15 Combate cuerpo a cuerpo en el desierto

A ocho kilómetros del lugar donde Juan bautizaba, está Jericó, una de las ciudades más bellas de Palestina y más antiguas del mundo. Y poco más allá, al oeste, está el Djebel Kuruntul (monte de la Cuarentena) en el que la tradición coloca la más dramática batalla contada por los evangelios: la lucha cuerpo a cuerpo de Jesús con Satán.

El historiador que hace unas décadas narraba estos hechos tenía que comenzar explicando cómo era posible que Jesús, impecable, fuera tentado y sometido, por un momento, a las manos del demonio. Pero el cronista de hoy, a poco que conozca el mundo que le rodea y aun cuando escriba para cristianos, tiene que comenzar preguntándose si el tentador existe o si sólo es un fantasma para asustar a los ingenuos.

H. Marrou lo ha dicho con crudeza, pero con realismo: Hoy en día se puede asegurar que, aparte de algunas almas privilegiadas, son muy raros los cristianos que creen real, efectivamente, en el diablo. Existen también —que todo se ha de decir— quienes creen demasiado en el diablo (todas esas almas aterradas que parecen confundir al demonio con un segundo Dios y que viven más obsesionadas por huir de Satanás que por unirse a Cristo), pero la verdad es que, salvo fugitivas ráfagas de demonismo, que ponen de moda tales novelas o cuales películas, el hombre actual dice «haberse librado» del demonio, haberle cortado —como ha escrito Arthur Miller— las barbas a Dios y los cuernos al diablo. Satanás, en nuestra civilización, sólo aparece como objeto de burla en los vodeviles y los cabarets. Y nunca pasa de la categoría de «pobre diablo».

Que esto ocurra en el mundo de lo profano no tiene mucho de extraño: al hombre siempre le ha gustado reírse de todo lo que le desborda y prefiere ignorar cuanto no puede ser digerido por su estómago o su mente. Pero lo desconcertante es que eso ocurra también en el mundo de los creyentes y hasta en la misma teología. Papini lo ha denunciado con palabras bien ácidas:

Los teólogos hace siglos que apenas cuchichean algo sobre él, como si se avengonzasen de su «presencia real» o tuviesen miedo de mirarlo de frente, de sondear su esencia, como si temieran escandalizar a los espíritus «libres» que han expulsado de la «buena sociedad» de la «intellighenzia» todas estas «supersticiones medievales».

Puede que Papini exagere en lo que se refiere a las causas de ese silencio (que probablemente se deba, más que a ese miedo, a una simple reacción ante los tiempos en que construyó una demonología sobre bases más fantásticas que seriamente bíblicas), pero el hecho parece evidente: al demonio se le dedica bien poco espacio en los tratados teológicos y menos aún en los púlpitos de hoy.

No es imposible, incluso, encontrarse rotundas negaciones de su existencia. Herbert Haag, por ejemplo, desde su cátedra de la universidad católica de Tubinga y en su libro El diablo, un fantasma defiende abiertamente que el demonio es una simple personificación literaria del mal y del pecado, pero que no existe en cuanto ser real y concreto.

Desde este punto de vista, es evidente que habría que dar a la escena de las tentaciones un sentido puramente simbólico. Así lo hace Haag. Para él, la breve frase que Marcos dedica al tema sería la sustancia del problema y subrayaría el hecho de que Jesús fue sometido a la tentación a lo largo de toda su vida. Los textos de Lucas y Mateo no serían sino ampliaciones de la Iglesia primitiva, ansiosa de conocer cómo fue esa tentación de Jesús. Por lo demás, para Haag, cuando Cristo y los apóstoles se refieren de algún modo al demonio, lo que hacen es, simplemente, aceptar las categorías que eran corrientes en su época, que presentaban al diablo como un exponente del mal, como una personificación metafórica del pecado, sin que de ello pueda deducirse una verdadera existencia real del demonio como ser concreto.

La verdad es que se hace difícil entender cómo puedan caber estas teorías dentro de la ortodoxia católica y aun dentro de una lectura objetiva de los evangelios. Su existencia y su acción tentadora sobre el hombre son parte evidente del magisterio de la Iglesia en los concilios IV de Letrán, Trento y Vaticano I. Y recientemente Pablo VI, que define al demonio como agente oscuro y enemigo y como un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor, ha dicho tajantemente:

Quien rehúsa reconocer su existencia se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica; como se sale también quien hace de ella un principio autónomo, algo que no tiene su origen, como toda criatura, en Dios; o quien la explica como pseudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias.

