Los ciudadanos del Reino

¿Cómo respondían sus contemporáneos ante todo este mensaje de Jesús que estamos describiendo? Aquí sale a respondernos la «leyenda rosa» de la que hemos solido rodear la vida de Cristo: ante su palabra, las multitudes se habrían electrizado, habrían descubierto que eso era lo que ellas esperaban, las almas habrían ingresado gozosas en su sed como los peces de la pesca milagrosa. Nos parece que esto es más «propio» de la «dignidad» de Cristo. Y no logramos entender que la misma Palabra encarnada de Dios no fuera comprendida.

Pero el realismo de las páginas evangélicas nos sale enseguida al paso, para sacarnos de esos sueños dorados. No fue así. Jesús presentaba su mensaje a la libre elección de los hombres y la mayoría de los que le escuchaban optaron por la negativa o la pasividad. Podemos así decir que fueron más los fracasos que los éxitos en el apostolado de Jesús.

El primer biógrafo japonés de Cristo Endo Shusaku— ha centrado toda su obra en esta idea: la tristeza de Jesús al ver cómo la costra negra del egoísmo humano es más fuerte que su mensaje de amor.

Efectivamente, en una lectura atenta del evangelio percibimos el crecimiento de un velo de tristeza en el rostro del Maestro y en su mismo estilo de predicación. Si en los comienzos sus parábolas hablan de un mundo paradisíaco de ovejas y pastores, en las que todos son buenos o los malos parecen serlo sólo por equivocación o torpeza, las que Jesús cuenta en los últimos meses de su predicación cambian de estilo, se vuelven dramáticas y violentas, los vendimiadores matan a los profetas enviados, terminan muchas de ellas con el crugir de dientes y el castigo final. El mensaje de Jesús se vuelve, si no amenazante, sí, al menos terriblemente arriesgado. Se diría que la cruz brilla más que la cara en la apuesta que ofrece.

¿Qué ha ocurrido? ¿Qué está pasando? Ha venido a acumularse toda una serie de fenómenos a cuál más agobiante:

1. Jesús ha empezado a descubrir que los que le escuchan buscan más el brillo de sus palabras y la utilidad de sus milagros que la honda entraña de sus milagros. Jesús se está tropezando con algo con lo que probablemente no contaba: lo que Endo Shusaku llama la «debilidad del amor»:

El se iba dando cuenta de la impotencia del amor en la realidad actual. El amaba a esta gente desgraciada, pero sabía al mismo tiempo que todos aquellos le traicionarían en cuanto se dieran cuenta de la impotencia del amor. Porque los hombres, a fin de cuentas, lo que buscan son resultados concretos en este mundo. Lo que los enfermos querían era ser curados; los paralíticos, poder caminar; los ciegos, ver; todos buscaban resultados concretos. Y amar, en cambio, es una realidad que no tiene relación directa con los resultados concretos en este mundo material. De ahí nacía el tormento de Jesús.

2. Al mismo tiempo la gente empieza a descubrir que Jesús no era el mesías que ellos esperaban. Cuando han querido darle el título de rey para que encabece la sublevación que sueñan, él se ha negado. Y parece quedarse en palabras. Palabras hermosas, pero palabras al fin.

3. Jesús descubre, sobre todo, que los que le escuchaban lo hacían con gusto, pero no se convertían. Sus vidas seguían incambiadas. Sus ideales continuaban siendo los mismos. Eran pocos, muy pocos, los que tomaban en serio esa bienaventuranza que se apoyaba en la pobreza, en la mansedumbre. Y los mismos que le seguían lo hacían sin terminar de entenderle, yendo tras él porque así se lo mandaba algo limpio que aún quedaba en sus corazones, pero sin acabarse de aclarar por qué estaban realmente siguiéndole.

4. En cambio, parecían saber mucho mejor lo que querían sus enemigos. Su asedio era cada vez más intenso. Y era fácil comprender que ellos dominarían a la misma masa que le seguía en cuanto ésta viera en peligro la persona y el mensaje de su Maestro.

La conclusión de todo esto empezaba a ser evidente para Jesús: No habría otro camino que el de la muerte.

Voy a dejar para otro capítulo un tema apasionante: ¿Pensó Jesús alguna vez que su redención se haría sin sangre? ¿Esperó que los hombres seguirían pacífica y gozosamente su mensaje? ¿Tal vez sólo más tarde, ante la realidad de los hechos, descendió a la aceptación de la muerte como único camino posible?

De momento constataremos un hecho: Jesús gusta el turbio sabor del fracaso, de no ser comprendido. La piel del hombre es más dura e impermeable de lo que podía esperarse. No será el segador ante el que las mieses se inclinan para la siega. Tendrá que mantener una dura pelea por cada alma. Y le costará sangre cada hombre salvado. El Reino que él trae es, efectivamente, objeto de una dramática opción en la que toda la libertad de sus oyentes entre en juego.

Y con frecuencia encontrará Jesús el fracaso allí donde menos podía esperarse. Empezando por sus propios familiares, por los convecinos que más le conocen de Nazaret.

 

I. JESÚS Y SU FAMILIA

Hay en la vida de Jesús —ha escrito Flusser— un hecho innegable: su reserva con relación hacia su propia familia. Una tensión que registran con claridad los evangelios y que acentúan, hasta presentar una verdadera guerra, algunos apócrifos.

Vimos ya a Jesús rompiendo con su clan al comenzar la predicación de su mensaje. También él, como Abrahán, respondía a la llamada de Dios: Sal de tu país, de tu parentela, de la casa de tu padre; sal, te lo digo, sal.

Es ésta una tensión extraña por muchos conceptos. Extraña si pensamos en la importancia que los conceptos de «clan» y familia tienen para todos los pueblos antiguos y tenían, de hecho, para los judíos. Aún hoy para ciertas tribus africanas el mundo no es otra cosa que las ramificaciones de la parentela. Los maorís no hablan con una persona ajena a su tribu hasta que no han logrado convencerse de que de alguna manera están emparentados con ella. Los beduinos falsifican las genealogías para sentirse hermanos de sus huéspedes. En estos pueblos un hombre sin tribu, sin ascendencia, sin familia se sentiría como inexistente. E incluso en nuestros mundos llamados civilizados se establece la personalidad del individuo detallando su estado civil y el nombre, apellidos y profesión de su padre. Quien rompe con su familia es considerado un maniático, alguien con ganas de llamar la atención. Y la palabra «descastado» sigue considerándose un gran insulto.

También los judíos situaban espontáneamente a Jesús en el marco de una familia. Cuando Felipe habla a Natanael de su encuentro con Jesús, detalla que se trata de «Jesús de Nazaret, el hijo de José» (Jn 1, 45). Pero se diría que, a lo largo de su vida, Jesús tratara de romper violentamente este cordón umbilical que le ataría a su familia.

Aún es más extraño este hecho si pensamos que es típico de todos los movimientos religiosos el influjo de la familia del fundador en sus orígenes y expansión. Sintomático es el caso de Mahoma: a su muerte, sus colaboradores eligen como califa y jefe espiritual al suegro del fundador Abou-Bakr. A este le sucederá un segundo suegro de

Mahoma, Omar. A este uno de los yernos, Othman. Nada de esto ocurrirá, como veremos, tras la muerte de Jesús. El mismo eligirá como jefe de sus apósteles a Pedro, que nada tenía que ver con su familia.

Este «despego» es, además, una constante a lo largo de toda su vida. Ya de niño le vemos extrañarse de que sus padres le busquen cuando se ha perdido, y responder, con un tono que casi juzgaríamos impertinente: ¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre? (Lc 2, 49), señalando con toda claridad que toda otra paternidad pasa, para él, a muy segundo término.

Después le veremos plantar su residencia en Cafarnaún, con muy breves visitas a la aldea de su familia, Nazaret, y éstas para terminar violentamente. En Caná volveremos a encontrar esa misma sequedad en sus labios respecto a su madre, a la que denomina «mujer», palabra absolutamente inusual en los labios de un hijo semita.


Más vale no casarse

Pero es que, además, Jesús elevará esa su conducta a norma teológica. Casi todas las frases con las que en su vida alude a la familia nos resultan hoy excepcionalmente bruscas.

Hay un muchacho que, al llamarle Jesús, le pide algo tan «normal» como ir antes a enterrar a su padre y Cristo le responde duramente: Deja a los muertos enterrar a sus muertos, y tú vete y anuncia el reino de Dios (Lc 9, 59-60).

Otro sólo solicita ir a despedirse de los de su casa y Jesús considera este gesto, que diríamos piadoso, como una traición y una infidelidad: El que, después de haber puesto la mano en el arado, mira atrás, no es apto para el reino de Dios (Lc 9, 62).

Aún es más dura la fórmula en otra ocasión: Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo (Lc 14, 26).

Y aún se endurece más el texto en la formulación de Mateo:

No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada. Porque he venido a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra, y los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí (Mt 10, 35-38).

Y elogiará la realidad matrimonial, cuya estabilidad defenderá tajantemente, pero señalará sin rodeos su preferencia por los que se hacen eunucos por el reino de Dios (Mt 19, 12).

Todo ello impresionará a sus contemporáneos hasta el punto de que oyéndole los fariseos comentarán: Si tal es la condición del hombre respecto a la mujer, mejor es no casarse (Mt 19, 10).

¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Fue Jesús un insensible, un mal hijo? ¿O esa su sequedad anunciaba simplemente el nacimiento de una nueva y más alta tabla de valores? Algunas escenas ocurridas en su vida pública nos ayudarán a encontrar la respuesta. Adelantemos, sin embargo, de momento, la conclusión a la que llega Adolf Holl y que parece justa: Ni la familia ni el sexo lograron encadenarle; él estuvo libre de toda ligadura. Y así fue como comenzó el viaje que aún hoy no ha concluido.

Los «hermanos» de Jesús

Tendremos que preguntarnos antes cuál fue la familia de Jesús. ¿Todo terminaba en eso que Murillo define «la trinidad en la tierra» formada por José, María y Jesús?

Conocemos además a Isabel, prima de María y a su hijo, Juan, primo segundo de Jesús. Pero ¿quiénes son esos a quienes en diversos lugares del evangelio y en otros escritos del nuevo testamento, se les llama «hermanos»? Tras su predicación en Nazaret comentaban asombrados sus oyentes: ¿No es este el hijo del carpintero? ¿Su madre no se llama María y sus hermanos Santiago y José, Simón y Judas? Sus hermanas ¿no están todas entre nosotros? ¿De dónde le viene, pues, todo esto? (Mt 13, 55).

Estamos ante uno de los textos más discutidos a lo largo de la historia: desde, ya en los primeros tiempos, Helvidio y Joviniano, hasta los racionalistas modernos, pasando por grandes escuelas protestantes, muchos han visto ahí apoyo para negar la virginidad perpetua de María que siempre ha defendido la Iglesia católica.

Algunos comentaristas antiguos, para salir al paso de la dificultad, preferían imaginarse que se trataba de hijos que José hubiera podido tener en un primer matrimonio del que hubiera enviudado antes de sus desposorios con María. Y hasta ofrecen largas listas de nombres de hijos e hijas.

Pero la respuesta podemos encontrarla simplemente en la filología, sin necesidad de recurrir a la imaginación.

Escribe Fillion:

El hebreo no es rico en expresiones, como nuestras lenguas occidentales, como el griego y el latín. Es particularmente pobre para expresar los grados de parentesco, carece de término propio para designar a los primos y cuando quiere hablar de ellos les llama simplemente «hermanos». Se trata de un hecho incontrovertible, que ningún hebraísta ignora y que es conocido hasta por los simples lectores de la Biblia. La palabra hebrea 'ahh se aplica solamente al hermano propiamente dicho, sino a un pariente cualquiera: sobrino, primo, marido. Tiene un sentido más amplio todavía: sirve también para expresar que el hombre de quien se habla pertenece a un pueblo de la misma raza, que es un aliado, o simplemente un amigo. Se da también el nombre de «hermanos» a los que ocupan los mismos cargos. Cierto que los autores del nuevo testamento escribieron en griego; pero, a decir verdad, su lengua, sobre todo en los evangelios no es sino el hebreo o el sirocaldeo vestido de griego. En particular para la denominación de los grados de parentesco emplean únicamente los términos que se hallan en el antiguo testamento y se sirven de la palabra adelphos «hermano», como lo hicieran los Setenta, para traducir la palabra hebrea 'ahh, cualquiera que sea el sentido que a ésta deba darse. La palabra «hermano» aún se extendió en el nuevo testamento en lugar de restringirse. Jesucristo y sus apóstoles dieron el nombre de «hermanos» a todos los cristianos. Este argumento no admite réplica. Filológicamente —dice Vigorouxes cierto que de la palabra «hermano», empleada en el antiguo testamento, no se puede concluir que aquel a quien de este modo se nombra sea descendiente de los mismos padres que la persona de quien se llama hermano. Es este punto muy notable y fuera de toda discusión.

Para comprobar la exactitud de todas estas afirmaciones bastaría con tomar una Biblia en la mano y ver cómo en Gén 14, 16 se llama a Abrahán «hermano» de Lot, cuando era su sobrino. En Gén 19, 12 se presenta a Jacob como «hermano» de Labán, siendo en realidad su sobrino. En Núm 16, 10 se habla de «hermanos» refiriéndose a primos. En Est 15, 12 Asuero llama «hermana» a su esposa Ester. En Núm 20, 14 se presenta al pueblo de Israel como hermano del pueblo de Edom. En Job 6, 15 se llama «hermanos» a los amigos. En 1 Re 9, 13, a quienes ocupan un cargo gemelo. Las citas podrían multiplicarse. Pero no parece necesario. Hoy prácticamente todos los científicos serios afirman que los «hermanos y hermanas» de Jesús eran simplemente sus primos, nacidos probablemente de María, la mujer de Cleofás y que era, según algunos, la hermana mayor de la Virgen y, según otros, su cuñada. También aquí nos encontramos la típica falta de precisión de los hebreos. Sabemos, pues, que Jesús tenía en Nazaret una familia abundante, pero ni podemos precisar su número ni los grados de ese parentesco.

La misma dificultad encontramos al preguntarnos si entre los apóstoles de Jesús estaba alguno o algunos de estos primos a quienes cita Mateo 13, 55. ¿Estos Santiago, Simón y Judas son los mismos personajes que encontraremos más tarde en la lista de los apóstoles? Parece bastante probable respecto a Santiago y Judas Tadeo. San Pablo, en su carta a los gálatas (1, 19) hablando de la visita que hizo a san Pedro, dice que no encontró con él «a ninguno de los apóstoles, sino a Santiago, el hermano del Señor». También Flavio Josefo da a Santiago el menor el título de «hermano de Jesús». Por otro lado, al principio de su carta, san Judas Tadeo se declara hermano de Santiago, de donde se sigue que sería también de la familia del Salvador.)

No obstante permanecen algunas dificultades: ¿No presentan siempre los evangelios a los familiares de Jesús como opuestos a él? Es cierto que pudo haber entre ellos varias tendencias, pero extrañaría que los evangelistas no lo notasen cuando, en la misma época en que se estaba formando el colegio apostólico, apostillan que sus «hermanos» no creían en él. En todo caso lo que sí es claro es que, si Santiago el menor y Judas Tadeo eran en verdad sus familiares, nunca Jesús mostró hacia ellos la menor predilección, con lo que vendría a confirmarse el dato de la distancia marcada siempre por Jesús respecto a la mayor parte de «los suyos».


