La cabeza del Bautista

Habíamos dejado a Juan a la orilla del Jordán, bautizando. Volvemos a encontrárnosle cuando se enfrenta con la hora decisiva de su destino. ¡Misterioso destino el de Juan Bautista! Es el primero en conocer —en «reconocer»— a Cristo y, sin embargo, conociéndole, no le sigue. Es el personaje a quien los evangelios dedican, después de Jesús, mayor espacio mucho más que a la Virgen, casi más que a todos los apóstoles juntos— y, sin embargo, podríamos decir que no fue «cristiano». Fue, como diría Cristo, el mayor de los nacidos de mujer y, sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos fue más afortunado que él (Mt 11, 11).

Juan tuvo, efectivamente, una conducta que nos desconcierta. Señaló a Cristo, invitó a los demás a seguirle, aceptó el que varios de sus discípulos —cinco, al menos, de los doce fueron antes discípulos de Juan siguieran a Jesús, pero él prefirió continuar bautizando y predicando por su cuenta.

Hubo, incluso, una cierta rivalidad, no entre él y Jesús, pero sí entre sus discípulos y los de Cristo. El evangelio de san Juan, tras narrar el diálogo de Jesús con Nicodemo, añade que Jesús fue después con sus discípulos al territorio de Judea y habitaba allí con ellos y bautizaba (3, 22). Unos versículos más tarde precisará que Jesús no bautizaba por sí mismo, sino sus discípulos (4, 3). ¿De qué bautismo se trata? ¿Qué finalidad tenía y por qué lo practicaban sus discípulos y no él personalmente? ¿Dónde se realizó esta tarea y cuánto duró? Son preguntas para las que no ha encontrado respuestas ni la exégesis ni la teología. Y, prácticamente, las olvidó el arte, que desconoce esta tarea bautizadora de Jesús y los suyos.

Es, sin embargo, un período de la vida de Jesús que no debe ser ignorado. San Juan Crisóstomo sostiene que este bautismo no era aún el que Jesús inauguraría, sino un bautismo gemelo al practicado por Juan el Bautista y que tendría, como aquel, el único fin de conducir a Cristo a los que se bautizaban. Pero en algo debían de diferenciarse

La cabeza del Bautista 337 porque, como cuenta el propio evangelista, se entabló una disputa entre los discípulos de Juan y un judío innominado (3, 25). Era alguien que, sin duda, como se deduce de los celos que despertó entre los discípulos del Bautista, defendía el bautismo de Jesús como preferible al de Juan.

Probablemente, como ya hemos dicho en otro sitio, no eran Juan y Jesús los únicos predicadores y bautizadores de la región. Ceremonias parecidas se practicaban en el vecino monasterio de Qumran. Y las orillas del Jordán estaban llenas de profetas. La gente llegaba en oleadas desde Jerusalén y toda la región, y escuchaban a unos y a otros, hambrientos como estaban de salvación.

Lo cierto es que Jesús comenzó a tener éxito entre los predicadores. Jesús —dice el evangelista— hacía más discípulos y bautizaba más que Juan (Jn 4, 1). No levantó esto celos en el Bautista, pero sí entre los discípulos, que comenzaron a sentirse envidiosos de que aquel recién llegado tuviera más éxito que su maestro. ¿No se lo debía todo, en definitiva, al Bautista? ¿No había sido precisamente éste quien lo había sostenido con su testimonio? ¿Cómo ahora le comía el terreno? Al llegar Jesús, parte de los discípulos de Juan se fueron con él, y Juan no lo impidió en absoluto. Pero otros discípulos apretaron más la piña en torno a su ascético maestro y se hicieron más celosos que él mismo de su prestigio. Por eso se acercaron un día a Juan con una amarga queja en los labios: Rabbí, aquel que estuvo contigo al otro lado del Jordán, de quien has dado testimonio, ahora bautiza y todos se van tras él (Jn 3, 26). La queja era curiosamente contradictoria: si habían escuchado el testimonio de Juan proclamando a Cristo como alguien que era más que él (Jn 1, 30), alguien cuyas sandalias no era ni siquiera digno de desatar (Lc 3, 16) ¿cómo les extrañaba ahora que tuviera más éxito que su maestro y que todos se fueran tras él? ¿No hubiera sido más lógico que también ellos le siguieran en lugar de apiñarse en torno a su maestro y llenarse de envidias?

Probablemente habían tomado aquellas palabras como un exceso de generosidad de su maestro, que «se pasaba» de humilde. Querían a Juan; él les había descubierto el camino de Dios. Y les dolía verle ahora en el ocaso. Pensaban que era la novedad lo que hacía que la mayoría se fuera con Jesús. Y, con ternura, se apretaban junto a él, en lugar de obedecerle.

La respuesta del maestro a sus quejas debió de desconcertarles aún más:

Nadie puede tomar nada, si no le fuera dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él. Esposo es el que posee esposa, pero el amigo del esposo, el que asiste y le escucha, se alegra mucho con la voz del esposo. Pues esta alegría mía se ha cumplido ya. Aquel debe crecer y yo debo disminuir (Jn 3, 28-31).

Juan había aceptado su misión con el más absoluto de los radicalismos. El era simplemente un precursor, y la misión del precursor es anunciar y desaparecer. El no podía oscurecer a Cristo, pero ni siquiera debía desviar la atención de él ni un solo minuto. Si Juan se hubiera convertido en compañero y aun en discípulo de Cristo, habría sido para él una sombra, un segundo de abordo. Y Jesús tenía que ser el primero, sin segundos.