Habrá entonces que huir tanto de convertir al demonio en protagonista del evangelio, como de construir un evangelio expurgado de Satanás. No sería, ciertamente, el evangelio de Jesucristo. Si algo hay claro en una lectura de las páginas del nuevo testamento es que para Jesús y los apóstoles el demonio es una realidad, una realidad viva y no una simple figuración o un fantasma. Explicarlo como una simple aceptación por parte de Jesús de las categorías corrientes de su época no resulta convincente: Jesús modificó en muchas cosas esas categorías, las modificó incluso en ciertos aspectos de la visión del demonio. Dar por supuesto, sin prueba ninguna positiva, que Jesús habla en metáforas sobre un tema tan importante, cuando todo en su lenguaje y su comportamiento dice lo contrario, parece demasiada imaginación y poca ciencia. A no ser que, con un planteamiento puramente racionalista, se parta del supuesto de que el sobrenatural no puede existir.

Pero dejemos por ahora este tema sobre el que habremos de volver en otro lugar de esta obra y leamos el texto evangélico tal y como los sinópticos nos lo presentan. Tras un revestimiento literario en detalles, nos encontramos con la primera gran batalla de Jesús, prólogo de la gran lucha que concluirá en una cruz.


La tentación del Hijo de Dios

Y una vez más, los extremos se tocan: si desde ciertas posiciones avanzadas se cree que las alusiones al demonio son pura literatura, desde otros planteamientos conservadores se cree literario el hecho de que Jesús fuera tentado. ¿Cómo va a rozar, aun de lejos, la tentación al Hijo de Dios? No, dicen ciertas falsas devociones a Cristo, en realidad el Señor no fue tentado sino de mentirijillas. Se trataba de dar una lección a la Iglesia para que no caiga en mesianismos temporales y Jesús habría aceptado, cuando más, una tentación puramente simbólica, para dar un ejemplo a los cristianos. Pero sin estar verdaderamente sometido al fuego de la tentación. La escena, dicen estos comentaristas píos, no tendría otro valor que el puramente pedagógico para nosotros. Escribe Duquoc:

Creen estos que de esta manera respetan y salvaguardan la dignidad de Cristo, Hijo de Dios, suprimiendo toda significación individual a su tentación. En realidad este respeto no es más que aparente. Se hace de la tentación de Jesús una comedia, a la que él se hubiera prestado para darnos ejemplo. Pero si Jesús no ha vivido la tentación como tentación, si la tentación no ha significado nada para él, hombre y Mesías, su actitud no podría ser ya un ejemplo para nosotros, ya que no tiene nada que ver con la nuestra. Sólo será ejemplar cuando, tras haber vivido la tentación, la haya superado desde su interior. ¡Se trata de la verdad misma de la encarnación! ¡No nos interesa una comedia o un ejercicio estilístico!

No fue, pues, un juego. En Jesús no hubo la menor connivencia con el pecado, pero la tentación cruzó su vida como cruza las nuestras. Y no sólo una vez. Si el evangelio sólo nos describe estas tres tentaciones, hay en el nuevo testamento muchas frases que nos dicen que la tentación acompañó a Jesús durante toda su vida. Porque no tenemos —dice la carta a los Hebreos 4, 15— un sumo sacerdote incapaz de compartir el peso de nuestras debilidades, sino al contrario: tentado en todo, como semejante nuestro que es, pero sin pecado. Sí, en todo fue tentado en todos los terrenos y en todas las formas: en el hambre y la sed, en el frío y en la fatiga, en éxitos clamorosos y en fracasos desalentadores, en la soledad y en la incomprensión de los más allegados, en la inoportunidad de las gentes y en la hostilidad de los gobernantes. Se entiende, por ello, que cuando Jesús, en los últimos días de su vida, al echar una ojeada retrospectiva a su vida, habla con intimidad a sus apóstoles les diga con palabras de agradecimiento: Vosotros habéis permanecido constantemente conmigo en mis pruebas (Lc 22, 28). Aún se irá más allá al afirmar que porque él mismo soportó la prueba, es capaz de socorrer a los tentados (Heb 2, 18). Y el evangelio de Juan resumirá esta lucha y su desenlace con estas palabras dichas por Jesús en vísperas de su pasión: Viene el príncipe de este mundo, que en mí nada puede, pero conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre (Jn 14, 30).

