6 Belén: el comienzo de la gran locura


Es difícil, casi imposible, escribir sobre Belén. Porque ante esta historia de un Dios que se hace niño en un portal los incrédulos dicen que es una bella fábula; y los creyentes lo viven como si lo fuera. Frente a este comienzo de la gran locura unos se defienden con su incredulidad, otros con toneladas de azúcar.

Porque de eso se trata: de defenderse. Por un lado, sucede que —como señaló Van der Meersch— todas las cosas de Dios son vertiginosas. Por otro, ocurre que el hombre no es capaz de soportar mucha realidad. Y, ante las cosas grandes, se defiende: negándolas o empequeñeciéndolas.

Dios es como el sol: agradable mientras estamos lo suficientemente lejos de él para aprovechar su calorcillo y huir su quemadura. Pero ¿quién soportaría la proximidad del sol? ¿Quién podría resistir a este Dios que «sale de sus casillas» y se mete en la vida de los hombres?

Por eso —porque nos daba miedo— hemos convertido la Navidad en una fiesta de confitería. Nos derretimos ante «el dulce Niño de rubios cabellos rizados» porque esa falsa ternura nos evita pensar en esa idea vertiginosa de que sea Dios en verdad. Una Navidad frivolizada nos permite al mismo tiempo creernos creyentes y evitarnos el riesgo de tomar en serio lo que una visión realista de la Navidad nos exigiría.

La idea de que, en su pasión, Jesús suba a la muerte llega a conmovernos, pero el que Dios se haga hombre nos produce, cuando más, una tonta ternura. Sin percibir —como Góngora intuyó en dos versos inmortales— que hay. distancia más inmensa de Dios a hombre, que de hombre a muerte.

De este «salto de Dios» vamos a hablar. Y a él sólo puede acercarse el hombre por la puerta de la sencillez. Hay en la basílica de Belén una puerta —la única que da acceso al templo— que se ha convertido en todo un símbolo: Durante los tiempos de las Cruzadas no era infrecuente que soldados musulmanes irrumpieran en el templo con sus caballos acometiendo a fieles y sacerdotes. Se tapió la gran puerta para impedirlo y se dejó como única entrada un portillo de poco más de un metro de altura. Aún hoy hay que entrar a la Iglesia por esa puerta, agachándose, aniñándose.

Así hay que acercarse a esta página evangélica: aniñándose. (Aniñándose; no abobándose. Porque en la historia de la Iglesia siempre han llamado bobos a los santos y santos a los bobos). Belén es un lugar no apto para mayores, una auténtica fiesta de locos. Sí, hay que estar un poco locos para entender lo que voy a contar.


El silencio tras el huracán

Cuando los ángeles se fueron, todo volvió a la rutina en la casa de José y María. No hubo apariciones ni milagros en los meses siguientes. Tanto que, si ellos hubieran tenido menos fe, habrían llegado a pensar que todo había sido un sueño. Dios era extraño: invadía como un huracán y luego se alejaba dejando una desconcertante calma, más honda ahora, tras el temblor del momento terrible. Todos los días esperaban que el ángel regresara con más explicaciones, pero Dios debía de preferir la fe a las cosas demasiado claras. Les dejaba así: con aquellas medias palabras.

José y María daban vueltas en sus cabezas a aquellos mensajes. Se los repetían el uno a la otra. Lo sabían ya de memoria. Y era claro lo que era claro: que aquella criatura que empezaba a patalear en el seno de María era nada menos que el Esperado de las naciones. Pero nada sabían de cómo vendría, de cómo sería, de por qué les habían elegido a ellos, de qué tendrían que hacer cuando viniese.

Buscaban entonces ayuda en los libros santos. Quizá Zacarías había intentado explicárselo a María durante los meses que pasó en Ain Karim. Y José leería y releería —si es que sabía leer-- los pocos rollos de los profetas que pudieran tener en su casa o que hubiera en aquel poblacho de Nazaret. Los sábados, en la sinagoga, beberían las palabras de los escribas y todas les parecerían referirse a su Hijo. ¡Pero cuántos misterios quedaban en la sombra...! Empezaron a experimentar aquello que decía Rosales:

No hay término medio:
lo cierto no es claro;
lo claro no es cierto.

Lo que sí resultaba indudable era el peso creciente de aquel niño en su seno. Y también aquella misteriosa alegría que les invadía a los dos como un sol de primavera.

Sin embargo, algo esperaban: ¿No estaba profetizado que el Mesías vendría rodeado de majestad? Poca majestad traería, si llegaba a nacer en su casa. Tal vez un día vendrían los sacerdotes —celestemente iluminados— para llevar a María al templo... Tal vez los ángeles llenarían el país de luminosos anuncios... Tal vez...

Pero el tiempo pasaba y nada ocurría. El seno de María iba abombándose, sin que nada extraordinario sucediese. Las vecinas sonreían al verla pasar, pero como lo hubieran hecho ante otra madre cualquiera. No se arrodillaban las gentes a su paso; no florecían las azucenas cuando ella rozaba sus varas al pasar; el sol se levantaba en las mañanas y se ponía en las tardes como si nada estuviera ocurriendo en el mundo. María y José comenzaron a preparar la casa y la cuna, convencidos ya de que ellos, y no los ángeles, cuidarían al recién nacido. ¡Dios era extraño, sí!


Un rompecabezas para los historiadores

Y un día —según cuenta el evangelio de Lucas— algo ocurrió: de Roma llegó una orden según la cual el emperador ordenaba un censo que obligaría a José a desplazarse hasta Belén.

Pero aquí llega un nuevo rompecabezas para los historiadores. ¿Es realmente histórico lo que cuenta san Lucas? ¿Estaba bien informado el evangelista al escribirlo? ¿O se trata de una pura fórmula literaria para hacer concordar la realidad con las profecías del antiguo testa mento y mostrar más claramente que Jesús era hijo de David?

Son preguntas realmente graves y que llevan hoy a muchos científicos católicos a ver como simbólico todo lo que Lucas cuenta en torno al nacimiento de Jesús. Es, desde luego, cierto que hay, a veces, contradicciones entre lo que este capítulo de Lucas dice y lo que aportan otros evangelistas y que bastantes de sus afirmaciones son hoy puestas en duda por la historia que conocemos.

