17 El vino mejor

La vida pública de Jesús comienza con una fiesta. Porque el anuncio de la buena nueva sólo puede empezar con un estallido de alegría. Cristo no puede presentarse ante los hombres como un aguafiestas que viene a rebajar el vino de la alegría humana. El trae un vino mejor, no una tinaja de aburrimiento.

Ya su llegada al mundo se vio rodeada de un estallar de maravillas: Isabel, la vieja estéril, da a luz; Zacarías, el funcionario incrédulo de Dios, se vuelve profeta; la virgen es madre virginal; los pastores, torpes y analfabetos, hablan con los ángeles; los magos, abandonan sus tierras y su seguridad y se lanzan a buscar a un chiquillo; Simeón y Ana, dejan de temer a la muerte y ven colmados sus inverosímiles sueños.

Jesús llega a un mundo triste y aburrido y entra en él por la ya casi olvidada puerta de la alegría.

Porque Caná no fue una celebración mística, sino una gran fiesta humana. Dificilmente se encontrará en el evangelio una página que haya sido más desfigurada por el arte de todos los tiempos. Esa comida nupcial celebrada en un prodigioso salón de columnas de mármol, los suelos de brillantes y coloridas losetas, la magnífica mesa a la que se sientan, compuestos y devotos, los novios, Cristo, María y los invitados...

Nada tiene que ver todo esto con una fiesta nupcial en un pueblo de la Palestina de los tiempos de Jesús. Aquella no era la boda de una hija de Herodes, sino la de una humilde pareja de muchachos de pueblo.

Para la gente de pueblo, una boda es siempre algo muy importante. En las aldeas —y más en los tiempos de Jesús— la gente se divierte y expansiona raramente, pocas veces come todo lo que quiere. Una boda es, para el pueblerino, una de esas pocas ocasiones de quedar harto, de comer esos manjares que de ordinario sólo puede soñar. El campesino de los tiempos de Jesús no salía durante toda su vida de comer hortalizas, pan de cebada, huevos y algún pez que otro. La carne sólo la olía en las grandes fiestas. Una boda era, por tanto, para él como un paréntesis de riqueza; un alto en la larga mediocridad de su vida; algo que recordaría durante meses y aun años. Por algo Jesús, en sus parábolas, hablará tanto de banquetes y festines que eran, para quienes le escuchaban, un sueño de oro, un paraíso de felicidad.

La celebración de una boda duraba varios días. Siete, si la familia era más o menos pudiente. Comenzaba a la tarde, generalmente un miércoles, como día más distante del sábado. Con antorchas se salía en busca de la esposa y se la trasladaba en triunfo hasta la casa del esposo. Y allí las bendiciones, los bailes y la comida se entremezclaban en una continuidad inacabable.

Como es lógico toda esta celebración era imposible en las diminutas viviendas de la época que eran, como ya hemos dicho, simples dormitorios. El patio, fuera del período de lluvias, servía de templo, de comedor y de sala de baile. Las gentes se sentaban en corros, generalmente en el suelo o en pequeñas banquetas. Y los platos cruzaban de mano en mano y de corro en corro repletos de carnero hervido en leche, de toda clase de legumbres frescas, de frutas secas. Y, naturalmente, circulaba el vino. Entre los antiguos palestinos, al igual que entre los héroes homéricos, el vino no se consideraba bebida de placer, sino alimento. Y se mezclaba siempre con agua, en mayor o menor cantidad según los grados de la bebida.

El vino era fundamental en estas fiestas. El evangelio habla expresamente del «vino para la boda». Porque las familias pobres iban guardando vino para este día, tal vez durante años. Las grandes tinajas iban llenándose y no se tocaba su contenido hasta ese gran día.

La boda no era, naturalmente, un acontecimiento sólo para las dos familias de los novios: casi todo el pueblo era invitado a ellas e incluso venían los parientes, más o menos próximos, de las aldeas cercanas. No todos los invitados participaban en los siete días de celebración. Iban y venían. Y, por cada nuevo grupo que llegaba, se repetían las bendiciones nupciales, las libaciones, las danzas y el desfile de fuentes con alimentos.

La puerta estaba, además, abierta a todos los habitantes del lugar, sin que la invitación fuera estrictamente precisa. En vano buscaremos en las costumbres judías de la época ese aire de estricto ceremonial y de solemnidad que nos han habituado a ver los cuadros de la escena de Caná.

