Cueva de ladrones

La estancia de Jesús en Cafarnaún debió de ser, esta vez, breve. Y su anuncio del reino de Dios tuvo, en este primer momento, un carácter de prólogo. Su predicación pública iba a tener, enseguida, un arranque más dramático. Un gran gesto de rotura iba a mostrar cómo Jesús no rehusaba el conflicto. Iba a él como más tarde marcharía hacia la muerte. El no era hombre de estrategias, ni medias tintas. No amaba la lucha por la lucha. Pero sabía que quien quiera anunciar una verdad deberá chapuzarse de golpe en ella sin vacilaciones. Aun a sabiendas de que todo el que desciende a la verdad, la encuentra siempre rodeada del brillo de la muerte. Pero a él no le asustaba la muerte. E iría a buscar a sus enemigos a su propia madriguera, a la cueva de ladrones en la que se escondían.

Al llegar aquí y antes de narrar lo ocurrido en el templo hemos de plantearnos un grave problema cronológico. Porque nos encontramos que, mientras Juan coloca la expulsión de los mercaderes en el comienzo de la vida de Jesús, durante la primera de las tres pascuas que narra, los sinópticos, que cuentan una sola pascua y una sola bajada de Jesús a Jerusalén, sitúan esta escena en las vísperas de su pasión, tras la entrada triunfal del domingo de Ramos. ¿Se trata de dos escenas diferentes, aunque parecidas, ocurridas en dos momentos distintos de la vida de Jesús o más bien de una misma escena que los evangelistas visten con diversas circunstancias? Y, si se trata de una escena ¿cuál de las dos cronologías es la más probable?

Durante años, los escrituristas se inclinaron por la idea de dos escenas parecidas ocurridas en tiempos diferentes. Así opinaban la mayor parte de los autores de vidas de Cristo hace unos años (Bover, Fernández, Fillion, Prat y muchos otros). Hoy casi nadie acepta la idea de dos escenas diferentes. Las variantes son tan mínimas que hay que inclinarse por una sola situación histórica.

Pero ya es menos fácil apostar por una u otra cronología. Las últimas corrientes —sobre todo aquellos escritores que quieren acentuar las motivaciones políticas de la muerte de Jesús se inclinan a colocar la escena en vísperas de la cruz. La misma película Jesucristo Superstar la cuenta dentro de la última semana. Por motivos literario-dramáticos parece preferible esa situación: la expulsión de los mercaderes habría excitado a los sacerdotes contra Cristo y les hubiera empujado a decidir la eliminación de un adversario que ponía en peligro sus ideas a la vez que sus negocios.

Pero son muchas las razones que parecen invitar a situar la escena mucho antes. En principio, Juan es mejor cronólogo que los tres sinópticos, que atienden mucho más a la topografía y prefieren acumular primero todo lo ocurrido en Galilea y al final todo cuanto pasó en Judea. Por otro lado, el contexto en que los sinópticos narran la escena hace que ésta quede completamente fuera de lugar. Si, además, hubiera sucedido el domingo o el lunes de la última semana, no se entendería cómo Jesús puede hablar con toda normalidad en los atrios del templo en los días que siguen, y mucho menos el que este tema no apareciera con más claridad como una acusación en el juicio. Al contrario, las acusaciones hechas por los falsos testigos que aluden a la destrucción del templo son vagas y parecen referirse a algo ocurrido mucho tiempo antes. La misma frase de los sacerdotes en la discusión con Jesús, tras la expulsión, cuando arguyen que llevan 46 años construyendo el templo, encaja mucho mejor con el comienzo de la vida pública. Usaremos, pues, esta cronología, aunque la certeza total sobre esta fecha siempre quedará en la sombra.

Hacia Jerusalén

Cafarnaún era una de las ciudades del norte en las que se organizaban frecuentes caravanas para «subir a Jerusalén». Ya desde los primeros días de marzo llegaban gentes de los poblados de los alrededores, se juntaban en Cafarnaún y marchaban procesionalmente hacia la ciudad Santa. Era una marcha casi litúrgica, alegrada por cantos y alabanzas a Dios.

Las caravanas tomaban la ribera del Jordán. En el valle la temperatura era más benigna que en la meseta, con lo que, de noche, se podía acampar sin más al aire libre.

Y Jesús sintió la llamada de Jerusalén. Interrumpió la recién empezada predicación y partió, como todo buen judío, hacia el templo de su padre Yahvé. Seguramente iban con él algunos apóstoles. No todos, porque aún el grupo de doce no estaba definitivamente formado.

En el camino le rodeaba ya, sin duda, la curiosidad. Es probable que en las paradas nocturnas la gente le rodeara y él comenzase a anunciarles ese misterioso reino de Dios que estaba cerca. Pero ningún testimonio evangélico nos queda de tales predicaciones.

A los cuatro días de camino, la caravana llegó al monte de los Olivos y, desde la cumbre, vieron el fulgir de la ciudad, aquel brillo de Oros que llenaba de lágrimas emocionadas los ojos de todo buen judío. En el monte se detuvieron a contemplar la ciudad y a llenar el cielo de himnos de agradecimiento por volver a ver la patria de su corazón. Las flautas y tambores acompañaban sus plegarias.

Contemplaban la ciudad. Al otro lado del Cedrón, era una maraña de torres y cúpulas y terrazas que cubrían materialmente las cinco colinas sobre las que Jerusalén se asentaba. En primer término estaba el templo, a la vez refulgente y terrible, casa de Dios y fortaleza.

