La muerte y la resurrección en el horizonte

Y este Jesús, a quien hemos visto enfrentarse con el dolor, el pecado, el gran riesgo ¿cómo afronta a la hermana mayor de todos los males: la muerte? ¿Qué significó ésta en su vida? ¿Llegó a su alma como un derrumbamiento inesperado? ¿O fue la fruta largamente madurada y prevista? ¿Es cierto, como suele decirse, que supo desde el primer momento que «venía a morir» o, más bien, la muerte no entraba en sus planes originales y él se limitó a aceptarla como algo inevitable? ¿Soñó el joven Jesús en un reino de los cielos que crece felizmente en las almas bajo el solo impulso de su palabra de predicador y, luego, comprobó cómo la dramática realidad saltaba sobre él como un leopardo? Y, si esto es así ¿en qué momento se hizo consciente de que estaba caminando hacia la muerte y, más concretamente, hacia una muerte trágica? Y, cuando empezó a preverlo ¿trató de alejar ese riesgo o, más bien, caminó hacia él, provocándolo tal vez? ¿Y asumió esa dramática posibilidad con serena aceptación, con resignación, con audacia, con gozo?

Se suele decir que los jóvenes «creen que un día mueren todos los hombres, pero no que eso tenga que ver, al menos de momento, con ellos», mientras que el viejo es alguien que sabe que él va a morir y no tardando mucho. Y dicen que el hombre se vuelve adulto el día en que, por primera vez, asume esta su muerte personal. El joven Jesús ¿participó de esa genérica creencia o de ese doloroso presentimiento? Y, si lo previó ¿qué sentido dio a su muerte y a su vida? ¿Qué significaba la muerte para él y su muerte para los demás? ¿La concibió como algo que sólo a él afectaba o como una muerte redentora, en expiación del pecado de los otros?

Durante bastantes décadas la ciencia exegética más avanzada ha respondido a todas estas preguntas con una negativa: nada conocemos, nada podemos responder. Pesaba como una losa la tajante afirmación de Bultmann:

La gran dificultad para emprender una reconstrucción del retrato moral de Jesús consiste en que no podemos saber cómo entendió Jesús su final, su muerte... Nos es imposible conocer si ella tuvo alguna significación para él y, en caso afirmativo, cuál fue ese sentido.

¿En qué apoyaba Bultmann tan dogmática afirmación? En la naturaleza de las fuentes evangélicas. Escritas todas tras la resurrección de Jesús ¿cómo podemos saber si, todo lo que a la muerte presentida se refiere, no son añadidos posteriores de unos apóstoles que cuentan el pasado a la luz de la muerte y la resurrección ya conocidas de Jesús? Si los evangelios son puras catequesis, los evangelistas tratan simplemente de explicar a los fieles cuál fue el sentido que ellos han llegado a descubrir en la muerte de Jesús. No se trataría de afirmaciones realmente históricas. Y los famosos anuncios que, en los evangelios, hace Jesús de su próxima muerte no serían otra cosa que vaticinia ex eventu, profecías que, siguiendo una costumbre muy típicamente judía, añaden los evangelistas con fines simplemente teológicos.

Hoy la ciencia bíblica no acepta ya tan simplemente el radicalismo bultmaniano y son muchos los que piensan que la presencia del presentimiento de la muerte en los evangelios es muchísimo más profunda de lo que se cree y que no se trata de algunas frases añadidas posteriormente sino de todo un estilo de conducta en el que la idea de la muerte condiciona toda la vida de Jesús, al menos en la segunda parte de su predicación. Podemos, pues, acercarnos al tema sin prejuicios ni teorías preconcebidas.


El gran enemigo

Podríamos partir de un dato incuestionable: la soberana adultez de la figura de Jesús. Ciertamente no se trata de un ingenuo idealista. En toda su conducta brota un implacable realismo, una mirada limpia y objetiva a la realidad. ¿Cómo pudo no enfrentarse con quien es el último y más importante enemigo del hombre? Al anunciar la venida del Reino ¿pudo esquivar el hecho de que, para ningún hombre, terminaría ese Reino en esta tierra, que todos morirían antes o después, que ningún Reino que no resolviera el problema de la muerte podía ser considerado por el hombre como un Reino saciador? ¿Acaso el Reino concluiría con un montón de cadáveres? ¿Valía la pena luchar por un Reino que terminaría, como los de este mundo, en una fosa? ¿Qué sentido tendría todo el mensaje de Jesús si no daba una respuesta a este radical, definitivo, problema? ¿El gran reto en que Jesús resume la aventura humana no será también un reto a la muerte?

Todas estas preguntas son capitales para los hombres de todos los siglos. Pero más aún para el nuestro que, más que ninguno, ignora el sentido que ha de dar a los hombres que hoy viven. No podemos conservar —escribe E. Morin— la actitud antigua de cara a la muerte. Pero aún no hemos descubierto una actitud nueva respecto a ella.

Y así es como la muerte se constituye en enemigo número uno de la civilización moderna. Después de tanto presumir de progreso, descubrimos que en ese terreno no hemos avanzado un solo centímetro. Puede mejorar la vida de los hombres, puede, incluso, alargarse unos pocos años. Pero su desenlace sigue siendo el mismo.

Este radical fracaso de la civilización hace que el hombre contemporáneo prefiera no pensar en esa derrota que sabe inevitable. Y así es cómo huye de todo lo que le hable de muerte: los moribundos son llevados a los hospitales donde reciben una muerte anónima y solitaria; se oculta la muerte a los niños como una cosa lúbrica que no debieran conocer; se trata de maquillar a los cadáveres para que parezcan lo menos muertos posible; se considera de mala educación hablar de la muerte o del cáncer en las reuniones sociales. Geoffrey Gorer ha comentado que la muerte se ha convertido en el siglo XX en el gran tabú que sustituye a lo que el sexo era para los siglos anteriores: si antaño a los pequeños se les ocultaba todo lo referido a la vida sexual, pero asistían con normalidad a la gran despedida de los moribundos, hoy, invertidos los papeles, se les enseña todo sobre el sexo y se les oculta toda la realidad de la muerte. Sobre ella se ha tendido un velo de silencio y mentira.

Y no parece que la respuesta marxista satisfaga hoy a nadie. Para Marx y sus seguidores la muerte es, simplemente, un problema del individualismo burgués. La muerte sería sólo el precio que la colectividad pide al individuo. Y éste debe pagarlo serenamente para que la colectividad siga viviendo. El individuo sería así para Althusserun mero soporte de las estructuras.