Por de pronto la alusión al censo parece bastante discutible. El procurador Quirino --durante cuyo mandato en Siria se habría hecho ese censo, según Lucas— fue nombrado para ese cargo bastante más tarde, unos diez o doce años después. Y no hay el menor rastro histórico de ese censo coincidente con el nacimiento de Cristo. Hay, en cambio, datos muy claros de otro censo en el año sexto después de Cristo. Por otro lado cuando Cristo nació, Palestina no era aún provincia romana, sino que estaba bajo el mandato de Herodes, por lo que difícilmente se podía imponer un censo desde Roma. Aparte de lo cual la costumbre romana era que el censo se hiciera donde se residía y no en el lugar de origen familiar, al estilo judío.

Todo ello hace pensar que Lucas —que escribe unos ochenta años más tarde— incurre en una confusión. Tal vez no supo cómo explicar ese traslado de Nazaret a Belén por parte de la sagrada familia y «encontró» la causa en un censo cuya fecha trabucó. O quizá su afirmación tiene sólo un sentido teológico: para explicar que hasta el poder del emperador estuvo sometido a los designios de la providencia; o para subrayar que, en contraposición a los celotes, que comenzaron su insurrección bélica como motivo del censo de Quirino el año 6 después de Cristo, éste se había sometido desde el principio a las leyes civiles.

No hay, de hecho, inconveniente alguno en aceptar que las causas del viaje de José y María a Belén pudieran ser otras: simplemente la de buscar más trabajo para el carpintero —Belén era entonces algo mayor que Nazaret— ahora que la familia crecía.

Pero algunos investigadores van más allá y niegan simplemente todo el viaje a Belén, para sostener que Jesús nació y vivió siempre en Nazaret y que todas las alusiones a Belén no tienen más sentido que subrayar su condición de descendiente de David. Esta opinión la sostienen muchos de los más recientes investigadores: Pikaza, Bornkamm, Blank, Hahn, Trilling. Se apoyan en el hecho de que Jesús es conocido durante toda su vida simplemente como «el nazareno» y en que, cuando Natanael arguye que Jesús no puede ser el Mesías porque de Nazaret no puede salir nada bueno (Jn 1, 46), nadie se preocupa de recordar que en realidad había nacido en Belén.

En contra de esta interpretación está la coincidencia de Lucas y Mateo (dos fuentes claramente diversas) que dicen con claridad que el nacimiento se produjo en Belén. Y toda la tradición cristiana la más antigua incluso— acepta esto sin la menor de las dudas. Cuando Constantino, en el año 325, construye allí la famosa basílica, nadie plantea la posibilidad de que no fuera este el lugar del nacimiento de Jesús. Por todo ello, prefiero seguir en estas páginas la interpretación más tradicional.

Pero aún mucho más complejo es el problema de la fecha del acontecimiento natalicio. Y aquí sí que debe decirse, sin rodeos, que no es exacto —como suele— creerse que el niño Jesús naciera el año primero de la era cristiana (sino cinco o seis antes) y que muriera el año 33 de la misma. En realidad no sabemos con absoluta exactitud el año en que Cristo nació. Sabemos sí que su nacimiento ocurrió entre el año 5 y el año 8 antes de Cristo (aunque parezca una paradoja). Fue en el siglo VI de nuestra era cuando se implantó la cronología que hoy nos sitúa en el siglo XX. Hasta entonces, se contaban los años según la llamada Era de Diocleciano o «Era de los mártires». Es en pleno siglo VI cuando un clérigo romano, Dionisio el Exiguo, meditando la frase de san Pablo que señala a Cristo como «centro de todos los tiempos» (Gál 4, 4) propuso comenzar a contar los años a partir del nacimiento de Cristo. Pero Dionisio era mejor teólogo que cronólogo y calculó que Jesús había nacido el año 754 de la fundación de Roma y bautizó este año como primero de la era cristiana. Mas se equivocó, por lo menos en cuatro años, y, probablemente, en siete u ocho. Sabemos efectivamente que Cristo nació antes de morir Herodes (la noticia de esta muerte la recibe la sagrada familia estando ya en Egipto). Y sabemos que Herodes murió en abril del año 750 de la fundación de Roma. Si Cristo tenía ya por entonces verosimilmente unos tres años, habría que situar su nacimiento en torno al 747 de la fundación de Roma, es decir unos siete años antes del que hoy llamamos año primero después de Cristo.

Gobernaba en Roma -- y esto exacto— César Augusto o, con su nombre completo, Cayo Julio César Octaviano Augusto. De él nos ofrece Papini —siempre amigo de dramatizar-- un retrato macabro:

Cuando Cristo apareció entre los hombres los criminales reinaban, obedecidos, sobre la tierra. Octaviano habiase mostrado cobarde en la guerra. vengativo en las victorias, traidor en las amistades, cruel en las represalias. A un condenado que le pedía, por lo menos, sepultura, le respondió: eso es cosa de los buitres. Obtenido el imperio, extenuados y dispersos los enemigos, conseguidas todas las magistraturas y potestades, se había puesto la máscara de la mansedumbre, y no le quedaba, de los vicios juveniles, más que la liviandad. Se contaba que de joven había vendido dos veces su virginidad: la primera vez a César; la segunda, en España, a Irzio, por trescientos mil sextercios. A la sazón se divertía con sus muchos divorcios, con las nuevas nupcias con mujeres que arrebataba a sus enemigos, con adulterios casi públicos y con representar la comedia de restaurador del pudor. Este hombre contrahecho y enfermizo era el amo de Occidente cuando nació Jesús y no supo nunca que había nacido quien había de disolver lo que él habla fundado.

