Infidelidades en la Iglesia
Autor: José María Iraburu

Capítulo 5: Errores

 

Protestantismo liberal, modernismo y disidencia actual
Como es sabido, el liberalismo, derivado en el siglo XIX de la Ilustración, es una doctrina que afirma la voluntad del hombre –su libertad– como un valor supremo, que no debe sujetarse ni a ley divina ni a ley natural alguna.

Es cierto que la palabra liberal o el término liberalismo admiten otras significaciones aceptables; pero aquí hablaremos del liberalismo justamente en ese sentido doctrinal, como lo ha hecho la Iglesia en numerosas encíclicas y documentos importantes.

El liberalismo es un naturalismo militante, que rechaza la soberanía de Dios y la pone en el hombre –«seréis como dioses» (Gén 3,5)–. Es, pues, un ateísmo práctico, una rebelión de los hombres contra Dios, y por eso ha sido muchas veces condenado por la Iglesia (por ejemplo, León XIII, enc. Libertas 1888). El socialismo y el comunismo, por otra parte, son obviamente hijos naturales del liberalismo.

Pues bien, en este sentido, el liberalismo, actualmente generalizado en las naciones más ricas como forma cultural y política, es hoy la tentación mayor del cristianismo. Es el error que más fuerza tiene para falsificar el Evangelio y para alejar de él a los hombres y a los pueblos.

Puede decirse, en síntesis brevísima, que el racionalismo crítico del protestantismo liberal de mediados del siglo XIX, pasa en buena parte al campo católico con los autores del modernismo. Aquellos y estos errores fueron combatidos sobre todo por el Beato Pío IX (1864, Syllabus), y por San Pío X (1907, decreto Lamentabili; 1907, encíclica Pascendi; 1910, Juramento antimodernista).

Protestantes liberales y católicos modernistas coinciden más o menos, según los autores, en el historicismo y en la exégesis crítica, que en el estudio de la Escritura deben prevalecer sobre la Tradición y el Magisterio; desprecian también en común los dogmas y toda formulación estable de verdades de fe y moral; van juntos en una cristología de tendencia nestoriana; coinciden en el ecumenismo radical, que iguala las diversas confesiones cristianas, así como en la aversión a la escolástica, a la metafísica y al tomismo; niegan unos y otros los milagros de Cristo y la historicidad de su Resurrección; y en cuestiones morales dan primacía a la conciencia sobre las normas objetivas de la moral. Y siguen coincidiendo en muchas otras cuestiones. Por eso San Pío X señala en los modernistas este error, entre otros:

«El catolicismo actual no puede conciliarse con la verdadera ciencia, si no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en protestantismo amplio y liberal» (Lamentabili 65: DS 3465). Los modernistas rechazan los «motivos de credibilidad», y estiman que «la fe debe colocarse en cierto sentimiento íntimo que nace de la indigencia de lo divino» (Pascendi: DS 3477).

En la segunda mitad del siglo XX, hasta nuestros días, no pocos de aquellos errores señalados se prolongan también entre los católicos disidentes, promotores del progresismo, que después, sobre todo, del concilio Vaticano II –pero enseñando en contra de él–, disienten públicamente una y otra vez del Magisterio apostólico. El término disidentes es un tanto eufemístico, pero lo aceptaremos aquí para evitar palabras más fuertes.

En los años de Pablo VI (1963-1978) esa disidencia afecta a sectores intelectuales reducidos, y a ciertas Iglesias locales acentuadamente progresistas, dando ocasión a grandes escándalos doctrinales y disciplinares.

Pero en los decenios siguientes, hasta hoy, esa disidencia se difunde notablemente, hasta el punto de que apenas da lugar ya a ruidosos escándalos. Y esto se debe a que en muchos ambientes de la Iglesia ha sido aceptada la disidencia como lícita y oportuna, y también a que los doctores bien formados en la tradición filosófica y teológica de la Iglesia son hoy bastante menos numerosos que en tiempos de PabloVI. Por otra parte se debe también a que la disidencia escandalosa ya no es tanto combatida, sino ignorada, quizá por cansancio; mientras que la disidencia moderada se acepta sin lucha, sin apenas resistencia. «Ya no escandaliza» –en el peor sentido de la expresión– a la mayoría de los católicos, como no sea a unos pocos, considerados tradicionalistas o integristas.