Pero ¿hay un solo ser humano al que la idea de que la colectividad sigue viva consuele de la propia muerte y, sobre todo, de la muerte de sus seres queridos? ¿Vale la pena luchar por un mundo mejor si al final todo y todos quedarán atrapados y anulados por la muerte? Parece más honesta la conclusión de otro marxista, André Schaff, que reconoce que cuanto más progrese el mundo en calidad de vida y en justicia, la muerte tendrá un carácter más trágico y duro. Sería en un mundo justo y feliz donde resultara más doloroso y terrible morirse, si con la muerte terminara todo. Es bien conocida la historia que cuenta André Malraux: Asistía a un congreso en Moscú en el que sabios filósofos describían las maravillas del mundo que estamos a punto de construir y, en el estallido de la euforia, se levantó el escritor francés y preguntó: ¿Y si a la salida de esta conferencia un tranvía atropella y mata a un niño? Se hizo un largo y dramático silencio. Hasta que alguien se atrevió a responder: En un sistema de transportes perfectamente socializados no habrá accidentes. Pero todos sabían —y todos sabemos— que no es verdad: que por mucho que mejoremos este mundo, la muerte nos seguirá esperando a la salida de la calle.

No le demos vuelta: la verdadera liberación humana tiene que incluir la liberación de la muerte. Sin ello toda liberación será, a la corta o a la larga, un engaño. La humanidad necesita otra respuesta que no esquive ese problema. Sin ella tal vez podremos hacer «un poco» de justicia a los que viven. Pero ¿cómo hacérsela a tantos que ya han muerto y hoy están olvidados?


Jesús ante su propia muerte

Para conocer cuál es la respuesta de Jesús tenemos que empezar por preguntarnos cómo vivió y entendió su propia muerte. Y en ello seguiremos las recientes investigaciones de Heinz Schürmann que llega, en su estudio, a conclusiones completamente contrarias a lás de Bultmann. Dejando para un segundo apartado lo que Jesús «dijo» sobre su propia muerte, detengámonos primero en el «comportamiento global» de Jesús para preguntarnos si en él descubrimos esa previsión del trágico y próximo desenlace de su vida.

1. El primero de los datos es la conciencia que Jesús tiene —y que siente mejor que nadie la multitud de los que le escuchan— de ser uno más en la lista de los profetas y la consiguiente conciencia de que —como ha estudiado muy bien Joachim Jeremias el martirio forma parte del ministerio profético. Toda la predicación de Jesús —y muy en especial sus parábolas— rezuman esta conciencia: lo que han hecho con los criados, lo harán también —y más cruelmente— con el Hijo.

2. En segundo lugar están sus ideas religiosas. Jesús no podía desconocer que, predicando lo que predicaba, desencadenaría la violencia de sus enemigos. Sabía que, conforme a la prescripción mosaica (Ex 31, 14; 35, 1-2), quien traspasaba el sábado debía ser condenado a muerte. No ignoraba que la misma suerte corría quien era acusado de blasfemia (y él lo fue repetidamente: Mt 26, 65; Mc 2, 7; Jn 10, 36). La misma condena aguarda a quien practica la magia y a Jesús repetidamente se le acusa de hacer milagros por obra de Beelzebul (Mc 3, 22).

3. Jesús vuelve a pisar terreno peligroso en su solidaridad con los pecadores. Su apuesta por los publicanos, las pecadoras, los hombres de la tierra, tenía que traerle, inevitablemente, la confrontación con los poderosos y los observantes de la ley. Transgredir una orden mosaica defendiendo a la pecadora de la lapidación le hacía cómplice y coautor de su mismo delito y merecedor de la misma pena. Y es evidente que de ese comportamiento nacía una situación tensa cuya peligrosidad Jesús no podía juzgar de manera ingenua.

4. Especialmente provocativa fue su actitud en la expulsión de los mercaderes del templo. Aquí se enfrentaba con todos: con los romanos, guardianes del orden público. Con los fariseos, defensores del templo como la misma carne de Dios. Con los sacerdotes, a quienes acusaba, a la vez, de descuidados y de aprovechados. Con la expulsión de los mercaderes escribe Bornkamm— ofrecía Jesús a sus adversarios el motivo que justificaba su prendimiento. Un gesto así no se hace ni impune, ni ingenuamente. De hecho, durante el curso de su juicio, pesará definitivamente este gesto (Mc 14, 58).

5. Vuelve Jesús a comprometerse, esta vez ante los romanos, al aceptar como compañeros suyos a varios zelotes. Este simple hecho «olía a pólvora» para la autoridad ocupante. Y la misma alusión al César, como señor no absoluto, cuando los fariseos le presentan una moneda, pudo ser, si llegó a oídos de los ocupantes, motivo para una condena a muerte.

6. Más decisiva tuvo que ser la «advertencia» de la muerte de Juan Bautista. Es un hecho que Jesús fue relacionado más de una vez con el Bautista (Mc 6, 14; 8, 28). El propio Herodes unía a los dos profetas. Y consta que Jesús, al conocer la noticia de la muerte de Juan, se retiró a la clandestinidad (Mt 14, 13) y los propios fariseos se acercaron en ese momento a Jesús para advertirle que Herodes le buscaba para matarle (Lc 13, 31).

7. Es un hecho que Jesús expone muy duras exigencias a cuantos quieran seguirle: han de estar dispuestos a aceptar la muerte violenta como consecuencia casi inevitable de ese seguimiento. Habrán de llevar su cruz (Lc 14, 27), deberán aceptar que quien quiere salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida la ganará (Lc 17, 33). Les explica que no teman a los que matan el cuerpo, recordándoles que hay otra muerte más peligrosa (Mt 10, 28). No es, tras todo esto, verosímil que Jesús se exigiera y esperara menos para sí mismo.

8. No debe tampoco olvidarse el radicalismo con el que Jesús plantea su visión de Dios. Su teocentrismo es radicalísimo. El cumplimiento de su voluntad es absoluto. Por lo que podemos concluir —con Schürmann— que si esta totalidad teocéntrica es indiscutiblemente fundamental para la exigencia de Jesús, no podemos menos de suponer que Jesús se colocó existencialmente bajo el signo de esa obediencia radical cuando la voluntad de Dios se le presentó vestida con el ropaje de destino de mártir.

9. La predicación del Reino que hace Jesús en ningún momento aparece como absoluta y exclusivamente ligada a la presencia del predicador. Jesús muestra más bien que ese Reino crecerá y serápredicado sin él, por otros, ya que serán los apóstoles los encargados de continuar —y pronto esa tarea. Su muerte —tal y como muestran muchos textos: Lc 22, 15-18; Mc 14, 25— no detendrá la salvación y él no será abandonado a la muerte.