Por eso, cumplida su misión, ya sólo le faltaba prepararse para morir. Tengo para mí —escribe Crisóstomo— que por eso fue permitida cuanto antes la muerte de Juan, para que, quitado él de en medio, toda la adhesión de la multitud se dirigiese hacia Cristo en vez de repartirse entre los dos.

No es fácil este eclipse voluntario. Hace falta una vertiginosa humildad para no aspirar siquiera a ver el triunfo del anunciado. El amigo del esposo no esperó ni siquiera a la boda. Se sentía suficientemente alegre con saber que el esposo había llegado al mundo. El había venido a preparar el camino, no para marchar por él. No se sentía digno de desatar las sandalias de Jesús, no se atrevía ni a ser su discípulo, siendo como era muy superior a los doce. Se vació, se escondió, disminuyó para que él creciera. Había vivido en la soledad del desierto; había conocido un solo día de gozo al encontrarse con el Anunciado; se preparaba ahora para ingresar en la segunda soledad de la cárcel y de la muerte. Su vida había sido, más que ninguna, entre dos oscuridades, un relámpago. Humilde, sereno, obediente, sabiendo cumplida su tarea, se encaminó hacia la muerte.

Herodes Antipas

La muerte iba a llegarle de manos de la lujuria y la frivolidad de Herodes Antipas. Era éste hijo de aquel Herodes el Grande que persiguiera a Jesús recién nacido y a quien vimos morir retorciéndose de horribles dolores.

A su muerte, el reino fue dividido entre sus hijos: Arquelao y Herodes Antipas (nacidos ambos de su matrimonio con Malthake) se encargarían de Judea, el primero, y de Galilea y Perca, el segundo. A su vez, Filipo (nacido de su matrimonio con la jerosolimitana Cleopatra) era nombrado tetrarca de las regiones septentrionales.

Herodes Antipas había subido a su trono con sólo diecisiete años, muy poco después del nacimiento de Cristo y se mantendría en él hasta el año 40 de la era cristiana. Hombre hábil, supo capear los problemas mucho más que sus dos hermanos. Y su arma decisiva fue la adulación al César. Educado en Roma, había heredado el carácter de su padre. Amante, como él del lujo y del poder, era sin embargo menos violento y sanguinario.

Como buen político, jugó siempre a dos barajas, adulando al emperador y presentándose magnánimo con los judíos. Había reconstruido una pequeña ciudad al lado del lago de Genesaret y la había bautizado, en honor del emperador, con el nombre de Tiberíades. También Séforis fue fortificada y embellecida por él. Y lo mismo había hecho con otro pueblecito llamado Betsaida, al que añadió, en honor de la esposa del emperador, el nombre de Julia. Con todo ello había ganado los favores de Tiberio y, con su ayuda, se mantuvo en el trono hasta la muerte del emperador.

Pero su gran arma había sido la delación. Herodes Antipas era, en realidad, el espía del emperador en Oriente. Vigilaba a los legados romanos, de quienes enviaba constantemente información a Roma, y que, consiguientemente, le temían a la vez que le odiaban.

En uno de sus frecuentes viajes a Roma, hacia el año 28, se hospedó en casa de Filipo, su hermano de padre, que había preferido instalarse en Roma a vivir en las pobres regiones que en el reparto le habían correspondido. Allí conoció Herodes a la que sería su amante: Herodías, que era esposa de Filipo y sobrina del propio Herodes, pues era hija de aquel Aristóbulo, hijo de Herodes el Grande a quien su propio padre había hecho matar.

Herodes se prendó enloquecidamente de Herodías. Y ésta, que era una montaña de ambición, prefirió el brillante Herodes a su esposo que vivía en Roma como un buen burgués y sin disfrutar del trono.

Y, lo que nació como una aventura pasajera, iba a convertirse en un adulterio permanente. Pero los obstáculos para una unión estable eran muchos. Por un lado, Herodes no era ya un jovencito: pasaba de los cincuenta años y tenía, además, como mujer legítima a la hija de Aretas IV, rey de los árabes nabateos. También Herodías estaba casada y era, además, pariente próxima de Herodes. Pero la pasión pudo más que todas las dificultades. Las noticias de lo ocurrido en Roma llegaron a Palestina y la mujer legítima de Herodes huyó a las tierras de su padre Aretas. Y Herodes Antipas, sin preocuparse del escándalo, se presentó en sus tierras con Herodías y con la hija que ésta había tenido de Filipo, una hermosa jovencita llamada Salomé.


El profeta molesto

Con lo que quizá no contaba Herodes era con Juan el Bautista. Mientras todos callaban su escándalo bajo el imperio del terror, hubo alguien que se atrevió a llamar a Herodes con sus nombres de adúltero e incestuoso. Era Juan, el profeta que bautizaba en el Jordán que, cumplida su primera misión de anunciar a Cristo, dedicó su voz de trueno a denunciar los escándalos de la corte.

Era éste un riesgo inconcebible en aquella época. Cuantos oyeron por primera vez las denuncias del predicador supieron que éste tenía los días contados: moriría en cuanto la noticia llegara a oídos del rey.

