La gran apuesta

(LOS OBSTÁCULOS DEL REINO)

Escribir un libro sobre Cristo haciendo como si el mal y el Diablo no existieran me parece tan vano y tan poco honrado como escribir una vida de Napoleón sin tratar nunca de guerras.

Estas palabras de Bruckberger me han obligado a reflexionar largamente: ¿No convertiríamos la vida de Cristo en un idilio falso si esquivásemos las grandes sombras del mal, del pecado, de la muerte, del Demonio, del infierno? Ya, ya sé que todas estas son palabras que hoy no están de moda. Ya sé que lo convenido es hablar de la luz y no de las sombras. Ya sé que hoy se lleva hablar de un «Jesús-buenmuchacho» que «atraiga y no espante». Pero tengo que preguntarme: ¿Mutilar a Jesús de datos tan esenciales a su vida como es la salvación que trae a los hombres no será mentir y no será, sobre todo, falsear sacrílegamente la vida de Jesús?

No voy a renovar aquí el viejo debate de si la encarnación de Cristo se habría producido de no haber existido el pecado del hombre. A nuestros contemporáneos —y a mí también, por supuesto— nos encanta la idea de que Dios se encarnó por puro amor al hombre, porque quería compartir nuestra suerte y no sólo —o centralmente—porque viera que el hombre lo necesitaba. Pero, piénsese lo que se piense de esa hermosa posibilidad, lo real es que Jesús, de hecho, como dice el Credo de Nicea, «por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo». Es, pues, claro, desde nuestra fe, que la salvación de la raza humana fue el motivo último y decisivo de la encarnación; que, consiguientemente, es que la raza humana estaba en peligro de perderse; y que él se hizo hombre porque el hombre lo necesitaba y para que el hombre pudiera salvarse. ¿Cómo esquivar, entonces, el estudio de ese riesgo del que vino a liberarnos?

Porque aquí llega otro asombro: si tuviéramos que elegir una visión de Cristo como típica del hombre actual, elegiríamos, sin duda, la de Jesucristo libertador. De la liberación hablan hoy, desde diversas ópticas, conservadores y progresistas. Es la bandera del día. Pero entonces hay que preguntarse: Vino a liberarnos ¿de qué?

Y es que, asombrosamente, la mayoría de los que levantan esa bandera pintan un libertador que libera de cosas tal vez importantes pero, en definitiva, bastante secundarias. Para los avanzados, se diría que Jesús sólo hubiera venido a librar a los pobres de los ricos o a todos los hombres de hoy de los dictadores de turno. Y, para los más conservadores, Cristo nos habría liberado del pecado, pero entendido éste del modo más legalista, más externo y más superficial: como si Jesús fuera una especie de miembro del «Ejército de salvación» que predicase sólo contra la pornografia y el comunismo. Y así unos parecen temer hablar del pecado y del infierno, y los otros confunden el pecado con la transgresión de una serie de normas higiénicas o como algo que sólo afectase a sus enemigos políticos.

Habrá, entonces, que atreverse a pintar a este Jesús libertador con todo el radicalismo que muestran los evangelios. Y empezar recordando que Jesús concibe la vida del hombre como una tremenda apuesta, como una gran opción en la que el hombre debe elegir vivir o no vivir, salvarse o perderse.

La religión de Jesús es, desde luego, centralmente amor. Pero nos equivocaríamos si confundiéramos ese amor con una vaselina sentimental o si creyéramos que vino a «rebajar» las exigencias propias de otras religiones. Jesús no fue una suavización de nada, sino una radicalización de todo. Su «amor» es algo mucho más tenso, mucho más arriesgado, que todas las otras leyes y obligaciones.

Jesús no oculta nunca que el hombre vive en un océano de tormentas. Sabe que su vida es una tensa escalada en la que los peligros de destrucción acechan incesantes. El hombre se juega todo en esa aventura. Y si Cristo trae una gran salvación es porque el riesgo de perdición es muy hondo. Achicando el mal y el infierno, empequeñecemos la liberación que Cristo nos trae. Jesús no era, es cierto, el representante de «un Dios de infierno en ristre» del que hablaban los predicadores del XIX, pero tampoco es la sacarina —el «edulcorante no energético»— de muchos predicadores de hoy. Para entenderle debemos ver en su persona —sin mutilar ninguno de los dos aspectos— la unión perfecta del «Varón de dolores» y del «Libertador» que dibujaron los profetas.

 

I. LA PRESENCIA DEL MAL

Mi alma ha nacido con una llaga, decía Lammenais. Y es cierto. La experiencia de los hombres y la ciencia de hoy comprueban que los humanos viven sintiéndose mutilados y sin acabar de conocer la naturaleza del mal que les domina.

En tiempos de Jesús un rabino citado por la mishná resumía así la visión del hombre de sus contemporáneos: Aprende de dónde vienes, a dónde vas y ante quién debes dar cuentas. ¿De dónde vienes? De una gota pútrida. ¿A dónde vas? A un lugar de polvo y gusanera. ¿Ante quién darás tus cuentas? Ante el Rey de los reyes, el Santo, bendito sea. Y es que el pueblo judío se atrevía a asumir esa terrible paradoja de creer que el hombre es, a la vez, fruto de una gota pútrida destinada a la gusanera y portador de la promesa y de la esperanza.

Veinte siglos después se diría que la literatura moderna ha asumido únicamente la primera parte de ese dilema. Y que ha reducido la vida de los hombres a la podredumbre y el pasto de los gusanos. El hombre de Heidegger es sólo un ser para la muerte. Los hombres sufren y no son felices, resumía Camus. Pintamos porque no somos felices, confesaba un día Picasso. ¿No sentimos en nuestro rostro el soplo del vacío? ¿No hace cada vez más frío? ¿No es cada vez más de noche?, se preguntaba Nietszche después de haber proclamado gloriosamente la muerte de Dios. Lo veo con claridad —confesaba Sartre— estoy desengañado: desde hace diez años soy un hombre que se despierta, curado de una prolongada, amarga y dulce locura, que acaba de restablecerse y que no puede recordar sus antiguos desvaríos sin una sonrisa, pero que no sabe ahora qué hacer con la vida.

La lista de citas podría ser interminable. Y todas ellas testimoniarían que los hombres más lúcidos de nuestra generación viven como anegados por el océano del mal y de la angustia.

Tal vez por ello mismo, simultáneamente, el hombre contemporáneo lucha cada día por ponerse la máscara del mundo feliz. Escribe González Faus:

Desde que el hombre ha matado a Dios y se ha hecho cargo del mundo, está dedicándose a difundir la conciencia de que el mundo va cada vez mejor y se está arreglando cada vez mejor y pronto se arreglará aún mejor. Y en esto parecen coincidir capitalismo y marxismo.

Es cierto: la consigna contemporánea es el todo va mejor, vamos por el buen camino. Es el mito del progreso.

Pero habría que tener el coraje de preguntarse si esto es realmente así. Si hoy hay menos dolor en el mundo que hace tres siglos. Si los hombres, en su conjunto y en su individualidad, son más felices. Si hay menos violencias y menos injusticias. Si la felicidad es más profunda o sólo es que hoy tenemos más calmantes, más drogas, más distracciones evasivas. Habría que preguntarse si después de haber declarado oficialmente que el dolor y la muerte no existen, no será que simplemente nosotros los vemos menos porque los hemos arrinconado en hospitales, en lazaretos, en suburbios, en terceros mundos de los que a veces oímos hablar pero no vemos.

El hombre contemporáneo insiste —González Faus— tendría que
empezar por:

No enmascarar el dolor del mundo, por tener el valor de poner sobre la mesa de la familia humana todo el dolor del mundo: que esté más a la vista, que nos moleste más, que se muera más en familia, que el hambre o el paro estén presentes en la misma zona residencial, no en el suburbio al que nunca se accede y que constituye la variante «democrática» del gueto de los nazis, que los terceros mundos estén dentro de los primeros y no a miles de kilómetros de distancia. Y que, al verse como es, también nuestro mundo se reconozca como lo que antaño confesó que era: «este valle de lágrimas». Hoy ya ninguno de nuestros tecnócratas modernos se atrevería a definir así al mundo: eso suena a anticuado o a carca, y se lo desautoriza con un gesto de escándalo o con una sonrisa de perdonavidas.

Sí, el hombre tendría que empezar por recusar el falso optimismo oficial. Y atreverse a mirar al mal cara a cara.

Y quizá más que nadie los cristianos. El hecho de que nosotros seamos portadores de la esperanza no nos convierte por ello en paladines de la ingenuidad. Y el saber que la gracia vencerá al dolor no nos exime de conocer que el dolor existe. El cristiano no es, no puede ser, el evasivo que —como nos acusaba Jean Gionó— atraviesa los campos de batalla con una rosa en la mano. La contemplación de Dios nuestra rosa salvadora no puede cegarnos e impedir que veamos el llanto que nos rodea. Es necesario —como decía Bernanos— que el cristiano se atreva a descender a la realidad del mal, aunque sea «vestido de su escafandra», que es la esperanza. Debemos —como exhorta Balthasar— tomar conciencia de la existencia del abismo, de su profundidad, de su fuerza de succión.