Un juicio histórico tendría que completar este cuadro: no porque no sea exacto que hubiera ascendido al poder --y se mantuviera en él-- a base de mancharse las manos de sangre o porque no sea cierto que ni su juventud ni su vida matrimonial fueran precisamente un ejemplo de virtud, sino porque además fue o quiso ser al menos constructor de un imperio menos desordenado y corrompido del que habían dejado sus predecesores. Trabajador y personalmente modesto, Augusto quiso dar a sus ciudadanos un mundo en paz y orden. Había nacido con espíritu burocrático y organizador, aunque ya en los años de Cristo --abatido por las desdichas familiares, roído por el eczema y el reumatismo— se había entregado al escepticismo al encontrarse incapaz de organizar aquel imperio que moral y humana mente se desplomaba. Mantenía, sin embargo, el espíritu ordenancista que le llevaba a contabilizarlo todo. A la hora de su muerte —como cuenta el historiador Suetonio— se encontró entre sus papeles un «Breviarium Imperii» en el que indicaba los recursos públicos, cuántos ciudadanos romanos y aliados estaban bajo sus armas, el estado de las flotas, de los reinos asociados, de las provincias, de las tribus, de los impuestos, de las necesidades.

Para poder tener este control necesitaba haber hecho frecuentes censos y hay datos históricos de que en Egipto se realizaba uno cada catorce años. No es, pues, inverosímil que también en Palestina estos censos se repitieran con frecuencia y hubiese más de aquellos de los que tenemos datos rigurosamente históricos.

Pero, fuese por motivo del censo o por cualquier otra razón, lo cierto es que en el evangelio nos encontramos a José y a María en viaje hacia Belén. Un traslado especialmente difícil en las circunstancias en que ella se encontraba. Un camino que era, prácticamente, el mismo que María había hecho, meses antes, bajando hacia Ain Karim.

¡Mas qué distinto era todo! Si entonces predominaba el júbilo, ahora el centro total era el misterio. Y un poco el desconcierto. Además, María llevaba ahora una preciosa carga, que no por precia da hacía menos pesado su andar. ¿Llevaban consigo un borriquito? En los evangelios no lo encontramos por ninguna parte, pero no es inverosímil que lo tuvieran. De todos modos el camino era largo: 150 kilómetros, y Palestina no tenía aún las buenas calzadas romanas que pocos años más tarde abrirían los romanos. Los caminos eran simples atajos de cabras y en no pocos tramos el suelo era rocoso y resbaladizo. Había que mirar bien dónde se ponía el pie. Y la embarazada necesitaba descansar de vez en cuando. Debieron de tardar no menos de cuatro días en llegar a Jerusalén.

Desde el monte de los Olivos contemplaron la Ciudad Santa que debió de parecerles más sagrada que nunca. Bajaron, sin duda, al templo, pues ningún israelita entraba en la ciudad sin acercarse, aunque fuera un momento, a orar. Y María comprendió aunque no se atreviera a decirlo que aquellas piedras eran sólo una figura de su seno, convertido por Dios en templo viviente. De cuantos iban a venerar a Yahvé en el Sancta Sanctorum nadie sospechó que el Altísimo estaba más presente que nunca entre aquellas paredes, vivo en la sangre de aquella aldeana.

Siguieron luego hacia el sur, dispuestos a cubrir los ocho kilómetros que separan Jerusalén de Belén. Un piadoso apócrifo imagina que José volvió su rostro hacia María y la encontró triste; y se dijo a sí mismo: «Es que el embarazo debe causarle molestias». Pero al volverse otra vez, la encontró sonriente. Y le dijo: «María ¿qué es lo que te sucede que unas veces veo sonriente tu rostro y. otras triste?». Y ella repuso: «Es que se presentan dos pueblos ante mis ojos: uno que llora y se aflige, y otro que se alegra y regocija». Y al llegar a la mitad del camino María dijo a José: «Bájame, porque el fruto de mis entrañas pugna por salir a la luz». Y la ayudó a apearse del asno.

Pudo ser así, pudo no ser así. El peregrino que hoy repite a pie aquel camino y cruza aquel paisaje —porque cambian los hombres y las ciudades, pero no los paisajes— prefiere creerlo y sentarse en el asiento en que la leyenda dice que María descansó y en torno al que se levantó ya en el siglo V un pequeño monasterio.


Belén: patria de la infancia de todos

Y poco después avistaron Belén. Todos los que nos llamamos cristianos tenemos un rincón de nuestro corazón para esta ciudad. Se diría que hemos vivido en ella de niños, conocemos sus calles, sus casas. En nuestro corazón hay un belén nevado, con ríos alegres de papel de plata, con pastores que se calientan en torno a rojas hogueras de celofán. Tal vez por eso se decepcionan todos cuantos llegan, viajeros, a la ciudad. El Belén de la realidad no es el de nuestros sueños. No hay, por de pronto, nieve. Casi nunca nieva en Belén, casi nunca nieva en Palestina. El Jesús, que imaginamos nacido bajo la nevada, murió en realidad seguramente sin haber visto nunca la nieve. Y no hay ríos de plata, ni tejadillos rojos.

El paisaje que José y María vieron era el de un pequeño poblado de no más de doscientas casas apiñadas sobre un cerro, como un grupo de monjas asustadas. En las pendientes, suaves, que bajan al poblado, se mezclan la roca calcárea y los bancales de olivos, que descienden en sucesivas terrazas. Las casas, como cuadritos blancos brillarían bajo un sol rojo ardiente en un cielo muy azul. En torno a las casas, higueras que, en aquel mes del año, estarían terminando de perder sus hojas que yacerían en el suelo como una colección de manos de plata. También los sarmientos de las vides estarían secos y los olivos tan retorcidos como hoy, cual si trataran de huir de la roca que todo lo invade.

Pero, probablemente, José y María no tuvieron siquiera ojos para el paisaje. Lo que a José le preocupó es que, de pronto, su pueblo de origen le parecía mucho más pequeño de lo que decían sus sueños o sus recuerdos. Todos soñamos más grandes y hermosos los lugares donde hemos sido felices o donde fue más feliz nuestra familia. Pero aún le preocupó más a José el ver que eran muchos los que, como ellos, bajaban a la ciudad.


No había sitio en la posada

La tradición popular ha gustado imaginarse a José de puerta en puerta y de casa en casa, recibiendo negativa tras negativa de sus egoístas parientes. Nada dice de ello el evangelio y la alusión a la posada hace pensar que José no tenía parientes conocidos en Belén y que fue directamente, con su esposa, a la posada.