Un punto sí hay en el que las costumbres de la época eran más estrictas de lo que son hoy las nuestras: raramente se mezclaban las mujeres con los hombres y jamás se sentaban a la misma mesa. En el patio, sentados sobre esteras, los corros de los hombres se separaban claramente de los de las mujeres y éstas solían permanecer casi siempre en torno a los hornos, preparando los alimentos al mismo ritmo en que iban consumiéndose. Y recordemos que los hornos solían estar en algún rincón de los mismos patios comunes.

Por lo demás, la celebración tenía una gran libertad: los invitados iban y venían, cantaban o danzaban, o se sentaban a conversar a la sombra de las higueras o sobre las terrazas.

Entre los grupos, circulaba el maestresala que atendía a los huéspedes. Su principal función era escanciar el vino. Era él quien lo preparaba. El se cuidaba de mezclarlo con el agua necesaria y de adobarlo con especias. Se paseaba luego entre los comensales, para comprobar si todo estaba a punto.

Así duraba la fiesta días y días, dependiendo tanto del número de los comensales como de la posición de los esposos, pero siempre más de una jornada. Era una fiesta alegre, pero contenida. Rara vez se registraban excesos. En parte, porque nunca perdían su carácter religioso, y en parte porque la borrachera no era frecuente entre los judíos, que solían guardar escrupulosamente las normas de urbanidad.

Además, para un judío una boda era siempre algo cargado de sentido: a través del amor se peremnizaban las promesas hechas por Yahvé a su pueblo. Por eso sus cantos y sus bailes nunca separaban la alegría humana de la religiosa. Eran como dos rostros de una misma y sagrada alegría.


El reencuentro de la madre y el hijo

Es en este ambiente donde Jesús hará su primera presentación como Mesías. De la narración del evangelista Juan parece deducirse que Jesús llegó cuando la boda estaba ya a media celebración. Diferencia cuidadosamente la venida de María y la de Jesús: María, dice, «estaba allí» y Jesús «fue invitado con sus discípulos». Vinieron, pues, por distintos caminos y en diferentes momentos.

María era, probablemente, pariente de alguno de los dos desposados: Caná está a muy pocos kilómetros de Nazaret y entre ambos pueblos había, a la vez, relaciones y hostilidad.

Y María debió de sentirse encantada de bajar a ayudar a sus parientes en el trajín de la boda. Tal vez Jesús acudiera también a la boda. Y, además, se encontraba muy sola.

Ha señalado con acierto Willam:

Con frecuencia se pasa por alto la soledad en que había vivido María antes de ir a Caná. Hacía varias semanas que la había dejado sola su querido hijo, después de haber vivido juntos treinta años. Cada vez que veía las herramientas del taller sentía como una punzada en el alma. El silencio no era ya interrumpido por el agradable ruido del trabajo, que le sonaba antes como una conversación con su hijo. Las mujeres que pasaran por la puerta asomarían la cabeza y le preguntarían cuándo volvería su Yesuah; porque no podían interpretar la acción del hijo como un abandono de su madre, poco digno, pues siempre la había ayudado como buen hijo. De cuando en cuando entra algún hombre para algún trabajo. Y se entabla un diálogo doloroso: ¿No está Yesuah? —No. —¿Cuándo volverá? —No lo sé—. ¿A dónde ha ido? ¿Qué hace en tierra extraña?

María había, sí, comenzado a gustar una de las más anchas soledades que ha conocido un ser humano. Porque el vacío dejado por aquel hijo, era más ancho que el de otro cualquier ausente. Porque aquella marcha misteriosa a predicar un mensaje que ni ella misma entendía del todo, había hecho nacer en Nazaret la burla y la ironía, que iban a rebotar sobre la madre en forma de risas y de miraditas. Pero lo que más ahondaba aquella soledad era el saber —esto sí: con certeza— que aquella marcha del hijo sólo podía terminar con la muerte. Era la sombra de la espada que llevaba treinta años creciendo.

Por eso el encuentro en Caná fue tan importante. Hacía pocas semanas que Jesús había dejado Nazaret. Pero ¡qué cambiado estaba! María le ve por primera vez rodeado por un grupo de discípulos. No de simples amigos y compañeros. Bastaba verles para comprender que él no era uno más del grupo. El modo en que le miraban, la manera de andar, demostraba que él era para ellos un verdadero jefe. Es la primera vez que María ve a su hijo en su función de Mesías.