Toda esta presencia de la muerte en el conjunto de su obra quedará mucho más clara cuando, al aproximarse ésta, ordene preparar una cena que, evidentemente, es de despedida. Pero esto lo analizaremos en el próximo volumen de esta obra.

La conclusión, pues, es la de que, incluso prescindiendo de las palabras de Jesús, se puede afirmar que el Maestro era lo suficientemente realista como para darse cuenta del peligro que significaba para él su predicación y su forma de comportarse en una situación tan tensa como la que constituyó el marco geográfico, histórico, religioso y político de su actuación (H. Schürmann). Porque el que se comporta como lo hizo Jesús tiene que contar con choques, que ciertamente se produjeron (W. Marxsen).


Jesús anuncia su muerte

Pero si pasamos del estudio de la «conducta» de Jesús a sus palabras, tal y como nos son transmitidas por los evangelios, nos encontramos que son tantas y tan diversas que mal pueden ser atribuidas simplemente a una interpolación posterior de la tradición postpascual.

El primer dato con el que nos encontramos es que estos anuncios nunca se colocan, al menos abiertamente, en predicaciones a la multitud. La predicación del Reino habría, ciertamente, sufrido con la proclamación pública de una muerte inminente. El tono fundamental de su predicación —escribe A. Vógtle— no permite esperar una predicción de este tipo. Aparecen, en cambio, y muy frecuentemente, en sus conversaciones en el estrecho círculo de sus discípulos.

Aquí, sí: las alusiones veladas son abundantísimas. Las netas y claras, pocas, pero contundentes.

Jesús explica a los suyos que ahora son felices, porque el novio está con ellos, pero que un día el novio les será arrebatado (Mc 2, 19-20); al usar la parábola del pastor, se les dice que un día será herido el pastor y se dispersarán las ovejas (Mc 14, 17-28); se afirma abiertamente que el buen pastor da la vida por sus ovejas (Jn 10, 11). Al aludirse a la traición de Judas, se añade el comentario de Jesús: El Hijo del hombre se va, como está escrito de él (Mc 14, 21). El bautismo es otra imagen para aludir a su muerte: Con un bautismo tengo que ser bautizado y qué angustiado estoy hasta que se cumpla (Lc 12, 50).

Vuelve a aludirse a la pasión bajo la imagen del cáliz que Jesús ha de beber (Mc 10, 38; Mt 20, 22). Sin recordar todas las repetidas veces en las que Jesús habla de su hora que se acerca.

Pero, al margen de todas estas alusiones indirectas, los evangelistas nos transcriben tres predicciones claramente explícitas de esa pasión:

¿Cómo interpretar estos textos y los aún más claros de la última cena? ¿Podemos pensar que son simples vaticinia ex eventu, profecías inventadas por los evangelistas tras los hechos sucedidos para dar un sentido más edificante a esa muerte? Muchas circunstancias demuestran que no. Empezando porque puestos a «dorar la píldora» los evangelistas no habrían también «inventado» la triste reacción de unos apóstoles que no entendían y de un Pedro que, al oponerse a los designios de Dios, iba a recibir de su Maestro la terrible réplica de llamarle Satanás. ¿Cómo Marcos, el gran amigo de Pedro y que escribe en Roma, la ciudad de Pedro, pudo inventarse una escena que parecía echar un baldón sobre la fama de su amigo y su jefe?

Podríamos, pues, aceptar que ciertos detalles —la alusión a la flagelación, a los escupitajos pudieran ser añadidos por la mano redaccional que se apoyaba en sus recuerdos. Pero es evidente que estos anuncios de la pasión —más o menos genéricos— pertenecen al núcleo más histórico de los evangelios. Contamos, además, con el hecho de que, de las nueve variantes que tienen estas tres predicciones en los evangelios, sólo en una se alude a la crucifixión. ¿De ser una interpolación posterior, tras la muerte en cruz, no lo habría precisado en todos los casos? ¿Y cómo interpretar como posterior la alusión a una posible lapidación, a la que parecen aludir Mt 23, 37 y Lc 13, 14 y que efectivamente, dada la legislación judía, era la forma más previsible de esa muerte?

Parece, pues, que puede aceptarse, sin falso pietismo, que Jesús tiene una visión muy clara de la muerte hacia la que se está encaminando.

Pero ¿y cómo la ve? ¿Qué piensa de la muerte? Dejaremos de momento de lado el tema del «sentido» de su propia muerte (si la vio o no como expiación de los pecados del mundo) del que deberemoshablar ampliamente en otro lugar. Aquí nos preguntaremos, simplemente, qué piensa Jesús de la muerte, qué nos enseña sobre ella.


La respuesta de Jesús a la muerte

Creo que de una lectura de los evangelios podemos deducir que la respuesta de Cristo a la muerte se inscribe en las siguientes coordenadas:

  • Jesús tiene conciencia de que la muerte es parte de su vida y ese final está claro en el horizonte de su vida. Esto no quiere decir que estuviera «obsesionado» por ella y que la presentara como único «objetivo de su vida». Más bien encontramos un «mantenerse constantemente abierto» a esa realidad y posibilidad, desde la total obediencia a su Padre.

  • Para Jesús la muerte continúa siendo terrible y no deseable. Hasta última hora la verá como algo que él acepta y soporta, pero no sin dolor ni renuncia. Vive en su carne aquello que escribía Pierre-Henri Simon: Ni siquiera el gran sol del amor eterno logrará que esta victoria de la noche no haya tenido lugar en el tiempo. Jesús se coloca muy lejos de un romanticismo exaltador de la muerte o de un estoicismo que la dibujara como el único puerto contra los vendavales de la vida, como decía Montaigne.

  • Jesús considera que el dolor de la muerte es, en todo caso, inferior a la voluntad del Padre y a la realización de la propia tarea. Jesús —como escribe F. Hahn— no considera el continuar viviendo como un botín. No está dispuesto a pagar cualquier precio para comprar su supervivencia.

  • Y esto porque su radical teocentrismo le lleva a descubrir que la vida verdadera es otra. Que no hay que temer a una muerte que mata el cuerpo, pero no puede matar el alma (Mt 10, 28). Porque sabe que hay que perder esta vida de abajo para ganar otra vida eterna (Lc 17, 33).