De nuevo viene a nuestra imaginación la figura del posadero que, con rostro avariento, se asoma a un ventanuco con un farol para examinar la catadura económica de quienes piden albergue. Y le vemos cerrando la ventana, codicioso del rendimiento que pueden producirle sus habitaciones, cedidas a huéspedes mejor trajeados.

Pero otra vez nos engaña la imaginación, basada en una incorrecta interpretación del «no había sitio» del texto evangélico. En las posadas palestinas, en realidad, siempre había sitio y a esa frase hay que darle un sentido diverso. La posada --el Khan— oriental, de ayer y aun de hoy, es simplemente un patio cuadrado, rodeado de altos muros. En su centro suele haber una cisterna en torno a la cual se amontonan las bestias, burros, camellos, corderos. Pegados a los muros entre arcadas a veces hay unos cobertizos en los que viven y duermen los viajeros, sin otro techo que el cielo en muchos casos. A veces pequeños tabiques trazan una especie de compartimentos, pero nunca llegan a ser habitaciones cerradas.

Escribe Ricciotti:

En aquel amasijo de hombres y bestias revueltos se hablaba de negocios, se rezaba, se cantaba y se dormía, se comía y se efectuaban las necesidades naturales, se podía nacer y se podía morir, todo en medio de la suciedad y el hedor que aún hoy infectan los campamentos de los beduinos en Palestina, cuando viajan.

A este patio se asomó José y comprendió enseguida que allí no «había sitio». Sitio material, sí. Jamás os dirá un oriental que no hay lugar. Amontonándose con los demás, siempre cabe uno nuevo. Lo que no había era sitio adecuado para una mujer que está a punto de dar a luz. A José no le molestaba la pobreza, ni siquiera el hedor, pero sí aquella horrible promiscuidad. Su pudor se negaba a meter a María en aquel lugar donde todo se hacía al aire libre, sin reserva alguna. Quienes han conocido el subarriendo saben que esa es la mayor pobreza: la falta de intimidad para hablar, para amar, para orar. José lo habría aceptado para un simple pasar una noche, pero José sabía que tendrían que pasar allí días, tal vez semanas. Y que uno de esos días nacería su hijo. Un poco de silencio, un poco de paz era lo menos que podía pedirse. Tal vez preguntó al posadero si no le quedaba algún cobertizo independiente. Y el posadero levantaría los hombros y le señalaría con la mano aquel amontonamiento. Tal vez el mismo dueño de la posada le dijo que había en los alrededores muchas grutas abandonadas que se usaban para guardar el ganado y que en una de ellas podría refugiarse. No es siquiera imposible que el propio posadero soliera guardar en ella su ganado. Lo cierto es que a ella fueron a parar José y María.


La cueva sin adornos de escayola

Y otra vez vuelven a jugarnos una mala pasada la imaginación y el arte. El lugar donde Cristo nació no es el alegre pórtico de columnas —con alguna pared semiderruida, para dar impresión de abandono— que gustan pintar muchos artistas. Tampoco es el pesebre de confite ría, color rosa y crema, de nuestros nacimientos en el que, muy compuestitos, una limpísima mula y un beatífico buey hacen oración en torno a un lindo y pulcro pesebre. Tampoco fue —como pinta melodramáticamente Papini, yéndose al otro extremo— el lugar más sucio del mundo lleno de excrementos y montones de estiércol. Fue simplemente una gruta natural como tantas que hay hoy en los alrededores de Belén. Un simple peñasco saliendo de las montañas como la proa de un barco y bajo el cual unas manos de pastores seguramente han oradado una cueva para guarecerse de la lluvia o del sol. Una gruta como la que se venera bajo la basílica de la Natividad en Belén —doce metros de larga, por tres y medio de ancha-- y en la que los sacerdotes al celebrar hoy no pueden elevar mucho el cáliz porque pegaría en el techo.

Aquí llegaron. El rostro de María —cubierto del polvo blancuzco del camino— reflejaba cansancio. José —como avergonzado y pidiendo perdón de algo que no era culpa suya— preguntó a María con la mirada. Ella sonrió y dijo: «Sí».

Y estando allí, se cumplieron los días de su parto (Lc 2, 5). La frase del evangelista hace pensar que ocurrió varios días después de llegar a Belén y no la misma noche de la llegada, como suele imaginarse. José tuvo, pues, tiempo de adecentar un poco la cueva, de clavar algunas maderas que protegieran del frío algún rincón, de limpiar la paja del pesebre, de comprar quizá algunas cosillas.

Un parto era siempre un acontecimiento en los pueblos de Palestina. Todos los vecinos participaban en él y, a los ritos religiosos, se mezclaban las más torpes supersticiones. En torno al lecho de la parturienta alguna amiga trazaba, con tiza o carbón, un círculo para preservar a la madre de la influencia de los demonios. Y en cuanto el niño nacía, se colgaban amuletos sobre el lecho y en las jambas de la puerta para ahuyentar a Lilith, el demonio femenino. Si el parto era difícil, la parturienta apretaba en su mano derecha un rollo de la Thora. A la hora del parto los familiares acudían a visitar las tumbas de los antepasados y, con frecuencia, se medían los muros del cementerio y se enviaban a la sinagoga tantos cirios como medidas tenían las paredes. Nacido el pequeño, todos los vecinos acudían a verle y recitar oraciones sobre él. Y los niños del pueblo eran obsequiados con manzanas, nueces y dulces.


En el silencio de la noche

Nada de este movimiento rodeó el nacimiento de Jesús. El evangelista, parco en datos, señala claramente la soledad de la madre en aquella hora. Fue casi seguramente de noche (el evangelista dice que los pastores estaban velando) y muy probablemente una noche de diciembre (así lo avala una antiquísima tradición, que precisa —casi desde el siglo primero— la fecha del día 25). Haría ese fresco nocturno de los países cálidos, que no llega a ser un verdadero frío, pero que exige hogueras a quienes han de pasar la noche a la intemperie.