Describe Pemán:

No sabemos cómo se saludaron la madre y el hijo aquel día. Probablemente María tenía ya en su corazón suficiente conciencia de que había empezado algo nuevo: la vida pública. De que su hijo empezaba a ser ya de todos. Ninguna madre abraza lo mismo a su hijo, delante de la gente, cuando en la «entrega de despachos» de la Academia Militar, lo ve, por primera vez, de uniforme. Acaso se le llenan los ojos de lágrimas: pero el saludo es más contenido. Las mujeres tienen un seguro instinto para saberse reprimir, y para delimitar lo que ya no es de ellas: política, profesión, vida exterior. Entonces la ternura se les hace húmeda y silenciosa.


El profeta que come con la gente

¿A qué se debió la presencia de Jesús en la boda? ¿Fue expresamente a Caná porque le habían invitado o fue a Caná casualmente —de allí era uno de sus discípulos— y, una vez allí, le invitaron? No lo sabemos. Pero sí sabemos que su llegada no debió de pasar inadvertida. Un hombre de pueblo, sin especial cultura, que viaja seguido por un grupo de discípulos no es algo corriente. Los monjes vivían en la soledad. Juan estaba rodeado de discípulos, pero no andaba con ellos por las ciudades y mucho menos se mezclaba en las juergas de la gente común.

Jesús empieza a ser, ya desde el primer momento, un profeta muy extraño. «Come con pecadores» murmurarán más tarde los fariseos. Ahora no con pecadores, pero sí con gente vulgar, en sus pequeñas, cotidianas alegrías. Y el primer gran gesto de su mesianismo será para poner sobre las mesas nada menos que seiscientos litros de vino. ¿No estará haciendo descender la religión a la taberna, dando las margaritas del milagro a los puercos?

Quizá los más sorprendidos fueron sus propios discípulos. Varios de ellos habían sido, hasta pocos días antes. discípulos de Juan; habían, sin duda, acompañado al profeta en su vida austera. Y he aquí que, de pronto, Jesús hacía girar la página y ponía ante sus ojos otro tipo de virtudes: la sencillez, la sinceridad ante la vida, el amor y la amistad con la pequeña gente, con aquellos que allí danzaban y cantaban la alegría de vivir.

Comenzaba el escándalo para los puros. Más tarde Jesús comentaría ese desconcierto con una preciosa parábola:

«Con qué compararé yo a esta generación? Son como niños sentados en la plaza, huraños y descontentos, a los que dirigen un reproche sus alegres compañeros: ¡Os hemos tocado la flauta y no habéis querido bailar! ¡Os hemos cantado una lamentación y no os habéis golpeado el pecho! Vino Juan, que no comía ni bebía y decíais que era un hombre imposible, que tenía que estar poseido por el demonio. Vino luego el Hijo del hombre, que comía y bebía, y dijisteis de él que le gustaba comer bien y beber vino, que era amigo de publicanos y vividores» (Mt 11, 16).

Pero a Jesús nunca le preocupó mucho el ruido a vestiduras rasgadas. A él le gustaba aquella alegría ingenua de los invitados a la boda. Y entra en ella dispuesto a sumarse al gozo común. Más tarde, en su predicación, el recuerdo de bodas y banquetes reaparecerá como signo del reino de Dios. Un rey invitará a la boda de su hijo, y ese rey será Dios. Unas vírgenes esperarán la llegada del esposo, y el esposo será él. Y, como festejo del pecado perdonado, no se le ocurrirá otro gozo más grande que el del padre que manda matar el becerro cebado. Y él mismo se presenta como el esposo en torno de quien debe haber fiesta perpetua y en cuyo honor no deben ayunar los amigos. Sí, un mensajero extraño este profeta de la alegría.


No tienen vino

Pero, de pronto, la escena se vuelve dramática. María, que está por las cocinas, se acerca a Jesús y le dice al oído: No tienen vino (Jn 2, 3). Y desde aquí, desde esta misma frase, todo se vuelve misterioso. Ocurre siempre así con los textos de san Juan, que siempre dicen mucho más de lo que aparentan; que tienen —como en este caso— una lectura de superficie y otra de profundidad; una cobertura de narración de un pequeño drama psicológico y una hondura de verdadero acontecimiento teológico.

