Infidelidades en la Iglesia
Autor: José María Iraburu
Capítulo 5: Errores
Protestantismo liberal, modernismo y disidencia
actual
Como es sabido, el liberalismo, derivado en el siglo XIX de la Ilustración, es
una doctrina que afirma la voluntad del hombre –su libertad– como un valor
supremo, que no debe sujetarse ni a ley divina ni a ley natural alguna.
Es cierto que la palabra liberal o el término liberalismo admiten otras
significaciones aceptables; pero aquí hablaremos del liberalismo justamente en
ese sentido doctrinal, como lo ha hecho la Iglesia en numerosas encíclicas y
documentos importantes.
El liberalismo es un naturalismo militante, que rechaza la soberanía de Dios y
la pone en el hombre –«seréis como dioses» (Gén 3,5)–. Es, pues, un ateísmo
práctico, una rebelión de los hombres contra Dios, y por eso ha sido muchas
veces condenado por la Iglesia (por ejemplo, León XIII, enc. Libertas 1888). El
socialismo y el comunismo, por otra parte, son obviamente hijos naturales del
liberalismo.
Pues bien, en este sentido, el liberalismo, actualmente generalizado en las
naciones más ricas como forma cultural y política, es hoy la tentación mayor del
cristianismo. Es el error que más fuerza tiene para falsificar el Evangelio y
para alejar de él a los hombres y a los pueblos.
Puede decirse, en síntesis brevísima, que el racionalismo crítico del
protestantismo liberal de mediados del siglo XIX, pasa en buena parte al campo
católico con los autores del modernismo. Aquellos y estos errores fueron
combatidos sobre todo por el Beato Pío IX (1864, Syllabus), y por San Pío X
(1907, decreto Lamentabili; 1907, encíclica Pascendi; 1910, Juramento
antimodernista).
Protestantes liberales y católicos modernistas coinciden más o menos, según los
autores, en el historicismo y en la exégesis crítica, que en el estudio de la
Escritura deben prevalecer sobre la Tradición y el Magisterio; desprecian
también en común los dogmas y toda formulación estable de verdades de fe y
moral; van juntos en una cristología de tendencia nestoriana; coinciden en el
ecumenismo radical, que iguala las diversas confesiones cristianas, así como en
la aversión a la escolástica, a la metafísica y al tomismo; niegan unos y otros
los milagros de Cristo y la historicidad de su Resurrección; y en cuestiones
morales dan primacía a la conciencia sobre las normas objetivas de la moral. Y
siguen coincidiendo en muchas otras cuestiones. Por eso San Pío X señala en los
modernistas este error, entre otros:
«El catolicismo actual no puede conciliarse con la verdadera ciencia, si no se
transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en protestantismo amplio y
liberal» (Lamentabili 65: DS 3465). Los modernistas rechazan los «motivos de
credibilidad», y estiman que «la fe debe colocarse en cierto sentimiento íntimo
que nace de la indigencia de lo divino» (Pascendi: DS 3477).
En la segunda mitad del siglo XX, hasta nuestros días, no pocos de aquellos
errores señalados se prolongan también entre los católicos disidentes,
promotores del progresismo, que después, sobre todo, del concilio Vaticano II
–pero enseñando en contra de él–, disienten públicamente una y otra vez del
Magisterio apostólico. El término disidentes es un tanto eufemístico, pero lo
aceptaremos aquí para evitar palabras más fuertes.
En los años de Pablo VI (1963-1978) esa disidencia afecta a sectores
intelectuales reducidos, y a ciertas Iglesias locales acentuadamente
progresistas, dando ocasión a grandes escándalos doctrinales y disciplinares.