 

El templo

No era ya el viejo y primer templo que construyera Salomón y que Nabucodonosor había destruido hacía 600 años. Tampoco el que Zorobabel reconstruyó después del destierro y que fue solemnemente inaugurado en el 515. Era el templo que Herodes el Grande hiciera construir de nueva planta.

El idumeo, grande en vicios y empresas, había volcado en aquella obra toda su ambición, en parte por halagar a los judíos, que no le perdonaban el no ser de su raza, y en parte porque consideraba que aquello le inmortalizaría en la historia.

Las tareas empezaron el año 19 antes de nuestra era y, en realidad, aún no se habían terminado cuando Cristo entró en él. Al principio trabajaron sin interrupción diez mil obreros. Se enseñó albañilería a mil sacerdotes, ya que sólo ellos podían trabajar en la zona del santuario. Se acumularon las más ilustres piedras, las maderas más caras, mármoles raros y metales preciosos.

La obra era aún más ambiciosa que la del propio Salomón. El santuario reproducía el del antiguo templo, pero se habían agrandado mucho las edificaciones exteriores. En las laderas de la colina se levantaron enormes muros de sostenimiento (son hoy la base del muro de las lamentaciones) que permitían doblar la superficie de la cumbre. Y sobre aquella meseta artificial se levantaban los cuatro atrios, cada vez más elevados a medida que se aproximaban al Santo.

Ocho puertas monumentales, coronadas de torres y baluartes, daban acceso al inmenso cuadrilátero, cada uno de cuyos lados medía cerca de un cuarto de kilómetro. Por todas partes se multiplicaban los atrios, balaustradas, escalinatas, patios y columnatas.

Estaba primero el gran atrio de los gentiles, a uno de cuyos lados se alzaba gigantesco el llamado pórtico real. Al otro lado, el pórtico de Salomón, menos grandioso, pero más rico en materiales: piedras multicolores y un precioso artesonado esculpido en madera de cedro.

Una balaustrada de piedra conducía al patio de los judíos, en el que un gentil no podía poner el pie. Grandes letreros amenazaban de muerte al no judío que se atreviera a pasar aquella frontera espiritual.

El patio de los judíos se dividía, a su vez, en zona de los hombres y otra destinada a las mujeres. Entre ambas corría la escalinata en la que los levitas, al son de cítaras, entonaban los salmos graduales. Desde esta escalinata recibían las ofrendas de las mujeres por sus hijos recién nacidos.

Más adentro estaba el Patio de Israel en el que sólo podían penetrar los varones y aún había que atravesar otra balaustrada para llegar al Patio de los sacerdotes, donde estaba el altar de los holocaustos, el mar de bronce y las mesas de mármol que servían para la inmolación de las víctimas.

Detrás, en el extremo noroeste se elevaba el santuario propiamente dicho. Era una masa cuadrangular de más de 20 metros de altura. Allí no se conocían otros materiales que el mármol y el oro, que fulgían hasta hacer daño a los ojos de quien miraba en los días de sol. Se componía de dos amplias salas, separadas por una gran cortina (el velo del templo) de arte babilónico, de riquísimo tisú. Sobre ella estaban bordados grupos de querubines en forma de animales con alas. La primera sala es aquella en la vimos a Zacarías cuando el ángel le anunció el nacimiento de Juan. La segunda, santificada en tiempos por el arca de la alianza, no contenía ahora más que una piedra informe, una especie de trono del Dios invisible.

El mercado

La parte más frecuentada era el atrio de los gentiles, mitad templo, mitad mercado. Especialmente en las fechas de la Pascua el desorden en esta zona del templo era enorme. Gentes venidas de todos los rincones de Palestina y del mundo se agolpaban allí comprando, vendiendo, curioseando. Allí podía verse todo tipo de vestidos y tocados. Aunque la mayoría vestían el blanco taliss —velo ritual, adornado con borlas cuyos nudos significaban el nombre tres veces santo del Señor—, echado por encima de la túnica.

Era difícil moverse entre aquella multitud. Porque no era sólo humana. La plaza se había convertido en una mezcla de banco, mercado, pajarería, majada y establo. Los cambistas —pues en el templo no servía la habitual moneda romana y había de cambiarse en siclos para hacer cualquier compra o para pagar el tributo religioso extendían sus platillos de cobre, en los que brillaban las monedas judías, sobre caballetes de madera. Más allá, un grupo de levitas tenía sus tenderetes de sal, de harina, de aceite o incienso para las ofrendas sagradas. Y, mezclados con todo ello, las ovejas, toros, palomas para los sacrificios. Si pensamos que en la pascua del año 70, según Flavio Josefo, se sacrificaron nada menos que 250.000 corderos, podemos imaginarnos lo que era aquello. El olor nauseabundo, los gritos de una multitud que pregonaba sus mercancías, que discutía precios, que llegaba fácilmente a las manos. Quien conozca los zocos orientales se imaginará fácilmente aquel ambiente, rodeado, para mayor sarcasmo, de esplendentes columnas de mármol.

