Jesús, encarnación del Reino

Al final te das cuenta de que no hacían falta tantas palabras. Que bastaba con una sola: Jesús. Que su mensaje era él. Que su Reino es él. Que, en realidad, bastaba con sentarse a sus pies, a la sombra de su corazón, para elegir, sin más, la mejor parte.

Y es que él no puso en nuestras manos las elucubraciones de su cabeza, el zumo de su inteligencia, la maravilla poética de sus juegos verbales, sino su vida entera de hombre y Dios. No fue un filósofo, ni un sabio, ni un poeta genial; fue la Palabra encarnada, el mensaje de Dios hecho hombre. Su Padre hubiera podido enviarnos desde el cielo un libro de doctrina, unas nuevas tablas escritas de la ley. Nos envió su carne y su sangre, sus pies paseando por nuestros caminos, su corazón diciendo mucho más con sus latidos que con sus palabras.

Por eso todo su mensaje es él; las parábolas son la historia de su amor; el padrenuestro, su oración vuelta palabras; las bienaventuranzas, su retrato espiritual; cada una de sus palabras, una esquirla de su alma. Y su Reino no es un paraíso perdido en un mundo mitológico, es el paraíso encontrado en él, con él comenzado.

Y así es cómo, para entender su mensaje, no hace falta estudiar mucho, sino mirarle. Y no hay más camino para seguir sus enseñanzas que el de imitarle, atreverse, desde la loca penumbra de nuestra malicia, a malcopiar su vida.

Así lo entendieron sus primeros seguidores. San Pedro lo dijo: El os dejó un ejemplo para que sigáis sus pasos (1 Pe 2, 21). Y san Pablo se atrevió a decir: Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo (1 Cor 11, 1). Con ello no hacían otra cosa que ser eco del mandato de Jesús: Yo os he dado ejemplo, para que vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros (Jn 13, 15).

Pero ¡ojo! ¡cuidado! no se trata de una copia eterna. como la del que imita malamente el cuadro de un gran pintor. A Cristo sólo se le copia por dentro, chapuzándose en él, sumergiéndose en su persona.

Por eso se trata, en rigor, más que de una imitación, de una incorporación, de una convivencia, de un bajar con él a beber la misma agua en el mismo pozo.

No le faltaba, en parte, razón a Nietzsche cuando ironizaba sobre la comunidad cristiana: En el mundo ha existido un solo cristiano. Pero murió en la cruz. Sólo que, al decirlo, cometía dos errores. Porque es cierto: cristiano, lo que se dice cristiano, no ha habido más que uno. Pero participable, extensible a todo el que quiera acercarse a él, por mediocre que sea. Y porque no es cierto que Cristo muriera en una cruz; sigue muriendo en ella, sigue viviendo entre nosotros, que podemos ser pálidas fotocopias de su vida.

Gracias a ello —como intuyó Kierkegaard— todos somos contemporáneos de Jesús. Su presencia en el mundo no se convertirá jamás en un hecho del pasado, en un hecho cada vez más pasado. Porque, mientras exista un creyente, será, como creyente, contemporáneo de Jesús.

Así pues, creer en el mensaje de Jesús es saber que él sigue estando entre nosotros, a mi lado, que está conmigo, en mí. No es un recuerdo. No le conmemoramos. El Cristo que hoy es, es el mismo que fue, el mismo que será.

Su encarnación no fue una anécdota en el tiempo, sucedida una vez para siempre. Fue y es la única historia interesante que jamás haya ocurrido, la única que no ha sido arrebatada por el tiempo.

Y precisamente por eso es hoy un aguijón que se nos vuelve escandaloso. Bienaventurado el que no se escandalice de mí, profetizó una vez. Y es que sabía que su palabra, su mensaje, sería siempre un escándalo para nosotros. ¿O sería más justo decir que nosotros seríamos un escándalo para esa palabra? Tal vez sí. Porque durante siglos nos hemos dedicado a echarle agua al vino de ese mensaje. Beberlo puro era peligroso, se nos podía subir a la cabeza, podía trastornar nuestras vidas. Y teníamos que defendernos, salvar, a cualquier precio, nuestra comodidad. Aunque fuera a costa de «adaptarle». A todos nos ha ocurrido aquello que Julien Green echaba en cara a Renan: que, con el afán de acercarle a los hombres, nos hemos olvidado de que éramos los hombres quienes debíamos acercarnos a él; que, para hacerlo «accesible», lo habíamos reducido a nuestra medida. ¿Lo que el mundo rechaza, cuando cree que rechaza el mensaje de Jesús, no será, en realidad, nuestra «papilla cristiana»?

La verdad es que también esto él lo sabía. Su encarnación fue tan total que hasta se chapuzó en nuestra mediocridad. Jesús —decía Peguy— se entregó en mano de los historiadores, de los exegetas, de los críticos, lo mismo que hace dos mil años se entregó a los soldados, a los jueces, al pueblo... Si hubiera tratado de huir de la crítica, de la exégesis, de la historia, su encarnación no habría sido integral.

Se entregó, efectivamente, a nuestras manos de mediocres comentaristas, a las manos de sus mediocres imitadores. Sabía «lo» que haríamos de su mensaje, esa torpe mescolanza de falsa piedad, de burguesa adaptación, de necia politiquería, de imitación empequeñecedora. Se entregó en manos de nuestras teorías y de nuestras discusiones, de todas esas coartadas que empleamos para seguirle... por nuestros caminos. Amar a los enemigos tuvo que resultarle dificil. Pero menos, que amarnos a los mediocres amigos.

Por eso, al fin de todo, no hay más remedio que pedirle que él nos dé, como a santa Teresa, un «libro viviente», un libro sin palabras: su amor y su piedad. Porque, al cabo de todas las palabras, la única que cuenta es él, la Palabra hecha carne.