Vivimos, es cierto, en un mundo en el que es cada vez más dificil predicar la alegría. Pero la obligación de predicarla nos obliga a conocer las verdaderas dimensiones sufrientes del mundo al que debemos anunciarla. Medir la anchura del mal en todas sus dimensiones: fisicas, sociales, morales, metafísicas. Mirarlo, atreverse a mirarlo, aunque Bernanos lo testimonia no se pueda mirar cara a cara al mal sin rezar.

Medir la realidad de un mundo en el que tantos sufren en sus cuerpos y en sus almas: enfermos, parados, olvidados, traicionados, amargados, aburridos. ¡Qué infinito hospital sería necesario para cobijarlos a todos!

Y el mar de la injusticia: los oprimidos, los analfabetos, los hambrientos, los sin derechos, los que nacen condenados a morir jóvenes por una falta de alimentación y cuidados médicos, todo ese universo al que llamamos tercer mundo para no llamarle simplemente submundo.

Y el podrido océano del mal moral. Si Dios nos abriera los ojos —dice Bernanos— al mundo de lo invisible ¿quién de nosotros no caería muerto ante el aspecto, ante el simple aspecto de las abominables proliferaciones del mal? Bastaría un instante para morir. Ver en un solo segundo reunida ante nosotros la montaña de la lujuria humana (esa utilización del cuerpo por el cuerpo que es como una encarnación invertida, vuelta del revés), el espanto del orgullo (ese vicio solitario, que es una masturbación del alma), la droga (la moderna antiesperanza, el falso sucedáneo de la fe), la mentira (ese infierno de frío), el desamor que señorea el mundo (porque, como decía Ugo Betti, no es cierto que los hombres nos amemos; tampoco es cierto que nos odiemos; la verdad es que nos desimportamos aterradoramente), el aburrimiento (ese cáncer indoloro de los espíritus), la hipocresía, la violencia, la mediocridad, la angustia... Sí, el siglo de las luces ha pasado y hoy —como dice Balthasar lo ridículo es no creer en el infierno.

Efectivamente, es la contemplación de todo ese océano de dolor de la realidad humana lo que clama a gritos por la presencia de un Salvador. Es el infierno, son todos los infiernos los que exigen su venida, los que muestran abrumadoramente su necesidad. «Abyssus abyssum invocat», decían los latinos. Es el abismo del mal lo que hoy mendiga el otro abismo de la misericordia de Dios.

 

II. EL PROFETA DE LA ALEGRÍA

Y Jesús ¿qué piensa del mal del mundo? ¿Fue también él un invitador a la tristeza? Pessoa, el gran poeta neopagano portugués, hace decir a uno de sus heterónimos que Cristo podría ser admitido como el nuevo dios que faltaba en el panteón de los paganos y podía ser recibido en concepto de dios triste. Con ello, no hacía sino repetir lo que tantas veces predicara Nietszche, que invirtió toda su vida en demostrar que había una contratación entre Cristo y la alegría. Pero la verdad es que Nietszche o no conocía a Cristo o no conocía la alegría. Para ser más exacto: o confundía a Jesús con algún cura de su tiempo o confundía la alegría con el placer y el orgullo.

La verdad es que Cristo llegó a un mundo hastiado y vacío y penetró en él por la olvidada puerta de la alegría. Hacía tiempo que los hombres no pasaban por ella. Y es que los humanos, en lugar de recordar que Dios nos hizo a su imagen y semejanza, habían preferido hacer a Dios a imagen y semejanza suya. Y, como los hombres somos tristes y aburridos, nos habíamos inventado a un Dios triste y aburrido. Como nosotros le amábamos poco, no podíamos imaginarnos que él nos amase demasiado. Y una vez convertido Dios en un viejo barbudo de mirada lánguida, ya todo el universo se nos había vuelto insoportable. Tanto, que aún hoy son poquísimos los artistas que se «atreven» a pintar a Cristo sonriente.

Pero la verdad es que la gran revelación que traía Jesús es que Dios es mucho mejor de lo que nos imaginábamos. El nos descubrió —dice Evely— que Dios era joven, tierno, simpático, infinitamente amigo de los hombres, indulgente, audaz, comprensivo, alegre, infantil, feliz. ¡Dios era Dios!

Y este Dios más joven que la juventud, es el que se nos muestra en Jesús. Esa fue realmente su «buena noticia». Por eso cuando él vino lo que le acompañó fue un estallido de alegría. En torno a su nacimiento todo fueron anuncios, promesas, milagros, llamamientos, una continua maravilla. Todo el mundo se sintió trastornado, Todos recibían infinitamente más de lo que habían creído posible. Isabel, la estéril, concibe. Zacarías, el incrédulo, profetiza. La Virgen es Madre. Los pastores hablan con los ángeles. Los magos dan cuanto tienen. Simeón ya no teme a la muerte.

Toda su vida se inscribirá bajo este signo del gozo. El hará pedazos ese ídolo mezquino que habíamos hecho de Dios y nos descubrirá que es un Padre. Entenderá su predicación como una gran fiesta de bodas. Los que le siguen se olvidarán de comer, porque su palabra les alimenta. Se mezclará con la gente de vida alegre y sus enemigos le acusarán de ligereza. Anunciará a los pobres que pueden ser felices sin necesidad de dejar de ser pobres. Experimentará a todas horas el gozo de ver cómo el Reino le está creciendo entre las manos. Por eso, cuando encuentra la oveja perdida la pone contento sobre sus hombros y convoca a sus amigos diciéndoles: Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que había perdido (Lc 15, 5-7) y nos dirá que hasta en el cielo tendrán gozo por este hallazgo (Mt 18, 12-14). Al recibir al hijo pródigo proclama que convenía hacer fiesta y alegrarse (Le 15, 32). Se llenará de gozo al comprobar que sus apóstoles saben ya repartir la buena nueva (Le 10, 17-21; Mt 11, 25-26). Nos contará que todos los que encuentran la perla de su Reino por la alegría que les da son capaces de vender todo lo que hasta entonces les daba apariencia de felicidad (Mt 13, 44). Y dirá a los suyos: Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis (Le 10, 23-24) porque lo que ven es exaltante.

Por eso todos los que le seguían se alegraban con las maravillas que hacía (Le 13, 17; 19, 37). Y los que se encontraban con él salían con el alma llena. Zaqueo, al oír su llamada, se apresuró a bajar del sicomoro y le recibió con alegría (Le 19, 37-40; Mt 21, 9). Y cuantos le vieron llegar a Jerusalén el domingo de ramos llenos de alegría se pusieron a alabar a Dios a grandes voces (Le 19, 37-40; Mt 21, 9).

Esta alegría no tendrá eclipse ni siquiera en las horas de su pasión, que él entenderá como una glorificación: Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre (Jn 12, 23). Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti (Jn 17, 1-2).

Ese gozo estallará, naturalmente, en la pascua. Por eso las mujeres con miedo y con gran gozo corrieron a dar la noticia a sus discípulos (Mt 28, 8). Por eso, al verle, sus compañeros no podían hablar por la alegría, pero se alegraron viendo al Señor (Jn 20, 20). Y por eso, después de su ascensión, se volvieron a Jerusalén con gran gozo y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios (Le 24, 52).

Después los apóstoles entenderían y recordarían cómo su Maestro se pasó la vida reprendiéndoles por su tristeza: No temas, cree solamente (Mc 5, 36; Lc 8, 50). ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe? (Mt 8, 26; 14, 31). Soy yo, no temáis (Le 24, 36). María ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? (Jn 20, 11) ¿De qué estabais hablando por el camino y por qué estabais tristes? (Le 24, 16).

Y recordarían también cuántas veces les invitó al gozo: Si me amáis tenéis que alegraros (Jn 14, 28). Os dejo mi paz, es mi paz la que os doy, no la del mundo (Jn 14, 27). Os doy mi gozo. Quiero que tengáis en vosotros mi propio gozo y que vuestro gozo sea completo (Jn 15, 11). Vuestra tristeza se convertirá en gozo (Jn 16, 20). Volveré a vosotros y vuestro corazón se regocijará y el gozo que entonces experimentaréis, nadie os lo podrá arrebatar. Pediréis y recibiréis, y vuestro gozo será completo (Jn 16, 22-24).

¿De dónde viene esta sustancial alegría, este gozo de fondo que invade toda la vida de Jesús? De tres raíces:

de la comprobación de que está realizando su misión como hombre y, consiguientemente, su vida está llena;

de la certeza de que, de su obra, está saliendo la creación de un hombre y un mundo nuevo;

y, sobre todo, de la íntima convivencia constante con su Padre, a través del Espíritu santo.

Alguien ha señalado cómo en toda la vida de Jesús no hay un solo segundo de aburrimiento. Vive tenso, aunque tranquilo. Lleno, sin angustias. Por eso podrá cerrar su vida concluyendo que todo se ha consumado (Jn 19, 20). ¿Qué mayor gozo para un hombre que el de saber que su vida está llena y su misión cumplida?

Pero aún es más importante comprobar que tu vida no ha sido inútil, que de ella está saliendo salvación para muchos. Jesús no verá sino una pequeñísima parte de ese fruto. Pero él sabe que el sembrador tiene derecho a alegrarse tanto como el segador, aunque él no recolecte (Jn 4, 35-36); sabe que la mujer, cuando pare, siente tristeza, porque llega su hora, pero cuando ha dado a luz un hijo, ya no se acuerda de la tribulación, por el gozo que tiene de haber venido al mundo un hombre (Jn 16, 21). ¿Cómo no iba a vivir alegre Jesús, si sabía que estaba engendrando un mundo?