Los parientes contra Jesús

Esta distancia era mutua: Jesús parecía relativizar los lazos familiares, y, al propio tiempo, los parientes tenían que sentirse incómodos con un miembro así en la parentela. Algunas escenas evangélicas muestran esa tensión.

Las noticias corrían en aquella época mucho más rápidamente de cuanto hoy imaginamos. Para los buhoneros y comerciantes ambulantes era una buena propaganda el traer todo tipo de noticias. Y en todas las aldeas —también en Nazaret había una puerta que era al mismo tiempo mercado y agencia informativa. Todo se comentaba allí y frecuentemente surgían discusiones que el retén romano se veía obligado a disolver.

Es fácil imaginarse que las noticias referentes a Jesús debieron de recorrer Galilea como un reguero de pólvora. Un campesino que se lanza a predicar y acompaña su mensaje con hechos por lo menos desconcertantes, tenía que ser forzosamente noticia en aquel tiempo y país. Y es muy verosímil que las noticias fueran recibidas en Nazaret con una cierta sorna y que se multiplicarían los comentarios picantes e irónicos. Se cumpliría así lo que anunciara proféticamente el salmista: Mofáronse de mí los que estaban sentados en la puerta. Quienes traían las noticias gustarían de colorearlas con todo tipo de añadidos para hacerse más importantes y es fácil imaginar en qué se convertirían los milagros de Jesús después de correr de boca en boca.

Correrían aún más —como ocurre aún hoy y más en los pueblos—las malas noticias. Pronto se sabría en Nazaret que sacerdotes y fariseos estaban contra Jesús, que le acusaban de las mayores traiciones religiosas. Correrían sus dichos y sus amenazas. Para algunos era claro que Jesús estaba loco. Para otros era algo peor: estaba en connivencia con el demonio. Y aquellas gentes creían en el demonioseriamente. La envidia aldeana ayudaba, además, a que sus compatriotas creyeran todo lo que les confirmaba en sus sospechas.

Para los familiares de Jesús pronto comenzó aquello a ser un problema. Hoy nos afecta mucho menos lo que pueda hacer el balarrasa de la familia y nos encogemos de hombros cuando alguien nos cuenta las locuras de un primo o un sobrino. Pero entonces el clan era considerado responsable de todos los actos de todos sus miembros. El triunfo o fracaso de uno de ellos era el triunfo o fracaso de toda una familia y más de una vez habían sido ejecutados todos por el delito de uno. Con un pariente perseguido podían convertirse todos en sospechosos.

Era forzoso el que tomaran cartas en el asunto. Un día se reunieron sin duda los varones de la familia. Al no existir José, lo harían los posibles hermanos de éste o de la Virgen. Y tomaron la decisión de obligar a Jesús a regresar al pueblo. San Marcos nos da una pista de esta postura adoptada cuando escribe que los suyos salieron para recogerle, porque decían que estaba fuera de sí (3, 21). La frase es tan escalofriante que rara vez se cita en la predicación cristiana. Pero no debemos tener miedo a nada de lo que el evangelio nos cuenta. Y, en este caso, nos dice que, para sus parientes, Jesús estaba literalmente loco, que estaba fuera de sí, que no estaba en sus cabales. Y, ante este hecho, sus parientes no reaccionaban con paños calientes: la expresión griega (kratein, «apoderarse» de él) demuestra que iban dispuestos a llevárselo a Nazaret, por la fuerza, si era necesario. Llegan, con ello, sus parientes más allá que los fariseos. Sólo Herodes tratará de loco a Cristo en su pasión.

¿Cómo acabó la escena? No sabemos si es la misma que volverá a citar Mateo unos versículos más tarde —y que analizaremos luego, al hablar de María . Si es la misma escena (como es muy probable) Jesús frenará a sus parientes con una frase tajante: ya no son su familia, él ha elegido otra: la de los que oyen la palabra de Dios y la cumplen.

Pero esta respuesta no debió de convencer a los suyos. En el evangelio de san Juan volveremos a encontrárnosles, ya en las proximidades de la pasión, tratando de interferir en la obra de Jesús, esta vez no ya llevándoselo a Nazaret sino empujándole a la definitiva aclaración de quién es:

Estaba, sin embargo, próxima la fiesta judía de los Tabernáculos. Dijéronle, pues, sus hermanos: Deja esto y ve a Judea, para que vean tus discípulos las obras que haces; porque nadie que quiera ser públicamente conocido actúa en secreto. Si vas a hacer estas cosas, manifiéstate al mundo. (En realidad ni sus mismos hermanos creían en él). Y Jesús les dijo: «Mi tiempo no ha llegado aún, el vuestro, en cambio, está siempre ahí. A vosotros no puede odiaros el mundo, a mí, al contrario, me odia, porque atestiguo contra él que sus obras son malas. Id vosotros a la fiesta; yo no subo a ella, pues mi tiempo no ha llegado aún del todo. Dicho lo cual, permaneció en Galilea. Y sólo después que sus hermanos subieron a la fiesta, subió entonces él también, no abierta, sino privadamente (Jn 7, 1-10).

El párrafo de Juan no tiene desperdicio. Descubre que la tensión entre Jesús y sus parientes fue larga y constante en toda su vida. Y se pinta a «los suyos» con palabras tentadoras gemelas a las que usara Satanás en el desierto: Triunfa de una vez, muestra de hecho tus milagros, aclárate. ¿Buscan el éxito de su familia? ¿Buscan el hundimiento definitivo de su pariente?

Y las palabras de Jesús no son menos aclaradoras: Vosotros no tenéis nada que temer del mundo, porque sois malos como él. Por eso no os odia como me odia a mí. Y con su postura posterior —yendo a la fiesta sin querer mezclarse con ellos consolida esta ruptura de Jesús con el grupo de los suyos.

Pero esta ruptura ha tenido su máxima expresión en Nazaret, en la escena que los tres sinópticos cuentan al unísono, como para subrayar la importancia que le atribuyen.

Ha ocurrido mucho antes, en los comienzos de la vida de Jesús. Tras sus primeras correrías por Galilea, Cristo regresa por primera vez a su tierra natal. Y la visita se presenta como emocionante, tanto para él como para su aldea. Han comenzado a llegar a ella los rumores de los primeros milagros de su paisano y en Nazaret la curiosidad se mezcla con el desconcierto y con el escepticismo de muchos.

Era un sábado y Jesús acude, como es su costumbre, a la sinagoga. Al entrar, le acompañó una corte de cuchicheos. Giraron todas las miradas. Se cruzaron sonrisas irónicas. Y el aire se hizo más denso. Todos sabían que «algo» iba a ocurrir. Y se preguntaban qué.

Cuando el archisinagogo invitó a los presentes a tomar la palabra, todos los ojos se volvieron a Jesús. Tal vez alguno le tocó con el codo. Y Jesús no se hizo de rogar. Subió al estrado, tomó el rollo que el sacristán le tendía y leyó al azar:

El espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ungió para evangelizar a los pobres;
me envió a predicar a los cautivos libertad,
a los ciegos, la recuperación de la vista;
para poner en libertad a los oprimidos,
para anunciar un año de gracia del Señor.

Al concluir esta lectura de Isaías, Jesús devolvió el rollo al sacristán, se sentó y comenzó a explicar lo que había leído mientras todos los ojos estaban fijos en él. Y dijo: Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.

Jesús no se andaba con rodeos ni con ocultaciones. Tomaba el centro de su mensaje por donde más quemaba y lo hacía atreviéndose a hacer converger en su persona las palabras de los profetas.

Y el evangelio certifica que, inicialmente, sus palabras gustaron a sus paisanos. Hablaba bien. Y lo hacía con esa majestad que certificaban todos los que contaban cómo predicaba en Cafarnaún.

Pero esta aprobación inicial parece que duró poco. El evangelio no trascribe qué siguió diciendo Jesús, pero sí que pronto nacieron las sospechas, la cólera, la violencia, el rechazo. Pero el modo en que éste se produce nos certifica que nació de la envidia. O de algo más profundo: de ese rechazo que el hombre —o muchos hombres parecen sentir ante la presencia de Dios.

Guardini describe así las raíces de este escándalo:

El escándalo es la expresión violenta del resentimiento del hombre contra Dios, contra la misma esencia de Dios, contra su santidad. Es la resistencia contra el ser mismo de Dios. En lo más profundo del corazón humano dormita, junto a la nostalgia de la fuente eterna, la rebelión contra el mismo Dios, el pecado, en su forma elemental que espera la ocasión de actuar. Pero el escándalo se presenta raramente en estado puro, como un ataque contra la santidad divina en general; se suele ocultar dirigiéndose contra un hombre de Dios: el profeta, el apóstol, el santo, el profundamente piadoso. Un hombre así es una provocación. Hay algo en nosotros que no soporta la vida de un santo.

Es la vieja tentación de siempre: el hombre soporta a Dios siempre que se mantenga lejos. Está dispuesto, incluso, a amarle, pero a condición de que no intervenga demasiado en su vida, que no ponga trabas a su egoísmo, que no vaya a meterse en su propia familia. Y ese es el gran escándalo de los nazaretanos: ¿Cómo va a ser santo este hombre a quien conocen, alguien con quien se ha jugado y convivido? ¿No sabrán ellos mejor que nadie quién es éste que alardea de ser un profeta? ¿Cómo van a aceptarle si su misma santidad es una provocación para la mediocridad de los demás?

Jesús lo entiende y cita entonces el terrible proverbio popular: Un profeta no está sin honor más que en su propia tierra (Mt 13, 57). Y Marcos añade la última clave de ese rechazo, transcribiendo así la frase de Jesús: Un profeta no es privado de honra más que en su propia tierra y entre los propios parientes y en la propia casa (Mc 6, 4). Han sido, pues, ante todo y sobre todo, sus propios parientes los protagonistas del escándalo.

Escándalo que, esta vez, no termina en palabras. Ahora toman a empellones a Jesús, lo llevan hasta el despeñadero del pueblo, quieren acabar con el rebelde, con el baldón de la propia familia.

Aún conserva hoy Nazaret ese despeñadero —el Gebel el Gafse—, que se alza unos trescientos metros sobre el valle de Esdrelón. Allí pudo concluir la vida de Jesús, a manos no de los fariseos y los romanos, sino de sus más íntimos.

Pero aún no había llegado la hora de morir. Era el anuncio de la cruz, pero no era todavía la muerte. Mostraba, sin embargo, que el Reino que Jesús anunciaba no era el de la carne y de la sangre y que Cristo tendría que llamar a la puerta de otros corazones.

¿Hay, entonces podemos concluir— en Jesús un rechazo de lo que es la familia carnal? Luego veremos que no, al hablar de María. Pero sí hay en él una dramática distinción: hay familias que sirven de trampolín para lanzar al hombre y las hay empequeñecedoras.

Seguramente no hay que tomar al pie de la letra lo que escribe, a este propósito, Bruckberger:

La familia es una gran enterradora. Lo prueban los cementerios, en los que las tumbas pregonan: familia tal, familia cual. Allí recupera a todos los suyos, a los hijos avaros como a los pródigos y los pone definitivamente en orden, sujetándolos bien, sin soltarlos: descansen en paz.

Estas «familias enterradoras» es lo que Jesús rechaza. Y parece que la suya quiso serlo. Jesús resultaba para sus parientes un ave demasiado voladora. Quisieron encerrarlo en su corral. No soportaban que uno de los suyos quisiera volar más allá de su gallinero, porque los huevos han de ponerse en casa y para la casa.

Pero Jesús quería volar más alto y más ancho. Por eso tuvo que iniciar su andadura como Abrahán, rompiendo con su clan de origen: Sal de tu país, de tu parentela, de la casa de tu padre; sal, te lo digo, sal...

 

II. JESÚS Y MARÍA

Tendremos que dar ahora un giro de 180 grados para hablar de las relaciones de Jesús con su madre. Pero no será malo situarlas tras su ruptura con el conjunto de su familia, porque es a la luz de estos «familiares atrapadores» como mejor podremos entender la fe y el respeto, la lejanía en que se coloca voluntariamente María. Aquí, nuestra piedad quisiera que los evangelistas nos hubieran contado muchas más cosas sobre la relación madre-Hijo. Pero el evangelio se mantiene en una desconcertante discreción y lo que nos cuenta no es menos desconcertante. Tendremos, pues, que acercarnos a él, más por el camino de la profundización religiosa, que por el del sentimentalismo sensiblero que nada nos orientaría.

Porque el evangelio vuelve a enfrentarnos con uno de esos silencios que no acabamos de entender. Prácticamente nada nos dice de lo que María hizo durante los dos o tres años de la vida pública de su Hijo. Y lo que nos cuenta parece reflejar algunos rastros de esa hosquedad que hemos visto referida a sus parientes.

Por de pronto no nos cuenta si María acompañó a su Hijo durante sus predicaciones.

Sabemos que un grupo de mujeres le siguió durante aquel tiempo. San Lucas lo deja ver con claridad:

Con ellos estaban los doce y algunas mujeres que él había librado de los espíritus malignos y de diversas enfermedades: María, por sobrenombre Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, mayordomo de Herodes; Susana y otras muchas que les socorrían con sus bienes (Lc 8, 2-3).

Serán, mas o menos, las mismas que, más tarde, encontraremos en el Calvario (Mc 15, 40-41; Lc 23, 27-29; 23, 49).

Los hechos sorprendentes en ese texto son dos: que se diga, contra la tradición judía y rabínica, que le acompañaban mujeres; y, más aún, que en esa lista no aparezca María, su madre. La encontraremos en el Calvario, pero no en sus correrías apostólicas. Y éste es un punto en el que hoy coincide la mayoría de los exegetas: No hay razón —coinciden— ni en el cuarto evangelio ni tampoco en los sinópticos para pensar que María fuese discípula de Jesús durante su ministerio.

Así lo señala también hondamente J. M. Cabodevilla:

María no intentó nunca introducirse en la órbita privadísima de Jesús. Jamás pretendió rodear a su Hijo, retrotraerlo, ya adulto, a aquellos años de infancia; no dio cabida en su alma a una sola nostalgia estéril, a un vano deseo de recuperar el hijo en la ternura balbuciente, en la impotencia graciosa, en esa postura desvalida en que la maternidad se cumple con más sabroso goce, con un ejercicio más plenario y redundante en lo sensible.

Como es lógico, de este silencio de los evangelistas no podemos deducir que María nunca acompañara a Jesús y ni siquiera que no lo hiciera habitualmente. Pero sí será bueno empezar reconociendo que esta ausencia-distancia es más coherente con la psicología y la misión de María que lo contrario. María, verdaderamente, entra en el evangelio por la puerta del silencio. Un silencio que vale la pena examinar.

Hay en el mundo tres tipos de silencio: aquel en el que se encierran los cobardes, por miedo o por debilidad; aquel en el que el mundo arrincona a veces a muchos inocentes y que pesa sobre sus almas como una losa; y el silencio elegido que un alma adopta porque ha descubierto que, en él, cumple con mayor exactitud su misión.

El de María, durante la vida pública de su Hijo, es de este tercer genero. María ha concluido la primera parte de la vida de Jesús con una palabra decisiva: Haced lo que él os diga (Jn 2, 5). Es como su testamento apostólico. Su último sermón. Una vez dicho eso, María ingresa en el silencio, para que hable la palabra, el Verbo, su Hijo. Ella ya nada tiene que decir. Sólo volverá a hablar —y esta vez con su presencia silenciosa— en el Calvario.