Las tres tentaciones del desierto iban a ser, así, como el resumen, la obertura, de la gran lucha que duraría tres años. Y en ellas la tentación iba a tratar de herir en lo esencial: en la misma sustancia del mesianismo de Jesús.


Las tres preguntas capitales

Esta pregunta que Satanás plantea a Cristo sobre la substancia de su mesianismo, deja en sombra todas las muchas cuestiones que nuestra curiosidad formularía en estos momentos y que me limitaré a rozar para centrarnos, después, en aquélla.

¿Sabía Satanás que aquél a quien tentaba era Dios en persona? No parece probable. Difícilmente se hubiera esforzado en tentar a Dios mismo. Sabía, sí, porque acababa de oírlo en el bautismo, que Jesús era el Mesías, el nuevo Moisés, el Hijo de Dios, pero difícilmente pudo interpretar esta expresión en todo su hondísimo sentido. La humanidad de Cristo le cegó, sin duda. San Gregorio Magno lo ha dicho graciosamente: Como a un pez sin seso le cautivó el cebo de la humanidad, v el anzuelo de la divinidad lo sacó fuera, a la pública vergüenza.

¿Sucedieron las tentaciones en la realidad exterior visible o todo ocurrió simplemente en el interior de la conciencia de Jesús? Nueva mente la duda. Desde un punto de vista teológico es perfectamente posible que las tentaciones sufridas por Jesús fueran hermanas gemelas de las que todos los hombres padecemos en nuestro corazón, sin necesidad de apariciones diabólicas. Es perfectamente posible que la forma literaria con que se cuenta el suceso fuera aportada por los evangelistas, que reunieron en una sola ocasión todas las tentaciones que —como ya hemos señalado Cristo vivió a lo largo de su vida.

De haber ocurrido en la realidad exterior, ¿qué forma habría adoptado el demonio? Nuevamente lo ignoramos. En todo caso no parece que haya que acudir a las fórmulas melodramáticas adoptadas por los pintores a lo largo de los siglos.

¿Los evangelistas al hablar del desierto y de que las tentaciones ocurrieron tras cuarenta días de ayuno hacen historia o presentan símbolos? Las dos hipótesis son perfectamente posibles, aunque todo hace pensar que ese desierto y esa cuarentena no son, en su literalidad, sino recuerdos del antiguo testamento.

Lo que es evidente es que todas estas preguntas en nada alteran el fondo de la gran batalla que, en el desierto o en el alma de Cristo, va a librarse. Las que realmente aquí cuentan son las tres cuestiones sobre el contenido de su misión que Satanás va a plantear a Cristo.

Dostoyevsky, en una de las páginas más bellas de toda la historia de la literatura (La leyenda del gran inquisidor en Los Karamazov) ha intuido como nadie la hondura de lo que aquí se juega. Transcribiré lo fundamental de su comentario:

Si hubo alguna vez en la tierra un milagro verdaderamente grande, fue aquel día, el día de esas tres tentaciones. Precisamente en el plantea miento de esas tres cuestiones se cifra el milagro. Si fuera posible idear, sólo para ensayo y ejemplo, que esas tres preguntas del espíritu terrible se suprimiesen sin dejar rastro en los libros y fuese menester plantearlas de nuevo, idearlas y escribirlas otra vez, y a este fin se consagrase a todos los sabios de la tierra --soberanos, pontífices, eruditos, poetas , sometiéndoles esta cuestión, imponiéndoles esta tarea: «Discurrid, redactad tres preguntas que no sólo estén a la altura del acontecimiento, sino que, además, expresen en tres palabras, en tres frases humanas, toda la futura historia del mundo y de la humanidad...». ¿Piensas tú que toda la sabiduría de la tierra reunida podría discurrir algo semejan te en fuerza y hondura a esas tres preguntas que, efectivamente, formuló entonces el poderoso e inteligente espíritu en el desierto? Sólo por esas preguntas, por el milagro de su aparición, cabe comprender que nos encontramos con una inteligencia no humana, sino eterna y absoluta. Porque en esas tres preguntas aparece compendiada en un todo y pronosticada toda la ulterior historia humana y manifestadas todas las tres insolubles antítesis históricas de la naturaleza humana en toda la tierra.

