18 ¿Quién es Jesús?

Y ahora es ya tiempo de que el sembrador empiece su tarea. La tierra está hambrienta de esperanzas. La vocación del Mesías ha sido clarificada. Junto a él, caminan ya quienes serán sus compañeros de aventura. Es la hora.

Pero, antes, tenemos aún que detenernos para preguntar quién es este hombre que se atreve a anunciar un mundo nuevo, un renovado modo de vivir. Qué hay detrás de sus ojos, de qué se alimentan sus palabras, qué tiene en su corazón, cómo es su alma.

Sabemos que la respuesta nunca será completa. Aun después de escuchar todas sus palabras y seguir todos sus pasos, seguiremos estando a la puerta del misterio y encontraremos —como decía Schweitzer— que Jesús es el hombre que rompe todos los esquemas, que no se parece a nadie, que su figura no puede confundirse con la de ningún otro de los grandes líderes del espíritu a lo largo de la historia.

Mas, aún así, valdrá la pena intentar dibujar, al menos, algunas de las claves de su alma, señalar las coordenadas de su espíritu, que nos permitan entender y situar sus palabras futuras. Si hay seres cuyo mensaje es más importante que su persona y otros en los que lo que cuenta es, más que lo que dicen, lo que son, en Jesús nos encontraremos que la persona y el mensaje son la misma cosa, que él es su mensaje y que lo que viene a anunciar es el encuentro con su realidad.

Intentaremos, pues, en este capítulo introductorio a su vida pública, rastrear desde distintos ángulos ese hondo misterio de la personalidad de Jesús, aun sabiendo que sólo nos acercaremos de lejos a sus suburbios.

 

1. EL RETRATO IMPOSIBLE

¿Cómo era, Dios mío, cómo era? Esta pregunta ha sido durante siglos el tormento de generaciones de cristianos. Aún lo es hoy. Sí, sabemos que lo verdaderamente importante no es conocer su rostro.

Recordamos aquello de fray Angélico: Quien quiera pintar a Cristo sólo tiene un procedimiento: vivir con Cristo. Aceptamos la explicación de que a los apóstoles les importaba más contar el gozo de la resurrección que describir los ojos del Resucitado. Lo aceptamos todo, pero, aun así, ¿qué no daríamos por conocer su verdadero rostro?

Aquí el silencio evangélico es absoluto. ¿Era alto o bajo? ¿Rubio o moreno? ¿De complexión fuerte o débil? Y ¿de qué color eran sus ojos? ¿De qué forma su boca? Ni una sola respuesta, ni un indicio en los textos evangélicos. Los autores sagrados, por un lado, se interesan mucho más del Cristo vencedor, resucitado y glorioso que de ofrecernos un retrato de su físico y aun de su personalidad moral; por otro lado, tampoco aparece en los evangelios físicamente retratado ningún otro de los personajes que por ellos desfilan. Nada nos dicen del rostro de Jesús y nada de los de Judas, Herodes, María o Pilato.

Algunos han querido encontrar una pista para afirmar que Jesús era bajo en la escena de Zaqueo en la que Lucas cuenta que el publicano trataba de ver a Jesús por saber quién era y no podía a causa de la multitud, porque era pequeño de estatura; y corriendo adelante se subió a un sicomoro, porque iba a pasar por allí (Lc 19, 3). Pero es evidente que el sujeto de toda la oración es Zaqueo y que es él quien trepa al árbol precisamente porque es bajo de estatura.

Otros, por el contrario, deducen que Jesús era alto del imperio con que expulsó del templo a los mercaderes, o del hecho de que, al narrar el beso de Judas, el evangelio use un verbo que tiene en griego el sentido de la acción que se realiza «de abajo arriba» (con lo que habría que traducir se empinó para besarle). Pero es evidente que se trata de insinuaciones demasiado genéricas y poco convincentes.

A este silencio evangélico se añade el hecho de que en la Palestina de los tiempos de Cristo estuviera rigurosamente prohibido cualquier tipo de dibujo, pintura o escultura de un rostro humano. Si su ministerio —escribe M. Leclercq— hubiera tenido lugar en tierra griega o latina, probablemente nos hubieran quedado de él algunos monumentos iconográficos contemporáneos o de una fecha próxima. Pero en el mundo judío cualquier intento de este tipo hubiera sido tachado de idolatría.

Por eso será en Roma donde surjan a finales del siglo primero las más antiguas figuraciones de Jesús, en las catacumbas. Pero en ellas no se intentará un verdadero retrato sino un símbolo. De ahí que nos le encontremos bajo la figura de un pastor adolescente o de un Orfeo que, con su música, amansa a los animales. En todos los casos se trata, evidentemente, de un romano, con su corto pelo, sin barba, con rasgos claramente latinos.

Siglos más tarde los orientales nos ofrecerán la imagen de un Cristo bizantino que se extenderá por toda la cristiandad: es el rostro de un hombre maduro, de nariz prominente, ojos profundos, largos cabellos morenos, partidos sobre la frente, barba más bien corta y rizada. Se trata también de un símbolo de la hermosura masculina, mucho más que de un retrato.


Las alas de la leyenda

Pero allí donde no han llegado los testimonios evangélicos o iconográficos tenían que llegar la leyenda y la imaginación humana. Será una tradición quien nos cuente que, cuando el Señor subió al cielo, los apóstoles rogaron a san Lucas que dibujara una imagen suya. Ante la incapacidad del pintor, todos los apóstoles se habrían puesto a rezar y, tres días después, milagrosamente sobre la blanca tela habría aparecido la santa faz que todos ellos habían conocido.

Pero se trata de pura leyenda. Como la que cuenta que el rey de Edesa, Abgar, habría enviado una legación para invitar a Cristo, en las vísperas de su pasión, a refugiarse en su reino. Ante la negativa de Jesús, envió un artista para que el rey pudiera tener, al menos, un retrato del profeta. Pero, desconcertado por el extraño mirar de los ojos de Jesús, el pintor trabajaba inútilmente. Hasta que un día el modelo, sudoroso, se secó en el manto del pintor. Y allí quedó impregnado el dibujo de su rostro.

Es la misma leyenda que creará la figura de la Verónica y que no tendrá otra base que el deseo medieval de tener el verdadero rostro (el vero icono=Verónica) del que hablara Dante en su Divina comedia:

Tal es aquel que acaso de Croacia
acude a ver la Verónica nuestra,
pues por la antigua fama no se sacia.
Mas piensa al ver la imagen que se muestra:
«Oh. Señor Jesucristo, Dios veraz,
¿fue de esta suerte la semblanza vuestra?

Será este mismo deseo el que incite a un medieval del siglo XIII a falsificar una carta que durante algún tiempo engañó a los historiadores, atribuida como estaba a un tal Publio Léntulo a quien se presentaba como antecesor de Pilato en Palestina y que habría sido enviada por él oficialmente al senado romano. Dice el texto de la carta:

Es de elevada estatura, distinguido, de rostro venerable. A quien quiera que le mire inspira, a la vez, amor y temor. Son sus cabellos ensortijados y rizados, de color muy oscuro y brillante, flotando sobre sus espaldas, divididos en medio de la cabeza al estilo de los nazireos. Su frente despejada y serena; su rostro, sin arruga ni mancha, es gracioso y de encarnación no muy morena. Su nariz y su boca regulares. Su barba, abundante y partida al medio. Sus ojos son de color gris azulado y claros. Cuando reprende es terrible; cuando amonesta dulce, amable y alegre, sin perder nunca la gravedad. Jamás se le hq visto reír, pero sí llorar con frecuencia. Se mantiene siempre derech, Sus manos y sus brazos son agradables a la vista. Habla poco y con modestia. Es el más hermoso de los hijos de los hombres.

Esta última piadosa citación profética bastaría para hacer dudar de la atribución a un presunto gobernador pagano. Resume bien, de todos modos, la imagen que el hombre medieval tenía de Jesús.

Algo mayor atención merece el testimonio de Antonino de Piacenza que, en el relato de una peregrinación a tierra santa en el año 550, asegura haber visto sobre una piedra del monte Olivete la huella del pie del señor (un pie bello, gracioso y pequeño) y además un cuadro, pintado, según él, durante la vida del Salvador, y en el que éste aparece de estatura mediana, hermoso de rostro, cabellos rizados, manos elegantes y afilados dedos.

Algo más tarde Andrés de Creta afirmaba que en Oriente se consideraba como verdadero retrato de Cristo una pintura atribuida a san Lucas y en la que Jesús aparecía cejijunto, de rostro alargado, cabeza inclinada y bien proporcionado de estatura.


Discusión entre los padres

Si del campo de la pintura pasamos al literario, nos encontramos con una muy antigua y curiosa polémica sobre la hermosura o fealdad de Cristo. Esta vez no se parte de los recuerdos de quienes le conocieron sino de la interpretación de las sagradas Escrituras. Los padres, ante la ausencia de descripciones en el nuevo testamento, acuden al antiguo y allí encuentran como descripciones del Mesías, dos visiones opuestas.

Isaías lo pintará como varón de dolores:

Su aspecto no era de hombre, ni su rostro el de los hijos de los hombres. No tenía figura ni hermosura para atraer nuestras miradas, ni apariencia para excitar nuestro afecto... Era despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores, como objeto ante el cual las gentes se cubren el rostro (Is 52, 14; 53, 2).

Desde una orilla casi opuesta el autor de los salmos pinta la belleza del Mesías:

¡Oh tú, el más gentil en hermosura entre los hijos de los hombres!
Derramada se ve la gracia en tus labios.
Por eso te bendijo Dios para siempre.
Cíñete al cinto tu espada, ¡potentísimo! (Sal
44, 3).

Tomando al pie de la letra estas visiones espirituales del Mesías los padres de la Iglesia se dividen en dos corrientes a la hora de pintar la hermosura de Jesús.

San Justino lo pinta deforme y escribe que era un hombre sin belleza, sin gloria sujeto al dolor. Según san Clemente de Alejandría era feo de rostro y quiso no tener belleza corporal para enseñarnos a volver nuestro rostro a las cosas invisibles. Orígenes, al contestar al pagano Celso, según el cual Jesús era pequeño, féo r desgarbado, responde que es cierto que el cuerpo de Cristo no era hermoso pero que no por eso era despreciable. Y añade la curiosa teoría de que Cristo aparecía feo a los impíos y hermoso a los justos. Aún va más allá Tertuliano que escribe: Su cuerpo, en lugar de brillar con celestial fulgor, se hallaba desprovisto de la simple belleza humana. Y san Efrén sirio atribuye a Cristo una estatura de tres codos, es decir, poco más de 1,35 metros.

Pero pronto se impondrá la corriente contraria, con la visión de los padres que exaltan la belleza física de Jesús. San Juan Crisóstomo contará que el aspecto de Cristo estaba lleno de una gracia admirable. San Jerónimo dirá que el brillo que se desprendía de él, la majestad divina oculta en él y que brillaba hasta en su rostro, atraía a él, desde el principio, a los que lo veían. Y será san Agustín quien, en sus comentarios al Cantar de los cantares, popularice la visión de un Jesús, el más hermoso de los hijos de los hombres, a quien se aplican todas las exaltadas frases que la esposa del cantar dirige a su amado.

Esta es la imagen que harán suya los teólogos y que tratarán de apoyar con todo tipo de argumentos. Santo Tomás escribirá que tuvo toda aquella suma belleza que pertenecerá al estado de su alma; así algo divino irradiaba de su rostro. Y Suárez será aún más tajante: Es cosa recia creer que un alma en quien todo era perfecto, admirablemente equilibrada, estuviese unida a un cuerpo imperfecto. Y esto sin contar con que una fisonomía fea y repulsiva hubiera dañado al ministerio del Salvador, acarreándole el menosprecio de las gentes.


Pequeños rastros evangélicos

La verdad es que —en frase de san Pablo— no conocemos a Jesús según la carne (2 Cor 5, 16). Pero los textos evangélicos parecen enlazar mejor con quienes imaginan un rostro hermoso. Conocemos la gran impresión que Jesús causaba en sus contemporáneos, cómo llamaba la atención a enfermos y pecadores, cómo sus apóstoles se encontraban magnetizados por la atracción que emanaba de su persona, cómo los niños se sentían felices con él, cómo impresionó al mismo Pilato. Bellos o no, según los cánones griegos, los rasgos de su rostro, sí sabemos que éste era excepcionalmente atractivo.

Conocemos el equilibrio de sus gestos y posturas. Quien le había visto partir el pan no lo olvidaba ya jamás; tenía un modo absolutamente especial de curar a los enfermos; y, si le vemos enérgico, nunca nos lo encontraremos descompuesto.

Los evangelistas están especialísimamente impresionados por sus ojos y su voz. A lo largo del evangelio se nos describen con detalle todo tipo de miradas: de dulzura, de cólera, de vocación, de compasión, de amor, de amistad... Eran sin duda los suyos unos ojos extraordinariamente expresivos para que los evangelistas —no abundantes en detalles— percibieran tantos en sus diversos modos de mirar.

Lo mismo ocurre con su voz, que los evangelistas nos describen firme y severa cuando reprocha, terrible cuando pronuncia palabras condenatorias, irónica cuando se vuelve a los fariseos, tierna al dirigirse a las mujeres, alegre cuando se encuentra entre sus discípulos, triste y angustiada cuando se aproxima a la muerte.

Sabemos que tenía un cuerpo sano y robusto. Todas y cada una de las páginas del evangelio testimonian que Jesús fue un hombre de gran capacidad emprendedora, resistente a la fatiga y realmente robusto como señala Karl Adam. Es éste un rasgo que diferencia a Jesús de casi todos los demás iniciadores de grandes movimientos religiosos. Mahoma era en realidad un enfermo y lo estuvo gran parte de su vida. Buda estaba psíquicamente agotado cuando se retiró del mundo. Pero en Jesús jamás encontramos rastro de debilidad alguna. Al contrario, vive y crece como un campesino. Le encanta estar en contacto con la naturaleza, no teme a las tormentas en el lago, practica sin duda con los apóstoles el duro trabajo de la pesca, Sabemos, sobre todo, de sus continuas y larguísimas caminatas a través de montes y valles con caminos muy rudimentarios. Una página evangélica la que narra la última subida de Jericó a Jerusalén—, si es exacta en todos sus datos cronológicos, narra una auténtica proeza atlética: bajo un sol terrible, por caminos en los que no hay una sola sombra, atravesando montes rocosos y solitarios, habría recorrido 37 kilómetros en seis horas y habría llegado lo suficientemente descansado como para participar aún aquella noche en el banquete que le prepararon Lázaro y sus hermanas (Jn 12, 2).

Ciertamente todas las insinuaciones evangélicas hablan de una magnífica salud: vive al aire libre y al descampado duerme muchas noches. Resiste una vida errante; tiene tanto que hacer que, a veces, le falta tiempo para comer (Mc 3, 20 y 6, 31); los enfermos le visitan incluso a altas horas de la noche (Mc 3, 8). Tiene un sueño profundo como lo demuestra el que pudiera seguir dormido en medio de la tempestad en una incómoda barca. Y puede seguir orando en las horas de angustia, cuando los demás caen rendidos. Era fuerte sualma y su cuerpo: el propio Pilato se sorprende de que haya muerto tan pronto, cuando José de Arimatea acude a pedir su cuerpo; el procurador había visto lo que era, un recio galileo.

Esta fortaleza quedaría aún más confirmada si damos credibilidad a la sábana santa, que nos ofrece el retrato casi de un gigante por estatura y fortaleza. Aunque habrá que señalar también el hecho de que los evangelios jamás se refieran a ese tamaño, que, de ser el del hombre envuelto en la sábana santa (1,83 de altura), hubiera llamado poderosísimamente la atención en una población cuya estatura media se acercaba mucho más al 1,60 que al 1,70.


Su aspecto exterior

¿Cuál era su aspecto exterior? Sin duda muy parecido al de cualquier otro judío de su época. Era corno cualquier hombre y también en sus gestos, dirá san Pablo (F1p 2, 7). Los evangelistas que anotan la vestimenta de Juan Bautista, nada dicen de la de Jesús, señalando, con ello, que era la normal. Llevaría ordinariamente un vestido de lana con un cinturón, que servía, al mismo tiempo de bolsa (de ella habla Mateo 10, 9). Usaría un manto o túnica (Lc 6, 9) y sandalias (Hech 12, 8). Por las narraciones de la pasión sabemos que la túnica era sin costura y toda tejida de arriba abajo (Jn 19, 23).

En sus largas caminatas le protegería del sol el sudario que, después de muerto, Pedro encontraría en la tumba (Jn 20, 7). Y siguiendo la costumbre de la época llevaría también para la oración matutina filacterias atadas al brazo y alrededor de la frente. Más tarde censurará a los fariseos, pero no por usarlas, sino por ensancharlas y alargar ostentosamente sus flecos (23, 5).

Jesús evitó, sin duda, todo detalle llamativo. Usaría barba como todos sus contemporáneos adultos. El cabello lo llevaría más bien corto, a la altura de la nuca, a diferencia de los nazireos que se dejaban largas melenas y llamativos bucles. Era cuidadoso de su persona. Criticará el multiplicarse de las abluciones de quienes tienen el corazón corrompido, pero las recomendará, incluso en tiempo de cuaresma, así como los perfumes y unciones. El lava personalmente los pies a sus discípulos y reprocha al fariseo que no se los lavó a él.

Era, sí, verdaderamente un hombre. Se hizo carne, dice san Juan. Y san Pablo habla con cierto orgullo del hombre-Cristo-Jesús (1 Tim 2, 5) porque, en verdad, era uno de nosotros.

Sí, nos gustaría conocer su rostro'. Pero quizá no sea demasiado importante: no es su rostro, sino su amor, lo que nos ha salvado. Y, por otro lado, ¿no será cosa de su providencia esto de que nada sepamos de sus facciones para que cada hombre, cada generación pueda inventarlo y hacerlo suyo?

Esto lo intuyó ya Facio, patriarca de Constantinopla en el siglo IX, que escribía:

El rostro de Cristo es diferente entre los romanos, los griegos, los indios y los etíopes, pues cada uno de estos pueblos afirma que se le aparece bajo el aspecto que les es propio.

Tal vez esta es la clave: no dejó su rostro en tabla o imagen alguna porque quiso dejarlo en todas las generaciones y todas las almas. La humanidad entera es el verdadero lienzo de la Verónica.

 

II. NADA MENOS QUE TODO UN HOMBRE

Que Jesús era un hombre excepcional, un verdadero genio religioso, es algo que no niegan ni los mayores enemigos del mundo de la fe. Ante su figura se han inclinado los mismos que han combatido su obra. Y su misterio humano desborda a cuantos, armados de sus instrumentos psicológicos, han acudido a él para trazar la semblanza de su personalidad.

A su vez, los cristianos parece que tuvieran miedo a detenerse a pintar el retrato de su alma de hombre. Piensan, quizás, que afirmar que fue nada menos que todo un hombre, fuese negar u olvidar que también fue nada menos que todo un Dios. En el clima de caza de brujas que vivimos en lo teológico, hasta se desconfía de quien ensalza a Cristo como hombre.

Recientemente cierto cristiano muy conservador aseguraba que a él Cristo le interesaba como Dios únicamente, pues, como hombre, habían existido en la historia cinco o cien mil humanos más importantes que él. La frase no era herética, porque era simplemente tonta. Cristo no fue probablemente --no tuvo al menos por qué ser-- el hombre más guapo de la humanidad, ni el que mayor número de lenguas hablaba, ni el que visitó más países, ni el mejor orador, ni el más completo matemático. Pero es evidente que la divinidad no se unió en él a la mediocridad y que, en los verdaderos valores humanos —en lo que de veras cuenta a la hora de medir a un hombre—, no ha producido la humanidad un hombre de su talla.


¿Un hombre normal?

¿Fue Jesús un hombre normal? La respuesta no parece difícil: si por normalidad se entiende esa estrechez de espíritu, ese egoísmo que adormece a la casi totalidad de nuestra raza humana, Jesús no fue evidentemente un hombre normal. Sus propios parientes comenzaron por creer que había perdido el juicio (Mc 3, 21) cuando hizo la «locura» de lanzarse a predicar la salvación. Los fariseos estaban seguros de que un espíritu maligno habitaba en él (Mt 12, 24) por la razón terrible de que su visión de Dios y del amor no se dejaba encajonar en las leyes fabricadas por ellos. Herodes le mandó vestir la blanca túnica de los locos cuando vio que Jesús no oponía a sus burlas otra cosa que el silencio. De loco y visionario le han acusado, a lo largo de los siglos, quienes se encontraban incapaces de resolver el enigma. Y sus mismos admiradores cuando han querido dibujar la figura humana de Jesús --tal Dostoyevsky cuando pone como símbolo de Cristo a su príncipe Mischin— no han encontrado otro modo de colocarle por encima de la mediocridad ambiente que pintándole como un maravilloso loco iluminado, un Quijote divino.