Pero en los decenios siguientes, hasta hoy, esa disidencia se difunde
notablemente, hasta el punto de que apenas da lugar ya a ruidosos escándalos. Y
esto se debe a que en muchos ambientes de la Iglesia ha sido aceptada la
disidencia como lícita y oportuna, y también a que los doctores bien formados en
la tradición filosófica y teológica de la Iglesia son hoy bastante menos
numerosos que en tiempos de PabloVI. Por otra parte se debe también a que la
disidencia escandalosa ya no es tanto combatida, sino ignorada, quizá por
cansancio; mientras que la disidencia moderada se acepta sin lucha, sin apenas
resistencia. «Ya no escandaliza» –en el peor sentido de la expresión– a la
mayoría de los católicos, como no sea a unos pocos, considerados
tradicionalistas o integristas.
Juan Pablo II, sin embargo, reconoce la desorientación causada en los fieles por
tantos doctores disidentes:
«No se puede negar que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un
momento de incertidumbre, que afecta no sólo a la vida moral, sino incluso a la
oración y a la misma rectitud teologal de la fe. Ésta, ya probada por el careo
con nuestro tiempo, está a veces desorientada por posturas teológicas erróneas,
que se difunden también a causa de la crisis de obediencia al magisterio de la
Iglesia» (1994, Tertio Millenio adveniente 36).
La disidencia escandalosa
Para tipificar la disidencia escandalosa sería preciso analizar, en muy penosa
tarea, algunas obras –si nos reducimos a autores de lengua hispana– de José
María Castillo, José María Díez Alegría, Juan Antonio Estrada, Casiano Floristán,
Benjamín Forcano, José Gómez-Caffarena, José María González Ruiz, José Ignacio
González Faus, Antonio Hortelano, Juan Luis Segundo, Jon Sobrino, Juan José
Tamayo, Andrés Torres-Queiruga, Marciano Vidal, etc. Bastantes de ellos se
integran en la Sociedad de teólogos y teólogas «Juan XXIII» o colaboran al menos
en sus campañas. No hace mucho esta asociación afirmaba:
«La jerarquía [católica] ha sustituido el Evangelio por los dogmas...; la
libertad por la sumisión; el seguimiento de Jesucristo por la aplicación rígida
del Código de Derecho Canónico; el perdón y la misericordia por el anatema». La
Iglesia Católica, en su prepotencia doctrinal, impone «un único modelo de
familia, el matrimonio; condena otros modelos, como parejas de hecho, y de la
homosexualidad calificada como enfermedad, desviación natural y desorden moral»
(prensa 8-IX-2003)
Éstos y otros autores, siempre que lo estiman conveniente –es decir, con gran
frecuencia–, disienten de la Iglesia abiertamente, procurando a su disentimiento
la mayor publicidad, e incluso algunos de ellos la insultan y calumnian en los
medios de comunicación.
Los dejaremos a un lado, sin comentarios. No saben que con su proceder están
poniendo en peligro su salvación eterna; y la de muchos. Nadie les avisa.
Nosotros les avisamos.
La disidencia moderada
Analizaremos, en cambio, al menos con unos pocos ejemplos, la disidencia
doctrinal de algunos autores bien considerados en la Iglesia, que no han sido
objeto de reprobación alguna, y que desempeñan altos ministerios académicos y
eclesiales. Sus ambigüedades y errores nos parecen, lógicamente, y con gran
diferencia, los más peligrosos para el pueblo cristiano.
Traeremos aquí únicamente a cinco profesores actuales de esta orientación
teológica moderadamente disidente. Pero antes de hacerlo, daremos un aviso: los
análisis críticos que siguen pueden resultar demasiado difíciles para los
lectores menos conocedores de la teología. A éstos, pues, les recomendamos
«saltárselos» y continuar en el siguiente capítulo su lectura.
Felipe Fernández Ramos
Comentario al evangelio de San Juan
Juan, en Comentario al Nuevo Testamento, Casa de la Biblia, Ed. Atenas-PPC,
Madrid 1995, 263-339.
Antes de analizar la obra de este autor, conviene recordar que la barrena
crítico-historicista de protestantes liberales y modernistas se empeñó
especialmente en destruir la veracidad del evangelio de San Juan. Éste es uno de
los errores modernistas denunciados por San Pío X:
«Las narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una contemplación
mística del Evangelio... El cuarto Evangelio exageró los milagros, no sólo para
que aparecieran más extraordinarios, sino también para que resultaran más aptos
para significar la obra y la gloria del Verbo Encarnado...
