3 Nacido de mujer


Recuerdo que hace ya muchos años, durante el pontificado de Pío XII, una mañana, cuando desayunaba yo en la cafetería de un hotel de Roma, se me acercó una muchacha japonesa y, en un francés tan tartamudeante como el mío, me preguntó si yo era sacerdote. Cuando le dije que sí, me dijo a bocajarro: ¿Podría explicarme usted quién es la Virgen María? Sus palabras me sorprendieron tanto que sólo supe responder: ¿Por qué me hace esa pregunta? Y aún recuerdo sus ojos cuando me explicó: Es que ayer he oído rezar por primera vez el avemaría y, no sé por qué me he pasado la noche llorando.

Entonces tuve que ser yo quien explicara que también yo necesitaría pasarme llorando muchas noches para poder responder a esa pregunta. Y, como única respuesta, repetí a la muchacha algunos de los párrafos de lo que el viejo cura de Torcy dice a su joven compañero sacerdote en el Diario de un cura rural de Bernanos que, en las vísperas de mi propia ordenación sacerdotal, releí tantas veces que había llegado a aprendérmelos casi de memoria:

¿Rezas a la Santa Virgen? Es nuestra madre ¿comprendes? Es la madre del género humano, la nueva Eva, pero es, al mismo tiempo su hija. El mundo antiguo y doloroso, el mundo anterior a la gracia, la acunó largo tiempo en su corazón desolado —siglos y más siglos— en la espera oscura, incomprensible de una «virgo génitrix». Durante siglos y siglos protegió con sus viejas manos cargadas de crímenes, con sus manos pesadas, a la pequeña doncella maravillosa cuyo nombre ni siquiera sabía... La edad media lo comprendió, como lo comprendió todo. ¡Pero impide tú ahora a los imbéciles que rehagan a su manera el «drama de la encarnación» como ellos lo llaman! Cuando creen que su prestigio les obliga a vestir como títeres a modestos jueces de paz o a coser galones en la bocamanga de los interventores, les avergonzaría a esos descreídos confesar que el solo, el único drama, el drama de los dramas —pues no ha habido otro— se representó sin decoraciones ni pasamanería. ¡Piensa bien en lo que ocurrió! ¡El Verbo se hizo carne y ni los periodistas se enteraron! Presta atención, pequeño: La Virgen Santa no tuvo triunfos, ni milagros. Su Hijo no permitió que la gloria humana la rozara siquiera. Nadie ha vivido, ha sufrido y ha muerto con tanta sencillez y en una ingnorancia tan profunda de su propia dignidad, de una dignidad que, sin embargo, la pone muy por encima de los ángeles. Ella nació también sin pecado... ¡qué extraña soledad! Un arroyuelo tan puro, tan límpido y tan puro, que Ella no pudo ver reflejada en él su propia imagen, hecha para la sola alegría del Padre Santo —¡oh, soledad sagrada!—. Los antiguos demonios familiares del hombre contemplan desde lejos a esta criatura maravillosa que está fuera de su alcance, invulnerable y desarmada. La Virgen es la inocencia. Su mirada es la única verdaderamente infantil, la única de niño que se ha dignado fijarse jamás en nuestra vergüenza y nuestra desgracia... Ella es más joven que el pecado, más joven que la raza de la que ella es originaria y, aunque Madre por la gracia, Madre de las gracias, es la más joven del género humano, la benjamina de la humanidad.

Un misterio. Sí, un misterio que invita más a llorar de alegría que a hablar. ¿Cómo hablar de María con la suficiente ternura, con la necesaria verdad? ¿Cómo explicar su sencillez sin retóricas y su hondura sin palabrerías? ¿Cómo decirlo todo sin inventar nada, cuando sabemos tan poco de ella, pero ese poco que sabemos es tan vertiginoso? Los evangelios —y es lo único que realmente conocemos con certeza de ella— no le dedican más allá de doce o catorce líneas. ¡Pero cuántos misterios y cuánto asombro en ellas!

Sabemos que se llamaba María (Mirjam, un nombre al que la piedad ha buscado más de sesenta interpretaciones, pero que probablemente significa sólo «señora»); sabemos que era virgen y deseaba seguir siéndolo, y que —primera paradoja— estaba, sin embargo, desposada con un muchacho llamado José; sabemos que estaba «llena de gracia» y que vivió permanentemente en la fe... Es poco, pero es ya muchísimo.