  • Por eso acepta esa muerte con total confianza en su Padre. El sabe que la vida del hombre vale más que la del pajarillo y que ni uno de estos muere sin que su Padre lo quiera (Mt 10, 31); sabe que hasta los pelos de la cabeza de los hombres están contados (Lc 12,7) y que nadie morirá sin que su Padre lo permita.

  • Esto le permite no sólo aceptar la muerte con serenidad, sino, incluso, ir hacia ella, provocarla casi. Cuando decide subir a Jerusalén (Mt 11, 1-10) sabe los peligros que arrostra; y lo mismo cuando reta a Herodes (Id y decid a ese zorro: Yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana y, al tercer día, soy consumado [Lc 13, 32]) o a los fariseos (iColmad también vosotros la medida de vuestros padres! [Mt 23, 32]).

  • Se presenta, con todo ello, como «dueño» de su propia muerte: El Padre me ama porque doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente (Jn 10, 17-18).

  • Todo esto parte del hecho de que Jesús está absolutamente cierto de su triunfo sobre la muerte. Sabe quién es. Sabe cuál será el desenlace de su cruz: Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, sabréis quién soy yo (Jn 8, 28). Sabe que, como ocurrió con Jonás, cuando destruyan el templo de su cuerpo, en tres días lo levantará (Jn 2, 18-19).

  • Y es que él no olvida nunca que tiene vida en sí mismo, una vida que nadie le puede arrebatar (Jn 3, 35; 7, 30-44; 8, 20; 10, 39).

  • Sabe, pues, que su muerte y la de todos los suyos se convertirá en resurrección (Mt 16, 21; Mc 8, 31-32; Lc 9, 22; Mt 17, 22-29; Mc 9, 30-32; Lc 9, 44-45; Mt 20, 17-19; Mc 10, 32-34; Lc 18, 31-33).

  • Sabe que, además, su muerte no será infecunda, sino que fecundará en los demás. Ha venido para servir y dar la vida en rescate de muchos (Mt 20, 28; Mc 10, 45).

  • Por todo ello acepta la muerte no pasivamente, sino activamente. Entiende su muerte como una entrega (Lc 22, 27; Mc 10, 45), como un acto más de servicio.

  • Y, lo que es más importante, mientras llega la muerte se dedica a amar. E intensifica más su amor cuanto más cerca tiene la muerte: Sabiendo Jesús que se acercaba su hora de pasar de este mundo al Padre amó a los suyos hasta el fin (Jn 13, 1).

  • En esta última frase tenemos las grandes claves de Jesús ante la muerte: para él, morir es regresar a la casa del Padre; y su postura ante la muerte no es miedo ni acobardamiento, sino acicate: tiene que amar más deprisa y más entregadamente porque le queda poco tiempo.

    Esta es la respuesta de los cristianos al drama de morir. El padre Augusto Valensin lo glosaba así en un texto inolvidable:

    Los sentimientos que me gustaría tener en aquella hora (y que actualmente tengo) son estos: pensar que voy a descubrir la ternura. Yo sé que es imposible que Dios me decepcione. ¡Sólo esa hipótesis es absurda! Yo iré hasta él y le diré: No me glorío de nada más que de haber creído en tu bondad. Ahí es donde está mi fuerza. Si esto me abandonase, si me fallase la confianza en tu amor, todo habría terminado, porque no tengo el sentimiento de valer nada sobrenaturalmente. Pero, cuanto más avanzo por la vida, mejor veo que tengo razón al representarme a mi Padre como indulgencia infinita. Aunque los maestros de la vida espiritual digan lo que quieran, aunque hablen de justicia, de exigencias, de temores, el juez que yo tengo es aquel que todos los días se subía a la terraza para ver si por el horizonte asomaba el hijo pródigo de vuelta a casa. ¿Quién no querría ser juzgado por él? San Juan escribe: «Quien teme, no ha llegado a la plenitud del amor» (1 Jn 4, 18). Yo no temo a Dios, y el motivo no es tanto que yo le ame, como el que sé que me ama él. Y no siento necesidad de preguntarme por qué me ama mi Padre o qué es lo que él ama en mí. Me costaría mucho responder a estas preguntas. Sería totalmente incapaz de responder. Pero yo sé que él me ama porque es amor; y basta que yo acepte ser amado por él, para que me ame efectivamente. Basta con que yo realice el gesto de aceptar.

    Padre mío, gracias porque me amas. No seré yo el que grite que soy indigno. Porque, efectivamente; amarme a mí tal como soy, es digno de tu amor esencialmente gratuito. Este pensamiento de que me amas porque te da la gana me encanta. Y así puedo librarme de todos los escrúpulos, de la falsa humildad que descorazona, de la tristeza espiritual, de todo miedo a la muerte.


    Un relámpago antes de morir: la transfiguración

    Pero si en la vida de Jesús impresiona el hecho de que se encamine a la muerte con serenidad, que no la esquive, que no acepte cómodas componendas para seguir viviendo, más impresiona aún su seguridad de que el triunfo culminará su vida, porque esa muerte será provisional y pasajera.

    Mas aquí las cosas no son tan simples: Jesús descubre que, cuando habla a sus apóstoles de su muerte, éstos se entristecen o tratan de disuadirle de ese loco proyecto. La muerte la entienden, sí. Pero, en cambio, no parecen entender nada cuando les habla de que resucitará a los tres días. Esto no cabe en sus cabezas. Ellos creían, sí, como la mayoría de sus contemporáneos judíos, en una resurrección al final de los tiempos. Pero no podían imaginar que Jesús regresara a la vida tras la muerte, aunque habían visto cómo él era señor de la vida y de la muerte, ya que así lo había demostrado con el hijo de la viuda de Naín o con la pequeña de Jairo. Si moría ¿quién iba a resucitarle a él?

    Por eso Jesús decide anticiparles una hora de gloria, un relámpago de luz antes de que llegue la muerte, una especie de «anticipo» de la resurrección.


    Subieron a un monte

    No sabemos con exactitud dónde ocurrió la escena. Los evangelistas sólo nos dicen que ocurrió «en una montaña» y que ésta era «muy alta».

    Una tradición venerable ha colocado la transfiguración en el monte Tabor. Orígenes lo cita ya en el siglo III. De ella hablan san Cirilo de Jerusalén y san Jerónimo, lo mismo que Eusebio de Cesarea y muchos ilustres peregrinos de los siglos siguientes.

    Es este uno de los montes con más personalidad en toda Palestina. Surge solo, separado, simétrico en la extremidad de la llanura de Esdrelón, casi más como una pirámide chata que como una montaña. Aislado de todos los demás montes, sólo por una pequeña arista se une a las montañas de Galilea.

