La mujer de los cinco maridos

San Juan evangelista —como si buscase el contraste coloca casi
al lado de la entrevista de Jesús con Nicodemo, su conversación con la samaritana. Tras el fariseo cumplidor escrupuloso de la ley, la mujer de vida azacaneada. Junto al judío «pura-sangre», la samaritana de mil sangres y casi hereje. Al lado del sabio indeciso ante la verdad, la desgarrada pregonera de lo que acaba de descubrir. ¡En verdad que el reino de Dios es una red en la que cabe todo género de peces! Y hasta parece que Cristo tuviera prisa en enseñar ese universalismo de su pesca. Tal vez por aquello que Mauriac dice de que
la parte del mensaje cristiano que los hombres han rechazado con mayor obstinación es la que señala que el valor de la fe es igual en todas las almas y en todas las razas.

En realidad las dos escenas no fueron seguidas. Si nos atenemos a la cronología de Juan, entre ambas mediaron varios meses, hasta ocho señalan algunos exegetas. Meses sobre los que poco sabemos salvo que Jesús y sus discípulos estuvieron bautizando por el sur de Judea y que allí surgieron las tensiones entre los discípulos de Jesús y los de Juan, de las que tendremos que hablar en otro capítulo.

Lo cierto es que Jesús quizá decepcionado de la dureza de una zona tan controlada por los fariseos y sin querer, por otro lado, un enfrentamiento radical con ellos antes de que la idea de su Reino arraigase entre los suyos decidió volver a su Galilea donde las almas sencillas se abrían más fáciles a la fe. Y no hizo esta vez su regreso dando el giro que era habitual en las caravanas, que preferían no pisar en la tierra hereje de Samaria. Tomó el camino más corto, como si tuviera una cita junto al pozo de Jacob. Siguió aquella ruta —escribe Mauriac— para encontrar un alma, desde luego no menos mancillada ni mejor dispuesta para el bien que la mayoría; por esta alma, sin embargo, entró en territorio enemigo.

Porque Samaria era realmente territorio enemigo para un judío. Los samaritanos eran una amalgama de los israelitas que escaparon de las deportaciones sirias del 722 y de los colonos extranjeros, de mil razas, traídos por los asirios después de haber desvalijado y despoblado Palestina. Siete siglos después, la mezcla de sangres, de razas y aun de religiones, era total. Los israelitas puros abominan esta mezcla. Y a ello se añade el desprecio que sienten los que regresan de la cautividad de Babilonia hacia quienes escaparon de ella ocultando su fe. La nueva Jerusalén contemplará como cismáticos a los samaritanos. A ello se añade el que uno de los sacerdotes judíos, Manasés, acosado por Esdras huye y se refugia en Siquem, donde organiza un culto y un sacerdocio independientes de Jerusalén. Frente al monte Sión levanta otro templo en el monte Garizim, templo en el que, aun después de la destrucción por Juan Hircano, se seguía, y se sigue aún hoy, celebrando un culto independiente. La construcción de ese templo señala la ruptura total entre Samaria y el resto de las provincias judías. Una provincia que no tiene su corazón en Jerusalén no puede formar parte de la comunidad israelita. Para un verdadero judío, los samaritanos constituyen una secta detestable y detestada. Por eso huían de pisar sus campos, que, sin embargo, eran, geográficamente, el corazón de Palestina.

Pero Jesús no tiene ese prejuicio y tras dos jornadas de camino llega a las proximidades de Sicar. Hay allí un pozo que, aunque modificado, se conserva hoy y que es una de las reliquias mejor acreditadas de cuantas se conservan de los tiempos de Jesús.

Escribe Lortet:

En Oriente las fuentes y los senderos son puntos de partida segurísimos para las investigaciones históricas y geográficas. Las fuentes, en efecto, no cambian de lugar, y en estos países cálidos y secos, donde el agua es siempre rara, la dirección de los caminos está constantemente determinada por la posibilidad de hallar, al fin de cada etapa, agua abundante para los hombres y para las bestias de transporte.

Hoy el lugar ha perdido mucho de su aspecto. Ya no hay en torno al pozo los grandes plátanos de sombra que había en tiempo de Jesús y de los que aún hablan los peregrinos medievales. Tampoco está ya al aire libre el pozo como antaño. Los ortodoxos han construido en torno a él una capilla de mediano gusto. Sí se conserva, en cambio, idéntico en lo fundamental, el antiguo pozo de 25 metros de profundidad que Jacob abriera escavando en el suelo calcáreo. En su brocal se notan las estrías abiertas a lo largo de los siglos por las sogas con que se sacaba el agua.