«Juan vindica para sí el carácter de testigo de Cristo; pero en realidad no es
sino testigo eximio de la vida cristiana, o sea, de la vida de Cristo en la
Iglesia al final del siglo primero» (Lamentabili 16-18).
Pues bien, la tradición católica entiende que los Evangelios, también el de San
Juan, hacen «creíbles» las palabras más «increíbles» de Cristo por la fuerza
persuasiva de sus milagros, y que estos hechos prodigiosos son formidables
«motivos de credibilidad». De este modo, en los relatos evangélicos, las
palabras y los hechos de Jesús se iluminan y confirman mutuamente en su objetiva
realidad histórica.
Así lo entienden los apóstoles al predicar el Evangelio, ya que muestran los
milagros de Cristo como motivos de credibilidad absolutamente convicentes.
«Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón acreditado
por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por él
en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis»... (Hch 2,22; cf. 10,37-39).
Concretamente, el evangelio de San Juan narra con mucho detalle unas pocas
escenas de la vida de Jesús, en las que palabras formidables y hechos milagrosos
se iluminan entre sí. Así, por ejemplo, Jesús se dice «pan vivo bajado del
cielo», «verdadera comida», después de multiplicar los panes (Jn 6); se confiesa
«luz del mundo», tras dar la vista a un ciego de nacimiento (9); se proclama
«resurrección y vida de los hombres», después de resucitar un muerto de cuatro
días (11).
Veamos, pues, ya la exégesis que en su comentario al evangelio de San Juan nos
ofrece el profesor Fernández Ramos.
Comienza por negar abiertamente que el autor del cuarto evangelio sea San Juan
apóstol:
«...su autor no ha podido ser Juan el Zebedeo, como ha afirmado la tradición
desde Ireneo, en el año 180. Más aún, creemos que su autor no pertenece al
círculo de los Doce» (269).
Ni los milagros de Cristo, al menos algunos de ellos, ni tampoco los sucesos
postpascuales, han de entenderse como hechos históricos.
Jesús camina sobre las aguas. «En cuanto a la historicidad, el hecho es más
teológico que histórico [traducido: tal hecho no es histórico]. Esto significa
que la marcha sobre las aguas no tuvo lugar de la forma que nos narran los
evangelios» [ni de ninguna otra forma, claro] (288).
Resurrección de Lázaro. Se trata de «una parábola en acción... De cualquier
forma, debe quedar claro que la validez del signo y de su contenido no se ven
cuestionados por su historicidad» [o para ser más exactos, por su
no-historicidad]. «El último de los signos narrados... debía ser un cuadro de
excepcional belleza y atracción. El evangelista ha logrado su objetivo. Nos ha
ofrecido un audiovisual tan cautivador... Quedarse en la materialidad del hecho
significaría el empobrecimiento radical del mismo» (303-304). [El hecho, pues,
es lo de menos; lo que cuenta es su significación. Aunque en realidad es muy
difícil explicar el significado de un hecho que no ha sucedido].
La resurrección de Jesús «es un acontecimiento que escapa al control humano;
rompe el modo de lo estrictamente histórico y se sitúa en el plano de lo
suprahistórico; no pueden aducirse pruebas que nos lleven a la evidencia
racional». Los cuatro evangelistas narran la resurrección de diversas maneras:
«¿quién de los cuatro tiene la razón? Todos y ninguno. Todos porque los cuatro
afirman que la resurrección de Jesús es aceptable únicamente desde la revelación
sobrenatural... Ninguno, porque las cosas no ocurrieron así. Estamos en el mundo
de la representación» (329).
Las apariciones de Jesús. Tomás toca sus llagas, Él conversa y come con los
discípulos, explicándoles cosas del Reino de Dios, etc. Tampoco esos supuestos
acontecimientos sucedieron según las narraciones evangélicas. «El contacto
físico con el Resucitado no pudo darse. Sería una antinomia. Como tampoco es
posible que él realice otras acciones corporales que le son atribuidas, como
comer, pasear, preparar la comida a la orilla del lago de Genesaret, ofrecer los
agujeros de las manos y del costado para ser tocados... Este tipo de acciones o
manifestaciones pertenece al terreno literario y es meramente funcional; se
recurre a él para destacar la identidad del Resucitado, del Cristo de la fe, con
el Crucificado, con el Jesús de la historia» (330).
