1
El reino de Dios
anunciado a los pobres

El agua cambiada en vino en Caná era sólo un preludio. El gran cambio llegaría inmediatamente después. Y aquel grupo de trece hombres silenciosos y unas pocas mujeres iban a ser sus primeros testigos. Ahora bajaban silenciosos, preguntándose aún si habían vivido un prodigio o un sueño. Camino de Cafarnaún daban vueltas y vueltas en sus cabezas a lo ocurrido y no lograban llegar a conclusión alguna. Miraban a aquel hombre joven que les parecía silencioso y que caminaba rápido como quien sabe que le espera una enorme aventura, y no lograban adivinar lo que había al otro lado de sus ojos. Pero, cuanto más lo pensaban, más se daban cuenta de que lo que les desconcertaba no era tanto el que hubiera cambiado el agua en vino, como el que lo hubiese hecho con una tan asombrosa naturalidad: como quien juega, como quien tiene verdadero «poder» sobre las cosas de este mundo. No, no era un embaucador. No había rodeado su gesto de juegos de manos, de brillos y esplendores. No intentó siquiera conclusión alguna de aquello que no podía recibir otro calificativo que el de «milagro». No se esforzó en sacar provecho de lo ocurrido. Fue tal el asombro entre cuantos lo presenciaron que nadie se arrodilló, ni se decidió a formular el menor comentario. Aunque bastantes sintieron dentro de sí algo que se parecía mucho a la fe. ¿Era un Dios? Nadie se atrevió a hacer esta suposición que, a alguien tan monoteísta como los judíos, no podía menos de parecerle una blasfemia. ¿Era un profeta del Dios único? En todo caso, algo reconocían todos sin dudarlo: una presencia misteriosa había pasado por sus manos de carpintero. Y, ahora, él se alejaba de Caná como tratando de huir del lugar del prodigio, intentando poner sordina a los comentarios, regresando a ser el oscuro caminante que era.

Pero ya nunca lograría pasar inadvertido. Lo ocurrido en Caná corrió de boca en boca por toda Galilea. No se hablaba de otra cosa en mercados y sinagogas, aun cuando en muchos casos se añadieran las inevitables exageraciones de la imaginación de la gente. «¿Y dices que, con solo su palabra, cambió en vino seiscientos litros de agua?». —«Sí, sí, yo lo vi con mis ojos». —«¿Y no será que estabais todos demasiado borrachos como para enteraros de lo que bebíais? Has dicho que, antes, os habíais tragado ya todo el vino preparado por los novios, que no debió de ser poco». —«No, no, estábamos lo suficientemente sobrios como para distinguir. Y lo comprobaron los criados y el maestresala que no habían probado la bebida. Os lo digo: es él, es él». «¿El? ¿Quién? «El esperado, el que anunciaron los profetas». «¿Aún mantienes esas esperanzas? ¡Demasiadas veces hemos sido engañados ya! ¡Demasiados mesías nos han visitado en estos años, que nos ilusionaron para decepcionarnos poco después! No, no. Es tarde. El mundo está ya sobradamente corrompido como para que sigamos pensando que esto puede cambiar. Dios se ha ido de este mundo. Se ha alejado, aburrido de nosotros. Es de noche. No nos queda nada que esperar».

Lo negaban muchos. Al hombre siempre le cuesta aceptar precisamente lo que más espera y necesita. Habían alimentado tantas alegrías que temían albergar en su alma una más que se les pudiera convertir, una vez más, en amargura. No, no. Es preferible no hacerse ilusiones, no creer. Pero, luego, por la noche, en el silencio, todos se hacían la misma pregunta: «¿Y si esta vez fuera verdad?» Habrían dado sus vidas por poder responderse afirmativamente. El hombre no ha sido hecho para vivir en la decepción. Y, quién más, quién menos, todos precisan algo en lo que creer y una esperanza por la que luchar. Y, para un pueblo ardiente como el judío, toda bandera de esperanza se difundía como un incendio devastador. Pero ni siquiera los más optimistas sospechaban la revolución que estaba acercándose.

Revolución. No debemos vacilar al emplear esta palabra, tan manoseada, tan desprestigiada, manchada por tanta sangre a lo largo de la historia. Pero es la palabra que mejor define lo que estaba naciendo. Porque el giro más alto, más brusco, más radical que el mundo ha conocido, iba a producirse allí, a orillas del mar de Tiberiades.

Desgraciadamente, lo mismo que la grasa y el tiempo convierten a un vigoroso joven en un señor adiposo, así los tópicos y la mediocridad han ido deteriorando, reblandeciendo, ablandando, lo que entonces ocurrió. Y, cuando alguien nos cuenta los comienzos de la predicación de Jesús, enseguida nos imaginamos un clima de caramelo: el «dulce» maestro empezó a decir «dulces» palabras, tan bellas como aburridas. Y nos disponemos a dormirnos, como en los sermones.

Y, sin embargo, entonces no fue así. Fue, en todo menos en la violencia, como el estallar de una guerra. Quienes hemos vivido alguna en años infantiles lo comprendemos bien: alguien levanta una bandera, lanza un pregón, suena una trompeta, el mundo se llena de gritos (¡«A las armas! ¡La patria está en peligro!») y los corazones se ponen en pie; corren a alistarse los combatientes; despiertan los dormidos; la voz de alerta corre de casa en casa; se multiplican las angustias y las esperanzas; las gentes abandonan sus rutinas, sus empleos, sienten que el alma les crece; todo parece herido por una tremenda vocación de muerte o de victoria. Algo ha entrado en juego. Nadie saldrá de la guerra como entró en ella. Todo va a cambiar.

Así debió de ser. La voz de Jesús tocaba a rebato a la orilla del lago y crecieron los rumores, las voces, las llamadas y la gente corrió a escuchar aquella convocatoria misteriosa, a la vez que magnífica, que incitaba a algo grande.

Nos cuesta imaginarlo, acostumbrados como estamos a vivir en tanta siesta. Preferimos inventarnos una voz ronroneadora que dice palabras melifluas, invitadoras a la paz y no a la guerra, adormecedoras y no incitantes.

Y, sin embargo, para aquellas gentes galileas, la llamada de Jesús («Se ha cumplido el tiempo, se acerca el reino de Dios») debió de sonar, en el contexto social de la época, como una campana que ponía en pie los corazones. No invitaba ni a defenderse, ni a matar, pero no era, por ello, menos radical o revolucionaria. Porque lo que anunciaba era, nada más y nada menos, que había que cambiar las mismas raíces del mundo.

De pronto —y por primera y única vez en la historia— llegaba alguien dispuesto a responder a tantas preguntas para las que nadie encontraba respuesta. El hombre lo sabemos— es el único animal que tiene su alma construida con preguntas. ¿Por qué la vida? ¿Por qué la muerte? ¿Para qué sirve el dolor? ¿Por qué, de los 3.400 años de los que tenemos datos históricos suficientes, nada menos que 3.166 han estado dominados por guerras en algún rincón del planeta, mientras que los otros doscientos años «pacíficos» sólo sirvieron para preparar las guerras siguientes? ¿Por qué el corazón del hombre tiene tantos deseos de paz y se alimenta de odio? ¿Por qué unos aplastan a otros y por qué los otros sólo sueñan con la vuelta de la tortilla en la que ellos sean los aplastadores? ¿Por qué el hombre tiene tanta necesidad de Dios, y cuando le encuentra, se aparta de él y le olvida? ¿Por qué la soledad nos come el alma? ¿Qué queda de nosotros cuando nos vamos? ¿Qué hay al otro lado? ¿Nos ama alguien? Preguntas, preguntas. Una infinita letanía de preguntas que lanzamos al aire sin que nadie parezca contestarnos.

Y he aquí que, cuando nadie lo esperaba, alguien llega con respuestas, anuncia un mundo nuevo y distinto e invita a la aventura de recibirlo y construirlo. Alguien que, además, no trae respuestas teóricas, sino que está dispuesto a embarcarse en vanguardia de la gran aventura, a inaugurar en su carne y su persona ese reino nuevo que anuncia. Sus contemporáneos tuvieron, por fuerza, que sentir primero un asombro, después un desconcierto, finalmente un entusiasmo. Por fin llegaba algo distinto, lo que todos soñaban sin atreverse a esperarlo del todo. Sí, sonó entonces como un clarín de combate. Un clarín, cuyo grito no se ha extinguido y sigue aún sonando para cada uno de los seres humanos. Para mí. Para ti.

El lago

El paisaje donde esto ocurría sí era dulce. Jesús había salido, con sus discípulos y su madre, de Caná y, antes de caminar un kilómetro, había aparecido en el horizonte la cinta azul del lago. A través de la garganta del camino se veían sus aguas, allá lejos, como un cielo repetido, brillante.

Luego, la carretera, en fuerte pendiente, comenzaba a descender monte abajo. «Bajó a Cafarnaún» dice el evangelista, como un buen topógrafo. Pasando por el extremo oriental de Sahel el-Battof, poco después de llegar a Lubiye, torcería a la izquierda, y bordeando el Qurn Hattin, bajaría por el Wadi el-Hamam, para desembocar en Magdala, ya en la orilla del lago. Cruzó después, en toda su longitud, la llanura de Genesaret y, pasada la graciosa hondonada de Et-Tabgha, entró, después de seis horas de camino a pie, en la que, desde aquel momento, iba a ser su ciudad (Mt 9, 1).

No es difícil comprender por qué prefirió Jesús Cafarnaún a Nazaret como centro de sus primeras predicaciones. Aparte de la ya conocida hostilidad de sus paisanos, lo cierto era que Nazaret quedaba al margen de la verdadera vida de Galilea. Era un pobre villorrio perdido en el fondo de un valle y apartado de las grandes vías de circulación y de los centros de población importantes.

Lo contrario ocurría en Cafarnaún (Kefar Nahum), ciudad bastante populosa y situada en el centro de una región muy habitada. Por ella pasaba la carretera que venía de Betsaida Julia, ciudad fundada poco antes por Herodes Filipo, y por la que bajaba el comercio que provenía de la tetrarquía. Se entiende, por ello, que en Cafarnaún hubiera una aduana, con la que la ciudad se convertía en centro comercial de toda la comarca. Era la ciudad ideal para comenzar en ella la gran llamada a las multitudes galileas.