El Maestro, cansado

Jesús, dice el evangelista, llegó «cansado». Habían sido dos largas jornadas de camino; era el mediodía y el sol picaba, aun siendo pleno invierno. «Cansado», un adjetivo que no debemos dejar que se nos escape inadvertido. El Mesías, el Hijo de Dios, estaba aquel día cansado, sudoroso, cubierto de polvo, agotado como cualquier otra criatura humana. Aquella sombra de los plátanos fue para él, como para los demás, un milagro del Padre. Y se quedó a descansar mientras los suyos iban a buscar comida a la vecina ciudad.

¿A descansar? no; por el camino llegaba una mujer que era para él comida más importante que la que sus discípulos iban a comprar. Era una mujer aún joven, llena de vida y atractivo, una mujer inteligente y «de arrastre» como los hechos posteriores habían de indicar. ¿Por qué venía a este pozo en las afueras de la ciudad teniendo, como sin duda tenía, otras fuentes más cerca? Algunos exegetas nos dicen que aquella agua de Jacob era mejor y más fresca. Pero no hace falta mucha imaginación para entender que aquella mujer —luego sabremos de su vida— tenía muchas razones para no querer mezclarse con las demás mujeres en la fuente pública. Prefería el cansancio de medio kilómetro con el cántaro a cuestas que la vergüenza de las sonrisas irónicas.

Dame de beber, le dijo Jesús cuando ella llegó a la altura del pozo. La mujer le miró desconcertada. Jesús acababa de cometer dos graves faltas y luego aún cometería una tercera, a los ojos de cualquier escriba de Jerusalén: dirigir la palabra a una mujer; hablar a una samaritana; y conversar con una mujer de temas religiosos. Mejor es entregar la ley a las llamas que enseñársela a una mujer, había escrito un rabino de la época. Pero Jesús hablaremos en otro capítulo de su relación con las mujeres es un especialista en derribar fronteras.

Tampoco la mujer se paró en barras. No era precisamente tímida. Contempló a Jesús y, aparte de que su acento mostraba que no era samaritano, le bastó ver las franjas de su vestido para darse cuenta de que era judío. Y le contestó, tuteándole, casi con impertinencia: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy mujer y samaritana?

Jesús debió de sonreír. Y, sin contestar a la pregunta de la mujer, como un psicólogo excepcional, decidió desbordarla con su respuesta: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él y él te daría a ti agua viva. El tono de Jesús conmovió a la mujer. Supo que aquel hombre no bromeaba ni se pavoneaba. Al responderle, por eso, ya no le tuteará y le llamará «Señor». Pero no entiende a qué agua se refiere Jesús. «Agua viva» para un judío de la época era el agua corriente, el agua de río en contraposición a la estancada de los pozos. ¿De dónde iba a sacar aquel peregrino agua de río en aquella paramera? ¿Qué agua prometía si ni siquiera tenía el saquito de cuero con una cuerda que era común que los viajeros llevaran en aquella época para casos como éste? Así se lo dijb. Señor, no tienes con qué sacar agua y el pozo es hondo ¿de dónde, pues, te viene ese agua viva? Luego la ironía subió a sus labios. Y aún añadió una gota de orgullo despectivo. Los samaritanos se consideraban los verdaderos descendientes de Jacob. ¡Y aquel judío presumía de un agua que ni Jacob encontró en aquella tierra! ¿Acaso —dice eres tú más grande que nuestro padre Jacob que nos dio este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños?

Ahora Jesús se decide a atacar a fondo aquella alma que la misma ironía ha entreabierto: Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, porque el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.

La mujer debió de mirarle aún más desconcertada ¿Qué absurdo era lo que estaba diciendo? ¿Qué agua era esa que jamás se acababa? ¿Y cómo esa fuente podía nacer en el interior de uno de manera que nunca más tuviera sed? Pudo pensar que el extraño estaba gastándole una broma con su imposible promesa, pero el tono del hombre le había impresionado demasiado para creerle un bromista. Por otro lado ¿y si aquel absurdo fuera verdad? ¿y si pudiera existir un agua que, bebida una vez, saciara para siempre? Por un momento soñó la maravilla de no tener que hacer todos los días esta larga caminata hasta la fuente, cargada con sus cántaros. Y se volvió, suplicante, al extraño: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla.