Es fácil comprender la impresión que cualquier creyente sincero probaba al cruzar el pórtico de Salomón. Llegaba allí con el corazón apretado por la emoción, con el alma cargada de plegarias, sus pies cansados se sentían, de pronto, felices de pisar la casa de su Dios. Y, de pronto, todos sus sentidos se sentían agredidos. El olor a estiércol mezclado con el punzante de las especias; el griterío de los vendedores revuelto con los balidos de los corderillos, los mugidos de los carneros arrastrados hacia el sacrificio, el sonar de los esquilones de los vendedores de monedas, los chillidos de la pajarería y los arrullos de las palomas; y el agitarse de la multitud banqueros, revendedores, corredores, ganaderos, plateros, provincianos moviéndose como
una enorme gusanera... El peregrino sentía que el alma se le caía a los pies, que todos sus sueños de oración alimentados durante el camino chocaban cruelmente contra la sucia realidad. La amargura llenaba el alma de los más pusilánimes, la cólera invadía a los mejores. Sobre todo cuando pensaban que lo que nació como un servicio a los peregrinos se había convertido en la Casa de Mammón en la que — como escribe Papini— los hombres materializados, en complicidad con los sacerdotes, en vez de orar en el silencio del espíritu, traficaban allí con el estiércol del demonio.

 

La cólera de Jesús

No es difícil imaginarse lo que Jesús sintió al ver aquello. Si en anteriores visitas había soportado la amargura de ver así tratada la casa de Dios, ahora algo estalló dentro de él. Desde que había comenzado a anunciar el Reino se sentía más fuerte y decidido. Quien pregonaba la salvación de los pobres ¿podría tolerar aquella ofensa a la pobreza de Dios y de los hombres? El divino pobre escribe también Papini acompañado de sus pobres, se precipita contra los servidores del dinero. Tomó del suelo algunas sogas de atar a los animales, hizo un nudo con ellas. Y se lanzó sobre los cambistas. Varias mesas rodaron y las monedas tintineantes se desparramaron por el suelo. Alguien gritó como todos los avaros: «¡Mi dinero! ¡Mi dinero!». Pero, tras la primera mesa, fue la segunda, y la tercera, y la cuarta. Se hizo un silencio terrible. El gesto del profeta era tal que nadie se atrevía a detenerle. Con su látigo improvisado golpeó los lomos de carneros y bueyes que iniciaron una loca desbandada hacia los pórticos. Hubo, sin duda, un momento de terror colectivo. Pero Jesús no se detuvo. Se dirigió a los vendedores de palomas y, señalando sus jaulas, gritó: «Quitad eso de aquí y no convirtáis la casa de mi Padre en cueva de ladrones». Las gentes huían o miraban aterradas, en un silencio dramático. Y, allá en lo mejor de sus almas, entendían la cólera de este Profeta desconocido. Y se preguntaban quién era y quién le daba aquel poder y aquella majestad que hacía que nadie se atreviera a detenerle.

El sentido de un gesto

Tenemos que preguntarnos ahora por el sentido de este gesto, tan inhabitual en la vida de Jesús. ¿Cuál fue la verdadera razón de este estallido de cólera? ¿Qué es lo que realmente quería atacar con su látigo?

A tres parece que pueden reducirse las interpretaciones de los especialistas. Para algunos para la mayoría hasta hace poco tiempo Jesús quiere corregir los abusos que se han introducido en el templo y especialmente la comercialización de lo sagrado. Para otros, Jesús va más allá y quiere denunciar con un gesto profético la misma teología en que el templo de Jerusalén se apoyaba, anunciando la llegada del nuevo templo, su persona, lugar definitivo de encuentro de los hombres con Dios. Para algunas corrientes de última hora quienes dan a la muerte de Cristo una raíz radicalmente política—la escena ha sido minimizada: no se habría tratado en realidad de un simple acceso de cólera de Cristo, sino una verdadera ocupación del templo en un golpe de mano de tipo zelote.

Tendremos que analizar estas tres posibilidades.


Un Cristo guerrillero

Hace muy pocos años la publicación de la obra de Joel Carmichael La muerte de Jesús causó en Estados Unidos un enorme revuelo. En ella venía a presentarse a Cristo como una especie de Che Guevara de los tiempos bíblicos. Los periódicos y revistas populares publicaron escandalosos reportajes que celebraban el nacimiento de un nuevo Jesús apto para entusiasmar a los rebeldes al pintarle como el más ilustre de los revolucionarios políticos de la historia.

En realidad la idea no era nueva y el libro de Carmichael era un simple plagio del publicado treinta años antes por Eisler.

Fue probablemente Kaustsky, marxista radical, quien a principios de siglo trató de reducir el mensaje de Cristo a una pura revolución social. Jesús habría sido simplemente un revolucionario político de tono apocalíptico que originó en Jerusalén una revuelta y fue apresado y ejecutado por los romanos.

Veinte años más tarde es Robert Eisler quien en Jesús, sin Reino acumuló una inmensa documentación (que Dibelius calificó justamente de «magia combinatoria») con la que se trataba de montar «científicamente» la tesis de un Jesús violento y político. Más tarde S. G. F. Brandon, en su extenso libro Jesús y los zelotes, intentó convertir a Cristo en uno de tantos cabecillas como existieron en la Palestina de la época hasta que fueron definitivamente aplastados en la guerra judía contra Roma (67-70 después de Cristo).

Pero sería Carmichael quien, con un estilo novelesco, popularizaría la teoría que aún tiene algún éxito en ciertos ambientes cristianos.

En esta teoría se da una importancia fundamental a la escena de los mercaderes. Resumiré aquí sus puntos de vista, aunque sólo sea a título de curiosidad.

Para Carmichael el centro de la narración evangélica es éste: Jesús entró en Jerusalén el domingo de Ramos al frente de un grupo de hombres, se adueñó violentamente del templo y se atrincheró en él durante los cuatro primeros días de la semana; fue traicionado el jueves por uno de los suyos, juzgado y condenado por sedición contra la autoridad política.