Y es cierto que, en un mundo de egoístas, parece ser loco el generoso, como resulta locura la pureza entre la sensualidad, pero también lo es que no aparece en todo el evangelio un solo dato que permita atribuir a Jesús una verdadera anormalidad. Al contrario: en su cuerpo sano habita un alma sana, impresionante de puro equilibrada.

Un equilibrio nada sencillo, porque se trata de un equilibrio en la tensión. No fue precisamente fácil la vida de Jesús. Vivió permanentemente en lucha, a contracorriente de las ideas y costumbres de sus contemporáneos, en la dura tarea de desenmascarar una religiosidad oficial que era la de los que mandaban. Vivió además en un tiempo y una raza apasionada como señala Grandmaison con acierto. No eran los judíos de entonces una generación aplatanada: ardían con sólo tocarles. Y, en medio de ellos, Jesús vivió su tarea con aquella serenidad impresionante que hace que los fariseos no se atrevieran a echarle mano (Jn 7, 45).

No hay, además, en la vida de Jesús altibajos, exaltaciones o depresiones. Hay, sí, momentos más intensos que otros, pero todos dentro de un prodigioso equilibrio desconocido en el resto de los humanos.

Un escritor tan crítico ante la figura de Jesús como A. Harnack ha descrito así esta equilibrada tensión de la vida de Cristo:

La nota dominante de la vida de Jesús es la de un recogimiento silencioso, siempre igual a sí mismo, siempre tendiendo al mismo fin. Cargado con la más elevada misión, tiene siempre el ojo abierto y el oído tenso hacia todas las impresiones de la vida que le rodea. ¡Qué prueba de paz profunda y de absoluta certeza! La partida, el albergue, el retorno, el matrimonio, el enterramiento, el palacio de los vivos y la tumba de los muertos, el sembrador, el recolector en los campos, el viñador entre sus cepas, los obreros desocupados en las plazas, el pastor buscando sus ovejas, el mercader en busca de perlas; después, en el hogar, la mujer ocupándose de la harina, de la levadura, de la dracma perdida; la viuda que se queja ante el juez inicuo, el alimento terrestre, las relaciones espirituales entre el Maestro y los discípulos; la pompa de los reyes y la ambición de los poderosos; la inocencia de los niños y el celo de los servidores; todas estas imágenes animan su palabra y la hacen accesible al espíritu de los niños. Y todo esto no significa que solamente hable en imágenes y en parábolas, testifica, en medio de la mayor tensión, una paz interior y una alegría espiritual tales como ningún profeta las había conocido... El que no tiene una piedra donde reposar la cabeza, no habla como un hombre que ha roto con todo, como un héroe de ascesis, como un profeta extasiado, sino como un hombre que conoce la paz y el reposo interior y puede darlo a otros. Su voz posee las notas más poderosas, coloca a los hombres frente a una opción formidable sin dejar escapatoria y, sin embargo, lo que es más temible, lo presenta como una cosa elementalísima y habla de ella como de lo más natural; reviste estas terribles verdades de la lengua con que una madre habla a su hijo.


Un hombre que sabe lo que quiere

Esta asombrosa seguridad de Jesús en sí mismo se basa en las dos características más visibles de su vida tal y como las ha señalado Karl Adam: la lucidez extraordinaria de su juicio y la inquebrantable firmeza de su voluntad.

Un hombre, pues. No un titán. No un superhombre. Jamás los evangelios le muestran rodeado de fulgores, con ese aura mágica con la que los cuentos rodean a sus protagonistas. En Jesús hasta lo sobrenatural es natural; hasta el milagro se hace con sencillez. Y cuando —como en la transfiguración— su rostro adquiere luces más que humanas, es él mismo quien trata de ocultarlo, pidiendo a sus apóstoles que no cuenten lo ocurrido. Quienes un día le llevaron a la cruz, nunca temieron que pudiese escapar de sus manos con el gesto vencedor de un «superman».


Su modo de pensar y de hablar

Y aquí llega de nuevo a nosotros la sorpresa, porque volvemos a encontrarnos bajo el signo de lo sencillo. Ha escrito Guardini:

Si comparamos sus pensamientos con los de otras personalidades religiosas, parecen, en su mayor parte muy sencillos, al menos tal y como los hallamos en los evangelios sinópticos. Claro que, si tomamos la palabra «sencillo» en el sentido de «fácilmente comprensible» o de «primitivo», entonces desaparece, al observar un poco más.

Es cierto, las palabras de Jesús son tan claras y transparentes como la superficie del agua de un pozo. Sólo bajando nuestro cubohasta el fondo, podemos percibir su verdadera hondura. ¿Hay algo más «elemental» que la parábola del hijo pródigo? ¿Hay algo más vertiginosamente profundo?

Y es que —como señala el mismo Guardini— el pensamiento de Jesús no analiza, ni construye, sino que presenta realidades básicas y ello de una manera que ilumina e intranquiliza a la vez.

No hay en su pensamiento inquietudes filosóficas o metafísicas. Desde ese aspecto, muchos otros textos de fundadores religiosos parecen más profundos, más elaborados, más bellos, incluso. Pero Jesús jamás hace teorías. Nada nos dice sobre el origen del mundo, sobre la naturaleza de Dios y su esencia, jamás habla como un teólogo o como un filósofo. Refiere de la verdad como hablaría de una casa. Siempre con el más riguroso realismo. Sus palabras son un puro camino que va desde los hechos hacia la acción. Sus pensamientos no quieren investigar, explicar, razonar, mucho menos elaborar construcciones teóricas, se limita a anunciar el amor de Dios y la llegada de su Reino con el mismo gesto sencillo con el que alguien nos dice: mira, esto es un árbol. Su pensamiento está concentrado en lo esencial y no necesita retóricas. Por eso escribe Boff:

El no hace teología ni apela a los principios superiores de la moral y mucho menos se pierde en casuísticas minuciosas y sin corazón. Sus palabras y su comportamiento muerden directamente en lo concreto, allí donde la realidad sangra y es llevada a una decisión ante Dios.

Sus preceptos son secos, incisivos y sencillos:

Reconcíliate con tu hermano (Mt 5, 24). No juréis en absoluto (Mt 5, 34). No resistáis al mal y si alguien te golpea en la mejilla derecha, muéstrale la izquierda (Mt 5, 39). Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen (Mt 5, 44). Cuando hagas limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha (Mt 6, 3).

En rigor, Jesús no dice grandes cosas nuevas y mucho menos verdades exotéricas e incomprensibles; no trata de llamar la atención con ideas desconcertantes y novedosas. Dice cosas racionales, que ayuden sencillamente a la gente a vivir. Aclara ideas que ya se sabían, pero que los hombres no terminaban de ver o de formular. San Agustín lo afirmaba sin rodeos:

La substancia de lo que hoy se llama cristianismo estaba ya presente en los antiguos y no faltó desde los inicios del género humano hasta que Cristo vino en la carne. Desde entonces en adelante, la verdadera religión, que ya existía, comenzó a llamarse religión cristiana.

Jesús, además, da razones de lo que dice, nada impone por capricho. Y sus razones son más de sentido común, de buen sentido, que altas elucubraciones filosóficas. Si manda amar a los enemigos, explica que es porque todos somos hijos de un mismo Padre (Mt 5, 45); si pide que hagamos bien a todos, razona que es porque todos queremos que los demás nos hagan bien a nosotros (Lc 6, 33); si está prohibido el adulterio, comenta que es porque Dios creó una sola pareja y la unió para siempre (Mc 10, 6); si pide que tengamos confianza en el Padre, lo hace recordándonos que él cuida hasta de los pájaros del campo (Mt 12, 11).

Y todo esto lo dice en el más sencillo de los lenguajes. Jesús nunca habla para intelectuales. Usa un vocabulario y un estilo apto para un pueblo integrado por campesinos, artesanos, pastores y soldados. Y eso es precisamente lo que hace que su palabra haya traspasado siglos y fronteras. Podemos pensar que lo hubiera sido —como dice Tresmontant— si su palabra, llegado el momento de ser vertida a todas las lenguas humanas hubiera estado envuelta en el ropaje del lenguaje erudito, rico, complejo, en un lenguaje «mandarín», fruto de una larga tradición y civilización de gentes ilustradas... ¿Cómo habría sido traducida y comunicada, a lo largo de los siglos, al selvático africano, al campesino chino, al pescador irlandés, al granjero americano, al mozo de los cafés de París o de Londres?

Realmente: la «pobreza» del lenguaje evangélico es la condición de su capacidad de expansión «universal». Si, en cambio, hubiera estado arropada por la riqueza de un lenguaje demasiado evolucionado, habría permanecido prisionera de la civilización en cuyo seno nació y no habría podido ser comprendida por la totalidad de los hombres. No habría sido verdaderamente católica.


Un hombre que sabe lo que quiere

El pensamiento de Jesús no es, pues, algo que conduzca a los juegos literarios o formales, ni que se pierda en floreos intelectuales. Su palabra es siempre una flecha disparada hacia la acción. El viene a cambiar el mundo, no a sembrarlo de retóricas.

Y aquí —en el campo de su voluntad-- nos encontramos ante todo con algo absolutamente característico suyo: su asombrosa seguridad, que se apoya en dos virtudes —como ha formulado Karl
Adam—:
la lucidez extraordinaria de su juicio y la inquebrantable firmeza de su voluntad.

Jesús es verdaderamente un hombre de carácter que sabe lo que quiere y que está dispuesto a hacerlo sin vacilaciones. Jamás hay en él algo que indique duda o búsqueda de su destino. Su vida es un «sí» tajante a su vocación. Había exigido a los suyos que quien pusiera la mano en el arado no volviera la vista atrás (Lc 9, 62) y había mandado que se arrancara el ojo aquel a quien le escandalizara (Mt 5, 29) y no iba a haber en su propia vida inconstancias o vacilaciones.

Su modo de hablar del sentido de su vida no deja lugar a ambigüedades: Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra (Mt 10, 34). No he venido a llamar a los justos .sino a los pecadores (Mt 9, 13).El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10). El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida para rescate de muchos (Mt 20, 28). No he venido a destruir la ley y los profetas, sino a completarlos (Mt 5, 77). Yo he venido a poner fuego en la tierra (Lc 12, 49).

No existe, no ha existido en toda la humanidad un ser humano tan poseido, tan arrastrado por su vocación. Ya desde niño era consciente de esta llamada a la que no podía no responder: ¿No sabíais —contesta a sus padres— que yo debo emplearme en las cosas de mi Padre? (Lc 2, 49).

Y no faltaron obstáculos en su camino: las tres tentaciones del desierto y su respuesta, son la victoria de Jesús sobre la posibilidad, demoníaca, de apartarse de ese camino para el que ha venido. Más tarde, serán sus propios amigos los que intentarán alejarle de su deber y llamará Satanás a Pedro (Mt 16, 22). Se expone, incluso, a perder a todos sus discípulos cuando estos sienten vértigo ante la predicación de la eucaristía. Al ver irse a muchos, no retirará un céntimo de su mensaje; se limitará a preguntar, con amargura, a sus discípulos: ¿Y vosotros, también queréis iros? (Jn 6, 61).

Si se piensa que esta vocación, que el blanco de esa flecha, es la muerte, una muerte terrible y conocida con toda precisión desde el comienzo de su vida, se entiende la grandeza de ese caminar hacia ella. Con razón afirmaba Karl Adam que Jesús es el heroísmo hecho hombre. Un heroísmo sin empaque, pero verdadero. Jesús, que comprende y se hace suave con los pecadores, es inflexible con los vacilantes: Dejad a los muertos que entierren a sus muertos (Mt 8, 22). No se puede servir a dos señores (Lc 16, 13). El que vuelve la vista atrás no es digno del reino de los cielos (Lc 9, 62).

Esta soberana decisión (el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán: Mc 13, 31) se une a una misteriosísima calma. No hay en él indecisiones, pero tampoco precipitaciones. Da tiempo al tiempo, impone a los demás y se impone a sí mismo el jugar siempre limpio, llamar «sí» al sí, y «no» al no (Mt 5, 37).

Era esta integridad de su alma lo que atraía a los discípulos e impresionaba a los mismos fariseos: Maestro, sabemos que eres veraz y que no temes a nadie, le dicen. Por eso sus apóstoles no pueden resistir su llamada; dejan las redes o el banco de cambista con una simple orden.

Pero esta misma admiración que les atrae, les hace permanecer a una cierta respetuosa distancia. Los apóstoles le amaban y temían al mismo tiempo.

De él, sin embargo, de no haberlo confesado él mismo en el huerto de los Olivos, hubiéramos dicho que no conocía el miedo. Jamás le vemos vacilar, calcular, esquivar a sus adversarios. Pero el misterio no está en su falta de miedo, sino en el origen de esa ausencia. Porque esa «decisión» que parece caracterizarle, no es la que brota simplemente de unos nervios sanos, de un carácter frío o emprendedor; es la que brota del total acuerdo de su persona con su misión. Jesús no es el irreflexivo que va hacia su destino sin querer pensar en las consecuencias de sus actos. El sabe perfectamente lo que va a ocurrir. Simplemente, lo asume con esa naturalidad soberana de aquel para quien su deber es la misma substancia de su alma. Jesús no fue «cuerdo», ni «prudente» en el sentido que estas palabras suelen tener entre nosotros. No hay en él tácticas o estrategias; no aprovecha las situaciones favorables; no prepara hoy lo que realizará mañana. Vive su vida con la naturalidad de quien ha visto muchas veces una película y sabe que tras esta escena vendrá la siguiente que ya conoce perfectamente. Ante su serena figura los grandes héroes románticos —señala Guardini— adquieren algo de inmaduros.


Un hombre con corazón

Otra de las características exclusivas de Cristo es que, a diferencia de otros grandes líderes religiosos, la entrega a una gran tarea no seca su corazón, no le fanatiza hasta el punto de hacerle olvidar las pequeñas cosas de la vida o no le encierra en la ataraxia del estoico o en el rechazo al mundo de los grandes santones orientales. Jesús no es uno de esos «santos» que, de tanto mirar al cielo, pisan los pies a sus vecinos.

Al contrario; en él asistimos al desfile de todos los sentimientos más cotidianamente humanos. Apostilla K. Adam:

Es inaudito que un hombre, cuyas fuerzas están todas al servicio de una gran idea, y que, con todo el ímpetu de su voluntad ardiente se lanza a la prosecución de un fin sencillamente soberano y ultraterreno, tome, no obstante, un niño en sus brazos, lo bese y lo bendiga, y que las lágrimas corran por sus mejillas al contemplar a Jerusalén condenada a la ruina o al llegar ante la tumba de su amigo Lázaro.

Y no se trataba, evidentemente, de un gesto demagógico hecho—como ocurre hoy con los políticos— de cara a los fotógrafos. Por aquel tiempo entretenerse con los niños —y no digamos con un enfermo o una pecadora— eran gestos que más movían al rechazo
que a la admiración.

En Jesús, eran gestos sinceros. Todo el evangelio es un testimonio de ese corazón maternal con el que aparece retratado el Padre que espera al hijo pródigo o el buen pastor que busca a la oveja perdida. Jesús tenía ya desde la eternidad un corazón blando y sensible en el que, como en un órgano, funcionaban todos los registros de la mejor humanidad.

Así le encontraremos compadeciéndose del pueblo y de sus problemas (Mt 9, 36); contemplando con cariño a un joven que parece interesado en seguirle (Mc 10, 21); mirando con ira a los hipócritas, entristecido por la dureza de su corazón (Mc 3, 5); estallando ante la incomprensión de sus apóstoles (Mc 8, 17); lleno de alegría cuando éstos regresan satisfechos de predicar (Lc 10, 21); entusiasmado por la fe de un pagano (Lc 7, 9); conmovido ante la figura de una madre que llora a su hijo muerto (Lc 7, 13); indignado por la falta de fe del pueblo (Mc 9, 18); dolorido por la ingratitud de los nueve leprosos curados (Lc 17, 17); preocupado por las necesidades materiales de sus apóstoles (Lc 22, 35).

Le veremos participar de los más comunes sentimientos humanos: tener hambre (Mt 4, 2); sed (Jn 4, 7); cansancio (Jn 4, 6); frío y calor ante la inseguridad de la vida sin techo (Lc 9, 58); llanto (Lc 19, 41); tristeza (Mt 26, 37); tentaciones (Mt 4, 1).

Comprobaremos, sobre todo, su profunda necesidad de amistad, que es, para Boff, una nota característica de Jesús, porque ser amigo es un modo de amar. Le oiremos elogiando las fiestas entre amigos (Lc 15, 6); explicando que a los amigos hay que acudir, incluso siendo inoportunos (Lc 11, 5). Le veremos, sobre todo, viviendo una honda amistad con sus discípulos, con Lázaro y sus hermanas, con María Magdalena.


Un hombre solo en medio de la multitud

Pero aquí también nos encontraremos con otra de las paradojas de Jesús: su profunda necesidad de compañía y la radical soledad en que seguía su alma, incluso cuando estaba acompañado.

Los evangelistas señalan numerosas veces una especie de temor de sus apóstoles ante sus discursos y prodigios (Mc 9, 6; 6, 51; 4, 41; 10, 24), el miedo que tenían a interrogarle (Mc 9, 32). El evangelio de Marcos comienza la descripción del último viaje de Jesús a Jerusalén con estas palabras: Jesús iba delante de ellos, que le seguían con miedo v se espantaban (Mc 10, 32). Y repetidas veces nos tropezaremos la frase: Estaban llenos de temor (Mc 5, 15; 33, 42; 9, 15). Los apóstoles y aún más las turbas, eran conscientes de que él no era un rabino más. Cuando se preguntaban quién era, buscaban las comparaciones más altas: ¿Será el Bautista, Elías, Jeremías o alguno de los profetas? (Mt 16, 14).

También Jesús era consciente de esta distancia que le separaba de los demás. Por ello, aun a pesar de su inmenso amor a los hombres, sólo cuando estaba en la soledad parecía sentirse completo. Necesitaba retirarse a ella de vez en cuando. En cuanto podía alejarse del gentío, huía a lugares solitarios, como si sólo allí viviera su vida verdadera. Y despedidas las gentes, subió al monte, apartado, a orar. Y allí estaba solo (Mt 14, 23).

A veces, hasta parece que la compañía de los demás se le hiciera insoportable: ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? (Mc 9, 18) dice, con frase durísima, a los apóstoles al comprobar cómo, en su mediocridad, no hacen otra cosa que aguar su visión del Reino.

Casi diríamos que sólo al final de su vida se siente plenamente a gusto entre los suyos. Su corazón se esponja cuando se encuentra con ellos y se vuelve caliente y conmovedor a la hora de la despedida.

Porque Jesús tiene un corazón verdaderamente afectivo. No es blando ni sentimental, pero sí profundamente humano. Se siente a gusto entre los niños y los pequeños; llora ante la tumba de Lazaro y ante Jerusalén; llama, en la última cena, «hijitos» a sus discípulos. Se angustia ante lo que les puede ocurrir a los apóstoles cuando él se vaya; se olvida de sí mismo para preocuparse de pedir al Padre que ellos tengan un lugar en el cielo. Jesús —señala García Cordero— no es un asceta ni un estoico que ahoga sus sentimientos afectivos legítimos, sino que los sublima en una consideración superior sobrenatural.