Pero la más radical alegría de Cristo está en la íntima unión que experimenta a todas horas con su Padre. Sabe que le ama (Jn 15, 9), que le ha amado desde antes de la creación del mundo (Jn 17, 35), sabe que ha puesto todo en su mano (Jn 3, 35), que él está en su Padre (Jn 14, 20), que él es el único camino para ir al Padre (Jn 14, 6), que su Padre le da vida para que él, a su vez, dé vida (Jn 5, 26), que quien le ve a él ve también a quien le ha enviado (Jn 12, 45). ¿Cómo, entonces, no vivir estallando de gozo? Ciertamente no es exageración asegurar que en toda la historia del mundo no ha existido humano alguno que haya tenido en su interior una capa tan sólida, tan firme, tan permanente, de alegría.

 

III. JESÚS, ANTE EL DOLOR DEL MUNDO

Y este Jesús alegre, este profeta único de la alegría ¿qué piensa, cómo se enfrenta al dolor del mundo?

El primer dato llamativo con el que nos encontramos es que los evangelios, aunque de hecho se escribieron en un período de exaltación pascual en el que los evangelistas y los cristianos que iban a ser los primeros destinatarios de su obra vivían con la obsesión del triunfo de Cristo sobre el mal, sin embargo pintan un mundo lleno de dolor, casi diríamos que superpoblado de dolor (los enfermos asedian a Cristo, aparece el llanto por todas las esquinas de Palestina) y, además, no desconocen la realidad de que ese Cristo triunfante en el que creen es, al mismo tiempo, el Varón de dolores (1 Pe 2, 21-25; 3, 18; 4, 1; Rom 15, 3; Heb 12, 2) e incluso creen —como señala González Faus que el dolor de la historia sólo puede verse e interpretarse a la luz y bajo el signo de Cristo (Mt 25, 31; Hech 9, 4; 2 Cor 1, 5; 4, 10; Col 1, 24).

Pero, en contraste con este dato, tenemos el segundo: que Jesús, de hecho, habla muy poco del dolor, no formula teorías sobre él, no se extiende en consejos para combatirlo (prefiere también aquí actuar a hablar) y menos aún habla de su propio dolor personal. Nunca le vemos mendigar comprensión. Las alusiones a su dolor son ocasiona-les y breves (Me siento agitado Jn 12, 27—; se echó a llorar —Jn 11, 35 ; me muero de tristeza —Mt 26, 38). Aunque sí exprese su necesidad de compañía y ayuda a la hora de rezar ante la muerte. Pero las mismas descripciones de la pasión nunca hacen dolorismo sentimental, apenas aportan esos datos emotivos en que tanto ha abundado la piedad posterior.

¿Cuál es, entonces, la postura de Jesús ante el dolor de los demás y ante el propio? Responderé muy sintéticamente:

  • Siente ira cuando ve que alguien hace sufrir a otro hombre (Mc 3, 1-6).
     

  • No sólo cura él, sino que invita a sus apóstoles a hacer lo mismo y les da la fuerza y el poder para realizarlo (Mt 10, 7-8).

  • En resumen: la postura de Cristo ante el dolor es antifatalista. No se rinde ante el mal del mundo. No cree que se resuelva con filosofias o consejos falsamente piadosos. Dedica toda su energía a combatirlo. Parece querer convencer a los enfermos de que son ellos (su fe) quien les ha salvado y nunca se atribuye a sí mismo la curación que ha realizado. Muestra la fecundidad multiplicadora del dolor, ese dolor que a veces estira las almas, tal y como decía Leon Bloy: El hombre tiene lugares en su pobre corazón que no empiezan a existir hasta que el dolor entra en ellos para que existan.

    Pero la gran respuesta de Jesús ante el dolor humano es la que en todos los temas era la suya: sumergirse él mismo en el dolor para explicarnos, en su propia carne, su sentido y cómo debe vivirse.

    Por eso es aún más importante analizar cómo sufre Jesús:

    Estamos, pues, ante un dolor que, lejos de avinagrar o desgastar el alma de Jesús, la vuelve excepcionalmente fecunda. Así lo entendieron sus apóstoles, así lo entendió la carta a los hebreos cuando desarrolla toda la teología del dolor de Jesús: una vida que se centra en la aceptación de la cruz, que se toma sin tener en cuenta su ignominia (12, 2); con un sufrimiento que le enseña a obedecer (5, 7-9, es decir: a aceptar plenamente el destino humano. Por haber sufrido puede ayudar (2, 18), pues su total identificación con la debilidad humana le hace compasivo y digno de fe (2, 14). Por eso es consagrado sacerdote por el dolor (2, 17).

    Lo mismo repetirá san Pedro que señala estos rasgos al dolor de Jesús: inocencia, identificación con nosotros, valor para nosotros, ejemplaridad (1 Pe 2, 21-25; 3, 18; 4, 1-13). Por todo ello, Dios, su Padre, dio al dolor de Jesús la máxima de sus fecundidades: la resurrección gloriosa.

     

    IV. JESÚS, EL PECADO Y LOS PECADORES

    Ahora tendremos que dar un paso más. ¿Cuál es la postura de Jesús ante el mal moral, ante el pecado?

    Jesús, pecado: he aquí dos palabras opuestas, contradictorias. Más opuestas que lo blanco y lo negro, que la paz y la violencia, que la vida y la muerte. El pecado —ha escrito A. Gelin es el reverso de la idea de Dios. Efectivamente: Dios es la fuerza, el pecado es, no otra fuerza, sino la debilidad; Dios es la unidad, el pecado es la dispersión; Dios es la alianza, el pecado la ruptura; Dios es la profundidad, el pecado la frivolidad; Dios lo eterno, el pecado la venta a lo provisional y fugitivo.

    Y, sin embargo, el pecado es algo fundamental en la vida de Jesús. Probablemente no se hubiera hecho hombre de no ser por el pecado, y, ciertamente, el eje central de su vida fue la lucha contra el mal.

    Jesús no conocía el pecado en su carne ni en su alma. Y, sin embargo, nadie entre los hombres ha entendido como él el pecado, porque él ha sido el único hombre que ha comprendido a Dios y que, consiguientemente, ha podido medir lo que es una ofensa a su grandeza.

    Es, por eso, fundamental conocer cuál fue la postura de Jesús ante el pecado y los pecadores, saber qué entendió por pecado, cuáles valoraba como más graves y peligrosos, cómo trataba de hacer salir de él a cuantos pecadores tropezaba.

    Comencemos por decir que en el mundo bíblico el pecado no fue nunca la violación de un tabú, como era típico de las tribus primitivas. Las visiones totémicas del pecado ritual que traspasa un mandato que no se comprende y que carece de todo sentido racional, prácticamente no existen en la Biblia, en la que hay, además, una progresiva purificación de la idea de pecado. Especialmente la predicación profética conducirá a los judíos hacia una visión del pecado como algo que vicia radicalmente la personalidad humana, ya que implica una desobediencia, una insubordinación en la que intervienen inteligencia y voluntad del hombre, contra el mismo Dios personal y no contra un simple fatum abstracto.

    Las mismas palabras hebreas y griegas con las que la Biblia designa el pecado acentúan este carácter voluntario y personal. En hebreo es la palabra hatá que significa «no alcanzar una meta, no conseguir lo que se busca, no llegar a cierta medida, pisar en falso» y, en sentido moral, «ofender, faltar a una norma ética, infringir determinados derechos, desviarse del camino recto». La versión de los setenta suele traducir ese hatá hebreo por amartía, amartano que también significan «fallar el blanco o ser privado de algo». Ahora bien —como señala García Cordero— el término hebraico, además de su sentido primitivo de fracasar al no alcanzar un fin, significa, ya en el orden religioso, una especie de desacato a la divinidad, lo que coloca al pecador como objeto de la cólera de Dios. La idea de rebelión queda aún más clara en el término pasha. Pero en todos ellos, cada uno con sus matices, queda la idea de una ruptura de relaciones entre Dios y el hombre, de una hostilidad justificada de Dios.

    Esta idea de «ruptura» es acentuada, sobre todo, por los profetas que ven siempre el pecado como la negativa a obedecer una orden o seguir una llamada. Esta repulsa puntualiza Jacob— reviste según los diversos profetas, aspectos diferentes. En Amós es la ingratitud; en Isaías, el orgullo; en Jeremías, la falsedad oculta en el corazón; en Ezequiel, la rebelión declarada. En todos los casos la ruptura de un vínculo, la violación de una alianza, la traición de una amistad. Cada vez que uno peca repite la experiencia de Adán, ocultándose de Dios.

    Por ello se explica que Dios tome tan dramáticamente el pecado, no como una simple ley violada, sino como una amistad traicionada, un amor falseado. Por eso en la redacción del decálogo se pone en boca de Yahvé esta terrible denominación de los transgresores: aquellos que me odian, mientras que llama a los que cumplen los mandamientos los que me aman (Ex 20, 5-6).


