11 Un muchacho arrastrado por el viento de su vocación


En medio del desierto de silencio de los treinta años de la vida oculta de Jesús, aparece, como un oasis, la narración de Lucas sobre el viaje a Jerusalén, cuando tenía doce años. El evangelista, que sólo ofrece grandes datos genéricos sobre el resto de la infancia, se vuelve aquí detallista y minucioso. ¿Es el afán de los biógrafos que gustan de encontrar cosas que, ya en los comienzos de la vida de sus héroes, anticipen la grandeza de su destino? ¿Estamos ante una fábula típica de las hagiografías? La verdad es que, si el evangelista trataba de inventar, hubiera podido encontrar mil historias más exaltantes. Lo que en realidad nos cuenta, no es nada maravilloso, si lo leemos tal y como Lucas lo narra y no como lo ha revestido la tradición florida. Al contrario, la misma cotidiancidad de la anécdota viene a confirmar la historicidad del suceso que hoy aceptan como clara los críticos más cuidadosos. Más bien parece que habrá que preocuparse de la profundidad de la narración, que no podemos reducir a una simple anécdota. Algo muy grande ocurrió en realidad en aquel viaje, aparte de la pequeña historia del niño que se pierde.

La fecha era importante para Jesús: era el día de su entrada oficial en la vida religiosa de su pueblo. Algo parecido a lo que hoy supone la primera comunión para un niño cristiano, pero hecha con la mayor conciencia que los doce años permiten.

El viajar a Jerusalén era un elemento permanente de la vida judía. Todo israelita varón tenía obligación de acudir al templo tres veces al año, aunque de hecho quienes vivían lejos lo hacían sólo por la pascua. Esta obligación comenzaba a regir para los niños a los doce años, en vísperas del Bar-Mitswa que, a los trece, les constituía en elementos de pleno derecho del pueblo sacerdotal.

Sus padres, nos dice el evangelista, hacían este viaje todos los años. María no estaba. en rigor, obligada a ello, pero una mujer piadosa gustaba de ir con su marido. ¿Les acompañaba el niño en años anteriores? No acaban de ponerse de acuerdo los comentaristas. En realidad podía hacerlo y había escuelas rabínicas que recomendaban que los niños fueran apenas sabían andar. Pero el tono de novedad con que el evangelista cuenta la escena hace más verosímil que ésta fuera la primera vez que el pequeño acompañaba a sus padres.

El viaje era casi una fiesta nacional. En las vísperas de la pascua toda Palestina se ponía espiritualmente en pie. Los caminos se poblaban de peregrinos. Las autoridades se volcaban en facilidades: se arreglaban los puentes, se cavaban pozos en las orillas de los caminos que conducían a Jerusalén. Desde todos los rincones del país se organizaban caravanas y el aire se llenaba de cantos de marcha. Como en un año santo cristiano.

El camino desde Nazaret solía hacerse en cuatro etapas y todo el trayecto tenía un estilo de procesión litúrgica. Se rezaban largas oraciones al comenzar el camino, se saludaba con plegarias el levantarse y el ponerse del sol, se bendecía a Dios al pasar junto a un árbol, al respirar un perfume, al acercarse a una ciudad, al contemplar un relámpago o escuchar un trueno, al ver el arco iris, al llegar a la cima de un monte. Al borde de los caminos los comerciantes vendían frutas y tortas de pan. Y, al acercarse a Jerusalén, todo el paisaje se llenaba de acentos sacrales: los árboles del diezmo, destinados al servicio del templo, estaban rodeados de una liana que sostenía un cartel que, en letras rojas, decía: «Sagrado».

Para María y José, el camino estaba lleno de recuerdos (sobre todo el de aquel otro viaje —¡tan distinto!— de doce años antes). Pero, para Jesús, todo era nuevo. Su boca estaría llena de preguntas y curiosidades, sus ojos no darían abasto de tanto como tenían que ver.