Llena de gracia

Estaba «llena de gracia». Más: era «la llena de gracia». El ángel dirá «llena de gracia» como quien pronuncia un apellido, como si en todo el mundo y toda la historia no hubiera más «llena de gracia» que ella. Y hasta los escrituristas insisten en el carácter pasivo que ahí tiene el verbo llenar y piensan que habría que traducirlo —con perdón de los gramáticos— «llenada de gracia». Era una mujer elegida por Dios, invadida de Dios, inundada por Dios. Tenía el alma como en préstamo, requisada, expropiada para utilidad pública en una gran tarea.

No quiere esto decir que su vida hubiera estado hasta entonces llena de milagros, que las varas secas florecieran de nardos a su paso oque la primavera se adelgazara al rozar su vestido. Quiere simplemente decir que Dios la poseía mucho más que el esposo posee a la esposa. El misterio la rodeaba con esa muralla de soledad que circunda a los niños que viven ya desde pequeños una gran vocación. No hubo seguramente milagros en su infancia, pero sí fue una niña distinta, una niña «rara». O más exactamente: misteriosa. La presencia de Dios era la misma raíz de su alma. Orar era, para ella, respirar, vivir.

Seguramente este mismo misterio la torturaba un poco. Porque ella no entendía. ¿Cómo iba a entender? Se sentía guiada, conducida. Libre también, pero arrastrada dulcemente, como un niño es conducido por la amorosa mano de la madre. La llevaban de la mano, eso era.

Muchas veces debió de preguntarse por qué ella no era como las demás muchachas, por qué no se divertía como sus amigas, por qué sus sueños parecían venidos de otro planeta. Pero no encontraba respuesta. Sabía, eso sí, que un día todo tendría que aclararse. Y esperaba.

Esperaba entre contradicciones. ¿Por qué —por ejemplo— había nacido en ella aquel «absurdo» deseo de permanecer virgen? Para las mujeres de su pueblo y su tiempo ésta era la mayor de las desgracias. El ideal de todas era envejecer en medio de un escuadrón de hijos rodeándola «como retoños de olivos» (Sal 127, 3), llegar a ver «los hijos de los hijos de los hijos» (Tob 9, 11). Sabía que «los hijos son un don del Señor y el fruto de las entrañas una recompensa» (Sal 126, 3). Había visto cómo todas las mujeres bíblicas exultaban y cantaban de gozo al derrotar la esterilidad. Recordaba el llanto de Jefté y sus lamentos no por la pena de morir, sino por la de morir virgen, como un árbol cortado por la mitad del tronco.

Sabía que esta virginidad era aún más extraña en ella. ¿No era acaso de la familia de David y no era de esta estirpe de donde saldría el Salvador? Renunciando a la maternidad, renunciaba también a la más maravillosa de las posibilidades. No, no es que ella se atreviera siquiera a imaginarse que Dios podía elegirla para ese vertiginoso prodigio «yo, yo» pensaba asustándose de la simple posibilidad—pero, aunque fuera imposible, ¿por qué cerrar a cal y canto esa maravillosa puerta?

Sí, era absurdo, lo sabía muy bien. Pero sabía también que aquella idea de ser virgen la había plantado en su alma alguien que no era ella. ¿Cómo podría oponerse? Temblaba ante la sola idea de decir «no» a algo pedido o insinuado desde lo alto. Comprendía que humanamente tenían razón en su casa y en su vecindario cuando decían que aquel proyecto suyo era locura. Y aceptaba sonriendo las bromas y los comentarios. Sí, tenían razón los suyos: ella era la loca de la familia, la que había elegido el «peor» partido. Pero la mano que la conducía la había llevado a aquella extraña playa.

Por eso tampoco se opuso cuando los suyos decidieron desposarla con José. Esto no lo entendía: ¿Cómo quien sembró en su alma aquel ansia de virginidad aceptaba ahora que le buscasen un esposo? Inclinó la cabeza: la voluntad de Dios no podía oponerse a la de sus padres. Dios vería cómo combinaba virginidad y matrimonio. No se puso siquiera nerviosa: cosas más grandes había hecho Dios. Decidió seguir esperando.

El saber que era José el elegido debió de tranquilizarle mucho. Era un buen muchacho. Ella lo sabía bien porque en Nazaret se conocían todos. Un muchacho «justo y temeroso de Dios», un poco raro también, como ella. En el pueblo debieron de comentarlo: «Tal para cual». Hacían buena pareja: los dos podían cobijarse bajo un mismo misterio, aquel que a ella la poseía desde siempre.