La cólera del manso cordero

Jesús se presentó a sí mismo como manso yy humilde de corazón (Mt 11, 29), Y era verdad: así lo realizó al dejarse abofetear y escarnecer a la hora de su pasión. Y la tradición ha tendido a acentuar esa dulzura. Jesús merced a los movimientos religiosos del siglo XIX— es en gran parte sinónimo del «dulce Jesús». Y esta verdad, si se desmesura, puede desfigurar el verdadero rostro de Cristo. Grandmaison ha escrito con justicia:

Jesús es una mezcla de majestad y de dulzura y mantiene su línea en todas las vicisitudes: ante la injusticia, la calumnia, la persecución, la incomprensión de sus íntimos. Sabe condescender sin rebajarse, entregarse sin perder su ascendiente, darse sin abandonarse. Es el modelo del tipo ideal, del equilibrio. Hombre verdaderamente completo, hombre de un tiempo y una raza apasionada, de la que no rechazó sino las estrecheces de miras y errores, tiene sus entusiasmos y sus santas cóleras. Conoce las horas en las que la fuerza viril se hincha corno un rio y parece desbordarse. Pero estos movimientos extremos siguen siendo lúcidos: nada de exageración de fondo, de pequeñez, de vanidad, ningún infantilismo, ningún rasgo de amargor egoísta e interesado. Aun cuando están agitadas, temblorosas, las aguas permanecen límpidas.

Pero este equilibrio de Jesús no es la serenidad de quienes nunca estallan porque tienen poca alma. La serenidad de Jesús es la del torrente contenido. Su carácter es más bien duro, poderoso. Dentro de él arde esa cólera del cordero de la que habla el Apocalipsis (6, 16), una cólera que sólo estalla cuando los derechos de Dios son pisoteados, pero que es terrible cuando lo hace.

En Jesús nos encontramos con frecuencia esa voluntad en tensión, esa fuerza contenida. La tentación de Pedro, que quiere ablandar su redención, es rechazada sin rodeos y con frase terrible, gemela a la usada (Mt 4, 10) para expulsar al demonio: ¡Apártate, Satanás, que me eres escándalo! (Mt 14, 23). ¡Fuera de mi vista, inicuos! dirá en el día del juicio a quienes no hubieran socorrido a sus hermanos (Mt 7, 23). Y, en sus parábolas, abundan las formulaciones radicales. En la de la cizaña el Hijo del hombre enviará a sus ángeles que reunirán a los malvados y los echarán al horno del fuego (Mt 13, 41). Y lo mismo dice en la parábola de la red (Mt 13, 49). Violentamente terminan también las parábolas de las diez vírgenes, de los talentos, de las ovejas y cabritos. En ningún caso el desenlace es un ablandarse del esposo o del amo. En la parábola del siervo cruel, el Señor lleno de cólera entrega el siervo a la justicia hasta que pague toda su deuda. En las bodas del hijo del rey, éste, ante la muerte de su hijo, envía a su ejército para que acabe con los homicidas e incendie su ciudad. Cuando, en la sala de las bodas, el soberano encuentra a un hombre sin vestido nupcial, manda que lo citen de pies y manos y lo arrojen a las tinieblas exteriores (Mt 22, 13). En la parábola de los dos administradores, el señor, que llega inesperadamente, manda descuartizar al siervo infiel (Lc 12, 46). No, no son, evidentemente, las parábolas un dulce cuento de hadas.

Tampoco es blando el lenguaje que Jesús usa cuando se dirige a escribas y fariseos: Guías de ciegos que coláis el mosquito y' os tragáis el camello. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque limpiáis el plato y la copa por de fuera, pero interiormente estáis llenos de robos e inmundicias (Mt 23, 14; 24, 25). Hay, evidentemente, un terrible relámpago en los ojos de quien pronuncia estas palabras.

Y hay dos momentos en que esta cólera estalla en actos terribles: cuando arroja a los mercaderes del templo, derribando mesas y asientos, enarbolando el látigo (Mc 11, 15). Y cuando seca, con un gesto, la higuera que no tiene frutos, incluso sabiendo que no es aquel tiempo de higos (Mc 11, 13).

Exageraríamos si dedujéramos de estos dos momentos (sobre todo del segundo) que hay en Cristo una cólera mal contenida y anormal. Los evangelistas tienen un gran cuidado en acentuar todos aquellos aspectos en los que Jesús muestra su carácter profético. Y los profetas habían acostumbrado a su pueblo a este lenguaje de paradojas, de gestos aparentemente absurdos que sólo querían expresar la necesidad de estar vivos y despiertos en el nuevo reino de Dios. Pero tampoco seríamos justos olvidando esos gestos y convirtiendo a Jesús en un puro acariciador de niños. Los dulces cristos de Rafael y fray Angélico son parte de la verdad. La otra parte es el Cristo terrible que Miguel Angel pintó en la Capilla Sixtina.


Con los pies en la tierra

Tenemos que hacernos ahora una pregunta importante: ¿Fue Jesús un realista con los pies en la tierra o un idealista lleno de ingenuidad? Hay en él, evidentemente, unos modos absolutos de ver la vida. En todas sus frases arde lo que Karl Adam llama «su deseo de totalidad». Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo (Mt 18, 9). El que pierde su alma, la gana (Mt 10, 29). Nadie puede servir a dos señores (Lc 16, 13). Siempre planteamientos radicales. El que no deja a su padre y a su madre, no sirve para ser discípulo suyo. Si alguien te pide el vestido, hay que darle la capa también. Y pide a veces cosas absolutamente imposibles: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48).

¿Es que Jesús no conoce la mediocridad humana? ¿Es que no conoce los enredados escondrijos de nuestros corazones? A juzgar por estas sentencias macizas y según la firmeza heroica de su conducta, estaría uno tentado a tomarlo por un hombre absoluto y hasta quizá por un soñador viviendo fuera de la realidad, puestos siempre los ojos en su brillante y sublime ideal y para el cual desaparece, o a lo sumo aflora muy ligeramente en su conciencia la vulgar realidad diaria de los hombres. ¿Fue así Jesús?

Esta pregunta inquieta a Karl Adam y sigue inquietando hoy a muchos hombres.

Y la primera respuesta es que Jesús no fue un extático, como lo fue Mahoma, como lo fue el mismo san Pablo. Los primeros cristianos estimaban mucho estos dones de éxtasis y visiones. San Pablo veía en ellos «la prueba del espíritu y de la fuerza» (1 Cor 2, 4). Pero ninguno de los evangelistas atribuye a Jesús este tipo de éxtasis o de fenómenos extraordinarios. La misma transfiguración es un fenómeno objetivo,no subjetivo. Nada sabemos de lo que pasó en el espíritu de Jesús durante ella, pero no es, en rigor, un verdadero éxtasis.

Tiene, sí, contactos con el mundo sobrenatural: a través de su constante oración sobre todo. Pero jamás nos pintan los evangelistas una oración en la que Jesús se aleje de la tierra en éxtasis puramente pasivo. Este don que tan bien conoció san Pablo, no nos consta que fuera experimentado por Jesús.

Y hay en su vida frecuentes entradas de ese mundo sobrenatural en el cotidiano: el cielo se abre en el Jordán, el demonio le tienta en el desierto, bajan los ángeles a servirle tras las tentaciones y a consolarle en el huerto. Pero todo se hace con tal naturalidad y sencillez que, aun al margen de la fe, habría que reconocer que no se trata de alucinaciones o visiones de un espíritu enfermo o desequilibrado. No son problemas de psiquiatra; son contactos con otra realidad que, no por ser más alta, es menos verdadera que ésta que tocamos a diario.

Podemos, pues, concluir de nuevo, con Karl Adam:

La visión prodigiosamente clara de su mirada, la conciencia neta que tenía de si mismo, el carácter varonil de su persona, excluyen clasificar-le entre los soñadores y exaltados, más bien, al contrario, supone una marcada predisposición para lo racional. La mirada de Jesús es profundamente intuitiva en la tarea de abarcar la realidad en su conjunto y en toda su profundidad, lo mismo que es sencilla y estrictamente lógica en lo que se refiere a las relaciones intelectuales.

Efectivamente esta mezcla de intuición y lógica parece ser una de las características mentales de Jesús que une en sí a un pensador y a un poeta. La agudeza de su ingenio para desmontar un sofisma, pulveriza con frecuencia las argucias de sus enemigos y la estructura de su raciocinio es, a veces, puramente silogística, aun cuando más frecuentemente la intuición va más allá que las razones.

Pero aún podríamos decir que lo experimental pesa más en Jesús que lo puramente racional. Sus dotes de observación de la realidad que le rodea son sencillamente sorprendentes y le muestran como un hombre con los pies puestos sobre la tierra en todos sus centímetros. Hay en la palabra de Jesús un mundo vivo y viviente, un universo que nada tiene de idealista. Bastaría recordar sus parábolas. En ellas nos encontramos un mundo de pescadores, labradores, viñadores, mayorales, soldados, traficantes de perlas, hortelanos, constructores de casas, la viuda y el juez, el general y el rey. Vemos a niños que juegan por las calles tocando la flauta; cortejos nupciales que cruzan la ciudad en la noche silenciosa; contemplamos a los doctores de la ley ensanchando sus borlas y filacterias; les encontramos desgreñados en los días de ayuno; escuchamos su lenguaje cuando rezan; nos tropezamos con los pordioseros que piden a las puertas de los palacios; descubrimos a los jornaleros que se aburren en las plazas esperando a que alguien les contrate; se nos explica minuciosamente cómo cobran sus sueldos; conocemos las angustias de la mujer que ha perdido una moneda; sabemos cómo la recién parida se olvida de sus dolores al ver al chiquitín que ha tenido; nos enteramos de las distintas calidades de la tierra y de todas las amenazas que puede encontrar un grano desde la siembra a la cosecha; comprendemos la preocupación de las mujeres de que no les falte el aceite para la lámpara que ha de arder toda la noche; se nos describe cómo reacciona el hombre a quien el amigo despierta en medio de la noche; nos explican con qué unge las heridas el samaritano y cuál es su generosidad; se nos advierte que los caminos están llenos de salteadores; se habla de las telas y de la polilla, de la levadura que precisa cada porción de harina, de qué tipo de odres hay que usar para cada calidad de vino... Es todo un universo de pequeña vida cotidiana lo que encierra este lenguaje y no sueños o utopías.

No era un soñador, era un hombre sencillo y verdadero. En su vida no hay gestos teatrales. Huye cuando quieren proclamarle rey, le repugna la idea de hacer milagros por lucimiento o por complacer a los curiosos. Tampoco hay en él un desprecio estoico a la vida. Cuando tenga miedo, no lo ocultará. Lo superará, pero no será un semidiós inhumano, un supermán eternamente sonriente. Tampoco utiliza una oratoria retórica altisonante. Habla como se habla. Vive como se vive. Jamás hace alardes de cultura. No hay en todo su lenguaje una sola cita que no esté tomada de la Escritura. No siente angustia ante lo que piensan de él, no se encoleriza cuando le calumnian. Pero le duele que no le comprendan. Ama la vida, pero no la antepone a la verdad.


Morir por la verdad libremente

Morirá por esa verdad. Es decir: se dejará matar por ella, pero no irá hacia la muerte como un fanático, no se arrojará hacia la cruz. La aceptará serenamente, desgarrándosele el corazón, porque ama la vida. Pero preferirá la de los demás a la propia.

Si él hubiera pactado, si hubiera aceptado las componendas, siendo «más prudente», tal vez su muerte no habría sido necesaria. Pero su pensamiento y su acción eran gemelos y allí donde señalaba la flecha de su vocación, allí estaban sus pasos. El servicio a la verdad era el centro de su alma, pero no a una verdad abstracta sino a esa que se llama amor y que sólo podía realizarse siguiendo la senda marcada por su Padre.

Y aquí llega la más alta de las paradojas: siguió esa senda desde la más absoluta de las libertades. Durante los primeros siglos de la Iglesia no faltaron herejías (los «monotelitas») que para dejar más claro que Jesús no podía pecar, optaron por pensar que en Jesús no había más voluntad que la divina. Pero el tercer concilio de Constantinopla, en el año 681, definió tajantemente que Cristo estuvo dotado de voluntad y libertad humanas, que vivió y actuó como un ser libre.

Basta con leer su vida para descubrir que la libertad es no solamente un rasgo de su carácter, sino también una señal distintiva de su personalidad, como escribe Comblin. Efectivamente la libertad y la liberación fueron los núcleos de su mensaje. San Pablo lo condensa sin vacilaciones: Fuisteis llamados, hermanos, a la libertad. (Gál 5, 13). Para que quedemos libres es por lo que Cristo nos liberó (Gál 5, 1).

Jesús nace en el seno de un pueblo exasperado por la libertad, obsesionado por ella. De ese pueblo recibe su sentido, aunque, luego, él ensanchará sus dimensiones desde lo político a una libertad integral que nace en el corazón con raíces más profundas que las puramente materiales.

En el seno de ese pueblo, Jesús vivirá con una libertad inaudita. No depende de su familia. Rechaza las tentaciones con que algunos de sus miembros quieren apartarle de su misión (Mc 3, 21; 3, 31; Mt 12, 46) lo mismo que más tarde exigirá a sus discípulos esa misma libertad frente a sus familiares (Lc 14, 26).

Es libre ante el ambiente social, muchas de cuyas tradiciones rompe sin vacilaciones: habla con los niños, sostiene la igualdad de sexos, deja a sus apóstoles que cojan espigas en sábado. Se opone frontalmente a los grandes grupos de presión. Habla con franqueza a las autoridades políticas. Desprecia abiertamente a Herodes llamándole «zorra» inofensiva. Es libre en la elección de sus apóstoles. No se deja presionar por los grupos violentos que quieren elegirle rey. Es libre en toda su enseñanza. Jamás mendiga ayudas ni favores.

Subraya con acierto Comblin:

Jesús no pidió nada a los ricos, ni a las autoridades: ni licencia, ni apoyo, ni colaboración. No tuvo necesidad de los poderosos. Sin duda, como siempre, esa fue para ellos la mayor ofensa, lo que más les hirió: mostró que no los necesitaba. Visita a los ricos, fariseos, personas notables: sin pedirles ayuda. Recibe a un hombre tan importante como Nicodemo: no le pide apoyo, ni una intervención favorable, una palabra amiga en el sanedrín. Sabe que si una persona de tal consideración garantizara su buena conducta en la asamblea, sería un buen argumento a su favor. Los ricos saben perdonar muchas ofensas a quienes les van a pedir dinero o recomendación. Jesús no buscó ninguna cobertura. Pilato se extrañó: esperaba ciertamente que Jesús apelase a su clemencia. Habría sido una ocasión excelente para dar muestra de su poder. Pero Jesús no quiso facilitar las cosas, para inclinar hacia él la indulgencia. Ninguna palabra para dulcificar a los judíos, ninguna palabra para calmar a Pilato: desde el principio hasta el fin de su vida, no quiso deber nada a nadie. Y se mostró siempre inflexible, sin arrogancia, pero irreductible.

Esta independencia impresionó tremendamente a sus contemporáneos a quienes llamaba la atención, más que lo que decía, el modo como lo decía: Se maravillaron de su doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad (Mc 1, 22; Mt 7, 29). Y sus propios adversarios se verán obligados a reconocer esa libertad de sus opiniones: Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas de verdad el camino de Dios y no te importa de nadie, pues no miras la personalidad de los hombres (Mt 22, 16).

¿Cuál es la última clave de esta tremenda libertad? Que Jesús es desinteresado, que no se siente preocupado por el futuro de su vida o de su obra. Esta seguridad es, tal vez, lo más sorprendente de su postura en el evangelio. Jamás le vemos tener angustia por el futuro de ese Reino que predica, jamás le encontramos planeando estrategias para el mantenimiento de lo que está creando. Y aquí vuelve a ser absolutamente diferente a todos los futuros fundadores de religiones o de cualquier tipo de empresas humanas o espirituales. Jesús deja absolutamente todo en las manos de Dios. Conocía la mediocridad de sus apóstoles, la traición de su máximo elegido y no vacilaba en dejar en sus manos el porvenir de su tarea.

Comenta el mismo Comblin:

Jamás fundador alguno dejó a sus sucesores una obra tan libre, disponible, no institucionalizada. Prácticamente Jesús no dejó a los apóstoles ninguna de las instituciones de la Iglesia posterior, a no ser la instrucción de reunirse de vez en cuando para celebrar la cena en memoria suya y de su venida futura. El resto quedó totalmente abierto. Confió en el Espíritu santo dado a los apóstoles para ir definiendo las instituciones. Nunca en los evangelios aparece preocupado por ese futuro: no dijo a los apóstoles: después de mí haréis esto o aquello.

Sabía muy bien Jesús que lo que coarta la libertad de los hombres es el miedo, la preocupación por el futuro, la necesidad de seguridades. Pero él nunca necesitó nada: no tuvo propiedades, no precisó de la ayuda de los poderosos, no dejó herencia alguna, no se preparó una carrera. Contaba con una única seguridad —ipero qué seguridad!—: la absoluta confianza en su Padre.

Gracias a ella superó también el miedo a la muerte que asumió en el acto más alto de libertad que conozca la historia. No la esquivó, no buscó pactos ni componendas, no hizo concesiones a sus adversarios. Impresionó en la cruz por su serenidad a los mismos que le crucificaban.

Fue, efectivamente, el más grande de los hombres. Fue también más que humano, pero fue también todo un hombre. Y la humanidad está hoy orgullosa de él. Sí, tal vez éste sea el más alto orgullo de nuestra raza: que él haya sido uno de nosotros.

 

III. EL EMISARIO

Cuando hemos escrito que Jesús era un hombre «equilibrado» no lo hemos hecho en sentido socrático, como si Jesús fuera alguien que ha dominado las fuerzas de su alma porque las ha adormecido, o como alguien que está tan poseído de sí mismo que jamás manifiesta ningún tipo de pasiones. Este tipo de hombres suele ser una montaña de egoísmo. Y Jesús era precisamente todo lo contrario.

Alguien ha escrito que, en definitiva, los hombres más que en buenos y malos, listos y tontos, ricos y pobres, se dividen en generosos y egoístas, en hombres que tienen dentro de sí el centro de sí mismos y en hombres que tienen ese centro mucho más allá que ellos mismos. En definitiva: en hombres abiertos y cerrados.

Si la distinción es válida, tendríamos que decir que Jesús fue el hombre más abierto de la historia, absolutamente abierto en todas las direcciones. Por eso, en éste y en el próximo apartado del capítulo, proseguiremos este «retrato» de Jesús, que estamos haciendo antes de adentrarnos de lleno en su vida pública, estudiando esa doble apertura hacia arriba hacia el Padre— y hacia todos los costados por los
que le rodeaba la humanidad.


El enviado

Porque, en una lectura en profundidad de los textos evangélicos, veremos que lo que, en definitiva, define a Jesús no es ni su equilibrio, ni su dulzura y ni siquiera su bondad, sino su condición de enviado. Descubriremos que él no vino a triunfar y ni siquiera a morir; vino a cumplir la voluntad de su Padre y que, si murió y resucitó, es porque ambas cosas estaban en los planes de quien le enviaba.

Sí, la verdadera fuerza motriz de Jesús fue esa entrega total, sin reservas a la voluntad paterna. Karl Adam —que junto con Guardini ha calado como nadie esta misteriosa raíz— escribe con justicia que en toda la historia de la humanidad jamás se encontrará persona alguna que haya comprendido, como él, en toda su profundidad y extensión, absorbiéndolo tan exclusivamente durante toda su vida, el antiguo precepto: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Tendremos, pues, que detenernos a estudiar esta fuerza-clave antes aún de acercarnos a los hechos concretos.

Lucas, como si lo hubiera intuido con aguda profundidad, colocará bajo ese signo las primeras palabras de Jesús y las últimas que pronuncia antes de su muerte. ¿No sabéis que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre? (Lc 2, 49). No se trata del fruto de una simple decisión personal o de una reflexión. Habla de un «deber». No sólo es que él quiera hacer esto o aquello. Es que «debe» hacerlo. Es algo que él acepta, pero que va mucho más allá de su voluntad personal. Es el cumplimiento de una orden que, a la vez, le empuja y le sostiene. Pudre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46). Son las últimas palabras de quien, al hacer el balance de su vida, sabe que todo se ha consumado (Jn 19, 30) tal y como se lo encargaron. Entre aquella aceptación y esta comprobación, se desarrolla toda la vida del enviado.


La respiración del alma

Tendremos que hablar repetidamente de cómo la oración es para Cristo mucho más que la respiración de su alma. Aquí subrayaremos sólo que la oración es el signo visible de ese contacto permanente con quien le envió.