    No es, en realidad, un gran monte. Apenas alcanza 400 metros sobre el Mediterráneo y 780 sobre el nivel del lago de Tiberiades, pero, al estar tan aislado, parece más elevado de lo que es en realidad.

    Su masa calcárea está cubierta de tierra fértil, casi siempre verde y las laderas están pobladas por numerosos arbustos de pequeñas dimensiones. El verdor del Tabor contrasta con la desnudez de las alturas cercanas.

    Su ascensión no es dura: en poco más de una hora se llega de la falda a la cima. En ella hay una meseta de forma alargada, que tiene unos 1.000 metros de longitud por unos 500 de anchura. Y en ella surgen hoy además de la habitual basílica de Barluzzi de fines del siglo pasado numerosas ruinas, pertenecientes a diversas épocas. Entre ellas las de las tres iglesias que se levantaron en el siglo VI en memoria de las tres tiendas que Pedro quería levantar. También hubo allí varios monasterios. Y, bajo todo ello, las ruinas de la fortaleza militar que existía ya allí en tiempos de Cristo.

    ¿Fue aquí donde ocurrió la escena? Nadie lo dudaba hasta el siglo pasado. Hoy no faltan científicos que prefieren ese otro monte más hermoso y esbelto que es el Hermón. Piensan que el calificativo de «elevado», que usan los evangelistas, se aplica mucho mejor a éste, que al modesto Tabor. Por otro lado, arguyen, los hechos anteriores a la transfiguración ocurrieron mucho más cerca del Hermón que del Tabor y los evangelios no hablan de ningún viaje intermedio. En tercer lugar, insisten, al haber una fortaleza en la cima del Tabor no era éste el lugar ideal para retirarse a orar en soledad.

    Pero los argumentos no parecen muy sólidos para quebrar una tradición tan antigua. El Tabor es, en medio de la llanura, una cima bastante elevada. La distancia que separa este lugar de los hechos anteriores se recorría a pie en tres días y en esta época Jesús viaja sin descanso. Por otro lado la fortaleza en la cima sólo estaba habitada en épocas de guerra o turbulencia.

    Nada obsta, pues, para que sigamos prefiriendo este lugar que la tradición ha consagrado y en el que aún hoy oran con devoción los peregrinos.


    Los tres elegidos

    Un segundo dato nos golpea en la escena: la selección de los tres predilectos. ¿Por qué Cristo no quiso mostrar su gloria a todos? ¿Por qué reservó este regalo a sólo tres de ellos? Nos lo explican las últimas frases en las que Jesús ordena a estos tres testigos que no lo cuenten ni a sus compañeros hasta que llegue la hora. El sabe que un secreto tan grande difícilmente podrá ser guardado entre muchos. Basta con que algunos lo vean, para que puedan testimoniarlo en la hora de la oscuridad. Elige, por eso, a los tres que verán también de cerca la hora más negra: la del huerto de los Olivos. Getsemaní y el Tabor son como los dos extremos de la vida de Cristo. En aquel asistimos a un estallido de la humanidad de Jesús, aquí es su divinidad la que estalla. Allí, el miedo y el dolor parecen sumergir la fuerza sobrenatúral de Jesús. Aquí, es la luz de su gloria la que parece situarle fuera de las fronteras humanas. Conviene que sean los mismos testigos quienes presencien estas dos horas extremas de su vida.

    Dejó, pues, a los demás discípulos en alguna de las aldeas de los alrededores y comenzó la ascensión con los tres elegidos. Era verano y una gran calma rodeaba al Tabor. En el cielo no había ni una nube. No suele haberlas en este tiempo en la región. Las nieblas que, con el amanecer, se levantan del lago, son barridas por los primeros rayos del sol. El camino que conducía a la cima estaba solitario. La cosecha había terminado ya. Las zarzas y los cardos, que se multiplican a derecha e izquierda del camino, estaban ya desflorados y casi secos. Según ascendían, veían los campos de un gris amarillento sobre el que resaltaba alguna mancha aún verde.

    Debieron de emprender la marcha después del mediodía, pues en Palestina no suele caminarse estando ya el sol en el cenit, hora en que resulta molesto el viento del Oeste.

    ¿Qué pensaban los discípulos por el camino? No les extrañaba la decisión de su Maestro. Habían pasado cerca de él más de una noche de oración y no les espantaba hacerlo una vez más en este tiempo de verano. Era normal para ellos dormir al aire libre, en las terrazas de las casas, o bajo cualquier tienda improvisada con ramas arrancadas de los árboles. Lo que sí les extrañaba era el que sólo les hubiera elegido a ellos tres. No lograban adivinar el porqué.


    Su rostro refulgía como la luz

    Cuando llegaron a la cima y se acomodaron en un lugar pacífico, el Maestro comenzó su oración. Ellos, pronto se durmieron. El camino no era demasiado pendiente, pero se hacía cansado con el calor. Por otro lado, no eran grandes amigos de la contemplación. Apenas Jesús comenzaba a orar, parece que los párpados de los suyos se hicieran de plomo.

    De pronto, algo les deslumbró, un resplandor ofuscante. Abrieron, asustados, sus ojos y vieron que esta extraña luz no venía de la dirección del sol, sino del lugar donde su Maestro oraba. Se levantaron desconcertados y se acercaron. Sí, la luz venía de él: su cuerpo, su rostro brillaban en la media-luz de la media-tarde.

    Los tres evangelistas cuentan la escena con detalles muy significativos. Mateo, al describir al Maestro como más hermoso que el sol y revestido de luz, adopta un tono que era frecuente en las Escrituras. El sol y, sobre todo, la luz, son siempre indicio y reflejo de la presencia divina. Marcos no para mientes en la transfiguración del rostro; Mateo, sí; Lucas también, aunque no compara a Jesús con el sol. Marcos y Mateo coinciden en la palabra elegida para señalar la transfiguración sufrida por Jesús: se «metamorfoseó». Es una de las palabras que usa san Pablo para describir nuestra resurrección: significa un cambio profundo, un estado superior al de la tierra, una gloria celestial.

    Pero lo más notable es que los tres evangelistas subrayan que esta luz no está «sobre» él, sino que sale de él. Le pertenece —subraya Bernard— como algo propio de su propia substancia: no se posa sobre él como un rayo que viene de lo alto; sale de él, emana de él, radica en él. Aparentemente le hace adoptar la forma de un hombre distinto. Y, sin embargo, es él. Así investido se encuentra en su verdadero elemento. Es su estado más normal.