La ocupación tuvo que ser siempre según Carmichael un ataque de extremada violencia. El templo no sólo era un lugar de plegarias, sino también una fortaleza en la que se situaban todos los edificios administrativos, en los que trabajaban no menos de 20.000 empleados. Allí se guardaba, además, un fabuloso tesoro público, tanto en metales preciosos como en las sumas depositadas por los particulares en el obligado tributo. Tenía, por todo ello, una fortísima guardia. Los romanos sumaban, entre el templo y la Torre Antonia, quinientos o seiscientos soldados. Estaban, además, los guardianes del templo, ciertamente muy numerosos. A ello se añadía la multiplicación de la guardia en los días de la pascua. Aquellas eran fechas especialmente aptas para las revueltas políticas. Era frecuente que los judíos guardaran puñales bajo sus amplias túnicas orientales. Sólo una guardia muy numerosa y atenta podía mantener allí el orden público.

Opina Carmichael:

Es inconcebible, pues, que Jesús pudiera presentarse en el templo, enfrentarse ásperamente con los guardianes y sacerdotes —sin hablar de los centinelas romanos y de los cambistas enfurecidos— y «ocupar» el templo durante un cierto tiempo usando únicamente su autoridad personal y espiritual. La frase «látigo de cuerdas», aunque signo de violencia, no da más que una imagen muy atenuada de lo que tuvo que ser una enorme empresa. La verdad debió de ser bien diferente de lo que el cuarto evangelista ha endulzado y espiritualizado hasta hacerle perder toda la realidad. Jesús tuvo que disponer de una fuerza armada suficientemente poderosa como para permitirle apoderarse y ocupar tan inmenso edificio. Y para vencer a la fuerza armada de los guardianes del orden, los fieles de Jesús tenían que estar también ellos armados.

Y ¿cuál habría sido, entonces, el sentido y la razón de esta ocupación violenta? Para Carmichael:

La ocupación del templo estuvo dirigida no sólo contra las autoridades religiosas sino, sobre todo, contra la aristocracia judía. Jesús no desaprobaba el culto del templo en su principio ni proponía ninguna reforma del mismo. Su movimiento contenía, sobre todo, un fermento de reivindicación social frente a la explotación de los pobres que en el templo se hacía. En el cuadro del judaísmo, Jesús estaba del lado de los oprimidos. El ataque dirigido contra el templo era una revuelta, de inspiración profética, dirigida contra la idolatría simbolizada en las monedas romanas.

Con este gesto violento, piensa Carmichael, Jesús había puesto las raíces de su muerte y sólo así, concluye, tiene explicación su ejecución.

Hay que reconocer que, como novela, no es mala la interpretación. Pero las pruebas que aduce no pasan de ridículas. Aparte de dar por supuesto, sin base clara alguna, que la escena ocurrió el domingo de Ramos y que Jesús tuvo controlado militarmente el templo durante los días siguientes y de no explicar por qué lo abandonó para irse el jueves al Huerto de los Olivos, Carmichael, después de descalificar el valor histórico de los evangelistas que habrían falsificado la realidad, da, sin embargo, una importancia casi divertida a ciertos pequeños datos evangélicos que —¡éstos sí! presenta como dogmáticamente históricos. Si Cristo murió entre dos ladrones violentos y fue comparado con Barrabás, que era un revolucionario, es, sin duda, porque también él lo era. Si san Pedro llevó una espada al Huerto, es claro que también las llevaban los demás. Cuando los apóstoles le dicen a Cristo que «tienen dos espadas», lo que quieren decir es que tienen ¡dos cada uno! ¿Y acaso Cristo no dijo en la cena que «el que no la tenga que venda su manto y compre una espada» (Lc 22, 36)? El que en la escena de los mercaderes no aparezca la violencia armada, el que Jesús se deje prender pacíficamente, el que en el juicio no aparezca ninguna acusación de este tipo, el que Jesús reprenda a Pedro cuando usa la espada, todo esto, naturalmente no cuenta para Carmichael.

¿Aporta, al menos, alguna otra prueba extrabíblica de su teoría? Sólo una muy peregrina: un manuscrito hebreo de la edad media -copia evidentemente apócrifa de un libro atribuido a Flavio Josefo— en el que se dice que Jesús tenía mas de 2.000 fieles armados en el Huerto de los Olivos.

Montar sobre tales hipótesis una teoría, más o menos brillante, pero tan opuesta a todo lo que dicen las fuentes históricas, puede resultar divertido y escandaloso, pero no es serio. Y una cosa es que se hayan de tener en cuenta los coeficientes político-sociales que, de algún modo, rodearon la vida y muerte de Jesús, y otra muy distinta es centrar todo en eso y reducir la figura de Jesús a la de un guerrillero apto para la sensibilidad de ciertas corrientes del siglo XX. Hoy no hay un científico serio que soporte esas novelaciones.

 

La teoría de la comercialización de lo sagrado

Tendremos, pues, que devolver el problema a sus verdaderos contextos, centralmente religiosos. Y aquí aparece inmediatamente la tesis tradicional de que Jesús combate no el templo, ni la teología en que él se basa, ni el culto que en él se realiza, sino los abusos del mismo, la mezcla de religión y comercio, la falta de seriedad en la oración, el cambalache de unos sacerdotes protegiendo el negocio y lucrándose de él.