Este silencio le sirve, a la vez, para cumplir su misión y para respetar la de su Hijo. María sabe que su misión era, como la del Bautista, preparatoria. Y que es necesario que también ella disminuya para que él crezca (Jn 3, 30). La esclava calla cuando ha llegado el Señor. María ha dado ya todo lo que tenía que dar y que decir.

Con ello, además, reconoce y respeta la vocación de su hijo. No es la «madre atrapadora», la genitrix que quisiera tener siempre a los suyos atados a sus faldas. Le deja ir. Le reconoce adulto. No usa ese celo indiscreto de tantas «devociones» que se inmiscuyen en el terreno que pertenece ya a la autonomía del hijo adulto. Acepta la independencia de Jesús. Incluso cuando no entiende lo que El dice en el templo. Su competencia es limitada. Lo sabe.

Esta renuncia no es fácil para ella. María —humana al fin—seguramente hubiera preferido otra vida distinta para Jesús. Que se expusiera menos, que no atacara tan frontalmente a los poderes establecidos, que viviera más cerca de ella, que no hiciera su vida de vagabundo de Dios, que no viviera en las «malas compañías» que a veces le rodeaban. ¿Qué madre no hubiera dado ingenuos «consejitos» a Jesús? María calla. Asume una distancia que a algunos aparecerá como ausencia. Renuncia a la legítima curiosidad, al placer de estar cerca de él, de oír su palabra. Es una renuncia heroica.

Con ello vence la «tentación de la gloria». Ya hemos citado en otro lugar la frase de Bernanos: La Virgen no tuvo triunfos, ni milagros. Su hijo no permitió que la gloria humana la rozara siquiera. Pero María fue más allá: Tampoco disfrutó de los triunfos y milagros de su hijo, a los que todos pensaríamos que, como madre, tenía derecho.

René Durand ha analizado amorosamente esta renuncia:

Dada la plena cooperación de María con su Hijo, hubiera podido surgir, para cualquier otro que no fuera ella, la tentación de la gloria. Cuando se es la Madre de Dios, cuando se acompaña de cerca, como ella lo hizo, al sacerdote en su subida al altar, el peligro sutilísimo del orgullo personal tiene que estar muy cerca. Se puede ocultar bajo las apariencias de un gozo tanto más inocente cuanto más aparece perfectamente legítimo. ¡Con seguridad es un honor ser la Madre del Rey! ¿Y por qué negarse el placer de mostrar a todos, con una punta de orgullo, la influencia que se tiene sobre él? Si se trabaja por él y para él; si se está en sus secretos y en sus opiniones ¿cómo no saborear la gloria que le rodea, viviendo también un poco del resplandor de esa gloria? Todo esto la Virgen no lo quiso para sí misma. Como apagada cuando se encuentra junto a su Hijo, ella se nos muestra como un enigma viviente para cuantos la contemplan. Desde el rechazo de toda glorificación personal, ella salva su humildad y mantiene, con ello, un máximum de eficacia en su colaboración con Jesús-Sacerdote. Y el mismo Jesús la defiende contra las beatificaciones inoportunas y equivocadas que no respetaban, desde una visión demasiado humana, la escala de valores, tal y como Dios la ha ordenado.

Ahora estamos en la misma entraña del misterio de María: ella, desde su silencio, colabora mucho más eficazmente con su hijo a través de la fe de lo que hubiera hecho desde la presencia. En cristiano no hay más «palabra» que el Verbo. María nada tiene que añadir. Ni siquiera ella. Y calla. Se asocia así a otro de los grandes misterios: la paciencia divina, la misma que Jesús vivió treinta años en Nazaret. Entra en el silencio de Dios, para que los demás oigan mejor su voz y aprendan para cuando a ellos les hable sólo ese silencio. Y en el silencio, rumiaba en su corazón todo lo que aún no había terminado de entender. Que era mucho. Porque María no ingresa en la oscuridad por la oscuridad, ni en el silencio por el silencio. Sino para vivir allí más hondamente el crecimiento de la fe y la gracia, de los que luego hablaremos.

¿Qué hace, mientras tanto, María? ¿Dónde vive? ¿De qué vive? Tampoco esta vez sacian nuestra curiosidad los evangelistas. El sentido común nos hace pensar, como muy verosímil, el que, cuando bajó con Jesús a Cafarnaún después de Caná (Jn 2, 12), se quedara allí. Nazaret se había vuelto inhabitable para su hijo y, de rebote, para ella, con una familia que consideraba a Jesús como un loco. En Cafarnaún tenía mejor acogida. Y no parece inverosímil que su lugar estuviera en la casa de los Zebedeos (que disfrutaban de aceptable posición), pues la escena de la cruz demuestra ya una anterior proximidad entre María y Juan.

¿Cuál fue su relación con los apóstoles? La de cualquier madre con los amigos de su hijo. Pero, seguramente, también aquí imperó la discreción. Ciertamente los apóstoles, antes de la Pascua, ni conocieron, ni sospecharon cuál era el papel que María jugaba ya, e iba a jugar más tarde, en el Reino de su Maestro. Jesús —escribe Willamera el único que conocía la maternidad milagrosa de María. Y María siguió siendo la única iniciada en la filiación divina de Jesús. Jesús no quería que ella diese aún testimonio de él. Su misión era confirmar el misterio, una vez que él hubiese entrado en la gloria y cerrado la revelación. Por eso sólo en la venida del Espíritu santo encontraremos a María —ahora ya sí— como lo que era: la reina de los apóstoles.

La visita rechazada

Pero hay algo más desconcertante que ese silencio y esa distancia. Y es que las dos únicas apariciones de María en la vida pública concluyen con dos ¿aparentes? rechazos.

No me gusta usar esta palabra. Pero ¿por qué suavizar o mutilar los evangelios? Jean Guitton expresa así su desconcierto:

En el curso de esta vida pública de Jesús, María no figura en ningún lugar destacado. Por el contrario, lo que se aprecia son humillaciones que chocan con nuestra sensibilidad. La escena que relata el evangelio de san Marcos es tan sombría, de tonalidades tan crudas y acentuadas, que se la creería obra de alguno de nuestros modernos, de un Mauriac o de un Bernanos.

Efectivamente, es una escena que nos cuesta digerir. Pero la narran los tres sinópticos, aunque sea san Marcos el que la sitúa con mayor crudeza. Porque coloca la visita de María y los suyos a Jesús diez versículos después de la escena en que pinta a los familiares buscándole y queriendo llevárselo a casa como loco. ¿Quiere unir las dos escenas, como partes de una misma?

Desde luego no podemos ni imaginarnos a María compartiendo esa visión y ese proyecto de los parientes. Pero tampoco excluir el que éstos tratasen de apoyarse en María para conseguir su propósito y la llevasen tal vez medio engañada. Y quizá el que Marcos intercale otra escena entre los versículos 21 y 31 de su capítulo tercero tiene, precisamente, la intención de distinguir entre el papel de María y el de los parientes en la escena.

Leámosla, pues, en lo que los tres sinópticos coinciden.

Sucedió que estaba un día Jesús predicando en el interior de una casa, y la gente, como de costumbre, se agolpaba en la pequeña habitación. Hombres, mujeres, chiquillos, esperaban de aquel predicador una palabra que iluminase sus vidas y les diera fuerza para seguir esperando. Fue entonces cuando a la puerta de la casa llegó un grupo de personas en tomo a una mujer ya mayor. Desde la calle podían oír la voz del predicador, pero a él no le veían. Preguntaron a los que se apretujaban a la puerta cuánto duraría aquello. Y alguien contestó que no se sabía, que a veces el Rabí se pasaba la tarde entera hablando. Y entonces —para abreviar la espera alguno de los recien llegados dijo que aquella lujer que iba con ellos era la madre del Maestro y que ellos eran sus parientes. Seguramente muchos ojos se volvieron hacia María con veneración y la noticia comenzó a correr de boca en boca: ahí está su madre, ahí está su madre...

Mientras tanto, Jesús seguía hablando sin percibir los runrunes de la gente. Al fin, la noticia llegó al corro de los apóstoles, que eran losmás próximos a Jesús. Y alguno de ellos se acercó al Maestro con la noticia: Ahí están tu madre y tus hermanos que preguntan por ti. Todos esperaban que Jesús interrumpiría su sermón y saldría a recibirles. Era lo normal. Cualquier rabino hubiera hecho lo mismo.

Pero Jesús volvió a desconcertar a todos. El extendió la mano sobre sus discípulos, dice san Mateo. Y san Marcos subraya: Entonces dirige una mirada a la gente que estaba sentada en círculo a su alrededor... Ya es notable que los dos evangelistas subrayen (mano, mirada) sus gestos físicos. La literatura de la época raramente detallaba los gestos de las personas. Sólo aparecen cuando se trata, por alguna razón, de gestos que llamaron la atención a quienes los presenciaron.

Esta vez, esa mano y esa mirada debieron de estar llenos de una solemne majestad. Con su gesto, Jesús quería acentuar lo que iba a decir. Y sus palabras también fueron desconcertantes. Siguiendo un método muy propio de Jesús formular una pregunta extraña que atraiga la atención de los presentes—, se volvió a los que cuchicheaban y preguntó: ¿ Y quienes son mi madre y mis hermanos? Muchos debieron de asombrarse ante esta pregunta disparatada. Y, durante unas décimas de segundo, nadie se atrevió a responderle. Entonces él se puso en pie, hizo girar su mano y su mirada sobre los oyentes y añadió: Mirad, fijaos bien: ¡Estos son mi madre y mis hermanos! Porque cualquiera que haga la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ese es, para mí, un hermano, y una hermana, y una madre (Mc 3, 31-35; Mt 12, 46-50; Lc 8, 19-21).

Los oyentes no sabían ahora si era mayor su emoción o su sorpresa. Sorpresa porque jamás hubieran podido sospechar que existiera entre los hombres un lazo más fuerte que la carne y que la sangre. Emoción porque descubrían que Jesús les consideraba y les nombraba en aquel momento sus hermanos, sus familiares. Nacía allí un nuevo estilo de familia: ser hijos del Padre, entrar en el Reino, escuchar la palabra de Dios, no era algo ocasional que se hacía en un momento y luego cesaba para siempre. Aquello, por el contrario, les hacía ingresar en una nueva comunidad, en una más honda fraternidad, en un parentesco celestial más fuerte que todos cuantos conocían.

Para María, la respuesta de Jesús debió de ser más desconcertante que para los demás. Y más dolorosa. ¿Renegaba Jesús de su maternidad? ¿La ponía a la misma altura que los demás? ¿Cerraba la puerta de su corazón y daba por concluidas sus relaciones?

Si María hubiera sido una madre como las demás, aquello le habría resultado una puñalada. Pero —desde la tiniebla dolorosa de la fe— pronto surgiría en ella, abriéndose paso entre la angustia, la respuesta: ¿Qué había sido hasta entonces y qué seguía siendo su vida sino un constante hacer la voluntad del Padre? En realidad, Jesús no estaba negando la maternidad ñsica; señalaba que había otra más alta. Y María poseía las dos. La espiritual, más que ningún otro de los oyentes de su hijo. Ella estaba ciertamente ligada a él por la carne, pero mucho más ligada por la voluntad del Padre desde el día aquel del ángel. ¿Era, entonces, esta segunda maternidad la que verdaderamente contaba?

San Agustín se atrevió a decirlo con frase casi escandalosa:

De nada hubiera servido a María la maternidad corporal si no hubiera concebido primero a Cristo, de manera más dichosa, en su corazón y sólo después en su cuerpo.

Entonces, para María, aquella punzada de dolor se convirtió en un descubrimiento de gozo: ella no sólo había concebido por un momento a su hijo; no sólo le había engendrado durante nueve meses; seguía ahora engendrándole, dándole a luz por la fe.

Ahora se dio cuenta de que, aunque estuviera lejos de su hijo, el predicador, no estaba sola. Seguía haciendo sus funciones de madre y él seguía siendo su hijo. Y los dos ejercían una maternidad y una filiación que no tendría término. Entre la sorpresa de los demás, ella estaba gozosa. Se dio cuenta de que no necesitaba abrazarle para estar con él, ni hablarle para sentirle cerca. No hacía falta que entrase a verle. Podía irse serena y feliz.

No reaccionaron así los parientes que la acompañaban. Se sintieron ofendidos. Y se prepararon para los posteriores ataques que, más tarde, nos contaría san Juan (7, 1-10).

El elogio de la campesina entusiasta

La segunda escena, de parecido contenido teológico, es muy diferente en sus circunstancias externas. Esta vez, María no estará presente. Jesús acababa de curar a un endemoniado y apareció la envidia de los escribas que le acusaron de hacer los milagros en nombre de Belcebú (Lc 11, 15). Y la respuesta del Maestro será tan contundente —Si yo hago los milagros en nombre de Belcebú, ¿en nombre de quién los hacen vuestros hijos?— que entusiasmará a los campesinos, que gozan viendo cómo Jesús humilla a quienes les aplastan. Y, entonces, una mujeruca de pueblo no podrá contener su admiración y estallará en una exclamación que le sale del alma: ¡Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron!

Era un piropo a la vez profundamente popular y femenino: para elogiar a Jesús, se ensalza a su madre. ¿A qué hijo no tenía que encantarle esa alabanza?

Pero también en esta ocasión vuelve a ser desconcertante la respuesta de Jesús: ¡Dichosos, más bien, quienes oyen la palabra de Dios y la cumplen! ¿Es que molestaba a Jesús el elogio a su madre? Evidentemente, no. Es que se daba cuenta de que se estaba elogiando a su madre en lo menos importante de lo que ella había hecho. Se diría que le urgiera el dejar claro una vez más su orden de valores: para Jesús lo realmente importante de su madre —y de cualquiera que la imitase— no era tanto el hecho de haberle llevado en el seno, cuanto el haberlo hecho siguiendo la palabra de Dios, Así, Jesús se muestra rigurosamente antisentimental. Y una vez más recuerda que todo parentesco material debe subordinarse al gran parentesco en el reino de Dios.

Un hijo muy especial

Estas explicaciones nos aclaran un poco las dos respuestas de Jesús. Pero siguen dejándonos en el alma una pregunta: ¿Es que Jesús fue un hijo poco cariñoso?

Desde luego no fue un hijo empalagoso. Lo mismo que no había dado a su madre joyas, ni títulos, ni brillos humanos, tampoco le dio —ni quiso que otros le dieran ríos de sentimentalismo. Le dio
mucho más: un amor callado y hondo y, sobre todo, la plenitud de la gracia.

Efectivamente: si hubo una actitud de respetuosa reserva por parte de María, también la hubo por parte de Jesús. Nos gustaría saber si él comunicó sus planes a María; si ella tuvo una aclaración anticipada del sentido de su vida y de su muerte; si, al menos, cuando salió hacia el Jordán, le dijo que nunca volvería a su oficio de carpintero. Y nada nos responden los evangelios. Pero todo cuanto conocemos de la conducta de los dos nos inclina a pensar que Jesús no hizo a su madre ningún tipo de revelaciones previas y que ella fue viviendo y entendiendo la vida de Jesús conforme fueron sucediéndose los acontecimientos.

Porque Jesús y ahora sí, entramos en la clave del problema—
sometió a María a la luminosa oscuridad de la fe. Ella entró en el plan de Dios —ya desde la anunciación— sin conocer los detalles. Y María aceptó esta voluntad de Dios sin pedir más explicaciones.

Willam lo describe así:

En cuanto a María, por lo que se trasluce de los evangelios, parece que ella se mantuvo con la correspondiente reserva en las preguntas. La fe en Jesús creó entre ambos una intimidad especial, pero también una distancia respetuosa. María, con su espíritu de fe, se diferenciaba de los apóstoles precisamente por su silencio; porque aquellos le hacían preguntas con excesiva frecuencia y hasta se permitían darle consejos.