¿Cuáles son esas tres formulaciones en las que el Espíritu del mal resume toda su filosofía de la historia? ¿Cuáles las tres antítesis que, frente a ellas, presenta Jesús? Ese es el eje de esta escena que estamos comentando.

Pero señalemos, antes aún de entrar en su análisis, dos datos importantes: los evangelistas sitúan este encuentro de Cristo con el demonio inmediatamente después de su bautismo y en el prólogo mismo de su vida pública, como queriendo señalar la concatenación de este momento con los otros dos. En el bautismo se ha hecho pública por primera vez cuál es la vocación de Jesús. La escena de las tentaciones nos aclarará el verdadero sentido de esa vocación Y servirá, a la vez, de prólogo y resumen de clave musical de fondo dirá González Faus de toda su predicación.

Porque lo que aquí está verdaderamente en juego, es, nada más y nada menos, que el sentido y la dirección de la obra redentora de Jesús. Satanás ha oído proclamar, en el bautismo, la vocación mesiánica de Cristo y su especialísima unión con Dios. Por ello, parece dar por supuesta esa condición de Hijo de Dios en Cristo. Pero busca la manera de conducirle hacia un mesianismo distinto del querido por Dios. Jesús es aquí, literalmente, tentado para que dé a toda su obra una configuración distinta a la que realmente tuvo. ¡Había en Israel —y hay hoy entre nosotros— tantos mesianismos alicortos con los que el tentador podía sentirse tan de acuerdo! ¡Tal vez si consigue inducir a Cristo a marchar por uno de esos caminos, termine el nuevo Mesías por encontrarse más cerca del demonio que de ese Padre del que habla! Así, Satanás no propone a Cristo elegir entre el bien y el mal, sino simplemente entre el bien tal y como es querido por Dios y otros aparentes bienes de factura y categoría humana. Empuja a Cristo por los caminos de «nuestra» lógica. Le ofrece sendas hermosas y brillantes. Desde luego más brillantes que los caminos señalados por su Padre. Dios parece ser siempre gris y aburrido frente a este tan imaginativo tentador. ¿Es que a Dios no se le puede ocurrir un camino para mejorar el mundo que no pase por la muerte y el dolor? ¿Sólo el sudor y la sangre han de ser salvadores? Satanás propone a Cristo, no el mal, sino algo muy inteligente: la redención sin dolor, lo que Fulton Sheen definió como los tres atajos para no pasar por la cruz.


Un reformador social

La primera tentación propone a Cristo que reduzca su función redentora a una reforma social de uno o de otro color. El —le dice—puede convertir las piedras en pan, primero para sí, después para todos los demás. Con ello realizará ese gran sueño que durante siglos han tenido todos los pueblos y, muy concretamente, el de Israel a lo largo de los siglos. Ese sueño que atraviesa toda la Biblia: un reino de Dios en el que, al fin, todos podrán comer, en el habrá profusión de trigo en la tierra, en la cima de los montes ondeará (Sal 72, 16). Los israelitas hacía siglos que venían viendo el estómago repleto como el gran signo de su amistad con Dios y reduciendo toda su esperanza del paraíso a una simple plenitud de bienes materiales. ¿No viven todos los hombres de hoy idéntica ambición? ¿No reducen y confunden con eso su esperanza? Por eso Satanás se lo propone ahora a Cristo: si se dedica a convertir en panes las piedras del mundo pronto todos le seguirán y su palabra no tendrá que esforzarse en buscar corazones abiertos porque tendrá suficiente con contar con los vientres satisfechos. Pero Satanás —como para Israel, como para todos los hombres de todos los tiempos— el pan (entiéndase el dinero, el confort, el placer, el paraíso en la tierra) no sólo es lo primero, sino realmente lo único importante.

Hay, sí, algo de demoníaco en el materialismo, de todos los colores, que hoy domina el mundo. Dostoyevsky también lo intuyó perfectamente cuando, por boca de su gran Inquisidor, echaba en cara a Cristo haber elegido el dar libertad a los hombres en lugar de darles pan, sólo pan. Con ello había podido después exigirles que fueran buenos. Convirtiendo las piedras en pan correrá detrás de ti la humanidad como un rebaño agradecido y dócil, aunque siempre temblando, no sea que tú retires tu mano y se les acabe el pan.