En la lectura de superficie estamos ante el drama de una pareja de novios que se expone a pasar una gran vergüenza: la de que el vino se acabe antes que la boda. Drama no pequeño en una aldea: mientras vivan, la gente del pueblo señalará a estos novios como «los que no tuvieron vino suficiente cuando se casaron». Quién sabe si incluso no saldrá de esta historieta el mote con que les designarán a ellos y a sus nietos. María es mujer y entiende bien lo que esto significa, corre por ello hacia su hijo para contarle su preocupación.

¿Le está pidiendo un milagro o le está simplemente contando un problema, dejando en las manos de Jesús el modo de resolverlo? La tradición ha interpretado generalmente que María pide a Jesús una actuación milagrosa. Y la respuesta de Jesús demuestra que así lo entendió él. Pero no deja de ser sorprendente en María, que nunca ha visto a su hijo resolver los problemas acudiendo a su poder de Dios. Pero quizá María ha intuido que para Jesús todo ha cambiado, que la hora de los «signos» está ya a la puerta. Elige, por ello, esa forma ambigua del que pide sin pedir, lo mismo que más tarde las hermanas de Lázaro se limitarán a mandar un recado a Jesús diciéndole: El que amas está enfermo (Jn 11, 3).

Y Jesús se resiste. Lo mismo que en el huerto de los Olivos pedirá a su Padre que retrase o aleje su muerte, dice ahora a su madre que no acelere la hora de manifestar la potencia que lleva dentro. Por eso responde casi arisco: Aún no ha llegado mi hora.

Pero María no entiende o no quiere entender. O quizá es que ve en profundidad: sabe que sólo en apariencia se niega su hijo. Por eso se vuelve a los criados: Haced lo que él os diga.

Y el milagro se produce. Los criados llenan de agua seis grandes «hidrias» de piedra que estaban preparadas para las purificaciones. Más de 600 litros de agua. Llevádselo al maestresala, dice Jesús. Los criados lo hacen, extrañados, desconcertados, temerosos. Piensan que el maestresala se encolerizará ante lo que juzgará una broma de mal gusto. Pero no saben resistirse a la orden de Jesús. Y llega el asombro: el agua se ha convertido en el mejor de los vinos. Y la alegría puede seguir rodando de corro en corro como una bendición.


El primer signo mesiánico

Hasta aquí la corteza del suceso. Detrás de ella hay, evidentemente, mucho más. En Juan toda realidad encierra siempre otra más honda. No cuenta fábulas, sino hechos. Pero detrás de cada uno hay siempre toda una cadena de significaciones que crecen como círculos concéntricos.

En Caná no estamos, sin duda, ante una anécdota, por muy bella y prodigiosa que sea. Estamos ante el comienzo de los signos. Jesús empieza a hacer visible el Mesías que es.

Y este primer signo se produce en una boda. El tema de las bodas de Yahvé con su pueblo tiene en todo el antiguo testamento (en el libro de Oseas especialmente) una enorme importancia como signo de la liberación final. Y en el nuevo testamento las bodas son el símbolo de la unión del Hijo de Dios y su Iglesia al final de los tiempos. El reino de Dios —escribe san Mateo (22, 2)— es como un rey que preparó un festín de bodas para su Hijo.

Y en estas bodas del Hijo habrá un gran banquete y, en él, abundancia de vino. A todo lo largo del antiguo testamento la bendición de Dios está siempre simbolizada por la abundancia de vino, de grano, de aceite. La llegada del Mesías será ese tiempo en que el vino correrá hasta bajo las puertas de las casas. Juan, el evangelista al hablar de nada menos que seiscientos litros de vino —cantidad enorme por muchos que fueran los invitados— ¿no estará hablando de esta sobreabundancia que es el signo de la bendición de Dios y de la llegada del Mesías?

Este vino nuevo que prueba el maestresala es el anuncio de la gran renovación que Jesús va a traer. Las páginas que siguen en el evangelio de Juan están llenas de la aparición de esta novedad que se implanta en el mundo. Jesús en el templo hablará de su cuerpo como un templo nuevo (2, 19). A Nicodemo explicará la necesidad de un nuevo nacimiento (3, 5). A la samaritana le anunciará el culto nuevo que hay que dar en espíritu y en verdad (4, 23). Y los milagros que siguen son todos signos de la vida nueva que comienza en Cristo (4, 50).