No así, María. Quien tiene verdaderamente fe, no tiene prisa por saber. María se limitaba a esperar, silenciosa, que fueran realizándose todas las cosas que el ángel anunció y Simeón profetizó.

Por lo demás, María sabía, con su experiencia humana, además de con su fe, muchas cosas fundamentales. Los que rodearon a Jesús vivieron siempre con el interrogante de quién era aquel a quien seguían y de dónde había venido. ¿Quién era su padre?, se preguntaban los fariseos. ¿De dónde le viene esta sabiduría?, se decían quienes le escuchaban.

María era, en cambio, fuera de Jesús, la única que podía responder a estas preguntas. Ella conocía bien el origen de Jesús. Ella, además de creer, había oído las palabras del enviado y sabía cómo aquel pequeño había aparecido en su seno sin mediación de varón. Mas todo esto lo guardaba en su corazón silencioso.


La penumbra de la
,fe

Pero volveríamos a equivocarnos si pensáramos que el saber todo eso excluía el dolor y el esfuerzo. Estamos acostumbrados a pensar que en María todo fue fácil y espontáneo. Pero mal podría, entonces, presentársela a los cristianos como ejemplo de fe.

En realidad María –como dice Guardini— sobrellevó el misterio de su hijo, con respeto y confianza, pero también cuesta arriba. El que María no sucumbiera a las pruebas, no demuestra que no las tuviera. Y tenemos que pensar que, si su hijo fue tentado, ¿por qué no ella también?

Su gran prueba fue, sin duda, la oscuridad. Esa «distancia», esa cierta «falta de comprensión» que parece tener con su hijo, son los rastros visibles de esa oscuridad, esa clara oscuridad de su fe. Porque, tras un principio luminoso, con ángeles y prodigios, todo parecía haberse agrisado. Nadie sabía, como ella, la misteriosa filiación de su hijo, pero, por eso mismo, para nadie resultaba tan desconcertante ese «Dios venido a menos», adaptado a la rutina cotidiana de ser hombre, que en Jesús aparecía.

Por eso María vivió una hondura de soledad como nadie —salvo Jesús— ha conocido. No hablo de soledad física, sino de la gran soledad interior, metafísica. Dios había descorrido en ella, por un momento, la cortina del infinito, y, luego, la había abandonado en la vulgaridad del tiempo de los hombres. Tras su maternidad, sería siempre más que una mujer, pero, al mismo tiempo, seguiría encadenada a su condición de ser humano.

Porque su fe no era ausencia de dificultades. Para nadie lo es. También para María la fe era capacidad para soportar dudas. Todo se le volvía preguntas: Si su hijo era Dios, ¿por qué necesitaba el alimento cada día? Si su misión era cambiar el mundo, ¿por qué se reducía a un trabajo de carpintero? Si podía hacer milagros, ¿por qué no en su aldea y en su casa? Si podía encontrar dinero en la boca de un pez, ¿por qué la dejaba a ella en la más total de las estrecheces? Si era tan cariñoso con todos, ¿por qué la dejaba sola? Si podía resucitar muertos, ¿por qué no impidió que ella se quedase viuda? ¿Por qué tuvo compasión de la viuda de Naín y no de su madre? Si sus milagros era signos visibles de Dios, ¿por qué cuantos más hacía más crecía la hostilidad contra él? Si era un enviado de Yahvé, ¿por qué no le entendían los legítimos representantes de Dios en la tierra? Si había venido para salvar, ¿por qué hablaba tanto de morir? Si podía curar enfermos y resucitar muertos, ¿por qué no reblandecía los corazones endurecidos? Si el Padre había puesto todo poder en sus manos, ¿por qué no hacía tales signos de ese poder que ya no hubiera más remedio que creer en él?

Preguntas, cientos de preguntas que nunca encontraban respuesta en el corazón de María. Aquella espada que un día, ya lejano, anunció Simeón, iba ahondando en su alma, al ver cómo su hijo aparecía como salvación de algunos y condenación de muchos.

Y su santidad estaba y crecía precisamente en la aceptación de esa oscuridad de la fe. Ahora se daba cuenta de que el «he aquí la esclava» no había sido ni una frase, ni una entrega de un momento. Treinta y tres años implacables fueron estirando su alma y haciendo que la pequeña plenitud de gracia del primer día fuera de hora en hora más ancha y más honda.

Porque si Jesús crecía en edad, en sabiduría y en gracia, tambien ella conoció ese crecimiento. Imaginarnos la santidad de María como un lago inmóvil, pensar que la plenitud de gracia era en ella sinónimo de «crecimiento imposible», sería equivocarse. Hubo también en el alma de María un desarrollo. Conforme llegaban hasta ella las palabras de las predicaciones de su hijo —oídas en directo o transmitidas por los apóstoles— María iba entendiendo y saboreando muchas cosas que antes había intuido sin entender.

El Reino también crecía en ella como en una buena tierra. Y los recuerdos que guardaba en su corazón no estaban en él como joyas en un joyero, sino como las semillas bajo la buena tierra: crecían, se desarrollaban, daban el ciento por uno.

Así iba entrando en el reino de los cielos, hasta su mismo centro. No envidió sin duda ¡qué disparate! el no haber sido incorporada al colegio apostólico. La misión de difundir el Reino era más ancha que el grupo de los doce. Y ella asumió feliz y serena el puesto que le habían confiado: ocupar el centro viviendo en un rincón.

Por eso, si su vida se abrió con aquel dichosa tú, que has creído de su prima Isabel, con esa misma frase podría, el día de su muerte, resumirse su vida. Sólo entonces pasaría de la oscuridad a la luz pascual. Sólo entonces saldría de la sombra para abrazar a su Hijo. Ahora, tendría que vivir abrazadísima a él. Pero desde lejos.

 

III. LOS DOCE

Volvemos a encontrarnos con otra paradoja en Jesús: era un solitario tremendamente necesitado de amistad y compañía. Muchas páginas evangélicas testimonian esta ambivalencia de su persona. Le vemos con frecuencia huyendo a la soledad de la oración; sabemos que siempre hay en su alma un pliegue que a nadie se entrega; acabamos de verle desprendido de los lazos familiares. Y, por otro lado, nos encontramos que, apenas inicia su obra de predicador, se preocupa de rodearse de un grupo de amigos; su corazón respira cuando está con ellos; siente una especie de latigazo de terror cuando, al anunciarles la eucaristía, percibe en sus rostros deseos de alejarse y abandonarle (Jn 6, 67); y en el huerto de los Olivos sale por tres veces de la oración para «mendigar» su compañía (Mt 26, 40).

En otros creadores de grandes movimientos religiosos hay una mucho mayor distancia respecto a sus compañeros. Estos son puros discípulos que se limitan a copiar lo que el maestro dicta o enseña, y éste, aun presentándose como un simple hombre, vive en una lejana nube de admiración distante. Un Buda, un Mahoma están humanamente mucho más lejos de sus seguidores que Jesús de sus apóstoles. Entre Cristo y los suyos hay, sí, esa barrera que marca el misterio de la divinidad. Pero, en lo humano, hay un compañerismo y una fraternidad que emocionan. Jesús, que mantiene las distancias con la masa, las borra hacia sus elegidos; a estos les mete, no sólo en su amistad, sino en sus secretos y en su misma misión. Hay entre ellos una auténtica camaradería, una convivencia que apenas podemos intuir a través de los retazos de esa vida que nos trasmite el evangelio, más preocupado por recoger el mensaje de Jesús que sus modos concretos y cotidianos de vivir. Por eso sólo de lejos podemos adivinar aquel tesoro de amistad comunitaria en que él y los doce vivieron el primer modelo de lo que había de ser su Iglesia.


Una comunidad de base

Aquello fue, diríamos hoy, una «comunidad de base» que compartía ideales y alimentos, persecuciones y esperanzas. Nada les ataba entre sí sino la idea del Reino que se acercaba y su admiración por

Jesús. Habían llegado de distintos pueblos, de diversas condiciones sociales, de discrepantes ideologías. Eran ricos unos, y pobres otros; revolucionarios algunos, y colaboracionistas otros; solteros los menos, y casados los más. Pero todos habían dejado todo. Habían aceptado aquella vida nómada tan absolutamente infrecuente en la época. No habían construido un monasterio en el desierto como los esenios; no tenían madrigueras en las montañas como los más radicales de los zelotes; no merodeaban en torno a los templos y sinagogas como escribas y fariseos; vivían deambulando bajo el aire y el sol, caminando sin meta, durmiendo donde les sorprendía la noche.

Y Jesús, que entrega lo fundamental de su mensaje a la masa sin excepciones, reserva las clarificaciones más íntimas para este pequeño grupo elegido. A ellos les explica el sentido recóndito de las parábolas: A vosotros se os ha concedido conocer los misterios del reino y a ellos no... Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Porque en verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver las cosas que vosotros veis y no las vieron y oír las cosas que vosotros oís y no las oyeron (Mt 13, 11-17).

A ellos reserva, sobre todo, la revelación más honda de su Padre. Un día —cuando, tras la primera misión, regresan triunfantes los elegidos vemos a Jesús estallar de gozo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios v a prudentes y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre; y al Padre nadie lo conoce sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quiera revelarlo (Mt 11, 25-28).

Pero, además, Jesús actúa con ellos de manera muy diferente a la de un maestro que trasmite a sus discípulos una enseñanza teórica. No habla como quien trata de introducir en sus cabezas tales o cuales verdades, ni siquiera como quien expone un determinado modo de ver el mundo. Desde el primer momento Jesús les habla como a compañeros de tarea, como a miembros de una nueva familia, como a gente que va a compartir y continuar una misión. No es un Sócrates que trata de iluminar, sino alguien que intenta construir. No le interesa tanto la verdad en sí, como la verdad que fundamenta un estilo de vida.

Además percibimos desde el primer momento que esa comunidad que trata de crear en torno a su persona tiene dos niveles: el común de la masa y el de los que le siguen de un modo especial. Y aun entre estos hay una selección de doce, que parecen elegidos con misión y fines concretísimos. A ellos dedica la mayor parte de su tiempo. Formarles parece la fundamental de sus tareas.

Y esta formación no es en absoluto teórica. Jesús no se sienta cada tarde para ofrecer a sus discípulos un círculo de estudios o una clase de teología. Les forma en la vida, haciéndoles vivir con él. No se porta con ellos como un lejano superior: vive con todos en plena intimidad, come a su mesa y duerme a su lado. Va delante de ellos, sobre todo hacia el riesgo. Caminaba el primero subiendo hacia Jerusalén, apostilla Lucas hablando de la subida a la muerte (19, 28).

Desde el primer momento les lanza, además, a la tarea de predicar ellos solos. Un día envía a los setenta y dos (Lc 10, 1-12), otro a los doce más escogidos (Mt 9, 35-38; 10, 5-42; Mc 6, 7-13; Lc 9, 1-6). Y no les envía a tareas secundarias: ellos deben hacer exactamente lo mismo que él hace: anunciarán el reino de Dios y confirmarán su proximidad con todo tipo de milagros. Será, les anuncia, una tarea erizada de dificultades: les perseguirán, cerrarán ante ellos las puertas de las ciudades, sus vidas correrán peligro. Pero triunfarán, porque el Padre estará con ellos.

Y triunfan, efectivamente. Regresan felices, comprobando que hasta los demonios se les someten en nombre de Jesús (Lc 10, 17). Y Jesús se siente feliz con su triunfo, y les certifica que también él ha visto a Satanás caer como un rayo del cielo puesto que él les ha dado poder para andar sobre serpientes y escorpiones y sobre toda potencia enemiga sin que nada les haga daño (Lc 10, 19).


Un nuevo estilo de vida

Así Jesús crea, con ellos y para ellos, un nuevo estilo de vida. La ley suprema es la libertad. La dictadura de las viejas leyes no regirá más para ellos. Cuando alguien le pregunte por qué sus discípulos no ayunan, como lo hacen, en cambio, los de Juan y de los fariseos, Jesús dará una respuesta que sonará paradójica a quienes no comparten su vida: ¿Pueden los convidados al banquete estar tristes mientras está con ellos el esposo? Ya vendrá el tiempo en que les quiten el esposo y entonces ayunarán (Mt 9, 15). La vida con Jesús es, pues, como un permanente banquete de bodas, una larga fiesta en la que rige la alegría. Viven con Jesús, todo les está permitido en consecuencia. Un día, al pasar por un sembrado, los discípulos arrancan algunas espigas de cebada y se las comen. Y surge el escándalo de los fariseos: «¡Es sábado! ¿Cómo permite Jesús que se haga tamaño sacrilegio?». Pero Jesús responde que también los sacerdotes trabajan en el templo durante los sábados. Y él es mayor que el templo (Mt 12, 6). Quienes viven con él están con Dios y todo les está, por tanto, permitido.

Pero esta libertad no es la del pecado o la mediocridad. Es la libertad necesaria para la perfección. Porque el nuevo estilo de vida que enseña Jesús es un cambio total, una conversión, una metanoia, un giro total en la mente y el corazón. Y un giro de 180 grados quedebe llegar a la perfección. Ellos son la sal de la tierra, la luz del mundo (Mt 5, 13). No les bastará, pues, la justicia de los fariseos; con ella sola no es suficiente para entrar en el reino de los cielos (Mt 5, 20). Ellos tienen, nada menos, que ser perfectos, como es perfecto su Padre que está en los cielos (Mt 5, 48).

Esta perfección comenzará por una fe total en él. Y, consiguientemente, un seguimiento radical, dejando todo lo demás. Para ir con él no deberán llevar ni oro, ni plata, ni calderilla en los cintos, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón (Mt 10, 9). Tendrán que romper todos los lazos familiares. Para seguirle no sirve ni el que se entretiene en despedirse de sus familiares (Lc 9, 61), ni siquiera el que piensa primero en enterrar a su padre (Mt 8, 21). Con él tienen que entrar en el total desamparo: Las zorras tienen cuevas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza (Lc 9, 58). Por eso fracasará el joven rico. Sin dinero, probablemente hubiera sido un buen apóstol. Era un buen muchacho y Jesús mirándole fijamente, le amó. Era su modo de llamar a los apóstoles. Mas esta vez fracasó esa mirada porque el muchacho, al oír que para seguir a Jesús tendría que vender cuanto tenía y darlo a los pobres, puso mala cara y se marchó triste. Porque tenía muchos bienes (Mc 10, 22).


La pedagogía de Jesús

Es absolutamente sorprendente, para su época, el estilo pedagógico con que Jesús forma a los suyos. Muchos de los mejores hallazgos formativos de la ciencia moderna, los empleaba ya él con la más absoluta normalidad.

Les forma, en primer lugar, en grupo. Son muy raros en el evangelio los contactos de persona a persona. Casi nunca conversa Jesús largamente con nadie en privado: con Nicodemo, con la samaritana... Pocas veces más tiene Cristo una conversación que no sea pública. Cree, más bien, en el pequeño grupo al que acepta con todas sus consecuencias. Acepta sus celos y sus tensiones, sus envidias infantiles que les llevan, desde reñir por un puesto mejor o peor en la mesa, hasta ambicionar los lugares privilegiados en el reino de los cielos. Hubo entre ellos una contienda sobre cuál era el mayor. Y él les dijo: Los reyes de los gentiles los dominan y sus príncipes se llaman bienhechores. No así vosotros, sino que el mayor sea como el menor y el que manda como el que sirve (Le 22, 24).