    Fue como si, por un momento, hubiera desatado al Dios que era y al que tenía velado y contenido en su humanidad. Su alma de hombre, unida a la divinidad, desborda en este momento e ilumina su cuerpo. Si a un hombre es capaz de trasformarlo una alegría ¿qué no sería aquella tremenda fuerza interior que Jesús contenía para no cegar a cuantos le rodeaban?

    Se ha dicho que un hombre a los cuarenta años es responsable de su cara. La virtud o el vicio trasforman sus meandros y arrugas, ablandan, iluminan o endurecen los ojos. La belleza o la fealdad física terminan por ser espejos del alma que las habita.

    Así, en este momento, Jesús levanta el velo que cubría su rostro y toda su fuerza interior desborda en sus ojos, su rostro, sus vestidos. Tanto, que los discípulos se sienten deslumbrados.

    Muchos años más tarde, san Pedro —uno de los tres testigos—recordará aún conmovido esta hora: Con nuestros ojos hemos visto su majestad. Porque recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando una voz desde el esplendor de la gloria, habló diciendo: este es mi amado Hijo, en quien tengo mi complacencia. Y esta voz la oímos nosotros enviada desde el cielo, estando con él en el monte santo (2 Pe 1, 16-19).


    Moisés y Elías

    No habían salido aún de su asombro ante aquel rostro refulgente cuando se dieron cuenta de que Jesús no estaba solo. Con él conversaban «dos hombres distinguidos», dos «personalidades», como señala solemnemente Lucas. Eran Moisés y Elías. ¿Cómo les conocieron los apóstoles? ¿Por su conversación o por la misma iluminación interior de la que surgía la escena? Porque también ellos fulgían, aparecían con una especie de gloria, dice Lucas.

    No eran una elección caprichosa entre los personajes del antiguo testamento: eran los representantes de la ley y de los profetas. Moisés era el gran padre del pueblo judío y ya otra vez había visto el pueblo el brillo de su rostro cuando descendió del Sinaí con las tablas de la ley. Elías era el profeta que había de anunciar la inmediata venida del Mesías.

    Pero no sólo estaban allí. Hablaban. Y los apóstoles podían escuchar la conversación. En ella los dos grandes mensajeros decían a Jesús lo contrario de lo que poco antes le habían dicho los apóstoles. Conversaban sobre su muerte y le animaban a la gran «subida» que tenía que hacer en Jerusalén. Eran como una especie de anticipo del ángel que en el Huerto de la agonía también animará a Jesús.

    Los tres apóstoles debieron de quedar tan impresionados por la conversación que no se atrevían a interrumpirla. Por eso Pedro sólo interviene en el momento en que ellos se separaban de Jesús (Le 9, 33). Pero, por sus palabras, se ve que no ha entendido nada de lo que los tres celestes personajes hablaban. Pedro sigue sin resignarse a la idea de que Jesús no vaya a triunfar espectacularmente en su Reino. Ha visto ahora a estos dos grandes personajes del antiguo testamento que han vuelto: sin duda se prepara una sonada inauguración del tan anunciado Reino. ¿Y ahora se van? Piensa que debe retenerles consigo, para bajar al llano junto con ellos a la mañana siguiente. Está anocheciendo y Pedro, que arde de buena voluntad y de una casi infinita ingenuidad, sólo piensa en el frío de la noche. Maestro —dice-- bueno será quedarnos aquí. Voy a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Pedro no puede ocultar su temperamento: generoso, decidido, presuntuoso también. Quiere servir, quiere hacerse notar, desea mostrarse cumplido con los tres invitados, llenar su papel de entrega, de servicio y, si puede, de protagonismo. Es evidentemente generoso: no piensa en los tres apóstoles, sino en Jesús y sus acompañantes. Eran tres señores y tres siervos. Los señores duermen en los palacios o, al menos, en tiendas. Los tres esclavos dormirán ante la puerta de las tiendas, como aún hoy es costumbre en algunas regiones de Egipto y Palestina.

    Pero las palabras de Pedro rebosan ingenuidad. No percibe que a Jesús, Moisés y Elías, en el esplendor de la gloria, lo que menos puede molestarles es el frío de la noche. Su ocurrencia es tan ingenua que, como dice Bernard, raya en el ridículo y no viene al caso. El evangelista Marcos lo anota con precisión: No sabía lo que decía; porque estaban asustados.


    La nube y la voz

    Aún estaba hablando Pedro, cuando una nube los cubrió. No era, evidentemente, una nube natural. No suele haberlas en aquella región y a estas horas. Mateo, además, precisa que era una nube luminosa y Lucas precisa que los cubría con su sombra. Como si el cielo tratase de replicar a las palabras de Pedro y les cubriese con algo mejor que una tienda de ramas o de lonas. Los apóstoles entendieron que aquella era una presencia especial de Dios. La nube es, a través de toda la historia bíblica, una de las señales de Dios, signo visible de su manifestación. Era la majestad de Yahvé quien los cubría.

    Y esa nube, que primero protegía a los seis, pronto se concentró y envolvió a Jesús y a los dos antiguos personajes. Por lo que, como precisa Lucas, los apóstoles se llenaron de miedo. ¿Temieron, por un momento, que Jesús sería arrebatado, junto con Moisés y Elías, y que ya nunca volverían a verle? Tenían —comenta Bernard— la impresión de que su Maestro se hundía en la divinidad del misterio y desaparecía; les aterrorizaba sólo el pensar que ya nunca más estarían con él.

    Pero los misterios no habían concluido. Porque entonces salió del seno de la nube una voz que decía: Este es mi Hijo muy amado, escuchadle (Mc 9, 7). Mateo, a las palabras «mi hijo amado», añade: en quien yo me he complacido (Mt 17, 5). Lucas, en cambio, puntualiza: mi Hijo, mi elegido (Lc 9, 35).

    Estamos ante una de las más altas manifestaciones cristológicas de todos los evangelios. Lucas, que poco antes ha hecho mención clara de la pasión de Cristo, tiene cuidado de insistir aquí en su elección, en su mesianidad. Junto a la tragedia oscura, la declaración del Padre de que esa tragedia es parte de la misión del Hijo. Y todos los evangelistas tienen buen cuidado de unir esa idea de filiación con la de mesianidad.

    La escena no puede ser más importante: la voz del Padre, los dos sumos testigos del antiguo testamento, los discípulos que, aterrados, reciben el enorme mensaje.