    En tiempos de Jesús

    Para comprender lo que significaba el pecado en tiempos de Jesús nos basta con acercarnos al universo religioso de Qumran. A juicio de esta comunidad el hombre está perdido en una ciénaga de pecado de la que es casi imposible escapar. Yo pertenezco leemos en uno de sus rollos de oraciones a la humanidad infame, a la multitud de carne sacrílega. Mis pecados, mis transgresiones, mis faltas, junto a la corrupción de mi corazón, pertenecen a la muchedumbre de las sabandijas y de aquellos que caminan en las tinieblas.

    Porque tienen esta visión de un mundo podrido, huyen al desierto los monjes de Qumran y, una vez en él, se pasan la jornada entera en una multitud de bautismos, abluciones y oraciones de purificación.

    Con menos radicalismo sostienen una visión parecida los fariseos. No tienen el coraje de dejarlo todo e irse al desierto, pero, como su propio nombre indica, son «los separados», el único resto puro que le queda a Dios en el mundo. Por eso rezan diciendo que ellos no son como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros (Lc 18, 11); por eso consideran a todos los demás como el pueblo de la tierra; por eso se diría que, aparte de ellos, el resto no son sino publicanos y pecadores.

    Tampoco Jesús mirará el mundo con un barato optimismo. Describirá a su generación como adúltera y perversa (Mc 8, 38) y no vacilará en afirmar que todos son reos de muerte (Lc 13, 1-4). No es que para Jesús todo sea pecado y sólo pecado. Al contrario, sus metas son siempre positivas y luminosas: Sed perfectos como mi Padre es perfecto (Mt 5, 46). Pero sabe muy bien también que en el hombre hay pecado, que sólo Dios es bueno (Mc 10, 18), y que al hombre no le basta el querer para salvarse. Sabe que él precisamente ha venido para realizar esa salvación que es imposible para el hombre solo. Y que esa salvación es la cara luminosa de la victoria sobre el pecado.

    Mateo coloca ya en labios del ángel esta idea redentora, cuando explica que le pondrán por nombre Jesús porque salvará al mundo de sus pecados (Mt 1, 22). Es la labor propia del Mesías, la que anunciaron tantos vaticinios proféticos. Y el Bautista tendrá una vocación, en cierto modo, parecida: dar a su pueblo el conocimiento de la salvación con la remisión de los pecados (Lc 1, 78).

    Por eso Jesús y Juan comienzan su misión con una invitación a la penitencia: sin ella no se puede entrar en el reino de Dios (Mt 3, 2; Mc 1, 15). Este es un Reino que sólo puede construirse después de haber destruido los edificios del mal y de haber retirado sus escombros.

    Casi se diría que Jesús exagera su interés por los pecadores cuando afirma con atrevida paradoja que ha venido a llamar, no a los justos, sino a los pecadores (Mt 9, 12), cuando se presenta como médico que sólo se preocupa por las almas enfermas (Mc 2, 17). Su interés será tal que será acusado de andar con publicanos y pecadores (Mt 9, 12) y de mezclarse con mujeres que han llevado vida escandalosa (Lc 7, 36-42). El mismo resumirá el sentido de su vida en la última cena declarando que su sangre será derramada en remisión de los pecados (Mt 26, 27) y, tras su muerte, pedirá a sus apóstoles que continúen su obra predicando la penitencia para la remisión de los pecados a todas las gentes (Lc 24, 44-48).


    Lo que sale del corazón

    Jesús va a introducir una visión del pecado que está en los antípodas de la de los fariseos. Frente a la visión que juzgaba la moralidad de las acciones sólo según su conformación literal con las prescripciones de la ley (confundiendo lo ético permanente, con lo puramente ritual y transitorio) Jesús va a ahondar una intuición que ha aparecido ya en los profetas pero que el pueblo de Israel ha olvidado: que lo importante es la circuncisión del corazón de la que habló Isaías (1, 10-17), porque es ahí donde está la maldad del hombre, en lo más íntimo de su ser y no en este o aquel gesto externo. No es lo que entra por la boca lo que contamina al hombre, sino lo que sale de la boca, pues procede del corazón; y del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios y las blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al hombre (Mt 15, 10-20). Por eso hablará del adulterio espiritual por el simple deseo (Mt 5, 27-28), del homicidio por el odio, aun cuando no llegue a realizarse el acto (Mt 5, 21-22). Por eso pedirá no sólo que perdonemos a los enemigos, sino que los amemos (Mt 5, 43-44).

    Cristo busca la profundidad de las almas, no puede detenerse en los aspectos legalistas. No es que los ignore, es, simplemente, que los pone en su secundario lugar. Por eso se enfrenta a los escribas y fariseos que hacen cuestión de honor al presentar el diezmo del eneldo y del comino, dejando lo más grave de la ley: la justicia, la misericordia y la lealtad. Bien sería hacer aquello, pero sin omitir esto (Mt 23, 23). Es esa esclerosis espiritual que crea todo legalismo exacervado lo que a Jesús le preocupa, lo que combate con las más duras palabras. Porque sabe que quien se obsesiona por lo secundario acabará convirtiéndose en uno de esos hipócritas que cuelan el mosquito y se tragan el camello (Mt 23, 24).


    La hondura y la ignorancia

    También en el tema del pecado nos encontramos con otra de las clásicas paradojas de Cristo: señala al mismo tiempo la tremenda hondura del pecado y busca todas las escapatorias para rebajar la culpa de quien lo comete.

    Para Jesús el pecado no es un juego de niños ni una simple falla legal. A sus ojos, el pecado es una esclavitud con la que el hombre cae en poder de Satán. Sin melodramatizar el papel del demonio y sabiendo que será sometido por Cristo y por los suyos, Jesús no ignora que cuando Judas Iscariote decide su traición Satanás entró en él (Lc 22, 3); sabe que este mismo Satanás busca a sus elegidos para cribarlos como el trigo (Lc 22, 39); sabe que él mismo será zarandeado por el pecado cuando llegue la hora del poder de las tinieblas (Lc 22, 53).

    Pero esta visión objetiva de catástrofe casi cosmológica, gira cuando se plantea el problema de la responsabilidad personal del pecador. Se diría que aquí no sólo acepta todos los atenuantes, sino incluso todas las disculpas. Todas las parábolas de la misericordia son una larga explicación de esa disposición de Cristo a perdonar e, incluso, a comprender. Jesús —recuerda el P. García Cordero sabe que el hombre, en el fondo, peca no por malicia, sino por ignorancia. Lo proclamará abiertamente cuando desde la cruz pide perdón para sus asesinos porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Para él, bajo el pecado hay siempre una falsa valoración de las cosas, pues el corazón humano se deja arrastrar de lo inmediato y de las satisfacciones sensibles. Cuenta en la parábola de los invitados a las bodas, cómo muchos prefieren sus pequeños intereses humanos a la gran invitación que el rey les hace. Vemos también al joven rico preferir sus riquezas a la vocación. Sabemos que la preocupación temporal y la seducción de las riquezas ahogan la palabra de salvación que queda improductiva (Mt 13, 4). Vemos al hijo pródigo abandonar la alegría de la casa paterna por la frivolidad de unas diversiones que, además, muestran enseguida su rostro amargo: ha cambiado el carnero cebado por las algarrobas de los puercos. Una vez más Jesús mostrará las dos caras de lamoneda: el padre está dispuesto a perdonar y olvidar, pero esta disposición del padre no impide el hambre del hijo hasta que éste no se decide a regresar. Maldad del pecado y bondad del Dios perdonador son así dos abismos igualmente profundos. Y Jesús no está dispuesto a rebajar ninguno de los dos.


    Los mayores pecados

    Cristo no es, ciertamente, un moralista que se dedique a milimetrar cada pecado; ni es un casuista que juegue a la cuerda floja entre lo permitido y lo prohibido. Es un profeta que lanza un mensaje de salvación y liberación y que señala constantemente la perfección como meta. Deja la casuística a los fariseos.

    Sin embargo una lectura atenta a los evangelios nos descubre que no todos los pecados tienen la misma gravedad ante sus ojos. Hay algunos frente a los que reacciona con especial violencia.

    El primero de estos es la hipocresía religiosa, especialmente cuando formas o apariencias religiosas se usan para cubrir otro tipo de intereses humanos. Buena parte del capítulo 23 de san Mateo se dedica a estigmatizar este vicio. El de los que no mueven un solo dedo para servir a Dios, pero, en cambio, atan pesadas cargas y las ponen sobre las espaldas de los hombres. El de quienes adoptan hábitos religiosos pero sólo como expresión de su orgullo. El de los guías de ciegos que se pierden en sutiles distinciones, pero no aman a Dios. El de quienes son escrupulosos en lo pequeño, pero olvidan lo fundamental de la ley: la justicia, la misericordia y la lealtad. El de los que cuidan mucho su exterior, blanqueando por fuera su sepulcro, pero en su corazón no tienen otra cosa que toda suerte de inmundicia. Quienes así obran son serpientes, raza de víboras y no escaparán al juicio de la gehenna.