Este planteamiento se basa en razones sólidas. Jesús en su vida práctica parece aceptar —aunque sea como algo provisional ese
culto que en Jerusalén se daba. De hecho va al templo a orar, allí imparte con frecuencia sus enseñanzas.

Por otro lado, ese parece ser el sentido de las palabras de Jesús en una lectura espontánea: no convirtáis una casa de oración en cueva de bandidos o en casa de mercado.

Y esta interpretación ha sido común en la historia de la Iglesia, aun cuando cada comentarista pusiera el acento en un punto u otro. Un san Agustín verá el centro del pecado en el egoísmo: ¿Quiénes son los que venden corderos y palomas? Los que en la Iglesia buscan su propio interés más que el de Cristo. Un Papini verá, ante todo, un ataque radical al dinero: El acto de Jesús no era tan sólo la justa purificación del santuario, sino también la manifestación pública de su repugnancia hacia Mammón y los siervos de Mammón. El negocio —ese ídolo moderno— es para él una forma de latrocinio. Un mercado es, pues, una cueva de bandidos corteses, de salteadores tolerados. Un Lanza del Vasto señalará la actualidad del problema:

En todas las iglesias pueden verse aún hoy mercaderes; y los sacerdotes los protegen y armonizan con ellos. Y en ocasiones los reemplazan. Pero, en realidad, todos los que entran en el templo en pos de riquezas, o de honores, o de tranquilidad, o de seguridad, todos los aprovechadores, son mercaderes del templo. Y a todos los expulsa o habrá de expulsarlos Jesús, vivos o muertos.

Todas estas explicaciones parecen suficientes para explicar la cólera de Jesús. Porque evidentemente, de entre las ofensas hechas por el hombre a Dios, pocas hay más grandes que la de utilizar el nombre de Dios para enriquecerse y esquilmar a los demás.

¿Un ataque teológico frontal al templo?

Pero ¿es suficiente esa interpretación moralizante, según la cual Jesús sólo hubiera tratado de corregir los excesos que ocurrían en el patio convertido en mercado? ¿No iba más allá su protesta profética?

Los intérpretes de hoy creen que hay que ir más al fondo. Señalan, en primer lugar, que, a la luz de la crítica histórica, los abusos no eran muchos en realidad. Fariseos y sacerdotes de la época podían tener el corazón corrompido, pero eran escrupulosos en estas cosas públicas. De hecho, el comercio del templo estaba muy cuidadosamente controlado para que no se cometieran abusos, y jamás empleaban los sacerdotes ningún dinero de origen dudoso. Las 30 monedas que devolvió Judas les crearon un verdadero problema de conciencia, y ninguno pensó en aprovecharse de ellas.

Por lo demás ¿no era inevitable un cierto clima de mercado en el supuesto de que se aceptasen los sacrificios tal y como los celebraba el templo? Si en una semana se ofrecen 250.000 corderos es difícil evitar que hubiera tumulto en el templo. Si en aquel recinto no se usaba la moneda de circulación común, era inevitable que hubiera allí cambistas. Podían haber estado fuera del atrio; pero, en rigor, tampoco éste era el templo y se concebía precisamente como patio de los gentiles, es decir, como lugar aún no sagrado. En rigor, cambistas y mercaderes más bien hacían un favor a los peregrinos facilitándoles lo que necesitaban para los sacrificios y el pago del diezmo. Y no consta que el negocio fuera excesivo.

Vistas así las cosas ¿no parecía desproporcionada la acción de Jesús, en el caso de haber querido sólo criticar un abuso'? ¿No hubiera resultado, además, poco matizada? Habría, evidentemente, entre aquellos mercaderes gente buena y gente abusona. Y, en todo caso, es claro que, quien aceptaba el templo tal y como los judíos lo concebían, tenían que tolerar las consecuencias de mercaderes y cambistas.

Por otro lado, Jesús sabía que dos días después de su «purificación del templo» —y aun quizá media hora después los mercaderes regresarían a sus mesas y a su negocio. Su gesto no podía tener la única intención de remediar un abuso concreto. Era un gesto profético que valía por lo que significaba, no por lo que de práctico lograba. ¿Y no iría ese gesto profético más allá de la corrección de un simple exceso?

Probablemente entenderemos el verdadero sentido de esta escena si la situamos en el contexto de lo que Jesús dijo del templo en otras ocasiones o de lo que los demás le atribuyeron. Porque del evangelio se deduce que los fariseos y sacerdotes estaban obsesionados por la idea de que Jesús quería destruir el templo y no sólo corregir unos abusos que también a ellos les preocupaban. Ellos vieron en Jesús un enemigo frontal de la realidad del templo y de la teología que lo inspiraba y no sólo un reformador de algunos detalles del mismo. La misma acusación repetían los sayones mientras Jesús moría en la cruz.

Cristo, en realidad, no había mostrado deseos de destruirlo, pero sí había profetizado con claridad su destrucción material y la superación de su culto.

¿Veis todos esos grandes edificios? Pues no quedará en pie una piedra sobre otra, había dicho a sus discípulos (Mc 13, 2).

Créeme, mujer: llega la hora en que ni en ese monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre, explicó a la samaritana (Jn 4, 21).

Aquí hay alguien mayor que el templo, dice a sus discípulos hablando de sí mismo (Mt 12, 6).

Y no podemos olvidar el evidente valor simbólico del hecho de que el velo del templo se rasgara coincidiendo con la muerte de Jesús, dato que trasmiten puntualmente los tres sinópticos por juzgar, sin duda, importante el detalle como un claro anuncio de su final destrucción.