Efectivamente, todos los momentos importantes de Jesús están marcados por esta comunicación con el Padre. Cuando Jesús es bautizado primer acto de su vida pública— oró e se abrió el cielo (Lc 3, 21). Al elegir a sus apóstoles subió a un monte para orar. Y al día siguiente los llamó (Lc 6, 12). La mayor parte de sus milagros parecen ser el fruto de la oración; mira, antes de hacerlos, al ciclo, tal y como si, para ello, necesitase ayuda de lo alto. Alza los ojos antes de curar al sordomudo (Mc 7, 34), antes de resucitar a Lázaro (Jn 11, 41), antes de multiplicar los panes (Mt 14, 19). Cuando sus apóstoles llegan gozosos porque han hecho milagros, no se alegra del éxito obtenido, sino de que la voluntad del Padre se haya cumplido en esos signos: El se alegró vivamente exclamando: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo i' de la tierra (Mt 11, 25). Y toda su vida está llena de estas pequeñas oraciones de diálogo directísimo con el Padre y de plena conformidad con él: Te alabo, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios t' prudentes y las has revelado a los pequeños, porque así te plugo hacerlo (Mt 11, 25). Padre, te doy gracias por haberme escuchado (Jn 11, 41). Padre, no como ro quiero, sino como tú (Mt 26, 39).

Pero en todas estas oraciones de Jesús hay una serie de características que las distinguen de las demás humanas. Son, en primer lugar, oraciones en soledad. Jesús siente ante la plegaria algo que se ha definido como un «pudor viril». Pide a los suyos que, cuando tengan que orar, varan a su cámara, cierren la puerta y oren a su Padre en secreto (Mt 6, 6). El lo hará siempre así, se irá al monte para orar solo (Mt 14, 23; Mc 6, 46; Jn 6, 15) y, aun cuando pida a alguno de los suyos que le acompañen, termirá por alejarse de ellos como un tiro depiedra (Lc 22, 41). Y allí, en el silencio y en la noche, se encontrará con su Padre en una soledad que sólo puede ser definida como sagrada. Porque no se trata de una soledad psicológica, sino de algo mucho más profundo. Cuando Jesús ora dice exactamente Karl Adam se sale completamente del círculo de la humanidad para colocarse en el de su Padre celestial.

Es éste uno de los datos fundamentales si queremos entender muchos de los misterios de la vida de Jesús. El, que tendrá un infinito amor a su madre y una total entrega a sus apóstoles, nunca terminará de confiarse del todo a ellos. Sólo después de su muerte le entenderán ellos, porque Jesús nunca se abría en plenitud. Convivió tres años con los apóstoles, pero nunca le vemos sentado a deliberar con ellos, jamás les consulta las grandes decisiones. Si en algún caso parece precisar de su compañía, siempre, al final, se queda lejos de ellos, siempre les hace quedarse en una respetuosa distancia.

Había efectivamente en Jesús —cito de nuevo a Adam-- algo íntimo, un sancta sanctorum al que no tenía acceso ni su misma madre, sino únicamente su Padre. En ,su alma humana había un lugar, precisa-mente el más profundo, completamente vacío de todo lo humano, libre de cualquier apego terreno, absolutamente virgen v consagrado del todo a Dios. El Padre era su mundo, su realidad y su existencia y con él llevaba en común la más fecunda de las vidas. Por eso podrá decir sin vacilaciones «Yo no estoy solo» (Jn 8, 16) y hasta dar la razón: porque mi Padre está conmigo (Jn 16, 32).

La oración no es, para él, una especie de puente que se tiende hacia el Dios lejano, es simplemente la actualización consciente de una unidad con el Padre que nunca se atenúa. Por eso jamás veremos en él una oración que sale desde la hondura de la miseria humana, nunca le oiremos decir: Padre, perdóname. Incluso apenas oiremos en su boca oraciones de petición de cosas para sí. Pedirá por Pedro, por sus discípulos y aun cuandocomo en el huerto pida algo para sí, vendrá enseguida la aclaración de que la voluntad del Padre es anterior a su petición (Jn 12, 27). Sus oraciones serán, en cambio, casi todas, de jubilosa alabanza: Padre, yo te glorifico (Mt 11, 25) o Padre, te doy gracias (Jn 11, 41). Y todas surgirán llenas de la más total confianza: Yo sé, Padre, que siempre me escuchas (Jn 11, 42). Padre, quiero que aquellos que tú me has dado, permanezcan siempre conmigo (Jn 17, 24).


Un misterio de obediencia

Pero se trata de algo más hondo aún que la oración. Es que toda la esencia de la vida de Jesús se centra en el cumplimiento de unos planes establecidos previamente por su Padre. La religión, en la mente de Jesús, es simplemente un ejercicio de obediencia. Hoy no nos gusta a los hombres esta palabra, pero sin ella no puede entenderse ni una sola letra de la vida de Jesús. Quien la analiza en profundidad comprueba que Jesús se experimenta a sí mismo como un embajador, un emisario, que no tiene otra función que ir realizando al céntimo lo que le marcan sus cartas credenciales. Es una misión que él realiza libremente y porque quiere, pero es una misión y muy concreta. Durante toda su vida escrutará la voluntad de Dios, como quien consulta un mapa de viaje, y subirá hacia ella, empinada y dolorosa-mente.

En el comienzo de su vida dirá con toda naturalidad que debe ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2, 48). Tras su resurrección explicará con idéntica naturalidad que era preciso que estas cosas padeciese el Mesías y entrase en su gloria (Lc 24, 25). En ambos casos lo dirá como una cosa evidente, y se maravillará de que los demás no comprendan algo tan elemental.

Toda su vida estará bajo ese signo: Irá al Jordán para que se cumpla toda justicia (Mt 3, 15). Al desierto será empujado por el Espíritu (Mc 1, 12). Rechazará al demonio en nombre de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4, 4). Cuando alguien le pide que se quede en Cafarnaún dirá que debe predicar en otros pueblos pues para eso he salido (Mc 1, 38). Un día afirmará que su comida es hacer la voluntad de aquel que me ha enviado y acabar su obra (Jn 4, 31). La voluntad de Dios es, para él, un manjar. El tiene hambre de esa voluntad, como los hambrientos de su bienaventuranza.

Hay un momento en que el peso de esta voluntad parece desmesurado. Es aquél en que le dicen que, mientras predica, ahí están su madre y sus parientes. Y él, pareciendo negar todo parentesco humano, responde: He aquí a mi madre y mis hermanos. Quien hiciere la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana y mi madre (Mc 3, 32). Ese cumplimiento es para él más alto que los lazos de la sangre que le unen con su madre. Y al decirlo no ofrece un símbolo ni una frase hermosa.

Precisa Guardini:

La voluntad del Padre es una realidad. Es un torrente de vida que viene del Padre a Cristo. Una corriente de sangre, de la que él vive, más profunda, más real, más fuertemente que de la corriente de su madre. La voluntad del Padre es verdaderamente el núcleo del que él vive.

Esta voluntad es, en realidad, lo único que le interesa. No duda en abandonar a los suyos primero por tres días en el templo, luego por tres años a su madre por cumplir esa voluntad. Ante ella desaparecen todos los demás intereses. No le retienen cautivo las cadenas doradas de las riquezas, no le preocupan los honores de la tierra, huye de los aplausos. Incluso evita hablar de sus milagros. Porque sabe que éstos sólo tienen sentido en cuanto realización de esa voluntad. Cuando entra en juego el egoísmo de los nazaretanos no puede hacer ningún milagro dice crudamente el texto evangélico (Mc 6, 5) ya que esos milagros, mucho antes que prodigios y curaciones, son signos del reino de Dios que llega, son un «sí» a la omnipotencia de quien todo lo puede. Y cuando hace un prodigio, no se olvida de subrayar que no es a él, sino al Padre, a quien deben quedar agradecidos los curados (Lc 17, 18).

Podemos, pues, decir con plena justicia que es cierto aquello que escribe Karl Adam:

En la historia de los hombres, aun de los más grandes, no se conoce un camino tan constantemente orientado hacia las alturas. Un Jeremías, un Pablo, un Agustín, un Buda, un Mahoma ofrecen bastantes sacudidas violentas, cambios y derrotas espirituales. Sólo la vida de Jesús se desliza sin crisis y sin un desfallecimiento moral. Tanto el primer día como el último, brillan con la misma luz esplendorosa de la santísima voluntad de Dios.


La hora

Pero hay en la vida de Cristo una obediencia central: la de su muerte. Que no dura sólo las horas del Calvario, sino todos los años de su existencia. No ha existido en toda la historia del mundo un solo hombre que haya tenido tan claramente presente en todas sus horas el horizonte de la muerte. Jesús sabe perfectamente que tiene que ser bautizado con un bautismo ¡y qué angustias las suyas hasta que se cumpla! (Lc 12, 50).

Jesús vive en esa espera con serena certeza. A lo largo de su vida son docenas las alusiones a esa hora que le espera. En Caná le dice a su madre que no anticipe los tiempos, que aún no ha llegado su hora (Jn 2, 4). Más tarde dirá a la samaritana que llega la hora (Jn 4, 21) en que los creyentes verdaderos adorarán a Dios en todas partes. Sus convecinos de Nazaret tratan de matarle, pero nadie puede cogerle porque no había llegado su hora (Jn 7, 30). En su último viaje a Jerusalén anuncia a sus discípulos que es llegada la hora en que el Hijo del hombre sea glorificado (Jn 12, 23). Se reúne lleno de amor a cenar con sus discípulos sabiendo que era llegada la hora (Jn 13, 1). Y en su oración eucarística se vuelve a su Padre para decirle: Padre. llegó la hora, glorifica a tu hijo (Jn 17, 1). Luego, en el huerto, dirá a sus discípulos: Descansad, se aproxima la hora (Mt 26, 45). Y a quienes le apresan les confesará: Esta es la hora del poder de las tinieblas (Lc 22, 53).

Bajo el signo de esta hora amenazante vivirá. Y no será sencillo entrar en esa estrecha puerta señalada por la voluntad del Padre. La agonía del huerto es testigo de que esa obediencia no es sencilla. El Hijo quisiera escapar de ella y sólo entra en la muerte porque la voluntad del Padre así se le muestra, tajante e imperativa, no retirando el amargo cáliz de sus labios. Será entonces, en plena libertad, cuando el Hijo lo apure hasta las heces.


Una obediencia que es amor

Pero nos equivocaríamos si sólo viéramos la cuesta arriba que hay en esa obediencia. En realidad —dice Guardini— la voluntad del Padre es el amor del Padre. Jesús está abierto a ese amor, del que la sangre es una parte. Y está abierto con verdadero júbilo. Porque todo es amor. Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor, como yo guardo los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor (Jn 15, 9). Guardar los preceptos y permanecer en el amor son la misma cosa. Y esa misma cosa es la alegría. Cuando Jesús hace balance de su vida en su discurso del jueves santo se siente satisfecho mucho más por haber cumplido la voluntad del Padre que por el fruto conseguido: Yo te he glorificado sobre la tierra —dice con legítimo orgullo— llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar (Jn 17, 4). Y enseguida añadirá bajando en picado al fondo del misterio: Que todos sean uno, como tú, Padre estás en mí y yo en ti (Jn 17, 20).

Ahora sí hemos llegado al fondo del misterio. Esa oración no es un simple contacto externo y provisional. Esa obediencia es mucho más que una adhesión total. Es unidad. La más íntima unidad de vida que pueda concebirse.

Dejemos, por ahora, aquí este misterio. Bástenos, de momento, saber que Jesús no fue sólo un hombre perfecto. Bástenos la alegría de descubrir que ha habido un hombre que tuvo conciencia de estar en la unión más íntima de vida y amor con su Padre celestial. Y ¿quién es? ¿quién es, entonces, este hombre? ¿quién este misterioso y obediente emisario?

 

IV. EL HOMBRE PARA LOS DEMÁS

Si Cristo tuvo su corazón tan centrado en el amor a su Padre y en la tarea de cumplir su voluntad ¿le quedaron tiempo e interés para preocuparse de la miseria humana que le rodeaba?

La pregunta es importante. Y hoy más que nunca. Porque en ella se juega buena parte de la fe de nuestros contemporáneos: ahí está el quicio de la problemática religiosa de cristianos e increyentes de hoy.

En los finales del siglo XIX y los comienzos del XX la gran acusación a los cristianos era la de haber abdicado de la tierra, haberse olvidado de la conquista del mundo, de tanto pensar en el reino de los cielos.

Jean Giono lo resumía en una bella frase terrible: El cristiano, en su felicidad de elegido, atraviesa los campos de batalla con una rosa en la mano. ¿Cristo habría sido, entonces, el portador de esa rosa de salvación y el maestro que habría enseñado a los suyos a olvidarse de que en el mundo hay guerra y sufrimientos, extasiados con el olor fragante de sus almas en gracia?

Renan dijo antes algo parecido: El cristianismo es una religión hecha para la interior consolación de un pequeño número de elegidos. ¿Cristo sería, entonces, este selecto jefe que habría venido para acariciar los espíritus de sus también selectos amigos?

Gide fue aún más cruel: en su obra «Edipo» dibujó la figura del cristiano bajo la de quien se arranca voluntariamente los ojos para no ver el dolor que le rodea. ¡Dentro su alma es tan bella! ¿Y Cristo sería, entonces, este mensajero de la ceguera voluntaria?

Albert Camus pondría en boca de uno de sus personajes una frase con la que él quería gritar y acusar a todos los cristianos: Hay que trabajar y no ponerse de rodillas. ¿Cristo, entonces, nos habría enseñado a no tener ante el dolor del mundo otra respuesta que la de un levantar los ojos al cielo, aunque, a costa de ello, nuestras manos dejaran de trabajar en la tierra?

Son preguntas verdaderamente graves. Porque, si la respuesta fuese afirmativa, la fe se les habría hecho prácticamente imposible a los cristianos de hoy. Los hombres de todos los siglos han buscado y necesitado un Dios que ilumine sus vidas, además de ser Dios. Pero los ciudadanos de este siglo XX han colocado esa liberación humana y ese progreso del mundo como la prioridad de prioridades y exigen esa respuesta a sus preguntas como un pasaporte para reconocer la identidad de Dios. Cansado de respuestas evasivas, el hombre actual tiene terror a lo puramente celeste y aun a todo lo que le llega de lo alto. Diríamos que tolera a Dios, pero únicamente si mete las manos en la masa.


El que da la mano

Hay en esto mucho de orgullo y no poco de ingenua rebeldía. Pero también hay algo sano teológica y cristianamente. El Dios de los cristianos no es el de los filósofos. En Cristo, metió verdaderamente las manos y toda su existencia en esta masa humana. Y si estuvo abierto hacia su Padre, también lo estuvo hacia sus hermanos, los hombres. Y esto, no como un añadido, sino como una parte sustancial de su alma. En Jesús —formulará con precisión González Faus—lo divino sólo se nos da en lo humano; no además o al margen de lo humano.

Por eso el cristiano no es, como afirmaba Giono, el que lleva una rosa de olvidos en la mano, sino, como decía el creyente Peguy, cristiano es el que da la mano. El que no da la mano ese no es cristiano y poco importa lo que pueda hacer con esa mano libre.

No será, por ello, mala definición de Cristo la que le presente como el que siempre dio la mano, el que vino, literalmente, a darla. Lo formula con precisión teológica el texto de una de las nuevas anáforas de la misa cuando dice que al perder el hombre su amistad con Dios, él no le abandonó al poder de la muerte, sino que, compadecido tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busque. Esa mano tendida de Dios se llama Cristo. Y toda la vida—¡y toda la muerte!— de Jesús son un testimonio permanente de ese estar abierto por todos los costados.


La antropología de Jesús

El primer hecho con el que nos encontramos es la altísima visión que Jesús tiene de la humanidad. Para él, después de Dios, el hombre es lo primero, el verdadero eje de la creación, la gran preocupación de su Padre de los cielos. Si Dios se preocupa de vestir a los lirios del campo (Lc 12, 27), si lleva la cuenta de los pájaros del cielo, de modo que ni uno muere sin que él lo sepa, ¿cuánto más se preocupará por los hombres? (Mt 10, 29). Según la visión que Jesús nos trasmite, con una imagen bellísima, el hombre es tan importante para Dios que él tiene hasta contados los pelos de sus cabezas y ni uno sólo cae sin que él lo permita (Mt 10, 30).

La misma organización de lo religioso adquiere en Jesús un giro trascendental en función del hombre. Si en el planteamiento mosaico el hombre está sometido, no sólo a Dios, sino también a las formas más externas de la ley, ese concepto, en Jesús, cambia de centro: la ley se convierte en algo al servicio del hombre para facilitar su amor a Dios. Y lo dice con frase tajante: El hombre no está hecho para el sábado, sino el sábado para el hombre (Mc 2, 27). No es que Cristo cambie el teocentrismo en antropocentrismo, es que sabe que, desde su encarnación, los intereses del hombre son ya intereses de Dios y viceversa; sabe además que ciertos «teocentrismos» terminan por poner el centro, no en Dios, sino en los legalismos.


La sombra del mal

Esto no quiere decir que Jesús tenga una visión ingenua de la humanidad, un angelismo roussoniano que ignore la existencia del mal y el pecado. Jesús la ve tal y como ella es, con sus manchas, sus contradicciones, sus flaquezas. Habla de esta «raza adúltera v mala» (Mt 16, 4). Comenta que aquellos galileos a quienes mató Pilato o aquellos otros que fueron aplastados por el derrumbamiento de la torre de Siloé no eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén (Lc 13, 4). En una palabra, contrapone la bondad de Dios con la condición de los que le escuchan, que son malos (Mt 7, 11). Conoce la obstinación y caprichos de esos niños a los que, sin embargo, tanto ama (Mt 11, 16). Percibe la tendencia humana a juzgar y condenar en el prójimo las vigas que se perdona en su propio ojo (Mt 8, 3). Sabe de la intolerancia con que sus apóstoles quieren hacer bajar fuego del cielo contra aquellos que no piensan como ellos (Lc 9, 55). No ignora cuánta cizaña hay en este mundo nuestro (Mt 12, 29). A veces, hasta se le hace dificil soportar a sus apóstoles, por su ceguera, por su dureza de corazón (Mc 9, 19; 8, 17; 7, 18). Incluso su discípulo más íntimo, Pedro, tiene en su corazón zonas en las que Jesús no puede menos de ver al demonio (Mt 16, 23).

Y hay un texto especialmente duro, por su carácter casi metafisico, en el que Jesús habla de la humanidad que le rodea: Después de haber señalado que Jesús hizo en Jerusalén por los días de la pascua muchos milagros y que, como consecuencia, muchos creyeron en él, san Juan añade este tremendo comentario: Pero Jesús no confiaba en ellos, porque les conocía a todos y porque no tenía necesidad de que nadie le diera testimonio sobre el hombre, pues él sabía qué hay en el hombre (Jn 2, 25).

Sabía qué hay en el hombre. Probablemente nunca nadie lo ha sabido jamás tan en profundidad. Advertía cuáles son nuestras posibilidades de mal y cuáles nuestras esperanzas de conversión y penitencia. Palpaba qué torpes y lentos de comprensión eran sus apóstoles y no dudaba, sin embargo, en encomendarles la tarea de continuar su obra. Comprendía que cuando los hombres hacen mal, en definitiva no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Conocía que el hombre necesita ser perdonado setenta veces siete (Mt 18, 22), pero estaba convencido de que ese perdón debía ser setenta veces siete concedido.

Y esta última confianza centraba su vida. Hay que subrayar esto: Cristo jamás vio a la humanidad como una suma de mal irredimible, tuvo siempre la total seguridad de que valía la pena luchar por el hombre y morir por él. Quizá nadie como Jesús ha sido tan radical en esta última confianza en las posibilidades de salvación de lo humano.

Ver nuestro mal no fue para él paralizante, sino exactamente al contrario: le empujaba a un mayor y total amor.


Un amor realista

Amor, esta es la palabra clave y la que nos descubre el concepto que verdaderamente tenía Jesús sobre la humanidad.

Karl Adam describe prefectamente las características de este amor:

Es un amor del máximo realismo, que difiere igualmente del entusiasmo ingenuo del que diviniza lo humano, como del fanático que lo maldice. Se trata del amor consciente de un hombre que conoce las más nobles posibilidades de la humanidad para el bien, así como sus tendencias más bajas, y a la que, a pesar de todo, se entrega de todo corazón. Este «a pesar de todo» hace su amor incomparable, tan único, tan maternalmente tierno y tan generoso, que permanecerá inscrito para siempre en el recuerdo de la humanidad. Es sumamente atractivo analizar en la fisonomía de Jesús, este amor a los hombres, cuyo rasgo fundamental será la compasión de sus sufrimientos, compasión en su primitivo significado: padecer con otro.