¿Contó a José sus proyectos de permanecer virgen? Probablemente no. ¿Para qué? Si era interés de Dios el que siguiera virgen, él se las arreglaría para conseguirlo. En definitiva, aquel asunto era más de Dios que suyo. Que él lo resolviera. Esperó.


A la sombra de la palabra de Dios

Así vivía aquel tiempo la muchacha. Debía de tener trece o catorce años: a esta edad solían desposarse las jóvenes de su tiempo. Pero a veces parecía mucho más niña —por su pureza— y a veces mucho mayor —por su extraña madurez—. Esperaba. Todos esperaban por aquel tiempo, aunque puede que cada uno aguardase cosas diferentes. Los más esperaban, simplemente, salir de aquella humillación en que vivían: su país invadido por extranjeros, el reino de David convertido en un despojo, su familia empobrecida y miserable. Vivían tensos de expectación como todos los humillados. Sabían que el libertador vendría de un momento a otro y olfateaban esa venida como perros hambrientos. ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que seguir esperando a otro? (Mt 11, 3), preguntaría años más tarde Juan Bautista. Esperaban y desesperaban al mismo tiempo. A veces les parecía que el Mesías era un hermoso sueño que inventaban en las sinagogas para hacerles más llevadero el pan de la esclavitud.

Ella esperaba sin desesperar. Probablemente porque estaba a la espera de algo muy diferente que los demás. Le esperaba a él, no porque fuera a liberarla a ella, ni siquiera porque fuera el libertador. Sabía que simplemente con que él viniera —aunque ellos siguieran esclavos y miserables— el mundo ya habría cambiado. No pensaba siquiera en el mal que él iba a borrar, sino en la luz que él iba a traer. No le angustiaban las tinieblas, soñaba la luz. Las tinieblas, cuando él llegara, se irían por sí solas.

Y mientras él venía, alimentaba su esperanza en la luz que ya tenían: la luz de la palabra de Dios, las profecías, los salmos. Los pintores gustan siempre de presentarla con un libro en las manos cuando llegó el ángel. Pero ¿sabía leer María? ¿Tenía, además, dinero para comprar los entonces carísimos libros? Sé de muchos que se escandalizan ante la idea de que María fuese analfabeta. Pero es lo más probable. La mujer era entonces lo último del mundo y en aquel rincón del planeta el nivel cultural era de lo más ínfimo. No saber leer y escribir era lo más corriente. Y María —menos en la gracia— era de lo más corriente. A Jesús le veremos leyendo en la sinagoga y escribiendo en el suelo. De María nada se nos dice. Pero el saber leer o no, en nada oscurece su plenitud de gracia.

Lo que sí podemos asegurar es que conocía la Escritura como la tierra que pisaba. Cuando el ángel hable, mencionará al «hijo del Altísimo», citará el «trono de David, su padre», dirá que ha de «reinar sobre la casa de Jacob» (Lc 1, 32-33). Y María entenderá perfecta mente a qué está aludiendo. La veremos también más tarde, en el Magníficat, improvisando un canto que es un puro tejido de frases del antiguo testamento. Sólo improvisa así, quien conoce esos textos como la palma de su mano.

Supiera leer, pues, o no, lo cierto es que la palabra de Dios era su alimento. Sabía, probablemente, de memoria docenas de salmos y poemas proféticos. En el mundo rural siempre se ha tenido buena memoria y más aún entre los pueblos orientales. Flavio Josefo cuenta que muchos judíos de aquel tiempo sabían repetir los textos de la ley con menos tropiezos que sus propios nombres. Y, además, aprendemos fácilmente lo que amamos.

En la sinagoga repetían, sábado tras sábado, aquellas palabras de esperanza. Y María las había hecho ya tan suyas como su misma sangre. Sobre todo las que hablaban del Mesías. Aquellas alegres y misteriosas del salmo 109:

Dijo el Señor a mi Señor:
siéntate a mi diestra
mientras pongo a tus enemigos
como escabel de
tus pies.
En el día de tu poderío
eres rey en el esplendor de la santidad.
De mis entrañas te he engendrado
antes que el lucero de la mañana.

Y aquellas otras tan terribles y desgarradoras:

Pero yo soy un gusano, ya no soy un hombre,
ludibrio para la gente,
desprecio para el pueblo.