Pero, frente a este mesianismo de vía estrecha —que no es, en definitiva, otro que el que hoy ofrecen todas las dictaduras— Jesús recuerda que él no es un repartidor de pan, que trae algo más importante y muy distinto: la palabra de Dios, único alimento que puede saciar definitivamente el corazón del hombre.

¿Desprecia Jesús con ello lo material? ¿Se desinteresa de los estómagos de los hombres? No. El pan es necesario. El lo sabe. El hombre necesita pan. Hay que luchar porque todos lo tengan. Como seres humanos esa es una de nuestras más importantes tareas. Pero él, como hombre y como Dios, trae más que pan. Es decir: ha traído la palabra de Dios que, si es aceptada, traerá el pan de la tierra como añadidura, después de haber dado la plenitud interior y por el hecho de darla.

Jesús no desprecia ninguna de las luchas humanas. Pero luchar por la justicia humana era algo que podríamos y sabríamos hacer sin que él viniera. El trae otra cosa. Otra cosa que, además, ayudará a encontrar ese pan para todos. Jesús sabe que, si él se dedica a cambiar las piedras en panes, las multitudes le seguirán y fingirán creer cuanto él diga, pero, al final, ni siquiera sabrán de qué les ha hablado. Por eso él, a lo largo de su vida, multiplicará los alimentos sólo cuando sea estrictamente necesario y, aun entonces, a regañadientes. Predicará algo que es tan necesario como el pan aunque no lo veamos así: el amor, el entusiasmo, la verdad, la gran esperanza. Jesús, al contrario de ciertos cristianos, que hoy parecen reducir todo su evangelio a la pura justicia material, sabe que con sólo pan no se consigue el amor, pero que, con el amor —si de veras existiera—, ya se habría conseguido el justo reparto de los bienes materiales. ¿Su mesianismo entonces no tiene que ver con la justicia terrestre? Sí, pero no se reduce a ella. Jesús traerá muchas más cosas: la alegría, el entusiasmo, el encuentro con el agua que quita toda sed: con la viva realidad de Dios.

Dramáticamente hay que reconocer que esta primera batalla entre el demonio y Cristo sigue librándose en nuestra vida cotidiana de hombres del siglo XX: el demonio sigue predicando por mil voces no cristianas (¡y algunas cristianas!) que sólo de pan vive el hombre y los seguidores de Jesús (¡aunque tan mal!) seguimos repitiendo que hay que buscar el pan de cada día, pero además, el Dios y el amor de cada día para todos.


La tentación del uso de Dios y de la eficacia

Tras el mesianismo materialista, Satanás propone el mesianismo milagrero y fosforescente. ¿Por qué Jesús no se arroja desde el pináculo del templo y hace así una brillante y espectacular presentación ante sus compatriotas? Un éxito como ese, hará que todo el pueblo se ponga en pie tras él. No será necesario predicar, mucho menos morir. Bastará con triunfar. Satanás sabe que los hombres aman lo maravilloso. Están dispuestos a postrarse ante cualquier taumaturgo, tanto si es diabólico como si se trata de un charlatán. Hágase el milagro, aunque sea del diablo, dice uno de nuestros refranes. Porque el hombre siempre preferirá una mentira brillante a cien verdades grises.

Pero esta tentación tiene más hondura de la que aparenta. En ella entra en juego el mismo concepto que Jesús tiene de Dios y el absurdo modo de entenderlo que tiene el demonio. Para éste, como para tantos supuestos creyentes, Dios sería sólo —dicho con frase brutal una vaca lechera, una fuente de beneficios. Por eso el diablo incita a Cristo a usar a Dios, poniéndolo al servicio de sus intereses o de su misma misión.

Porque aquí está la clave de la tentación diabólica: el demonio no tienta a Cristo pidiéndole un milagro para demostrar que es el Hijo de Dios o para beneficio propio, sino para que los hombres crean en él. Es la misma tentación que formularán a Cristo cuando esté en la cruz pidiéndole que baje de ella, no como un triunfo propio, sino como un supuesto cumplimiento de su misión: para que creamos en él (Mt 27, 42).