Pero algo ayudó a Juan: Herodes era casi tan supersticioso como lujurioso. La fama del hombre de Dios había llegado a sus oídos y le inspiraba una especie de temor reverencial. Conocía, además, el prestigio que Juan gozaba entre el pueblo. Eliminarle hubiera sido demasiado peligroso. Pero no podía dejar que su voz siguiera clamando contra él a las mismas puertas de su palacio. Optó por dejarle vivo y amordazar su voz, sepultando al profeta en los fosos de su castillo de Maqueronte. Allí estaría callado, y podría, de paso, servirle de adivino o consejero. Porque, como señala el mismo evangelio, Herodes, en su mezcla de violencia y superstición, hasta hacía muchas cosas según el consejo de Juan, pues le oía con gusto (Me 6, 20).


Las dudas del profeta

No debía, ciertamente, ser muy rígida la prisión de Juan, cuando hasta visitarle y conversar con él podían sus discípulos. Porque algunos le seguían fieles aun después de su encarcelamiento. E iban y venían a él con todo tipo de noticias.

Muchas de estas conversaciones debieron de versar sobre Jesús. Y resultaban, para Juan, desconcertantes.

El había anunciado la venida del Mesías como un acontecimiento refulgente: la llegada de un rey glorioso que haría explotar la cólera de Dios sobre los injustos. Su llegada supondría una gran limpia. El Mesías tomaría el bieldo para cribar a los hombres, empuñaría el hacha para talar los árboles baldíos. Enderezaría los caminos del mundo, humillaría los montes, destruiría a los culpables. Juan no confundía al Mesías con el rey político que imaginaban sus contemporáneos. Sabía que su reino sería espiritual. Pero esperaba, en todo caso, el estallido de un gran triunfo.

Las noticias que sus informadores le traían tenían que parecerle, por tanto, decepcionantes. Los discípulos de Juan, a quienes ya hemos visto celosos de Jesús, debían de acentuar la diferencia entre lo que Jesús realizaba y lo que Juan había anunciado. El famoso vencedor no vencía en absoluto. Atraía, sí, a las gentes, pero por su dulzura y no por su fulgor. Apenas se había visto algún ramalazo de su cólera. La casi totalidad de su predicación era para invitar suavemente a los hombres a amarse y a limpiar el interior de sus corazones. Sus preferidos eran los mansos, los pacíficos, los que soportaban la persecución. Es de suponer que la versión que a Juan le llegó del sermón de la montaña no era más que un hermoso baño de suave vaselina.

No debió se ser esto pequeña prueba para Juan. La decisión que tomó nos muestra la tormenta que rugía en su interior: envió a sus discípulos para formular a Jesús una pregunta tajante: ¿Eres tú el que ha de venir, o hemos de esperar a otro? (Lc 7, 19).

La frase ha desconcertado a muchos intérpretes que creen que resultaría injurioso para Juan el pensar que por un momento hubiera dudado de la mesianidad de Cristo. Y han buscado todo tipo de interpretaciones dulcificadoras: lo habría hecho para que sus discípulos viesen con claridad lo que para él ya era evidente. O para ponerles en contacto más íntimo con Jesús. O para empujar a Jesús a dar una prueba absolutamente decisiva de su mesianidad.

Pero la interpretación más lógica es que Juan estaba literal y personalmente desconcertado. Era su noche oscura. Si el Padre abandonó al Hijo en la cruz, no se ve qué problema puede haber en que también el Bautista conociera este abandono. Por lo demás, mil dudas no construyen un pecado. Y como dijo Newman la fe es precisamente capacidad de soportar dudas.

La respuesta de Jesús era, además, para Juan algo absolutamente decisivo. De ella dependía el que toda su vida estuviera completa o vacía. ¿Y si se hubiera equivocado al señalar a Jesús? En aquella apuesta había volcado su vida. Por ella, en definitiva, estaba ahora encarcelado.

Su fe estaba entera: al anunciar a Jesús no lo había hecho por capricho, sino por inspiración de lo alto. Dios no podía haberle engañado. Pero, junto a su fe inconmovible, se agazapaba su angustia de hombre que debía resultar intolerable en las largas horas de silencio de la prisión. No dudaba, pero tenía miedo. Necesitaba arrancarse aquella espina del corazón.

Se decidió, por ello, a ir derecho al fondo del asunto: enviaría a sus discípulos para que formulasen a Jesús una pregunta que no permitiera rodeos: ¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?

La respuesta de Jesús no anduvo por las ramas, pero tampoco fue el «sí» o el «no» que tal vez Juan esperaba. Llegaron los discípulos del Bautista cuando Jesús estaba rodeado de una multitud de enfermos. Y Jesús no contestó con palabras a la pregunta que le formulaban. Siguió atendiendo a los que le suplicaban. Tal vez los discípulos de Juan repitieron varias veces su pregunta, pero Jesús les tuvo a su lado toda la tarde sin contestarles. Siguió repartiendo su amor como si nada le hubieran preguntado. Sólo al final se volvió hacia ellos y les dijo: Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos recobran la vista, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados (Lc 7, 22).

Los discípulos de Juan quizá se fueron decepcionados, ciertamente regresaron desconcertados. En realidad no llevaban a su maestro la respuesta tajante que él esperaba. Jesús había vuelto a responder enigmáticamente. Pero, como siempre, Jesús daba más de lo que le pedían: mendigaban la certeza y él daba la fe; suplicaban un «sí» y les introducía en el misterio.