Todos los que me ven se burlan,
tuercen sus labios, sacuden su cabeza...
Me rodea una jauría de perros,
me asedia una banda de malvados.
Han horadado mis manos y mis pies,
han contado todos mis huesos... (Sal 22, 7-17).

Temblaba al oír estas cosas. Deseaba que viniera aquel rey en el esplendor de la santidad (Is 60, 3). Pero su corazón se abría al preverlo rodeado de una jauría de humanos. ¿Se atrevía alguna vez a imaginar que ella «lo engendraría de sus entrañas»? Sonreiría de sólo imaginárselo. No, el mar no cabía en su mano. Y ella estaba loca, pero no tanto. Dentro del misterio en que vivía —y aunque sabía que todo podía ocurrir— su corazón imaginaba para ella una vida mansa como un río, sin torrentes ni cataratas. Y aquel matrimonio con José, el artesano, parecía garantizarlo: viviría en Dios y en Dios moriría. Nunca la historia hablaría de ella. Hubiera firmado una vida tan serena como aquella que estaba viviendo aquella mañana, una hora antes de que apareciera el ángel. Aunque... ¿por qué vibraba de aquella manera su corazón? ¿Qué temor era aquel que quedaba siempre al fondo de su alma de muchacha solitaria? ¿Por qué Dios estaba tan vivo en ella y por qué su alma estaba tan abierta y tan vacía de todo lo que no fuera Dios, como si alguien estuviera preparando dentro de ella una morada? Fue entonces cuando llegó el ángel.

Un problema de fondo

Ahora, antes de entrar en la anunciación, tenemos que detenernos para formularnos una pregunta de fondo: ¿El encuentro de María y el ángel, tal y como lo narra Lucas, es la narración de un hecho rigurosamente histórico o sólo la forma literaria de expresar un hondo misterio teológico?

Es un hecho que los dos primeros capítulos de Lucas difieren claramente, tanto en su contenido como en su estilo, de todo el resto de su evangelio. En ninguna otra página encontramos, en tan corto período de tiempo, tantos milagros, tantos sueños tanto ir y venir de ángeles. Incluso el lenguaje es peculiar, lleno de semitismos, que hacen pensar a los investigadores que el evangelista usó aquí una fuente distinta, quizá un texto preescrito por otra persona.

Hasta la época más reciente, la piedad y la ciencia han coincidido en ver en estas páginas una rigurosa narración histórica y aún hoy muchos exegetas siguen viéndolo así. Pero incluso los teólogos que reconocen la rigurosa historicidad de lo que esos dos primeros capítulos lucanos cuentan, están muy lejos de pensar que, por ejemplo, en la página de la anunciación estemos ante una transcripción taquigráfica o magnetofónica de una verdadera conversación entre María y el ángel. ¿Quién la habría transmitido, si sucedió sin testigos? ¿Merece hoy valor la piadosa tradición que piensa que Lucas trabajó sobre los recuerdos de María, que hubieran sido contados al evangelista por ella misma, único testigo humano de la escena?

Los enemigos del cristianismo —e incluso algunos teólogos—descalifican estas escenas como algo puramente legendario, inventado por Lucas para llenar el desconocido vacío de los comienzos de la vida de Jesús, que, sin duda, querría conocer la piedad de los primeros cristianos. Pero, hoy, la ciencia más seria se aleja tanto de un puro literalismo como de una interpretación simplemente legendaria y acepta la historicidad fundamental de lo narrado en esas páginas, aunque reconozca también que Lucas aportó una forma literaria a esas páginas para expresar lo fundamental de su teología: la misteriosa encarnación de Jesús, hecha por obra directa de Dios a través de María. Subrayan estos teólogos un dato fundamental para entender esta escena: que esos dos capítulos son un tapiz trenzado con hilos tomados del antiguo testamento como escribe McHugh. Efectivamente: La Iglesia primitiva se puso a reexaminar el mensaje del antiguo testamento a la luz de la venida de Cristo, a fin de descubrir y explicar el sentido profundo que se hallaba oculto en sus textos proféticos. Así que es normal que describiera todo lo que rodea el nacimiento de Cristo a la luz de los cinco elementos típicos que aparecen en varios relatos veterotestamentarios de los nacimientos de los grandes personajes. Hay, de hecho, un esquema idéntico en el nacimiento de Jesús y en los de Ismael, Isaac, Sansón y Samuel: aparición de un ángel que anuncia; temor por parte de la madre; saludo en el que el ángel llama a la madre por su nombre con un calificativo honorífico; mensaje en el que se le dice que concebirá y dará a luz un hijo y se le explica qué nombre deberá ponerle; objeción por parte de la madre y señal de que lo que se anuncia se cumplirá porque está decidido por Dios. Este es el esquema literario que seguirá Lucas para confirmar que en Cristo se realiza lo tantas veces anunciado en las Escrituras y para expresar, de un modo humano, lo inexpresable de esta concepción.