La pesca milagrosa. «La aparición del Resucitado es presentada sobre el
andamiaje de una pesca milagrosa» (331).
El profesor Fernández Ramos, según vemos, rechaza la objetividad histórica de
los hechos milagrosos –al menos de un buen número de ellos– narrados por los
evangelistas, concretamente por San Juan.
Ahora bien, si tal exégesis es verdadera, es decir, si los hechos milagrosos de
Jesucristo han de ser entendidos no partiendo de su objetividad histórica, sino
mirando sólo su sentido y significación, entonces también las palabras de Cristo
que leemos en los Evangelios habrán de ser entendidas en un sentido puramente
simbólico y alegórico, no real.
«Mi cuerpo es verdadera comida», «yo soy anterior a Abraham», «nadie llega al
Padre si no es por mí», «yo soy el camino, la verdad y la vida», etc.: todas
estas frases grandiosas no han de ser entendidas en su significación directa,
sino más bien como grandes metáforas. Es decir, no son roca firme en las que
fundamentar la fe de la Iglesia.
Exégesis como ésta del profesor Fernández Ramos, antiguas ya en el campo
protestante crítico y liberal, y posteriormente en el modernismo, hartas veces
reprobadas por la Iglesia, se han generalizado tanto entre los escrituristas
católicos, que un comentario como éste no suscita ya resistencias. Por lo demás,
estas obras se difunden ampliamente, a través de las editoriales y librerías
católicas, sin sobresaltos de nadie, y sus planteamientos han entrado ya en
muchas predicaciones y catequesis.
Estos biblistas, ignorando ampliamente en sus exégesis la Tradición y el
Magisterio, se atienen más bien a la exégesis crítica de protestantes liberales
y naturalistas de mediados del XIX. Su originalidad mayor es, pues, como en el
caso de los modernistas, afirmar hoy en el campo católico lo que algunos
protestantes enseñaban hace ya mucho tiempo.
Sin embargo, la fe de la Iglesia en la historicidad objetiva de las narraciones
evangélicas es muy otra.
«Los milagros de Cristo y de los santos [...] “son signos ciertos de la
revelación” (Vaticano I), “motivos de credibilidad que muestran que el
asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu”
(ib.)» (Catecismo 156).
«El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo
manifestaciones históricamente comprobadas, como lo atestigua el Nuevo
Testamento» (639). Es «un acontecimiento histórico demostrable por la señal del
sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los Apóstoles con Cristo
resucitado» (647).
Los Apóstoles, San Juan sobre todo, aseguran con insistencia que dan testimonio
de lo que han «visto y oído» (Jn 19,35; 1Jn 1,1-3; Hch 4,20; cf. 5,32; Catecismo
126 y 515). Concretamente, ellos dan cuidadoso testimonio de lo que han «visto y
oído» en los acontecimientos posteriores a la Resurrección de Cristo, hasta su
Ascensión gloriosa.
«Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera
del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico» (ib. 643).
Ésa es la doctrina de la Iglesia. Ésa es su manera de hablar, de expresar su fe.
Pero este escriturista, como tantos otros, enseña tranquilamente otra doctrina
y, por supuesto, con palabras contrarias.
El doctor Felipe Fernández Ramos es actualmente profesor ordinario del Centro
Superior de Estudios Teológicos de León, y es también Presidente-Deán del
Cabildo de la Santa Iglesia Catedral de la misma ciudad.
Luis Francisco Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia BAC,
Serie de Manuales de Teología, Sapientia Fidei, nº1, Madrid 1993, 315 pgs.