Un templo que dividía

Si enmarcamos la escena de los mercaderes en todos estos planteamientos podemos concluir —con González Faus que el gesto de Jesús va contra la realidad misma y contra la teología del templo. Es una especie de acción simbólica en, forma de profecía escatológica. Jesús está anunciando el nacimiento de un nuevo y distinto templo y de un nuevo y diferente modo de dar culto a Dios. Lo aclarará después en su diálogo con los fariseos, pero tiene ya luz suficiente en la misma escena de la expulsión leída en profundidad.

Para los judíos, el templo era casa de oración, pero, mucho antes, era signo nacionalista de separación de los gentiles, de predilección de Dios hacia ellos. La misma configuración material del edificio lo explicaba. Un gran atrio donde ocurre la escena— abierto a todos los pueblos, y, enseguida, las grandes barreras en las que Dios parece hubiera colocado una frontera nacionalista. El templo era, así, vínculo de unión entre los judíos y, a la vez, de separación hacia todos los demás pueblos.

¿Es casualidad el que Jesús al tomar el látigo use precisamente una frase de sentido universalista? La cita que en ese momento hace Jesús, tomada de Isaías (56, 7), sólo es transcrita íntegramente por Marcos (11, 17) y no dice, como suele citarse, mi casa es casa de oración, sino que se añade: para todos los pueblos. Basta leer con atención el texto completo de Isaías para comprender que lo sustancial de la frase no es ahí la oración, sino su universalismo:

Que no diga el extranjero allegado a Yahvé:
«Ciertamente, me va a excluir Yahvé de su pueblo».
Que no diga el eunuco:
«Ciertamente, yo soy un árbol seco».
Porque así dice Yahvé a los eunucos
que guardan mis sábados
y eligen lo que me es grato
y se adhieren firmemente a mi pacto:
«Yo les daré en mi casa, dentro de mis muros,
poder y nombre mejor que hijos e hijas.
Yo les daré un nombre eterno que no se borrará.
Y a los extranjeros allegados a Yahvé
para servirle y amar su nombre,
para ser sus servidores,
a todo el que guarda el sábado sin profanarlo
y se adhiere firmemente a mi pacto,
yo les llevaré a mi monte santo,
y los recrearé en mi casa de oración.
Sus sacrificios y sus holocaustos
serán gratos a mi altar,
porque mi casa será llamada
casa de oración para todos los pueblos (56, 3-8).

Jesús, al citar esa frase de Isaías, no la cambia de sentido. Lo que critica no es que se venda en lugar de orar, sino que esas ventas y ese modo de entender el culto estén consagrando la división entre judíos y gentiles, encajonando a Dios en ideas nacionalistas. Por eso Jesús no «corrige» esas ofrendas, sino que las echa por tierra, las derriba. Porque se basan en una teología falsificadora de Dios. El gesto es, pues, mucho más radical que una simple reforma moral. Los fariseos lo entienden bien. Si Jesús sólo hubiera criticado los abusos, ellos hubieran aplaudido. También ellos combatían esos abusos. Pero comprenden que lo que Jesús anuncia es el fin del monopolio de Dios por los judíos. Ataca, con ello, la misma raíz de toda su teología.

Su gesto es, pues, mucho más radical de lo que el mismo Carmichael pensaba viendo en esta escena una violencia zelote. Este grupo, en realidad, aceptaba la teología judía. Estaba contra los abusos delos sacerdotes y contra el poder invasor de Roma, pero eran más nacionalistas que los mismos fariseos. Jesús va más allá. Y, aunque no profetiza la destrucción física del templo, como le atribuirían en su proceso, sí anuncia la destrucción de la teología nacionalista y exclusivista que es su base.

 

Cueva de ladrones

Aún comprenderemos mejor lo profundo de su protesta si leemos en su contexto la segunda parte de su frase, aquella en la que habla de que han convertido su casa en cueva de ladrones. ¿Alude aquí a los abusos económicos de los negociantes?

Nuevamente está haciendo Jesús una cita del antiguo testamento. Esta vez de Jeremías. Y tendremos que leer el texto entero si queremos comprender su verdadero sentido:

Así dice Yahvé de los ejércitos, Dios de Israel: No pongáis vuestra confianza en palabras engañosas, diciendo: «¡Oh, el templo de Yahvé, el templo de Yahvé! ¡Este es el templo de Yahvé!» Pues si mejoráis vuestos caminos y acciones, si hacéis justicia entre unos y otros, si no oprimís al peregrino, al huérfano y a la viuda, si no vertéis sangre inocente, si no vais tras de dioses extraños para vuestro mal, entonces yo permaneceré con vosotros en este lugar. He aquí que confiabais en palabras engañosas, que de nada sirven. Pues ¿qué? ¡Robar, matar, adulterar, perjurar, quemar incienso a Baal e irse tras dioses ajenos que no conocíais, y venir luego a mi presencia en esta casa en que se invoca mi nombre, diciendo: Ya estamos salvos, para hacer luego todas estas abominaciones! ¿Es acaso esta casa, donde se invoca mi nombre, una cueva de bandidos a vuestros ojos? (Jer 7, 3-12).

