espera

La barca de Jesús bogó aquel día sin prisas. No iban realmente a ningún sitio y los discípulos tenían muchas cosas que contar a su Maestro. Por eso, cuando se aprestaron a desembarcar se encontraron con que quienes venían a pie habían llegado antes que ellos y que les esperaba una verdadera multitud: a las caravanas que bajaban del norte se habían unido todos los curiosos de los alrededores. La mayor parte eran varones —sólo ellos estaban obligados a peregrinar a Jerusalén pero a bastantes les acompañaban sus mujeres y niños. Sumaban así varios miles.

Era ya más del mediodía cuando la barca tocó la orilla. Y Jesús se conmovió al ver el entusiasmo de aquella gente.

Escribe Willam:

Para un hombre que vive entregado a los demás no hay felicidad mayor que el ver cómo los otros se imponen también sacrificios por su causa. Esto le incita a la entrega absoluta de sí mismo; el amor se desborda, triunfador de todos los diques que se le puedan oponer.

Por eso Jesús se olvidó entonces de sus deseos de soledad. No era cómodo para él este verse constantemente asfixiado por una multitud que le robaba toda su vida, pero ¿cómo no comprender que en todos ellos —junto a la curiosidad y el egoísmo había también un deseo limpio de encontrar una verdad y un amor? Eran realmente como ovejas sin pastor (Mc 6, 34) y Jesús no pudo menos de conmoverse. Bajó, pues, de la barca; subió a uno de los altozanos próximos a la orilla, se sentó y comenzó a instruirles largamente.

Ninguno de los evangelistas nos ha recogido lo que Jesús dijo en esta ocasión. Sólo Lucas nos precisa que les hablaba del reino de Dios (9, 11). Este tema era para Jesús una obsesión. No se cansaba de anunciar ese Reino. Y las gentes no se fatigaban de oírle. Era el sueño de todas sus vidas. Y ahora alguien les decía que estaba a las puertas. Hablaba, además, con un tono tan sencillo que todos le entendían. No echaba discursos, conversaba. No exponía altísimas ideas abstrusas, iluminaba sus pequeños problemas de cada día. Y ni él ni sus oyentes se dieron cuenta de cómo pasaba el tiempo.

¿Cuántas horas estuvo hablando? No lo precisan los evangelistas. Pero debieron de ser varias porque dice Marcos que la hora estaba muy avanzada; Mateo comenta que había llegado la tarde; y Lucas escribe que el día comenzaba a caer. En terminología hebrea estas frases quieren decir las cuatro o las cinco de la tarde, hora evidentemente tardía para quienes no habían comido aún. Jesús, una vez más, enfrascado en asuntos del alma, se olvidaba o parecía olvidarse de lo material.

Dadles vosotros de comer

Tuvieron que ser, por eso, los apóstoles quienes le interrumpieran para llamarle la atención de la hora que era. Se acercaron y le dijeron: El lugar es desierto y la hora muy avanzada; despídelos para que puedan ir a las alquerías y a las aldeas de los alrededores a comprar algo que comer (Mc 6, 35; Mt 14, 15). En la frase de los apóstoles se unía el interés de aquella gente y una cierta cólera: ese «despídelos» tiene sabor de un «ya está bien de abusar de ti y de nosotros».

En la respuesta de Jesús hay una punta de ironía: Dadles vosotros de comer. Lo exige, viene a decirles, nuestro sentido de la hospitalidad. Si han estado escuchándome y han venido aquí por mí, son mis invitados y debemos preocuparnos nosotros de su comida. (¿O quizá estaba dando una orden a todos los futuros cristianos que a lo largo de los siglos alzarán los hombros ante el hambre del mundo como si no fuera con ellos?).

A los apóstoles no les hizo mucha gracia la respuesta de Cristo. Respondieron casi molestos: ¿De dónde vamos a sacar comida para tantos? Le están acusando de pasarse la vida en las alturas. Cómo se ve que son ellos los que tienen que preocuparse de lo material, mientras él se dedica a predicar. ¿Pero se ha dado cuenta del número de los que le escuchan? ¿Qué quiere, que bajen a las aldeas próximas a comprar comida para tantos? ¿Y con qué dinero? Felipe, que se presenta como un gran calculador, dice que hacen falta, por lo menos, doscientos denarios para dar simplemente pan a aquella gente.