    Un pecado gravísimo es el desprecio a su mensaje. Quienes pierden esa posibilidad de salvación serán juzgados con más dureza que quienes nunca tuvieron tan hermosa ocasión. Sodoma, Gomorra y los habitantes de Nínive serán, por ello, mejor tratados a la hora del juicio que ciudades como Corozaín y Cafarnaún que fueron testigos de cientos de milagros y no quisieron ver (Mt 10, 15). Incluso las prostitutas entrarán antes en el reino de los cielos que los orgullosos fariseos que despreciaron su palabra (Mt 21, 31). El propio Pilato, que firma su sentencia de muerte, tiene menos pecado que quienes, con mayor conocimiento, le entregaron a él (Jn 10, 10).

    Especial importancia tiene también el escándalo a los pequeños. A estos pecadores dirige también las palabras más duras: A quien escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, mejor le sería que le colgasen una rueda de molino y lo arrojaran al profundo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Forzoso es que haya escándalos pero ¡ay del hombre por quien el escándalo viene! (Mt 18, 6-7).

    Tenemos que citar también todos los pecados que se oponen al amor al prójimo. Jesús no considera esta caridad como una virtud suplementaria, sino como una verdadera obligación y, el no practicarla, un pecado. Y aquí no son más suaves sus palabras: Id, malditos, al fuego eterno, porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, estuve desnudo y no me vestisteis... (Mt 25, 41-46). Incluso una sucia disposición interna respecto a un hermano es, para Cristo, algo muy grave: El que irrita a su hermano será reo de juicio y el que le llamare «fatuo» sera reo de la gehenna del infierno (Mt 5, 21-22).

    Y no sólo los pecados de acción son considerados graves: también los pecados de omisión. Bastará recordar la parábola de los talentos en la que uno de los siervos es condenado a las tinieblas exteriores sólo por no haber hecho fructificar su denario (Mt 25, 30).

    ¿Y no valora Cristo los pecados que más estigmatizaba la ley mosaica: la idolatría, la blasfemia, el adulterio? Sí, pero estas condenaciones eran sobradamente conocidas. Las repetían a todas horas los doctores de la ley. No tenía por qué insistir en lo sabido, puesto que él no había venido a abolir la ley, sino a completarla (Mt 5, 17).

    Citemos finalmente el pecado imperdonable, la blasfemia contra el Espíritu santo. Es éste uno de los textos más enigmáticos de todo el nuevo testamento: Todo pecado y blasfemia les será perdonado a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu santo no les será perdonada. Quien hablare contra el Hijo del hombre será perdonado, pero quien hablare contra el Espíritu santo no será perdonado ni en este mundo, ni en el venidero (Mt 12, 30-32). ¿Qué sentido tienen estas palabras? ¿A qué pecado se refieren? El contexto hace pensar que aquí no se está refiriendo Cristo a la tercera persona de la santísima Trinidad, sino a la acción del espíritu divino que se mostraba en los milagros de Jesús. Blasfemia contra ese Espíritu sería, como acababan de hacer los fariseos, atribuir esas obras de Dios al poder del demonio y cerrarse, con ello, a lo que Dios testimoniaba con esas mismas obras. Podemos, pues, concluir con García Cordero que ese pecado contra el Espíritu santo no es un pecado concreto, como trasgresión de un precepto divino determinado, sino una actitud permanente de desafio a la gracia divina. Este cerrarse a Dios, este rechazo de su obra y su mensaje hace imposible el arrepentimiento y, con ello, el perdón de Dios.


    La cólera y la ternura

    Pero la gran novedad de la visión cristiana del pecado es la radical distinción entre el pecado y el pecador. Ese mismo Jesús, cuya cólera vemos arder cuando toma el látigo en el templo o cuando condena genéricamente a los fariseos, se siente invadido por la ternura y la compasión cuando está ante un pecador concreto. Tras el pecador parece que viera sólo al posible hijo nuevo de Dios. Sus palabras se ablandan; su tono de voz se suaviza; corre él a perdonar antes de que el pecador dé signos evidentes de arrepentimiento, lo mismo que el padre del pródigo salió corriendo al encuentro de su hijo.

    Algunas escenas de su vida nos ayudan a entender esa cólera convertida en misericordia.

    La primera es casi sólo una anécdota con sabor a códice miniado. Bajaba Jesús a Jericó y, precedido por su fama, un buen número de curiosos se arremolinaba en torno a la puerta de la ciudad por la que entraba. Había en la villa un judío, llamado Zaqueo, que ejercía como jefe de los recaudadores del distrito y que se había enriquecido en puesto tan lucrativo. Su cargo era aún más inmoral que el de los recaudadores normales, pues era el jefe de distrito quien con mayor parte de lo recaudado se quedaba. Era, por ello, despreciado en la ciudad, pero con ese desprecio revestido de halagos que suele rodear a los ricos.

    ¿Qué sintió aquella tarde al saber que venía Jesús? Probablemente, sólo curiosidad. Había oído hablar tanto de aquel predicador errante que le apetecía saber qué tipo era. Salió a la calle y, cuando vio el gentío que se apretujaba en la calle, pensó que, dada su estatura no muy brillante, no llegaría ni a verle siquiera. Se encaramó en alguna de las ramas bajas de un sicomoro y allí le esperó

    ¿Había en su alma un deseo de arrepentimiento? Parece que no. O en todo caso una muy leve semilla de la que el arrepentimiento podía brotar. A su curiosidad se había añadido un interés sincero. No era una decisión de cambiar de vida, pero sí, al menos, una puerta entreabierta a la luz.

    Y a Jesús le bastó esa puerta entreabierta. Entre la multitud, sus ojos eligieron al pequeño Zaqueo y, haciendo algo que nunca había hecho, se invitó a sí mismo: Zaqueo —dijo, llamándole por su nombre—, baja de ahí presto, porque es menester que hoy me hospede yo en tu casa (Le 19, 5). La frase debió de resultar desconcertante para todos y para Zaqueo antes que para nadie. De hecho, el escándalo corrió por la ciudad: ¿Cómo se atrevía a hospedarse en casa de un pecador público? Zaqueo, en cambio, nervioso y halagado al mismo tiempo, bajó del sicomoro sin esperar un segundo y corrió a prepararlo todo.

    Y fue en el camino donde nació el arrepentimiento. Cuando Jesús llegó a su casa, Zaqueo le esperaba respetuosamente a la puerta. Y, antes de que Jesús pronunciara una sola palabra, dijo Zaqueo con la solemnidad de quien hace un juramento: Señor, he aquí que doy a los pobres la mitad de mis bienes, y si a alguien le defraudé, le restituiré cuatro veces más.

    Jesús sonrió ahora, al ver que un alma más se abría a la conversión. Hoy —dijo-- ha venido la salvación a esta casa, porque éste también es hijo de Abrahán, porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que había perecido.

    Así fue de sencillo. De Zaqueo nunca más volverá a saberse en el evangelio ni en la tradición. Pero hay algo seguro: nunca volvería a olvidar la alegría de esta hora. Por primera vez en su vida había encontrado alguien que, ante su pecado, no experimentaba horror ni desprecio, sino una infinita ternura, un insondable deseo de sanar las heridas en lugar de limitarse a condenarlas.

    Estamos, evidentemente, ante una visión desconocida de Dios. Un Dios que acepta el mundo tal y como el hombre lo ha hecho con sus dolores, con sus lágrimas, con sus suciedades. Un Dios que acepta todo ese confuso montón de cizaña y buen grano y se hace cargo de él, dispuesto a soportar nuestros dolores y perdonar nuestros pecados.

    Escribe J. F. Six:

    Esta faceta de Dios es realmente algo desacostumbrado en las demás religiones. Entre los griegos, por ejemplo, la divinidad no puede existir más que como el ser soberanamente impasible, indiferente a la vida de los hombres; igual pasa en Israel, donde Dios no se interesa más que por la miseria de su pueblo, sin preocuparse para nada de los demás. Faceta hasta tal extremo desacostumbrada que, en el cristianismo, se hará sin cesar traición al mensaje de Cristo presentando un Dios que aplaca su venganza sobre la víctima expiatoria que es Jesús. Al hombre religioso le resulta insoportable dar su asentimiento a un Dios que no es, ante todo, alguien que castiga y recompensa, un Dios infinitamente superior a los méritos y a las buenas obras, un Dios para quien las prostitutas y los golfos cuentan tanto como los demás. Porque semejante Dios lo revoluciona todo, derroca las escalas de valores como los muros de los principios sobre los que aquéllas se apoyan. El hombre tiende, por su propia naturaleza, a no dar crédito a un Dios tal como Jesús lo presenta: un Dios cuya justicia y cuyo poder están siempre condicionadas por la ternura; un Dios en quien no existe más justicia y más poderío que el amor.


    Una mujer sorprendida en adulterio

    Esta ternura de Dios y el desconcierto que crea en el hombre quedan especialmente claros a la luz de un pasaje del evangelio de Juan y del modo como nos ha sido transmitido. Es el pasaje de la adúltera, uno de los más discutidos por la crítica de todos los tiempos. Esta vez con una base significativa: son muchos los manuscritos primitivos que lo omiten; falta incluso en muchas de las traducciones antiguas. ¿Ha sido interpolado en los códices que lo recogen o suprimido en los que lo omiten? Es mucho más verosímil esta segunda explicación. Y la razón puede ser la que nos dan san Ambrosio y san Agustín: algunos copistas puritanos debieron encontrarlo escandaloso, temieron que los incrédulos o los ignorantes abusaran de él pensando que Jesús quitaba importancia al pecado y que estaban, por tanto, autorizados a pecar.