Este vino nuevo viene a sustituir el agua de ayer. Jesús no convierte en vino un agua cualquiera, sino precisamente la que estaba preparada para las purificaciones, el agua del antiguo culto de quienes se lavaban las manos antes de sentarse a la mesa. Jesús, al cambiar el agua en vino, anuncia que ha cambiado también la antigua purificación legal por otra más verdadera, que ha sustituido el antiguo culto por su sangre y por su palabra.

Los padres de la Iglesia lo entendieron así. Orígenes de Alejandría explica que este vino nuevo es la doctrina nueva de Cristo. San Efrén dirá que el vino menos bueno es la ley de Moisés y el mejor es la gracia y la verdad de Jesús. San Ireneo verá en este vino de Caná el símbolo sacramental de la sangre eucarística.

Nada de esto pudieron comprender quienes vivieron esta hora en Caná de Galilea. Si algo vislumbraron del prodigio fue, cuando más, un signo de la bondad de Jesús. Pero nosotros que leemos ese signo a la luz de la resurrección de Cristo sabemos —en palabras de Max Thurian— que el vino de Caná, que toma el lugar del agua ritual de la purificación, encierra un simbolismo muy rico: es signo de la restauración mesiánica por su abundancia; signo de la nueva y mejor alianza por su calidad; signo de la palabra de Dios y de su sangre eucarística, porque se da en este festín de bodas que evoca el banquete del Reino. Puede entenderse, pues, toda la importancia teológica que el evangelista y la Iglesia dan a este milagro de las bodas de Caná. Por primera vez Cristo manifiesta en figura su gloria de Mesías y de Hijo de Dios, que manifestará con plenitud en su resurrección.

En efecto, el comentario que Juan añade a lo ocurrido en Caná demuestra la enorme importancia que el evangelista atribuye a lo ocurrido. Fue, dice, el comienzo de los signos, ya que, en él, Jesús manifestó su gloria, por lo que muchos, y concretamente sus discípulos, creyeron en él.

He aquí tres afirmaciones de primera categoría. Juan no dice que éste fuera sólo el primero de los signos, sino el comienzo de los signos, como si viera en él según escribe Goedt un signo primordial, que, de alguna manera, encerrara en su simbolismo la significación de todos los demás signos.

Fue, además, para Juan, como una epifanía, la manifestación de su gloria. Con estas palabras el evangelista nos abre una ventana que atraviesa la vida y la muerte de Cristo y conduce directamente a su gloriosa resurrección.

Por todo ello, muchos creyeron en él. No en él como persona, sino en él como Mesías. El milagro de Caná va, así, mucho más allá de un puro ejercicio de poder. Adquiere toda la categoría de un verdadero milagro. Más allá de cuanto tiene de superación de las fuerzas y leyes de la naturaleza, está —como veremos cuando, más tarde, hablemos largamente de los milagros— su significación de signo del Mesías y de llave y semilla de la fe.


La presencia de María en Caná

Pero si el hecho del milagro y su significación son como un pozo insondable, aún más lo es la presencia e intervención de María en él. Aquí las preguntas se multiplican. ¿Por qué pidió María esta intervención extraordinaria de su hijo? ¿Por qué Jesús contesta con esa, al menos aparente, brusquedad? ¿Por qué trata de «mujer» a su madre? ¿Qué quiere decir con ese «qué hay entre tú y yo», como Si pusiera en duda la relación entre ambos? ¿Qué sentido tiene esa alusión a su hora? ¿Por qué María, después de la negativa de Jesús, actúa como si éste hubiera aceptado? ¿Por qué el evangelista, que parece tener interés en recordar que María y Jesús vinieron separados, subraya al final que se marcharon juntos?

La mayor parte de estas preguntas quedarán eternamente sin respuesta. Pero puede que valga la pena intentar acercarnos a ellas.

Por de pronto hay un hecho llamativo: María aparece sólo dos veces en todo el evangelio de san Juan: en Caná y en el Calvario. Y en ambos casos, como en una buscada simetría, usa cuatro veces el apelativo «su madre». ¿Está Juan uniendo esas dos presencias como para darles una significación especial?

Podemos pensar, de partida, que Juan no señala esa presencia como un dato puramente anecdótico. Algo más hondo está queriendo decir. Tal vez que la maternidad de María es más grande que un simple haber engendrado físicamente a Jesús.

En el comienzo de la escena, María aparece en su función de mujer y de madre: ha visto una situación humana dolorosa, sabe que su hijo puede resolverla y acude a él discreta y confiadamente.