Una ciudad en fiestas

Sobre todo al llegar a la ciudad. Jerusalén era en aquellos días un hormiguero en fiesta. Flavio Josefo llegará a decir que la capital alcanzaba en los días de pascua una población de do millones y medio de habitantes. Pero la cifra es completamente inverosímil. Ya es mucho suponer que los 30.000 habitantes que —según los cálculos de J. Jeremías— tenía Jerusalén en tiempos de Cristo se vieran por aquellos días doblados o triplicados. No sólo todas las casas y posadas estaban abarrotadas, sino que, en torno a las murallas, surgía una auténtica ciudad de tiendas de campaña.

Los vendedores —que en aquellos días hacían su agosto— llenaban las calles con sus mercancías; en torno a la ciudad pastaban enormes rebaños de corderos, listos para ser sacrificados en la comida pascual. Los cambistas colocaban sus mesas en las esquinas próximas al templo, ofreciendo el cambio —quedándose con un buen porcentaje— de la moneda romana común por los ciclos, única moneda aceptada en el templo.

Otro hecho debió de golpear enseguida al pequeño: Jerusalén era una ciudad ocupada por el ejército romano. Soldados de Roma eran los que controlaban las entradas y salidas de la ciudad santa. Y, sobre las murallas de la Torre Antonia, próxima al templo, se les veía patrullar con sus lanzas enhiestas. Aquella presencia exasperaba los espíritus de los judíos que veían en ella, no sólo una blasfemia, sino, sobre todo, una humillación para su patria. Había odio en todas las miradas y se respiraba ese aire tenso que tienen las ciudades ocupadas militarmente por un ejército invasor.

Pero al muchacho —aunque le doliera esta presencia como a todo el buen patriota y, más aún, siendo religioso— le dominaban mayormente otras ideas: iba a entrar por primera vez en el templo —su estancia como bebé no contaba para su psicología de adolescente—, en aquel santuario que, desde siempre, era el centro de su corazón.

Todo judío entraba en él con el pecho agitado y a Jesús debía de golpearle el corazón al pisar por primera vez aquellas losas doradas que cegaban casi, al herirlas el sol. Esta era la casa del Dios de los judíos, la casa de su Padre. Jamás un muchacho ha sentido en la historia una emoción como la suya aquella tarde cuando, hacia las tres; comenzó el «sacrificio vespertino».


El primer sacrificio

Tenía lugar al aire libre, ante la puerta del templo, en la cara este del monumento. Vio avanzar el cortejo de los oficiantes: once, al frente de los cuales tres sacerdotes revestidos con toda la pompa de sus vestidos litúrgicos: las largas túnicas que apenas cubrían sus pies desnudos, las tiaras doradas refulgentes como coronas imperiales. Vio al sacrificador avanzar cuchillo en mano hacia el cordero que sujetaba uno de los levitas. Vio cómo ponía sobre él sus manos, cual si tratara de asociar su alma a la del animal. Le vio hundir después el cuchillo en la garganta del cordero. La sangre corrió. Los sacerdotes la derramaron sobre el altar.

Esta era la primera vez en su vida que Jesús veía a un sacerdote. Era también la primera que presenciaba un sacrificio. En la sinagoga de Nazaret estaba acostumbrado a un culto bien diferente de éste, un rito de tipo familiar en el que toda la comunidad era sacerdotal y en el que todos presidían por turno. Ahora, por vez primera, se encuentra con un sacerdocio muy distinto: el de los hombres elegidos a quienes su misión les aleja de la comunidad. Se encuentra con un culto más oficial, jerarquizado, clericalizado. Y, al mismo tiempo, pasa del mundo religioso de las bendiciones, al de los sacrificios. Entra en el mundo de los símbolos sagrados, de la sangre redentora y purificadora. De una religiosidad más sencilla —más próxima a su mundo infantil— pasa a otra más honda y misteriosa. Sabe que lo que el sacerdote está haciendo es un símbolo, pero un símbolo cargado de sentido: al poner las manos sobre aquel cordero está expresando que su alma, y la del pueblo que representa, pasan a la de aquel cordero que va a ser ofrecido. Entiende que, en cierto modo, la sangre de aquel animal se ha convertido en otra sangre y su carne en otra carne.