A los pies de la ciudad se extendía el lago conocido por varios y muy diversos nombres. Su forma alargada y el murmullo de sus olas sugirieron a los hebreos la idea de un arpa y por eso, como dice el libro de los Números (34, 11) le llamaban «arpa» o «Kinneret». Pero el nombre más común en tiempos de Jesús era el de mar de Tiberiades o lago de Genesaret o Ginnesar. Los judíos sentían hacia este mar tanta veneración que ponían en los labios de Dios estas palabras: Siete mares creé; pero me reservé uno solamente: el de Genesaret.

El lago es más grande de lo que suele imaginarse. Tiene 21 kilómetros de largo por doce de ancho, unos 60 kilómetros de circunferencia y 170 kilómetros cuadrados de superficie. Su profundidad oscila entre los 12 y los 18 metros.

En los tiempos de Cristo estaba surcado por numerosas velas (sólo la ciudad de Tariquea, según Flavio Josefo, contaba con 230 embarcaciones) y sus orillas estaban salpicadas de numerosas pequeñas ciudades: Cafarnaún, Betsaida, Magdala, Tiberiades, Tariquea, apretujadas todas ellas en la costa occidental, porque en la oriental las rocas caen a plomo sobre el agua y no ofrecen otros accesos que las gargantas por las que se precipitan al mar los torrentes invernales.

De todas estas ciudades en tiempos de Cristo la más importante era Tiberiades construida por Herodes en honor a Tiberio. El orgulloso rey había volcado en ella todo el lujo al que se había acostumbrado en sus años de estancia en Roma. Destacaba el dorado palacio de Antipas, el anfiteatro de blancos mármoles, los magníficos baños termales de Ammaus. Pero, en tiempos de Jesús, era un islote prohibido. Construida sobre un antiguo cementerio, en contra de las costumbres hebreas, un buen judío no podía entrar en ella sin contaminarse. Todos los esfuerzos del rey por atraer a sus súbditos fueron inútiles. Y la ciudad estaba habitada por griegos, romanos, sirios y fenicios, pero era rehuida por los judíos. El mismo Jesús parece que nunca pisó en ella y se contentó con ver de lejos sus baluartes y palacios de mármol.

También estaba muy barajada la población en las demás ciudades de la orilla del lago. El evangelio es testigo de esa mezcla, al pintarnos en ellas a oficiales de Herodes, griegos de la Decápolis, aldeanos, pescadores galileos, cortesanas corrompidas por el influjo de las ciudades paganas, sirios, fenicios, orientales cuyas caravanas seguían el «camino del mar», soldados y centuriones romanos que vigilaban el orden en aquella comarca bastante turbulenta, publicanos sentados a la vera del camino para cobrar los impuestos y una turba de enfermos y mendigos. Con justicia los habitantes de Judea la llamaban la «Galilea de los gentiles».

Una tierra fértil

La tierra que rodeaba al lago, especialmente en la costa occidental, era hermosa y fértil. Flavio Josefo, quizá exagerando, nos la pinta como un verdadero paraíso:

Admirable es su índole y su belleza. El suelo es tan fértil que allí crecen toda clase de árboles; su temperatura es tal y está tan bien proporcionada, que conviene a los árboles más diversos, de suerte que florecen nogales, palmeras, olivos, higueras, viñedos. Diríase que la naturaleza quiso juntar en ese rinconcito de Galilea los productos más diversos, de suerte que cada estación puede reclamar esta región por suya propia.

Josefo ponía en estas palabras su calor patriótico, pero tenía buena parte de razón. La abundancia de aguas convertía Galilea en el paraíso de Palestina. Lo es aún hoy, en parte. En marzo, el trigo alcanza alturas de 1 a 1,20 metros, mientras las espigas en Judea raramente llegan a la rodilla de los segadores. La cebada llega a un metro de altura en las orillas del lago y dificilmente supera un palmo en Judea. Y la mezcla de cosechas es notable. El trigo se siega en abril y en este mes maduran las lentejas y las habas. Las calabazas tienen en enero fruto sazonado. A fines de junio están los higos en sazón y en junio se pueden vendimiar ya las primeras uvas. En primavera puede recogerse la fruta normal y el verano llena la comarca de frutas tropicales. Con una cierta exageración oriental, pero no sin algo de justicia, se decía en los tiempos de Jesús que era más fácil mantener en Galilea una legión con el solo fruto de los olivos, que criar un niño con to que dan de sí en Judea.

Tumbas de ciudades

Buena parte de todas esas bellezas desapareció en los siglos pasados. La orilla del lago es actualmente un cementerio de ciudades. El viajero que llega hoy sólo puede encontrar en vida a Tiberiades. Alguien levantará la mano y le dirá: allí estuvo Cafarnaún, allí Betsaida, allí Magdala...

La misma fertilidad desapareció con la incuria de turcos y árabes. Las descripciones de los viajeros de hace dos o tres decenios llenaban el alma de tristeza, hablándonos de campos incultos y desiertos, de montones de piedras negras donde estuvo el verdor. Los últimos años y el titánico esfuerzo de los israelíes está devolviendo a Galilea su verde rostro.

El mismo lago está hoy casi abandonado. Recuerdo en él apenas unas docenas de barcas y haber oído de labios de los pescadores la queja de que todo el producto se lo quedan los asentadores.

Queda, no obstante, ese algo misterioso que el viajero no sabe si es el olor, el sabor, o su propia nostalgia. Queda la certeza de que junto a aquellas orillas se inició la aventura más honda que recuerdan los siglos. Y todo evoca páginas evangélicas: los pescadores cosiendo las redes, los peces de ancha cabezota y gran boca en la que cabe una moneda, las colinas en las que él habló y multiplicó los panes.

Los galileos

Pero más importantes que los paisajes eran las gentes. Y estos eran en Galilea muy especiales. Alguien ha dicho que los galileos eran en Palestina lo que son los navarros en España: más generosos, más decididos, más nobles, más tercos, más sociables, a la vez que más fácilmente excitables.

Los habitantes de Judea les miraban con desprecio. Por su pronunciación, especialmente dura, pero sobre todo por su modo de comportarse con los paganos. Porque en Galilea se daba la llamativa coincidencia de un terco apego a la tradición y, a la vez, una mayor apertura al contacto con los gentiles. La mezcla de la población era tal que hubiera sido imposible observar al pie de la letra las normas de separación que imponían lo fariseos.

Pero ese contacto con los gentiles se reducía a la vida práctica. En su fondo, el galileo se sentía tan lejos de ellos como el más intransigente sacerdote de Jerusalén. Los galileos despreciaban a los que trataban y, en su entraña, se sabían distintos, orgullosos como estaban de pertenecer al pueblo elegido. Al mismo tiempo, sentían un cierto complejo ante los habitantes de Judea y una especie de temor reverencial hacia los sacerdotes. Los propios apóstoles jamás se atreverán a hacer una manifiestación contra los doctores de la ley.

La sinagoga

Todo esto hace que la institución de la sinagoga tuviera en Galilea una extraordinaria importancia. El galileo bajaba al templo como era su obligación, pero no se sentía del todo a gusto en Jerusalén. Permanecía, por ello, allí pocos días. ¿Qué hacer todos los demás sábados del año? La sinagoga era la respuesta a su profunda religiosidad.

Dos tradiciones, una artística, que nos ha acostumbrado a ver a Jesús predicando al aire libre, y otra teológica, que ha convertido a la sinagoga en símbolo de la ley que Jesús venía a superar, nos han inducido a olvidar un hecho que, sin embargo, es patente en los

20 El reino de Dios anunciado a los pobres

evangelios: que Jesús utilizó con muchísima frecuencia y sobre todo al principio de su vida pública— la sinagoga para predicar su mensaje. Fluser —judío-- es justo cuando subraya este dato importante. Y Rops llega a afirmar que para un judío que deseara en esta época promover una doctrina religiosa, el lugar normal de acción era la sinagoga. Efectivamente en los evangelios encontramos muchas más alusiones a la predicación pública en las sinagogas que al aire libre.

¿Hubiera podido encontrar Jesús —prosigue el mismo Rops— algo mejor que aquel local sagrado, a un tiempo casa de oración y escuela dogmática, en donde se reunían cada sábado todos los fieles del país?

Efectivamente, desde hacía tres siglos, la sinagoga ocupaba un lugar de primer plano en la vida religiosa de Israel. Fue durante el tiempo del destierro, cuando los fieles no podían acudir a Jerusalén, cuando comenzaron a reunirse en casas o locales especiales para comentar la ley y la historia de su pueblo. Desde entonces las sinagogas se habían multiplicado. En tiempos de Cristo ciertamente no había un pueblo, por pequeño que fuera, que no poseyera, mejor o peor, una sinagoga. En Roma, los judíos en el exilio contaban con no menos de trece.

Se conservan, afortunadamente, las ruinas de la sinagoga de Cafarnaún, la misma en la que, sin duda, habló Jesús. Era una sala no muy grande -18 por 24 metros— bellamente decorada con mosaicos de palmas y estrellas, con un atrio adornado con la pila para las abluciones, con algunas habitaciones destinadas a los posibles huéspedes.

La sinagoga era administrada por un «jefe de sinagoga» (el archisinagogo) ayudado por el hassán, una mezcla de sacristán, pedagogo y tesorero.

En ellas no se practicaba realmente un culto, eran lugares de oración y de enseñanza y no precisaban, por tanto, de sacerdotes propiamente tales.

Los sábados, siete miembros de la comunidad, vestidos con el blanco taliss prescrito por la ley, se sentaban en una especie de pequeño coro, en torno al famoso armario que guardaba los rollos de la Ley. Comenzaba la reunión con el rezo común de dos bendiciones; se leía después un trozo del Pentateuco en hebreo y un intérprete lo traducía al arameo, la lengua común. Venía después la plegaria de las dieciocho bendiciones, que era recitada por un viejo de la localidad. A continuación se hacía la lectura del texto de un profeta. Y se concluía con la bendición tomada del libro de los Números:

Yahvé te bendiga y guarde,
sobre ti brille su rostro;
Yahvé te sea propicio,
y te dé paz cuando te mire (6, 24).

El conjunto era largo, duraba a veces toda la mañana. Los textos sagrados debían escucharse siempre de pie y con la cabeza vuelta hacia Jerusalén. Y, sin duda, más de un asistente dormitaba durante los oficios, como aquel rabino que daba gracias' a Dios, porque su cabeza, al dar cabezadas, daba gracias a Dios por sí sola.