Por ello tendremos que leer todo este relato a dos luces, sabiendo que es mucho más importante su contenido teológico, expresión de una realidad histórica y no legendaria, que su recubrimiento en los detalles, que ayudan a nuestro corazón y a nuestra fe a vivir ese profundo misterio transmitido por las palabras de Lucas. Leámoslo así.


La narración de Lucas

Todo empezó con un ángel y una muchacha. El ángel se llamaba Gabriel. La muchacha María. Ella tenía sólo catorce años. El no tenía edad. Y los dos estaban desconcertados. Ella porque no acababa de entender lo que estaba ocurriendo. El, porque entendía muy bien que con sus palabras estaba empujando el quicio de la historia y que allí, entre ellos, estaba ocurriendo algo que él mismo apenas se atrevía a soñar.

La escena ocurría en Nazaret, ciento cincuenta kilómetros al norte de Jerusalén. Nazaret es hoy una hermosa ciudad de 30.000 habitan tes. Recuerdo aún sus casas blancas, tendidas al sol sobre la falda de la montaña, alternadas con las lanzas de cientos de cipreses y rodeada por verdes campos cubiertos de olivos e higueras.

Hace dos mil años los campos eran más secos y la hermosa ciudad de hoy no existía. Se diría que Dios hubiera elegido un pobre telón de fondo para la gran escena. Nazaret era sólo un poblacho escondido en la hondonada, sin más salida que la que, por una estrecha garganta, conduce a la bella planicie de Esdrelón. Un poblacho del que nada sabríamos si en él no se hubieran encontrado este ángel y esta muchacha. El antiguo testamento ni siquiera menciona su nombre. Tampoco aparece en Flavio Josefo, ni en el Talmud. ¿Qué habría que decir de aquellas cincuenta casas agrupadas en torno a una fuente y cuya única razón de existir era la de servir de descanso y alimento a las caravanas que cruzaban hacia el norte y buscaban agua para sus cabalgaduras. ¿De Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1, 46), preguntará un personaje evangélico cuando alguien pronuncie, años después, ese nombre. Las riñas y trifulcas —tan frecuentes en los pozos donde se juntan caravanas y extraños— era lo único que la fama unía al nombre de Nazaret. Y no tenían mejor fama las mujeres del pueblo: A quien Dios castiga rezaba un adagio de la época le da por mujer una nazaretana.

Y una nazaretana era la que, temblorosa, se encontrará hoy con un ángel resplandeciente de blanco. La tradición oriental coloca la escena en la fuente del pueblo; en aquella —que aún hoy se llama «de la Virgen»— a la que iban todas las mujeres de la aldea, llevando sobre la cabeza —tumbado a la ida, enhiesto al regreso— un cántaro de arcilla negra con reflejos azules. En aquel camino se habría encontrado María con el apuesto muchacho —los pintores orientales aún lo pintan así que le dirigiría las más bellas palabras que se han
dicho jamás.

Pero el texto evangélico nos dice que el ángel «entró» a donde estaba ella. Podemos, pues, pensar que fue en la casa, si es que se podían llamar «casas» aquellas covachas semitroglodíticas.

A los poetas y pintores no les gusta este decorado. Desde la galería esbelta —dirá Juan Ramón Jiménez— se veía el jardín. Leonardo situará la escena en un bello jardín florentino, tierno de cipreses. Fray Angélico elegirá un pórtico junto a un trozo de jardín directamente robado del paraíso. Pero ni galería, ni jardín, ni pórtico. Dios no es tan exquisito... La «casa» de María debía ser tal y como hoy nos muestran las excavaciones arqueológicas: medio gruta, medio casa, habitación compartida probablemente con el establo de las bestias; sin más decoración que las paredes desnudas de la piedra y el adobe; sin otro mobiliario que las esterillas que cubrían el suelo de tierra batida; sin reclinatorios, porque no se conocían; sin sillas, porque sólo los ricos las poseían. Sin otra riqueza que las manos blancas de la muchacha, sin otra luz que el fulgor de los vestidos angélicos, relampagueantes en la oscuridad de la casa sin ventanas. No hubo otra luz. No se cubrió la tierra de luz alborozada (como escribe poéticamente Rosales, con ese afán, tan humano, de «ayudar» a Dios a hacer «bien» las cosas). No florecieron de repente los lirios ni las campanillas. Sólo fue eso: un ángel y una muchacha que se encontraron en este desconocido suburbio del mundo, en la limpia pobreza de un Dios que sabe que el prodigio no necesita decorados ni focos.