Esta última es, evidentemente, la característica que diferencia sustancialmente la antropología de Jesús de todas las de los demás pensadores o filósofos. Muchos han discurrido sobre la condición humana, algunos han querido revolucionarla, nadie se ha metido tan radicalmente en esa miseria del hombre; nadie y menos viniendo desde las felices playas de la divinidad ha aceptado tan plenamente ese dolor, esa pobreza, ese cansancio, ese mismo pecado que Jesús tomó sobre sí e hizo suyo.

En Jesús hay una mezcla sorprendente de servicio a una gran idea y de atención a los pequeños detalles humanos. Es propio de todos los genios el haberse engolfado de tal modo en su tarea, que llegan a ignorar a quienes les rodean. Miran tan a lo alto, que pisotean por el camino a las hormigas. No pasa así en Jesús. Viene nada menos que a cambiar los destinos del universo, y se preocupa de acariciar a los niños, de llorar por sus amigos o de que tengan comida quienes le siguen para escuchar su palabra. Nunca un líder tan alto se ocupó tanto de cosas tan bajas. Nunca nadie tan centrado en lo espiritual tuvo tan fina atención a los problemas materiales. Nunca nadie estuvo tan radicalmente «con» los hombres.

Con todos. Pero especialmente con los pobres y los oprimidos. Hay en Jesús una especialísima e innegable dedicación a los habitual-mente marginados por la sociedad: los miserables, los pecadores, las mujeres de la vida, los despreciados publicanos. Un jefe extraño éste que había venido a servir y no a ser servido y que se arrodillaba, como un esclavo, para lavar los pies a sus discípulos (Jn 13, 1-18).

Esta su extraña dedicación a lo más humilde y sucio de la humanidad desconcertaría a sus contemporáneos y a los poderosos de todos los tiempos. Entonces, le acusaban de convivir con publicanos, borrachos y pecadores. Ahora, procuran sentarle en tronos dorados para que se nos olvide que vivió según pregona el título de una reciente obra sobre él en malas compañías. Pero, guste o no a los inteligentes, la verdad es que nació en un pesebre entre dos animales y murió en un patíbulo entre dos ladrones. Y, en medio, hay una larga vida de mezcla con enfermos, extranjeros, mujeres despreciadas y miserables de todo tipo.

Y esta predilección que vemos en la práctica, la encontramos también en la teoría. Cuando cuenta quién es el prójimo, señala a quien yace en el sufrimiento y la miseria (Lc 10, 29). Cuando nombra a los preferidos de su Reino, éstos son los pobres, los que lloran, los que tienen hambre, los perseguidos por la justicia (Lc 6, 20).

Esta predilección no es, no obstante, una opción de clase. Si sería incorrecto dar a las bienaventuranzas una interpretación puramente mística, no lo sería menos convertir a Jesús en un luchador social que ama a éstos contra aquéllos. Tendremos que volver más de una vez sobre este tema. Baste hoy decir que, sin excluir esta predilección, basada en la apertura de espíritu que tiene el pobre y las ataduras que amenazan y casi siempre amordazan al rico, es claro que la salvación que Jesús anuncia y vive es universal y sin exclusiones. Admite también a los ricos. Conocemos sus relaciones con Simón el fariseo (Lc 7, 36), con Nicodemo, doctor de la ley (Jn 3, 1) con el rico José de Arimatea (Mt 27, 57). Y entre las mujeres que le siguen nos encontramos a una Juana «mujer de Susa, procurador de Herodes» (Lc 8, 3).


Los gozos y las esperanzas

Jesús está, pues, con los hombres, con todos los hombres. Y con ellos comparte —como dice el texto conciliar refiriéndose a la Iglesia— los gozos y las esperanzas, las alegrías y las tristezas'. Vemos que tenía compasión del pueblo, porque eran como ovejas sin pastor (Me 6, 34; 8, 2; Mt 9, 36; 14, 14; 15, 32; Le 7, 13). Le vemos conmoverse ante el llanto de una madre y llorar sobre la tumba de su amigo Lázaro.

Pero también le vemos participar en el regocijo de los recién casados o celebrar con alegría el regreso jubiloso de los apóstoles que, por primera vez, han ido solos a predicar. Sus enemigos le llamarán «hombre comilón y bebedor de vino» (Mt 11, 19), pero a él no parecen preocuparle las calumnias.

Cultiva la amistad, se rodea de los doce apóstoles y, aun dentro del grupo, acepta a algunos más íntimos. Con ellos practica siempre el juego limpio: les reprende cuando interpretan estrechamente sus predicaciones y hasta usa palabras terribles cuando alguien quiere desviarle de su pasión. Pero también les acepta verdaderamente como los compañeros del esposo, sus invitados (Mt 10, 25), les confía no sólo sus secretos, sino la altísima tarea de fundar su iglesia. Y, cuando llega la hora de su pasión, parece que se olvidara de sí mismo para preocuparse por ellos. Así se lo pide al Padre en su oración del jueves santo. Y cuando los soldados le prenden, parece que su único interés es pedir que, si le buscan a él, dejen ir a estos (Jn 18, 8).

Esta ternura de Jesús es algo también inédito entre los grandes líderes de la historia. En éstos, el servicio a la gran idea se convierte casi siempre en un vago humanitarismo. Quieren salvar al mundo o cambiarlo, pero suelen olvidarse de los pequeños que en ese mundo les rodean. Se preocupan mucho más por el rebaño que por las ovejas que lo forman. Encuentran incluso natural que esas ovejas sufran en el servicio de un futuro mundo mejor para todos. Para Jesús, en cambio, es el ser humano concreto y presente lo primero que cuenta. El es el Buen Pastor que se preocupa de cada una de las ovejas y que, incluso, está dispuesto a olvidar a las 99 sanas para preocuparse de la perdida.


El porqué de un amor

Hay otra característica en esa apertura de Jesús que no debe pasar inadvertida: el absoluto desinterés de su amor. El no es un político que sirve al pueblo para servirse de él. No busca el aplauso, casi le molestan las muestras de agradecimiento, huye de los honores, vive de limosnas, pide a sus apóstoles que oculten sus momentos de brillo, sabe, desde el primer momento, que no recibirá de los hombres otro pago que la ingratitud y la muerte.

¿Por qué lo hace entonces? ¿Qué delicias puede encontrar entre los hijos de los hombres (Prov 8, 31)? Estas preguntas no tienen respuesta en lo humano. Sólo la tienen en la misma naturaleza de quien era sólo amor. Amar —ha escrito un poeta— era para él tan inevitable como quemar para la llama. El era el hermano universal que no podía no amar.

Los hombres de nuestro siglo entienden muy especialmente esta dimensión de Cristo, quizá porque viven en un mundo de multiplicados egoísmos. Por eso, según escribe Ben F. Meyer, a la pregunta «¿quién decís que soy yo?» los hombres de nuestro siglo pueden responder honestamente v sin reservas: «El que es para todos, el Hombre-para-los-demás». Porque no vivió para sí mismo. Selló una vida para los demás con una muerte para los demás: para los puros t' para los impuros, para el judío y para el gentil.


El para qué de un amor

Pero aún podemos y debemos dar un paso más. Para descubrir que la antropología de Jesús encierra no sóio una comprensión de lo que es la humanidad, no sólo una convivencia de los dolores y esperanzas de la raza humana, sino, sobre todo, la construcción de una humanidad nueva.

Jesús trae la gran respuesta a la pregunta humana sobre su destino. Y su respuesta no es teórica sino transformadora. La historia --escribe también Meyer— está sembrada de escombros de extravagantes promesas hechas a la humanidad, sembrada de paraísos nunca encontrados. Jesús trae nada menos que una nueva vida. No sólo un nuevo modo de entender la vida, sino una vida realmente nueva que puede construir una humanidad igualmente nueva. El que los ciegos vean, los cojos anden, los leprosos queden limpios, oigan los sordos, resuciten los muertos y la buena noticia sea predicada a los pobres (Lc 7, 22) son los signos visibles de esa nueva vida que Jesús trae. Toda la existencia de Cristo, toda su muerte no será sino un desarrollo de esa vida que anuncia y trae.

Para dársela a los hombres Jesús pierde la suya. Alguien definió a Jesús como el expropiado por utilidad pública. Lo fue. Renunció por los hombres a una vida suya, propia y poseída. En todos sus años no encontramos un momento que él acapare para sí, no hay un instante en que le veamos buscando su felicidad personal. Fue expropiado de su bienestar, de su vida, de su propia muerte, puesta también a la pública subasta.

Jean Giono debió de equivocarse de piso. Sería curioso preguntarle en qué página evangélica puede encontrarse a Cristo —el único verdadero y total cristiano que ha existido— embriagado con el hermoso olor de su rosa y olvidado de los que mueren a su lado en el campo de batalla.

 

V. NADA MENOS QUE TODO UN DIOS

Si el lector que lleva ya leídos varios centenares de páginas de esta obra saliera por un momento del anonimato y preguntase al autor qué es lo que, ante todo, siente al escribir una vida de Cristo, éste, tratando de resumir sus sentimientos en una sola palabra, diría: vértigo. Sí, vértigo; la sensación de que uno puede girar libremente en torno a la figura de Jesús, pero que, si se decide a asomarse a su fondo, la cabeza comenzará a dar vueltas y el corazón sentirá, al mismo tiempo, atracción y terror. Sí, nada más hermoso que esta tarea; nada más empavorecedor también. El escritor podría usar las palabras como el albañil los ladrillos: sin mirarlos siquiera. Pero, si se detiene a contemplar lo que está diciendo, cuando, por ejemplo, escribe que Jesús era «nada menos que todo un Dios», entonces experimenta esa mezcla de júbilo y espanto que deben sentir los enamorados, los locos o los místicos cuando comprenden que están viviendo sobre una verdad que, por un lado, no puede dejar de ser verdadera y, por otro, les resulta tan alta, hermosa y terrible, que temen habérsela inventado. Entonces el escritor siente la tentación de callarse, de dejar sus páginas en blanco y abandonar al lector ante la pura lectura de los textos evangélicos. Luego vence su miedo y comienza a escribir humildemente, renunciando a todo esfuerzo demostrativo, sabiendo que sus palabras nada pueden añadir para clarificar el misterio, sino que son simples trampolines desde los que el lector tiene que atreverse, o no, a dar el salto hasta la fe, que no se construye ni cimienta sobre palabras. El escritor sabe muy bien que hay un lugar y un momento en que los libros y la ciencia concluyen y sólo queda descender de lo que uno ha visto y vivido y proclamar, como el centurión al bajar del Calvario: Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios (Mc 15, 37).


La visión de los racionalistas

Aquí es donde el hombre debe tomar la gran opción: o Jesús era —como querían los racionalistas— un hombre magnífico, un genio excepcional, un profeta del espíritu, pero nada más. O era y es Dios en persona, el Dios a quien amamos y adoramos. El racionalismo del siglo pasado tejió una complicadísima tela de araña para autoconvencerse de que todo en el evangelio tenía una explicación «razonable» que no obligase a realizar ese vertiginoso «salto».

Jesús sería —desde su punto de vista, tal y como lo resumió Renan— un hombre excepcional que caló como nadie en el concepto de la divinidad. De ahí sacó su fuerza. El más elevado sentimiento de Dios que haya existido en el seno de la humanidad fue sin duda el de Jesús. Pero no era sólo un concepto: Jesús vivía y se sentía en relación con Dios como un hijo respecto a su padre, una relación que es para Renan puramente moral. Su encuentro con el Bautista será el detonador de esa vocación de Jesús. Al oír a Juan hablar del reino de Dios que viene, Jesús escribe siente que la persuasión de que él haría reinar a Dios se apodera de su espíritu; se considera a sí mismo como el reformador universal. En su heroico acceso de voluntad se cree todopoderoso.

La predicación de Jesús tendría, así, origen en un complicado esfuerzo de autosugestión religiosa. La gente comenzaba a ver maravillas en todo lo que Jesús decía y hacía y él, según Renan, dejaba que la gente se lo creyera porque esto servía a su obra. Iba progresivamente aceptando los títulos mesiánicos que la gente le atribuía. Y poco a poco se los iba creyendo él mismo. En aquel esfuerzo, el más vigoroso que haya hecho la humanidad para elevarse sobre el barro de nuestro planeta, hubo un momento en que olvidó los lazos de plomo que la ligan a la tierra. Progresivamente Jesús habría ido creyéndose que tenía poderes sobrehumanos, ya que, en realidad, el eminente idealismo de Jesús no le permitió nunca una idea clara de su personalidad. Por eso, poco a poco, fue creyendo que él y ese Padre a quien tanto amaba eran una misma cosa.

Se atribuía la posición de un ser sobrenatural y quería que se le considerase respecto a Dios en una relación más inmediata, más íntima que los demás. Embriagado de amor infinito, olvidaba la pesada cadena que retiene cautivo al espíritu, y franqueaba de un solo salto el abismo para muchos infranqueable, que la pobreza de las facultades humanas traza entre el hombre y Dios.

En los últimos días de su vida, escribe Renan:

Arrastrado por esa espantosa progresión de entusiasmo y obedeciendo a las necesidades de una predicación cada vez más exaltada, Jesús ya no era dueño de sí mismo. Hubiérase dicho a veces que su corazón se turbaba. Su apasionadísimo temperamento le llevaba a cada instante fuera de los límites de la naturaleza humana.

Ya sólo faltaba su trágica muerte para terminar de sugestionar a los que le rodeaban. Al faltar él, tan profunda era la huella que había dejado en el corazón de sus discípulos y de algunas amigas adictas, que por espacio de varias semanas Jesús permaneció vivo, siendo el consolador de aquellas almas. Si a eso se añade la imaginación de María de Magdala ya era suficiente para que naciera la leyenda de su resurrección. Y así —escribe Renan— ¡Poder' divino del amor! ¡Sagrados momentos aquellos en que la pasión de una alucinada dio al mundo un Dios resucitado!

De ahí nació media historia del mundo. ¿Qué pensará el futuro? Renan no lo sabe. Pero está seguro —y así concluye su obra— de que cualesquiera que sean los fenómenos que se produzcan en el porvenir nadie sobrepujará a Jesús. Su culto se rejuvenecerá incesantemente; su leyenda provocará lágrimas sin cuento; su martirio enternecerá los mejores corazones y todos los siglos proclamarán que entre los hijos de los hombres no ha nacido ninguno que pueda comparársele.


Una hermosa novela

Ha pasado sólo un siglo y hoy nos maravillamos de que esta hermosa novela psicológica pudiera producir tan hondo impacto en quienes entonces la leyeron. La historia de Jesús había quedado reducida a la leyenda de un loco pacífico, un loco magnífico eso sí, pero loco: un enfermo mental seguido por unas docenas de también estupendos enfermos mentales. Ello no obstante, ese loco habría sido lo mejor de la historia y esas docenas de enfermos habrían desencadenado el movimiento más puro conocido por la humanidad. Los milagros no habrían existido, según Renan, pero, milagrosamente, todo el mundo se los habría creído. Habrían sido una mezcla de fraude y santidad, pues Jesús habría engañado a los hombres guiado por sus altísimos ideales éticos de llevar a los hombres a Dios... aunque fuera a través de la mentira de que él era Dios. Mentira, que, por otro lado, lo habría sido sólo a medias, pues ese hombre excepcional habría terminado, a pesar de su excepcionalidad, por creérsela. ¡En verdad que la vida de Cristo es mucho más milagrosa en Renan que en los evangelios! Su afán por negar lo sobrenatural en la vida de Jesús le lleva a dar explicaciones que son, en rigor, mucho más difíciles que la simple aceptación del milagro. Son, en verdad, mucho más coherentes las posturas de quienes pintan a Jesús como un farsante.

Porque, además, todo el complicado tinglado psicológico montado por los racionalistas, tiene bien poco que ver con los datos que nos ofrecen los evangelios que en parte alguna muestran esa famosa evolución progresiva de la conciencia de Jesús en lo substancial.

Convendrá, por ello, que, antes de comenzar la narración de la predicación y obras de Jesús, nos detengamos aquí para hacernos una pregunta fundamental para conocer quién era él: ¿Qué decía Jesús de sí mismo? ¿Qué conciencia tenía de su personalidad? ¿Cómo se definió con sus palabras y con su modo de vivir y de obrar? En rigor sólo él podía dar la explicación clara y definitiva a la gran pregunta de quién era Jesús.


El mensajero del Reino

La primera sorpresa en nuestra investigación nos la da el hecho de que Jesús no parece tener gran interés en explicarnos quién es. Su predicación no se centra en la revelación acerca de su propia persona, sino en el anuncio de la buena nueva de la proximidad del reino de Dios. En ningún momento tuvo como otros taumaturgos la angustia de explicarse a sí mismo y de demostrar quién era. Si algo dice y si algo demuestra, será sobre la marcha, con la más soberana naturalidad, como si en realidad no necesitase demostrar nada. Su evangelio para desesperación de los inteligentes— es lo más lejano a una apologética escolástica.

Se pregunta Greeley:

¿Por qué no se preocupó Jesús de darnos por anticipado respuesta a las preguntas que nosotros juzgamos hoy importantes? ¿Por qué no nos dejó unos profundos razonamientos sobre la Trinidad, la encarnación, la infalibilidad pontificia, la colegialidad de los obispos o muchas otras importantes cuestiones teológicas? Las cosas nos hubieran resultado así mucho más fáciles, o al menos así lo creemos nosotros.

Pero a Jesús no parece preocuparle el facilitar las cosas, casi se diría que, por el contrario, ama el dejarlas claras a medias. Quizá porque la adhesión que él pide no es la misma que damos al matemático que demuestra que dos y dos son cuatro; quizá porque pide un amor y una fe que cuentan con unas bases racionales, pero en ningún modo son la simple consecuencia de un simple silogismo. Jesús enfrenta a los hombres con su persona y se siente tan seguro de sí mismo que parece molestarle el hecho de tener que ofrecer, además, signos probatorios. Y esto desde el primer momento en que llama a los primeros apóstoles.

Este no centrar su predicación en su persona y el no esforzarse especialmente en mostrar su poder son ya dos datos absolutamente nuevos en el mundo de los grandes líderes de la humanidad.

Sin embargo, al exponer su mensaje, Jesús hablará inevitablemente de sí mismo, especialmente cuando tanta relación pone entre la entrada en el Reino y la adhesión a él. Pero, aun cuando hable de sí mismo, lo hará no como una autodefinición personalista, sino como algo que forma parte y la sustancial de su mensaje del reino de Dios que llega, que ya ha llegado.


Maestro y profeta

El primer título que sus contemporáneos dan a Jesús es el de «Maestro» (a veces en la forma de «Rabbi» o de «Rabboni»). Así le llaman antes de oírle siquiera hablar —impresionados, sin duda, por su porte— los primeros discípulos: Maestro ¿dónde moras? (Jn 1, 38). Así le bautizarán las gentes que se quedan admirados ele su enseñanza (Mt 7, 28). Y con este título de respeto —tanto más extraño cuanto que carecía de toda enseñanza oficial para poseerlo— le tratarán siempre los fariseos: ¿Por qué vuestro maestro come con los pecadores? (Mt 9, 11). ¿Por qué vuestro maestro no paga el didracma? (Mt 17, 23), preguntarán a los apóstoles. Y con este título se dirigen a él: Maestro, sabemos que has venido de Dios (Jn 3, 2). Maestro, sabemos que eres veraz (Mt 22, 16). Maestro, ¿cuál es el mandato mayor de la ley? (Mt 9, 16). Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en adulterio (Jn 8, 4).

Con el título de «Maestro» se dirigen a él sus íntimos. El Maestro está ahí y te llama (Jn 11, 28), dice Marta a María. Y María le llamará Rahboni cuando le encuentre resucitado (Jn 20, 16).

Con ese nombre se dirigirán a él casi siempre los apóstoles. ¿Acaso soy yo, Maestro?, preguntará Judas en la cena (Mt 26, 25). Y con un Ave, Rabhi le traicionará (Mt 26, 49).

Y Jesús aceptará siempre con normalidad ese título que usará él mismo en su predicación: No es el discípulo mayor que el maestro (Mt 10, 24) o cuando envíe a sus apóstoles a preparar la cena les ordenará que digan al hombre del cántaro: El maestro dice: Mi tiempo está próximo, quiero celebrar en tu casa la pascua (Mt 26, 18). Reconocerá incluso que ese título le es debido: Vosotros me llamáis maestro y señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro maestro... (Jn 13, 13).