José habría encendido uno de estos fuegos fuera de la gruta. En él calentaba agua y quizá algún caldo. Dentro de la gruta María estaba sola, tal vez contemplada por la mirada cándida de los animales que verosímilmente había en el establo. Su aliento formaba nubecillas de blanco vapor en torno a sus húmedos hocicos. Sólo el removerse de los animales rompía el alto silencio de la noche. El tiempo avanzaba lentamente. Podríamos decir que solemnemente, como si comprendiera que aquella era la hora más alta de la historia.

Fuera, el fuego ardía juguetón, avivado por el vientecillo que venía del sur. José rezaría o pasearía nervioso, como han hecho todos los padres de la historia y como seguirán haciéndolo. Tal vez pensaba que debía haber llamado a una comadrona, pero María se había opuesto con un simple agitar negativamente la cabeza. Todo era tan misterioso, que había obedecido sin rechistar. Aunque ahora se preguntaba si había hecho bien. Debió de sentir muchas veces deseos de entrar en la gruta, pero la ley prohibía terminantemente que el padre estuviera en el cuarto de la parturienta a esa hora. Además María había dicho que ya le llamaría cuando hiciera falta.

Al fin, oyó la voz de su esposa, llamándole. Se precipitó hacia la cueva, con la jarra de agua caliente en la mano. Esperaba encontrarse a María tumbada en la paja. pero estaba sentada junto al pesebre, limpiándose tal vez el cabello. Sonreía y le hacía señas de que se aproximase. La cueva estaba casi a oscuras. Iluminada sólo por débiles candiles que no eran capaces de romper tanta sombra (53lámparas iluminan hoy esa cueva en Belén, y sigue siendo oscura). Por eso tomó uno de los candiles y lo acercó al pesebre que María le señalaba. Vio una tierna carita rosada, blanda y húmeda aún, apretados los ojos y los puñitos, con bultos rojos en los hinchados pómulos. Al tomarlo en sus manos temió que pudiera deshacérsele —itan blando era!— y, mientras lo colocaba en sus rodillas, en gesto de reconocimiento paternal, sintió que las lágrimas subían a sus ojos. «Este es —pensó— el que me anunció el ángel». Y su cabeza no podía creerlo.

¿Cómo fue este parto que la fe de la iglesia siempre ha presentado como virginal? El evangelista nos lo cuenta con tanto pudor como precisión: Se cumplieron los días de su parto y dio a luz a .su hijo primogénito y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre (Lc 2, 6-7). No nos dice que María estuviera sola, pero sí nos pone a «ella» como único sujeto de los tres verbos de la frase: ella le dio a luz, ella le envolvió, ella le acostó. No hubiera hecho la parturienta estas últimas acciones de haber allí alguien más. Tampoco dice el evangelista cómo fue el parto, pero la estructura de la frase (tres verbos activos, unidos por esa conjunción «y» que les da rapidez) insinúa mejor que nada que todo fue simple y transparente. Ella pudo hacerlo todo —envolverle, acostarle— porque estaba fresca y entera, porque —como dice la famosa frase del catecismo— el hijo había salido de ella como el rayo de sol pasa por un cristal, .sin romperlo ni mancharlo. San Jerónimo lo expresará con otra bella imagen: Jesús se desprendió de ella como el fruto maduro se separa de la rama que le ha comunicado su savia, sin esfuerzo, sin angustia, sin agotamiento.


Un bebé, sólo un bebé

Allí estaba. María y José le miraban y no entendían nada. ¿Era aquello —aquel muñeco de carne blanda— lo que había anunciado el ángel y el que durante siglos había esperado su pueblo? Rilke se dirige en un bellísimo poema a esta Virgen de la Nochebuena y le pregunta: ¿ Te lo habías imaginado más grande? Y el propio poeta responde: Pero ¿qué es ser grande? A través de todas las medidas que él recorre, va la magnitud de su destino. La inmensidad de ser Dios. Sí, el Dios que retumba en las nubes, se hace benigno y viene en ti al mundo.

Pero ellos no lo entendían. Lo adoraban, pero no lo entendían. ¿Aquel bebé era el enviado para salvar el mundo? Dios era todopoderoso, el niño todo desvalido. El Hijo esperado era la Palabra; aquel bebé no sabía hablar. El Mesías sería «el camino», pero éste no sabía andar. Sería la verdad omnisciente, mas esta criatura no sabía ni siquiera encontrar el seno de su madre para mamar. Iba a ser la vida; aunque se moriría si ella no lo alimentase. Era el creador del sol, pero tiritaba de frío y precisaba del aliento de un buey y una mula. Había cubierto de hierba los campos, pero estaba desnudo. No, no lo entendían. ¿Cómo podían entenderlo? María le miraba y remiraba como si el secreto pudiera estar escondido debajo de la piel o detrás de los ojos. Pero tras la piel sólo había una carne más débil que la piel, y tras los ojos sólo había lágrimas, diminutas lágrimas de recién nacido. Su cabeza de muchacha se llenaba de preguntas para las que no encontraba respuestas: si Dios quería descender al mundo, ¿por qué venir por esta puerta trasera de la pobreza? Si venía a salvar a todos, ¿por qué nacía en esta inmensa soledad? Y sobre todo ¿por qué la habían elegido a ella, la más débil, la menos importante de las mujeres del país?

No entendía nada, pero creía, sí. ¿Cómo iba a saber ella más que Dios? ¿Quién era ella para juzgar sus misteriosos caminos? Además, el niño estaba allí, como un torrente de alegría, infinitamente más verdadero que cualquier otra respuesta.

Porque, además, ningún otro milagro espectacular había acompañado a este limpísimo parto. Ni ángeles, ni luces. Dios reservaba sus ángeles ahora para quienes los necesitaban, los pastores. María tenía fe suficiente para creer sin ángeles. Además, de haber venido ángeles a la cueva ¿los hubiera visto? No tenía ojos más que para su hijo.