Llama a tu marido

Jesús ahora debió de mirarla un tanto decepcionado. Era una mujer inteligente, ¿cómo es que no entendía que él estaba hablando de otro tipo de agua? ¿O acaso lo entendía y se defendía de algo demasiado grande pidiendo frívolamente un agua que hiciera innecesario su trabajo? ¿Aquella especie de cerrazón ingenua a lo espiritual era signo de un alma encadenada a la materia?

Jesús se decide a llegar al fondo. Cambia de táctica: abandona las imágenes y ataca a la conciencia de la mujer. En un giro brusco de la conversación, dice: Vete, llama a tu marido y vuelve acá. Era como sacudirla por las solapas. Y ella recibió el impacto. Confusa, sonrojada buscó una respuesta ambigua y evasiva: No tengo marido. Podía haber respondido: ¿Quién te manda a ti meterte en mi vida? ¿A qué son viene esa pregunta? Pero el golpe había sido demasiado fuerte. Y prefirió una frase que lo mismo podía decir «no estoy casada» que «no te metas en mi vida privada».

Pero Jesús ha decidido ya llevar su ataque hasta el final. Sonríe, pone en sus labios una pequeña punta de ironía y responde: Bien dices: no tengo marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido.

La flecha ha dado en el blanco. No podemos suponer que una mujer joven hubiera quedado viuda cinco veces. Todo hace pensar que era mujer a la vez seductora y tornadiza. Conquistaba a los hombres igual que los abandonaba. Más de una vez ha sido repudiada por adulterio. Y por cinco veces ha encontrado a quienes se sintieran felices de caer en sus redes. Finalmente, ya es demasiado conocida en la región para encontrar quien la acepte por esposa.

Y sin embargo... Sin embargo es evidente que esa vida licenciosa no ha corrompido su corazón. Ante el duro ataque de Jesús no se rebela. Mucho menos aún trata de mentir. Confiesa sinceramente su vergüenza. Se entrega, atada de pies y manos, al desconocido: Señor, veo que eres un profeta.

Pero aún hay más. Con esa lógica ilógica tan propia de las mujeres, su conversación gira ciento ochenta grados. Jesús ha puesto su alma al desnudo señalando su llaga y pronto vemos que su alma, tan baqueteada, está llena de inquietudes religiosas. En las manos de Jesús ha vuelto a ser la niña que era y comienza a hacer preguntas de niña. Propone problemas de catecismo, espinas que tiene clavadas dentro y que nadie ha resuelto. Tiende la mano hacia el monte Garizin que les contempla y pregunta: Nuestros padres adoraron en este monte, vosotros decís que es en Jerusalén donde hay que adorar.

Jesús ahora, ante aquel alma abierta, ya no vacila y contesta sin rodeos; muestra ante esta pobre pecadora la aurora de los nuevos tiempos. En ellos nada significará la rivalidad entre aquellas dos montañas. Está naciendo una religión más honda y pura. Llega el tiempo en que no habrá lugares encadenados a la presencia de Dios porque Dios estará en todos los corazones de los que le amen. El verdadero templo estará en el espíritu y en la verdad, será Cristo el único enlace con la divinidad.

La mujer ahora sí, ahora intuye el sentido más profundo de esta respuesta: Yo sé dice— que el Mesías está a punto de venir y que, cuando venga, él nos lo explicará todo. ¿Está intuyendo que el Mesías es precisamente este judío polvoriento que habla con ella? ¿Está provocándole para que confiese todo lo que es? ¿Ha llegado esta mujer a comprender lo que no se atreven ni a sospechar muchos de los que siguen a Jesús?

Nunca lo sabremos. Pero sí sabemos que, por primera vez, Jesús confiesa ante esta mujer lo que oculta ante las turbas: El Mesías soyyo, el que habla contigo. Si ante otros no usa este título es porque teme que se desvíe hacia fines políticos. Para esta mujer el Mesías es mucho más que un guerrero: es el que vendrá a explicárnoslo todo. Por eso --escribe Mauriac— para hacer entrega del secreto que aún no ha revelado a nadie, Jesús escoge a aquella mujer que tuvo cinco maridos y hoy tiene un amante.
 

La otra comida

Apenas Jesús ha abierto su verdad ante aquella mujer, regresan los que fueron a comprar alimentos. Y —como aún están en la otra orilla del evangelio no entienden que Jesús esté hablando con una mujer. Y no porque vieran en ello algo impuro, sino algo indigno de un rabí. Pero —comenta curiosamente el evangelista— nadie se atrevió a preguntarle por qué hablaba con ella. Era aquella mezcla de respeto y temor que hacia él sentían.