Lo que más alargaba los cultos eran las explicaciones que seguían a las lecturas. No era necesario ser sacerdote, ni rabí para intervenir en ellas. El jefe de la sinagoga podía invitar a cualquiera a hacer estos comentarios. Y eran muchos los judíos capaces de glosar interminablemente los textos del éxodo o de los profetas.

Fue, sin duda, en estas ocasiones cuando Jesús fue invitado muchas veces a hablar. Su fama de predicador se había difundido y su presencia comenzaba a ser notada. San Juan nos dice (4, 45) que predicó en Caná, lugar de su primer milagro. San Lucas (4, 16) nos le pinta enseñando en Nazaret y cumpliendo al hacerlo con todas las prescripciones de la ley y la tradición. Se levantó, subió al estrado o «berra», desenrolló la larga tira de piel curtida sobre la que estaba escrito el texto de Isaías, leyó, como al azar, algunos versículos, y, después de devolver al hassán el libro, comenzó a comentarlo cuando la reunión tenía los ojos clavados en él.

Comenzaba, pues, como un predicador cualquiera. Pero pronto sus oyentes iban a descubrir la profunda revolución que traían sus palabras. El sembrador había salido a sembrar. Y su semilla era de fuego.

¿A qué viene Jesús?

Ha llegado la hora de que nos planteemos la gran pregunta: ¿A qué viene, en definitiva, Jesús? ¿Cuál es el centro, la sustancia de su mensaje?

Y la primera sorpresa es que Jesús no empieza a hablar de sí mismo. No habla tampoco de la Iglesia. Jesús no se coloca a sí mismo en primer plano, se repliega —como dice Küng— tras la causa que él defiende. ¿Y cuál es esa causa? Se puede resumir en pocas palabras: la causa de Jesús es la causa de Dios en el mundo. Una causa que él resume en una frase, a primera vista, enigmática: Ha concluido el tiempo de la espera. Se acerca el reino de Dios. Convertíos.

Esta idea —contada la variante «reino de los cielos» que usa Mateo y que es sinónima de la de reino de Dios, pues los judíos hablaban de «los cielos» para no «malgastar» el nombre de Dios aparecerá en los evangelios ciento veintidos veces, noventa de las cuales en boca de Jesús.

Con ella inician prácticamente los tres sinópticos sus narraciones de la vida pública:

Cuando detuvieron a Juan, Jesús se fue a Galilea a pregonar de parte de Dios la buena noticia. Decía: «Se ha cumplido el plazo, el reinado de Dios se acerca. Arrepentíos y creed la buena noticia>) (Mc 1, 14)

Y Jesús recorría Galilea entera, enseñando en aquellas sinagogas proclamando la buena noticia del reino (Mt 4, 23): «Arrepentíos. que el reinado de Dios está cerca» (Mt 4, 17).

Hoy todos los comentaristas resumen en esta idea el mensaje central de Jesús. El reinado de Dios —dice Dibelius es el santo y seña de la causa de Dios. Esta idea escribe Pagola— es el núcleo central de toda su predicación, la convicción más profunda, la pasión que anima toda su vida, el eje de su actividad. Todo está subordinado a la idea del reino de Dios y todo adquiere su unidad, su verdadero significado y su fuerza apasionante desde la realidad de este Reino. Si no comprendemos su contenido y no descubrimos la fuerza y el atractivo de su llamada, corremos el peligro de no comprender gran cosa de Jesús.

Y ésta no es una idea de hoy. Cuenta con una larga tradición en la Iglesia. El mismo Catecismo Romano publicado por el concilio de Trento en 1565 presentaba ya el reino de Dios como la verdad hacia la cual está orientado todo el evangelio. Extrañamente esta idea se abandonó posteriormente durante varios siglos en la catequesis de la Iglesia, para reaparecer gozosamente en los últimos tiempos con todo su esplendor.

Mas ¿qué quiere decir Jesús cuando habla del reino de los cielos? ¿Cuál es y en qué consiste ese reino que anuncia?

A estas preguntas responderá Jesús con todas sus palabras, con su propia persona, en cada una de las páginas del evangelio. Pero no será malo que intentemos aquí un anticipo de lo que es ese Reino, que los capítulos siguientes nos irán descubriendo progresivamente.

El pueblo estaba en ansiosa espera

Al elegir la fórmula «reino de Dios» Jesús sabía perfectamente que estaba asumiendo un lenguaje al mismo tiempo exaltante y ambiguo. No sólo entre los judíos, sino también entre los cristianos de hoy y de todos los siglos. El famoso historiador Eusebio localizaría el reino bíblico de Dios en el imperio constantiniano. Más tarde el Imperio romano se bautizaría a sí mismo como Sacro por el convencimiento de estar construyendo en la tierra el reino de Dios. Recientemente hemos conocido, incluso, a quienes lo identificaban con el mismo tercer Reich. Y hoy no faltan quienes parecen confundirlo con el socialismo en cualquiera de sus formas.

Pero Jesús elegía la única fórmula que podía embarcar a los judíos que le oían en una gran empresa. Porque en ella se resumía la teología que conocían sus oyentes.

Era una teología relativamente reciente. Todo el antiguo testamento está tejido con la idea de que Dios es el Señor del mundo y de los hombres. Ya sus primeros libros explicitan ese dominio divino. El canto triunfal de los hijos de Israel después de atravesar el mar Rojo (Ex 15, 1-21) proclama a Yahvé como un guerrero «glorioso en santidad, terrible en prodigios, autor de maravillas». A lo largo de todo el Pentateuco se hace manifiesta la acción liberadora de Yahvé respecto a su pueblo, conduciéndoles hacia esa tierra prometida que es como un símbolo de ese reino y esa liberación (Núm. 23, 21; 24, 8; Dt 8, 14; 33, 5). Y esta protección es reconocida por los israelitas cuando, al recitar su fe, confiesan: Yahvé nos ha sacado de Egipto con mano fuerte (Dt 26, 5; 6, 20, Jos 24, 2).

Pero la designación de Yahvé como rey no aparece sino en las secciones tardías del antiguo testamento. Para los patriarcas, Dios era el Señor, el Consejero. Sólo cuando Israel copia de otros pueblos las formas monárquicas comienza a hablarse de la realeza universal de Yahvé (Mal 1, 14). Es el rey que se asienta y gobierna sobre las nubes (Is 14, 14). Su trono es Sión (Sal 99, 2) y en él será adorado como rey del universo.

No obstante los profetas aún tienen cautela a la hora de aplicar a Yahvé el título de rey. Y ven con desconfianza la realeza humana como una peligrosa competencia del dominio absoluto de Dios.

Es en el período del cautiverio cuando la idea del reino de Dios comienza a crecer. Cuanto más se alejaba la realidad del reino nacional, tanto más aguardaba Israel ese reino glorioso del final de los tiempos. Con él llegaría su liberación.

Esta esperanza había llegado a su culminación en tiempos de Cristo. Flavio Josefo testimonia que, por aquel tiempo, la principal preocupación de un judío era liberarse de toda especie de dominación de los otros, a fin de que sólo Dios sea servido.

Como escribe Boff:

El tema del reino de Dios se convierte en central para la literatura bíblica postexílica y en el tiempo entre los dos testamentos. El reino de Dios posee entonces indiscutiblemente una connotación política, en el sentido hebreo según el cual la política es una parte de la religión y, en concreto, designaba la liberación de todas las opresiones. La realeza de Dios sobre todo debería manifestarse también políticamente. El Mesías —para ellos— es, ante todo el que inaugurará ese reino de Dios.

Esta tensión expectante la vivían todos los grupos de la época. Los esenios de Qumram se habían retirado al desierto para poder, en la absoluta observancia de la ley y con constantes purificaciones, preparar y acelerar la irrupción de ese reino de Dios. Los celotes pensaban que debían provocar, con guerrillas, con la violencia, la intervención salvadora de Dios. Su mote era: Sólo Yahvé es rey y a él sólo serviremos. Los apocalípticos se dedicaban a descifrar los signos de los tiempos mesiánicos, calculaban las semanas y años que faltaban para la llegada de ese mundo feliz.

Por todo ello, sólo con ese lenguaje podía Jesús lograr que sus contemporáneos le entendiesen. El era la respuesta a esa «ansiosa espera» de la que habla el evangelista (Lc 3, 15). Con ello Jesús condividía no sólo los deseos fundamentales del corazón humano, sino también las expectativas liberadoras de los suyos.

Tal vez ahora podamos comprender lo que significaban los profetas para los judíos. Eran, para ellos, lo que la BBC de Londres era para los franceses durante la segunda guerra mundial o lo que Radio Sevilla significaba en España, durante la contienda civil, para quienes vivían en la zona nacional. Así escuchaban los judíos a sus profetas: «¡Carro de Israel y sus jinetes! ¡Aquí Dios, vuestro Dios es quien os habla!». Nunca una esperanza tan noble ha levantado el alma de una nación terrestre.

Sólo que los judíos esperaban una liberación puramente nacionalista. Y Jesús trajo otra infinitamente más grande y universal. Tal vez por ello desilusionó a sus contemporáneos: porque les traía mucho más de lo que ellos se habían atrevido a soñar.

¿Qué reino era, pues, el que Jesús traía y anunciaba? Intentemos, al menos, señalar aquí algunas de sus notas más esenciales.


1. EL REINO: UN NUEVO ORDEN DE COSAS

El reino de Dios que Jesús anuncia no es, en primer lugar, un nuevo tipo de reino, plantado en medio de los reinos de los hombres y diferenciado de ellos por una especie de gueto. No es «un lugar» en el que reina Dios o sus representantes en una especie de nueva teocracia. No es algo simplemente jurídico, externo, sostenido por unas leyes humanas que «obliguen» a creer. Es mucho más.

Se trata de un cambio en el hombre, en todo el hombre. Y no sólo en el «modo» de vivir de los hombres, sino de un cambio en el «ser» del hombre, unas nuevas raíces, una nueva orientación de todo su ser. una nueva historia, una nueva realidad y no una simple nueva apariencia o un nuevo «sentido» solamente. Jesús, cuando hable de este reino a Nicodemo, no vacilará en asegurar que hay que regresar al seno de la madre, que hay que «nacer» de nuevo. Por eso, con razón, Tresmontant ha hablado de un problema de ontología, o, más exactamente, de ontogénesis. Jesús no viene a «mejorar» al hombre, viene a «crear» un hombre nuevo, a «regenerar» al hombre y producir un nuevo «tipo» de hombre y de mundo, un hombre regido por distintos valores, un mundo apoyado sobre columnas distintas de las que hoy le sostienen.