El ángel se llamaba Gabriel

Lo más sorprendente de la venida del ángel es que María no se sorprendiera al verle. Se turbó de sus palabras, no de su presencia. Reconoció, incluso, que era un ángel, a pesar de su apariencia humana y aunque él no dio la menor explicación.

Su mundo no era el nuestro. El hombre de hoy tan inundado de televisores, de coches y frigoríficos mal puede entender la presencia de un ángel. Eso piensa— está bien para los libros de estampas de los niños, no para la realidad nuestra de cada día.

El universo religioso de María era distinto. Un ángel no era para ella una fábula, sino algo misterioso, sí, pero posible. Algo que podía resultar tan cotidiano como un jarrón y tan verosímil como una flor brotando en un jardín. El antiguo testamento —el alimento de su alma— está lleno de ángeles. La existencia de ángeles y arcángeles —dirá san Gregorio Magno— la testifican casi todas las páginas de la sagrada Escritura. A María pudo asombrarle el que se le apareciera a ella, no el que se apareciera. Las páginas que oía leer los sábados en la sinagoga hablaban de los ángeles sin redoble de tambores, con «normalidad». Y con normalidad le recibió María.

En su apariencia era posiblemente sólo un bello muchacho. En el nuevo testamento nunca se pinta a los ángeles con alas. Se les describe vestidos de túnicas «blancas», «resplandecientes», «brillantes». El ángel que encontraremos al lado del sepulcro tenía el aspecto como el relámpago y sus vestiduras blancas como la nieve (Lc 24, 4). Así vería María a Gabriel, con una mezcla de júbilo y temblor, mensajero de salvación a la vez que deslumbrante y terrible.

Se llamaba Gabriel, dice el texto de Lucas. Sólo dos ángeles toman nombre en el nuevo testamento y en los dos casos sus nombres son más descripciones de su misión que simples apelativos: Miguel será resumen de la pregunta «¿Quién como Dios?»; Gabriel es el «fuerte de Dios» o el «Dios se ha mostrado fuerte». La débil pequeñez de la muchacha y la fortaleza de todo un Dios se encontraban así, como los dos polos de la más alta tensión.

Y el ángel («ángel» significa «mensajero») cumplió su misión, realizándose en palabras: ¡Alégrate, llena de gracia! ¡El Señor está contigo! (Lc 1, 26).

Si la presencia luminosa del ángel había llenado la pequeña habitación, aquella bienvenida pareció llenarla mucho más. Nunca un ser humano había sido saludado con palabras tan altas. Parecidas sí, iguales no.

Por eso «se turbó» la muchacha. No se había extremecido al ver al ángel, pero sí al oírle decir aquellas cosas. Y no era temblor de los sentidos. Era algo más profundo: vértigo. El evangelista puntualiza que la muchacha consideraba qué podía significar aquel saludo (Lc 1, 29). Reflexionaba, es decir: su cabeza no se había quedado en blanco, como cuando nos sacude algo terrible. Daba vueltas en su mente a las palabras del ángel. Estaba, por tanto, serena. Sólo que en aquel momento se le abría ante los ojos un paisaje tan enorme que casi no se atrevía a mirarlo.

En la vida de todos los hombres —se ha escrito-- hay un secreto. La mayoría muere sin llegar a descubrirlo. Los más mueren, incluso, sin llegar a sospechar que ese secreto exista. María conocía muy bien que dentro de ella había uno enorme. Y ahora el ángel parecía querer dar la clave con que comprenderlo. Y la traía de repente, como un relámpago que en una décima de segundo ilumina la noche. La mayoría de los que logran descubrir su secreto lo hacen lentamente, excavando en sus almas. A María se le encendía de repente, como una antorcha. Y todos sus trece años —tantas horas de sospechar una llamada que no sabía para qué— se le pusieron en pie, como convoca dos. Y lo que el ángel parecía anunciar era mucho más ancho de lo que jamás se hubiera atrevido a imaginar. Por eso se turbó, aunque aún no comprendía.