A esta luz gira el significado atribuido tradicionalmente a la frase. No habíamos entendido suficientemente a la letra esa «cueva de bandidos». En realidad el bandido no comete sus delitos en la cueva, los comete fuera y, luego, corre a refugiarse en la cueva. Jesús alude aquí —como es claro en el texto de Jeremías— a quienes han convertido el templo en lugar de refugio para tapar u ocultar los pecados, las injusticias que han cometido fuera. No critica los presuntos latrocinios que cometerían los mercaderes en el atrio del templo; lo que critica son unas ofrendas que, hechas a Dios, pretenden servir de tapadera a una vida de injusticia. Esto es lo que Jesús ataca: un culto con el que se pretende camuflar una vida de pecado y de injusticia. Por eso toda la teología paulina insistirá en que «el templo de Dios sois vosotros» (1 Cor 3, 16). Vuestros miembros son templo del Espíritu santo (1 Cor 6, 19). Vosotros sois templos del Dios vivo (2 Cor 6, 18). El gesto profético de Jesús anuncia el final de la separación entre culto y vida y el nacimiento del nuevo templo que es su cuerpo, anuncio de la humanidad resucitada. En su diálogo posterior con los fariseos veremos esto aún más claro.

 

Con qué autoridad hacía aquello

La acción de Jesús tenía forzosamente que provocar alguna réplica. No tan violenta como la que hubiera levantado una acción guerrillera (no vemos intervenir a los guardias del templo) sino una polémica de fondo.

Se acercó un grupo de fariseos e hizo una extraña pregunta: ¿Qué señal das para obrar así? (Jn 2, 18). No critican su acción. O porque están de acuerdo con ella en lo que tiene de corrección de abusos, o porque perciben que lo que Jesús ha hecho tiene más fondo y es más un ataque a la institución del templo que al pobre grupo de mediocres traficantes. Parten del supuesto que allí hay algo que sólo puede hacer un enviado de lo alto y lo que le piden son sus credenciales. Y no se les ocurre otra credencial que la de que haga ante sus ojos un milagro, una «señal».

Eran muy habituados los judíos a esto de pedir milagros como si Dios actuase a través de prestidigitadores. Pero Jesús contestará con una de sus frecuentes «salidas» de doble sentido: Destruid este templo y en tres días lo levantaré. Sus oyentes quedaron desconcertados. Era, evidentemente, una salida grotesca. Prefirieron ironizar: Llevamos cuarenta y seis años construyéndolo ¿y tú lo levantarías en tres días? Diez mil obreros trabajaban en él desde hacía varios decenios y aún no lo habían terminado ¿y él solo lo reedificaría en pocas horas? Debieron de pensar que la salida de Jesús era tan tonta que no valía la pena seguir discutiendo. Era un loco y no demasiado peligroso: la multitud podía medir su locura por aquella frase absurda que acababan de oírle. Prefirieron dejarle en su ridículo.

Pero Juan apostilla: El hablaba del templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que Jesús había dicho.

Sí, la respuesta era tan misteriosa que ni los propios discípulos la entendieron. Sólo a la luz de su resurrección la comprenderían. Porque esa frase era la que daba a la escena todo su peso. El verdadero horizonte de la expulsión de los mercaderes era nada menos que la muerte y la resurrección. No se trataba solamente de acallar el griterío de los traficantes, ni de protestar por el tintineo de las monedas en la casa de Dios; se trataba sobre todo de anunciar que los días de aquel templo segregador y de aquel culto-tapadera estaban contados. Estaba en medio de ellos el nuevo templo, el nuevo y único lugar futuro de encuentro de los hombres con Dios: su cuerpo, su persona que era, a su vez, el inicio de la humanidad nueva, de la comunidad nueva.

Los comentaristas gustan aproximar esta escena a la pasión de Jesús. Pero no es el tiempo lo único que une. La purificación del templo —tanto si ocurrió al comienzo de la vida pública, como si tuvo lugar en la última semana— es parte integrante de la pasión y resurrección de Cristo. Porque ambas están en el horizonte del gesto de Jesús. Cuando Memling en ese prodigio pictórico que resume toda la pasión de Cristo— coloca la expulsión de los mercaderes como primer paso hacia la muerte, lo hace con profunda intuición teológica. De este día salió el odio de los sacerdotes y fariseos. Pero ellos, con su odio, no hacían otra cosa que captar el sentido profético del gesto de Jesús que ya se encaminaba hacia su muerte y —también y sobre todo— hacia su resurrección que le consagraría como el nuevo templo donde el hombre y Dios se encuentran.

 

La violencia del Cordero

Ya sólo nos queda formularnos una pregunta: ¿qué sentido tiene este gesto de violencia en quien se presentaría a sí mismo como un cordero que camina obediente hacia el matadero y como alguien manso y humilde de corazón? ¿No se había presentado mil veces a Jesús como campeón de la no violencia?

Lanza del Vasto responde a estas preguntas:

Nos hemos hecho de la violencia y de la no violencia ideas perfectamente falsas, si creemos que la no violencia consiste únicamente en pronunciar palabras untuosas y en hacer ademanes corteses y en bendecir a derecha e izquierda para que, a nuestra vez, nos bendigan. La no violencia es un arma de ataque y también un arma de defensa; y la caridad puede traducirse mediante el azote y también mediante el beso. No hay en esa actitud de Cristo ninguna forma de violencia, si violencia significa infracción de la ley o de la justicia por pasión, interés o ceguera. Al anudar los siete nudos en la cuerda Jesucristo estaba sereno, sin duda. Y la fuerza de su actitud está sostenida por su impasibilidad interior.