Les hace, además, trabajar juntos. Cuando les envía a la misión lo hacen de dos en dos. Cuando elige testigos de su triunfo o su dolor, se lleva a tres de ellos. Sólo a Judas le da, en la cena, un encargo que debe hacer en solitario: Lo que tengas que hacer, hazlo pronto (Jn 13, 27). Porque el pecado es lo único que puede hacerse solo. Por eso quiere que también después de su muerte sigan unidos (Jn 17, 20).

Y les forma en la vida cotidiana. No les arranca del mundo, no les traslada a un invernadero en el que no se contagien del siglo presente. Les deja en los caminos, en sus barcas, entre la masa de la que han de ser fermento.

Y no les aleja del riesgo ni de las tormentas, no pone bajo sus pies una tierra de algodones. Hay en Palestina dos lagos. Uno, el mar Muerto, en permanente calma. No hay en él olas ni tempestades. Es, incluso, casi imposible ahogarse en él, porque el peso específico de su agua salitrosa es superior al del cuerpo humano. El otro, el de Genesaret, cobra todos los años varias vidas humanas, la tempestad surge en él tremenda e inesperada, los vientos le sacuden, sus olas llegan a alcanzar varios metros. Pero los pescadores eligen este segundo para faenar. En el primero no hay jamás una barca porque no hay en él pesca ni rastro de vida. En el segundo el riesgo es compensado con la abundancia de las capturas.

Jesús también eligió para sus apóstoles el lago del riesgo y de la vida. Les anuncia sin rodeos que les envía como corderos en medio de lobos (Lc 10, 3). Lucharán, sufrirán, serán perseguidos, morirán violentamente. Serán odiados por su nombre y les perseguirán de ciudad en ciudad (Mt 10, 22).

Insiste en la idea de que la cruz y el fracaso son necesarios para el triunfo final. Quien no lleva su cruz y me sigue, ese no puede ser mi discípulo (Lc 14, 27). Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga. Quien quiera salvar su vida la perderá; y quien pierda su vida por mi causa y por el evangelio, la salvará (Me 8, 34).

En esta pedagogía del riesgo, acepta a veces la audacia absurda. Una noche se acerca hacia sus apóstoles, que reman, caminando sobre las aguas. Y Pedro, el impetuoso, que se ha acostumbrado a esperar imposibles, pide a Jesús que le mande también a él ir andando sobre las aguas. Cristo acepta la loca petición y Pedro se echa al agua. Pronto comienza a hundirse y el miedo se apodera de él. Y se diría que a Cristo le molesta ese naturalísimo terror: Hombre de poca fe ¿por qué dudaste? (Mt 14, 23-33).


El decálogo del apóstol

¿Cuáles son las enseñanzas de Jesús a sus doce? Con frecuencia es difícil distinguir en el evangelio qué es lo que el Maestro dice a la multitud y qué lo que se dirige a sus apóstoles. Pero podría construirse —siguiendo el esquema de Otto Hopman— una especie de decálogo del apostolado, tomado del evangelio de san Mateo, con una serie de preceptos que serían como la «Carta Magna» de todos los enviados por el Señor a los hombres:

El primer mandamiento ¡suprema lex!— para los doce es: Preocupación por el bien espiritual y corporal de los hombres: «Predicad: el reino de Dios se acerca. Curad a los enfermos. Resucitad a los muertos. Limpiad a los leprosos. Arrojad a los demonios».

El segundo mandamiento: Generosidad: «Lo que gratis habéis recibido, dadlo gratuitamente».

Tercer mandamiento: Desprendimiento: «No toméis oro, ni plata, ni llevéis dinero en vuestras bolsas. Digno es el obrero de su salario».

Cuarto mandamiento: Constancia: «Cuando lleguéis a una ciudad o una villa, predicad a los hombres dignos que haya en ella y no os marchéis hasta haberlos instruido debidamente».

Quinto mandamiento: Amor a la paz: «Cuando lleguéis a una casa, saludad diciendo: Paz a esta casa».

Sexto mandamiento: Prudencia: «Sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas. Precaveos de los hombres».

Séptimo mandamiento: Confianza: «No os preocupéis por lo que habéis de decir ni por la manera de hablar. En cada momento se os dirá lo que hayáis de hablar. Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados».

Octavo mandamiento: Fortaleza de ánimo: «No he venido a traer la paz sino la guerra».

Noveno mandamiento: Sacrificio: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí».

Décimo mandamiento: Perseverancia: «El que perseverare hasta el fin, se salvará».

Este «decálogo» tendrán que vivirlo los apóstoles con una gran libertad de espíritu, sin que nada humano les ate, despreocupándose de lo temporal: No os angustiéis por vuestra existencia, qué comeréis o qué beberéis; ni os preocupéis por cómo vestiréis vuestro cuerpo. ¿No vale la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, no siegan, ni reúnen en graneros y vuestro padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? (Mt 6, 25-27). Y es que Jesús quiere en torno a sí corazones libres, almas enteras.

Para ello, tendrán que vigilar y orar mucho. Tendrán que descubrir que hay demonios que no pueden arrojarse más que con la oración y el ayuno (Mt 17, 21).

Tendrán, sobre todo, que ser completamente diferentes de los falsos guías religiosos que están dirigiendo a su pueblo. Todas las tremendas palabras que Jesús dirige a los fariseos son, al mismo tiempo, enseñanzas para sus apóstoles. Porque pueden ver en carne viva los peligros que acechan a todo guía espiritual:

Hipocresía: «Obran de manera muy distinta a lo que enseñan».

Desprecio a los hombres: «Imponen cargas pesadas a los hombres y ellos no quieren tocarlas ni con un solo dedo».

Afán de honores: «Buscan los lugares honrosos en los banquetes y los primeros puestos en las sinagogas; quieren que se les salude en público y que se les dé el nombre de maestros».

Dureza de corazón: «Cerráis el reino de Dios a los hombres y ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los demás».

Marrullerías: «Decís que si uno jura por el templo, esto no tiene importancia, pero si jura por el oro del templo se hará reo. ¡Necios y ciegos! ¿Qué vale más: el oro o el templo?»

Exterioridad de su santidad: «Dais el diezmo de la menta, del anís y del comino; pero habéis abandonado lo que es más esencial en la ley: la justicia, la misericordia y la lealtad».

Falsedad: «Limpiáis por fuera la copa y el plato y por dentro estáis llenos de rapacidad e inmundicia».

Contumacia: «Estáis completando la medida de vuestros padres». Serpientes, raza de víboras, ¿cómo podréis evitar vuestra condenación? (Mt 23).

Todas estas imprecaciones tuvieron que producir un fuerte impacto en los apóstoles. Por ellas medían, visiblemente, hasta qué punto no basta ser un elegido para ser santo y cómo son precisamente las vocaciones más altas las que más fácilmente se traicionan y falsifican.


Hombres de barro

Esto lo medían los doce en su carne. Ninguno de ellos había sido elegido porque fuera un santo de antemano. Tomados de la misma masa de la humanidad, eran ellos mismos portadores de una gran misión en vasos de arcilla.

Y lo comprobamos al descubrir otro gran misterio: Jesús, al menos inicialmente, fracasa con sus apóstoles. Viven tres años a su lado y, aunque le quieren apasionadamente, casi nada aprenden. Siguen siendo humanos, siguen llevando su alma taponada con barro mediocre. De hecho, ni entienden a Cristo, ni su misión. Hay momentos en que a Jesús se le hace dificil soportarles. Alguna vez hasta estalla: ¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os sufriré? (Mt 9, 19).

Y, entonces, no duda en reprenderlos, a veces con palabras durísimas. Les riñe por su falta de fe. Es eso lo que les impide hacermilagros: Os aseguro que si tuvierais tanta fe como un grano de mostaza diríais a ese monte: trasládate de aquí allá, y se trasladaría y nada os sería imposible (Mt 17, 20).

Es, sobre todo, el miedo a la cruz lo que les espanta. Les resulta fácil aceptar que Jesús va a fundar un Reino y que ellos formarán parte de él. Pero no se resignan a la idea de que, para llegar a ese Reino, haya que pasar por la cruz y la muerte. Ante esta idea se tapan los oídos de la inteligencia, no quieren entender. Y es aquí donde se produce uno de los más violentos choques con el Maestro. Jesús ha comenzado una tarde a explicarles que tenía que ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y los escribas, y ser entregado a la muerte y resucitar al tercer día (Mt 16, 21). Ni siquiera estas últimas palabras anunciadoras del triunfo final tranquilizan a los apóstoles. Y es Pedro quien estalla. Agarra a Jesús violentamente por el brazo y comienza a increparle: Dios te libre, Señor. Eso no debe suceder. Y Jesús se arrancará, también violentamente, del brazo de Pedro y dirá las palabras más duras de todo el evangelio, las más duras que pueden dirigirse a un hombre: ¡Apártate de mi vista, Satanás! Eres para mí un escándalo, porque no miras las cosas de Dios sino las de los hombres (Mt 16, 23).

También la idea de la eucaristía les asusta. Les resulta absurdo, casi repulsivo, el que anuncie que los hombres tendrán que comer su carne y beber su sangre. Esta idea le costó a Jesús perder «muchos» discípulos, como señala Juan en su evangelio: Muchos de sus discípulos dijeron: Dura es esta doctrina ¿quién puede soportarla? (Jn 6, 60). Jesús estaba acostumbrado a ser rechazado por los fariseos, pero esta crítica abierta en boca de sus discípulos le desconcierta. Por eso replica vivamente: ¿Esto os escandaliza? Pues ¡si vieseis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes! El espíritu es el que vivifica, la carne no sirve para nada. Las palabras que yo os he dicho son espíritu y vida. Pero hay entre vosotros algunos que no creen. Jesús conoce en este momento una de las más hondas amarguras humanas: no ser creído ni comprendido por los propios amigos. ¿Por qué le siguen entonces? ¿No será mejor que se vayan? ¡Todo, menos contar por amigos a un atajo de hipócritas! Sus palabras fueron tan duras que los incrédulos comprendieron. Y desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás, y ya no querían andar con él (Jn 6, 66). Acababan de darse cuenta de que estaba loco y que, además de loco, resultaba peligroso. Se alejaron. No querían terminar locos también ellos.

Y ahora el mayor terror: ¿se habría extendido la desconfianza hasta los doce íntimos? La voz de Jesús debió de temblar al formular la pregunta siguiente: ¿También vosotros queréis marcharos? Y la alegría trasfiguró, sin duda, su rostro al ver que la fe de los doce era mas fuerte que su debilidad de hombres.


No era de los nuestros

Los apóstoles caen también en un defecto que tendrá larga progenie en la historia de la Iglesia: el capillismo. Un día correrán escandalizados a Jesús para contarle que han visto a uno que arrojaba demonios en nombre de Cristo y queríamos prohibírselo, porque no era de los nuestros. Asistimos aquí al nacimiento de la celotipia y del capillismo. No basta con que alguien ame el nombre de Cristo y actúe a su servicio: tiene, además, que ser de nuestro grupo, de nuestra peña, tiene que hacerlo a nuestro estilo, bajo nuestro control, con nuestra etiqueta. La historia ha sido testigo de demasiados avatares en los que se han añadido al nombre de Jesús muchas otras «marcas de la casa» que poco tenían que ver con él y mucho con nuestros deseos de dominio.

Pero Jesús corregirá a sus apóstoles y lo hará con la frase que menos éxito ha tenido entre todas las del evangelio: No se lo prohibáis porque quien no está contra vosotros, con vosotros está (Lc 9, 50).

Curiosamente suele usarse mucho más la frase que el mismo evangelista escribe dos capítulos más tarde: El que no está conmigo, está contra mí (Lc 11, 23). Pero se olvida que, como precisa Plummer, esta segunda frase es la que nos sirve para saber si nosotros somos o no discípulos de Cristo (es decir: si yo, después de oír su llamada, no le sigo, he apostado contra él) mientras que la anterior es la que Cristo nos ofrece para que juzquemos a los demás: debemos pensar en principio bien de las personas y considerar amigos nuestros a quienes no son expresamente nuestros enemigos y, aun a éstos, amarlos. Pero parece que los cristianos hemos aprendido más de la estrechez de los apóstoles, que de la anchura de Cristo.

En esta misma línea está la tentación de la violencia que viene, también en esta ocasión, de los hijos del Zebedeo, que vuelven a hacer honor a su apodo de «hijos del trueno». Jesús está recorriendo las tierras de Samaria y envía por delante a algunos de los suyos para que les preparen el hospedaje. Los samaritanos, coherentes con su hostilidad hacia los judíos, se niegan a recibirles en sus casas. Jesús recibe la respuesta con una triste sonrisa. Pero no así Santiago y Juan. ¿Cómo se atreven estos samaritanos a ofender así a su Maestro... y a ellos? Han tomado de Jesús el poder y no la mansedumbre. Y, borrachos de orgullo, salen en defensa del «santo honor» cristiano: Señor ¿quieres que pidamos que baje fuego del cielo para acabar con ellos? (Lc 9, 54). Se sienten casi propietarios de la fuerza de Dios. Y están dispuestos a usarla para lo que Dios no la usaría jamás: para vengancillas personales. Ni siquiera se preocupan de que haya mesura entre el castigo y la falta cometida (falta que ellos cometían todos los días contra los samaritanos). No se plantean el problema de su conversión. Acuden, nada menos, que al fuego del cielo.

¿Qué mirada les dirigió Jesús? No la describen los evangelios. Pero no debió de ser de cólera, sino de una infinita compasión. Los pobres no habían entendido absolutamente nada del mensaje evangélico. Les reprendió, dice, y marcharon a otra aldea (Lc 9, 56). Así era de sencillo. Jesús apuesta radicalmente contra la violencia. Desgraciadamente no todos sus discípulos aprendieron la lección. Y aun a la hora de la pasión acudirían con espadas.


Los primeros puestos

También los hijos del Zebedeo protagonizarán otra escena en la que Jesús volverá a usar el látigo de la represión. Pero esta vez usarán como arma de presión a su propia madre. ¿Era la familia de los Zebedeos amiga de la de Jesús? ¿Estaba la propia madre de Juan y Santiago emparentada con la madre de Jesús? El lenguaje y el tono de la escena inclina a pensar en esta última posibilidad. La petición que, por otro lado, hacía, entra en la dialéctica normal de las discusiones habituales entre los apóstoles. Sólo que esta vez no se discutía el puesto en un banquete, sino el puesto que cada uno habría de ocupar en el Reino final. Un Reino que, sin duda, imaginan temporal en este momento.

La madre de los Zebedeos, pues, echándose a la espalda todo tipo de vergüenzas, dice a Jesús con descaro: Di que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu reino (Mt 20, 21). Los otros diez, que escuchaban, se asombraron primero, se indignaron después. ¿Iba Jesús a ceder a la ilícita presión sentimental de aquella madre suplicante? Vieron en peligro puestos que todos consideraban como propios. Pero no eran los argumentos sentimentales los que convencían a Jesús, ni sabía lo que era el nepotismo. No sabéis lo que pedís, dijo. Y luego, usando esa técnica tan suya de desconcertar a sus adversarios, fue él quien les desbordó con una pregunta que iba al fondo del problema: ¿Podéis beber el cáliz que yo beberé? Ese era su verdadero reino, la cruz, la sangre. Quien quisiera seguirle tenía que poner su mirada en el dolor, no en el triunfo.