En realidad su respuesta era más tajante de lo que los discípulos de Juan suponían. Era una respuesta clara, aunque cifrada. Le preguntaban si era el Mesías y él respondía no con una palabra, sino con un desplegar ante sus inquisidores todos los signos mesiánicos anunciados por los profetas. Su respuesta coincidía casi literalmente con el cuadro trazado por Isaías siglos antes al describir la actividad bienhechora del Mesías: Entonces se abrirán los ojos de los ciegos; entonces se abrirán los oídos de los sordos; entonces el cojo saltará como el ciervo, y se desatará la lengua de los mudos (35, 5). La respuesta de Jesús no era pues, como algunos han supuesto, una evasiva. Era su habitual manera de responder, la de quien cree mucho más en los hechos que en las palabras. Las obras que yo hago dan testimonio de que mi Padre me ha enviado, diría en otra ocasión (Jn 5, 36). Ahora responde a un profeta realizando ante él los anuncios proféticos que Juan había, sin duda, meditado tantas veces.

Jesús va a hacer, además, a Juan objeto de sus bienaventuranzas. Aunque, de nuevo, con otra frase enigmática: Bienaventurado el que no se escandalizare de mí (Le 7, 23). Jesús comenzaba a experimentar en su carne cómo el escándalo le rodeaba. Treinta años antes lo había profetizado Simeón (Le 2, 34) y mucho antes lo había anunciado el mismo Isaías: Será piedra de tropiezo y roca de escándalo a las dos casas de Israel, red y lazo a los moradores de Jerusalén. Y tropezarán muchos de ellos, y caerán, y serán quebrantados; se enredarán y quedarán presos (8, 14). ¿Está Jesús reprendiendo a Juan por haber dudado de él? No, está animándole a no tropezar en el lazo de la duda, a seguir teniendo fe en la oscuridad de la prisión. Un día llamará bienaventurados a quienes han creído sin haber visto. Tal vez recordaba, más que a ningún otro, a este Juan a quien la muerte alcanzó en las mismas puertas de su reino. En realidad, según la dialéctica de Jesús, no es bienaventurado quien está en la luz, sino quien, estando en las tinieblas, sigue creyendo que la luz vendrá.

Este «ver» la luz desde las tinieblas es la misma sustancia del alma del profeta.

Escribe Guardini:

A menudo nos representamos la iluminación profética como una intuición tan luminosa que, gracias a ella, el profeta recibe la ciencia inmutable del Espíritu como si éste se apoderase de él en tal forma que desapareciera toda vacilación. En realidad, la vida del profeta está expuesta a toda clase de tormentas y cargada de todas las miserias posibles. El Espíritu ora le eleva a cimas inaccesibles y le hace contempiar el presente y lo por venir y le concede tal fuerza que saca la historia de quicio; ora le sumerge en la duda y el descorazonamiento, como a Elías cuando se echó en el desierto bajo un arbusto pidiendo la muerte.

El profeta tiene visiones, pero no vive en ellas ni de ellas. Ha de vivir, como los demás, de la fe. Y es a permanecer en esta fe a lo que Jesús exhorta a Juan a través de sus discípulos.


Más que un profeta

Que no se trataba de una reprensión a Juan lo prueban sobradamente las palabras que siguen. Porque, apenas se han alejado los enviados del Bautista, Jesús, que no ha elogiado a Juan delante de ellos, pronuncia después ante sus atónitos oyentes los más altos elogios que puedan referirse a un hombre. Teme, quizá, que sus discípulos caigan ahora en el mismo defecto que los de Juan y piensen ahora mal del Bautista por esta aparente duda que ha sentido ante Jesús. Tal vez alguno esté ahora desconcertado al ver que aquel gigante que les impresionó en el desierto y que fue tan importante para que ellos encontrasen a quien es ahora su Maestro, haya sabido señalar el camino pero no seguirlo. A Jesús le importa mucho que la fama de Juan quede en su sitio, que todos descubran lo hermoso y lo dramático de la misión del precursor.

Por eso se vuelve a los que le rodean y, recordándoles el día en que por primera vez descendieron al Jordán, les dice:

¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿O qué salisteis a ver? ¿Un hombre lujosamente vestido? Sabéis que los que llevan vestidos elegantes están en los palacios de los reyes. Entonces ¿a qué habéis ido? ¿A ver un profeta? Ciertamente os digo que a uno que es más que un profeta. Porque está escrito: He aquí que yo envío mi ángel delante de tu faz, que prepara el camino delante de ti. En verdad os digo que entre los nacidos de mujer no ha existido uno mayor que Juan Bautista, aunque el menor en el reino de los cielos es mayor que él. Y desde los días de Juan Bautista hasta ahora el reino de los cielos padece fuerza y los violentos lo arrebatan. Porque todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan. Y, si queréis entender, él es aquel Elías que ha de venir. Quien tenga oídos para oír, oiga.

Era imposible ofrecer un retrato mejor de la misión y figura del Bautista. No era ciertamente una caña movida por el viento quien tan reciamente había hecho frente a escribas y fariseos, primero, y al adúltero rey, después. No era tampoco uno de esos hombres afeminados que, vestidos de ricas y delicadas telas, viven en los palacios de los reyes y entre cuyas carcajadas moriría Juan poco después. Era un profeta, pero mayor que cuantos desfilaron antes de él. Porque los otros anunciaron desde la lejanía; éste es el heraldo que viene inmediatamente delante del gran rey. Es —añade con frase que parece hiperbólica el más grande entre los nacidos de mujer. Por las mentes de sus oyentes desfilan los nombres y las figuras de Moisés, de Abrahán, de David, de Samuel, de Elías, de Isaías, de Jeremías... Y se asombran de la rotundidad de la frase de Jesús.