La Iglesia cree desde antiguo que los niños deben ser bautizados, para que «la
regeneración limpie en ellos lo que por la generación [generatione] contrajeron»
(418, Zósimo: DS 223). Cree que el pecado original deteriora profundamente la
naturaleza de nuestros primeros padres. Por tanto, si la naturaleza humana se
transmite por la generación, no pueden nuestros primeros padres, ni los que les
siguen, transmitir a sus hijos por la generación una naturaleza sana y pura,
porque en ellos está enferma. Nadie puede dar lo que no tiene.
Así pues, el pecado original es «transmitido a todos por propagación, y no por
imitación» (1546, Trento: DS 1513; cf.:1523; 1930, Pío XI, enc. Casti connubii:
DS 3705; 1968, Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios n.16, corrigiendo las tesis
del Catecismo holandés).Ésta es doctrina tenida como de fe. Por el contrario, el
profesor Ladaria, jesuita, estima que «no debemos afirmar que la generación sea
formalmente la causa de la transmisión del pecado» original (116). La
transmisión de este pecado de origen él la entiende no en clave ontológica, sino
histórica. Para algunos teólogos, que Ladaria cita con aprobación,«“el pecado de
Adán” es el “pecado inaugural” de la serie que después seguirá, pero sin que
pueda hablarse de causalidad de este primer pecado respecto de los otros» (126).
El pecado de Adán «es, simplemente, el primero y, como tal, de algún modo el
desencadenante de una historia de pecado, a la que todos los hombres hemos
contribuido después y seguimos contribuyendo» (128).
El hombre, según esto, contrae el pecado original por inmersión en un mundo de
pecado. «Desde esta concepción se relativiza, como también la Escritura a su
manera hace, el problema de la transmisión del pecado original por la generación
física» (116). «Por ello hay que afirmar que desde que un hombre entra en el
mundo se encuentra realmente inserto en la masa de pecado de la humanidad, en
una situación de pecado, de ruptura de la relación con Dios» (117). Creemos que
la explicación del profesor Ladaria no logra estar conforme, aunque lo intente,
con la doctrina de la Iglesia, y que más parece explicar la transmisión del
pecado original imitatione que generatione. La revelación nos dice claramente
que el pecado y la desobediencia de «uno solo» nos ha constituído «a todos»
pecadores, y que igualmente la gracia y la obediencia de «uno solo», Jesucristo,
nos ganan la salvación de Dios (cf. Rm 5,12-19).
Según eso, para la Iglesia, el pecado original es algo mucho más profundo de lo
que el profesor Ladaria enseña. Es otra cosa, incomparablemente más grave, pues
afecta a la misma naturaleza de todo el hombre y de cada hombre, y se transmite,
lógicamente, como se transmite la naturaleza humana, por generación. Esta
explicación bíblica y tradicional del pecado original –que, por supuesto, sigue
siendo un misterio de la fe–es mucho más convincente que la que ofrecen Ladaria
y muchos otros teólogos actuales. Quizá la dificultad insalvable que estos
doctores hallan para explicar en sentido católico la transmisión del peca-do
original se debe sobre todo a que se resisten a usar el término y la noción de
naturaleza. En la doctrina católica el peccatum naturæ se recibe con la
naturaleza, ya en el momento de la concepción (natura–natus). Concretamente, el
privilegio único de María en su Inmaculada Concepción es entendido por la
Iglesia en esta clave doctrinal, y no en la que propone Ladaria, de acuerdo con
muchos otros.
El padre jesuita Luis Francisco Ladaria Ferrer es profesor de la Pontificia
Universidad Gregoriana de Roma desde 1979, de la que fue vicerrector
(1986-1994). Miembro de la Comisión Teológica Internacional (1992-1997), ha sido
nombra-do su Secretario General por Juan Pablo II (6-III-2004).
Olegario González de Cardedal
Cristología
BAC, manuales Sapientia Fidei, nº 24, Madrid 2001, 601 pgs.
La Cristología de Olegario González de Cardedal es un manual muy amplio
–seiscientas páginas–, lleno de erudición, y con no pocos desarrollos valiosos.
Hay, sin embargo, en su libro tesis muy dudosas, y algunas erróneas, que es
necesario y urgente señalar.