Ahora ellos, que eran ambiciosos pero también generosos, respondieron con audacia: Podemos. Probablemente ahora Jesús sonrió satisfecho. Le gustaba esta decisión de los suyos. Sabía que no faltaba una punta de presunción en la respuesta, pero aun así le agradaba. Beberéis mi cáliz, les dijo, pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es mío concederlo, sino de aquellos para los que está preparado por mi Padre. Las aguas volvían a su cauce. El premio no podía ser el objetivo de la lucha. El premio vendría, pero quien tuviera los ojos puestos en él se olvidaría de luchar. Además la ambición era mala consejera. Sus apóstoles debían ser servidores, no gente que se hace servir.


El perdonador

Este Jesús, que no vacila en reprender, a veces con durísimas palabras, las torpezas de sus apóstoles, sabe también perdonar con una catarata de ternura. Este Juan y este Santiago a quienes acaba de poner en ridículo por sus pretensiones, serán los elegidos para testimoniar el triunfo del Tabor y la angustia del Huerto. Los dos de Emmaús, a quienes acaba de llamar torpes y lentos de entendimiento, serán testigos de su amor a la hora de partir el pan. Ese Pedro, a quien ha denominado Satanás, será su piedra elegida. Y después de la gran traición, del abandono de todos, de la triple negación de Pedro, no habrá en sus labios una palabra de reproche y reiterará a ese Pedro, que se ha avergonzado de él, su papel de fundamento de su Iglesia. No hay en todo el evangelio un solo rastro de resentimiento en Jesús, mucho menos de rencor. Y sólo tierno perdón, incluso olvido, respecto a sus apóstoles.


Las promesas

Si es mucho lo que Jesús exige a los suyos, es mucho más lo que les promete. Ya es mucho que les dé poder para arrojar a los espíritus inmundos y para curar toda enfermedad y dolencia (Mt 10, 1). Pero mucho más que les garantice que Dios estará con ellos y hablará por ellos: Cuando os entreguen (a vuestros enemigos) no os preocupéis por lo que habéis de decir, pues se os comunicará en aquella hora lo que hayáis de hablar, no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre, quien hablará en vosotros (Mt 10, 19).

Y es que Jesús considera a sus apóstoles como algo suyo, como parte de él mismo. Por eso hace afirmaciones tan tajantes como aquellas de: Quien os recibe a vosotros, me recibe a mí; y quien me recibe a mí, recibe a quien me ha enviado. Todo el que diere un vaso de agua a uno de estos pequeños porque es mi discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa (Mt 40, 40-42).

Esta ternura hacia los suyos se desbordará —como veremos en su momento— en la hora de su última cena y su pasión. Baste ahora recordar aquel conmovedor gesto de cariño del Huerto de los olivos cuando, al ser prendido, se olvida de sí mismo y sólo se preocupa por los suyos: Si me buscáis a mí, dejad ir a estos (Jn 18, 9).


Un grupo muy especial

Ahora tendremos que detenernos para preguntarnos qué sentido tiene este desmesurado amor y este grupo tan especial. Porque, evidentemente, estamos ante algo diferente a una simple piña de amistad. La relación de Jesús con sus apóstoles nada tiene que ver con la que experimentaba Sócrates hacia sus alumnos o Mahoma hacia sus seguidores. Aquí hay una unión teológica, más que de simple amistad o magisterio.

Y habrá que subrayar cuatro datos muy novedosos: la unión de Jesús con los suyos; la unión de éstos entre sí; el sentido de esta unión: la misión; y la forma de esta misión: como algo permanente. Digamos algo de cada uno de estos datos.

Prácticamente nunca en su vida pública aparece Jesús solo. En todo momento incluso en los más íntimos— le vemos rodeado de sus doce o de algunos de ellos. Son su sombra, su permanente compañía. Tampoco les vemos jamás a ellos solos. Jesús puede aparecer sin la multitud, no sin el grupo de amigos. Están asociados a sus enseñanzas, a sus obras, a su tarea. Desde el primer momento, se percibe que estamos ante una misión que se ha concebido como común. Ellos son sus prolongadores, sus continuadores. No sólo amigos ocasionales, que mañana —tras aprender algo de él podrían, sin más, alejarse.

El segundo dato es que se trata de un grupo «fijo». No son unos cuantos amigos «oscilantes», que hoy están unos y mañana otros. «Los doce» forman una unidad irrompible. Y cada uno de ellos sólo existe en cuanto forma parte de esos «doce». Apenas se desarrolla la individualidad de sus caracteres (salvo si se exceptúa el caso de Pedro, del que luego hablaremos). Son un «conjunto». A todos infunde «una» fe, «un» mensaje, «un» amor, «un» Señor. Humana y políticamente son diversos, pero Jesús va haciendo de ellos una argamasa espiritual, un «colegio». Y un colegio con un número muy definido: doce. Con este nombre, «los doce», se les designa casi siempre en el evangelio (Mt 10, 5; 11, 1; 20, 17; 26, 14). Otras veces se les llamará «los doce discípulos». O «los doce apóstoles». Con la impresión de algo más que un número simbólico. Es un número «para» una misión concretísima. La lista del grupo se repite varias veces en el evangelio y a veces se cambia levemente el orden de la cita, pero nunca se introducen nombres nuevos, ni falta ninguno de esos doce elegidos. Son una corporación, una especie de ¿estructura? de algo que fuera a construirse.

Y los propios apóstoles considerarán, tras la muerte de Jesús, vinculante ese número. Por ello, elegirán a Matías para cubrir la falta de Judas. Sólo más tarde —cuando comprendan que Israel y sus doce tribus han rechazado como tales el mensaje de Jesús— pensarán que no es ya necesaria esa cifra de doce.

Pero el dato más llamativo es que esos doce han sido elegidos «para» algo muy concreto. Jesús no se limita a darles una enseñanza —como hace con la multitud—. No les expone una serie de verdades que ellos pueden aceptar o no, pero que a nada concreto les obligan y que pueden difundir o no según les parezca. Jesús lo que les confiere es una «misión» y una misión que les compromete, en la que se juegan su misma condición de elegidos. Una misión que pueden rechazar —como hizo de hecho Judas— pero no sin arriesgar su misma salvación como parte del Reino.

No se trata, además, de una misión cualquiera. No tienen que hacer una «parte» de la tarea de Cristo. No son sus «ayudantes». Tienen la misma misión que Jesús: Como me envió mi Padre, así os envío yo a vosotros (Jn 20, 21). Y ellos no serán simples «relatores», no tendrán sólo que «contar» lo que Cristo hizo. Deberán realizar su misma tarea, continuarla, hacerla suya, prolongarla. Y se trata de una misión salvadora. Una misión para la que ningún hombre está capacitado —por listo o por santo que sea— si no recibe un poder especial de lo alto. Porque es la misma misión del Hijo de Dios. Por eso Jesús no vacilará en decirles: Recibid el Espíritu santo. Porque sólo con esa fuerza sobrenatural, sobrehumana, podrán intentar realizarla. Y les garantiza aún más: Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 20).

Con ello queda dicho que se trata también de una misión permanente, que es algo que habrán de hacer ahora con Jesús y luego sin él, que no es algo vinculado a un apostolado transitorio.

Serán, pues, testigos y representantes auténticos de Cristo: Quien os recibe a vosotros, a mí me recibe (Mt 10, 40) y aún añade como una cima de audacia: Quien a mí me recibe, recibe al que me ha enviado. Serán, pues, más que simples portadores de un mensaje, auténticos actores de la obra de Dios, delegados por él.

Para poder hacer esta tarea sobrehumana, recibirán también poderes sobrehumanos: Como me envió mi Padre, así os envío yo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados (Jn 20, 21-23). En una ocasión los fariseos han argüido a Jesús que sólo Dios puede perdonar los pecados. Y Jesús ha reconocido que esto es exacto: que sólo puede hacerlo quien posea el poder de Dios. Ahora da este poder a los suyos. Sabe que podrán participar de su poder porque ya participan de su vida: El que me come vivirá por mí (Jn 6, 57). Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada (Jn 14, 23).

Con todo ello queda claro que Jesús no está siendo para sus discípulos un simple profesor de teorías. Un maestro que enseña historia, filosofía o moral, no necesita sellar de ningún modo a sus alumnos, no les mete en un círculo que seguirá existiendo cuando concluya su enseñanza. Los doce no sólo transmitirán a otros las enseñanzas que Jesús les dió: les impondrán el sello que les ha configurado a ellos: Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu santo (Mt 28, 19).

Y no es ésta una tarea que pueda hacer cada uno por su cuenta, sino todos juntos. Por eso deben ser uno (Jn 17, 20) porque trabajando unidos será como el mundo creerá en él (Jn 17, 21).

¿Qué habría que concluir de todo esto? Que Jesús no se presenta como el anunciador de un Reino indeterminado que tenga su única sede en el interior de las conciencias. Que Jesús no predica una religiosidad individualista en la que cada hombre se entienda directamente con Dios. Que tampoco ha venido sólo a dar un ejemplo de cómo hay que comportarse para ser hombre completo. Que no vino a provocar un movimiento entusiasta, una oleada del espíritu. Al contrario: toda su predicación se inclina en una dirección muy precisa: sus seguidores constituirán un pueblo nuevo, reclutado entre todos los pueblos, pero unido en torno a él; no una pura multitud inorgánica de individuos. Por eso habla siempre de una «pequeña grey» (Lc 12, 32; Mt 26, 31; Jn 10, 1-8) a la que su Padre dará el Reino. Esta imagen del «rebaño», que llena buena parte del antiguo testamento, se prolonga y se vuelve más concreta en los labios de Jesús, para designar siempre a los que le van a seguir. Y semejante es la imagen del nuevo «templo»: la comunidad de los que creen en él constituirá un nuevo templo (Mc 13, 2; 14, 58) del que los creyentes serán como piedras vivas.

Escribe H. Menoud:

El objeto de la misión terrena de Jesús y, más aún, el de su muerte y su resurrección, es el de formar una comunidad de fieles destinada a permanecer y a extenderse en el intervalo que media entre su venida en la historia y su aparición al final de los tiempos. Todo en la predicación de Jesús: el título de Hijo del hombre que se da a sí mismo y que, en la tradición y en su propio pensamiento es inseparable de la comunidad de los últimos días; los actos esenciales de su ministerio: la convocación de los discípulos, la institución de la Cena, la misión confiada a los apóstoles, todo ello demuestra que la idea de la Iglesia está en el centro de su pensamiento y de sus actos, aun cuando para designar a la Iglesia se empleen generalmente las imágenes tradicionales del rebaño, del edificio o del templo.


Fundar una Iglesia

Acabamos de pronunciar una palabra decisiva: Iglesia. Y de encontrarnos con uno de los problemas capitales en la interpretación de la obra de Jesús: ¿Quiso, realmente, fundar una Iglesia, una comunidad que, de algún modo, continuase y prolongase su obra o la Iglesia es una superestructura surgida tardíamente y tal vez desviadora de su mensaje?

Permítaseme que me detenga un momento para expresar, con sencilla ingenuidad, mi asombro al comprobar que la mayoría de las cristologías recientemente publicadas se «saltan» simplemente este problema. Invierten todo su esfuerzo en analizar la obra de Jesús como defensor de los oprimidos o como paladín de la libertad—cosas ambas importantísimas— pero prefieren pasar al lado del tema de la Iglesia, reduciendo, quizá sin quererlo, el papel de Jesús al de un ideólogo más, estupendo, es cierto, pero uno más, en definitiva, entre cuantos han amado al hombre a lo largo de los siglos.

Es más: parece molestarles cuanto aproxime a Cristo y a la Iglesia. Piensan que Cristo queda «mejor» si se le pinta como un predicador que vino a iluminar los espíritus que si aparece como el creador de una comunidad. Nuestra hostilidad a todas las instituciones hace que quieran «librar» a Cristo de esa carga. O, puestos a reconocer la existencia de la Iglesia, atribuyen este hecho a un «mal menor»: como el pueblo de Israel falló a Jesús, éste no tuvo más remedio que entregar su mensaje a otro pueblo. Pero se sigue pensando que mejor sería no «interponer» nada entre las almas y Dios. Si hay que soportar a la Iglesia, que sea cuanto menos mejor. Cristo se habría limitado, según ellos, a ofrecer a las almas una luz para que ascendiesen a Dios, pero sin necesidad de agruparse y, mucho menos aún, de constituir ningún tipo de asociación o comunidad. Creen, incluso, que, así, la figura de Jesús quedaría «más pura», separándola de los inevitables defectos que cualquier tipo de comunidad humana lleva consigo. Y todo este planteamiento es tanto más asombroso cuando los defensores de estas teorías quieren, al mismo tiempo, construir la solidaridad de los hombres, basándola, esta vez, en quién sabe qué otras fraternidades revolucionarias o políticas.

¿Qué pensar de todo ello? Que habría que mutilar sustancialmente el evangelio para construir ese Cristo etéreo y que, en el fondo, se ofende a Jesús poniendo en su alma un miedo al «contagio» con el hombre y con los defectos de todas sus instituciones. Ese Cristo «purísimo», cátaro, no existe en el evangelio.

Jesús, por de pronto, rompió desde el primer momento un amor a Dios que se desenganchase de sus hermanos y también el amor que teme contagiarse al constituirse en comunidad. El amor cristiano—precisa Guardini— es una corriente que va de Dios a mí, de mí al prójimo y del prójimo a Dios. Ya no hay individualismo, sino solidaridad viviente. Y esta corriente no ha de ir solamente al individuo muy próximo o muy santo, sino a todos. Jesús, efectivamente, empieza por recordar que uno solo es vuestro Padre que está en los cielos; uno vuestro Maestro, Jesucristo; y todos vosotros sois hermanos (Mt 23, 8-12). Aquí está ya hablando del «nosotros» cristiano, de la comunidad fraternal.

Pero ¿basta eso? ¿Basta que todos los creyentes estén unidos entre sí y a Jesús por una santa fraternidad? En el evangelio, Jesús va más allá. Habla constantemente de un «pueblo» formado por los que creen en él, un pueblo que, en la mente de Jesús, debe ocupar en la historia un lugar, debe crecer, multiplicarse, atraer a muchos hacia sí, transformar 'en cierto modo el mundo. Un pueblo que debe renacer del Espíritu santo. Un pueblo y no una mera multitud de individuos unidos por un vago afecto. En la mentalidad de Jesús no se trata de un movimiento desordenado sin otra ley que el entusiasmo. Jesús piensa, desde el primer momento, que en ese pueblo habrá diversidad de funciones, de tareas, de participación.

Volvamos, ahora, a preguntarnos: ¿Puede, entonces, decirse que Cristo fundó verdaderamente una Iglesia? Todo dependerá de cómo entendamos esa palabra: «fundar». Si la entendemos como hoy se usa al decir que «hemos fundado un partido», es decir: que lo hemos organizado con unos estatutos definidísimos, con toda una estrategia de funciones establecidas, la respuesta es, evidentemente, negativa. Ni la curia romana, ni el colegio cardenalicio, ni el humo de la Capilla Sixtina, ni el engranaje de las conferencias episcopales fueron diseñados por Cristo. La Iglesia en su total organización es, efectivamente, una comunidad pospascual. Pero si queremos decir que en la voluntad de Cristo estuvo crear una verdadera comunidad, unida en torno a la fe en él y a los signos bautismales y eucarísticos de su presencia, y conducida a la unidad por el servicio de sus apóstoles, la respuesta tiene que ser evidentemente afirmativa. Jesús no organizó una institución calcada de los sistemas mundanos. Pero sí inspiró una auténtica comunidad con variedad de dones y de responsabilidades. Toda su relación con los apóstoles no se entendería si no se ve en ellos una «misión especial» y si no se percibe que, incluso entre ellos, se estableció una diferencia con otra función específica para uno de los doce.