¿Qué sentía aquel muchacho al ver lo que veía? ¿Comprendía ya que un sacrificio más alto tendría que ver con su carne y su sangre? ¿Se sentía y sabía cordero destinado a morir por el mundo, no simbólica, sino realmente?

Nunca conoceremos los caminos del conocimiento que vivió aquel niño. Jamás sabremos hasta qué punto su ciencia divina iluminaba su naturaleza real de muchacho. Lo que sí podemos descubrir es que, en todo caso, la experiencia tuvo que ser desgarradora. Por primera vez en su vida, se encontraba con toda la plenitud de su destino dibujada con sangre ante él. Se sentía representado en aquel sacerdote, se veía figurado en la víctima sangrante. A sus doce años tenía ya capacidad suficiente para asumir en plenitud este encuentro total con su Padre Dios y con la vocación que le estaba destinada.

Es natural que su alma se sintiera golpeada. que quisiera ver más y más, que intentara enterarse de todo, preguntar, conocer: que tratara de llegar hasta el fondo de aquel mundo misterioso que se le había descorrido como una cortina. Su pérdida en el templo no fue, pues, una casualidad, ni una aventura. Jesús, a los doce años —y en aquella época esta edad era mentalmente la de los dieciséis o dieciocho de nuestro tiempo— no es el chiquillo que se pierde entre un gentío. Es, por el contrario, el muchacho ávido de encontrar respuestas a las preguntas que le arden en el alma.


Los corros de doctores

El ambiente del templo se prestaba, además, a esta investigación. En los atrios abundaban los doctores dispuestos a responder a las preguntas de los curiosos que deseaban instrucción. Doctores egregios muchos de ellos, dedicados durante años a investigar la palabra de Dios y a conocer sus caminos. No vivía ya el sabio Hillel --muerto muy pocos años antes-- pero sí sus discípulos. Vivía, en cambio, el anciano Schammai, rodeado sin duda por sus muchos seguidores, opuestos a Hillel y mucho más rigoristas. Las dos escuelas cruzaban allí sus fuegos dialécticos: ritualistas, legalistas, minuciosos los discípulos de Schammai; espiritualistas, carismáticos, casi diríamos que precristianos los de Hillel. En torno a ellos los curiosos se arracimaban, escuchaban, preguntaban, discutían. Jesús debió de pasar en estos corros buena parte de los dos días que seguramente estuvieron sus padres en Jerusalén.

Las fiestas pascuales duraban en realidad siete días, pero sólo los dos primeros y el último eran de «plena fiesta». En los cuatro intermedios se podía caminar y eran muchos los peregrinos que los aprovechaban para regresar a sus ciudades. Es probable que así lo hicieran María y José y su corta estancia en Jerusalén demostraría mejor el porqué de la insatisfacción del muchacho. ¿Cómo marcharse tan pronto ahora que tantos misterios se habían abierto ante sus ojos?

Sus padres no descubrieron probablemente el terremoto espiritual que se había producido en la conciencia humana de su hijo y prepararon con normalidad el regreso. El mismo hecho de que no se fijasen en la ausencia de Jesús demuestra la total confianza que tenían en él. Era, por otro lado, tal el clima eufórico, el tumulto casi, en que se vivía este regreso, que, mezcladas las familias unas con las otras, era perfectamente normal que pensaran que su hijo iba en cualquiera de los grupos de muchachos que —como todos los niños de la historia— gustaban de correr delante de las caravanas.

La angustia debió de llegar por la noche, cuando al llegar a El-Bireh (a 16 kilómetros de Jerusalén) la caravana se reagrupó, y María y José vieron que el muchacho no aparecía. Al principio seguramente pensaron que Jesús se había retrasado y preguntaron a todos los conocidos. Pero nadie le había visto.

En cuanto amaneció, regresaron a Jerusalén y vivieron allí la tarde más larga de su vida. Volvieron a la zona de tiendas donde habían comido la pascua dos días antes, pero allí nadie sabía nada del muchacho. La ciudad seguía siendo un hervidero de gente y no era fácil buscar en tanta aglomeración.