Conviene advertir antes de nada que el lenguaje de González de Cardedal, más
literario que filosófico y teológico, resulta muchas veces impreciso. No siempre
es fácil saber qué es lo que dice; y a veces es aún más difícil saber qué es lo
que quiere decir.
–La unión hipostática. González de Cardedal expone unas veces esta cuestión en
sentido católico indudable; pero otras, siguiendo a Rahner, estima en términos
muy ambiguos que la cristología es una consumación de la antropología:
«La naturaleza humana tiene capacidad receptiva obediencial para dar ese salto
al límite y recibir ese salto del límite» (456).
González de Cardedal, después de recordar ocho modos de entender, en distintos
autores, qué es la persona, se pregunta «cómo Cristo es persona», y nos indica
en primer lugar que «para comprender la respuesta tenemos que excluir varios
malentendidos previos».
–«Malentendido por exclusión. Se afirma que Cristo es persona divina por
sustracción de la real humanidad que nos caracteriza a todos los demás humanos
[...] Al pensar que Cristo no es una persona humana, está diciendo que le falta
lo esencial, lo que de verdad constituye al hombre en cuanto tal. Queda, en
consecuencia, [Cristo] equiparado a un fantasma, ángel o mediador perteneciente
a otro mundo»... (449).
Según esto, parece que González de Cardedal estima que hay en Cristo una persona
humana, grave error muchas veces condenado por la Iglesia. Si así fuera, habría
que deducir que la Virgen María es madre de la persona humana de Cristo, pero no
propiamente Madre de Dios. Y por supuesto, que es solamente la persona humana de
Cristo la que muere por nosotros en el sacrificio de la cruz, quedando así éste
absolutamente devaluado. Pero la fe católica en Cristo no es ésa, es otra.
«La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona
divina del Hijo de Dios. Frente a ella, San Cirilo de Alejandría y el tercer
Concilio Ecuménico reunido en Éfeso, en el año 431, confesaron que “el Verbo, al
unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre” (DH
250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo
de Dios, que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el Concilio
de Éfeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de
Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno» (Catecismo
n.466).
Esta fe católica no lleva a creer en una fantasmagórica humanidad de Cristo,
sino que afirma que el Verbo divino posee ontológica e íntegramente la
naturaleza humana que ha asumido. Pero vengamos al otro malentendido posible:
–«Malentendido por excepción. Se parte del hecho de que Cristo es la gran
excepción, el gran milagro o enigma de lo humano, [y] que por tanto habría que
pensarlo con otras categorías al margen de como pensamos la relación de Dios con
cada hombre y la relación del hombre con Dios» (450).
Con textos como éste, no podrá González de Cardedal sentirse falsamente acusado
por quienes vean en su cristología una clave mental adopcionista. La fe católica
sobre la relación de Jesús con Dios, evidentemente, hay que pensarla con
«categorías distintas de las que nos valen para afirmar la relación de Dios con
cada hombre y la relación de cada hombre con Dios». De otro modo, es imposible
llegar a la verdad católica de la unión hipostática, sino sólo a una unión de
gracia que, por muy única y perfecta que sea, es inconciliable con la fe de la
Iglesia.
–La conciencia divina del hombre Cristo. Cuando Jesús pregunta en el Evangelio a
sus discípulos: «¿quién creéis vosotros que soy yo?», sitúa el misterio de su
identidad personal en un plano ontológico, referido al ser, y no lo limita a un
nivel meramente relacional: «¿cuál creéis que es mi relación con Dios?».
González de Cardenal, por el contrario, hace prevalecer la perspectiva
relacional en sus reflexiones cristológicas –muy largas, complejas y matizadas–
acerca de la conciencia filial de Jesús.
Pero tampoco en este tema de la auto-conciencia de Cristo en cuanto Hijo divino,
tan delicado e importante, es fácil captar con seguridad la posición del
profesor González de Cardedal. Parece, en todo caso, estimar que es la comunidad
cristiana post-pascual la que asigna a Cristo el título de «Hijo», partiendo del
uso que el mismo Jesús hizo del término Abba, Padre:
«Para expresar el valor de Jesús y la relación que tiene con Dios [...] los
discípulos pensaron en la categoría de Hijo» (372; cf. 373-374; 402-403).