Sólo en una ocasión tratará de quitar a esa palabra todo lo que puede encerrar de insensato orgullo: Ved cómo los fariseos gustan de ser llamados Rabbi por los hombres. Pero vosotros no os hagáis llamar Rabbi, porque uno solo es vuestro Maestro v todos vosotros sois hermanos. No os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, el Mesías (Mt 23, 7). Palabras importantes por las que Jesús no sólo acepta ese título, sino que lo hace exclusivo suyo. El no sólo está a la altura de los doctores de la ley, sino muy por encima de ellos y de la ley misma.

El mismo pueblo comprende pronto que el título de Maestro es insuficiente para Jesús: no sólo enseña cosas admirables y lo hace con autoridad (Mc 1, 27), sino que, además, acompaña sus enseñanzas con gestos extraordinarios, con «signos» y «obras de poder» (1 Tes 1, 5), fuera de lo común. Hoy hemos visto cosas extrañas (Lc 5, 25), dicen al principio. Y enseguida comentan: Un gran profiera ha salido entre nosotros. Y se extendió esta opinión sobre él por toda la Judea y por toda la comarca. (Lc 7, 14). La samaritana se impresionará de cómo Jesús conoce su vida y dirá ingenuamente: Señor, veo que eres un profeta (Jn 16, 19). Y los dos discípulos que caminan hacia Emmaus dirán al peregrino: ¿Tú eres el único que vive en Jerusalén y no sabes lo que ha pasado aquí estos días? Lo de Jesús Nazareno, que llegó a ser profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el pueblo (Lc 24, 18).

Y junto a estas expresiones que pintan a Jesús como un profeta, encontramos algunas, que aún son más significativas: las que hablan de Jesús como de el profeta. En la entrada en Jerusalén oímos a la gente aclamar a Jesús, el profeta (Mt 21, 10) y mezclar esta exclamación con la de Hijo de David. Tras la multiplicación de los panes escuchamos de labios de la multitud la exclamación: Este es el prgféta que ha de venir al mundo (Jn 6, 14). Y, cuando en la fiesta de los Tabernáculos, queda la gente subyugada ante sus palabras exclama: Verdaderamente es él, el profeta (Jn 7, 40).

¿Qué quería decir la multitud con esos apelativos? Algo no muy concreto, pero sí muy alto. En la esperanza mesiánica de la época de Jesús había aspectos muy diversos entre los que no había perfecta coherencia. Se esperaba, sí, un profeta excepcional en el que se cumplirían todas las profecías anteriores. Para unos éste sería un profeta diferente a todos los demás, para otros se trataría del regreso de alguno de los grandes profetas de la antigüedad: Moisés, Enoch, Elías, Jeremías... Esta espera era general, pero adquiría formas diferentes según las diversas escuelas.

Como explica Cullmann:

Atribuyendo a Jesús este título con más o menos claridad, la muchedumbre palestinense manifiesta una convicción cargada de sentido. La función del profeta del fin de los tiempos consistía, según los textos judíos, en preparar por la predicación el pueblo de Israel y el mundo a la venida del reino de Dios; y esto, no a la manera de los antiguos profetas del viejo testamento, sino de una manera mucho más directa, como precursor inmediato de la llegada de este reino. Los textos ven a este profeta que viene armado de una autoridad inigualable; su llamada al arrepentimiento es definitiva, exige una decisión definitiva; su predicación tiene un carácter de absoluto que no poseía la predicación de los antiguos profetas. Cuando llega el Profeta que ha de venir, cuando toma la palabra, se trata de la última palabra, de la última ocasión de salvación ofrecida a los hombres; porque su palabra es la única que indica con toda claridad la llegada inminente del Reino.

¿Aceptó Jesús el título de profeta que las gentes le daban? Parece ser que sí, pero sin ninguna precisión, responde Duquoc. Efectivamente Jesús explica la incredulidad de los nazarenos diciendo que ningún profeta es reconocido en su patria (Mc 13, 57) y más tarde comenta con sus discípulos que no conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén (Lc 13, 33). Pero la misma vaguedad de estas alusiones señala que Jesús en parte se parece y en parte se diferencia de los profetas. Tiene, como ellos, la misión de trasmitir la palabra divina y de enseñar a los hombres a percibir el alcance divino de los acontecimientos. Pero el modo de realizar su misión es muy distinto al de todos los profetas del antiguo testamento. Estos reciben de fuera la palabra de Dios; a veces —como en Jeremías— la reciben a disgusto y quisieran liberarse de ella; otras --como en Amós— el profeta se siente arrebatado de su rebaño humano. Jesús, en cambio, habla siempre en su propio nombre. Trasmite, sí, lo que ha oído a su Padre, pero lo trasmite como cosa propia: «Pero yo os digo...». Es un profeta, pero mucho más.

En algo, en cambio, sí asimila su destino al de los profetas: Jesús morirá como ellos a causa de su testimonio (Mt 23, 37). También él será perseguido por sus compatriotas y también su muerte se deberá a su fidelidad al mensaje que trae. Sólo que en el caso de Cristo, ya que es más que un profeta, su muerte —en frase de Duquoc— no será solamente un testimonio de fidelidad, sino, además, será la salvación para todos los que crean. Porque la verdad de Jesús no sólo es verdadera, sino también salvadora. Los otros profetas anunciaron; él, funda.

Mesías sin espada

De todos los títulos referidos a Jesús el que la Iglesia primitiva enarbolaba con más orgullo era el de Mesías, que es la castellanización del Mashiah (ungido) hebreo, sinónimo del Xristos (Cristo) griego. Veinte siglos después, esta forma griega se ha convertido en nombre propio de Jesús y se ha hecho tan común que hasta los cristianos ignoran que el nombre que ellos llevan significa exactamente «los mesiánicos», «los del Ungido».

En tiempos de Jesús esta palabra estaba cargada de significados. Y no siempre unívocos.

El nombre de Mesías, aplicado al representante de Yahvé en los días de la llegada escatológica de su reino, aparece por primera vez en el Salmo 2, 2 (se reúnen los reyes de la tierra... contra Yahvé y su ungido), pero ya antes se había aplicado al rey de Israel (1 Sam 2, 10), a los sacerdotes (Ex 28, 41) y al mismo rey Ciro, como instrumento de Yahvé para librar al pueblo de Israel de la cautividad de Babilonia (Is 45, 1).

Es en tiempo de la cautividad, destruida la ciudad santa, cuando la figura del Mesías va a crecer en el horizonte del pueblo judío como la gran figura escatológica que inaugurará la nueva historia, restaurará la dinastía de David y abrirá los tiempos del dominio universal de Israel.

La dominación romana ayudará a que esta esperanza crezca como el gran sueño colectivo de los judíos. Y esa figura se irá cargando con el paso del tiempo de sentido político y guerrero.

En los «Salmos de Salomón» nos encontraremos dibujada con claridad esa figura con un planteamiento triunfalista que señala la hora de «la gran revancha» de los oprimidos:

Suscítales un rey, el Hijo de David, en el tiempo que habrás elegido, para que reine sobre tu siervo Israel; cíñele de tu poder para que aniquile a los tiranos y purifique a Jerusalén de los paganos que la pisotean con los pies...: que los destruya con una vara de hierro: que aniquile a los paganos con una palabra de su boca; que sus palabras pongan en fuga a los gentiles y que castigue a los pecadores a causa de los pensamientos de sus mentes. Entonces reunirá un pueblo santo que gobernará con equidad y juzgará a las tribus del pueblo santificado por el Señor su Dios y repartirá entre ellos el país... y los extranjeros no tendrán derecho a habitar en medio de ellos... Someterá a los gentiles bajo su yugo para que le sirvan y glorificará públicamente al Señor a los ojos del mundo entero y convertirá a Jerusalén en pura y santa, como era al principio.

Esta era la mentalidad que imperaba entre los contemporáneos de Jesús: una mezcla perfecta de lo religioso y lo político, de la piedad y el nacionalismo. Todo, evidentemente, menos la posibilidad de un Mesías que predique un Reino que no es de este mundo (Jn 18, 36) y que salve a su pueblo, no con la espada, sino con su propia muerte. Se entiende bien que Jesús tuviera recelo ante la utilización de una palabra que evocaba en la mente de sus contemporáneos imágenes tan diversas a las del Reino que él anunciaba.

Sin embargo, es evidente que Jesús tiene conciencia clara de su mesianismo. Y esto no sólo al final de su vida —como quisieron los racionalistas— sino desde el primer momento de su vida. El mismo Loisy se verá obligado a confesar que el sentimiento religioso y la esperanza de Israel debieron apoderarse de su alma desde la edad más tierna y dominar su juventud, puesto que se le ve a los treinta años, libre de todo compromiso, presto a seguir su vocación que le empujaba fuera de su taller, del hogar paterno y  de su país natal.

Efectivamente veremos a Jesús, en su primera presentación a sus convecinos en la sinagoga de Nazaret, atribuirse con absoluta naturalidad el texto mesiánico de Isaías (61, 1):

El Espíritu santo está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió para predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor (Lc 4, 18).

Y añadir, para que no quede duda alguna, que este programa, tan claramente mesiánico, se cumple este día en él. Y, más tarde, cuando los enviados del Bautista le interrogan sobre si es él «el que ha de venir» (es decir, el Mesías) vuelve a señalar sin rodeos que, en él, se están cumpliendo esos mismos signos mesiánicos de los ciegos que ven, los cojos que andan, los pobres que son evangelizados (Mt 11, 5).

Aún será más tajante hablando con la samaritana. Cuando la mujer dice: Yo sé que el Mesías está a punto de venir y que cuando él venga nos aclarará todas las cosas, Jesús responde sin rodeos: Yo soy, el que habla contigo (Jn 4, 26).

Más tarde, en Cesarea de Filipos, al preguntar él directamente a los apóstoles quién creen que él es y al responder Pedro: Tú eres el Mesías (Mt 16, 16), Jesús, lejos de reprenderle o corregirle, felicita a Pedro por haber recibido del Padre esta revelación.


El secreto

Hay, sin embargo, un recelo de Jesús ante ese título que a tantas confusiones podía prestarse. No rehúsa ese título —dice Cullmann— pero tiene, respecto a él, gran reserva porque —como añade Stauffer— considera corno una tentación satánica las ideas específicas que a ese título iban vinculadas. Por eso nos encontramos en el evangelio nada menos que once ocasiones en las que Cristo pide que no se divulguen sus signos mesiánicos, que los apóstoles no cuenten lo que han visto y trata de cortar las frases en las que los endemoniados proclaman su mesianismo. Es lo que se ha llamado el «secreto mesiánico».

Monloubou resume así las principales razones de este secreto que Jesús se esfuerza en mantener: La primera es que Jesús quiere evitar una falsa interpretación de su doctrina. En estos momentos de espera febril del Mesías ante muchedumbres con expectativa mezclada de auténticos elementos bíblicos y de consideraciones políticas o militares menos puras, Jesús trata de evitar que su doctrina sea ocasión de un entusiasmo que falsearía su verdadero significado.

La segunda razón es aún más profunda: Hay acontecimientos que deben producirse en la hora y según el orden prefijado por el Padre únicamente, y la revelación total depende ele estos acontecimientos decisivos, es decir, de la muerte y resurrección de Jesús. Entusiasmar a las gentes presentándoles un Mesías que no fuese el Mesías muerto y crucificado falsearía la revelación de los misterios de Dios y colocaría a los oyentes en un camino equivocado. Jesús rechaza esta ambigüedad.

Aún podríamos señalar hoy una tercera razón: la experiencia nos está demostrando cómo la tendencia a politizar el mensaje de Jesús —hoy que el mundo está lleno de cristos de «derechas» y cristos de «izquierdas»— es una tentación permanente de la humanidad, que parece destinada a pasarse los siglos oscilando entre un cristo-emperador, que protege el orden social establecido, y un cristo-guerrillero, que lo revoluciona política y económicamente. No era infundado, evidentemente el temor de Jesús.


El hijo de David

Algo muy parecido ocurría con el otro título mesiánico de «hijo de David». Según la profecía de Isaías (7, 14; 9, 1; 11, 1) el Mesías sería descendiente de la dinastía de David. Y las palabras de Miqueas (5, 1) sobre su nacimiento en Belén lo confirmaban. Y los evangelistas, tanto en las genealogías como en todo el evangelio de la infancia, parecían tener un muy especial interés en recordarlo.

Más tarde veremos que muchas veces en su vida pública, Jesús es proclamado «hijo de David» sin que él se oponga a ello. Los ciegos piden su ayuda invocándole con ese nombre (Mt 9, 27). Así le llama Bartimeo (Mc 10, 47). Y la misma conclusión sacan las muchedumbres tras la curación del endemoniado ciego y mudo (Mt 12, 23).

Pero es, sobre todo, en la entrada de Jesús en Jerusalén, cuando toda la turba convertirá el grito de «hijo de David» en una aclamación entusiasta (Mt 21, 1: Mc 11, 10).

Y, nuevamente, encontramos la misma postura ambigua de Cristo ante esta aclamación. En algunos momentos parece rechazar el título, en otras como en la famosa polémica con los fariseos en Mc 12, 35 parece hasta poner en duda la ascendencia davídica del Mesías; en otros —como en la entrada en Jerusalén— parece agradarle el recibir ese título como homenaje.

Y es que también aquí nos encontramos ante un título que podía resultar confuso para quienes lo oían entonces, al unir también los aspectos religiosos con los políticos.


El Hijo del hombre

Jesús parece tener, en cambio, especial amor a otro título, que es el que casi siempre usa para denominarse a sí mismo: Hijo del hombre, una extraña locución que él cargará de nuevo sentido.

En rigor «Hijo del hombre» quiere decir simplemente «miembro de la raza humana» y podría traducirse por «un hombre cualquiera» o más sencillamente por «hombre». Pero en los escritos apocalípticos de la época anterior a Cristo este título se había cargado de un nuevo . sentido, a partir, sobre todo, del libro de Daniel (7, 15) en que se nos describe un «hijo del hombre» que viene de las nubes en contraposición a las bestias que vienen del mar y que simbolizan los imperios del mundo. De ahí que los israelitas más piadosos comenzasen a aplicar esa frase a la misteriosa personalidad que un día vendría a rescatar a su pueblo.

La autenticidad de este título (frente a algunos críticos racionalistas que la ven como un añadido atribuido a Jesús por la Iglesia primitiva) la demuestra el hecho de que desaparece totalmente de los escritos de la Iglesia primitiva y de las mismas epístolas paulinas. Y el otro dato significativo de que, apareciendo más de ochenta veces en el texto evangélico, ni una sola vez es usada por los amigos o enemigos de Jesús; tampoco aparece en los comentarios hechos por los evangelistas; siempre y sólo aparece en labios del mismo Cristo.

¿Por qué razones prefirió Jesús esta denominación? Parecen ser varias:

La primera es --según Obersteiner-- su carácter encubridor. Es una frase que, a la vez, vela y revela. Llama la atención sobre el carácter misterioso de la personalidad de Jesús, descubre su carácter mesiánico, pero no se presta a interpretaciones politizadas.

A ello se añade la plenitud de contenido de la misma frase en sí: señala, por un lado, la total pertenencia de Cristo a la raza humana y abre, por otro, pistas para juzgar su tarea mesiánica. Era —en frase de García Cordero— una expresión ambivalente que servía a la táctica de revelación progresiva de su conciencia mesiánica. Por eso sólo ante el sanedrín, la víspera de su muerte, descorrerá Jesús la totalidad de significación de esa frase al hablar del Hijo del hombre que viene entre nubes a juzgar a los hombres (Mt 26, 69).


El Siervo de Yahvé

Además, aún matiza más Jesús el sentido de esa frase uniéndola con frecuencia a otra complementaria: la de «siervo de Yahvé» que trazara Isaías.

Efectivamente, junto a las visiones triunfalistas del Mesías que nos trasmiten muchas páginas del antiguo testamento, no podemos olvidar los capítulos 42, 49, 50, 52 y 53 de Isaías que nos ofrecen la otra cara de la medalla.

En ellos se nos describe a un «siervo de Yahvé» que es profeta como Jeremías y rey como David, que resume en síntesis todos los ideales de futuro, pero que los consigue a través de la muerte. En el capítulo 52 vemos a ese siervo que, ante los ojos atónitos de las naciones, camina hacia una muerte infame, la de los criminales e indignos y marcha como un cordero inocente destinado al matadero. Marcha solo por-que, al hacerse solidario de un pueblo pecador, llega a cargar con los pecados de todos. Y muere, no sólo «por» su pueblo, sino «en lugar» de su pueblo.

Curiosamente, esta figura del «siervo» había sido casi totalmente olvidada por la enseñanza rabínica en tiempos de Jesús. Y, cuando se comentaban esos capítulos era para deformar, suavizándolas, sus expresiones.

Jesús, en cambio, tendrá siempre presente esa figura en el horizonte de su vida. En Cesarea de Filipo, tras la confesión mesiánica de Pedro, Cristo parece precipitarse a aclarar ese mesianismo: Comenzó a enseñarles cómo era preciso que el Hijo del hombre padeciese mucho y fuese rechazado por los ancianos e los príncipes de los sacerdotes e los escribas y que fuese muerto y resucitado después de tres días.

Y, en no pocos apartados de la vida de Cristo, abundan las alusiones a esa figura del Siervo que pintara Isaías. En su bautismo, Jesús es proclamado Cordero de Dios que quita los pecados del mundo (.In 1, 29). Y en la última cena Jesús se aplica directamente el texto de Isaías (53, 12) al anunciar su muerte: Porque os digo que ha de cumplirse en mí la Escritura: fue contado entre los malhechores (Lc 22, 37).

Así, uniendo los dos títulos de Hijo del hombre y siervo de Yahvé, Jesús ha dibujado lo sustancial de su misión, sin peligro de confusión alguna. Abre la puerta a su misterio, desconcierta a quienes le oyen. Ese desconcierto puede llevarles a la verdad total.


La gran pregunta

La verdad total. ¿Cuál es la verdad total? Hasta ahora hemos girado en torno al misterio, nos hemos aproximado a él. Y produce, efectivamente, vértigo. Sabemos ya que Jesús era más que un maestro, más que un profeta, que se sentía realizador de las promesas mesiánicas, que era más que un hombre, que era «el» hombre que un día vendrá entre nubes para juzgar a la humanidad. Pero aún no hemos hecho la gran pregunta: Este hombre, que en tan íntimas relaciones está con Dios ¿se siente distinto a él o se identifica con él? Este Jesús que se coloca a sí mismo al lado de Dios ¿es simplemente un ser celestial enviado por Dios o es el mismo Dios en forma humana? Más radicalmente: ¿es una simple criatura —todo lo altísima que se quiera-- o es Dios?

Sin duda no hay entre todas las preguntas que un hombre puede formularse a sí mismo otra más vertiginosa que ésta. Ante nuestros ojos tenemos —escribe Karl Adam— a un hombre de carne v hueso, con conciencia, voluntad e sentimientos humanos, v nos preguntamos: ¿Este hombre es Dios? Teóricamente es una pregunta absurda. Y, sin embargo, es una pregunta necesaria: porque lo que en él vemos no puede ser explicado y comprendido desde un punto de vista humano y porque todo parece apuntar hacia Dios. Si no buscamos en esa dirección, la personalidad histórica de Jesús permanece para nosotros un enigma insondable. Efectivamente: o nos atrevemos a plantearnos con toda claridad esa pregunta o tendremos que prepararnos para no entender nada de la persona y la vida de Jesús.

La corriente de la escuela liberal —Renan, Sabatier, Loisy— partirá del supuesto de que una respuesta afirmativa a esa pregunta es imposible. Y buscará explicaciones coherentes. La persona histórica de Jesús —resumirá Loofs— ha sido una persona sólo humana, pero enriquecida y' transformada por la inhabitación de Dios, de modo que pudiera llamarse Hijo de Dios. Como tal es el Mediador entre Dios y los hombres, es su revelación, y en este sentido es algo divino.

Sobre la base de esta especial presencia de lo religioso en Jesús las primitivas comunidades cristianas habrían vivido un proceso de progresiva divinización de Jesús, llevados de su entusiasmo por el maestro.