Es decir, estamos en la tentación de la eficacia apostólica. Ahora podemos medir la profundidad de esta tentación: en ella —como escribe Duquoc— el demonio parece como si recogiera el hilo de los pensamientos que, con frecuencia, se le presentaron a Jesús: la escasa eficacia aparente de su vida y de su ministerio. Sabido es cómo Cristo sufrió al ver cómo no le comprendía el pueblo judío: lloró sobre Jerusalén. Y varias veces tuvo que aislarse para escapar de la voluntad popular que quería convertirlo en rey. El mesianismo del siervo le prohibía procurar todos esos medios humanos, demasiado humanos; pero, al mismo tiempo, parecía entregarse a una eficacia estrictamente limitada. Y es aquí donde concentra sus preguntas la inteligente tentación diabólica: el mesianismo del siervo —el que pasa por la cruz— ¿no será demasiado idealista? ¿De qué sirve esa pureza si conduce finalmente a una mayor dureza de los hombres y a la repulsa de la mayor parte de ellos? ¿No sería mejor cierto relajamiento temporal de ese mesianismo? ¿No sería preferible inscribirlo de una manera más potente y sustancial en el mundo, sin perder nada de sus orientaciones fundamentales? Las preguntas nacen de la propia experiencia del fracaso de la predicación de Cristo, de la desproporción entre la universalidad del mensaje y su empresa concreta. Satanás saca así la conclusión que brota de semejantes cuestiones: el mesianismo del siervo traiciona a los hombres que pretende servir.

Este tremendo dilema que el demonio presenta a Cristo sigue vivo en los creyentes de hoy. Y puede formularse así: ¿El triunfo o la santidad? ¿La rápida e inteligente eficacia de la sabiduría de este mundo o la forzosamente lenta eficacia del amor? No se trata, como es lógico, de apostar por la estupidez frente a la eficacia. Se trata de preguntarse si la eficacia es un ídolo al que todo —incluso la sustancia del mensaje— deba ser sacrificado. Se trata de comprobar si hay que «suavizar» la palabra de Jesús para que sea más fácil de tragar por los hombres «de hoy», como siempre decimos. Se trata de saber si hay que eliminar la cruz para hacer un cristianismo más llevadero. Se trata de investigar si son mejores los caminos de los hombres que los de Dios, sólo por el hecho de que éstos sean más duros y, por tanto, más lentos.

Esta substancial lentitud del camino del amor es una de nuestras grandes apuestas. Desde luego por la revolución (o por la informática) se llega más rápidamente a ciertas metas. Pero ¿de qué tipo es la eficacia evangélica?

Endo Shusaku —el primer biógrafo moderno de Jesús en japonés— ha insistido largamente en eso que él llama «la tristeza de fondo» del alma de Jesús:

El se daba cuenta de una cosa: de la impotencia del amor en la realidad actual. El amaba a aquella gente infortunada, pero sabía que ellos le traicionarían en cuanto se dieran cuenta de la impotencia del amor. Porque, al fin de cuentas, lo que los hombres buscaban eran los resultados concretos. Y el amor no es inmediatamente útil en la realidad concreta. Los enfermos querían ser curados, los paralíticos querían caminar, los ciegos ver, ellos querían milagros y no amor. De ahí nacía el tormento de Jesús. El sabía bien hasta qué punto era incomprendido, porque él no tenía como meta la eficacia o el triunfo; él no tenía otra meta que la de demostrar el amor de Dios en la concreta realidad.

Esa es la segunda tentación que Satanás presenta a Cristo: que se decida a usar a Dios, que se lance a los milagros espectaculares, que se dedique a resolver los problemas concretos de los hombres en su vida diaria. Con ellos triunfará, todos le seguirán unánimes. Que no elija, en cambio, el lento camino del amor y la predicación en libertad con la que lo único que conseguirá es no ser oído por la mayoría y terminar dramáticamente en una cruz. Con ello Cristo será «eficaz», pero se habrá convertido en un mesías de vía estrecha. En un mesías, en todo caso, distinto del que su Padre quiere. Por eso le lleva al pináculo del templo —desde el que se arrojaba a los blasfemos porque sabe que si Jesús acepta su oferta se habrá convertido, sin más, en un blasfemo.