Por el contrario, esa enseñanza no parece conciliable con los datos evangélicos,
según los cuales Cristo tuvo clara conciencia de su condición de Hijo único del
Padre, como aparece en muchos lugares de San Juan y también de los sinópticos
(p. ej., Mt 11,25-26; Mc 12,1-12; 13,32; Lc 2,49). Así ha entendido siempre la
Tradición católica esos textos.
Además, si el mismo Jesucristo no hubiera conocido y enseñado a sus discípulos
la eternidad y unicidad de su filiación divina, jamás la comunidad cristiana
primera, procedente del monoteísmo judaico, hubiera tenido capacidad de imaginar
siquiera a un Hijo divino unido al Padre celeste, pero personalmente «distinto»
de él.
Es necesario reconocer que los errores que el profesor González de Cardedal
parece exponer sobre «La unión hipostática» y «La conciencia divina del hombre
Cristo» pueden verse neutralizados por otros textos suyos del mismo libro, en
los que afirma la fe católica.
Sin embargo, la ambigüedad de los textos aludidos y de otros semejantes, en
materia tan grave, es de suyo inadmisible, y más en un manual de teología
católica. Y, por otra parte, son ambigüedades especialmente reprobables en los
tiempos actuales de Iglesia en que precisamente la tentación arriana,
nestoriana, adopcionista, es la que en temas cristológicos ofrece sin duda más
peligro.
–La muerte de Cristo. El doctor González de Cardedal afirma, al parecer, que la
pasión de Cristo no es el cumplimiento de un plan divino, anunciado por los
profetas y por Él mismo. De la pasión de Jesús él dice así:
«Esa muerte no fue casual, ni fruto de una previa mala voluntad de los hombres,
ni un destino ciego, ni siquiera un designio de Dios, que la quisiera por sí
misma, al margen de la condición de los humanos y de su situación bajo el
pecado. La muerte de Jesús es un acontecimiento histórico, que tiene que ser
entendido desde dentro de las situaciones, instituciones y personas en medio de
las que él vivió... [...] Menos todavía fue [...] considerada desde el principio
como inherente a la misión que tenía que realizar en el mundo [...]
«Su muerte fue resultado de unas libertades y decisiones humanas en largo
proceso de gestación, que le permitieron a él percibirla como posible,
columbrarla como inevitable, aceptarla como condición de su fidelidad ante las
actitudes que iban tomando los hombres ante él y, finalmente, integrarla como
expresión suprema de su condición de mensajero del Reino»... (94-95).
«En los últimos siglos ha tenido lugar una perversión del lenguaje en la
soteriología cristiana [...] El proyecto de Dios está condicionado y modelado
por la reacción de los hombres. Dios no envía su Hijo a la muerte, no la quiere,
ni menos la exige: tal horror no ha pasado jamás por ninguna mente religiosa»
(517; cf. ss).
La Escritura, en cambio, dice con gran frecuencia lo contrario. Afirma
claramente que judíos y romanos, causando la pasión de Cristo, realizan «el
plan» que la autoridad de Dios «había de antemano determinado» (Hch 4,27-28); de
modo que judíos y romanos, «al condenarlo, cumplieron las profecías» (13,27). En
efecto, «era necesario que el Mesías padeciera» y diera así cumplimiento a lo
anunciado por Moisés y todos los profetas (Lc 24,26-27).
En esta misma línea verbal de la Escritura (cf. Mt 26,39; Jn 4,34; 12,27; 14,31;
18,11; Flp 2,6-8; Heb 5,7-9), el lenguaje de los Padres, de los Concilios y de
las diversas Liturgias, hasta el día de hoy, es unánime en la Iglesia: «quiso
Dios que su Hijo muriese en la cruz» para así expresarnos Su amor en forma
suprema, para expiar en forma sacrificial y dolorosa por el pecado del mundo, y
para otros fines que en seguida recordaremos.