Una hogaza de pan costaba entonces un denario si era pan de trigo, y medio si era de cebada. Y con una hogaza podían comer más o menos unas doce personas. Tendrían pan para 4.800 personas con doscientos denarios, y eso tratándose de pan de cebada, del que Plinio decía que era «quadrupedum fere cibus», comida casi de cuadrúpedos. Y todo ello sobre la base de darles sólo pan. ¿De dónde sacar, por otro lado, la, para ellos, astronómica cantidad de 200 denarios?

Andrés, más humorista que Felipe, o quizá más ingenuo, intervino en la conversación con una frase que a todos debió de parecerles una patochada: Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero esto ¿qué es para tantos? (Jn 6, 9).

¿Quién es este muchacho que parece ofrecer gratuitamente su comida? Los evangelios parecen gustar de dejarnos estas incógnitas. Es uno de esos «anónimos» que cruzan el reino de Dios sin dejarnos siquiera su nombre. Sin embargo, es posible que, sin su generosidad, no se hubiera producido el milagro. Jesús gusta de que el hombre ponga, en todas sus grandes cosas, algo que es, objetivamente, inútil o totalmente insuficiente, pero, sin lo cual, tal vez el milagro no se haría. Quien hizo el mundo de la nada, construye el milagro sobre nuestras naderías, pero no sin ellas. ¡Bienaventurado muchacho éste, verdadero soldado desconocido de las páginas evangélicas!

La oferta de Andrés era rigurosamente insuficiente. Pero como tenía en su raíz una gota de generosidad (quien da lo que tiene ha dado realmente el infinito) hay ya más que suficiente para que Jesús actúe.

«Haced que la gente se siente por grupos de mesas como de cincuenta». Y ocurre el segundo milagro: ni los apóstoles le dicen que ya está bien de bromas, ni la gente parece extrañarse de que les hagan sentarse como para un gran banquete. Junto a esta maravilla de los corazones abiertos al milagro, nada será el que unos pocos panes alimenten a muchos. Al sentarse, los cinco mil hicieron un misterioso acto de fe común. Tenían verdaderamente hambre y, en lugar de ponerse en camino para llegar cuanto antes a donde pudieran comprar alimentos, aceptañ la locura de obedecer a quien es más pobre que ellos. Tal vez a algunos les costó hacerlo. Pero estaban tan entusiasmados por la palabra que acababan de oír que ya todo les parecía posible. Obedecieron. Se pusieron en sus manos de taumaturgo o de loco. Es natural que luego, cuando su hambre se sació con el pan multiplicado, no se maravillasen en absoluto: el mayor de los milagros se realizó cuando los cinco mil se sentaron confiados.

El festín

Lo demás fue ya sólo un añadido y asombra la naturalidad absoluta con que lo cuentan los evangelios. Jesús, cuando todos se hubieron sentado (separados los hombres, las mujeres y los niños, según la costumbre judía) actuó como el gran amo de la casa que prepara un festín para sus invitados. Tomó el pan y los peces que le ofrecían sus discípulos, recitó sobre ellos las tradicionales fórmulas de bendición, y se lo dio a sus discípulos para que comenzaran a distribuirlos.

Aquí los evangelistas no se preocupan por saciar nuestra curiosidad: no dicen si el pan creció entre las manos de Jesús, si aumentaba en las cestas de los que lo distribuían, si cada hombre iba pasando a su vecino una parte de lo que había recibido y era en estas terceras y cuartas manos donde crecía. No nos dicen siquiera que el pan aumentara de volumen. Sólo dicen que hubo para todos con sólo aquellos cinco panes; cuentan que todos se saciaron de comida; aseguran que las sobras llenaron doce canastos, mucho más que los cinco panes iniciales. Y todo esto lo cuentan con la más absoluta naturalidad, sin los detalles inútiles de quien trata de engañar o convencer al que escucha. Cuentan la cosa y la dejan ahí para que la crea quien se atreva a creerla. No tienen el menor interés en convencer o demostrar.

Los racionalistas

Naturalmente no han convencido a todos. He aquí un milagro ante el que es fácil trazar preciosas ironías. ¿Cómo imaginarse —escribe Strauss— un milagro semejante? Panes que engordan en las manos del que los reparte como setas húmedas, peces asados cuyos pedazos, al cortarse, se reproducen instantáneamente como las espinas del erizo. Todo esto no puede pertenecer al orden real, sino a otro campo. Para Strauss pertenece, evidentemente, al campo del mito.