Pero Jesús se niega a la milagrería. El milagro provechoso, el milagro-trampa, es algo que no entra en sus cálculos. El puede aceptar que los milagros sean útiles para otras personas, jamás para sí mismo, jamás como centro de su labor redentora. Cuando los saduceos le tienten un día —repitiendo la propuesta diabólica— para
pedirle, como prueba de su poder, que haga un signo en el aire, no les concederá otra señal que el trueno de su imprecación: ¿Por qué tentáis a Dios, carnada de víboras? (Mt 15, 39). Cuando Herodes le pide un milagro, igual que pediría brincos a un saltimbanqui o magia a un prestidigitador, Jesús responderá sólo con su silencio. Y, cuando Satanás regrese para pedirle por boca de los fariseos— que baje de la cruz para que crean en él, responderá sólo con un silencio que es repetición muda de lo que ahora, en el desierto, le dice al tentador: su confianza en el Padre es tal, que ni le pedirá ahora ayudas especiales para un milagro espectacular, ni en la cruz pedirá ser salvado del dolor. Para Jesús —para el creyente-- no hay otro camino.


La tentación del poder

Pero será en la tercera tentación donde Satanás mostrará su verdadera naturaleza. Una primera lectura da la impresión de alguien que, tras sus dos primeras derrotas, ha perdido los papeles y se lanza al ataque al buen tun-tun. Pero un estudio más atento descubre que no hay nada de improvisado, de enloquecido. Al contrario, el adversario descubre aquí toda su realidad.

Empieza por ser aparatoso, como siempre es el mal: monta —dice Bruckberger— una fantasmagoría que debió de ser de una suntuosidad como para cortar el aliento. Toma al Señor y le lleva a una montaña altísima y, enseñándole todos los reinos del mundo, le dice: Todo esto te daré, si, postrándote ante mí, me adorares (Mt 4, 8-11; Lc 4, 5-12).

No se sabe qué admirar más: si la audacia y el descaro con el que Satanás pide ser adorado o si la tranquilidad con la que alardea de que todo el poder de este mundo es suyo y puede dárselo a quien quiera. El diablo se muestra aquí como un ídolo, como lo que él quisiera ser: un antidios. A ello se añade el aire chulesco del ofrecimiento: la tentación —dice Bruckberger— se presenta bajo la forma de chalaneo: yo te doy lo que me pertenece, el poder político y la gloria que lleva consigo, y tú me das lo que te pertenece: el homenaje de adoración de la criatura libre. Al diablo hay que agradecerle, al menos, la claridad de sus planteamientos.

Si en las tentaciones anteriores no ha logrado que Cristo rebaje su mesianismo al simple materialismo de un puro reformador social o a la fosforescencia del puro obrador de milagros, intentará ahora que, al menos, se limite al puro poder humano, a esa posesión de la tierra que era el sueño dorado de todos los miembros de su pueblo, los israelitas y que seguirá siendo, a lo largo de los siglos, el sueño de todos los humanos (incluidos los creyentes). Que se contente con el mundo y se olvide de las almas y la verdad. Y, si se obstina en anunciar el amor y la verdad, que, cuando menos, use el poder como camino para pregonarlos. El sabe que Satanás puede derrotar a todos los poderosos, pero fracasará con los pobres y los humildes. Sabe que a él no le vencerán los imperios, pero le aniquilará una sangre derramada. No le derrotarán ni el oro, ni los ejércitos, pero sí una cruz.

La tentación es honda: si viene a salvar al mundo ¿no será un buen camino empezar por dominarlo y hacerlo suyo? Cuando todos sean sus súbditos, todos oirán su voz. Cuius regio eius et religio repetirán diabólicamente siglos después. Y se pensará que, convertido el rey, conquistados los que mandan, ya se ha convertido todo un pueblo. Sí, dice el demonio: si le ven subido en un trono, le seguirán muchos más que encaramado en una cruz. ¿No es el alma del hombre lo que él busca? ¿Y no van los hombres tras el brillo de los poderosos?

El demonio descubrirá aquí, proféticamente, en pocas palabras algo que la historia ha necesitado siglos para descubrirnos: que todo poder humano es demoníaco. Escribe Papini:

Satanás podrá ofrecer lo que es suyo: los reinos de la tierra están con frecuencia fundados en la fuerza y se mantienen con el engaño; allí está su campo. Satanás duerme cada noche a la cabecera de los poderosos; ellos le adoran con sus hechos y le pagan tributo diario de pensamiento y de obras.