Luego el ángel siguió como un consuelo: No temas. Dijo estas palabras como quien pone la venda en una herida, pero sabiendo muy bien que la turbación de la niña era justificada. Por eso prosiguió conel mensaje terrible a la vez que jubiloso: Has hallado gracia delante de Dios. Mira, vas a concebir y dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo. Dios, el Señor, le dará el trono de su padre David; reinará en la casa de Jacob eternamente y su reino no tendrá fin (Lc 1, 30-33).


Un silencio interminable

¿Cuánto duró el silencio que siguió a estas palabras? Tal vez décimas de segundo, tal vez siglos. La hora era tan alta que quizá en ella no regía el tiempo, sino la eternidad. Ciertamente para María aquel momento fue inacabable. Sintió que toda su vida se concentraba y se organizaba como un rompecabezas. Empezaba a entender por qué aquel doble deseo suyo de ser virgen y fecunda; vislumbraba por qué había esperado tanto y por qué tenía tanto miedo a su esperanza. Empezaba a entenderlo, sólo «empezaba». Porque aquel secreto suyo, al iluminarlo el ángel se abría sobre otro secreto y éste, a su vez, sobre otro más profundo: como en una galería de espejos. Terminaría de entenderlo el día de la resurrección, pero lo que ahora vislumbraba era ya tan enorme que la llenaba, al mismo tiempo, de alegría y de temor. La llenaba, sobre todo, de preguntas.

Algo estaba claro, sin embargo: el ángel hablaba de un niño. De un niño que debía ser concebido por ella. «¿Por... ella?» Su virginidad subió a la punta de su lengua. No porque fuera una solterona puritana aterrada ante la idea de la maternidad. Al contrario: ser fecunda en Dios era la parte mejor de su alma. Pero el camino para esa fecundidad era demasiado misterioso para ella y sabía que aquel proyecto suyo de virginidad era lo mejor, casi lo único, que ella había puesto en las manos de Dios, como prueba de la plenitud de su amor. Era esa plenitud lo que parecía estar en juego. No dudaba de la palabra del ángel, era, simplemente, que no entendía. Si le pedían otra forma de amor, la daría; pero no quería amar a ciegas.

Por eso preguntó, sin temblores, pero conmovida: ¿Cómo será eso, pues yo no conozco varón? La pregunta era, a la vez, tímida y decidida. Incluía ya la aceptación de lo que el ángel anunciaba, pero pedía un poco más de claridad sobre algo que, para ella, era muy importante.

Y el ángel aclaró: El Espíritu santo velará sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso lo Santo que nacerá de ti, será llamado Hijo de Dios.

María había pedido una aclaración; el ángel aportaba dos, no sólo respecto al modo en que se realizaría aquel parto, sino también y, sobre todo, respecto a Quién sería el que iba a nacer de modo tan extraordinario. ¿Quizá el ángel aportaba dos respuestas porque comprendía que María había querido hacer dos preguntas y formulado sólo la menos vertiginosa?

Porque en verdad María había empezado a entender: lo importante no era que en aquel momento se aclarase el misterio de su vida; lo capital es que se aclaraba con un nuevo misterio infinitamente más grande que su pequeña vida: en sus entrañas iba a nacer el Esperado y, además, el Esperado era mucho más de lo que nunca ella y su pueblo se habían atrevido a esperar.

Que la venida que el ángel anunciaba era la del Mesías no era muy difícil de entender. El ángel había dado muchos datos: el Hijo del Altísimo, el que ocuparía el trono de su padre David, el que reinaría eternamente. Todas estas frases eran familiares para la muchacha. Las había oído y meditado miles de veces. Al oírlas vino, sin duda, a su mente aquel pasaje de Isaías que los galileos conocían mejor que nadie porque en él se hablaba expresamente de su despreciada comarca.

Cubrirá Dios de gloria el camino junto al mar, la región del otro lado del Jordán y la Galilea de los gentiles. El pueblo que andaba entre tinieblas ve una gran luz... Porque nos ha nacido un niño y se nos ha dado un hijo; sobre sus hombros descansa el señorío; su nombre: Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre de la eternidad, Príncipe de la paz. Su dominio alcanzará lejos y la paz no tendrá fin. Se sentará en el trono de David y reinará en su reino, a fin de afianzarlo y consolidar lo desde ahora hasta el fin de los siglos (Is 9, 1-6).