    La escena ocurre en el atrio del templo. Era por la mañana y Jesús enseñaba rodeado por un numeroso corro de gente. De pronto, su plática quedó interrumpida por un incidente inesperado. Un alborotado grupo de escribas y fariseos arrastraban a empellones a una mujer despeinada y a medio vestir. Por un momento todos se quedaron sorprendidos y sin comprender el sentido de lo que veían.

    Al ver a Jesús, el grupo se detuvo. Varios fariseos cuchichearon entre sí y, después, arrojaron a la mujer a los pies del predicador. Y, en tono de insolencia, dijeron con una punta de ironía en los labios: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrearla. Tú ¿qué dices?

    Su intempestivo celo les llevaba a la violencia. Pero les interesaba mucho más atrapar a Jesús en algo que le obligara a desprestigiarse ante sus propios discípulos. Se sabía que Jesús era amigo de publicanos y pecadores, se decía que predicaba una extraña indulgencia ante las mujeres de mala nota, puesto que hasta se atrevía a asegurar que éstas precederían en el reino de los cielos a los mismos fariseos. Ahora tenían la ocasión de obligarle a definir su pensamiento. ¿Se atrevería a discrepar de la ley de Moisés en un punto tan grave? Miraban a Jesús sonrientes, seguros de haber hallado el lazo del que no lograría escapar.

    Pero Jesús recurrió a un arma muchas veces usada por él: el silencio. Sentado como estaba, se inclinó y con su dedo índice se puso a escribir en el suelo. ¿Qué letras o garabatos hacía? Mucho se ha discutido también. Algunos santos padres han dicho que los nombres de los acusadores. Pero es muy probable que no escribiera nada concretamente, que se limitara a hacer esos dibujos que espontáneamente hacemos cuando nos hacemos los distraídos.

    Este silencio puso nerviosos a los fariseos. Pero, en parte, les animó a seguir insistiendo: ahora estaban seguros de que el Galileo no encontraba respuesta. ¡En buen lío le habían metido!

    Ante su insistencia y ante el silencio dramático que se había creado, Jesús se incorporó y dijo mansamente: El que entre vosotros esté sin pecado, que tire la primera piedra. El silencio se hizo aún más tenso. Quizá alguno de los fariseos llegó a levantar la piedra que llevaba en la mano. Pero, lentamente, todos fueron bajando sus brazos. Miraban a Cristo con rencor: nuevamente había escapado de su lazo. No negaba la ley de Moisés, incluso aceptaba su rigorismo en la aceptación de que los acusadores cuyo testimonio era decisivo en el juicio tenían el derecho de ser los primeros en apedrear. Pero, elevándose por encima de la ley concreta, planteaba un problema más hondo a sus conciencias: ¿quién, entre los hombres, es capaz de juzgar? ¿quién tiene el alma suficientemente limpia como para llamar pecador a su hermano? ¿quién es lo bastante puro para condenar a nadie? Eran preguntas demasiado graves como para ser cegadas por la hipocresía de los acusadores. Por eso todos, uno tras otro y comenzando por los más viejos, fueron alejándose. Ninguno se atrevió a mirar a la mujer y a Jesús, que, por su parte, se hacía también el distraído y seguía escribiendo en el suelo. Sólo cuando pasaron unos minutos levantó la vista: estaban solos él y la mujer aún temblorosa. ¿Dónde están tus acusadores? preguntó. ¿Ninguno te ha condenado? La mujer sacó, entre la vergüenza y el susto, fuerzas para responder: Ninguno, Señor. No añadió una sola palabra de arrepentimiento, pero el tono de su voz mostraba, junto a un infinito agradecimiento, una profunda humillación. Esto bastó a Jesús. Tampoco yo te condenaré, dijo. No negaba con ello la falta cometida por la mujer, pero se negaba a ser un juez que no da oportunidades de arrepentimiento, se negaba a entrar en la justicia automática de los hombres. Por eso añadió: Vete y no peques más. Echaba un telón sobre el pasado, reconocía la existencia de un pecado, pero sabía que el perdón de Dios es más largo que nuestras miserias y, sobre todo, le interesaba mucho más incitar a un futuro de pureza que sentenciar sobre un pasado de lujuria.

    Nada más sabemos sobre esa mujer. ¿Cambió de vida? Ciertamente no olvidaría ni el terror de esta hora, ni la comprensión que había encontrado en el único que hubiera tenido pureza suficiente para condenarla.


    Las lágrimas de la pecadora

    Una de las páginas más emotivas de todo el evangelio es aquella en que san Lucas describe el encuentro de Jesús con la pecadora. San Lucas es especialista en todas las narraciones que acentúan la misericordia de Cristo y su cariño hacia los pecadores. Pero en ninguna otra página ha acumulado tanta ternura. Tenía razón san Gregorio Magno cuando, al comentarla en una homilía, se excusaba diciendo que, sobre este tema, le sería más Jácil llorar que escribir.

    La escena debió de suceder hacia la mitad de la vida pública de Cristo y en cuanto al lugar nada precisa san Lucas, por lo que los comentaristas se dividen entre Naín, Betania y Cafarnaún.

    La casa donde ocurre era la de un fariseo, de nombre Simón. ¿Se trataba de un caso como el de Nicodemo? Todo hace pensar que no. Simón y sus compañeros no iban más allá de la curiosidad. No eran frontalmente hostiles, pero apenas si llegaban a la cortesía.

    Pero su curiosidad debía de ser mucha cuando había acosado a Jesús con insistencia tal es la traducción literal del texto evangélico para que acudiera a su casa. El Maestro no era muy amigo de estas invitaciones, pero tampoco se negaba por sistema. Y aceptó esta vez.

    La acogida fue más bien fría: Simón guardaba las distancias. Sin llegar a la descortesía, redujo al mínimo los agasajos al huésped.

    Una vez en la sala los convidados se colocaron como era la costumbre en este tipo de banquetes: recostados sobre divanes y apoyado el torso sobre el codo izquierdo, los pies de los comensales quedaban fuera de los divanes por el lado del pasillo que quedaba libre para el paso de los sirvientes.

    E, inesperadamente, ocurrió algo que resultó terrible para los dueños de la casa, algo que sonó en la sala como una blasfemia. De pronto, una mujer que nadie supo de dónde había salido, se precipitó en la sala y se arrojó a los pies de Jesús. Ya era escandaloso que una mujer irrumpiera así en la sala de un banquete donde se reunían hombres solos. Pero el escándalo creció cuando los invitados la reconocieron. El evangelista, por discreción, dice sólo «una pecadora». Pero Simón y los que le rodeaban la conocieron enseguida: era una mujer sobradamente conocida por sus escándalos, una mujer de la vida, una meretriz a la que todos señalaban con el dedo en la ciudad.


    Las tres Marías

    Hagamos un breve paréntesis para preguntarnos quién era esta mujer de vida airada. ¿Era esa María Magdalena de la cual Cristo había expulsado siete demonios, como dice san Marcos (8, 2)? ¿Era María la hermana de Lázaro de la que los otros tres evangelistas narrarán algo mas tarde una escena muy parecida a ésta? (Jn 12, 1-8; Mt 26, 6-13; Mc 14, 3-9). Todo tipo de interpretaciones son posibles. La Iglesia griega se inclina por la idea de que se trataba de tres mujeres distintas y a las tres las recuerda en diversas fiestas litúrgicas. San Jerónimo se inclina porque la pecadora y la Magdalena eran la misma persona, pero distinta de la hermana de Lázaro. San Gregorio Magno y san Agustín ven a las tres como una sola mujer. Y el peso de estos doctores hizo que así lo viera todo el Occidente hasta el siglo XVII. Hoy los científicos se dividen, pero los más se inclinan por la diversidad. A eso llevan las razones exegéticas, aun cuando psicológicamente es perfectamente verosímil que fueran una sola. Personalmente me inclinaría a esta última posibilidad: son tres almas demasiado parecidas para ser diferentes. Y es perfectamente normal que en un tema tan delicado los evangelistas se expresaran con una voluntaria ambigüedad.


    Una gran sed

    Sea como sea, lo cierto es que esta mujer se siente invadida por una gran sed de pureza. ¿Qué sabe de Jesús? Ha oído hablar mucho de él; tal vez, incluso, ha escuchado de lejos alguna de sus predicaciones. Si es esa mujer de la que Jesús había expulsado siete demonios, siente hacia él un infinito agradecimiento: gracias a él ha vuelto a conocer lo que es verdaderamente estar vivo y libre. En todo caso, ha visto en Jesús ese ideal de hombre que en lo más hondo de su ser ama ella, que ha conocido tantos hombres.

    Lo que la lleva a Jesús no es todavía el arrepentimiento. Es —como escribe Ronald Knox un amor anterior al perdón, es un amor violento como una gran hambre o una gran sed; esa mujer está invadida de una necesidad de pureza y perdón, hasta morir, y, con impulso infalible, reconoce en Jesús, con la misma claridad que Juan Bautista, «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo», y que la purificará.