Pero la respuesta de Jesús es dura, o, cuando menos, desconcertante: Mujer ¿qué hay entre tú y yo? La frase es tan extraña que ha recibido cientos de interpretaciones y de traducciones. ¿Por qué vienes a molestarme con eso? traduce la versión inglesa de Knox. ¿Qué tengo yo contigo, mujer? traduce la Biblia de Jerusalén. Y la recientísima versión de Mateos-Schoekel dice: ¿Quién te mete a ti en esto, mujer?

Y si la traducción es dificil, mucho más polémica es la interpretación. Durante muchos siglos se interpretó como una negativa de Cristo a obrar el milagro, negativa aparente para unos y real para otros. Maldonado interpreta que Jesús no niega el milagro que le piden, pero advierte que no lo hará por un motivo de carne y sangre. Calvino, con su habitual puritanismo, ve el problema en el vino y hace que Jesús reprenda a su madre por meterse en asuntos tan poco espirituales. Muchos otros autores —la mayoría— hacen decir a Jesús que «la hora de hacer milagros no ha llegado».

Más recientemente son muchos los autores que no ven la frase de Jesús como una negativa. Knabenbauer y Calmes interpretan: «Déjame obrar, no es preciso que me lo pidas». Berruyer y Maeso traducen: «¿Qué novedad es ésta entre nosotros? ¿Por qué no me lo pides abiertamente? Sigo siendo el hijo dócil de siempre». Peinador, Squillaci, Zolli interpretan: «¿Es que hay alguna discrepancia entre nosotros dos? Ya lo creo, de acuerdo». Boismard da sentido interrogativo a la segunda frase e interpreta: «¿Por qué te preocupas? ¿No ves que ya ha llegado mi hora?».

La lista de interpretaciones podría multiplicarse hasta el infinito. Pero la más profunda y sólida es la que conecta esas dos únicas escenas en que María aparece en el evangelio de Juan. En las dos se habla cuatro veces de «su madre», en las dos trata Jesús a su madre enfáticamente de «mujer»; en la segunda se realiza esa «hora» que Jesús anuncia en la primera.

La «hora» de la que tantas veces habla Jesús en el evangelio de san Juan era evidentemente la del Calvario. Cuando quieren detenerle en la fiesta de los tabernáculos no pueden hacerlo porque aún no había llegado su hora (7, 30). Cuando se acerca la muerte Jesús comenta: Ha llegado la hora en que debe ser glorificado el Hijo del hombre (12, 23). Y a la hora de describir la última cena dice el evangelista: Jesús, sabiendo que había llegado su hora... (13, 1). En su plegaria sacerdotal dice Jesús: Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo (17, 1). Y después de que Jesús ha encomendado su madre a Juan, el evangelista comenta: Y desde esta hora el discípulo la tomó consigo (19, 27).

Jesús está así citando a su madre para esa hora en que estarán más unidos que nunca, esa hora en que la maternidad fisica de María ascenderá a una maternidad más alta y total sobre el Cristo místico, sobre la Iglesia entera.

Vista a esta luz la respuesta de Jesús ni concedería ni negaría; pediría a María que tome conciencia de la grandeza de lo que está pidiendo. Diría algo parecido a esto: no te quedes en pedirme un milagro exterior que resuelva un problema material a una pareja y no me lo pidas basándote sólo en el sentimiento de que eres mi madre. Aquí estamos comenzando algo más grande. Lo que voy a hacer es importante, no por el hecho de cambiar en vino unos litros de agua, sino porque es el comienzo de mi manifestación como Mesías. Esta manifestación tendrá su plenitud en otra hora, la de mi muerte y mi resurrección. Allí es donde tú y yo tendremos que ver mucho más que ahora, porque tú participarás activamente en mi obra de redentor.

¿Comprendió María el sentido de las palabras de Jesús? Debió, cuando menos, de intuirlo. Tal vez, por ello, respondió con unas palabras que van también más allá de una simple orden a los criados: Haced lo que él os diga. Son las últimas palabras de María que los evangelios nos trasmiten. Y tienen todo el valor de un testamento. Tras ellas María entra en el silencio. Empieza la hora de la palabra de Dios, que es su Hijo. María pide a los hombres que obedezcan a esa palabra y entra en la sombra del silencio.