Pero luego, enseguida, de nuevo el enigma: Aunque el menor en el reino de los cielos es mayor que él. Jesús que acaba de elogiar a la persona del Bautista, recuerda ahora lo provisional de su misión. Juan, con toda su grandeza personal, está llamado a anunciar el reino y quedarse en su puerta. No porque sea indigno de entrar --está lleno del Espíritu santo desde el seno de su madre (Le 1, 15)— sino porque esa es la tarea que se le ha encomendado. Recordamos la figura de Moisés que, desde el monte Nebo, divisa la tierra prometida en la que no podrá entrar (Dt 34, 1-6). Para Moisés esto había sido un castigo a su desconfianza; para Juan no es un castigo, sino una misión, una misión cuya grandeza reposa en su dramatismo.

Señala Guardini:

Todo su ser le impulsaba hacia Jesucristo, a estar con él, a sumergirse en el reino de Dios, que iba a iniciarse entonces con plenitud exuberante y haría surgir la nueva creación. Nosotros no alcanzamos a imaginarnos lo que esto iba a ser, pero él, profeta, lo presentía claramente y lo deseaba con toda la vehemencia de su ser. Pero, en un sentido que nuestra psicología no puede medir y que solamente podría precisar aquel que comprendiese el destino en función del Espíritu, el misterio de lo establecido, la ordenación y limitación impuestas por Dios, le fue negado a Juan el penetrar en ese Reino. Debía limitarse a ser precursor, heraldo de Reino hasta su muerte, momento en que le sería dado, por fin, penetrar y permanecer en él.

Este era su destino. Para Juan, más que para nadie, el reino de los cielos padecía fuerza. El sólo llegaría a él a través del filo de la espada. Juan entrará por la sangre a donde otros entran por pura benevolencia. Pero él tendría la gloria inmarcesible de haber tocado la trompeta con la que el heraldo se detiene ante la puerta para dar paso al gran rey. Era, en verdad, el mayor entre los nacidos de mujer hasta aquel tiempo.

Pero Juan nada sabría de estos elogios. No le eran necesarios. Cuando sus emisarios llegaron y le contaron lo que habían visto, su fe le dio más certeza de cuanta pudieran darle todos los elogios. Si aquel hombre realizaba los signos mesiánicos, es porque era realmente el Mesías. Entonces su vida de anunciador estaba verdaderamente llena. No sólo no debía dudar, tampoco tenía derecho a angustiarse. El esposo había venido; él, que era el amigo del esposo, debía estar alegre, aunque nunca pudiera llegar a presenciar la boda. Con esta serenidad podía encaminarse sereno hacia la espada.


Un nido de águilas

Los evangelistas no nos dicen dónde estaba prisionero el Bautista. Pero Flavio Josefo nos informa puntualmente que se trataba de la fortaleza de Maqueronte, construida como un nido de águilas en uno de los lugares más agrestes de la Perea meridional, al oriente del mar Muerto, frente por frente de Qumran. Era —según informa Plinio—una fortaleza construida como baluarte contra los árabes nabateos y el mismo historiador romano la define como la fortaleza más aguerrida de Judea, después de Jerusalén.

Flavio Josefo nos describe minuciosamente este castillo en el que se juntaban la reciedumbre de las fortificaciones militares y el lujo y comodidad que amaba Herodes el Grande en todas sus residencias. Levantada por el príncipe asmoneo Alejandro Janeo y destruida después por Gabinio durante las guerras de Pompeyo, había sido reconstruida y ennoblecida por Herodes el Grande. Se componía entonces de dos partes: de una ciudad protegida por murallas y sólidas torres y de una ciudadela encaramada sobre una cima rocosa mucho más elevada. Esta --como dice el historiador—, rodeada de profundos valles, estaba defendida por un cinturón de murallas de 160 codos (84 metros) en cuyo interior se hallaba el palacio real. De él —añade Flavio Josefo que escribe varios decenios más tarde— sólo subsisten los cimientos, que se elevan uno o dos metros sobre el suelo; en el interior se ve un pozo profundo, una gran cisterna abovedada y dos subterráneos.

Hoy el viajero que sube a Maqueronte no encuentra allí más que desolación y aridez. De la antigua construcción, rodeada de un vasto desierto, sólo queda un cono enterrado, truncado por arriba. En la cumbre se ven cimientos de antiguas torres. Al pie se abren las cavernas, acaso las antiguas cisternas, que hoy sólo sirven para albergar en invierno los rebaños de los beduinos nómadas. Probablemente en una de estas cavernas pasó Juan Bautista diez meses prisionero. Hoy el beduino solitario que acompaña al turista pronuncia con temor el nombre de la fortaleza, pues a la vieja denominación de Maqueronte ha sustituido, en memoria de Juan, el nombre árabe de al-Mashnaqa, es decir: patíbulo. Dijérase —comenta Ricciotti— que brota de aquel cono, como de un volcán, un vaho pestilente que esparce en torno la desolación. Desde esta altura 1150 metros sobre el mar Muerto y 740 sobre el nivel del Mediterráneo se llega a divisar en los días claros hasta Belén y el oasis de Jericó. Pero ordinariamente sólo se ve la sucia tristeza del mar Muerto y la trágica región de Sodoma. Como si la geografía explicase la tragedia que en esta fortaleza ocurrió.