La función de Pedro

Porque, aunque antes hemos señalado que en el evangelio se atiende más al grupo que a la personalidad de los individuos, esto es verdad con todos menos con uno. Es un hecho que en las narraciones evangélicas se pone siempre un acento muy especial en la figura de Pedro.

Teóricamente no había razón alguna para distinguirle. No es el primero en conocer a Cristo (él mismo es atraído por su hermano Andrés); no es un genio superior a los demás; no es tampoco el más santo o el más entregado (él recibe la más dura de las reprensiones del Señor: Apártate de mí, Satanás, cuando quiere alejarle de su pasión [Mt 16, 17]; no será más valiente que sus compañeros a la hora de la pasión [incluso su traición será la más visible]). Es uno más. Más audaz, más fogoso, pero un pescador como todos.

San Agustín subrayará esa falta de méritos especiales de Pedro con palabras conmovedoras:

Pedro era pescador... Si el Señor hubiera elegido a un orador, este orador hubiera podido decir: se me ha elegido por mi elocuencia. Si hubiera elegido a un senador, este senador hubiera podido decir: Se me ha elegido por mi dignidad. Finalmente si hubiera elegido a un emperador, este emperador hubiera dicho: he sido escogido por mi poder... Dadme, dice el Señor, por el contrario, dadme aquel pescador indocto e iletrado, dadme aquel hombre con el que no se dignaría el senador discutir la compra de un pescado. Dadme a ese hombre y así se verá que yo lo he hecho todo. Pudiera haber elegido al senador, al orador o al emperador... pero estoy más seguro con el pescador.

Pues bien, este Pedro, que ningún motivo especial tenía para una elección significada, comienza a destacar visiblemente en los evangelios. De él se habla en los cuatro con más frecuencia que de los otros once juntos. El aparece en todos los catálogos de los apóstoles colocado siempre el primero. Y en muchos lugares del evangelio nos encontramos que a él es al único a quien se llama por su nombre, designando a los demás en conjunto: «Pedro y sus compañeros», «Pedro y los demás discípulos», «Pedro con los once» (Lc 8, 45; Mc 16, 7; Hech 2, 14) como si de un jefe o de un portavoz se tratase. Esta preferencia sistemática ¿es casual?

Esta «vocación especial» había sido ya apuntada en su primer encuentro con Jesús. Cuando Andrés le presenta a su hermano, Jesús hace algo tan insólito como cambiar el nombre de Pedro. Había éste recibido de su familia el nombre de Simón (Simón =complacencia), común y familiar entre los judíos. Pero Jesús, al verle, le rebautizará con el nombre que le ha quedado para siempre: Kephas, Piedra, Pedro. ¿Qué quiere decir Jesús al denominarle «roca»? Sólo muchomás tarde lo entenderemos, en la escena que cambiará para siempre el destino del apóstol.


Cesarea de Filipo

Ocurre en las tierras de Cesarea de Filipo. En esta región, pagana en su mayoría, Jesús se encontraba más tranquilo, alejado de la turba de pedigüeños y sin necesidad de vivir siempre alerta ante el acecho de escribas y fariseos. Era el lugar ideal para la amistad. Jesús se encontraba allí más cerca de sus discípulos, casi en una especie de retiro espiritual.

Tal vez fuera aquella paz lo que incitó a Jesús a hablar a los doce de un tema especialmente delicado: su condición de Mesías. No le gustaba habitualmente mencionarlo. Temía que sus oyentes le dieran una interpretación política y que quisieran proclamarle rey o iniciar un tumulto. Aquí, en la soledad de Cesarea, no existía ese peligro.

Por lo demás ésta era la gran pregunta que los apóstoles se hacían unos a otros. Al cabo de año y medio de caminar a su lado no acababan de saber si su Maestro era, en verdad, el anunciado por los profetas. Y si lo era, ¿se trataba de un simple enviado de Dios o de Dios en persona? Cuando hablaba de su Padre ¿usaba una metáfora o afirmaba una realidad? ¿Qué quería decir exactamente cuando hablaba del Padre, del Hijo, del Espíritu? Sus obras hacían pensar que él era realmente Dios, pero en sus cabezas rígidamente monoteístas no podía caber la idea de que Yahvé se hiciera hombre como ellos. Y ¿si era el Mesías, por qué lo ocultaba tan celosamente? Le molestaba hablar de ello, cambiaba de conversación cuando alguien aludía al tema, les mandaba ocultar las obras más extraordinarias que hacía. ¿Por qué esta reticencia?

Pero esta vez Jesús juzgó que el tiempo había llegado. Tenía ya confianza en sus apóstoles y la tranquilidad de Cesarea había creado el clima apto para que pudieran comprenderle. La oración —de la que habla Lucas 9, 18— había creado la atmósfera propicia. Era la hora justa para comunicar sin ambajes su mesianidad.

Iban de camino. Se acercaban a la ciudad y ante ellos surgía la majestuosa roca en la que se apoyaba el templo de Augusto que el tetrarca Filipo había construido para atraerse los favores del emperador. Brillaban los mármoles bajo la luz del sol, pero aún llamaba más la atenció.n la enorme roca oscura sobre la que la construcción señoreaba

Debió de ser la visión de esta roca lo que sugirió a Jesús el tema. Se detuvo y se volvió a los apóstoles para preguntarles: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? Recibió un guirigay de respuestas: Alguien dijo que él había oído que Jesús era Juan Bautista resucitado. Otro añadió: Hay quien dice que eres Elías. Un tercero comentó: Según otros, eres Jeremías. Para muchos —intervino un cuarto— eres un profeta, pero no se atreven a decir cuál. Los discípulos se acaloraban al decir todo esto; las respuestas se montaban las unas sobre las otras.

Jesús las escuchó sonriente. Y, apenas se hizo un silencio, como quien tira una piedra en un lago, hizo girar el problema con otra pregunta restallante: Y vosotros ¿quién decís que soy?


La confesión de Pedro

Ahora callaron todas las voces. No es que desconocieran la respuesta o vacilaran. Es que la respuesta les daba vértigo. Por eso permanecieron callados durante algunos segundos que a todos les resultaron siglos.

Fue entonces cuando la voz de Pedro se abrió paso entre sus temores. Y dijo, como en un grito: eres el Cristo, el hijo de Dios vivo. Ahora la sonrisa saltó de rostro en rostro. Sí, se sentían satisfechos de lo que Pedro había dicho en nombre de todos y que ellos jamás se hubieran atrevido a expresar tan bien.

Pero la frase era más importante de lo que ellos mismos suponían: por un lado, Pedro hablaba en nombre de todos. Una especie de liderazgo personal había ido surgiendo entre ellos. Y todos se sintieron expresados por la voz de aquel pescador, tosco y violento, pero poseedor de una personalidad que le convertía en jefe nato. Por otro lado, Jesús esta vez no reprimía esa rotunda confesión de mesianismo. La aceptaba abiertamente, complacido. Era la primera vez que lo declaraba sin metáforas.

Y la respuesta de Jesús iba a cargarse aún de novedades mucho mayores. Paseó la mirada por los semblantes de todos, para comprobar que estaban bien despiertos a la nueva hora y, volviéndose a quien había hablado, le dijo: Bienaventurado eres, Simón Barjona, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. No sólo no rechazaba la confesión de mesianismo, sino que la rubricaba en el nombre del Padre de los cielos. Pero, tras una breve pausa, Jesús aún siguió, puestos probablemente los ojos alternativamente en Pedro y en la gigantesca roca que servía de basamento al templo de Augusto: Y yo también te digo que tú eres Piedra, y sobre esta piedra construiré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos y lo que hayas atado en la tierra será atado en los cielos, y lo que hayas desatado en la tierra será desatado en el cielo (Mt 16, 16-19).

Todo era, a la vez, misterioso y cargado de sentido en esta extraña frase de Jesús. El sobrenombre de «piedra» ya se lo había dado en otra ocasión a Pedro, pero entonces no había explicado su sentido. Ahora la explicación la daba la propia roca que tenían delante: así como aquélla sostenía el templo de Augusto, así Pedro sería el fundamento del templo espiritual que Jesús proyectaba construir.

Además Jesús hablaba ahora ya sin rodeos de su proyecto de construir una comunidad organizada, algo que tendría que durar después de él, algo que sería tan sólido que ni las fuerzas del mal coaligadas podrían contra ella. Jesús expresa esta idea con un semitismo típico: las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Las puertas de una casa son —como la llave— símbolo de todo el poder que sus dueños poseen.

Típicamente semitas son también las expresiones de las llaves y de atar y desatar. Aún hoy se puede ver en los países árabes a hombres que caminan con un par de gruesas llaves atadas y colgando sobre la espalda, como prueba de que una casa es de su propiedad. Confirman así aquello que dice Isaías, hablando de Eliacin, mayordomo de la casa real: Y pondré la llave de la casa de David sobre su espalda y él abrirá y ninguno cerrará, y cerrará y ninguno abrirá (Is 22, 22).

Los términos de «atar» y «desatar» conservan aquí el mismo sentido que tenían en la literatura rabínica contemporánea. Los rabinos «ataban» cuando prohibían algo y «desataban» cuando lo permitían. Unos treinta años después de Jesús, el Rabbi Nechonya solía iniciar sus lecciones con esta oración: Haz, ¡oh Yahvé! que no declaremos impuro lo que es puro y puro lo que es impuro; que no atemos lo que está suelto, ni desatemos lo que está atado.

¿Entendieron los apóstoles, entendió el mismo Pedro, lo que Jesús quería decir con aquellas sorprendentes palabras? Lo solemne de la hora, la soledad espiritual en que estaban, pudieron ayudar a la comprensión. Por otro lado el progresivo liderazgo natural que Pedro iba tomando en el interior del grupo ayudaba a la comprensión y, sin duda, se vio robustecido por esta palabra. Pero sólo tras la resurrección entenderían, sólo entonces comprenderían qué comunidad era la que Cristo deseaba y qué papel había de tomar en ella el colegio de los doce y cuál tomaría Pedro dentro de ese colegio.


La roca batida por las olas

Hoy podemos entender bien esas palabras. Y comprobamos que el viento de los siglos ha batido esa roca y ese texto en el que el papel de esa roca se describe. Porque pocas páginas del evangelio han sufrido tal cantidad de ataques como esta: prueba evidente de su importancia.

Afortunadamente todos los documentos antiguos, todas las transcripciones de este capítulo reflejan ese texto con absoluta precisión silábica. Y, sin embargo, se han buscado todo tipo de escapatorias para negar que Cristo concediera aquí a Pedro el papel de fundamento de su Iglesia y el poder de atar y desatar.

Para los críticos del siglo XIX la explicación era tan fácil como curiosa: Cristo no hablaba de Pedro en esa frase. En el momento de pronunciarla habría dirigido un dedo hacia sí mismo diciendo: Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. ¿Y el contexto, que afirma claramente que esa frase se dice a Pedro? ¿Y la continuación, que habla de nuevo a Pedro para darle las llaves? Se busca cualquier explicación con tal de desviar de Pedro la frase central. Resulta casi divertido.

Comentaristas posteriores, visto lo ridículo de la anterior explicación, han buscado algo más sencillo: afirmar que Cristo jamás pronunció tal afirmación, por lo que se trataría de una interpolación introducida en el siglo II para prestigiar el papel de la Iglesia de Roma. Lo malo de esta explicación es que no tiene una sola prueba a su favor, ya que no hay ni un solo códice, ni una sola versión que omita esa frase. Los falsificadores habrían sido realmente demasiado excepcionales.

Y así es como sobre esta roca se han volcado torrentes de tinta, pero el texto sigue ahí enhiesto, cada día más sólido frente a la crítica exegética, firme como el propio Pedro y sus sucesores. Y cada vez son más los que comprenden que no se trataba de un elogio personal a las virtudes de Pedro: el propio evangelista que cuenta esa escena, recogerá, en los versículos siguientes el durísimo momento en el que el mismo Cristo llama al mismo apóstol «Satanás», porque este no entiende que Jesús hable de lo necesario de su pasión. Pedro encontrará, es cierto, la santidad mucho más tarde. Y descubrirá con gozo que ni su virtud mereció la función para la que había sido elegido, ni sus pecados lograron anularla.


Confirma a tus hermanos

Hoy la crítica da aún mayor importancia que al texto de Mateo que acabamos de comentar a la otra escena que refiere Lucas (22, 32). Se acerca la pasión y Jesús prevé la traición de sus apóstoles. E, inesperadamente, se dirige a Pedro con una tremenda profecía: Simón, Simón, mira que el demonio anda en torno a vosotros para cribaros como se criba el trigo: mas yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando te conviertas, confirma en ella a tus hermanos. ¿Qué sentido tendría esta oración especial de Jesús sino la de una predilección especial para una función especial? ¿No serán precisamente esas palabras tú confirmarás en la fe a tus hermanos— la descripción perfecta de la que será históricamente la función de Pedro y de sus sucesores? Una función que no es de poder, sino de servicio a la unidad de la fe. Si Jesús manda a alguien presidir a los demás, no deja por ello de recordar que esa presidencia no es como las de este mundo: Los reyes de los pueblos mandan sobre ellos y los esclavizan y los que dominan gustan de ser llamados sus bienhechores. Mas no ha de ser así entre vosotros, sino que el mayor de entre vosotros que sea como el menor, y el que precede como el que sirve (Lc 22, 25). Así Pedro es, en la Iglesia, el mayor y el menor; el confirmador en la fe y el siervo de los siervos de Jesús.

Así nacía la Iglesia de Jesús. Más tarde llegaría la hora en la que herirían al Pastor y se dispersarían las ovejas. Pero aquella semilla de rebaño sería el origen de una familia innumerable que atravesaría los siglos hasta la hora del juicio en la que los doce pescadores se convertirían en jueces de las doce tribus de Israel y de la humanidad entera.

En el camino, los doce y sus seguidores, cometerían traiciones y traiciones. Contaminarían el mensaje de Jesús con sus ideas personales. Se atarían a carros políticos. Embadurnarían de aburguesamiento el mensaje de Jesús. Pero, a través de sus manos indignas, seguiría pasando el hilo claro del agua que quita para siempre la sed.

Y esa Iglesia, mediocre, recordaría siempre que su verdadera riqueza era únicamente el ser Iglesia de Cristo. Los siglos lo han entendido tal y como lo resume el padre De Lubac:

Si Jesucristo no constituye su riqueza, la Iglesia es miserable. Si el Espíritu de Jesucristo no florece en ella, la Iglesia es estéril. Su edificio amenaza ruina, si no es Jesucristo su arquitecto y si el Espíritu santo no es el cimiento de las piedras vivas con que está construida. No tiene belleza alguna, si no refleja la belleza sin par del rostro de Jesucristo y si no es el árbol cuya raíz es la pasión de Jesucristo. La ciencia de que se ufana es falsa y falsa también la sabiduría que la adorna, si ambas no se resumen en Jesucristo. Ella nos retiene en las sombras de la muerte si su luz no es la «luz iluminada» que viene enteramente de Jesucristo. Toda su doctrina es una mentira si no anuncia la Verdad, que es Jesucristo. Toda su gloria es vana, si no la funda en la humildad de Jesucristo. Su mismo nombre nos resulta extraño, si no evoca inmediatamente en nosotros el único nombre que les ha sido dado a los hombres para que alcancen la salud. La Iglesia no significa nada para nosotros si no es el sacramento, el signo eficaz de Jesucristo. La Iglesia tiene la única misión de hacer presente a Jesucristo a los hombres. Ella debe anunciarlo, mostrarlo y darlo a todos. Todo lo demás, no es más que sobreañadidura.