¿Cómo no le buscaron en el templo? Esta es otra de tantas preguntas para las que no tenemos respuesta. Tal vez sí le buscaron en los atrios, pero no se les ocurrió que pudiera estar en la zona en que enseñaban los doctores.

Le vieron, por fin, al tercer día. No estaba —como quisieron los apócrifos y le han pintado después los artistas— sentado él y todos los doctores rodeándole. El evangelista sólo nos dice que estaba allí sentado «entre los doctores» (Le 2, 46), es decir, en el semicírculo que los doctores formaban y en el que solían sentarse cuantos querían escuchar. Tampoco estaba pronunciando doctos discursos. Más bien oía y preguntaba. No era un niño prodigio, era simplemente un chiquillo especialmente agudo en su modo de preguntar y responder. A todos asombraba su claridad en los problemas bíblicos que allí se debatían.


Una respuesta misteriosa

Verle allí fue para los padres una gran alegría, y, al mismo tiempo, un gran desconcierto: si estaba allí no es que se hubiera perdido, es que se había quedado voluntariamente, que había abandonado a sus padres más que haberlos perdido.

Por eso las palabras de María tienen más de queja que de pregunta. No entiende la conducta de su hijo. Es más: esto es lo que menos podía esperarse de él. ¡Ha sido durante tantos años un hijo obediente y respetuoso!

La respuesta de Jesús son las primeras palabras suyas que conocemos. Y son profundamente desconcertantes: ¿Por qué me buscabais? (Lc 2, 49). ¿Quiere decir a sus padres que no debían haberle buscado? ¿O se limita simplemente a decir que no tenían por qué andar dando vueltas siendo tan claro dónde tenía que estar?

La frase que sigue es aún más extraña. María le ha dicho que «tu padre y yo» andábamos buscándote y él va a responder aludiendo a otra paternidad más alta. ¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre? (Le 2, 49). Cierto que sus padres de la tierra sabían que él tenía una paternidad más alta, cierto que sabían que su hijo tenía una vocación que les desbordaba a ellos y a cualquier hombre. ¿O estará la clave de todo en ese «debo» ocuparme?

Los científicos aclaran que las seis veces que Lucas usa expresiones parecidas regidas por ese «deber» alude siempre a la pasión de Cristo como cumplimiento de las profecías. ¿Está Cristo aludiendo a este terrible viento que conduce su alma como nunca ninguna vocación condujo a hombre alguno? ¿Está diciéndoles que él no es de ellos, ni de nadie y ni siquiera de sí mismo? ¿Está descorriendo el tremendo misterio de obediencia que será su vida y que quizá él mismo, en cuanto hombre, ha descubierto en su contacto con el templo y con los sacrificios?

María y José —dice el evangelista— no entendieron lo que les decía (Lc 2, 50). Ellos conocían, sí, el misterio que en su nacimiento había rodeado a su hijo. Sabían que, si nadie es «propiedad» de sus padres, éste lo sería menos que ninguno. Pero, en tantos años de oscuridad, casi habían llegado a olvidarlo.

Y he aquí que, de pronto, el muchacho, corno en un violento e inesperado golpe de remo, se alejaba de su orilla de simples hombres.¿Iban a perderle ya para siempre? ¿Iba a empezar aquella tarea que sería salvación y ruina de muchos, y una espada para ellos?

Por un momento debieron de pensar que el niño había decidido quedarse para siempre en el templo y hasta les extrañó que —después de sus palabras hiciera ademán de regresar con ellos. Tampoco entendían esto. Pero ya estaban acostumbrados a vivir en la fe y de la fe. Callaron, por ello, y comenzaron de nuevo su camino. Ahora iban silenciosos. En torno a ellos estallaba la fiesta. Pero María y José sabían ahora que el otro Padre de quien su hijo había hablado, era el único que debía conducir la partida de aquella enorme vida. Les pareció que Jesús hubiera crecido de repente. Y se sintieron envueltos en aquel viento que arrastraba a su hijo hacia playas maravillosas a la vez que terribles.