    Llevada por esa tremenda sed, se precipita a los pies que Jesús, según la costumbre oriental, tiene desnudos, pues ha dejado las sandalias a la puerta de la casa. Su primera intención es derramar sobre los pies el contenido de el pomo de alabastro que lleva en las manos. Pero invadida por la emoción, se abraza a los pies de Cristo y siente que las lágrimas comienzan a rodar por sus mejillas y corren por la piel del hombre a quien abraza. Quizá fue la vergüenza de esto que, para ella, era una enorme falta de respeto hacia el hombre admirado, lo que la condujo a una locura mayor, a algo que para una mujer de la época era la mayor de las humillaciones: se quitó el velo, se soltó los cabellos sin pensar que estaba delante de hombres, que verían en esto el gesto inmoral de una prostituta, y comenzó a secar con ellos lo que habían mojado sus lágrimas. Aún no quedó contenta: comenzó a besar como enfebrecida los pies del Maestro, y sólo entonces vertió sobre ellos el perfume de su vaso de alabastro.

    No dijo una palabra, nadie se atrevió a decirla en el tenso silencio que ante aquella provocación se había creado. Pero en el interior detodos crecía el escándalo. En la mente del dueño de la casa se mezclaban la vergüenza y la satisfacción. Había invitado a Jesús para conocerle mejor y con la secreta esperanza de que su diagnóstico coincidiera con el de sus compañeros fariseos. Lo que sus ojos veían le venía a confirmar en cuanto esperaba: Si éste fuera profeta pensaba en su interior— sabría qué tipo de mujer es esta que le toca y conocería que está llena de pecados. Se sentía casi feliz de ver cómo aquel gesto «desenmascaraba» a Jesús. Ningún profeta, ningún hombre de Dios se habría dejado tocar así por una prostituta. ¿No mandaba la ley que había que permanecer, al menos, a cuatro codos de distancia de una cortesana? Una mujer así manchaba hasta con el aliento. ¡Cuánto más dejarse agasajar por sus manos!

    Pero Jesús, como dice san Agustín, oyó los pensamientos del fariseo y se dispuso a demostrarle que se estaba equivocando: no sólo conocía quién era aquella mujer, sino que hasta sabía lo que Simón estaba pensando. Pero quiso hacerlo con delicadeza y recurrió a una parábola. Simón —dijo— te quiero decir una cosa. Maestro, di, respondió cortés e hipócritamente el fariseo.

    Un prestamista —dijo Jesús— tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta. Como ninguno de los dos tenía con qué pagar, perdonó la deuda a entrambos. ¿Cuál crees tú que le amará más?

    Simón no comprendía aún a donde quería llegar Jesús, ni qué pudiera tener que ver lo que decía con lo que estaba ocurriendo. Por eso respondió vacilante: Creo que aquel a quien perdonó más.

    Jesús sonrió al percibir la vacilación de su anfitrión: Has juzgado rectamente, dijo. Y se volvió entonces a la mujer que, por un momento, había interrumpido sus homenajes. ¿Ves a esta mujer? dijo. Entré en tu casa y no me diste agua para lavarme los pies; pero ésta ha regado mis pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el ósculo de saludo, pero ésta desde que entró no ha cesado de besar mis plantas. No ungiste mi cabeza con óleo, pero ésta ha ungido con ungüento mis pies. Por eso te digo que perdonados son sus pecados, porque amó mucho.

    Ahora el silencio se hizo aún más denso: Jesús acababa de dejar en ridículo a Simón y sus amigos, acusándoles públicamente de falta de hospitalidad. Y había hecho algo peor: ponía a aquella prostituta por encima de ellos, como más amante de Dios, como más digna del perdón que ellos. Por eso, para defenderse, volvieron a refugiarse tras el escándalo: ¿Quién es éste pensaban— para perdonar los pecados? Estaban tan asustados que no se atrevían ni a formular en voz alta sus pensamientos: quién sabía qué respuesta podría darles si se atrevían a expresarlos.

    Pero esta vez Jesús no se detuvo a refutar su pensamiento. La protagonista de la escena era ya la mujer. Se volvió, por eso, a ella y le dijo con infinita ternura: Tu fe te ha hecho salva; vete en paz.

    Ahora los ojos de la mujer se iluminaron. Se sintió invadida por una misteriosa alegría. Era una luz que nunca en su vida había conocido; se sentía volar. Sus viejos amores, su misma carne, acababan de convertirse en ceniza. Nacía en ella un nuevo amor que ni siquiera hubiera sospechado que existiera. Su amor —dice Mauriac—se había convertido en su Dios. Lo que no sospechaba aún en aquel momento es que este nuevo amor sería tan invasor y poseedor como el hambre de carne que hasta ahora había experimentado. Ya nunca podría dejar de buscar y seguir ese amor. Quedaría encadenada a este hombre-Dios que acababa de darle la paz. Ya nunca se separaría de aquél a quien venía buscando, equivocadamente, de criatura en criatura.


    El perdón fracasado

    Pero no siempre triunfará el amor de Jesús. El busca las almas perdidas, casi se diría que las persigue, pero, en su persecución, respeta siempre la libertad de los buscados. Llama a su puerta, pero no la derriba; pide permiso para entrar en las almas que él hizo; el dueño se convierte en mendigo.

    Y fracasa, por ello, con algunos, con muchos. De nada sirven sus esfuerzos por llevar a la verdad a los fariseos. Se habían éstos encerrado a cal y canto en su legalismo y cualquier palabra que hablara de amor o del amor naciera les sonaba a blasfemia. No podían oír porque no querían hacerlo.

    Y fracasó su amor con Judas. Era hijo de su elección como los otros once, había recibido todas sus palabras y todo su cariño, sabía todos sus misterios y había presenciado todos sus milagros. Pero nada de eso cambió su corazón. Aún a última hora intentó Jesús un nuevo acercamiento llamándole «amigo» en el mismo momento de la traición (Mt 26, 50) pero el «hijo de la perdición» había ya decidido perderse.

    Fracasaría con su ciudad querida de Jerusalén. El día de su entrada triunfal en ella su corazón se conmoverá al ver qué lejos está de él: Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella y dio: ¡Si al menos en este día comprendieras lo que lleva a la paz! Pero no, no tienes ojos para verlo. Y llegará un día en que tus enemigos te rodeen de trincheras, te sitien, aprieten el cerco, te arrasen con tus hijos dentro y no dejen piedra sobre piedra, porque no reconociste la oportunidad que Dios te daba (Lc 19, 41-44).

    Con la pecadora, era ella la que lloraba. Ahora es Jesús el que llora. Llora por un amor perdido e inútil al que se le han cerradotodas las puertas. Llora sabiendo que el amado, los amados, se perderán. Pero el que puede perdonar los pecados, no puede hacerlo si el pecador no da un primer paso, aunque sólo sea un paso de vergüenza, de hambre de pureza. Jesús llama a las puertas. Pero no las derriba.

     

    V. LA VIDA COMO RIESGO

    Por eso, porque Jesús ofrece una respuesta al mal, pero respeta la libertad del hombre ante él, presenta Jesús, como centro de su mensaje, la visión de la vida como apuesta. El no trae una salvación «automática». Ofrece una esperanza. Pero, para conseguirla, el hombre debe entrar en ella como en un combate. Debe satisfacer una serie de exigencias para alcanzarla. Y será eliminado de la salvación del mal si no las cumple.

    Este doble rostro de «salvados y condenados» es parte sustancial del mensaje de Jesús. Los textos podrían citarse a centenares.

    De ellos están llenas las parábolas: hay invitados que hacen fructificar sus talentos y siervos perezosos que se limitan a enterrarlos; hay vírgenes que entran al banquete del esposo y otras a quienes la puerta se cierra con candados; hay pobres que un día entrarán al seno de Abrahán y ricos que se retorcerán en las llamas muertos de sed.

    Y las palabras de Jesús no dejan lugar a dudas: Habrá un juicio en el que los hombres serán medidos y pesados: Os digo que de cualquiera palabra ociosa, que hablaren los hombres han de dar cuenta en el día del juicio (Mt 12, 36). ¡Ay de ti, Corazaín! ¡ay de ti, Betsaida! Os digo que Tiro y Sidón serán menos rigurosamente tratadas en el día del juicio que vosotras! (Mt 11, 21). Y la sentencia de ese juicio será absolutamente radical: los malos serán arrojados al horno de fuego, allí será el llanto y el crujir de dientes (Mt 13, 47-50); los ángeles de Dios separarán a buenos y malos, e irán éstos al eterno suplicio y los justos a la vida eterna (Mt 25, 46).

    Antes de ese juicio, el hombre deberá vivir en la tierra su gran apuesta, en la que se arriesga nada menos que la pérdida del alma: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? (Mc 8, 36). El reino de los cielos se parece a una red barredera que se echa al mar para recoger de todo; cuando estuvo llena, los pescadores la sacaron a la orilla, se sentaron y recogieron lo bueno en canastas, y echaron fuera lo malo (Mt 13, 47).

    Ni siquiera es Jesús optimista en lo que se refiere a la facilidad de la salvación. La entrada en la vida no es fácil: Entrad por la puerta estrecha; que es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición y son muchos los que entran por ella; y es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y son pocos los que dan con ella (Mt 7, 13). Uno le preguntó: Señor ¿son pocos los que se salvan? El les contestó: Esforzaos por entrar por la puerta estrecha; que muchos, en verdad os lo digo, intentarán entrar, pero no lo conseguirán (Lc 13, 23).