Hoy lo decimos con la tremenda y verdaderísima frase de Lord Acton, que se ha convertido casi en un adagio popular: El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Porque ésta es la clave del problema: el carácter absoluto que el poderoso se atribuye a sí mismo, como formula González Faus. De ahí que todo poder sea hermano gemelo de la idolatría. Frente a ello, Jesús recordará que sólo Dios es el Absoluto. Pero el poderoso termina convenciéndose de que también él lo es. ¿Quién de nosotros no se ha sentido en sueños al mismo tiempo poderoso y Dios? Porque curiosamente —como ha escrito Simone Weil— la mayor parte de los hombres, exceptuados los santos, se imaginan de buena fe que, si ellos obtuvieran el poder, ya poseen por sí mismos bastante justicia como para hacer el mejor uso de ese poder para sí y para el mundo entero. El hombre más mediocre es capaz de convencerse a sí mismo de que, si pudiese mandar en el tiempo, siempre haría buen tiempo.

Pero la realidad es la idolatría con toda su corte de mentiras. ¿No enseña la experiencia diaria que el campo de la política y del poder parece estar particularmente abierto a las influencias de lo que la Biblia llama el príncipe de este mundo? ¿No es por excelencia el mundo del engaño, de la restricción mental, de la propaganda, de la fuerza?

Nadie como un cristiano debería entender esto. Nadie sabe como él hasta qué punto es imposible —escribe Bruckberger— una entente absolutamente cordial, sin reticencias y sin reservas, entre el estado y los cristianos. Por cuanto los cristianos son cristianos, les es imposible tomar completamente en serio el estado y la razón de estado.

Y, sin embargo, asombrosamente ¿cuántas veces se ha intentado ese «círculo cuadrado» que es un estado-cristiano? ¿Cuántas se ha creído que el poder, el dinero, la fuerza, eran caminos apostólicos? ¿Cuántas veces los creyentes nos hemos arrodillado ante el demonio del poder, con la disculpa de difundir así mejor el Reino?

Jesús responde con un «no» rotundo: a sólo Dios adorarás, no hay más que un absoluto, que es Dios, no hay más poder que el que no es de este mundo. Un poder que camina por las sendas del amor, del fracaso aparente y de la cruz. Desde la altura de un trono es muy dificil, casi imposible, amar. El trono aleja, la cruz acerca. Y de nada sirve que el demonio ofrezca a cambio de su eficacia todos los reinos de este mundo. Jesús sabe que, incluso gratis, el poder corrompe. Sabe que un Cristo «poderoso» no sería el verdadero. Y que su redención con oro sería una conquista, no una redención. Por eso —como dice Lanza del Vasto Jesús es el primero en enseñar que la salvación no puede llegar bajo las especies de la fuerza, el poder y la riqueza.

Jesús, que en el bautismo, nos mostró ya cuál era su vocación, nos muestra en el desierto por qué misteriosos e inéditos caminos la realizará. Por eso debe comenzar derrotando al demonio y a las falsificaciones del mesianismo. San Hilario lo describirá con frase plástica:

Cristo reconoce públicamente que todo el poder del diablo fue liquida do por él en la primera tentación, dado que no se puede entrar en la casa del fuerte y robarle su hacienda si previamente no se ha maniatado al fuerte. Y es evidente que quien tal cosa puede hacer ha de ser más fuerte que el fuerte aquél.

Por eso Jesús, antes de comenzar a predicar el reino de Dios, señala ya, con claridad, qué distintos son los caminos de ese reino de los del reino del mundo y del demonio. La tentación del demonio —dice Von Balthasar— nos conduce al meollo de su vocación, a su acción primera y estable: la derrota de Satanás para siempre. Y, cuando, luego, expulsa demonios, eso no hace más que verificar, extender y' ratificar su victoria.

No estamos, pues, en esta escena, ante una anécdota, sino ante un prólogo. Si Satanás esperaba milagros, los encontró, pero mucho más serios que convertir piedras en panes o que arrojarse por un precipicio. Milagros tan importantes como preferir el servicio y el amor a la victoria fácil del poder; como aceptar los caminos oscuros y sangrientos y dejar de lado los esplendorosos. Y sí quería saber si Cristo era más que un hombre, ciertamente que lo descubrió: tenía que ser Dios quien prefiriera lo doloroso y lo pequeño.