Sí, se equivocan —y esta escena lo demuestra— los que pintan a un Jesús afeminado, blandengue; quienes creen que sólo tuvo virtudes pasivas. Pero se equivocan también quienes amparan detrás de esta escena sus actitudes violentas. El Jesús del látigo nada tiene que ver con el cristo-guerrillero (escribo con minúscula este nombre blasfemo) que ahora quieren pintarnos. No tuvo otra violencia que la de los pacíficos. Los mismos evangelistas que narran la escena se cuidan muy mucho de no presentarnos a Cristo golpeando a los hombres. Derribó las mesas de los cambistas. Hasta Juan tiene el cuidado de señalar que no tiró las jaulas de las palomas, sino que mandó simplemente a sus dueños que las sacaran de allí. Era su rostro, era su fuerza interior y no un modesto látigo de cuerdas lo que imponía. Y tal vez la mejor medida de su gesto nos la dé el hecho de que su «violencia» no provocó la de los contrarios, sólo su desconcierto, sólo su temor ante la idea de encontrarse con un profeta. Razón tienen los pintores —sobre todo los italianos al cuidar de que, en esta escena, su rostro esté sereno, sus vestidos compuestos, su gesto contenido.

Pero si el gesto demostraba un alma serena, enseñaba también un corazón dolorido, dejaba ver esa ira de Dios que recorre como un relámpago incesante las páginas de la Biblia.

Escribe Cabodevilla:

La vehemencia con que Jesús arremetió contra los mercaderes ilustra, de manera gráfica y más o menos soportable, esa indecible pasión que abrasa al Señor cuando contempla el mal del mundo. Ha habido hombres que, al lado de los mayores extremos de compasión, hiciéronse portavoz y vehículo de la intransigencia del Dios tres veces santo, y clamaron, y fustigaron, y trajeron plagas a la tierra. Los profetas estaban todos hechos de esa materia incandescente. De vez en cuando, en el momento en que el Espíritu se posesionaba de ellos, en el momento en que en la copa de Yahvé se sobraba, sacudían violentamente el país con eso que Peguy llamó, cuando escribía sobre Juana de Arco, las «grandes cóleras blancas». A su paso temblaban los hombres, temblaban los pecadores, los «hijos de la ira» (Ef 2, 3).

Sí, no tenemos un Dios de violencia, pero tampoco de mantequilla. Tenemos un Dios en el que la cólera y la misericordia son las dos caras de una misma moneda. O tal vez una sola: porque su cólera es su misericordia, y su misericordia su cólera. Y porque, en definitiva, reservó para el hombre la misericordia, y la cólera sólo para sí mismo. El látigo no cayó sobre los mercaderes, porque un día caería sobre sus propias espaldas. Cuando aquel día lo levantó, no contra los hombres, sino contra el mal, sabía muy bien que un día sus hombros aceptarían cargar con ese mal de los hombres y que, en consecuencia, el látigo caería sobre esas sus espaldas cargadas. La destrucción de aquel templo estrecho y mentiroso sería el anuncio de la destrucción de su ancho y verdadero cuerpo. Y también el anuncio de que ese cuerpo-templo se reconstruiría en tres días para siempre jamás.

La violencia de los mártires

Por esa razón no le cabe a la Iglesia —si quiere seguir siéndolo de Cristo otra violencia que la de los mártires; la violencia del que
muere, no la del que mata.

Desgraciadamente no siempre es así. Desde siempre una buena porción de cristianos ha venido utilizando la escena de los mercaderes como tapadera de las propias violencias. Bastaba con denominar mercaderes —de cosas o de ideas— a los propios enemigos, y ya se podía —«santificada» la violencia personal— justificar toda acción contra ellos. Incluso si se trataba de una acción armada y sangrienta. Y esto ocurría en cristianos de todos los colores.

Pero el Jesús que toma el látigo en el templo anuncia inmediatamente que, antes que el de Jerusalén, será destruido el templo de su cuerpo. No hay, en rigor, en el látigo de Cristo otra violencia que la de la verdad gritada. Y no sería, por ello, injusto decir que los únicos que entendieron la escena fueron los mártires.

Hay, evidentemente, una «violencia del mártir» y es la única cristiana. El mártir grita con su sangre, protesta con su muerte, lucha con su dolor. El mártir usa la violencia del no doblegarse. Y, misteriosamente, es ésta la única violencia que asusta a los violentos. Porque es una violencia que no tiene otra respuesta que la del torturador y la del asesino.

El que imita, pues, al Cristo del látigo es y será el que proclama la verdad y no el que amordaza o extermina, aunque crea hacerlo al servicio de la verdad. El gesto del Jesús del templo puede parecerse a todo menos al gesto del que oprime o aplasta.

En este sentido fue verdaderamente revolucionaria la expulsión de los mercaderes. Si Jesús hubiera sido un violento más, alguien que impone por la fuerza sus ideas, no habría habido en su gesto nada nuevo. Violentos, fanáticos, dictadores, han existido antes de él y después de él cientos de miles.

El inauguró, en cambio, la violencia de los pacíficos. La de los que gritan la verdad y están dispuestos no a matar en nombre de ella, pero sí a morir por ella. Y ésta es la violencia que temen los poderes del mundo. Porque saben que el velo del Templo se rasgó el día que ellos desgarraron el templo del cuerpo de Jesús. Porque saben que la semilla de la fe creció mientras ellos destruían a los mártires. Saben también que, en cambio, la fe se debilitará el día en que los violentos —aunque lleven el apellido de cruzados— sustituyan a los mártires.