Renunciar a este lenguaje de la fe, y estimarlo como inducente a error, es algo
absolutamente intolerable en la teología católica, porque es contradecir el
lenguaje de la Revelación y de la Tradición.
Claro está que no quiso Dios la muerte de Cristo «por sí misma, al margen de la
condición de los humanos y de su situación bajo el pecado». Eso es obvio, y
nunca ha dicho nadie cosa semejante en la Iglesia. ¿Cómo va a establecer la
Voluntad divina providente plan alguno en la historia de la salvación ignorando
el juego histórico de las libertades humanas? Nadie ha entendido en la Iglesia
que en el plan de la Providencia divina se «asigna la muerte de Cristo a un Dios
violento y masoquista» (517).
Hay que reconocer que este terrorismo verbal indica una teología de muy precaria
calidad intelectual y verbal, una «teología» que oscurece mucho la ratio fide
illustrata, la cual ha de investigar y expresar, con mucha paz y exactitud, los
grandes misterios de la fe. Como hemos visto, González de Cardedal lamenta que
«en los últimos tiempos ha tenido lugar una perversión del lenguaje en la
soteriología cristiana» al hablar de sacrificio, expiación, etc.; pero no
advierte que es él quien, por sí mismo o por la presentación del pensamiento de
otros, produce esa perversión sin pretenderla.
La crítica, además, que el profesor González de Cardedal se atreve a realizar
del lenguaje soteriológico no afecta solo, como dice, al usado «en los últimos
tiempos» –lo que no sería tan grave–. En realidad su crítica afecta al lenguaje
del misterio de la salvación tal como viene expresado por la Revelación desde
los profetas de Israel hasta nuestros días, pasando por los evangelistas, Pablo,
la Carta a los Hebreos y el Apocalipsis, los santos Padres, las diversas
liturgias, los escritos de los santos, los Concilios, las encíclicas. Atenta
contra «la norma de hablar que la Iglesia, con un prolongado trabajo de siglos,
no sin ayuda del Espíritu Santo, ha establecido, confirmándola con la autoridad
de los Concilios» (Mysterium fidei 10).
El lenguaje de la fe es perfectamente entendido por los fieles cristianos, pues
tiene universalidad y continuidad. En cambio, las teorías teológicas que
González de Cardedal hace suyas, ésas son las que el pueblo no entiende o
entiende mal, porque es un lenguaje incomparablemente más equívoco. Claro está
que el lenguaje bíblico y tradicional sobre la pasión de Cristo puede ser mal
entendido. Pero para evitar los errores, no habrá que suprimir ese lenguaje,
sino explicarlo bien.
Por último, no es posible asimilar ese nuevo lenguaje sin tener que renunciar al
mismo tiempo a otras muchas expresiones de la Revelación: «no se haga mi
voluntad, sino la tuya», «obediente hasta la muerte», «para que se cumplan las
Escrituras», etc.
–Sacrificio de expiación y reparación. Refiriéndose González de Cardedal a los
términos «sustitución, satisfacción, expiación, sacrificio», utilizados para
expresar el misterio de la redención, afirma que no podemos prescindir de esas
palabras sagradas y primordiales, aunque hoy estén puestas bajo sospecha. Si
esas palabras, dice, han sido degradadas o manchadas, lo que debemos hacer es
«levantarlas del suelo» y lavarlas, para que «podamos admirar su valor y ver el
mundo en su luz» (535).
El propósito es justo y prudente, pero él hace precisamente lo contrario. El
mundo católico tradicional ha tenido siempre una recta inteligencia de esos
términos, que hoy González de Cardedal estima tan equívocos. Ha contemplado y
vivido siempre, también hoy, con gran amor la pasión de Cristo como sacrificio
de expiación por el pecado de los hombres.
La descripción que hace González de Cardedal de la peligrosidad, al parecer
insuperable, que hay en el uso de esos términos, más que purificarlos de
sentidos impropios, lo que hace es dejarlos inservibles.