    Lanza del Vasto comenta:

    Entonces, en la cumbre del cielo, estalla la grandeza de Dios de manera que ni siquiera nos hubiéramos atrevido a soñar. Estalla como una tempestad, pero como una tempestad que habla. Barre las últimas resistencias, hace callar todo delirio y todo pensamiento y toda visión. Y toda figura se borra en la nube luminosa y ya nada subsiste en el abismo tonante, salvo la sombra luminosa de la revelación.

    Los tres apóstoles comprenden que no están ante un milagro más; algo definitivo y terrible se ha abierto ante ellos. Por eso caen al suelo, se posternaron, rostro en tierra, sobrecogidos de un gran temor (Mt 17, 6). Este miedo de ahora no es como el de antes. No es ya un temor humano a perder a Cristo, es la sensación viva de haber entrado en contacto con lo más profundo de la divinidad. Caen en oración y adoración como lo hacían sus antepasados, como habían leído en mil lugares de los antiguos textos sagrados (Dn 8, 17; 1 Mac 4, 40; Núm 20, 6). Saben que la zarza ardiendo está ante sus ojos.


    El Jesús de cada día

    Y, luego, un nuevo giro vertiginoso de página: alguien les toca en el hombro y, cuando alzan la cabeza y abren los ojos, ya no ven a nadie sino a Jesús solo. Y al Jesús de cada día. Ven, como dice acertadamente Lanza del Vasto, la parte de él que está a su alcance. Porque Jesús ha vuelto a velarse con su carne para no abrasarlos totalmente.

    Todo vuelve a ser familiar y sencillo: el gesto de tocarles en el hombro, su soledad entre los arbustos de la montaña, la sonrisa con que acoge sus rostros aterrados. Al verle, se sienten felices de que la nube no les haya arrebatado a su Maestro como se llevó a Moisés y Elías. Ni siquiera preguntan por ellos. Casi se sienten aliviados de que haya cesado la tremenda presencia y la luz de momentos antes. Este es su Jesús de cada día, con él se sienten protegidos.

    Pero están aturdidos. No vieron venir a los dos profetas, no los han visto marcharse. Por un segundo se preguntan si no habrá sido todo un sueño. Pero el temblor que aún queda en sus almas les dice que aquello ha sido verdad. Y miran a su Maestro con mayor admiración que nunca. Ya no son los escritos de Moisés quienes anuncian su venida, ha sido Moisés en persona quien ha venido a testificarlo. Elías no sólo será, desde ahora, su anunciador, sino su compañero.

    Muchas cosas se han aclarado en sus corazones. Ahora entienden mejor el porvenir. Con su transfiguración, se ha transfigurado también su destino. Si muere, no morirá del todo. Ellos han visto un retazo de su gloria y les parece que ahora ya saben lo que su Maestro quiere decir cuando les habla de «resurrección». Será algo como lo que ellos han tocado hoy con sus manos y sus ojos.

    Han oído, además, la voz del Padre certificando todo lo que ellos ya intuían. Han interpretado esa voz como una consagración. Pedro lo recordará en su epístola porque sabe que ha visto con sus ojos su grandeza y no sigue fábulas inventadas. Sabe que el Padre le ha dado el honor y la gloria y se siente feliz de que Dios le haya hecho conocer el poder y la parusía de nuestro Señor Jesucristo (2 Petr 1, 16-19).

    Y los apóstoles ya no sabían si estaban llenos de terror o de entusiasmo. Sólo sabían que habían vivido una de las horas más altas de sus vidas.


    Realidad o símbolo

    Tenemos que preguntarnos ahora si toda esta escena fue real o solamente simbólica. ¿Sucedió realmente esta transfiguración de Jesús ante sus apóstoles? ¿Hubo una real aparición de Moisés y de Elías? Como era previsible, los racionalistas niegan toda realidad a esta escena. Es, dicen, una elaboración mítica o un símbolo para expresar la divinidad de Jesús. Alguno, como Loisy, llega, cuando más, a reconocer que la transfiguración de Cristo se enlaza estrechamente, en el cuadro sinóptico, con el anuncio de su resurrección y resurrección gloriosa. Corrigiendo la perspectiva de dolores, preludia, además, el triunfó. Tendría, pues, en los evangelios, un objetivo teológico, más que histórico.

    Más modernamente algunos, como Evely, le buscarán «explicaciones» más o menos religiosas. No es —dicen— que Jesús se transfigurase en realidad. La luz que los apóstoles vieron en el rostro de Cristo en el Tabor era la que habitualmente había en su rostro. Pero los apóstoles, ganados por la rutina, se habían acostumbrado a ella. Sus ojos distraídos, ofuscados, no la distinguían. El trato cotidiano había vuelto opaca aquella mirada que tanto les impresionó el día que le descubrieron. Por eso Jesús les aleja de lo cotidiano, les sumerge en la oración. Y allí se sosegaron, aprendieron a callar, se desnudaron de sus preocupaciones y de sus ambiciones. Estaban solos con él, empezaron a fijarse en él, a mirarlo, a verlo, y empezaron a distinguirlo de la manera con que siempre había estado entre ellos. El cambio habría estado, pues, no en Jesús, sino en los ojos de sus apóstoles.

    Pero todo esto poco tiene que ver con la narración evangélica. Allí nos encontramos con una descripción encantadoramente ingenua. Todo habla en ella en términos auténticamente objetivos. Nada huele a símbolo, mucho menos a alucinación. Los testigos de la escena no son nada propensos a lo visionario: muchachos fuertes, sanos, robustos de alma y cuerpo. En la escena no hay elementos mitificadores: se distingue con precisión lo ocurrido en la visión y el tránsito posteriora la realidad de este mundo. Y no se ocultan las zonas grotescas de lo ocurrido: las tontas frases de Pedro que podrían desprestigiarle y que, en cambio, dan al episodio un sello de autenticidad. Si la escena fuera inventada se habrían puesto en boca de Pedro frases mucho más nobles e inteligentes.

    Se trata, pues, evidentemente, en la voluntad de los narradores, de contar algo realmente ocurrido.

    Otro problema es si se trata de una realidad ocurrida en el mundo exterior o interior, si la nube existió en el mundo tangible, si la voz fue oída por los oídos, o si, en cambio, todo ocurrió en el interior de las conciencias.