Algo parecido vienen a sostener algunas cristologías de hoy que actualizan ese planteamiento liberal. Para estos teólogos Jesús sería un hombre «divinizado» en sentido afectivo, no entitativo. Por eso, en lugar de hablar de la divinidad «de» Cristo, prefieren hablar de la presencia de la divinidad «en» Cristo y, en lugar de adorar «a» Cristo, prefieren adorar a Dios «en» Cristo. Jesús, entonces, sería alguien invadido por Dios, pero no sería Dios verdaderamente, sería un hombre religioso excepcional, alguien que sintió más que nadie la vinculación que todos tenemos con Dios, nuestro Padre.

Pero una lectura radical de lo que Jesús dice sobre sí mismo en los evangelios y del modo en que actúa en toda su vida, obliga a reconocer que esa unión que Jesús proclama con su Padre va mucho más allá de un simple afecto, de una simple presencia de Dios en él. Y así lo reconocen los cristólogos más coherentes. Indudablemente Jesús creía que Dios era su Padre en un sentido único y excepcional —escribe Higgins—. Lo cierto es que llamó a Dios su Padre en un sentido único y que estaba convencido de .ser hijo de Dios en un sentido especial, único, y predicó y se comportó en consecuencia, señala Fuller.

Y Greeley llega a una conclusión: Si se lee el nuevo testamento con la idea de hallar una justificación exacta a las fórmulas de Efe so, y Calcedonia, el resultado será decepcionante. Pero si se busca descubrir lo que Jesús pensaba de sí mismo, se impone con fuerza abrumadora la evidencia de que tuvo conciencia de ser Hijo de Dios en un sentido único y excepcional. O era lo que decía o estaba loco.

Tendremos, pues, que rastrear atentamente qué dice y qué de-muestra Jesús de sí mismo.


El escondite

Y la primera comprobación es la de que Jesús actúa respecto a su divinidad como ante su mesianismo: vela y revela. Nunca le oímos llamarse directamente «Dios», ni oímos esas afirmaciones que a nosotros nos encantaría para que todo quedase definitivamente claro: «Yo soy la segunda persona de la santísima Trinidad» o «yo tengo verdaderamente una naturaleza humana y otra divina». Deja esa tarea a los teólogos. El, que pide fe de los hombres, prefiere jugar al escondite con ellos, dejarse ver lo suficiente para que puedan creer y ocultarse lo suficiente para que esa fe tenga el riesgo de los que se atreven a creer.

Además, una afirmación totalmente clara de su divinidad, hecha desde el primer momento, no sólo hubiera sido considerada blasfema por quienes le oían, sino que, simplemente, no hubiera podido ser entendida en absoluto.

Hemos de situarnos en la mentalidad de un judío de la época que diariamente rezaba en sus oraciones: Escucha Israel, el Señor tu Dios es un Dios único. Los contemporáneos de Jesús —y Jesús mismo— vivían el más rígido monoteísmo. Alguien que se proclamase Dios o Hijo de Dios habría sido visto, no sólo como un loco, sino como alguien contagiado del politeísmo pagano. Nadie hubiera podido comprender que Jesús pudiera ser verdaderamente Dios, sin, por ello, ser «otro» Dios distinto de Yahvé. Jesús tendría que descubrir progresivamente a los suyos que él era verdaderamente Dios, pero que era esencialmente igual a Yahvé, que era Yahvé mismo. Romper o dañar la fe monoteísta de sus contemporáneos —creencia fundamental del pueblo judío y del cristianismo— hubiera sido un daño incurable y fatal. Y ¿cómo hubiera podido comprender entonces alguien que Jesús podía ser hombre a la vez que el Dios único, creador del cielo y la tierra? Jesús tenía tanto interés en mantener ese concepto de la unicidad de Dios como en que se descubriera que él era ese mismo Dios único y vivo.

Por ello Jesús —como señala García Cordero— en sus primeras manifestaciones evita declarar su naturaleza superior divina, porque no quiere precipitar los acontecimientos. Sólo al final de su vida pública, cuando se acerca ya el desenlace previsto, empieza a desvelar el misterio de su personalidad divina. No obstante, aunque evita esas. formulaciones explícitas de su categoría superior divina, empieza a actuar de un modo que trasciende y supera el modo de obrar y hablar de los más grandes profetas de la tradición bíblica. El gesto, el modo de ser y obrar, van en Jesús como en casi todos los grandes hombres por delante de su palabra.


Alguien mayor que Moisés

Jesús comienza por presentarse como alguien mayor que todos los profetas: Aquí hay uno mayor que Jonás, mayor que Salomón (Mt 12, 41). Muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron (Lc 10, 24). El mismo Abrahán se regocijó pensando ver mi día (Jn 8, 56). Juan Bautista es más grande que todos los profetas del antiguo testamento y, sin embargo, el más pequeño de los que participen en el reino que Cristo inaugura es más grande que él (Mt 11, 11 ).

Pero Jesús no sólo se pone encima de las personas del antiguo testamento, sino de la misma ley que anunciaron. Quienes le escuchan lo descubren enseguida: Habla como teniendo autoridad y no como los doctores, dicen quienes le escuchan (Mt 7, 29). Efectivamente, los escribas de su época cuidaban siempre muy mucho de apoyar sus palabras en testimonios o de la palabra de Dios o de otros maestros. Jesús, jamás cita autoridad humana alguna. Se contrapone incluso a lo que otros enseñan: Habéis oído que se dijo a los antiguos... Pero yo os digo... (Mt 5, 21; 5, 27; 5, 38). Y se coloca por encima de la ley puesto que la corrige como si fuera un nuevo Moisés. Da, sin más, por abolidas la ley del talión y la del divorcio; prohibe los juramentos; rechaza el odio al enemigo. Ningún profeta —comenta García Cordero— se había atrevido a corregir la ley mosaica. Jesús se considera superior a ella y declara que, aunque no ha venido a abolirla, sí a completarla.

Estas afirmaciones —podemos concluir con el mismo autor— son o de un megalómano paranoico o de una personalidad excepcional que rebasa todos los módulos de los genios religiosos de la historia de Israel.

Y subrayemos que, al corregir la ley, ni siquiera apela a poderes especiales que Dios hubiera podido concederle, sino que lo hace como en virtud de su derecho propio. Nunca usa las palabras que decían los profetas para señalar que eran enviados por Dios: Así habla el Señor. Al contrario, subraya que obra por cuenta propia, por su autoridad: Pero yo os digo...


Señor del sábado y mayor que el templo

Daremos dos pasos más si vemos que Jesús se considera y se presenta como superior a las dos instituciones más altas y venerables de la sociedad judaica de su época: el templo y el sábado. Sobre ambos temas habremos de regresar con más detención. Baste aquí señalar este dato sorprendente de que Jesús se estima superior al templo, morada de Dios para sus contemporáneos. Lo proclama sin vacilaciones: Pues yo os digo que aquí está uno mayor que el templo (Mt 12, 6). Presenta su cuerpo como el mismo templo (Jn 2, 19) y a la samaritana explica que, al llegar él, ha venido la hora en que ya no será necesario acudir al templo, sino que bastará rezar a Dios en espíritu y en verdad (Jn 4, 24).

Lo mismo ocurre con el sábado. Siendo como era institución de Dios, se presenta a sí mismo como señor del sábado (Mt 12, 8) que puede, por tanto, dispensar de su cumplimiento y afirmar que, desde él, el sábado está ya al servicio del hombre y no a la inversa (Mc 2, 27).

Aún más sorprendente el hecho de perdonar los pecados, privilegio absolutamente exclusivo de Dios y que Jesús se atribuye a sí mismo como poder propio del Hijo del hombre (Mt 9, 1; Mc 2, 1; Lc 5, 17). Nunca ningún profeta del antiguo testamento se atrevió a llegar tan lejos. Sabían bien que, siendo el pecado una ofensa a Dios, sólo él puede perdonarlo. Pero Jesús lo hace y repetidas veces con la más absoluta naturalidad.


El taumaturgo

No vamos a detenernos aquí ni en el hecho, ni en el sentido, ni en el valor apologético que puedan tener los milagros. Pero subrayaremos un dato: el asombroso modo en que Jesús realiza esos signos.

En el antiguo testamento se nos cuentan numerosos milagros hechos por los profetas. Elías y Eliseo resucitan incluso muertos (1 Re 17, 19; 2 Re 4, 32). Los mismos rabinos echaban demonios como afirma Jesús (Mt 12, 27). Pero todos estos prodigios se realizan expresamente en nombre de Dios. El profeta taumaturgo es un puro intercesor o intermediario.

No así en Jesús. Las curaciones que realiza no son el fruto de su oración que ha sido oída, sino algo que él hace directamente, actuando en nombre propio. Jesús ora al Padre antes de muchos de sus milagros, pero es él y no el Padre quien realiza la curación. Quiero, sé limpio, dice al leproso (Mc 1, 41). Levántate, muchacha, ordena a la joven muerta (Mc 5, 41). Epheta, ábrete, dice a los ojos del ciego (Mc 7, 34). Toma tu camilla y vete a tu casa, ordena al paralítico (Mc 2, 11).

Y así lo entienden quienes ven los prodigios. ¿Quién es éste, a quien los vientos obedecen? se preguntan los apóstoles después de la tempestad calmada (Mt 8, 26). Y todos ven su absoluta serenidad, la ausencia de toda crispación, de toda inseguridad o duda antes de hacerlo, la falta de todo asombro o extrañeza cuando los ha hecho.

Esta misma naturalidad percibimos en el modo en que Jesús se atribuye a sí mismo textos del antiguo testamento referidos a Dios: se llama esposo de Israel (Jer 3, 14; Ez 16, 8), se presenta como el Señor de los ejércitos (Mt 11, 10), como ese Yahvé que obra maravillas (Mt 11, 5). Se atribuye a sí mismo una absoluta impecabilidad cuando lanza ese desafio que sólo él se ha atrevido a poner en la historia: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? (Jn 8, 46).


El mensajero es el mensaje

Aún hay algo más sorprendente: Jesús se convierte a sí mismo en centro de su propio mensaje. En todas las religiones históricas el fundador ha tenido un papel preponderante en el contenido religioso de la misma. Pero en ninguna como en el cristianismo ha ocupado tan absolutamente el centro e incluso la totalidad. En rigor puede decirse que el cristianismo es Jesucristo y que todo el mensaje cristiano se resume en la proclamación de que Jesús es el Cristo.

Jesús se presenta a sí mismo como el comienzo y la plenitud del Reino que anuncia, como la fuente de la que salen todas las energías de la nueva comunidad. El es la viña de la que los demás son sarmientos y éstos vivirán en la medida en que estén unidos a él. Por eso pide una adhesión sin reservas a su persona, con términos como jamás se atrevió a usar hombre ninguno: El que ame a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí. El que ame a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí (Mt 10, 37; Lc 14, 26). El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí (Mt 10, 38). Creed en Dios y en mí (Jn 14, 1). El que no cree ya está juzgado (Jn 3, 18). Aprended de mí (Mt 11, 29).

Jamás hombre alguno se ha atrevido nunca a exigir una tal adhesión y entrega a su persona como una obligación de la humanidad entera. Esta «pretensión de Jesús» o esta «conciencia de majestad» —como dicen los exegetas modernos son algo que se impone con una simple lectura de las fuentes. Podremos revelarnos contra esa pretensión, pero no ignorarla. Jesús evidentemente tenía conciencia de ser mucho más que un hombre, mucho más que un superhombre. Obraba como sólo puede obrar quien se siente y se sabe uno con Dios. Podrá acusársele de loco, de orgulloso, de megalómano, de falsario, pero lo que nunca cabrá es la postura de quienes tratan de elevarle como hombre negándole al mismo tiempo su divinidad. La verdad es que la vida de Jesús desaparece o se convierte en simple locura si se la despoja de esa seguridad que él tiene de ser esencialmente uno con Dios.


Hijo de Dios

Si ahora pasamos de las obras de Jesús a sus palabras tenemos que preguntarnos cómo expresa esa unión con Dios.

No podemos esperar lógicamente que lo haga con conceptos filosóficos (que nos hable de unidad de esencia o de distinción de personas). Jesús tiene para expresar esa relación una forma constante: Dios es su Padre, él es su Hijo.

Para Bultmann estas expresiones tienen que ser forzosamente añadidos de la comunidad cristiana tomadas de la cultura helenística tras la muerte de Jesús. Piensa que resultaría inconcebible tal expresión dentro del ambiente monoteístico de Israel.

Y sin embargo ese título de Hijo de Dios existía ya en el antiguo testamento, aunque con significado muy distinto del que le dará Jesús. Israel es mi hijo, mi primogénito se lee ya en el Exodo (4, 22). Yahvé dice: Yo he llamado a mi hijo fuera de Egipto, se lee en el libro de Oseas (11, 1) y otras varias veces se llama hijo de Dios al pueblo de Israel y éste llama Padre a Dios.

Igualmente se llama hijos de Dios a los reyes, a los ángeles y, sobre todo, al Mesías.

Pero en todos estos casos no se trata de una unión sustancial del Padre con sus hijos y ni siquiera de una gran intimidad. A lo que esa frase alude es a la condición de elegido para cumplir una misión divina, como señala exactamente Cullmann.

Mas en Jesús esa palabra pronto adquiere un sentido absolutamente distinto. Empieza por hablar siempre de «mi» Padre en distinción con «vuestro» Padre que usa cuando habla de los discípulos. Nunca Jesús habla de «nuestro» Padre refiriéndose a él y a los discípulos; sólo en el caso del Padre nuestro usa esta forma y eso poniéndolo en boca de los apóstoles. El sabe bien que la paternidad que Dios tiene respecto a él es bien distinta de su paternidad referente a los demás. Sabe también que su filiación es distinta de la de los demás.

Y esta conciencia la tiene ya desde niño: ¿No sabíais que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre? dice a María y José cuando le encuentran en el templo (Lc 2, 49). Luego toda su vida será un permanente ensartado de alusiones a «su» Padre. Habla de «mi» Padre que está en los cielos y oye las oraciones de los hombres (Mt 18, 19). Anuncia que en el juicio final dirá a los elegidos: Venid, benditos de mi Padre (Mt 25, 34). Anuncia que ya no beberá el fruto de la vid hasta que beba el vino nuevo en el reino de su Padre (Mt 26, 29). Confiere poderes a sus apóstoles y son los que él ha recibido del Padre celestial: Y yo dispongo del Reino en favor vuestro como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío (Lc 22, 29). En la última cena dice a los apóstoles: Todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer a vosotros (Jn 15, 15). Y, después de resucitado, dice a la Magdalena como recalcando esa distinción de paternidades: Subo a mi Padre y vuestro Padre, y mi Dios y vuestro Dios (Jn 20, 17).

Cuando se le pregunta si debe pagar tributo responde que el Hijo no está obligado (Mt 17, 25). Afirma que sus verdaderos hermanos son los que cumplen la voluntad de su Padre que está en los cielos (Mt 12, 50).

Esa filiación tiene otras manifestaciones en boca de los demás sin que Jesús la contradiga. En el Jordán la voz de lo alto dice: Tú eres mi Hijo muy amado (Mc 1, 11). Los posesos le proclaman Hijo del Dios altísimo (Mc 5, 7). Pedro le confiesa: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 17). Los dirigentes judíos le quieren lapidar porque se consideraba Dios, porque llamaba a Dios su padre, haciéndose igual a Dios (Jn 5, 18). Y Caifás le preguntará directamente si es el Hijo de Dios, el Hijo del Bendito (Mc 14, 62; 26, 63; Lc 22, 70).

Un buen resumen de toda esta problemática es el que nos ofrece Oscar Cullmann cuando escribe:

La convicción de ser Hijo de Dios de una manera muy particular y única debió de ser un elemento esencial de la conciencia que Jesús tenía de sí mismo. El título de Hijo de Dios contiene, efectivamente, también una afirmación de soberanía, de dignidad divina excepcional. Pero ésta pertenece a los más íntimo de la conciencia de Jesús, a un más alto grado de soberanía que la implicada en el título de Hijo del hombre o en la de Mesías: ella afecta a la constante certeza de una congruencia perfecta entre su voluntad y la del Padre y la alegría de saberse plenamente conocido del Padre. Aquí hay mucho más que la conciencia profética de un hombre que se considera instrumento de Dios... Pues Dios no sólo obra por él, sino con él. Por eso puede arrogarse el derecho de perdonar pecados... Sin duda, él ejecuta también el plan de Dios, como profeta y como apóstol. Pero en todo eso se siente uno con el Padre. Esta unidad es un secreto de Jesús, su secreto más íntimo.


Mi Padre y yo somos una misma cosa

Esta unión con el Padre, que queda mil veces insinuada a lo largo de toda su vida y de los textos de los evangelios sinópticos, se hace expresa, sin ambajes, en las últimas horas de su vida y especialmente en el evangelio de Juan. De hecho —escribe García Cordero— la idea central de este evangelio es la de que Jesús es realmente Hijo de Dios pues ha salido del Padre.

Es precisamente esa conciencia de ser unigénito del Padre (Jn 3, 16) la que causa las grandes disputas de Jesús con los doctores judíos en las últimas semanas de su vida. Ella es la que le empuja a exclamar:

Mi Padre y yo somos una misma cosa (Jn 10, 30) y a proclamar abiertamente: Yo soy Hijo de Dios (Jn 10, 36). Porque yo he salido de Dios y vengo de Dios (Jn 8, 42). Yo no estoy solo, sino que el Padre que me ha enviado está conmigo (Jn 8, 16). Si me conocierais a mí conoceríais también ami Padre (Jn 8, 18). Quien me ve a mí ve al Padre (Jn 14, 10) y nadie va al Padre sino por mí (Jn 17, 25) porque todo lo que tiene el Padre, mío es (Jn 16, 11).

Eso es lo que cree y proclama. Por decirlo, morirá. Y no se muere por un sueño.


Abba, Padre

Pero aún hay otro dato que nos introduce más en las entrañas del misterio. Joachim Jeremias ha dedicado largas investigaciones a un dato que es testimoniado unánimemente por todas las fuentes que existen: Jesús usa para invocar a su Padre una fórmula absolutamente suya, original, no usada por nadie en todo el mundo judío anterior o contemporáneo. Jesús al invocar a su Padre no sólo usa la fórmula «Padre mío» sino que la usa siempre, con la única excepción del «Dios mío, Dios mío» de la cruz (Mc 15, 34), pero, en este caso no hace otra cosa que citar un salmo.

En el judaísmo antiguo había una gran riqueza de formas para dirigirse a Dios. Pero en ninguna parte del antiguo testamento se dirige nadie a Yahvé llamándole «Padre». Y en toda la literatura del judaísmo palestino anterior, contemporáneo o posterior a Jesús no se ha encontrado jamás la invocación individual de «Padre mío» dirigida a Dios.

Pero aún hay más: tenemos la certeza de que Jesús usaba la fórmula hebrea Abbá como invocación para dirigirse a Dios. Esto es aún más extraño. En el judaísmo helenístico llega a encontrarse algún caso en que se invoca a Dios como «pater», pero —como señala Jeremías— en toda la extensa literatura de plegarias del judaísmo antiguo no se halla un solo ejemplo en el que se invoque a Dios como Abbá, ni en las plegarias litúrgicas ni en las privadas. Incluso fuera de las plegarias, el judaísmo evita conscientemente el aplicar a Dios la palabra Abbá. En cambio Jesús usa siempre esta palabra.

Abbá (con el acento en la segunda sílaba) es, por su origen, una ecolalia infantil con la que el bebé, en sus primeros balbuceos, llama a su padre. Es el equivalente a nuestro «papá». En los tiempos de Jesús la palabra había saltado del lenguaje infantil al familiar y no sólo los niños sino también los muchachos y adolescentes llamaban Abbá a sus padres, pero sólo en la máxima intimidad y nunca en público. Llamar con esa palabra a Dios les hubiera parecido una gravísima irreverencia carente de todo respeto.

Sin embargo, esa palabra es la que siempre usa Jesús y define perfectamente —señala Jeremias— el meollo mismo de la relación de Jesús con Dios, Jesús habló con Dios como un niño habla con su padre, lleno de confianza y seguro y, al mismo tiempo, respetuoso y dispuesto a la obediencia. Este hecho el de que alguien se atreva a hablar a Dios así es algo nuevo, excepcional, algo de lo que nunca se había tenido sospecha.