Sí, era de este niño de quien hablaba el ángel. E iba a nacer de sus entrañas. Y su fruto sería llamado Hijo de Dios. ¿Cómo no sentir vértigo?


La hora de la hoguera

Ahora era el ángel quien esperaba en un nuevo segundo interminable. No era fácil aceptar, ciertamente. El problema de cómo se realizaría el nacimiento había quedado desbordado por aquellas terribles palabras que anunciaban qué sería aquel niño.

Tampoco María ahora comprendía. Aceptaba, sí, aceptaba ya antes de responder, pero lo que el ángel decía no podía terminar de entrar en su pequeña cabeza de criatura. Algo sí, estaba ya claro: Dios estaba multiplicando su alma y pidiéndole que se la dejara multiplicar. No era acercarse a la zarza ardiendo de Dios, era llevar la llamarada dentro.

Esto lo entendió muy bien: sus sueños de muchacha habían terminado. Aquel río tranquilo en que veía reflejada su vida se convertía, de repente, en un torrente de espumas... y de sangre. Sí, desangre también. Ella lo sabía. No se puede entrar en la hoguera sin ser carbonizado. Su pequeña vida había dejado de pertenecerle. Ahora sería arrastrada por la catarata de Dios. El ángel apenas decía la mitad de la verdad: hablaba del reinado de aquel niño. Pero ella sabía que ese reinado no se realizaría sin sangre. Volvía a recordar las palabras del profeta: Yo soy un gusano, ya no soy un hombre; han taladrado mis manos y mis pies; traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados será conducido como oveja al matadero... (Is 53). Todo esto lo sabía. Sí, era ese espanto lo que pedía el ángel. Que fuera, sí, madre del «hijo del Altísimo», pero también del «varón de dolores».

Temblaba. ¿Cómo no iba a temblar? Tenía catorce años cuando empezó a hablar el ángel. Y era ya una mujer cuando Gabriel concluyó su mensaje. Bebía años. Crecía. Cuando una adolescente da a luz decimos: «Se ha hecho mujer». Así ella, en aquella décima de segundo.

Y el ángel esperaba, temblando también. No porque dudase, sino porque entendía.

Un poeta P.M. Casaldáliga— lo ha contado así:

Como si Dios tuviera que esperar un permiso...
Tu palabra sería la segunda palabra
y ella recrearía el mundo estropeado
como un juguete muerto que volviera a latir súbitamente.

De eso, sí, se trataba: del destino del mundo, pendiente, como de un hilo, de unos labios de mujer.

Y en el mundo no sonaron campanas cuando ella abrió los labios. Pero, sin que nadie se enterara, el «juguete muerto» comenzó a latir. Porque la muchacha-mujer dijo: He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra. Dijo «esclava» porque sabía que desde aquel momento dejaba de pertenecerse. Dijo «hágase» porque «aquello» que ocurrió en su seno sólo podía entenderse como una nueva creación.

No sabemos cómo se fue el ángel. No sabemos cómo quedó la muchacha. Sólo sabemos que el mundo había cambiado. Fuera, no se abrieron las flores. Fuera, quienes labraban la tierra siguieron trabajando sin que siquiera un olor les anunciase que algo había ocurrido. Si en Roma el emperador hubiera consultado a su espejito mágico sobre si seguía siendo el hombre más importante del mundo, nada le habría hecho sospechar que en la otra punta del mundo la historia había girado. Sólo Dios, la muchacha y un ángel lo sabían. Dios había empezado la prodigiosa aventura de ser hombre en el seno de una mujer.

¿Fue todo así? ¿O sucedió todo en el interior de María? ¿Vio realmente a un ángel o la llamada de Dios se produjo más misteriosamente aún, como siempre que habla desde el interior de las conciencias? No lo sabremos nunca. Pero lo que sabemos es bastante: que Dios eligió a esta muchacha para la tarea más alta que pudiera soñar un ser humano; que no impuso su decisión, porque él no impone nunca; que ella asumió esa llamada desde una fe oscura y luminosa; que ella aceptó con aquel corazón que tanto había esperado sin saber aún qué; que el mismo Dios —sin obra de varón— hizo nacer en ella la semilla del que sería Hijo de Dios viviente. ¿Qué importan, pues, los detalles? ¿Qué podría aportar un ángel más o menos? Tal vez todo ocurrió a la altura del corazón. No hay altura más vertiginosa.