Por eso puede asegurarse que el reino de Dios es el verdadero, el único «cambio» que se ha anunciado en la historia. Y puede asegurarse —la frase es de Pikaza— que allí donde la historia de los hombres continúa como estaba, no ha llegado de verdad el Reino.

En este sentido Jesús predica algo subversivo, revolucionario: porque viene a destruir todo un orden de valores y anuncia un orden nuevo. Nunca jamás se predicó revolución como ésta.

¿Y qué abarcaría esta revolución? Ya lo hemos dicho: todo. Abarca el interior y el exterior, lo espiritual y lo mundano, el individuo y la comunidad, este mundo y el otro.

En el hondón del alma y más allá

Es, en primer lugar, un reino interior y exterior. Durante muchos siglos en la Iglesia se ha hablado casi exclusivamente del «cambio» en el alma. Jesús habría venido a cambiar el corazón de los individuos y bastaría con que cada hombre descubriera el valor infinito de su alma para que el reino comenzara a existir. Hoy, por esa ley del péndulo que rige el pensamiento humano, son muchos los que se van al otro extremo y caricaturizan y devalúan el cambio interior. Piensan que eso es puro individualismo, simple sentimentalismo. Y aseguran que en el reino de Dios no se entra por la intensificación de nuestra experiencia espiritual o por el esfuerzo de elevación interior hacia lo divino. Pero repitámoslo una vez más— ¿por qué separar lo que Dios ha unido? Al reino de Dios no se entra sólo por los caminos de la vida interior, es cierto. Pero ¿cómo negar que también —e incluso primordialmente— se entra por ellos, para, desde ahí, cambiar al hombre entero, cuerpo, vida social y alma?

Digámoslo sin rodeos: El cambio que Jesús anuncia y pide ha de cambiar al hombre entero. Supone una modificación sustancial de los modos de pensar y de hacer en dirección de Dios. Lo que se pide es una verdadera revolución interior que, luego, se plasme en toda la vida concreta de cada hombre. No es un simple nuevo calorcillo interior, no es algo puramente sentimental; tampoco son algunos actos externos diferentes. Es un dirigir el alma en otra dirección. Y por eso toda conversión implica ruptura con lo que se es, guerra con nuestro propio pasado. No simple ascesis, sino una nueva disponibilidad para las exigencias de Jesús. Literalmente un nuevo nacimiento, como dirá Jesús a Nicodemo.

En este mundo y en el otro

Más grave es la falsificación de quienes reducen el reino de los cielos a algo que ocurrirá y empezará... en los cielos, después de la muerte, en el «más allá». Ya hemos señalado cómo la expresión de Mateo «reino de los cielos» para nada habla de la «otra vida» y es un simple sinónimo de «reino de Dios». Un reino de Dios que, para Jesús es algo que ya está en marcha entre nosotros, aquí, aquí, en este mundo (Mt 12, 28; Lc 11, 20; 17, 21).

Es, por ello, completamente falsa la idea de que un seguidor de Cristo ha de pasarse esta vida «haciendo méritos» en este mundo, para poder un día, tras su muerte, ingresar en el reino de los cielos. No, este mundo —la frase es de Pikaza— no es una sala de espera de ese reino de los cielos. Ni tampoco es el reino de Dios mismo. Pero es el campo de batalla, el solar de construcción de ese reino que viene del mismo Dios a la tierra.

Al individuo y la comunidad

Y, en este mundo, afecta al individuo y a la comunidad. Subrayo de nuevo el «y». Porque aquí regresa esa ley del péndulo que hace que, después de siglos en los que sólo se valoró el reino en el interior de cada individuo, hoy se hable solamente del reino que afecta a la comunidad, como si se redujera al cambio social y al político.

Jesús —se oye decir hoy en púlpitos y libros de moda— dirige su mensaje no a cada individuo de manera aislada y separada, sino a todo el pueblo. Las exhortaciones de Jesús están siempre en plural, no en singular. Estas afirmaciones distan de ser exactas y basta con acercarse al evangelio para comprobarlo: Jesús habla en plural cuando se dirige a las multitudes, pero invita también a la conversión individual cuando habla (como a Nicodemo, como a cada uno de los apóstoles, como a la Samaritana) a individuos concretos.

Mejor será, por ello, no contraponer las cosas: Jesús llama al individuo y a la comunidad. O, si se prefiere, llama al individuo para que viva su conversión en comunidad. A fin de cuentas toda conversión es una decisión asumida personalísimamente, con una responsabilidad intransferible, que empieza siempre en el individuo aunque no termine en él.

Hoy es más urgente que nunca repetirlo: sólo un mundo de hombres cambiados será un mundo cambiado; sólo una comunidad de hombres renovados será una comunidad nueva. Y digo que esto hay que recordarlo hoy especialmente porque, si durante siglos el peligro cristiano fue el refugio en una santidad interior que parecía tolerar las injusticias estructurales del mundo, hoy el gran riesgo es el contrario: limitarse a gritar que el mundo debe cambiar, reducirse a «profetizar» contra «las estructuras» o las instituciones, convirtiendo esas denuncias proféticas en una coartada para rehuir los más urgentes cambios en el interior del supuesto profeta. Así es como hoy, con la disculpa de hacer evangelio, se aspira a veces injustamente a la justicia; se pregona la libertad sin respetar la de los que piensan de manera distinta; se aspira a la verdad de mañana con las mentiras de hoy; se denuncia en los demás lo que se tolera en uno mismo; se habla mucho de la paja en el ojo social, olvidando la viga en el personal.

No, no fue esa la predicación de Jesús: su reino estaba dentro de nosotros, no encerrado sino abierto a toda la realidad, pero sabiendo que la tierra donde el Reino comienza a germinar es la del propio corazón de quien escucha. El reino de Dios en el mundo empezará cuando cada uno comience por barrer la puerta de su propio jardín; el amor en la tierra crecerá si aumenta en mí; no nacerá la alegría en un universo de hombres avinagrados; no habrá verdadera revolución de la realidad con revolucionarios mediocres.

Pero, es claro, que no se trata de un cambio personal para la autosatisfacción o para convertir el alma en una despensa almacenadora de virtudes. Es el mundo entero el que debe ser cambiado, porque es cierto que una sociedad corrompida e injusta hace casi imposible el cambio de la mayoría.

Y aquí el planteamiento de Jesús es ambicioso. Como un nuevo Sansón viene a remover las columnas sobre las que este mundo se asienta, pasando de un universo regido por el dinero, el sexo y el poder a otro gobernado por el amor, el servicio y la libertad. Quiere que el mundo regrese a su eje en Dios, del que nunca debió salir. Y no viene, en rigor, a hacer o a anunciar «otro» mundo, sino a «rehacer» éste, a transformar este viejo mundo en otro nuevo, renovado.

Una liberación de «todo» mal

Ya hemos dicho que Cristo es ambicioso: no viene a liberar una «parcela» de la realidad. Quiere cambiarlo «todo».

Y hay que decir esto bien claro porque las herejías —las antiguas y las de hoy han venido siempre por empequeñecer la obra de Dios, por encajonarla. Para los antiguos predicadores Cristo era sólo un liberador de almas, que nada tenía que decir sobre ese campo de batalla terreno en el que las almas se curten. Para muchos predicadores de hoy que copian con ello a los contemporáneos de Jesús éste sería sólo un caudillo político o un reformador social. Si para los primeros el pecado es algo que ocurre únicamente en el corazón, para los actuales todo pecado sería sólo un desajuste de las estructuras sociales. Cristo era menos ingenuo y menos parcial que los unos y los otros. Aspira a una liberación de todo mal, de todo pecado. Y trae una liberación que pasaba por la reconquista de la libertad política de sus conciudadanos, pero que no caía en el ingenuo simplismo de confundir «la opresión» con «los romanos». Jesús no acepta una sociedad dividida en clases de opresores y oprimidos y aspira a un reino de justicia donde los derechos de todos los de los pobres y débiles en primer lugar— sean íntegramente respetados. Pero no olvida que se trata de mucho más: de un cambio radical en las relaciones entre los hombres, donde el servicio mútuo substituyera al egoísmo y al dominio; donde se respetara toda vida; donde el amor no se viera esclavizado por el sexo; donde reinase la libertad, tanto exterior como interior; donde fueran derribados todos los ídolos de este mundo y se reimplantara la soberanía de Dios en los corazones y en la vida social.

Un Reino «imposible» y cercano

Pero ¿todo esto no es un sueño, una utopía imposible? Sí, hay que decirlo sin rodeos: lo que Jesús propone como proyecto y tarea es algo que entonces parecía y aún hoy parece inalcanzable. No algo imposible, pero sí algo que, aun reunidas todas las fuerzas de todos los cristianos de todos los tiempos, sólo muy trabajosamente se irá abriendo paso en la historia y en la realidad.

Esto debe decirse abiertamente para evitar inútiles desencantos: No hemos construido ni en su totalidad, ni en su mayor parte todavía el reino de Dios. Las muchas experiencias históricas de dos mil años no se han acercado, ni de lejos, al proyecto de Jesús. Y nos engañamos si confundimos el reino de Dios con las diversas formas que, a lo largo de los siglos, se han presentado a sí mismas como los modelos de realización de ese Reino.

Tiene razón Küng al escribir:

Todas esas falsas identificaciones no tienen en cuenta que se trata del futuro de Dios, del reino de Dios. El reinado de Dios no ha sido ni la Iglesia masivamente institucionalizada del catolicismo medieval y contrarreformista, ni la teocracia ginebrina de Calvino, ni el Reino apocalíptico de algunos fanáticos, como Tomás Münzer. Tampoco ha sido el reinado presente de la moralidad y la cultura burguesa perfecta, como pensaban el idealismo y el liberalismo teológico y, muchísimo menos el imperio político milenario, asentado en la ideología del pueblo y de la raza, propugnado por el nacional-socialismo. Tampoco es, en fin, el reinado sin clases del hombre nuevo, tal como hasta ahora se ha esforzado en realizarlo el comunismo.