No hubo milagros en torno del milagro

También esta vez los apócrifos han llenado de milagros la escena. El evangelio del Pseudo-Mateo nos dice que el recinto se inundó de resplandores y quedó todo refulgente como si el sol estuviese allí dentro. Aquella luz divina dejó la cueva como si fuera al mediodía y, mientras estuvo allí María, el resplandor no faltó ni de día ni de noche. El «Liber de infantia salvatoris» aún añade más prodigios:

El niño lanzaba de sí resplandores. lo mismo que el sol. Estaba limpísimo y era gratísimo a la vista. En la misma hora de nacer se oyó la voz de muchos espíritus invisibles que decían a la vez: «Amén». Y aquella luz se multiplicó y oscureció con su resplandor el fulgor del sol, mientras que esta cueva se vio inundada de una intensa claridad y de un aroma suavísimo. Esta luz nació de la misma manera que el rocío desciende del cielo a la tierra.

El evangelio árabe de la infancia pintará al recién nacido haciendo milagros, curando de su parálisis a la buena partera que habría tratado de ayudar a María.

Pero nada de esto ocurrió. Ninguna luz vieron los habitantes que dormían en Belén, ningún prodigio innecesario acompañó al soberano prodigio de un Dios entre nosotros.

Porque de eso se trataba. La misma María no pudo entenderlo plenamente hasta después de la resurrección, pero nosotros lo sabemos. Era Dios, era Dios en persona, un Dios hecho asequible, digerible, un Dios en calderilla, un Dios a la medida de nuestras inteligencias. En verdad que ninguna otra nación tuvo a sus dioses tan cerca. Nos asustan la gruta y el frío y el establo. Pero ¿qué es eso frente al otro salto desde la infinitud al tiempo, desde la plenitud de Dios a la mortalidad del hombre'? Porque era hombre, hombre verdadero. Los hombres, siempre aburridos y seriotes, se habían imaginado al Mesías anunciado de todos modos menos en forma de bebé. Si hubiera aparecido con las vestiduras de pavo real de los Sumos Sacerdotes, probablemente todos habrían creído en él. Si se hubiera mostrado sobre un carro de combate, vencedor fulgurante de todos sus enemigos, hubiera resultado «creíble» para sus compatriotas. Pero... ¿un bebé? Esto tenía más aspecto de broma que de otra cosa. ¡No era serio!

Y sin embargo aquel bebé, que iba a comenzar a llorar de un momento a otro, era Dios, era la plenitud de Dios. Y se había hecho enteramente hombre. El mundo que esperaba de sus labios la gran revelación recibió como primera palabra una sonrisa y el estallido de una pompa en sus labios rosados. ¡Esta era, en verdad, su gran palabra! ¿Quién hubiera podido creer en este niño-Dios si hubiera abierto sus labios en la cuna para explicarnos que Dios era uno en esencia y trino en personas? Su no saber hablar era la prueba definitiva de que se había hecho íntegramente hombre, de que había aceptado toda nuestra humanidad, tan pobre y débil como es. Su gran revelación no era una formulación teológica, ni un altísimo silogismo, sino la certeza de que Dios nos ama, de que el hombre no fue abandonado a la deriva tras el pecado. Descubríamos al fin, visible mente, que ¡no estamos solos! El cielo impenetrable se abría y nos mostraba que no era tan solemne como en nuestro aburrimiento le habíamos imaginado. Dios era amor. Siéndolo ¿cómo no entender que viniera en forma de bebé'? El reinado de la locura había comenzado.

Esta locura, como es lógico. tenía que escandalizar a los «inteligentes». Ya el hereje Marción en los primeros siglos se escandalizaría de este Dios indigno: Quitadme esos lienzos vergonzosos y ese pesebre, indigno del Dios a quien yo adoro. El dios a quien él adoraba era más excelentísimo señor, más faraón de Egipto, más empingorotado. Por lo menos Marción lo decía con claridad. Peor son todos los que en lugar de cristianos, son marcionitas y se dedican a buscar un «dios decente». Aceptan quizá al niño de Belén, pero siempre que sea guapito, siempre que crezca pronto y deje de hacer pucheros y decir «buh-buh».

Pero el Dios verdadero es este bebé inerme, envuelto en los más humildes pañales, nacido en la más total pobreza. ¿Por qué la riqueza habría de ser más digna de Dios que la humilde sencillez de los pobres?

Ya lo he dicho: aquella noche se instauraba el reinado de la locura. A la misma hora que él nació, alguien se revolcaba en las próximas casas de Nazaret, alguien contaba sextercios en un palacio de Roma, algún sabio daba en Alejandría los últimos toques a la piedra filosofal, algún general demostraba en las Galias que la espada es la reina del mundo. Pero el bebé del portal comenzaba a dar a todas esas cosas su verdadera medida: estiércol. Traía una nueva moneda para medir las cosas: el amor. Sabía bien que nadie termina ría de aceptar del todo esta nueva moneda (su nacimiento en una cueva era ya una demostración) pero no por eso sería menos verdadero que amar era el único verdadero valor.

Era Dios, era «nuestro» Dios, el único que como hombres podíamos aceptar. El único que no nos humillaba con su grandeza, sino que nos hacía grandes con su pequeñez (Ortega y Gasset lo formuló muy bien: Si Dios se ha hecho hombre, ser hombre es la cosa más grande que se puede ser). Era, sobre todo, el único Dios a quien los hombres podíamos amar. Puede temerse al Dios de los truenos, puede reverenciarse al Dios de los ejércitos, pero ¿cómo amarles? Nadie puede amar una cosa a menos que pueda rodearla con sus brazos, ha escrito Fulton Sheen. Y he aquí que ahora se ponía a nuestra altura y podíamos rodearle como María lo está haciendo ahora con su abrazo. En verdad que —como intuyó Malague— lo difícil no es creer que Cristo sea Dios; lo difícil será creer en Dios si no fuera Cristo.

Lo era. María lo sabía aunque no lo entendiera. Por eso le miraba y remiraba, por eso le abrazaba con miedo de romperlo, por eso cantaba, por eso reía, por eso rezaba, por eso se le estaban llenando de lágrimas los ojos.