¿Adelantó María con su petición la hora de la manifestación del Mesías y, con ello, la de su muerte? Algunos escritores católicos antiguos así lo afirmaron. Y Rilke, el poeta alemán, convirtió en dramático este anticipo:

En aquella ocasión de las bodas,
cuando imprevistamente faltó el vino,
le miró suplicando un gesto poderoso
y notó que él se resistía.
Luego lo hizo. Ella comprendió más tarde
cómo le había empujado a marchar por su camino:
pues ahora era ya un hacedor de milagros
y toda la magnitud del holocausto
pendía fatalmente sobre él. Sí, eso ya estaba escrito,
pero ¿estaba dispuesto ya para aquel momento?
Ella, ella lo había adelantado
en la ceguera de su envanecimiento.
En la mesa, colmada de frutas y verduras,
ella se alegraba como los demás, y no veía
que el agua en la fuente de sus lágrimas
se había vuelto sangre con este vino.

Habrá que quitar a esta visión tan demasiado humana cuanto tiene de injusto e inexacto. Si María adelantó esa hora no fue porque estuviera ciega por la vanidad del triunfo de su hijo, sino por amor a una pobre pareja de muchachos. Y ella supo, mejor que nadie y antes que nadie, el jubiloso y también terrible significado de aquel vino que alegremente bebían los comensales de Caná.


El vino bueno

¿Llegaron los invitados a enterarse de lo que estaban bebiendo? El evangelista vuelve a ser enigmático. Dice sólo que mostró su gloria y creyeron en él sus discípulos (Jn 2, 11). ¿Es que en el jolgorio de la nueva riada de vino sólo los discípulos, más atentos, se dieron cuenta del origen y valor de aquel vino? Así lo interpretan muchos exegetas católicos. Pero no parece verosímil. Los criados que se acercaron temblorosos al maestresala llevándole una jarra de lo que juzgaban todavía agua, no creían, sin duda, a sus ojos cuando vieron cómo el maestresala paladeaba gustosamente el líquido y cómo sus ojos se llenaban de asombrada aprobación. Y, mientras él se dirigía hacia el novio para exponer su extrañeza de que se hubiera guardado el buen vino para el final, sin duda corrieron los criados hacia la cocina para probar aquello que tanto había gustado al maestresala. Y no creían a su paladar. Ellos sabían mejor que nadie de dónde habían sacado el agua que llenaba las cántaras.

Cuando salieron de su asombro, fueron ellos quienes se precipitaron a correr la noticia. Nunca un criado fue buen guardador de secretos y menos tan espectaculares como éste. Y, al principio, nadie les creía. Paladeaban y paladeaban el vino. Tuvieron que jurar y perjurar que ellos mismos habían llenado de agua las hidrias de piedra. Y el gozo, con una mezcla de asombro y de miedo, corrió por el patio y los alrededores. Vinieron quizá docenas de curiosos. Y bebían de aquel vino sin terminar de convencerse de que no les estaban gastando una broma. Luego como siempre— las alabanzas a Dios salidas de las bocas de los sencillos se mezclaron con las sonrisitas de los incrédulos.


La primera comunidad mesiánica

Y Juan concluye toda su enigmática narración diciéndonos que Jesús bajó a Cafarnaún con su madre y sus discípulos. ¿Por qué baja su madre a Cafarnaún en lugar de regresar al más cercano Nazaret? Tampoco lo sabemos. Parece que el evangelista quisiera subrayar que María ha entrado más adentro de la comunidad mesiánica que acaba de nacer. Vino a Caná como madre de Jesús y es ya un poco madre de todo el grupo. Es la semilla de la Iglesia agrupada en torno a Jesús, escuchando su palabra, dispuesta a cumplir la voluntad del Padre en camino hacia la hora terrible y magnífica de la cruz y la resurrección. La fe en el milagro al que acaban de asistir les ha unido definitivamente.

El grupo camina lentamente hacia el lago que verá las horas más altas de la vida de Jesús. El maestro, seguido por los discípulos de la primera hora y por su madre, va en silencio. Lo ocurrido en Caná es como un girón que se abriera en el misterio y por el que entreviera cuanto en estos tres próximos años va a pasar. Por eso caminan silenciosos. Nosotros hemos visto su gloria dirá ochenta años más tarde san Juan recordando esta hora, que apenas comprenden cuando la están viviendo. María, desde el gran silencio en que acaba de entrar, ha comenzado a rumiar todo esto en su corazón.