Parece absurdo tener que recordar estas cosas. Pero es necesario, porque es raro que corran diez o quince años sin que, en algún lugar del planeta, surja alguien generalmente un dictador que anuncia haber realizado o estar realizando en su país el reino de Dios, haber construido «ya» el «hombre nuevo». Ese Reino está aún en el horizonte de nuestra esperanza. Y no lo encontraremos volviendo atrás los ojos de la nostalgia, sino aportando nuestras manos para «tirar» de ese futuro que sigue estando lejos y acercándose.

Es bueno recordar que ni la propia Iglesia puede decir que ella sea el reino de Dios. La Iglesia está al servicio del Reino, tiene como tarea fundamental empujar a los hombres hacia él. Y sería una grave tentación pensar que ella es —en su realización actual la meta, cuando es sólo el germen, el sacramento, el signo de presencia de ese Dios que se acerca y hacia el que ella y los hombres han de caminar sin descanso.

Así el reino de Dios es algo, a la vez, posible e inalcanzable, como una meta que corriera delante de nosotros. Cuanto más nos acerquemos a él tanto mejor veremos cuán lejos de él estamos aún. Porque cuando hayamos cambiado el mundo -como decía Brecht— tendremos que cambiar el mundo cambiado.

Todo esto queda claro en la predicación de Jesús, que habla del Reino con una buscada ambivalencia, con una mezcla de urgencia y esperanza, anuncio de algo que ha de venir y que ya está viniendo, aunque, sin embargo, esté ya en medio de nosotros.

--Muchos de sus textos, efectivamente, parecen colocar el reino de Dios en el fin de los tiempos, después del juicio final:

--Si vuestra fidelidad no es mayor que la de los escribas y fariseos no entraréis en el reino de Dios (Mt 5, 20).

--Más os vale que entréis con un solo ojo en el reino de los cielos, que con los dos ojos ser arrojados al infierno (Mt 9, 47).

--Porque os digo que, desde ahora, no beberé más del fruto de la vid hasta que no llegue el reinado de Dios (Lc 22, 18).

--Os digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente a sentarse a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos (Lc 13, 28).

--Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos (Mt 18, 3; Mc 10, 15).

Y, junto a todas estas afirmaciones de un reino futuro, otras que lo dibujan como algo que ya ha empezado a nacer, como algo que ya está en la tierra:

--Habiéndole preguntado los fariseos cuándo llegaría el reino de Dios, les respondió: El reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: Míralo aquí o allá, porque el reino de Dios ya está entre vosotros (Lc 17, 20).

--Pero si yo, con el espíritu de Dios, echo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios (Mt 12, 28).

--El reino de Dios está cerca de vosotros (o dentro de vosotros) (Lc 17, 21).

Esta ambivalencia, esta suma de urgencia y esperanza, es uno de los ejes del pensamiento de Jesús. Para él, ese reino es, a la vez, algo escatológico —es decir, algo que se realizará en plenitud al final de los tiempos— y algo que ya está en marcha, que ya ha nacido. Todas sus palabras, toda su conducta son las de alguien que se siente invadido por una gozosa y conmovedora realidad: el reino de Dios es algo que ya está irrumpiendo en la vida de sus contemporáneos. El no es sólo un anuncio, un presagio, una promesa, una esperanza. Es ya una realidad naciente, germinante. Todas sus parábolas —que estudiaremos en otro lugar subrayan esta venida como un proceso en marcha: es un crecimiento (Mt 4, 26), una fermentación (Mt 13, 33), una búsqueda (Mt 18, 12), un brote (Mc 13, 4-30). La humanidad entera es ya como una masa trabajada por un artesano, como una semilla ya plantada en un campo, como un mar que sólo espera la llegada de la red para llenarla de peces.

Y ésta es la gran buena nueva de Jesús: todo mejorará; la muerte no tendrá la última palabra; el mal será derrotado; al final Dios se impondrá en la lucha de la historia; la humanidad tiene una meta; quienes colaboren en ese combate obtendrán la liberación y la victoria. Esta es su gran noticia.

Y más que una noticia, un inicio. Porque el Reino ha comenzado ya en su persona, en sus milagros, en su propia resurrección que ya inaugura, a la vez que anuncia, la resurrección de todos los que escucharán su palabra. Con Jesús y en Jesús se realiza por primera vez ese «hombre nuevo» y se nos concede la posibilidad de saber lo que el hombre es y, sobre todo, lo que puede llegar a ser. Porque Jesús nos descubre —como dice Guerrero— que la esencia del hombre no está en lo que es, sino en lo que está llamado a ser.

 

II. EL REINO «DE DIOS»

Debemos añadir una gran perogrullada: este reino de Dios que Jesús anuncia es un reino «de Dios». Es asombroso que hoy sea necesario subrayar lo que es evidente. Pero lo mismo que hoy existen quienes buscan un «Cristo sin Dios», hay quienes -consciente o inconscientemente— hablan de un reino de Dios en el que Dios habría perdido no sólo el protagonismo sino hasta la presencia. Existen hoy escritores que señalan que la dimensión vertical de Jesús es «algo sin interés», algo de lo que, incluso «habría que olvidarse para que destaquen más los aspectos horizontales de Cristo». Piensan que sólo despojando a Jesús de los aspectos transcendentes de su mensaje y de su vida, podremos arrancar a su figura todas las posibilidades humanas y humanizadoras que encierra. Aseguran que el Jesús-hombre-pleno ya es bastante y que su impacto en la sociedad humana podría quedar oscurecido si se insiste en ese otro rostro, que les resulta «evasivo y alienante».

Algo similar ocurre cuando se habla del reino de Dios. No faltan predicadores y escritores que lo identifican exclusivamente con la justicia humana o con la victoria de los partidos «progresistas». En el Reino estaríamos ya con sólo aplastar a «los opresores». Todas sus tareas de construcción concluirían cuando se hubieran conseguido determinados niveles de supuesta justicia. Dios podría ser olvidado tanto en el camino de construcción de su Reino como en su logro final.

El problema es, como se ve, algo demasiado importante como para que podamos pasarlo por alto. Y voy a anticipar una respuesta tajante y sin componendas: ni Cristo, ni el Reino tienen el menor sentido sin el protagonismo de Dios. Jesús, vaciado de Dios, no es nadie, desaparece. Vaciado de su dimensión transcendente, nada queda en pie de su mensaje. Y por muy importante que sea la significación histórica e incluso sociopolítica de su obra, su eje visceral es, evidentemente, teológico, teocéntrico. La prioridad absoluta de Dios, de su búsqueda y de su servicio es, en su vida y su mensaje, algo que no ofrece la menor duda, pues —en frase de F. V. Filson en
realidad, Cristo no ha hecho otra cosa que hablar de Dios,
aun cuando este su hablar de Dios haya tenido luego una profunda dimensión ética y unas gravísimas consecuencias sociales, políticas y revolucionarias.

Lo mismo tenemos que asegurar del reino de Dios. Cualquier visión de éste que margine, oscurezca u olvide lo religioso, cualquier planteamiento en el que Dios no ocupe el papel de protagonista, será todo menos el «reino de Dios» que anunció Jesucristo. No hay un «reino de Dios ateo», ni un reino con Dios en la sombra.

Del Dios de los griegos al Dios de la Biblia

Otro problema muy diferente —y no menos importante es el de
qué tipo de Dios es el que Jesús anuncia y, consiguientemente, qué tipo de Reino es el que nos ordena esperar y construir. Porque si es imposible un «reino de Dios ateo», se ha caminado con demasiada frecuencia hacia reinos de dios idolátricos.

Tres grandes visiones de Dios hay en los tiempos en que vive Jesús: el de la religión greco-romana, el de las religiones orientales y egipcio-babilónicas y el Dios del antiguo testamento. Y aun reconociendo lo mucho de verdad que encierran las visiones de Dios de griegos y orientales, ha de reconocerse que es mucho más lo que las aleja del pensamiento de Jesús que lo que las une.

Entre los griegos la palabra theos no designa la unidad de una persona determinada en el sentido del monoteísmo. Lo sustancial de la visión religiosa de los griegos es que su idea de Dios es la trasposición de las fuerzas que el hombre descubre como gobernadoras de este mundo. Su «Dios» sería más bien —como resume Küng— «la forma, la figura y el orden de la realidad». El hombre griego percibe sobre sí mismo fuerzas y llamadas contradictorias, movimientos que combaten dentro de su corazón, a veces de manera trágica, y proyecta todas esas fuerzas en otros tantos dioses que, desde el más allá, le dirigen y le dominan. Escribe Rahner:

Cada vez que el griego se encuentra con una realidad imponente, cada vez que se encuentra en el mundo algo grande y majestuoso, allí ve un Dios. La ordenación del mundo, su forma armoniosa, su agrupación en una unidad, el sentido que el mundo encierra en sí mismo, todo esto es comprendido como Dios.

Esa doble propiedad de panteísmo —todo es Dios— y de politeísmo —hay muchos dioses— está presente en todas las ideas culturales de los griegos. Hay en ellos también, a veces, la sospecha oscura de un Dios personal, distinto al mundo y trascendente, con el que el hombre podría tener relaciones y al que podría orar para conseguir su salvación. Pero esta idea no pasa de ser un atisbo, una sospecha en los mejores de sus escritores.

Más compleja es la visión de Dios en las grandes religiones orientales del tiempo de Jesús (hinduismo o budismo) y la de los pueblos más próximos a él (egipcios, persas o babilonios), pero en todas ellas seguirá faltando la visión de un Dios personal, creador, providente y, mucho menos, amigo y compañero del hombre.

En la órbita opuesta se coloca el antiguo testamento. Suele decirse que, frente al politeísmo de los pueblos que le rodean, lo característico de los hebreos es el monoteísmo. Y esto es cierto, pero lo es de un modo muy especial.

Escribe Rahner:

El monoteísmo del antiguo testamento no reposa en la investigación de la razón humana que, buscando la unidad última del mundo, la encuentra finalmente en un principio de todas las cosas trascendentes al mundo. Se funda, más bien, en la experiencia que los hombres del antiguo testamento tienen de la acción salvadora cumplida por Yahvé en el corazón del mundo y en la historia concreta de su pueblo.