Pero no es un ejemplo de racionalidad analizar el milagro con armas como la ironía, el argumento más barato que imaginarse puede. Es claro que todo milagro visto con ojos de tierra resulta ridículo y parece imposible. No sería milagroso si pareciera posible. Frente a esas ironías los evangelistas nos cuentan la escena con humilde ingenuidad. Como diciendo: pensad lo que queráis, pero así fueron las cosas.

Menos gruesa es la interpretación de Paulus que reduce el milagro a su valor simbólico: Cristo no habría multiplicado los panes sino la generosidad. Este milagro sería el de la caridad fraterna.

Evely —con un siglo de retraso— actualiza así la interpretación de Paulus: Para mí, ahí está el milagro: Jesús convenció a un hombre para que se arriesgase a repartir su pan, y ese ejemplo arrastró a los otros a sacar sus provisiones disimuladas y a ponerlas en común. Esto hizo saborear a todos una alegría mucho más reconfortante que la abundancia: el descubrimiento de su fraternidad.

Este hubiera sido un milagro muy bonito. Pero, desgraciadamente, no tiene más base que la imaginación de Paulus y Evely. En realidad es mucho más coherente quien niega que quien, al «interpretar», inventa lo que las fuentes no dijeron y niega lo que las fuentes dicen.

Este planteamiento puramente simbólico parte, además, de un apriorismo. Es nefasto —dice Evely en su comentario— creer en el milagro de la multiplicación de los panes, si esto nos dispensa de repartir el nuestro. ¡Claro! Y es nefasto creer en la santísima Trinidad si eso me dispensa de amar a mis padres. Y es nefasto creer que la tierra es redonda si, por temor a caerme rodando por ella, dejo de ir a mi trabajo. En la actualidad son demasiado frecuentes esas afirmaciones que son, al mismo tiempo, evidentes y sofistas. De que una falsa interpretación de un milagro pueda conducir a alguno —a alguien muy superficial y poco cristiano en todo caso— a un egoísta desentenderse de los problemas del mundo, nunca podrá deducirse que haya que reducir el evangelio a dimensiones puramente humanas. Porque alguien, adorando las raíces de un milagro, olvide sus frutos sociales, no tendré yo que menospreciar o reducir a puros símbolos esas raíces. Frente al milagro sin generosidad de los burgueses, levantan hoy muchos que se creen progresistas la generosidad sin milagro. Pero la Iglesia lleva veinte siglos predicando este milagro como fuente y acicate de nuestra generosidad.

Por eso decíamos al principio de este capítulo que este milagro (¿o misterio?) debía leerse a doble luz, porque aún es mayor lo que enseña que lo que narra.

Enseña, en primer lugar, que a Cristo le preocupa el pan de la tierra y no sólo el del cielo. Su misión no era llenar los estómagos de los conciudadanos, pero sabía muy bien que su palabra redentora no saciaba el hambre. Sabía que «dar de comer al hambriento» era también una obligación para él y los suyos. Y, en definitiva, su «dadles vosotros de comer» era un mandato a los apóstoles no menos vinculante que el «id y predicad».

Así lo han interpretado cuantos comentaristas católicos han escrito en diversas épocas sobre este milagro.

San Gregorio Nacianceno centraba su comentario en la afirmación de que «la beneficencia es de precepto, no de consejo» y decía: Avergonzaos los que retenéis las cosas ajenas. Imitad la equidad de Dios y de esta manera conseguiremos que ninguno sea pobre.

San Juan de Avila escribía: Pues Dios dio su poder y su sangre ¿qué mucho haréis vos en dar vuestra hacienda?

Y Masillon predicaba en uno de sus sermones:

El Señor utilizó a sus apóstoles para que repartieran el pan. Pudo hacer llover maná. Pero quería hacernos palpar la obligación de la limosna. A quien se desentiende y no toma parte en las calamidades públicas una sociedad pagana le llamaría mal ciudadano; una sociedad de sabios le juzgaría vil y sórdido; una sociedad de cristianos le juzgaría justamente monstruo indigno del nombre de Cristo, de la fe de la que se gloría y de los sacramentos que recibe.