Vinieron unos pastores

De nuevo tenemos que detenernos aquí para preguntarnos si en la escena de los pastores que cuenta san Lucas y a la que dedica mucho más espacio que al mismo nacimiento— hace el evangelista historia o sólo teología, aprovechando el mundo pastoril que tuvo que rodear a la gruta para una proclamación mesiánica de Jesús. Esta vez casi todos los historiadores se inclinan a esta segunda posibilidad: Lucas aquí pondría en boca de los ángeles alguno de los himnos con los que los primeros cristianos celebraban a Jesús. De hecho, son frases que son gemelas a las que el antiguo testamento dice que oyó Isaías a los serafines del templo y a los mismos cantos que el propio Lucas pondrá en boca de los discípulos en la entrada solemne de Jesús en Jerusalén el domingo de ramos. No hay, pues, el menor inconveniente en aceptar que en este apartado hay que dar a los textos de Lucas mucha más importancia por las ideas teológicas que encierran que por los detalles narrativos que aporta. Leámoslo con este criterio.

La escena que el evangelio describe es muy sencilla: Había en la región unos pastores que pernoctaban al raso y de noche se turnaban velando sobre su rebaño (Lc 2, 8). Belén era región de pastores. Lo había sido muchos siglos antes cuando David fue arrancado de sus rebaños para ser ungido por Dios como rey y guía del pueblo de Israel. Pero este glorioso precedente no había influido en la fama que los pastores tenían en tiempos de Cristo. Un pastor era entonces un ser despreciable, de pésima reputación. En parte la suciedad a que les obligaba el hecho de vivir en regiones sin agua, en parte su vida solitaria y errante, les habían acarreado la desconfianza de todos. Si no les fuésemos necesarios para el comercio —comentaba un «hombre de la tierra» que logró llegar a rabino— nos matarían. No dejes —decía un adagio de la época— que tu hijo sea apacentador de asnos, ni conductor de camellos, ni buhonero, ni pastor, porque son oficios de ladrones. Esta creencia hacía que los fariseos aconsejasen que no se comprase leche ni lana a los pastores, porque había gran probabilidad de que fuera robada. Y los tribunales no aceptaban a un pastor como testigo válido en un juicio. Es a estos hombres a quienes Cristo elige como testigos de su nacimiento.

Fue entonces —cuenta el evangelista— cuando vino el ángel con su gran luz. Ellos «quedaron sobrecogidos de un gran temor» (Le 2, 9). Ya hemos conocido este temor --y el consiguiente «no temas» del ánge—  pero esta vez el temor de los pastores fue mucho mayor que el de María, Zacarías y José. Se comprende: aquella enorme luz en pleno campo a hombres rudos que nada conocían. El ángel, sin embargo, no gasta palabras en presentarse ni en explicar que viene de parte de Dios. Comienza a dar su buena noticia y la da con un lenguaje que supone que los pastores son expertos en lo anunciado por los profetas. ¿Lo eran? ¿Cómo comprendieron los pastores que habían entrado en la órbita de lo sobrenatural? Nada sabemos. Sabemos sólo que entendieron y que se pusieron en camino.


Un anuncio mesiánico

Pero, mientras ellos van hacia la gruta, tendremos que detenernos nosotros, porque el texto evangélico dice mucho más de lo que aparenta. El evangelista parte de una idea base: el recién nacido es el Mesías descendiente de David que estaba profetizado. Si recuerda esta escena de los pastores de suyo una simple nota de color es porque ve en ella la ocasión de explicar esta verdad. Subraya por dos veces que Belén es «la ciudad de David» (Lc 2, 11). Recuerda que David ejercía oficio de pastor (1 Sam 16, 1-13) y que la imagen del pastor la usaba el profeta Miqueas «pastoreará su rebaño con el poder de Yahvé» (Miq 5, 4) en el famoso texto que anunciaba que el Mesías nacería en Belén.

También las palabras que los ángeles dirigen a los pastores son un empedrado de citas mesiánicas. La idea de «anunciar un gozo» era típica en Isaías para hablar de la venida del Esperado. La frase «para todo el pueblo», que subraya el carácter público del acontecimiento que se anuncia, es igualmente clásica en el antiguo testamento. La misma palabra «hoy» se usa siempre —hoy estarás conmigo en el paraíso para hablar del triunfo del Salvador. Más notable es aún la frase en que se habla del «Mesías Señor». En el antiguo testamento era más frecuente la frase «el ungido del Señor» (aunque la fórmula «Mesías Señor» se encuentra literalmente en Lamentaciones 4, 20) pero en las primeras comunidades cristianas la frase «Mesías Señor» cristalizó pronto como denominación de Jesús. Podemos concluir que el evangelista Lucas está resumiendo en las palabras del ángel muchos de los testimonios mesiánicos que usaba habitualmente la comunidad a la que su evangelio se dirigía.

Aún adopta un tono más abiertamente litúrgico lo que sigue: la «legión de ángeles» que alaba a Dios y que después se aleja para volver «al cielo» era, para la comunidad primitiva, la manera litúrgica de expresar la presencia de Dios que se realiza en la comunidad que le adora. Lucas está subrayando la presencia de Dios en el acontecimiento y con ello la divinidad del recién nacido. Y el canto de los ángeles nos recuerda el trisagio que los serafines cantan en Isaías 6, 3, trisagio que repetían en sus liturgias los judíos en las sinagogas y los primeros cristianos en sus celebraciones. Aún lo cantamos hoy como comienzo del Gloria en nuestras misas.


Los hombres de buena voluntad

En este himno que cantan los ángeles hay una frase que bien merece que nos detengamos en ella. Es la que la liturgia antigua traducía por paz a los hombres de buena voluntad (Lc 2, 14) y que la actual presenta como los hombres que ama el Señor. ¿Por qué este cambio? ¿Cuál de estas dos versiones es realmente la exacta?

Una traducción literal diría «paz a los hombres de la buena voluntad» o «del beneplácito». ¿Pero esa buena voluntad es la de Dios o la de los hombres? La casi totalidad de los exegetas piensa hoy que ahí se habla de la voluntad de Dios y no de la conducta moral del hombre, es decir: que el hombre está en paz porque Dios le ama y no sólo porque él sea bueno. Los textos de Qumran acentúan esta posibilidad.