Es decir: el Dios personal y monoteísta de los judíos no es la conclusión de un pensamiento metafisico, es un monoteísmo existencial. No es que los judíos descubran primero que hay un solo Dios y que luego encuentren que ese Dios único es Yahvé. Al contrario: el hebreo descubre a Yahvé en su vida, en su experiencia y, cuando percibe su grandeza, concluye: este es un Dios tan grande que no puede haber otro más que él. No va de la unidad de Dios a su grandeza, sino de su grandeza a su unidad. Parte de la experiencia de Dios, del pacto que él ha sellado con su pueblo, no de un planteamiento filosófico.

Esto es importante si querernos entender el «Dios de Jesús». Porque el Dios del que Jesús habla no es ese «cómodo» Dios típico de la burguesía moderna (y de tantos que se creen creyentes católicos): un Dios abstracto, lejano, en el que se puede creer con una fe inconcreta, «moderna», un Dios que «todo lo perdona porque todo lo comprende», un Dios que haría posible esa religiosidad que «para nada molesta y a nada compromete». Jesús, en realidad, «no anuncia otro Dios —dice con exactitud Küng que el incómodo Dios del antiguo testamento». Jesús no pretende inventarse un nuevo Dios. Cuando habla de él se refiere siempre «al Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob», a Yahvé, el Dios del pueblo de Israel, a ese Dios que hoy es gozosamente común para judíos, musulmanes y cristianos. Un Dios que nada tiene de común con los modernos ídolos: el dios-Mammón del dinero, el dios-Sexo del placer como meta suprema, el gran dios-Poder, el gran dios-Ciencia, el dios-Nación, el dios-Partido, todos esos diosecillos cuya idolatría hace imposible la entrada en el Reino.

El Dios de Jesús

¿Y cómo es el Dios que Jesús muestra en sus palabras y obras y que ha de ser el protagonista del Reino? Una simple lectura de los evangelios nos muestra que Jesús nunca hará disquisiciones sobre la naturaleza de Dios, mucho menos tratará de aportar pruebas de su existencia o de su actuación en el mundo. Habla del Dios con el que convive. La existencia de Dios y su acción se le presentan como algo mucho más que evidente. No hay en él un solo segundo de búsqueda de Dios. Y no surge de un raciocinio metafisico, sino como fruto de una experiencia personal. Dios es alguien que es parte de su vida, toda su vida. Todo el pensamiento, todo el universo toma sentido de la existencia de Dios y no a la inversa. Su conciencia de Dios es en Jesús más espontánea que su propia respiración.

¿Y cómo es este Dios cuya experiencia nos transmite? Intentaré ser muy sintético:

En primer lugar en Jesús aparece lo que Henri Bourgeois llama la experiencia activa de un Dios activo, la experiencia viva de un Dios vivo. Más que de un dios filosófico o teórico, habla de un reino de Dios que viene, de un Dios que está actuando sin cesar. Su imagen, en Jesús, nunca es inmóvil. El Dios de Jesús, que aparece en tantas parábolas, actúa, ama, interviene en la vida de sus hijos. Es un Dios vivo y dador de vida, de una vida que «compromete» a quienes la reciben.

Es, en segundo lugar, un Dios de futuro. Es el Dios de la alianza y de la promesa. Toda su acción tiende hacia el futuro, hacia ese futuro definitivo donde Dios y los salvados se encontrarán en un Reino definitivo. No se trata de un Dios de la nostalgia, un Dios viejo o pasado. El Dios de Jesús viene del futuro para tomar plaza en la actualidad. Por eso Jesús no dice: «Dios existe», sino «Dios viene». Y desde ese futuro «tira» del presente hacia su perfección. No es «un Dios de muertos, sino de vivos», no se instala en una historia ya cumplida, sino que convoca por su promesa hacia la realización de un futuro siempre nuevo y mejor. La fe en él es, a la vez, esperanza.

Es, en tercer e importantísimo lugar, un Dios para el hombre. Gracias a ello —como diremos más tarde el reino de Dios, para construirse, no necesita, primero, demoler el reino del hombre, al contrario, el reino de Dios es el garantizador de que el hombre reinará verdaderamente. El Dios de Jesús nada tiene que ver con los «dioses» atacados por los «filósofos de la sospecha». Como resume Küng, el Dios de Jesucristo:

No es un Dios del más allá a expensas del más acá, a expensas del hombre (Feuerbach). Ni el Dios de los explotadores, de la consolación y la conciencia deformada (Marx). Ni un Dios producto del resentimiento, vértice de la deplorable moral del bien y del mal, propia de mozos de cuerda (Nietzsche). Ni un tiránico super-yo, imagen ideal de las ilusorias necesidades de la primera infancia, un Dios ritualizado por imperativo de un complejo de culpa asociado a un complejo paterno (Freud).

Al contrario: es un Dios-amor, un Dios-libertad. El gran resumen al que llega el apóstol Juan, después de largos años de meditar sobre el ministerio de Jesús, es precisamente éste: que Dios es ternura, que es solidaridad, que el Dios que ha aparecido en Jesús es la benignidad y el amor de Dios a los hombres. Por eso el Reino que él anuncia no es una nueva forma de esclavitud del hombre, sino exactamente al contrario: la salvación de Jesús es liberación. Viene para que el hombre disfrute de su verdadera libertad y de una autonomía que, en rigor, sólo será posible, aunque resulte paradójico, en la vinculación a ese Dios-liberador. San Francisco de Asís lo resumía en una frase definitiva y genial: Yo soy libre. Mi único amo es Dios.

Y, porque es liberador, es un Dios de la gracia más que de la ley. En esto el Dios de Jesús no es el Dios oficial de los judíos, sino que será más bien un Dios-loco para los representantes oficiales de su pueblo. Porque no es el Dios del culto, del templo y de la ley de los judíos, sino un Dios que está tan cerca de los pecadores como de los justos y que somete todas las leyes al amor. No es «otro» Dios que contraponer al de los judíos, pero sí es un Dios «distinto», el Dios de la gracia concedida libre y gratuitamente a cuantos quieran recibirla, sean o no de su pueblo.

Es un Dios, a la vez, próximo y lejano. Lejano por grande y por inexcrutable, lejano por santo. Próximo por amante y por padre. El Dios de Jesús no es una emanación de nuestras esperanzas, ni fruto de nuestra imaginación o nuestros cálculos. Es «el otro». A veces, el oculto y silencioso. Jesús tiene un vivo sentido de la misteriosidad de Dios y a veces, en el huerto, en la cruz, experimentará su silencio, su lejanía. Por eso su predicación del Reino no va del hombre a Dios, sino de Dios al hombre. Nunca podrá construir el hombre ese Reino que nos ha sido dado como un regalo.

El Dios de Jesús es, como resumen y cima de todo lo dicho, Padre. Es el rey y el señor de ese Reino, pero es ante todo el padre, el Dios engendrador, caliente, del que el hombre se puede fiar sin condiciones, el próximo, el de la incomprensible bondad, el perdonador de oficio, el que se solidariza con sus hijos, con sus necesidades y sus esperanzas, el que no pide, sino que da, el que no humilla sino que levanta, el que no hiere, sino que cura, el que salva.

El Dios de Jesús, finalmente, es el que hemos visto, tocado y conocido en él, en Jesús. Porque Jesús hizo mucho más que hablarnos de Dios. El mismo, su vida, su persona, se constituyó en lugar de encuentro de los hombres con Dios, en sacramento del encuentro.

Escribe González de Cardedal:

En adelante Dios ya no podrá seguir siendo considerado sin más como el Absoluto, o el Infinito, o el Futuro, más allá y más acá de todo, anterior y posterior a toda finitud natural o humana. Dios es aquel que se nos descubre con un rostro personal, nos ofrece su bendición y nos reconcilia en la existencia reveladora, bendiciente, salvadora y reconciliadora de Jesús hijo. Dios es sólo el Absoluto y el Infinito sólo en la medida en que, a la vez, es concebido como el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.

El Reino, don de Dios

Este protagonismo de Dios en el Reino que Jesús anuncia tiene una consecuencia que no podemos olvidar y que nos presenta una nueva paradoja: y es que ese Reino es, en su origen, don de Dios y, en su logro, colaboración, tarea y responsabilidad del hombre.

La primera es una afirmación fundamental, hoy más urgente y necesaria que nunca. El lenguaje al uso lo demuestra: hablamos siempre de «construir», de «edificar» el Reino. Pero este lenguaje —como demostró Bultmann es absolutamente ajeno al evangelio: allí se habla de él como de algo que está próximo, que viene, que nos es dado como un don de Dios, un regalo, algo que «irrumpe» como una gracia.

Es cierto: el reino de Dios sólo Dios puede darlo. No es fruto directo de nuestros esfuerzos, ni una prolongación de nuestras posibilidades humanas; no es consecuencia de nuestros actos de virtud; no es algo que el hombre pueda conseguir o merecer, que él deba planificar, construir, organizar. Es un regalo, una herencia que recibimos gratuitamente y por pura misericordia (Lc 12, 32; 22, 29; Mt 21, 34). La tarea del hombre está en creer en su venida, aceptar a este Dios que se nos acerca como pura gracia y que es capaz de transformar nuestra historia y de abrir a los hombres un futuro esperanzador. No olvidemos que hablamos del reino de Dios y no de un nuevo reino —más espiritualizado si se quiere-- del hombre. O hablamos, si se prefiere, de un reino de Dios que tendrá como consecuencia el reino y la felicidad del hombre.

En esto el cristianismo se diferencia tanto del marxismo como del capitalismo: ambos, desde distintas perspectivas, creen que la historia no es sino el parto doloroso de un hombre nuevo que surgirá gracias al trabajo humano. Para los cristianos la sustancia de ese hombre nuevo no es fruto de una fabricación sino de una acogida.

Jesús es radical en esto al proponernos como modelo para ingresar en ese Reino a los niños: Si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos (Mt 18, 2). Cristo, sin ningún género de rodeos, presenta al niño —como dice Zahrnt— como un ejemplo de lo que debería ser toda actitud existencial verdadera, una actitud en la que el hombre no gana su vida a fuerza de trabajo, tensión y lucha, sino donde la recibe como un don, con alegría confiada.