Le tendieron, en cambio, sus alimentos recién comprados. Y aún creció su maravilla cuando Jesús les respondió: Yo tengo una comida que vosotros no conocéis. Y ellos —¿por qué, Dios santo, tendrá que rodear siempre a Cristo la cortedad de inteligencia?— se miraron unos a otros desconcertados, preguntándose, dentro de sí, qué comida le habría traído aquella mujer. Olvidaban que no sólo de pan vive el hombre y que la comida de Cristo era cumplir la voluntad del que le había enviado. Por eso no podían ni sospechar que Jesús se sintiera suficientemente saciado con la alegría de aquella mujer iluminada que, a aquella misma hora, corría hacia la ciudad voceando su gozo.

Sí, porque se había convertido de repente en apóstol. Los discípulos de Jesús no lo eran aún. Necesitarían el gozo de la resurrección para convertirse en pregoneros, para «no poder no hablar». Pedro, Juan, Andrés... necesitarían la llamarada del Espíritu en pentecostés para perder su miedo y salir a las calles gritando que Jesús era el Mesías. Esta samaritana mujer y pecadora no necesita tanto. Sin milagros, sin resurrecciones, se siente invadida por un nuevo coraje. Su vergüenza, su mismo pecado, han vaciado su alma de muchos de los obstáculos que hacen aún «prudentes» y desconfiados a los apóstoles. Deja caer el miedo como quien pierde un manto a la carrera y se dedica a vocear su descubrimiento: Ha venido un profeta, ha iluminado y limpiado su alma.

Las mujeres temen no tener sitio en el evangelio. Los pecadores creen que pueden entrar en él, pero por la puerta trasera. Y he aquí que una extranjera adúltera toma la delantera a Pedro y Andrés como pregonera y es evangelista antes que Mateo y Juan.

Y su anuncio es asombrosamente eficaz. Los samaritanos la miraban desconfiados al principio: «¿Qué nueva locura le ha dado a esta mujer?». Pero, aunque sólo fuera para reírse, la escucharon. Y les impresionó.

Un pecador anunciando la llegada del Reino impresiona siempre. Que prediquen los buenos, nos parece que cae dentro de lo normal y consabido. Es, pensamos, su oficio. Pero el convertido que ayer estuvo en el lodo que mancha aún nuestras manos y que, de pronto, deja atrás sus cadenas y se convierte en pregonero de pureza, nos parece que puede equivocarse, pero rara vez tememos que sea un hipócrita. El recién convertido tiene, además, el sabor de lo fresco y lo nuevo. Sus palabras no huelen a rutina, no llegan «con rebajas». La misma desmesura de su entusiasmo las torna verdaderas.

Por eso los samaritanos escucharon a esta extraña mensajera. Y como todos ellos llevaban dentro igual que ella— la espina de una gran esperanza, pensaron que, a lo mejor, aquella loca tenía razón. Y pidieron a Jesús que se quedase entre ellos. Y el amor derribó todas las fronteras. De pronto, todos se olvidaron de que eran samaritanos y de que él era judío. Los prejuicios, los odios de generaciones, se fueron como arrastrados por el viento. Si a cualquiera de ellos le hubieran contado esto ocho días antes, habría respondido que eso era imposible. La reconciliación parece siempre una montaña infinita, casi imposible de escalar. Tal vez —pensamos— pueda surgir con trabajo de años, de siglos. Los odios de generaciones, decimos, sólo los borra un amor de generaciones. Y no es verdad: basta un segundo de amor para que la fraternidad brote repentina, porque es una fuente que corre subterránea, casi a ras de tierra. Basta un pequeño esfuerzo para que el agua salte, como un surtidor.

Así brotó en Samaria. Y donde hubo fraternidad, hubo milagros. Y donde hubo milagros, aumentó la fraternidad y con ella la fe. Y los apóstoles, que pensaban que la labor de sembrar, cultivar y segar el reino de Dios era una tarea dificilísima (tan dificil que sólo «ellos» iban a poder hacerla), vieron con asombro que aquella desventurada era capaz de roturar ese Reino con un solo estallido de entusiasmo y de fe. Y, misteriosamente, no sintieron envidia hacia ella. Sintieron, por el contrario, una misteriosa alegría al ver que el reino de Dios no entraba por sus ilustrísimas manos, sino por la puerta trasera de aquella mujer loca de los cinco maridos.