INTRODUCCIÓN

«Pero ellos no entendían lo que les decía y no se atrevían a hacerle preguntas» (Mc 9, 32). El primer volumen de esta obra se cerraba con esta dolorosa constatación: sus contemporáneos no entendieron a Jesús. No le comprendieron —y esto es lógico— sus enemigos. Pero tampoco sus amigos consiguieron llegar a su fondo. Lo que él decía era, realmente, demasiado revolucionario, demasiado nuevo como para que pudiera caber en sus cabezas.

Pero lo verdaderamente desconcertante es que lo mismo nos ocurra a quienes, dos mil años después, nos llamamos cristianos. Y lo prueba el hecho de que, a pesar de llamarnos sus seguidores, nuestras vidas no han cambiado y se parecen desgarradoramente a las de los no creyentes.

Tal vez nos ocurre como a quien, habiendo nacido y vivido siempre al pie de una maravillosa catedral, termina por no verla. Pasa ante ella todos los días y no la ve. Jamás levanta hacia ella sus ojos. Se maravilla incluso de que los turistas la contemplen con embobada emoción. El la ha visto tanto, que ya no puede verla.

Sería bueno, por ello, que empezásemos por reconocer que el mensaje de Jesús sigue siendo, aun para los cristianos, el gran desconocido. Sabemos, tal vez, de memoria sus palabras, pero las hemos previamente desposeído de cuanto tenían de fuego y quemadura. Conocemos los hechos de su vida, mas los hemos convertido en una historia más, casi diría que en una «historieta» como tantas.

Tenía plena razón Tresmontant al escribir:

En definitiva y en el fondo la doctrina de Jesús de Nazaret no es tan conocida como suele creerse, incluso en el occidente cristianizado. Con harta frecuencia se procede a reducir la doctrina evangélica a un vago moralismo, a un humanitarismo un tanto sentimental, un tanto afeminado. Abunda la idea de que todo se resume en el precepto «Amaos los unos a los otros» entendido superficialmente. Una filantropía, en suma, pero menos eficaz que la fraternidad revolucionaria. Un sueño un tanto dulzón e inconsistente. Una religión para mujeres y para seres débiles.

Hoy seguramente Tresmontant hubiera tenido que añadir un nuevo dato a su diagnóstico: porque, junto a esa visión de moralismo blandengue, ha aparecido en las últimas décadas otra variante caricaturesca: la de quienes hacen derivar el evangelio hacia la justificación de sus opciones políticas, pero, esta vez, desposeyéndole de cuanto tiene de trascendencia y teocentrismo.

Por ello será bueno que tercamente volvamos a leer el evangelio para preguntarnos qué vino en realidad a decirnos Jesús, cuál fue la visión del mundo que él nos aportó, que tipo de «cambio» fue el que vino a introducir en el mundo.

Nunca acabaremos de entenderlo. El evangelio —decía Dmitry Merejkovsky— es insondable:

Libro extraño éste. Nunca se acaba de leerlo entero. Gusta leerlo. Mas parece que siempre queda por terminar, que se ha omitido algo, que algo queda.por comprender. Se le vuelve a leer y se sigue teniendo la misma impresión. Y así, una vez y otra vez. Igual que el cielo por la noche. Cuanto más se contempla, más estrellas se descubren.

Habrá, pues, que seguir intentándolo. Y será necesario hacerlo con coraje y respeto: como nos acercamos al fuego. Sin miedo a «hacerle preguntas», aunque nuestro corazón tiemble ante lo que nos exigirán sus respuestas. Ese será el intento de este segundo volumen.

Pero la dificultad nos llega cuando nos preguntamos cómo «contar» la vida pública de Jesús, los años en los que el sembrador salió a predicar. Porque, si en el primer volumen podían mantenerse aún unas estructuras tradicionales, ordenadas, narrativas, aquí el camino se vuelve mucho más empinado.