¿Ha de adoptar, entonces, una actitud pasiva? De ningún modo: al hombre le toca reconocer la llegada de ese Reino, acogerlo en su corazón y en su vida, remover los obstáculos que en sí mismo existan para la llegada de ese Reino. El hombre no debe trabajar tanto para que el Reino llegue, cuanto trabajar porque está llegando, lo mismo que no sólo debemos esforzarnos para que la vida sea bella, sino precisamente porque lo es. El que ese Reino se nos dé gratis hace más obligatoria nuestra cooperación. Porque —en frase de Jon Sobrino- la gratuidad no consiste sólo en ojos nuevos para ver y oídos nuevos para oír, sino en nuevas manos para hacer. Y así es como el cristiano se sitúa a medio camino entre el activismo ingenuo —que cree que todo brota de sus manos y la pura resignación —que se limita a esperarlo todo pasivamente. El cristiano es alguien que esquiva la falsa ilusión de que el Reino llegará por simple evolución social (en lo espiritual o en lo técnico) o por revolución social (de derechas o de izquierdas) sino radicalmente por la acción de Dios en el hombre y en el mundo, pero que sabe, al mismo tiempo, que ese Reino puede ser acogido o rechazado, estorbado o acelerado, recibido o retrasado por la entrega del hombre o por la corrupción en el alma o en la sociedad.
 

lll. UN REINO PARA EL HOMBRE

Si el Dios del Reino es un «Dios para el hombre», es claro que el reino de Dios es un «Reino para el hombre». Importa, por ello, mucho subrayar que, en la visión de Jesús, esta nueva soberanía de Dios no es el cambio de una tiranía por otra, un dejar la esclavitud del pecado para pasar a ser esclavos de Dios. En esto el hombre de hoy -con razón— se ha vuelto extraordinariamente sensible y no deja de encontrar un sabor autoritario y dominante en el concepto del reino de Dios, sobre todo porque sabe, por experiencia, que en no pocos casos se implantaron tiranías teocráticas bajo el camuflaje del reino de Dios. En este campo la crítica de Marx y de Feuerbach a las formas religiosas (o pseudorreligiosas) de su época han dejado una profunda huella y todos hemos llegado a temer o a creer que, para que el hombre sea verdaderamente libre, hay que suprimir a todos los amos, sin excluir a Dios. Oímos predicar a diario a escritores y pensadores que sólo cuando el hombre sea el ser supremo para el hombre tendremos una humanidad realmente libre. Pero también sabemos, por experiencia, que muchos de esos esfuerzos por liberar al hombre han terminado creando nuevas cadenas, con frecuencia más duras que las anteriores. Lo mismo que sabemos que no siempre el progreso nos vuelve más libres. Cada año escribía Bertrand de Jouvenel parecemos estar mejor equipados para conseguir lo que queremos. Pero ¿qué es lo que queremos? Por de pronto no parece que el hombre moderno sea más humano que el antiguo. Y se vuelve evidente la afirmación de Moltmann: Que el hombre sea el dios y el creador de sí mismo, suena ciertamente maravillosamente, pero en ninguna de las maneras le vuelve más humano.

Por eso hay que recordar que, para los judíos a quienes Jesús predicaba, la llegada del reino de Dios no significaba en absoluto una nueva esclavitud, sino exactamente lo contrario: la liberación de toda esclavitud, el fin de las opresiones y las injusticias. De Yahvé los hebreos esperaban liberación, justicia, fraternidad, paz. Por eso Isaías les invitaba con estas palabras anunciadoras:

Levántate, levántate, revístete de tu fortaleza, oh Sión... Sacúdete el polvo, levántate, Jerusalén cautiva, desata las ligaduras de tu cuello, cautiva, hija de Sión (Is 52, 1).

Así lo entendieron todos cuantos oyeron predicar a Jesús. Y el evangelio está lleno de un triple mensaje: salvación, liberación, alegría.

Es cierto: Jesús no viene a rebajar al hombre, sino a volverlo más hombre. No a esclavizarlo, sino a darle libertad. Según Jesús -escribe Pagola— sólo cuando el hombre acepta a Dios como único Señor y lo acoge como origen y centro de referencia de toda su existencia, puede el hombre alcanzar su verdadera medida y dignidad. Sólo desde Dios descubre el hombre sus verdaderos límites y la grandeza de su destino. Sí, el hombre en el Reino es más hombre. Y encerrado y limitado a sí mismo no se vuelve más libre, sino menos hombre.

Debemos ahora enfrentarnos con la cuarta y la más desconcertante paradoja de este Reino. Porque la más radical, la más revolucionaria de las afirmaciones de Jesús, es, precisamente, que ese Reino que viene a anunciar y fundar tiene como primeros y principales destinatarios a los pobres. J. Jeremias lo resume en una profunda intuición:

El resumen del evangelio y de toda la predicación de Jesús no es: «El reino o la salvación ha llegado», sino «la salvación ha llegado a los pobres, a los pecadores».

Efectivamente: en una lectura seria y atenta del evangelio comprendemos enseguida que hay dos datos que hacen que el mensaje de Jesús sea diferente a cuantos han traído al mundo otros líderes religiosos: el primero es el hecho de que, en la predicación de Cristo, el mensajero es tan importante como el mismo mensaje. La segunda característica diferenciadora es el hecho de que, para Jesús, los destinatarios de ese mensaje son parte sustancial del mismo.

Al papel de los pobres, pecadores y marginados en el evangelio tendremos que dedicar un largo capítulo en otro lugar de esta obra. Pero será necesario apuntar aquí algo al menos, recordando aquella frase en la que Jesús define cuáles son las consecuencias del anuncio del Reino:

Id y referid a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados; y bienaventurado aquel que no se escandalizare de mí (Mt 11, 4).

¿Está Jesús apelando a los milagros para «demostrar» la fuerza de su Reino? Leídas con atención esas palabras hay en ellas tres cosas más sorprendentes y más significativas que los mismos milagros que describe: el que todos esos signos vayan dirigidos a pobres y necesitados; el que se presente como tan significativo y milagroso el que los pobres sean evangelizados como el que los muertos resuciten; y el que Jesús reconozca como normal que todos esos signos sean escandalizadores.

Aun sin querer analizar aquí en toda su profundidad estas paradojas, sí debemos detenernos un momento para examinar el vocabulario que usamos, no sea que las palabras nos jueguen una mala pasada y nos lleven a conclusiones simplemente antievangélicas.

¿Qué quiere decir «pobre» en labios de Jesús? La primera constatación es que esa palabra, en el evangelio, no tiene ni única, ni centralmente un significado exclusivamente socioeconómico que designase tan sólo a quienes pertenecen a una determinada clase social. Una interpretación de ese vocablo en clave política nos llevaría fuera del evangelio. Pues la pobreza evangélica alude —evidentemente a la falta de dinero o de medios económicos. Pero también a mucho más. Jesús no es simplista, ni demagógico. Y los paralelismos que el evangelio usa nos explican por sí solos quiénes son realmente los pobres para Jesús: Pobre es sinónimo del que tiene el corazón roto; de quienes no esperan la solución de sus problemas sino de solo Dios; de los abandonados, los tristes, los desanimados, los débiles, los pequeños, los simples. Y pobreza en la Biblia es sinónimo de hambre, de sed, de llanto, de enfermedad, trabajos y cargas agobiantes, alma vacía, falta de apoyo humano.

Tal vez resulten aclaradoras las citas de tres importantes teólogos contemporáneos:

Los pobres y los afligidos son aquellos que no tienen nada que esperar del mundo, pero todo lo esperan de Dios, los que no tienen más recursos que en Dios, pero también se abandonan a él; los que en su ser y en su conducta son mendigos ante Dios. Lo que une a los bienaventurados es el hecho de haber tropezado con los límites del mundo y sus posibilidades: los pobres que no encuentran sitio en las estructuras del mundo, los afligidos a los que el mundo no ofrece ningún consuelo, los humildes que no tienen ningún medio de defenderse en este mundo. Pero también se trata de los misericordiosos que, sin preocuparse de las cuestiones de derecho, abren su corazón a los otros, los artífices de la paz que triunfan de la fuerza y de la violencia con la reconciliación, los hombres justos que no se encuentran a gusto en un mundo de astucias y, por fin, los perseguidos con ultrajes y amenazas de muerte y que son físicamente excluidos de la sociedad (G. Bornkamm).

Los pobres son los oprimidos en amplísimo sentido: los que sufren opresión y no pueden defenderse, los desesperanzados, los que no tienen salvación. Los que saben que están a merced de las manos de Dios. Todos los que padecen necesidad, los hambrientos y sedientos, los desnudos y los forasteros, los enfermos y encarcelados, pertenecen a los más pequeños, son sus hermanos. Pero el círculo de los pobres es mayor todavía. Así lo vemos claramente cuando agrupamos las denominaciones e imágenes con que Jesús los caracteriza: los que tienen hambre, los que lloran, los enfermos, los que están agobiados por el peso, los últimos, los sencillos, los perdidos, los pecadores (J. Jeremias).

Cuando Jesús habla de los pobres no se trata de la pobreza como pura situación material. Entre el fariseo y el publicano es, más bien, el publicano quien se encontraría, económicamente, en situación de posesión. El ideal no es lo que le debe faltar a uno, sino que esté libre respecto a la abundancia o de la privación como lo estuvo el Señor Jesús o san Pablo y, sobre todo, que tenga el alma en esa actitud de esperanza y de deseo, de disponibilidad a la gracia, de desapropiación y de total y confiada dependencia, que es la de los «pobres de Yahvé». La pobreza material, la desnudez, la condición humillada no son más que «disposiciones» posiblemente felices, pero que también podrían provocar reacciones de amargura y de envidia, de rebelión y rechazo, que serían, a su vez, tan contrarias al evangelio como la dureza del corazón, la suficiencia, la ingratitud y el orgullo de un rico que se dispensara, por su riqueza, de cifrar su confianza en Dios (Y.M. J, Congar).

A la luz de estas citas podemos intuir que Jesús habla, más que de un grupo económico o de una clase social, de una «clase espiritual», de una «clase de almas», de una «clase moral». Nunca en el evangelio -recuerda Congar— se canoniza la pobreza material. Y no hay en Jesús —subraya González Faus— ninguna afirmación de la «superioridad moral» de los marginados, ninguna canonización de la pobreza en una especie de nueva torá.