    Y en entrar o no entrar por esa puerta, el hombre se juega el mismo hecho de estar vivo, el mismo sentido de su existencia: Todo árbol que no da. fruto bueno, lo cortan y lo echan al fuego (Mt 7, 19). El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento y se seca y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan (Jn 15, 6).

    Es, además, una aventura que no se resuelve con palabras: No todo el que dice: ¡Señor! ¡Señor! entrará en el reino de los cielos. Muchos me dirán en aquel día: ¡Señor! ¡Señor! ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre arrojamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos prodigios? Pero entonces yo les diré abiertamente: Jamás os conocí; apartaos de mí, ejecutores de maldad (Mt 7, 21-24).


    Un problema ontológico

    El planteamiento de Jesús no puede tener más radicalidad y dureza. E implica toda una visión del mundo. Para Jesús el hombre se lo juega todo en el sentido de sus actos. Y no se trata —como señala muy bien Tresmontant— de un problema de premios y castigos, se trata de ser o no ser. Jesús no ve el mundo como un jardín de infancia en el que se reparten cachetes y caramelos. Lo que aquí se ventila es un problema de ontología. No es que Jesús premie o castigue, es que el que está muerto, está muerto. Si un árbol es estéril o una rama está seca, será cortada y arrojada al fuego porque para nada sirve. No es utilizable. Es una cuestión de ser, insistimos, y no de moral. Jesús vino a enseñar las condiciones definitivas del ser y de la vida. Las consecuencias, las sanciones son ontológicas y no jurídicas. No es necesario reunir un tribunal y un juez para comprobar que una rama seca, una rama por la que no circula ya la savia, está muerta. Es una cuestión de hecho y no de derecho.

    Jesús, pues, no amenaza, no saca el «coco» del castigo o el espejuelo del premio, se limita a señalar un hecho: que el que esté muerto, no servirá para la vida eterna. ¿Anunciarlo es una crueldad? Muy al contrario: es un acto de amor. Ocultarle a una persona divinizable las exigencias de esa divinización y la posibilidad de perderla, sería el modo más refinado de odiarle. A un alpinista se le ama diciéndole los riesgos de su escalada, se le odia pintándole todo de color de rosa. El hombre puede aceptar o no esa divinización, pero deber de todo el que ama al hombre es señalarle la posibilidad de esa meta y sus dificultades.

    Es este amor al hombre lo que obliga a Cristo a ser radical y aparentemente duro como puede serlo un buen cirujano: Si tu mano o tu pie es para ti una piedra de tropiezo que puede hacerte caer, córtatelo y arrójalo lejos de ti; mejor es para ti entrar manco o cojo en la vida que no ser arrojado al fuego eterno, conservando las dos manos o los dos pies. Y si tu ojo es para ti un obstáculo para hacerte caer, sácatelo y arrójalo lejos de ti; mejor es para ti entrar tuerto en la vida que, conservando los dos ojos, ser arrojado a la gehenna del fuego (Mt 18, 8).

    Para Jesús, que nunca verá la muerte como un fracaso, como algo que hiera la entraña del hombre, el verdadero problema es la no realización, el no alcanzar la verdadera vida. Esa es, para él, la muerte, la verdadera amenaza al ser del hombre.

    Por eso habla sin rodeos de esta no realización del hombre. Y la llama infierno. Jesús no teme a esta terrible palabra, que parece ser indigesta a muchos cristianos de hoy. Habla de él completamente en serio y no teme utilizar las más violentas y despiadadas imágenes escriturísticas del infierno: el llanto y el crujir de dientes en el horno ardiente (Mt 13, 42), la gehenna donde su gusano no muere y el fuego no se apaga (Mc 9, 43; Mt 5, 22), donde Dios puede hacer perder el alma y el cuerpo (Mt 10, 28).

    Y no solo presenta el infierno como una realidad amenazadora, sino que anuncia que él mismo enviará a sus ángeles a arrojar al horno ardiente a los fautores de iniquidad (Mt 13, 41) y pronuncia la tremenda maldición: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno (Mt 25, 41) Y pone en sus propios labios la dura réplica a los que no han amado: No os conozco (Mt 25, 12). Y la orden: Arrojadlos fuera, a las tinieblas (Mt 25, 30).

    No podemos ocultar todo esto si no queremos mutilar el evangelio. Jesús no es un Dios de infierno en ristre, no es un neurótico del averno, pero no deja de mirar con terror esa terrible posibilidad con la que el hombre se enfrenta. Cree en el infierno y nos engañaría si no nos advirtiera ese espantoso riesgo.

    No nos detendremos aquí en el lenguaje que Cristo adopta al describir el infierno. Es evidente que se adapta al lenguaje e imágenes que eran comunes entre sus conciudadanos. Lo que no puede discutirse es que Jesús señala que, a quienes no hagan suya la vida que él trae, les espera el más total y radical de los fracasos en su propia esencia de hombres. Un fracaso cuyo centro es la lejanía de ese Dios al que se ha rechazado, un cataclismo ontológico por el que alguien, que podía ser hijo de Dios y podía, por tanto, divinizarse, ya nunca se realizará a sí mismo en su verdadera dignidad humana.


    El Dios del temor

    Esto no quiere decir que la idea del riesgo sea el centro de la predicación de Jesús. Ese lugar lo ocupa la esperanza.

    Jesús mantiene, es cierto, la idea del antiguo testamento de que hay un sano temor a Dios que debe ser mantenido. Su Dios no es terrorífico, pero tampoco dulzarrón. En muchas de las páginas evangélicas encontramos ese sano temor a la infinitud de Dios y lo tremendo de su obra. Tras la curación del paralítico quedaron todos llenos de temor (Lc 5, 26); tras la del endemoniado, temieron (Mc 5, 15); la resurrección de la hija de Jairo causa, en los que la presencian, un gran espanto (Mc 5, 42). Los habitantes de Gerasa, al ver cómo los demonios precipitaban en el mar a los cerdos, estaban dominados de un gran pavor (Lc 8, 37). La hemorroísa, después de ser curada, quedó llena de temor y temblorosa (Mc 5, 33). Tras la tempestad en el mar y su milagrosa calma, los discípulos estaban espantados (Mc 9, 6). Y todos los personajes en los que de alguna manera irrumpe el sobrenatural reaccionan con formas de temor: Zacarías (Lc 1, 12), la misma Virgen María (Lc 1, 30), José (Mt 1, 20), los pastores (Lc 2, 9), Pedro (Lc 5, 9).

    Jesús nunca fomenta este temor. Temor que, por otro lado, no es signo de pecado, sino signo de que se tienen los ojos abiertos ante la grandeza del sobrenatural. Es este el temor que Jesús ama, el que ilumina y no el que paraliza, el que descubre la grandeza de lo que se está viviendo y no el que se reduce a un puro temblor animal.

    Jesús quiere que, ante la grandeza de su destino, el hombre una la inseguridad ante el riesgo que vive y la seguridad de la esperanza de que será sostenido por Dios.

    Porque Cristo no es el condenador, sino el libertador. El vino a traer la luz y no sólo a anatematizar la oscuridad. Por eso no le gusta que los hombres vivan obsesionados por si se salvarán o por cuántos se salvarán. Pero sí quiere que vivan dedicados a salvarse. Cuando sus apóstoles le preguntan por el número de los que se salvan Jesús jamás contesta a su pregunta: les invita a esperar pacientemente despiertos la llegada de la hora, con la certeza de que, si aman, serán amados; que, si entran en el reino de Dios, realizarán la totalidad de sus almas.


    Reino de Dios y plenitud del hombre

    Sí, ahora sabemos que —como escribe Boff— Reino de Dios significa la realización de una utopía del corazón humano, la total liberación humana y cósmica. Reino de Dios significa una revolución total, global y estructural del viejo orden, realizada por Dios y sólo porél. Reino de Dios coincide, así, con la plenitud del hombre. Cuando Cristo habla de salvación no habla de un premio que le venga al hombre desde fuera, como un acierto en la lotería; y, cuando habla de condenación, no alude a algo que le llegue de fuera, como unos azotes. Salvación supone la realización total del hombre tal y como fue soñado por Dios; condenación es el fracaso del hombre como hombre, es su esencia malgastada, su naturaleza traicionada. El hombre salvado, el hombre nuevo, en realidad, no son otra cosa que el hombre plena y absolutamente realizado en todas sus posibilidades de hijo de Dios. La salvación es lo que da al mundo su valor absoluto, lo que realiza nuestras aspiraciones más profundas. Por eso dice Lucas que, con Jesús —que fue el hombre pleno porque fue la primera realización del Reino en este mundo—, comenzó una gran alegría para todos (Lc 2, 10). Con él descubríamos que el hombre no era «atrapado» por Dios, que la fe no era una rebaja en nuestra condición humana, sino muy al contrario: el descubrimiento de su plenitud. El infierno, a su vez, no era el espantapájaros manejado por Dios para tenernos a sus órdenes, sino el único rincón a donde Dios no llegaba, era el refugio donde los agoístas, temerosos de Dios, se arrojaban, lejos de él, convertidos en sus propios ídolos, en detritus de sí mismos.