Y ese es el gran «servicio» de Pedro y de los apóstoles: ayudar a la comunidad creyente a prestar ese único e impagable servicio a la humanidad: mostrarle el rostro vivo de Jesús.



IV. EL PUEBLO DE
DIos

Este pueblo mesiánico, aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una pequeña grey, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo, que lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve también de él como instrumento de redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (Lumen gentium 10).

Este párrafo del Vaticano II nos obliga a detenernos para recordar que, antes que una jerarquía, Cristo instituyó y fundó un pueblo, una pequeña grey, y que su amor no se detuvo en la frontera de sus doce compañeros. La «muchedumbre» es parte integralísima de la vida de Jesús.

Impresiona realmente en cualquier lectura del evangelio este ver a Jesús permanentemente asediado, agobiado, acosado por las multitudes. ¿Exageran los evangelistas? Más bien se diría que son ellos los impresionados por el hecho y que, por eso, lo recuerdan hasta el aburrimiento.

Los cuatro repiten cerca de una cincuentena de veces que las muchedumbres le seguían (Mt 4, 25; 8, 18; 13, 2; 15, 30; 19, 2; 20, 29; Mc 3, 9; 4, 1; 6, 34; 7, 56; Lc 4, 42; 5, 1; 6, 18; 12, 1; Jn 7, 12; 7, 40; 10, 19); que todos andaban buscándole (Mc 1, 37); que no podía andar públicamente por las ciudades, sino que tenía que quedarse fuera, en lugares desiertos y que aún allí venían a él de todas partes (Mc 1, 45); que, para predicar, tenía que subirse a una barca porque la multitud la oprimía (Mc 3, 9; 4, 1); que tanta gente le seguía que no podían ni comer (Mc 3, 20); que iba por los caminos materialmente estrujado y apretado por los que le seguían (Mc 5, 31); que ni siquiera cuando estaba en las apartadas regiones de Tiro podía ocultarse de sus seguidores (Mc 7, 24); que, cuando le encontraban, le retenían para que no les dejara (Lc 4, 42); que cada vez se extendía más su fama y crecían las muchedumbres (Lc 5, 15); que con frecuencia se juntaban «por millares, hasta pisarse los unos a los otros» (Lc 12, 1); que «toda la ciudad se reunía a las puertas» cuando él llegaba (Mc 1, 32). Esta será la multitud que luego estallará de entusiasmo el domingo de Ramos (Mt 21, 9).

¿Y cómo reacciona esta multitud al conocer y oír a Jesús? Podríamos resumirla en cuatro palabras: entusiasmo, temor, maravilla y acción de gracias a Dios. Toda la muchedumbre al verle se quedó sorprendida y, corriendo hacia él, le saludaban (Mc 9, 15). Viendo esto (la curación del paralítico) las muchedumbres quedaron sobrecogidas de temor y glorificaban a Dios por haber dado tal poder a los hombres (Mt 9, 8). Se maravillaban todas las muchedumbres y decían: ¿No seráeste el Hijo de David? (Mt 12, 23; 15, 31). Todos se maravillaban y glorificaban a Dios diciendo: Jamás vimos cosa tal (Mc 2, 12; 5, 20; 6, 2). Se apoderó de todos un gran temor y glorificaban a Dios diciendo: un gran profeta se ha levantado entre nosotros y Dios ha visitado a su pueblo (Lc 7, 16).

Pero no siempre eran unánimes estas multitudes. A veces también se dividían en sus juicios sobre Jesús. Algunos de ellos dijeron: por el poder de Beelzebul expulsa los demonios (Lc 11, 15). Y se originó un desacuerdo en la multitud por su causa (Jn 7, 43). Había entre la multitud un gran cuchicheo acerca de él. Los unos decían: es bueno. Pero otros decían: no, seduce a las turbas (Jn 7, 12; 7, 40; 10, 19).

Y ese entusiasmo de muchos ¿se convertía en fe? ¿Le admiraban sólo o creían también en él? Para muchos, Jesús era el profeta que esperaban: Cuando llegó a Jerusalén —el domingo de ramos— la ciudad entera se conmovió y decía: ¿quién es éste? Y la muchedumbre respondía: Este es Jesús, el profeta, el de Nazaret de Galilea (Mt 21, 10). Las muchedumbres decían: es Juan Bautista o uno de los profetas (Lc 9, 18). En algunos casos llegaban a la fe: muchos samaritanos creyeron, primero, por la palabra de la mujer del pozo, pero sobre todo cuando después le conocieron a él: Hemos conocido que éste es el salvador del mundo (Jn 4, 42). Creyeron muchos en su nombre viendo los milagros que hacía (Jn 2, 23). De la multitud muchos creyeron en él y decían: Cuando venga el Mesías ¿hará más milagros que éste? (Jn 7, 31).

Pero era la de las multitudes una fe muy vacilante. El propio Jesús no se fiará de ella: Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos (Jn 2, 23). Muchos le fallarán cuando predique algo tan incomprensible para ellos como es el sermón eucarístico: se alejaron diciendo: Duras son estas palabras (Jn 6, 60). Y toda esa multitud entusiasta se dejará fácilmente convencer por los príncipes de los sacerdotes (Mt 27, 20) y terminará abandonando a Jesús y pidiendo la libertad de Barrabás.

¿Por qué esta volubilidad? Porque buscaban mucho más los milagros que la doctrina que Jesús les predicaba. Buscaban tocarle, porque salía de él una virtud que sanaba a todos (Lc 6, 19). E, incluso más que por los milagros o por el aspecto espiritual de éstos, por los beneficios materiales que de ellos se derivaban. Jesús se lo echará en cara: Vosotros me buscáis no porque habéis visto los milagros, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado (Jn 6, 26).


La santa ternura de nuestro Dios

¿Y qué es lo que siente Jesús ante las multitudes que le rodean? Callad ahora y acercaos de puntillas. Porque estamos penetrando en el mismo corazón de Cristo. ¿Qué siente, qué experimenta Dios, el Todopoderoso, cuando, dejado el esplendor glorioso de su cielo, desciende a la tierra y se mezcla con el dolorido mundo de sus hijos? ¿Cómo contempla a esa humanidad doliente, a toda esa montaña de tristezas que parece estar acurrucada en los rincones del mundo y sale a flote en cuanto en el horizonte apunta una esperanza de salvación? ¿Siente dolor por su ceguera y su pecado? ¿Piedad por su abandono y su soledad? ¿Ternura por su pequeñez de hijos inermes? ¿Compasión por su vida sin vida? ¿Misericordia por su condición de pobre diablo, por el pobre diablo que es toda la humanidad?

Sí, todo eso. Todo eso junto y unido. Deja atrás la cólera. No cabe en él forma de desdén. Dejaría de ser Dios si se desinteresara. No cabría en su corazón el desprecio. Carece de capacidad para la amargura. El frío despego es lo propio del infierno, es decir: el lugar donde no está él. Sólo le queda la ternura. Lo propio de un padre. Lo característico de nuestro Dios.

El evangelio resume su reacción ante las multitudes con la palabra «compasión». No es la ternura del que, al sentirla, se queda fuera. Es la del que comparte. La de quien se siente reblandecido por dentro, conmovido hasta las lágrimas, al ver que sufren los que ama. Viendo a la muchedumbre se enterneció de compasión por ella, porque estaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor (Mt 9, 36; 14, 14; 15, 32; Mc 6, 34). ¿Se ha dicho alguna vez algo más hondo sobre la humanidad? No, el hombre no es malo, ni está corrompido. Está solo, decaído, desanimado, fatigado, perdido. Vaga por la vida sin saber que vive. Vegeta en la vulgaridad porque ni tiene fuerzas para descubrir su propia grandeza. Vive durmiendo. Va inconsciente, vive inconsciente —como escribe Pessoa—. Duerme, porque todos dormimos. Nadie sabe lo que hace, nadie sabe lo que quiere, nadie sabe lo que sabe. Dormimos la vida, eternos niños del destino. Por eso Jesús mira a la multitud como se mira a los niños que juegan o que duermen. Con una ternura informe e inmensa. Como una madre que, en el sueño, se inclina sobre sus hijos, buenos y malos, porque todos son suyos. Con una ternura compasiva que le llena de lágrimas los ojos.

¿Y qué les ofrece? Lo que tiene: su poder de curación, su palabra con autoridad, su amor de pastoreo, el pan de la palabra y del milagro (Mt 14, 14; 15, 32; Lc 6, 19). Pero les ofrece, sobre todo, un lugar de reposo: su propio corazón. Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré (Mt 11, 28). Porque Dios y su amor son el mayor de los milagros y la más segura de las curaciones. Más tarde demostrará, con su sangre, que ese amor es bastante más que un simple sentimiento.

Y, aunque no se fía plenamente de ellos, se atreve a incorporarles a su tarea, a su misión. Y también a ellos —y no sólo a los doce elegidos— les envía a anunciar su nombre por el mundo.

Se recuerda pocas veces la escena que cuenta san Lucas en la que Jesús envía a «otros setenta y dos» a anunciar su Reino. ¿Quiénes son estos setenta y dos? No propiamente los apóstoles. Gentes que creían en él. Cristianos de base, diríamos hoy. Y a ellos les pide casi lo mismo que a sus apóstoles, aunque no quedarán después perpetuamente ligados a su persona. Ellos llevarán también su palabra. Participarán de su poder: expulsarán demonios, mostrarán la grandeza de Dios que pasa por sus manos de hombres vulgares. Y conocerán la alegría volvieron llenos de alegría (Lc 10, 17) de haber participado en la gran tarea. Y Jesús estallará de gozo (Lc 10, 21) al ver que su Padre no ha reservado su palabra a los sabios del mundo, sino que la ha puesto en las manos de los «pequeños». El reino de Dios, pequeño como una semilla, crecerá siempre gracias a los pequeños, los grandes protagonistas de ese Reino.

Y es que cuando leemos el evangelio pensamos únicamente en los «grandes» personajes que cruzan sus páginas: Pedro, Juan, Lázaro, Nicodemo, Magdalena... Pero ¿y los pequeños, los desconocidos, los anónimos?

Todos los hombres, se dice, tenemos un sitio en el evangelio. Para cada uno de los creyentes, se asegura, se ha escrito una de sus páginas, una de sus frases. ¿Y quién se atrevería a colocarse en las grandes llamadas, en las horas decisivas? ¿Por qué muchos no encontraríamos «nuestro rincón» en las figuras de alguno de los pequeños e importantísimos anónimos?

Tal vez yo sea uno de los pastores que, atónitos por la maravilla, dieron gloria a Dios desde su ignorancia (Lc 2, 20). O el esposo de Caná que nunca acabó de enterarse muy bien de qué milagro había sido objeto (Jn 2, 1-11). O la suegra de Pedro que sólo supo agradecer las misericordias de Dios sirviéndole a la mesa (Lc 4, 38). O aquel exorcista que, sin atreverse a formar parte del grupo de Jesús, expulsaba, sin embargo, demonios en su nombre porque tampoco estaba contra él (Mc 9, 38-40). O el muchacho que tuvo la generosidad de dar lo poco que tenía, unos panes, sin sospechar que con ellos llegaría a comer una multitud de cinco mil personas (Jn 6, 9). 0 la mujer entusiasta que un día prorrumpió en piropos hacia la madre de Jesús (Lc 11, 27). O aquel leproso agradecido que supo volver a darle gracias a Jesús por el milagro (Lc 17, 12-19). 0 el buen ladrón que sólo le entendió en la hora de la muerte (Lc 23, 33). O cualquiera de los muchos curados anónimos que cruzan las páginas evangélicas dando gloria a Dios. ¿Quién nos asegura que no sean verdaderamente todos estos desconocidos los más auténticos protagonistas, junto a Jesús, del evangelio?

Por fortuna Dios ama la pequeñez. Por fortuna el corazón de Dios es suficientemente grande para que en él quepamos los pequeños. Charles Moeller lo ha dicho con palabras definitivas:

El centro del cristianismo es el misterio de la humildad de Dios. En lugar de manifestarse en el poder de su gloria, Dios se ofrece a la tierra humildemente. Se presenta con la vestidura de un hombre a quien se puede golpear, abofetear, matar: se ofrece bajo el velo de textos a los que se puede negar, malinterpretar, rechazar, matar; nos llama con la voz de una Iglesia que está también indefensa, humilde y dulce de corazón, a semejanza de Jesucristo, su Esposo, vestida, como David, de sola su pelliza, armada con una modesta honda y cinco guijarros de torrente.

El Señor de la gloria no ha querido niel poder ni la nada, ni el trueno ni el silencio del abismo, pues el poder tiránico o la sombría nada son lo contrario del amor. El amor quiere la dulzura humilde y gratuita; no se defiende: ofrece su cuello, de antemano, a los verdugos; y, sin embargo, es más poderoso que la muerte, y mil torrentes de agua no lograrán extinguir el fuego de la caridad. El amor quiere también la vida, la dulce vida; el amor da la vida y no la nada.

Eso es lo que entiende o sospecha la multitud que le sigue. Y por eso, porque el amor no es moneda corriente en los mercados del mundo, se asombraban y gritaban felices: Nunca se ha visto nada semejante en Israel (Mt 9, 33).

12 La gran apuesta

(LOS OBSTÁCULOS DEL REINO)

Escribir un libro sobre Cristo haciendo como si el maly el Diablo no existieran me parece tan vano y tan poco honrado como escribir una vida de Napoleón sin tratar nunca de guerras.

Estas palabras de Bruckberger me han obligado a reflexionar largamente: ¿No convertiríamos la vida de Cristo en un idilio falso si esquivásemos las grandes sombras del mal, del pecado, de la muerte, del Demonio, del infierno? Ya, ya sé que todas estas son palabras que hoy no están de moda. Ya sé que lo convenido es hablar de la luz y no de las sombras. Ya sé que hoy se lleva hablar de un «Jesús-buenmuchacho» que «atraiga y no espante». Pero tengo que preguntarme: ¿Mutilar a Jesús de datos tan esenciales a su vida como es la salvación que trae a los hombres no será mentir y no será, sobre todo, falsear sacrílegamente la vida de Jesús?

No voy a renovar aquí el viejo debate de si la encarnación de Cristo se habría producido de no haber existido el pecado del hombre. A nuestros contemporáneos —y a mí también, por supuesto— nos encanta la idea de que Dios se encarnó por puro amor al hombre, porque quería compartir nuestra suerte y no sólo —o centralmente—porque viera que el hombre lo necesitaba. Pero, piénsese lo que se piense de esa hermosa posibilidad, lo real es que Jesús, de hecho, como dice el Credo de Nicea, «por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo». Es, pues, claro, desde nuestra fe, que la salvación de la raza humana fue el motivo último y decisivo de la encarnación; que, consiguientemente, es que la raza humana estaba en peligro de perderse; y que él se hizo hombre porque el hombre lo necesitaba y para que el hombre pudiera salvarse. ¿Cómo esquivar, entonces, el estudio de ese riesgo del que vino a liberarnos?

Porque aquí llega otro asombro: si tuviéramos que elegir una visión de Cristo como típica del hombre actual, elegiríamos, sin duda, la de Jesucristo libertador. De la liberación hablan hoy, desde diver