El profeta encarcelado

Y fueron torturados aquellos de quienes no era digno el mundo. Con esta dramática frase se describe la suerte de los antiguos profetas (Heb 2, 37). El profeta es alguien que tiene el coraje de decir la verdad y el mundo no puede soportar tamaña osadía. Es natural, es inevitable que el mundo se vengue y que el destino del profeta sea la muerte. Juan, el más grande de ellos, viviría este destino hasta el fondo.

Pero pasaría antes diez meses en las mazmorras del castillo. Detenido hacia mayo del año 28, su muerte se retrasaría hasta marzo del año 29. Herodes Antipas sentía ante él una mezcla de inquietud, de respeto, de sospecha y temor. Tenía según le describe Rops— un carácter bastante débil, vacilante, guiado tanto por su espíritu de astucia como por sus pasiones y terrores supersticiosos. Josefo le pinta como muy amigo de su descanso. Era, pues, el hombre típico de las soluciones intermedias. Temía el influjo del Bautista, pero no dejaba de reconocer su grandeza. Prefería, por ello, recortarle las alas encarcelándole, pero, al mismo tiempo, le trataba con deferencia como un por si acaso. ¿Quién sabe lo que nos reserva el futuro y cuáles son los caminos de Dios?

Resistió, por ello, durante diez meses las presiones de Herodías que le instaba a terminar con él de una vez. Incluso el propio rey bajaba de vez en cuando a la mazmorra para conversar con su prisionero. Cristo le definiría un día como zorro (Lc 13, 32) y como buen zorro sabía jugar con dos barajas. Mas como dice el refrán popular los zorros son astutos, pero también se les coge. Y los hechos iban a demostrar que la tenacidad de Herodías era más grande que su astucia.


El banquete de la muerte

La ocasión se presentó en un cumpleaños de Herodes. Entre los antiguos, éste era día de gran fiesta. Ya el Génesis (40, 20) nos cuenta con cuánta magnificencia lo celebraban en Egipto los faraones. Los romanos, que en tiempos de Cristo, habían impuesto sus costumbres a todo el mundo, lo celebraban con un gigantesco banquete, los natalitiae dapes, al que los reyes invitaban a todos los dignatarios y grandes de su corte.

De la descripción de Lucas podemos deducir que estaban allí tres categorías de personas: los oficiales civiles de la casa del tetrarca, los jefes militares de su ejército y los notables de Galilea. Quizá estuviera entre los convidados Agripa, el joven hermano de Herodías, a quien Tiberio acababa de nombrar gobernador de Tiberíades. Quizá estabatambién Herodes Filipo II, hermano del tetrarca, que más tarde se casaría con Salomé. Plinio Salgado hace sentarse a la mesa al mismo procurador Vitelio, que odiaba a Herodes, pero mantenía con él unas relaciones aparentemente cordiales.

El banquete fue regio. Plinio Salgado —tras un minucioso estudio de las costumbres de la época describe así el decorado:

A la hora duodécima, resplandecía el salón de fiestas del palacio de Herodes Antipas, en la ciudadela de Maqueronte. Era un vasto salón oblongo, donde la bóveda, ornamentada con aplicaciones sobre un fondo de madera de limonero, estaba sustentada por dos filas de columnas de caoba con volutas coronadas por capiteles de bronce. En los intervalos de las columnas, ardían lamparines, cada cual abriendo siete brazos en cuyas puntas temblaban las llamas en aceiteras de plata; y, al centro, un candelabro de treinta lámparas pendía de lo alto de la bóveda, abriéndose como una flor gigantesca de pétalos de oro y cristales, a través de cuyos prismas la luz se descomponía, chorreando iridescencias sobre los tapetes y los paños carmesíes de Damasco y de Tiro, que cubrían las paredes.

Las mesas de ébano se esparcían cargadas de tazas. La de Antipas, sobre un estrado recubierto de púrpura, fulguraba con tres lechos de marfil, acolchados por almohadas de seda.

Antipas y el legado romano vestían amplias togas, y Herodías esplendía en una túnica de rubíes. Bajo la luz intensa de las lámparas, aparecían, junto a las otras mesas, los príncipes y los saduceos, recostados en los altos cojines, con sus mantos de colores variados y borlas de oro. Conservaban las tiaras recamadas de perlas, turquesas y carbunclos, o las cofias de una blancura nívea, donde ardían diamantes.

En el tablado reverdecido de festones de palmeras y guirnaldas de jacintos y dalias, los músicos rompieron el coro de las flautas y de las arpas, entrecortado por los compases de crótalos y timbales. Los siervos, de blancas túnicas hasta las rodillas y cintos rojos, entraron conduciendo las golosinas iniciales del banquete: racimos de uvas, higos y dátiles, anchoas y huevos, manzanas y cerezas y tazas de vino rubio endulzado con miel; algunos traían grandes jarros y palanganas de plata, donde los convidados iban lavándose las manos, que enjugaban en toallas de lino festoneadas. Crecía el susurro de las voces, mezclándose a los acordes de la orquesta y al rumor de los platos y las tazas.

La descripción es perfecta si excluimos, tal vez, el detalle de la presencia de Herodías. En los banquetes orientales se sentaban a la mesa sólo los hombres. Las mujeres solían estar en algún cuarto cercano y así es probable que hiciera Herodías, como ha solido interpretar toda la tradición pictórica oriental.