Por lo demás parece que lo aconseja el buen sentido: ¿En el momento del nacimiento del Hijo de Dios los ángeles habrían venido a anunciar paz sólo a los buenos? ¿No venía a curar enfermos y pecadores? ¿Es éste el momento ideal para discriminaciones? Los ángeles están, además, anunciando «una gran noticia». Que los buenos tendrán paz no parece un anuncio excepcional. Lo excepcional es que Dios ame a los hombres, a todos los hombres y que el nacimiento de su Hijo sea la demostración de la anchura de ese amor. Si Dios sólo trajera paz a los de «buena voluntad» ¿dónde nos meteríamos los malos, los mediocres, los cobardes? Y los mismos pastores, en su sencillez, ¿no habrían pensado que el anuncio angélico era más adaptado para otros que para ellos, que no tenían fama de hombres de buena voluntad y que no hay ninguna razón para creer que fueran, sin más, canonizables?


Una carita rosada entre pañales

Por eso salieron corriendo los pastores: se sabían amados, se sentían amados. E iban en busca de ese amor.

La señal que les habían dado era más bien extraña: envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. ¿Pues no decían que era el Mesías? Le esperaban entre rayos y truenos y venía entre pañales. Era extraño, pero estaban tan alegres que no se detuvieron a pensarlo.

Lo más probable es que bajaran derechamente al pueblo (el ángel nada había dicho del lugar del nacimiento) y que preguntaran a quienes dormían por las calles. «¿Cómo?» decían soñolientos los recién despertados. «¿Qué Mesías? ¿Angeles? ¿Qué ángeles?». Nadie había visto ni escuchado nada. Debieron de decirles que no eran horas de broma o preguntarles si habían bebido.

Tampoco estaban en la posada y quizá el posadero (que recordaba la mujer embarazada que pidió asilo unos días antes) les encaminó hacia el establo.

Se acercaron tímidamente, con ese temor que congela los pasos de los pobres al acercarse a las casas de los ricos. Llevaban sus regalos, claro. Nunca un pobre se hubiera atrevido a saludar a una persona importante en Palestina sin presentar un regalo como primer saludo. Pero sabían que sus regalos eran pobres: leche, lana, quizá un cordero. Esto ya era para ellos un regalo enorme.

En la cueva encontraron «a María, a José y al Niño» (Le 2, 16) dice el evangelista señalando muy bien el orden en que fueron viéndolos. Ellos se habían quitado las caperuzas que cubrían sus cabezas y sus melenas largas y rizosas quedaban al aire. En la gruta apenas había luz y sobre el pesebre entreveían un gurruño de paños blancos. María apartó los pañales y, entre ellos, apareció la carita rosada. Los recién llegados le miraron con la boca abierta, quizá quisieron todos tocarle como hace la gente de pueblo y los sencillos. No entendían, pero se sentían felices. No dice el evangelista que se arrodillaran, pero ciertamente sus corazones estaban arrodillados. En sus cabezas sencillas no casaban muy bien las cosas tremendas que habían dicho los ángeles con esta carita de bebé indefenso, pero nadie duda de nada cuando tiene el alma alegre. En el fondo este Dios empezaba a gustarles más que el que se habían imaginado. Se confesaban a sí mismos que un Dios que hubiera nacido en el palacio de Herodes habría sido más lógico, pero decepcionante. Un Dios naciendo como ellos, en lugares como los que ellos habitaban, les llenaba de orgullo. Aunque les daba un poco de pena por Dios. Ellos sabían que iba a sufrir, si se atrevía a ser como ellos. Pero este Dios «valiente» les gustaba.

Se fueron enseguida. Se dieron cuenta de que aquella alegría era para «todo el pueblo». Además en su vida habían tenido ocasión de contar una cosa tan bonita. Intuían misteriosamente que habían sido más elegidos para contarlo que para verlo. Se despidieron a la manera judía: pidiendo perdón por haber molestado. Se lo repitieron muchas veces a José (no era correcto hablar directamente a las mujeres); salieron andando de espaldas; y echaron a correr hacia el pueblo.


La alegría de la madre

A María le alegró la llegada de los pastores. Necesitaba que el mundo supiera que su Hijo había nacido y nunca se hubieran atrevido ella o José a contarlo. Además los pastores habían hablado de ángeles que, por cierto, ni ella ni José habían visto este día. ¿Para qué los necesitaban? Bueno era, sin embargo, comprobar que Dios no les abandonaba.

Pero a María la venida de los pastores le alegraba aún por otra razón. El que fueran ellos los primeros llegados le parecía la mejor prueba de que su hijo era Dios, el Dios de quien ella había hablado proféticamente en el Magnificat, el Dios que derriba del trono a los poderosos, ensalza a los humildes, sacia de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos (Le 1, 52-53). Los pastores pertenecían al grupo de los humildes y en su alegría intuía ya María cómo entendería a Jesús más tarde el pueblo sencillo.

María pensaba todo esto, le daba vueltas en su corazón, almacenaba lo que veían sus ojos y oían sus oídos como quien amontona un tesoro.

Los pastores habían regresado ya a Belén y contaban a la gente lo que habían visto y todos «se maravillaban» (Le 2, 18). No dice el evangelista que ninguno fuera a comprobarlo con sus ojos. Debieron de pensar los más que los pastores tenían buena fantasía para pensar semejantes absurdos. ¿Cómo casaba el anuncio de los ángeles con el nacimiento en un pesebre? Bromas, sueños de pastores, deseosos de llamar la atención, pensaron.

Belén siguió su vida rutinaria. Pocos debieron de enterarse de aquel nacimiento. Cuando Jesús comience su vida pública nadie aludirá a hechos extraordinarios ocurridos durante su nacimiento. Ni siquiera recordarán que nació en Belén. «El nazareno» le llamarán.

Sólo María «conservaba estas cosas en su corazón» (Le 2, 19) dice Lucas, como citando la fuente de sus informaciones. Sólo María entenderá esta noche, hermosa más que la alborada. Esta noche en la que el Sol eterno pareció eclipsarse en la carne de un bebé, para mostrarse más plenamente: como puro amor. Esta noche en la que el fulgurante Yahvé de la zarza ardiendo se identificó en el regazo de una Virgen. Pero el mundo estaba demasiado ocupado en pudrirse para descubrir tanta alegría.