La misma Iglesia expresará su asombro ante este fenómeno cuando, al comenzar a usar esa palabra como inicial del Padre nuestro, tal y como Jesús ha mandado a sus discípulos, la hará preceder siempre de oraciones que subrayan la audacia de dirigirse a Dios así. Haz —dice una de las oraciones más antiguas de la Iglesia— que seamos dignos de atrevernos a decir, con alegría y sin presunción, al invocarte como Padre, Dios de los cielos: Padre nuestro...

Aún hoy repetimos en nuestras misas esa antiquísima expresión (del siglo I): nos atrevemos a decir. Porque, evidentemente, dirigirse a Dios llamándole «papá querido» es algo tan absolutamente sorprendente que debía aterrarnos como una osada blasfemia.

Sin embargo, así habló Jesús con plena naturalidad. Porque se sabía maestro, pero más que maestro; profeta, pero más que profeta; hijo del hombre; pero mucho más que un hombre. Se sabía hijo queridísimo de Dios, uno con él e igual a él. Por eso se volvía confiado hacia sus brazos llamándole «papá».


El árbol y sus frutos

¿Podemos dar ya una respuesta aunque aún sea provisional e incompleta a la pregunta que abría este capítulo? Sí, podemos. Y la respuesta es muy simple: cualquier lectura imparcial de los evangelios muestra, sin duda alguna, que Jesús se presenta a sí mismo como mucho más que un hombre; como la plenitud del hombre; como alguien igual a su Padre, Dios; como Dios en persona. Sin aceptar estas afirmaciones, no puede entenderse una sola página evangélica. Jesús actúa y habla como alguien que tiene poder sobre la naturaleza, sobre la ley, sobre el pecado, sobre la salvación y condenación. Y sus discípulos —aunque no acabaron de entender nada de esto mientras él vivía— así lo confesarán abiertamente en casi todas las páginas del nuevo testamento.

Pero esta respuesta que hoy damos es puramente provisional. Jesús debe ser juzgado por sus frutos y a lo largo de toda su vida. Serán, pues, todas las páginas que sigan en la segunda parte de esta obra quienes respondan a esta gran y decisiva pregunta. Porque es exacta la afirmación de Albert Nolan:

Al igual que el árbol del evangelio, Jesús sólo puede ser conocido por sus frutos. Si sus palabras y actos nos suenan a verdaderos, entonces la experiencia de que tuvieron origen no pudo haber sido una ilusión. Una vez que hayamos escuchado a Jesús sin ideas preconcebidas, y una vez que hayamos sido persuadidos y convencidos por lo que Jesús dice acerca de la vida, sabremos que su pretensión de gozar de una experiencia directa de la verdad no era ninguna baladronada.

Es decir: la respuesta a la pregunta que este capítulo plantea no puede ser hoy teórica, construida sólo sobre los argumentos de la apologética, una respuesta que concluya «Cristo es Dios» como concluimos que dos y dos son cuatro. Una «verdadera» respuesta, una respuesta de fe, sólo puede darse cuando se ha vivido y convivido con él, cuando se ha descubierto que, sin él, no sabemos ni podemos vivir, cuando hemos visto hasta qué punto él nos es necesario.

La respuesta verdadera es la que da san Ambrosio cuando dice: Todo lo tenemos en Cristo. Cristo lo es todo para nosotros. Si quieres curar tus heridas, él es el médico. Si ardes de fiebre, él es una fuente. Si estás oprimido por la iniquidad, él es la justicia. Si necesitas ayuda, él es vigor. Si temes a la muerte, él es vida. Si deseas el cielo, él es el camino. Si buscas refugio de las tinieblas, él es la luz. Si tienes hambre, él es alimento.

Sí, sólo cuando hayamos vivido y experimentado personalmente todo esto, seremos dignos de plantear esa pregunta y estaremos capacitados para hallarle respuesta. Pero, entonces, ya no necesitaremos ni preguntas, ni respuestas.

 

VI. Y LOS SUYOS NO LE COMPRENDIERON

Fedor Dostoyevski ha escrito una de las más bellas y terribles páginas de la literatura contemporánea. Es aquella en la que Cristo, vuelto a la tierra en el siglo XVI, se encuentra en Sevilla con el gran inquisidor. Jesús ha llegado al mundo en silencio, sin anunciarse y el pueblo enseguida le reconoce. El pueblo se siente atraído hacia él por una fuerza irresistible, se aglomera a su lado, le rodea y le sigue. El avanza en medio de las gentes, sonriéndoles con piedad infinita. El sol del amor arde en su corazón, sus ojos irradian luz y virtud que se vierte en los corazones, moviéndolos a un amor mutuo. Levanta sus manos para bendecir a las multitudes y de su cuerpo y de sus mismas vestiduras se desprende una virtud que cura al solo contacto. Un viejo, ciego de nacimiento, grita entre la muchedumbre: «¡Señor, sáname y te veré!» y, como si se le cayesen unas escamas de los ojos, el ciego lo ve. La muchedumbre llora y besa las huellas de sus pies, los niños siembran de flores su camino, cantando y gritando «¡Es él! ¡Es él! ¡Ha de ser él, no puede ser sino él!».

Es entonces cuando aparece el gran inquisidor, un anciano de noventa años, alto, envarado, de rostro pálido y ojos sumisos, que despiden chispas de inteligencia que la senectud no ha extinguido. Al ver a Cristo su rostro se nubla, fi-unce sus espesas cejas, brilla en sus ojos un fuego siniestro y, señalándole con el dedo, ordena a la guardia que lo detengan.

¿Por qué has venido a estorbarnos? pregunta el inquisidor, cuando tiene al hombre delante. Y, ante su silencio, el inquisidor acusa a Cristo de haberse equivocado dando a los hombres libertad, en lugar del pan que los hombres pedían. En rigor, dice, tenía razón el tentador. Te dispones a ir por el mundo y piensas llevar las manos vacías, vas sólo con la promesa de una libertad que los hombres no pueden comprender en su sencillez y en su natural desenfreno; que les amedrenta, pues nada ha habido jamás tan insoportable para el individuo y la sociedad como la libertad. Pero ¿ves esas piedras? Conviértelas en panes y la humanidad correrá tras de ti como un rebaño agradecido y sumiso, temblando de miedo a que retires tu mano y les niegues la comida. Decidiéndote por el pan, hubieras satisfecho el general y sempiterno deseo de la humanidad que busca alguien a quien adorar; porque nada hay que agite más a los hombres que el afán constante de encontrar a quién rendir adoración mientras son libres. Pero tu olvidaste que el hombre prefiere la paz y aun la muerte a la libertad de elegir. Nada le seduce tanto como la libertad de conciencia, pero tampoco le proporciona nada mayores torturas. Y tú, en vez de apoderarte de su libertad, se la aumentaste, sobrecargando el reino espiritual de la humanidad de nuevos dolores perdurables. Quisiste que el hombre te amase libremente, que te siguiera libremente, seducido, cautivado por ti; desprendido de la dura ley antigua, el hombre debía, en adelante, decidir por sí mismo en su corazón libre entre el bien y el mal, sin otra guía que tu imagen. Pero ¿no sabías que acabará por rechazar tu imagen y tu doctrina, cansado, aniquilado bajo el pesado fardo del libre albedrío? ¡El hombre es más bajo, más vil por naturaleza de lo que tú creías! Mañana verás cómo, a una indicación mía, se apresura ese dócil rebaño a atizar la fogata en que arderás por haber venido a estorbarnos.


El terrible porqué

Si superamos el chafarrinón caricaturesco de la escena, tenemos que reconocer que, en ella, Dostoyevsky pone el dedo en una llaga terrible: ¿Por qué esas multitudes que tan fácilmente se entusiasman con Jesús, en realidad no le comprenden ni le siguen y terminan conduciéndole a la muerte o aceptándola, al menos? ¿Por qué sólo después de la resurrección le entendieron sus apóstoles? ¿Por qué atravesó la historia sin que los «inteligentes» se enteraran? ¿Fue sólo un error de los hombres de aquel momento, fue una culpa del pueblo judío en la que no hubieran incurrido otros pueblos? ¿O es que el hombre tiene el corazón demasiado pequeño o que él señaló metas excesivamente altas? ¿Es cierto que el hombre es más bajo y vil de lo que él se imaginaba?

En las páginas precedentes hemos tratado de dibujar ese milagro humano y más que humano, que era la figura de Jesús. Y ahora tenemos que preguntarnos si todo eso fue visto por los que le rodeaban, si quienes le oían sospecharon, al menos, que estaban ante Dios en persona. ¿Le vieron sus contemporáneos tal y como realmente él era?


Rodeado por la multitud

La primera constatación es que Jesús —como en la parábola de Dostoyevsky— consigue un primer éxito fácil: la muchedumbre se va tras él. Asombra ver en las páginas evangélicas cómo magnetiza a las gentes que le siguen por doquier. Casi no hay página evangélica en la que no encontremos a Jesús rodeado por verdaderas muchedumbres, centenares, miles de personas.

¿Qué sentían ante él? Dos sentimientos reflejan constantemente los evangelistas, mezclados muchas veces: maravilla y temor.

Maravilla y admiración ante sus palabras y, sobre todo, ante sus obras. Cuando acabó estos discursos se maravillaba la gente de su doctrina (Mt 7, 28). Los hombres se maravillaban y decían: ¿Quién es éste a quien los vientos y el mar obedecen? (Mt 8, 27). Se maravillaban las turbas diciendo: Jamás se vio tal poder en Israel (Mt 9, 33; 15, 31; Mc 2, 12). Se admiraban diciendo: todo lo ha hecho bien (Mc 7, 37). Y toda la muchedumbre se alegraba de las cosas prodigiosas que hacía (Lc 13, 17).

Pero la maravilla va mezclada con el temor. Tras la curación del paralítico las muchedumbres quedaron sobrecogidas de temor y glorificaban a Dios por haber dado tal poder a los hombres (Mt 9, 8). Y sobrecogidos de gran temor se decían unos a otros ¿quién es éste? (Mt 4, 41). Quedaron todos fuera de sí, glorificando a Dios y llenos de temor decían: hoy hemos visto cosas increíbles (Lc 5, 26; 7, 16). Hay, incluso, un caso en el que este temor es más fuerte que su admiración: tras el milagro de los demonios enviados a los cerdos que se arrojan al mar, el evangelista añade una frase terrible: Y le rogaron que se alejase, porque estaban poseídos de un gran temor (Lc 8, 37). Su agradecimiento por el milagro es pedirle que se vaya, porque ese poder les aterra.

A esta extraña mezcla de entusiasmo y temor hemos de añadir otro dato oscuro: esa multitud que le sigue y le escucha, en realidad no se convierte, ni cambia de vida. Jesús lo comprueba, con tristeza, cuando increpa a las ciudades donde mayores milagros ha hecho porque no habían hecho penitencia (Mt 11, 20). Y lo subraya más en aquella frase amarga en la que confiesa que los que le han seguido lo han hecho por fines rastreros: En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto milagros, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado (Jn 6, 26).

Además su predicación —como hoy la de tantos sacerdotes—parecía sembrar desconcierto y polémicas. Y había entre la muchedumbre gran cuchicheo acerca de él. Los unos decían: es bueno. Pero otros decían: no, seduce a las turbas (Jn 7, 12). Y se originó un desacuerdo entre la multitud por su causa (Jn 7, 43).

Nos equivocamos, pues, si pensamos que sólo entre los fariseos estaban sus enemigos. Estaban también entre la misma multitud que le seguía. Juan lo señala con frase tremenda: Aunque había hecho grandes milagros en medio de ellos, no creían en él (Jn 12, 37).

Jesús mismo lo dirá un día, con frase bien triste, al comparar esta generación con esos niños a quienes sus compañeros no logran complacer ni cuando entonan cantos de duelo, ni cuando tocan la flauta y danzan alegres para ellos (Mt 11, 16). No entendieron a Juan que traía un mensaje de dura penitencia, no entendieron a Jesús que anunciaba la alegría del Reino. Y los dos fueron conducidos a la muerte sin que las entusiastas multitudes de antes lo impidieran.

La incomprensión de los amigos

Si la turba no le entendió, tampoco le comprendieron los parientes y los amigos.

La hostilidad de sus parientes la señalan con claridad los evangelios en muchos pasajes. Apenas comienza a predicar, al enterarse sus deudos, salieron para apoderarse de él, pues se decían: Está fuera de sí (Mc 3, 21). Ni sus hermanos creían en él dice rotundamente Juan (7, 5). Y se escandalizan de él, dice Marcos al contar sus predicaciones en Nazaret (Mc 6, 3). Y Lucas nos cuenta que al oírle se llenaron de cólera (4, 28). Jesús tendrá que comprobar por experiencia propia que ningún profeta es tenido en poco sino en su patria y entre sus parientes y su familia (Mc 6, 4).

Pero aún es más grave la incomprensión de sus elegidos, de sus amigos del corazón. Le siguen fácilmente, sí. No todos, porque hay quienes se niegan a su vocación. Pero sí muchos de ellos: basta una llamada para que dejen las redes (Mt 4, 20).

Le siguen, pero tampoco le entienden. Caminaban tras él, pero iban sobrecogidos, siguiéndole medrosos (Mc 10, 32). Se asustan ante cualquier frase desconcertante: cuando Jesús anuncia lo dificil que les será la salvación a los ricos, ellos se quedaron espantados al oír esta sentencia (Mc 10, 24).

Y Jesús tendrá que reprenderles con frecuencia. Por su falta de inteligencia: ¿Tampoco vosotros me entendéis? (Mt 15, 16). Llevo tanto tiempo con vosotros ¿y aún no me habéis conocido? (Jn 14, 9). Por su falta de fe, por su presunción, por su violencia, por sus ambiciones.

Hay momentos en que a Jesús su compañía parece hacérsele insufrible: Oh, generación perversa, ¿hasta cuándo tendré que estar con vosotros? (Mt 17, 16). Y llega a llamar Satanás a Pedro, cuando éste, sin enterarse de nada, trata de alejarle de su pasión (Mt 16, 23).


¿Le comprendieron sus enemigos?

Si esta es la incomprensión de sus amigos, se puede imaginar la hostilidad de sus enemigos. También ellos participaban de la maravilla de las multitudes. Tras una de sus respuestas agudísimas, ellos se quedaron maravillados y se fueron (Mt 22, 22). Pero pronto superaron esa maravilla, encontrando soluciones condenatorias: Por medio del príncipe de los demonios expulsa a los demonios (Mt 9, 34; 12, 24). 0 más tajantemente: Está poseído de Beelzebú (Mc 3, 22).

Pero hay algo que desconcierta en estas reacciones de los fariseos: generalmente, es después de un milagro de Cristo cuando adoptan sus posturas más hostiles. Tras las curaciones se llenaron de fúror y trataban de ver qué podían hacer contra él (Lc 6, 11). ¿Es que no comprendían o es que trataban de perderle... precisamente porque habían comprendido? ¿Le perseguían por sus blasfemias o —como el gran inquisidor de Dostoyesvsky— porque les estorbaba? La respuesta nos la da Juan: Aún muchos de los jefes creyeron en él, pero por causa de los fariseos no lo confesaban, temiendo ser excluidos de las sinagogas, porque amaban más la gloria de los hombres que la de Dios (Jn 12, 48).

Sí, defendían sus intereses, su «orden». Caifás lo confesará rotundamente al afirmar que conviene que un hombre muera por el pueblo (Jn 11, 50).


Un revolucionario

Tenemos que preguntarnos ahora por la raíz de aquellas incomprensiones y de este odio. ¿Se debió todo a la maldad del hombre? ¿A una especial malicia de aquella generación corrompida? ¿O a las dificultades que el propio mensaje de Jesús encerraba?

No podemos disculpar a aquella generación. Pero sí es objetivo reconocer que el mensaje de Jesús era radicalmente desconcertante. Todo su modo de ser y de obrar iba contra lo establecido y no debemos vacilar al decir que era un revolucionario del orden imperante.

Jesús es alguien que apenas valora los lazos familiares. Rompe con las instituciones de la época. La sangre, para él, es algo secundario y sometido, en todo caso, a los intereses del espíritu. No aprecia ninguno de los valores establecidos. No le interesa el dinero. Se preocupa sólo de pedir a Dios el pan de mañana, sin el menor interés por el porvenir. Se salta las leyes fundamentales. No tiene una veneración exclusiva por el templo. Rompe rígidamente con el precepto sacrosanto del sábado.

Apuesta, además, por las clases más abandonadas, por todos los marginados: mujeres, publicanos, pecadores, samaritanos. Si atendemos al derecho entonces en vigor, Jesús es alguien que se salta todas las leyes del «orden». Es, según aquellas leyes, un delincuente, alguien que se coloca sobre la legalidad, es decir: al margen de ella. Para los observadores de su época Jesús es un revolucionario, dice con justicia A. Holl. No un revolucionario negativo, sino positivo, pero un verdadero revolucionario. Sería engañarnos confundir a Jesús con un reformador moderado: en toda su postura hay un neto radicalismo. Crea un orden nuevo (y no como la mayoría de los rebeldes, que en el fondo tienen alma profundamente conservadora) y ese orden nuevo supone la destrucción del entonces imperante.

Por otro lado, tampoco tiene Jesús la postura tradicional del asceta que podía haber sido más comprensible para sus contemporáneos. Jesús come y bebe con los pecadores y sus discípulos no ayunan como los ascetas (Lc 5, 33).

Se entiende que los fariseos le acusen de corromper a las multitudes cuando le oyen predicar el desprecio a las escalas sociales y a las etiquetas. Pone a un niño —el rango más bajo de la sociedad de entonces— como un modelo al que hay que aspirar; desprecia a los doctores de la ley; critica a los sacerdotes; habla con los samaritanos y cura a los leprosos sin preocuparse de su etiqueta de intocables. Para un fariseo de entonces, la parábola del buen samaritano —en la que se elogia a éste y se critica al sacerdote y al levita— debía de sonar como un manifiesto netamente revolucionario, atentatorio contra todas las reglas sociales. Si a eso se añade el que muchas de sus frases no podían sonar entonces sino como blasfemias, podemos entender que los defensores de aquel orden social-religioso se sintieran, en conciencia, obligados a impedir la difusión de ideas que, para ellos, resultaban corruptoras. Porque Jesús, no sólo criticaba los defectos con que entonces se vivía la ley, atacaba a la misma ley y anunciaba otra diferente, más alta, más pura.


La cercanía del sol

Pero debemos decir toda la verdad: no le entendieron porque era Dios. Y le rechazaron precisamente porque era Dios. Es doloroso decir y reconocer esto, pero la historia del mundo está abarrotada de ese rechazo. ¿Acaso no murieron apedreados y perseguidos todos los profetas? ¿Acaso ha sido dulce la vida de los santos? El hombre odia todo lo que le excede. Ya desde el paraíso, hay algo demoníaco en la raza humana que sigue soñando «ser como Dios» y que la empuja a aplastarle cuando comprueba qué pequeña es a su lado, en realidad.

Grahan Greene lo dijo —ya lo hemos citado— con palabras certeras y terribles: Dios nos gusta... de lejos, como el sol, cuando podemos disfrutar de su calorcillo y esquivar su quemadura.

Por eso es querida la religiosidad bien empapadita de azúcar, bien embadurnadita de sentimentalismo. Por eso están tan vacíos los caminos de la santidad. Por eso, cuando Dios se nos mete en casa, nos quema. Por eso le matamos, sin querer comprenderle, cuando hizo la «locura» de bajar de los cielos y acercarse a nosotros.

Por eso empezamos condenándole a la soledad mientras vivió. ¿Cómo hubieran podido sus contemporáneos —sin la luz de su resurrección y la fuerza del Espíritu— comprender que aquel hombre, que vivía y respiraba como ellos, fuera también en realidad el mismo Dios?

Todos los hombres viven en soledad. Y ésta se multiplica en los más grandes. En Jesús esa soledad llegó a extremos infinitos. Los que estaban con él, no estaban en realidad con él. Cuando creían comenzar a entenderle, veían que se les escapaba. El era más grande que sus pobres cabezas y mucho mayor aún que sus corazones. Había tanta luz en él, que no le veían. Sus palabras eran tan hondas que resultaba casi inaudible. Sólo el Espíritu santo daría a los creyentes aquel «suplemento de alma» que era necesario para entenderle.

Sólo ese Espíritu nos lo dará hoy a nosotros. Porque... ¿cómo podríamos acusar a sus contemporáneos de ceguera y sordera quienes, hoy, veinte siglos más tarde, decimos creer en él y... seguimos tan lejos de entenderle, tan infinitamente lejos?