Los banquetes orientales eran interminables. El número de platos se multiplicaba incansablemente y cada uno iba acompañado con algo de espectáculo: malabaristas que jugaban con espadas y bolas, rapsodas que canturreaban versos de elogio del rey, esclavas que cantaban y danzaban acompañadas de flautas y crótalos. Y todo ello regado por un incesante circular de copas de vino. Esclavos y sirvientes cuidaban de que ni un segundo estuvieran las copas vacías. A medida que el banquete avanzaba los comensales iban haciéndose más parlanchines. Estallaban absurdas disputas sobre la ley entre saduceos y fariseos. No era infrecuente que algún comensal tuviera que ser sacado de la sala completamente ebrio. El rey se sentía orgulloso entre voces que elogiaban la magnificencia de su vajilla de oro o la delicadeza de la carne de sus faisanes embutidos de dátiles y pasas.


La danza de Salomé

De pronto, ocurrió lo inesperado. Bailar era en aquellos tiempos oficios de esclavas y prostitutas. Una mujer honrada podía, cuando más, bailar en una fiesta religiosa o en las danzas semirrituales de una boda. Pero no bailar sola y ante un grupo de hombres. Tal vez por eso fue la sorpresa lo primero que sacudió a los comensales al ver aparecer en el tablado a aquella adolescente con aires de reina. ¿Quién es? ¿quién es? se preguntaron. Y el nombre de Salomé corrió de boca en boca entre los invitados.

Muchos pintores han soñado con esta extraña danza. Los antiguos pintaban este baile con una mezcla de inquietante candor y de feroz pureza como dice Rops. Un tardío romanticismo ha querido dar a la escena desnudeces típicas de nuestros music-halls, inventándose pasos de baile en los que van cayendo sucesivos velos hasta la total desnudez.

No fue así, probablemente. La lujuria oriental era más violenta y sutil. Y aunque Salomé había sido educada en Roma, es muy probable que, para conquistar el corazón de Herodes, acudiera a algunas danzas de su Idumea natal, parecidas a las que aún pueden verse hoy entre los beduinos de Siria y Trasjordania y en las que religiosidad, lujuria y violencia se mezclan como un coctail embriagador.

He aquí cómo nos describen estas danzas beduinas los especialistas orientales y cómo fue probablemente la de Salomé:

Vestida con pesados ropones azul marino, tan espesos que diríanse de crinolina, y sueltos los cabellos, la bailarina, con los brazos pegados al cuerpo, avanza lentamente hacia el fuego que alimentan los hombres. Primero mueve la cabeza al ritmo de la orquesta y del coro. «Durante la noche busqué en mi lecho al que ama mi corazón; lo busqué y no lo hallé. ¿Habéis visto, les dije a los guardianes de la ronda, a mi amigo, a aquel a quien ama mi alma?» (Cantar de los cantares, III). Luego se acelera el ritmo. La joven dobla la nuca hacia atrás, tanto como puede. Gira, da vueltas. Se ve cómo se hunde su rostro, y su cabeza parece atraída por el peso de sus cabellos. Los brazos destacándose ahora,

tendidos en implorante ofrenda. La barbilla en alto desafía a un desconocido contrincante. Gira largamente sobre sí misma, como un trompo de alas de cuervo, huyendo y regresando sin cesar; su oscura crencha le golpea sucesivamente el pecho y los riñones, y, cuando en un aminoramiento se vislumbra su rostro, se ve dilatada la nariz, prieta la boca, mientras los ojos parecen vacíos como en la plenitud del placer. Suenan las manos de las que componen el coro. ¡Más aprisa! ¡Más aprisa! «¡Gira, sulamita, gira, para que te admiremos! ¿Veis a la sulamita en la danza del combate?» Cerca de la hoguera ya no hay sino una antorcha negra y azul que se retuerce en un jadeo. Y, cuando se apaga el estridor de las flautas, cuando ya no resuena el arpa, sucede a menudo que, como si le fallara un invisible resorte, la bailarina cae como una llama que se extingue.

Así debió de bailar Salomé. Los invitados en un primer momento no pudieron contener su estupor. Era sólo una muchacha. Tenía esos catorce o quince años que era la edad en que una muchacha judía agitaba en el corazón de los hombres de su época las pasiones más carnales. Era además una princesa, hija de la mujer que el rey había convertido en esposa. Y tras el estupor vino el entusiasmo. El tetrarca estaba al mismo tiempo tembloroso, pálido, aterrado y entusiasmado. El corazón le palpitaba agitado. Le parecía ver a Herodías en el esplendor de la juventud y se sentía enloquecido por aquellos ojos color de mar y por el ritmo de aquellos brazos retorciéndose como llamas en el aire.

Y no pudo contener el grito que se le escapó de los labios: Pídeme lo que quieras y te lo daré. Y prorrumpió en todo tipo de juramentos. Te lo daré aunque me pidas la mitad de mi reino.

En medio de la orgía se hizo un tenso silencio dramático. Este era un «fin de fiesta» con el que nadie contaba. Y todos tuvieron la impresión de estar asistiendo a un momento importante.

El rey seguía jurando. Aquel silencio le envanecía y le excitaba más y más. La muchacha se había detenido en el centro del tablado y miraba al rey con ojos enigmáticos. De pronto echó a correr y desapareció de la sala en dirección al cuarto donde se reunían las mujeres. ¿Qué tengo que pedir? preguntó a su madre. Herodías comprendió que había llegado la hora de conseguir lo que hace tantos meses ardía en su corazón. Pídale la cabeza de Juan Bautista, respondió.

Cuando Salomé regresó a la sala, donde todos esperaban contenido el aliento, había en sus ojos un brillo maligno de niña perversa y juguetona. Tomó de encima de una de las mesas una bandeja de plata y dijo con perversidad de adulto: Quiero que ahora mismo me des en esta bandeja la cabeza de Juan, el Bautista.