    En este punto parece acertado lo que escribe Guardini:

    Nos sentimos inclinados a creer que se trata de una visión. Estaríamos en lo justo si sólo nos atuviéramos a la recta interpretación del fenómeno. Esta nos diría que es una realidad trascendente a la experiencia humana que entra en esta experiencia, con todo lo que una tal irrupción contiene de misterioso e intranquilizador. La índole de la aparición sugiere una tal interpretación: así la «luz», que no es la del universo, sino la de la esfera interior, luz espiritual; o la «nube», palabra que no designa una formación metereológica conocida de nosotros, sino una realidad que no acertamos a expresar debidamente, una claridad velada y celestial que se manifiesta, pero resulta inaccesible. La irrupción súbita del fenómeno nos hace pensar también que se trata de una visión: los personajes se presentan de repente y desaparecen del mismo modo, de manera que sentimos el abandono de este lugar de la tierra visitado y abandonado después por el cielo.

    Pero «visión» no significa un fenómeno puramente subjetivo, una imagen cualquiera producida por el yo, sino la manera en la cual captamos una realidad superior a nosotros, como la sensación es la forma en la cual nosotros percibimos habitualmente las realidades cotidianas y corporales.

    No fue pues una invención, no fue un sueño, fue una profunda realidad percibida por los apóstoles en el mundo interior de sus almas, fue el corrimiento de un velo que mil veces habían intuido y nunca comprendido.


    El arco de fuego

    El mismo Guardini llama a este descubrimiento «el arco de fuego», esa unión misteriosa que hay entre el Hijo de Dios y el ser humano de Jesús y que hace de él un hombre «hiperviviente», que vive en plenitud la vida humana pero elevada a dimensiones que jamás podremos los hombres entender. Su vida no es sólo la de un hombre que ama a Dios, ni siquiera la de un hombre invadido por Dios, sino la de un hombre que es verdaderamente Dios.

    Esto, que nosotros creemos y sólo a medias entendemos, fue «entrevisto» por un momento en la cima del Tabor. Esa unión misteriosa estalló en el rostro de Jesús, y los tres apóstoles elegidos vieron algo de lo que nosotros sólo veremos en el día final, cuando contemplaremos a Jesús enteramente, descubriendo ese arco de fuego que iluminaba y elevaba más allá de lo humano su humanidad. La transfiguración fue un rápido relámpago de la luz de la resurrección, de la verdadera vida que a todos nos espera, de esa «gracia» de la que tanto hablamos y nunca comprendemos.


    El secreto

    Si los apóstoles pasaron con Jesús la noche en la montaña, como parece probable, no podrían dormir ni un momento, rumiando en sus conciencias su visión. Aún les quemaba el alma cuando, de mañana, regresaron hacia donde les esperaban sus compañeros. Y, entonces, Jesús aún les hace enfrentarse con otro misterio: Al bajar de la montaña Jesús les prohibió contar a nadie lo que habían visto, a no ser cuando el Hijo del hombre hubiera resucitado de entre los muertos (Mc 9, 9).

    Les hubiera gustado hablar de ello, profundizar en un hecho que les planteaba más problemas de los que resolvía. ¿Cómo compaginar lo que han visto con esa muerte a la que Jesús sigue aludiendo? ¿Y qué resurrección es ésa que parece más una supervida que un simple volver a vivir? Ellos creen que un día los muertos volverán a vivir, han visto volver a levantarse de la muerte a dos muchachos llamados a la vida por Jesús, pero lo que acaban de ver es mucho más. Y no logran descubrir la naturaleza de esa resurrección con la que Jesús será favorecido. Siguen también sin saber por qué, si esta luz existe ya, hay que pasar por la muerte para llegar a ella.

    Pero obedecen el mandato de Jesús. Observaron —dice Marcos—esta orden, preguntándose entre ellos qué significaba «cuando resucitara de entre los muertos» (9, 10). Sólo entonces contaron lo que en este glorioso atardecer habían entrevisto.


    La ceguera

    Mas ya que Jesús les prohibía hablar del asunto querían aún aprovechar esta hora de soledad con su Maestro para aclarar uno de tantos cabos como les quedaban en el alma. La presencia de Elías les había golpeado el corazón. Más de una vez habían oído a los maestros de Israel anunciar que Elías vendría de nuevo como anunciador del Hijo del hombre. Ahora le habían visto. ¿Pero no venía un poco tarde? ¿Y cómo había vuelto a marcharse sin que su anuncio fuera percibido por todo el pueblo de Israel? Por eso preguntaban al Maestro: ¿Cómo dicen los escribas que Elías debe venir primero? Y Jesús les respondió con nuevos enigmas: Está claro: Elías viene primero y vuelve a poner todo en orden. Sin embargo ¿cómo está escrito sobre el Hijo del Hombre que debe padecer mucho y ser despreciado? Pero yo os digo: Sí, Elías ha venido ya y no le han reconocido, sino que han hecho con él lo que han querido. De la misma manera el Hijo del hombre tendrá que sufrir, a su vez, por ellos (Mc 9, 11-13; Mt 17, 11-13).

    El misterio de la luz de Dios vuelve de nuevo a cruzarse con el misterio de la ceguera humana. Los discípulos entendieron entonces que les hablaba de Juan Bautista (Mt 17, 13) y recordaron la muerte del Precursor. Si él no había sido oído, era lógico que tampoco fuera reconocido aquél a quien Juan anunciaba.

    Entendían ahora que Moisés y Elías hubieran venido no para celebrar su triunfo, sino para animarle a la muerte. La luz que acababan de entrever no anulaba la sombra de la cruz, era sólo un viático para hacerla soportable. Por eso Pedro, Santiago y Juan bajaban de tanta alegría con el alma cargada de tristeza. La sombra de la humillación y el dolor seguía estando en el horizonte.


    Jesús del atardecer

    Hacia ese horizonte de dolor se encamina ahora Jesús. Sus años de predicación han terminado. Ha expuesto ya a los hombres su mensaje con palabras. Ahora ya no tiene más armas que las de su carne. Habrá que demostrar, en una última semana trágica, que todo lo que ha dicho es verdad. Será necesario dejar las palabras, para que se vea ya sólo a la Palabra.

    Y Jesús se encamina hacia la muerte. Ya no es el muchacho que, feliz, comenzó a predicar hace sólo dos años. ¡Cuánto ha envejecido en tan pocos meses! ¡Qué cruel ha sido su choque con la iniquidad humana!

    Este Jesús de ahora es el «Jesús del atardecer» al que rezaba santa Gertrudis. Es el que todos nos encontraremos en la frontera entre nuestra muerte y nuestra resurrección. Es al que hoy rezamos con la oración de la santa:

    ¡Oh, Jesús, amor mío, amor del atardecer de mi vida! Alégrame con tu vista en la hora de mi partida. ¡Oh, Jesús del atardecer!, haz que duerma en ti un sueño tranquilo y que saboree el descanso que tú has preparado para los que te aman.