Sería, sin embargo, también una ingenuidad y un error creer que Jesús habla de esa supuesta «pobreza de espíritu» de quien pensara que esa total confianza en Dios puede convivir cómodamente con una vida de riqueza. Tendría el rico que ser un verdadero santo para contar únicamente con Dios. Para Jesús la pobreza es pobreza en serio, un verdadero desvalimiento ante Dios.

Ahora podemos medir ya la gran paradoja de Jesús en el anuncio del Reino: sólo pertenecerán a él quienes realmente sólo apoyen su vida en Dios. Quienes la sostengan en su confianza en otros ídolos —la riqueza poseída o deseada, el placer, el poder, el orgullo, la seguridad en sí mismos o en los valores de este mundo no podrán ingresar en él más que si se convierten radicalmente.

Entonces —se preguntará alguien— ¿es que Jesús, demagógicamente, invita a renunciar a las riquezas, apunta hacia la carencia, incita a ingresar en el vacío y la nada? La respuesta a esta grave pregunta es la que da Tresmontant:

Jesús no apunta a la nada, sino al ser. Lo que enseña no es el sacrificio por el sacrificio en sí, sino las condiciones existenciales y ontológicas para acceder a una riqueza infinitamente mayor.

La entrada en el Reino, ya lo hemos dicho, será un nuevo nacimiento, una nueva ontología, una regeneración. Ahora bien el rico tanto si es rico de dinero como si lo es de ambiciones o
sueños— está de tal modo apegado a las realidades de este mundo que queda entorpecido para ese nuevo nacimiento. No puede embarcarse en esa aventura desgarradora que es la génesis de una humanidad nueva. Porque está fijado en su riqueza como un hijo en su madre. Y para hacerse adulto en el nuevo Reino deberá aprender a abandonar a su padre y a su madre, es decir: a sus riquezas, sean del género que sean.

Se entra desnudo en la vida. Sólo se entrará desnudo en el reino de los cielos, pues si desnudo se nace, desnudo se renace. Sólo quien se ha despojado de riquezas, de ambiciones, de poderes, de falsas ilusiones, de odios y revanchas, podrá seguir esa nueva palabra creadora que le introducirá en el Reino. Pues es cierto que Jesús no viene a empobrecer al hombre, pero sí a sustituir una riqueza pasajera por la gran riqueza de Dios.
 

V. UN REINO POR EL QUE HAY QUE APOSTAR

Pero la predicación del Reino que hace Jesús no concluye con un simple anuncio: el Maestro, después de levantar su bandera de revolución —«se acerca el reino de Dios»— añade un tremendo imperativo que enarbola como una espada: «¡Convertíos!».

Es este imperativo lo que da a la predicación de Jesús su carácter dramático. No estamos ante un mero anuncio, más o menos atractivo, estamos ante alguien que nos coge por las solapas, nos enfrenta con nosotros mismos y nos dice: este Reino que acabo de anunciarte es algo vital para ti; si ingresas en él, vivirás; si permaneces al margen, serás un vegetal humano con apariencias de vida. Este es el radicalismo de Cristo. Sus palabras —dice Guardini— no podían escucharse pasivamente sin enfrentarse con ellas. Jesús respeta, claro, la libertad del oyente, pero la respeta tanto que no le oculta a qué se expone —como ser humano— si su respuesta es una negativa.

Y no se trata, desde luego, de ser «un poco» mejores o «un poco» peores. Se trata de vivir o no vivir. Y tampoco se trata de sacar el coco de los castigos para quienes no acepten esa invitación, sino, más bien, de jugar limpio, de decirle al hombre que se lo juega todo en esa opción que se le presenta. Porque no es, repitámoslo, un problema de premios o castigos, se trata de ser o no ser.

Repetiremos con Tresmontant:

Lo que aquí se ventila es un problema de ontología, de estar vivos o estar muertos. Si un árbol es estéril o una rama está seca, será cortada y arrojada al fuego, porque para nada sirve. No es utilizable. Es una cuestión de ser, insistimos, y no de moral. Jesús vino a enseñar las condiciones definitivas del ser y de la vida.

Esas condiciones se resumen en una sola palabra: convertirse, girar en el corazón, cambiar de alma, dirigirla en otra dirección. No se trata sólo de hacer mejor tales o cuales cosas. De lo que se trata es de una gran apuesta irrenunciable: o se opta por el reino de Dios o contra él; o se juega a favor de la soberanía de Dios o a favor de los reinos mundanos; o se es la sal de la tierra o se es el freno a la acción de Dios. Es, efectivamente, un nuevo nacimiento en una nueva dirección.

El radicalismo de Jesús, es, en esto, absoluto: no hay posturas medias, no hay opciones evasivas, no hay una vela a Dios y otra al diablo, no se puede ser «un poco» cristiano. Hay que apostar. Luego de apostado, se mantendrá mejor o peor esa apuesta, pero lo que no se puede es jugar a dos barajas. Cristo lo quiere todo. Aunque ese todo se viva después cobardemente.

¿Se trata, entonces, solamente de un «mensaje para genios», para hombres con almas de primera? No, Jesús recuerda Guardini no trae su mensaje a hombres particularmente dotados, sino a «10 que había perecido». Y tal vez por eso su mensaje esté especialmente próximo a los pecadores: porque en ellos es menos fácil la componenda que en los que ya se creen «en el buen camino».

Y el camino —Jesús lo sabe cuando lo predica— es dificil y cuesta arriba. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida y cuán pocos son los que dan con ella! (Mt 7, 13). No es Cristo un iluso cuando anuncia su Reino. Sabe que muchos —¿los más?- preferirán los reinos más tangibles. Está seguro de que muchos otros —¿los más entre sus seguidores?— sestearán en las verdes praderas que rodean la senda estrecha de su Reino, acercándose a él desde ciertas experiencias religiosas sentimentales, pero sin cambiar de corazón. Y que serán pocos los que se atrevan a tomar completamente en serio ese reto decisivo: ¡Convertíos!

Porque sabe todo esto, anuncia Jesús que su palabra será escándalo para muchos. Y el escándalo será el arma que los hombres usarán para justificar su rechazo del Reino. Un rechazo que seríamos ingenuos reduciéndolo sólo a los fariseos y sacerdotes. El gran drama de la vida de Jesús es que fue rechazado por casi todos. Le rechazaron, ya en el comienzo de su vida, sus convecinos de Nazaret. Le rechazaron los violentos porque le consideraban ineficaz. Le rechazaron los sacerdotes porque presentaba un Dios que no se contenta con ritos y ceremonias. Le rechazaron incluso los pobres que eran los primeros destinatarios de su Reino. Le rechazó... «el hombre». Ese mismo hombre que hoy le rechaza en nuestro corazón.

Escribe Guardini:

El escándalo es la expresión violenta del resentimiento del hombre contra Dios, contra la misma esencia de Dios, contra su santidad. Es la resistencia contra el ser mismo de Dios. En lo más profundo del corazón humano dormita, junto a la nostalgia de la fuente eterna, origen de todo lo criado y que es lo único que contiene la plenitud absoluta, la rebelión contra el mismo Dios, el pecado, en su forma elemental que espera la ocasión para actuar. Pero el escándalo se presenta raramente en estado puro, como un ataque contra la santidad divina en general; se suele ocultar dirigiéndose contra un hombre de Dios, el profeta, el apóstol, el santo, el profundamente piadoso. Un hombre así es una provocación. Hay algo en nosotros que no soporta la vida de un santo.

Es la vieja tentación de siempre: el hombre soporta a Dios a condición de que se mantenga lejos. Está, incluso, dispuesto a amarle, pero siempre que no intervenga demasiado en su vida, siempre que nos permita jugar al mismo tiempo al juego de Dios y al de nuestras ambiciones, siempre que respete eso que llamamos «nuestra libertad» y que con frecuencia no es otra cosa que nuestro endiosamiento. Toda la vida, toda la muerte de Cristo se entiende en esta clave: pedía «demasiado», pedía que apostásemos por Dios sin contemplaciones. Le costó carísimo.
 

VI. UN REINO DE GOZO

Ahora habrá que aclarar que cuando hablamos de «riesgo» no decimos «tristeza»; que cuando Jesús exige «apuesta» no invita al empobrecimiento; que «convertirse» es «multiplicarse».

Es importante aclarar que el anuncio de Jesús no es «venir con la rebaja», «recortar» el placer, pedirnos que descendamos del «gozo» de este mundo a una especie de «semigozo» de Dios. Si Jesús pide al hombre que lo venda todo para comprar la perla de su Reino es, precisamente, porque sabe que esa perla es la gran riqueza junto a la que todo palidece. Subir al Reino es subir, no bajar. El reino de Dios no es el «consuelito» que se da a los cobardes, sino la plenitud que se concede al que no se contenta con bagatelas. Jesús es un multiplicador, no un castrador; un entusiasmador, no un medroso prudentito que prefiere el pájaro que se tiene en la mano a toda la bandada que nos espera.

Por eso llamamos al evangelio «buena noticia». Por eso por todas sus páginas corre un vino de entusiasmo, una alegría como las que este mundo no conocerá jamás.

De hecho por cada palabra en la que Jesús anuncia los riesgos del Reino añade cincuenta más para asegurar el gozo del hallazgo. El Reino es un banquete, una fiesta (Mt 8, 11; Lc 13, 28; 14, 16-24; 22, 11-13; 12, 37); es una cosecha (Mc 4, 1-9; 4, 26-29; Mt 13, 24-30); una pesca entusiasmante (Mt 13, 24-30); un árbol fructífero (Mc 4, 30-32); un tesoro, una perla (Mt 13, 44) cuyo hallazgo llena de alegría al afortunado que la encuentre.

Conseguir este gozo no es barato. Porque el reino de Dios padece fúerza y sólo los esforzados lo arrebatan (Mt 11, 12). Pero ¿quién preferiría la tranquilidad de los cementerios al gozo de vivir? El reino de Dios es una espada, es cierto, pero el que acepta esta espada —dice Guardini— recibe con ella la santa paz, la santa locura de amar, el alto entusiasmo de estar lleno y vivo.

Jesús ha salido ya al camino. Mira a los buenos galileos que le rodean y a quienes vivirán dentro de veinte siglos— y repite su gozoso anuncio: El reino de Dios se acerca y, luego, añade la tremenda palabra: Convertíos, entrad en él, atreveos. Mira a los ojos de cada uno y repite: ¿Por qué no tú?