El silencio se hizo ahora más terrible. Todos esperaban que la muchacha pediría joyas, vestidos, palacios. Y pedía aquel regalo sangriento. Todos los ojos se volvieron al rey.

Herodes temblaba más que nadie. Aquel regalo macabro le desagradaba más que si hubiera tenido que regalar la mitad de su reino. Todos sus miedos supersticiosos subieron a su mente. Pero vio cómo todos los ojos estaban clavados en él, como recordándole los juramentos que aún vibraban en el aire. ¿Podía faltar a su palabra de rey? Llamó a uno de sus soldados. «Dale lo que desea», dijo. Y vio como el soldado tomaba de las manos de Salomé la bandeja y, al fijarse en los ojos de la muchacha que un momento antes pareciera tan joven, encontró en ellos tanto odio que le pareció una vieja. No oyó siquiera cómo los nervios contenidos de muchos de sus invitados se convertían en un estallido de carcajadas histéricas.

La macabra escena, que hoy nos resulta inverosímil, no lo era tanto en los tiempos de Herodes. Cicerón cuenta —y Plutarco lo confirma— que siendo L. Flaminio procónsul en Galia, una cortesana le dijo en un banquete que nunca había visto a un hombre decapitado. Para complacerla, el magistrado romano mandó inmediatamente que cortaran la cabeza a un prisionero y se la trajeran a la bella. Y un caso parecido cuenta Herodoto referido a Jerjes. La vida de los hombres era entonces ¿sólo entonces? capricho de los grandes, moneda para pagar el gasto de una fiesta de lujuria y carcajadas.


La espada

¿Cómo recibió Juan la terrible noticia? Quizá lo esperaba. Es menester que yo disminuya... había dicho un día. Y ahora, cumplida su tarea, disminuía hasta la muerte, en silencio.

La Iglesia antigua comentaba siempre con emoción esta escena patética y veía en ella el símbolo de la terrible batalla de este mundo en el que el mal parece vencer muchas veces al bien. No hay peor ser que las mujeres adúlteras —comentará san Juan Crisóstomo—. Están dispuestas a matar a cualquiera que se oponga a sus designios. Y san Ambrosio exclamará: ¡El justo inmolado por unos adúlteros! ¡El profeta convertido en salario de una bailarina! ¡Oh, rey feroz! ¡Más que el golpe mortal de la espada, fue tu lujuria quien cerró esos ojos! ¡ Y mira esa boca cuyas intimidaciones no tolerabas: muda está y todavía la temes!

Porque las risas duraron poco en los labios de Herodes. Entró el esbirro con la cabeza ensangrentada y aún palpitante, y la puso en las manos del rey que sintió cómo aún le miraban esos ojos acusadores. Se la dio precipitadamente a la muchacha que, entre carcajadas, corrió a dársela a su madre.

Pero Herodes viviría desde entonces bajo el aterrador recuerdo de esta hora. Creía en los espectros, como su padre Herodes, que durante meses y meses vagó por su palacio invocando el espíritu de su esposa Mariamme a la que él mismo había mandado matar. Así Herodes Antipas viviría bajo el recuerdo de Juan. Cuando le hablaron más tarde de Jesús, creyó ver al Bautista redivivo. Yo degollé a Juan, se decía, luego no es posible que sea él (Mc 6, 16). Pero entonces, se preguntaba, ¿Quién es éste de quien tales cosas oigo? (Le 9, 9). Y, temblando de terror, se confesaba a sí mismo: Este es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos. Por eso hace milagros (Mt 14, 2). Así vivía, así esperaba que le llegara la hora de la venganza.

No tardó muchos años. Y Flavio Josefo ve la causa de su desastre en la muerte de Juan el Bautista que habría puesto al pueblo contra él. Sería efectivamente aquel adulterio que denunciara Juan la causa de su catástrofe: Aretas, rey de los nabateos, padre de la antigua esposa repudiada, esperaba la hora de su venganza. Y ésta llegó en el momento en que, muerto Tiberio, Herodes Antipas se quedó sin protección. Cuando ahora pidió ayuda a Vitelio, el gobernador, tantas veces espiado por Herodes, éste dejó al reyezuelo en manos de su suerte. Los árabes invadieron su reino, destruyeron y arruinaron sus palacios. Y Herodes tuvo que huir desterrado a las Galias. Y Herodías compartió su destierro. Una leyenda medieval quiere que a Salomé, bailando un día sobre un río helado, se le rompiera el hielo y fuera engullida por el agua. Leyenda piadosa, sin duda. Dios no necesita ese tipo de venganzas. El malvado es siempre engullido por sus propios crímenes.


El primer mártir

Luego, cuenta el evangelio, los discípulos de Juan fueron y cogieron el cadáver y lo sepultaron. Después vinieron a contárselo a Jesús (Mt 14, 12). No sabemos lo que Jesús comentó. La sangre seguía. Herodes el Grande había derramado la de los inocentes. Su hijo derramaba ahora la de este nuevo inocente. Se acercaba también la muerte del gran Inocente, de quien Juan había sido el más importante de los testigos. Siglos más tarde la Iglesia al llamar, en la misa de san Juan Bautista, mártir del Señor a este precursor, empleará la palabra justa: su sangre había sido, efectivamente, la primera gota del gran río de las persecuciones. Era la sangre del hombre más grande nacido de mujer.