En primer lugar porque carecemos completamente de una verdadera cronología. Los evangelistas ya lo hemos dicho— no escriben como historiadores, colocando un hecho tras otro, tal y como sucedieron. Son predicadores. Se preocupan mucho más de expresar unos contenidos, de ofrecernos una catequesis de las ideas y pensamientos de Jesús, que de organizarlos con el rigor cronológico que hoy exigiríamos de un historiador.

Empezamos por no saber a qué edad comenzó Cristo su predicación y en qué año lo hizo. Lucas (3, 22) nos dirá que lo hizo teniendo «alrededor de treinta años». Pero ese «alrededor» puede querer decir veintiocho, o treinta y dos, o treinta y cinco. Más tarde, los fariseos le dirán: «Aún no tienes cincuenta años y ya has visto a Abrahán» (Jn 8, 57), pero la frase es, evidentemente, aproximativa. Las conjeturashistóricas nos inclinan a pensar que la predicación del Bautista y el bautismo de Jesús pudieron ocurrir entre los años 27 y 29 de la era cristiana. Por lo que, si Cristo nació, como ya hemos dicho, entre los años 4 y 7 antes de esa era, tendríamos que calcular que Jesús estaba más cerca de los 35 que de los 30 al iniciar su predicación. Pero todo son conjeturas.

Tampoco conocemos cuánto tiempo duró su vida pública. Juan, en su evangelio, alude a tres celebraciones de la pascua —con lo que la vida pública de Jesús habría durado algo más de dos años pero los sinópticos cuentan una sola pascua y parecen reducir el tiempo de su predicación a pocos meses. Y así tenemos opiniones de todos los gustos entre los especialistas: entre los cuarenta meses que calcula Filión, las pocas semanas que —con pocas bases serias suponen Schweit y Guignebert, y los dos años y pico a los que se inclina la mayoría de los expertos.

Menos conocemos aún el orden de los sucesos dentro de ese período: Juan —que habitualmente es mejor cronólogo que los demás evangelistas— coloca la expulsión de los mercaderes del templo al comienzo, inmediatamente después de las bodas de Caná. Los otros evangelistas la sitúan en las semanas anteriores a su muerte.

Juan, por su parte, coloca al comienzo de la vida pública una primera visita de Jesús a Judea. Los sinópticos hacen pensar que las predicaciones iniciales tuvieron lugar en Galilea. Es evidente que los evangelistas «organizan» los hechos de esa vida pública según criterios teológicos o catequéticos y no cronológicos.

¿Cómo construir, entonces, una «narración» ordenada de la vida pública de Jesús? La opción adoptada en este segundo volumen de mi obra es ecléctica. Siguiendo el ejemplo de los evangelistas, se ha mantenido un tejido de fondo narrativo, pero se han organizado las grandes claves del pensamiento de Jesús en torno a una serie de ejes que nos parecen fundamentales, en una especie de círculos concéntricos sobre la idea madre del anuncio del Reino. Una sistematización tan discutible como otra cualquiera, pero tal vez la más adaptada al creyente de hoy.

Al fin lo único que va a contar es el encuentro personal del lector con Jesús y su mensaje. Un mensaje que es mucho más que una teoría. No será verdadero si no es transformador. Kafka decía que el misterio de Jesús es tan vertiginoso que hay que defenderse de él para que no nos arrastre a su fondo. Yo pienso exactamente lo contrario: la única manera de conocer a Jesús y vale la pena— es asomarse a ese abismo, con la esperanza de que nos arrastre hasta sus aguas de vida eterna. Ojalá mis lectores puedan un día experimentar lo que decía aquel místico árabe, lbn Arabi, que aseguraba que quien padece una enfermedad llamada Jesús, ya nunca sanará.

Pero al fin, tal vez el lector descubrirá que el problema no es tanto el de encontrar a Jesús, como el dejarse encontrar por El. Porque al final de todas las palabras se descubre lo que decía Ferid Ed-Din Attar:

Durante treinta años, anduve a la búsqueda de Dios. Y, cuando, al final de tanto tiempo, abrí los ojos, descubrí que era él quien me esperaba.