Sí, Jesús sabe unir el pan y la palabra. Los separatismos de quienes dan la palabra y se olvidan del pan o de quienes se obsesionan por dar el pan y dejan para tiempos mejores el dar también la palabra, poco tienen que ver con la integridad del evangelio. Jesús se preocupa de los «hombres» que le escuchan. No sólo de sus cuerpos. No sólo de sus almas. No separa lo que está unido. No dice: esto es espiritual, esto es material, éste es mi campo, éste no es mi campo. Esas son nuestras tardías divisiones polémicas. Berdiaev lo entendió perfectamente: Si yo tengo hambre, es un hecho fisico. Si tiene hambre mi prójimo, es un hecho moral. Efectivamente: buscar pan para mí es un problema material; buscarlo para mi prójimo es un problema espiritual. Por eso Jesús unió predicación y alimento: en realidad la multiplicación de los panes no fue sino una continuación de su predicación sobre el reino de Dios. Su palabra se hizo pan. El pan fue la última de sus palabras.

El pan del cielo

El riesgo existía, sin embargo. Dar pan es necesario, pero dar pan es peligroso. Porque la naturaleza humana tiende a quedarse en el pan y olvidar la palabra. Los cinco mil que le oyeron, mientras sólo hablaba estaban felices y contentos, pero empezaron a pensar en nombrarle rey cuando sintieron saciados sus estómagos. Su palabra era tan milagrosa como su pan. Pero el hombre sólo entiende los milagros que toca.

Jesús lo diría con tristes palabras poco más tarde: En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis no porque habéis visto portentos, sino porque comisteis pan hasta quedar saciados. Trabajad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que dura hasta la vida eterna, que os dará el Hijo del hombre (Jn 6, 26-27).

Se diría que otra vez juega Cristo a un doble juego: se preocupa del pan material, pero recuerda enseguida que hay otro pan más alto; señala a los suyos su obligación de luchar por la justicia, pero recuerda que aún hay otra justicia más alta; se expone a provocar una revolución que le proclame rey, pero huye porque su realeza es muy otra y porque no puede aceptar que su revolución se quede a medio camino. N o separa, supera. El pan de los hambrientos es parte de su Reino. Pero su Reino es mucho más. El y los suyos tendrán que dar pan a los que tienen hambre. Pero éstos, una vez saciados, descubrirán que aún tienen un hambre mayor.

Carne de Dios

Pero ese pan de que Jesús habla no sólo es más que el pan material, es también más que un simple mensaje espiritual. El verdadero pan del cielo no es una idea, una caricia celeste. Cuando Jesús habla con los fariseos estos aluden al maná. Ese, piensan, sí que fue verdadero pan del cielo. ¿Por qué Jesús no les da algo así? En verdad, en verdad os digo —contesta Jesús que Moisés no os dio pan del cielo, es mi Padre el que os da verdadero pan del cielo, porque pan de Dios es el que bajó del cielo y da la vida eterna (Jn 6, 32). El maná venía del cielo, pero no era el verdadero alimento celeste. Calmaba el hambre por unas horas, pero no daba ni podía dar la vida eterna. Es otro pan más alto el que ofrece esa garantía y no es un pan material, sino una persona, Jesucristo mismo, que viene de Dios y da la vida al mundo.

Yo soy —dice sin rodeos el pan de la vida; el que viene a mí no
padecerá hambre y el que cree en mí no padecerá sed jamás.

Aquí los que oyen a Jesús vacilan y naufragan: entienden de pan material, pueden llegar a entender que haya ideales más altos que el pan y que alimenten al hombre mejor que ningún alimento. Pero ¿un pan hecho carne, una persona convertida en alimento del mundo? ¿Qué metáfora es esta?

Jesús prosigue aún. No está usando ninguna metáfora: el es el pan vivo bajado del cielo. Y el Pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (Jn 6, 51).

Ahora sí hemos descendido al verdadero fondo. Multiplicar los panes no fue una grandiosa maravilla, fue un diminutísimo anuncio de una tremenda verdad: Dios ama al hombre hasta el punto de estar dispuesto a hacerse comer de él, hasta convertirse en su diario alimento. Reírse de unos panes que crecen cuando se bordea un volcán tan terrible, sólo puede ser signo de no haberse enterado de nada. Limitarse a abrir la boca ante unos panes que crecen, es tener un corazón demasiado pequeño para acercarse al evangelio.