Juan Pablo II, sin embargo, reconoce la desorientación causada en los fieles por tantos doctores disidentes:

«No se puede negar que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un momento de incertidumbre, que afecta no sólo a la vida moral, sino incluso a la oración y a la misma rectitud teologal de la fe. Ésta, ya probada por el careo con nuestro tiempo, está a veces desorientada por posturas teológicas erróneas, que se difunden también a causa de la crisis de obediencia al magisterio de la Iglesia» (1994, Tertio Millenio adveniente 36).

La disidencia escandalosa
Para tipificar la disidencia escandalosa sería preciso analizar, en muy penosa tarea, algunas obras –si nos reducimos a autores de lengua hispana– de José María Castillo, José María Díez Alegría, Juan Antonio Estrada, Casiano Floristán, Benjamín Forcano, José Gómez-Caffarena, José María González Ruiz, José Ignacio González Faus, Antonio Hortelano, Juan Luis Segundo, Jon Sobrino, Juan José Tamayo, Andrés Torres-Queiruga, Marciano Vidal, etc. Bastantes de ellos se integran en la Sociedad de teólogos y teólogas «Juan XXIII» o colaboran al menos en sus campañas. No hace mucho esta asociación afirmaba:

«La jerarquía [católica] ha sustituido el Evangelio por los dogmas...; la libertad por la sumisión; el seguimiento de Jesucristo por la aplicación rígida del Código de Derecho Canónico; el perdón y la misericordia por el anatema». La Iglesia Católica, en su prepotencia doctrinal, impone «un único modelo de familia, el matrimonio; condena otros modelos, como parejas de hecho, y de la homosexualidad calificada como enfermedad, desviación natural y desorden moral» (prensa 8-IX-2003)

Éstos y otros autores, siempre que lo estiman conveniente –es decir, con gran frecuencia–, disienten de la Iglesia abiertamente, procurando a su disentimiento la mayor publicidad, e incluso algunos de ellos la insultan y calumnian en los medios de comunicación.

Los dejaremos a un lado, sin comentarios. No saben que con su proceder están poniendo en peligro su salvación eterna; y la de muchos. Nadie les avisa. Nosotros les avisamos.

La disidencia moderada
Analizaremos, en cambio, al menos con unos pocos ejemplos, la disidencia doctrinal de algunos autores bien considerados en la Iglesia, que no han sido objeto de reprobación alguna, y que desempeñan altos ministerios académicos y eclesiales. Sus ambigüedades y errores nos parecen, lógicamente, y con gran diferencia, los más peligrosos para el pueblo cristiano.

Traeremos aquí únicamente a cinco profesores actuales de esta orientación teológica moderadamente disidente. Pero antes de hacerlo, daremos un aviso: los análisis críticos que siguen pueden resultar demasiado difíciles para los lectores menos conocedores de la teología. A éstos, pues, les recomendamos «saltárselos» y continuar en el siguiente capítulo su lectura.


Felipe Fernández Ramos
Comentario al evangelio de San Juan

Juan, en Comentario al Nuevo Testamento, Casa de la Biblia, Ed. Atenas-PPC, Madrid 1995, 263-339.

Antes de analizar la obra de este autor, conviene recordar que la barrena crítico-historicista de protestantes liberales y modernistas se empeñó especialmente en destruir la veracidad del evangelio de San Juan. Éste es uno de los errores modernistas denunciados por San Pío X:

«Las narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una contemplación mística del Evangelio... El cuarto Evangelio exageró los milagros, no sólo para que aparecieran más extraordinarios, sino también para que resultaran más aptos para significar la obra y la gloria del Verbo Encarnado...

«Juan vindica para sí el carácter de testigo de Cristo; pero en realidad no es sino testigo eximio de la vida cristiana, o sea, de la vida de Cristo en la Iglesia al final del siglo primero» (Lamentabili 16-18).

Pues bien, la tradición católica entiende que los Evangelios, también el de San Juan, hacen «creíbles» las palabras más «increíbles» de Cristo por la fuerza persuasiva de sus milagros, y que estos hechos prodigiosos son formidables «motivos de credibilidad». De este modo, en los relatos evangélicos, las palabras y los hechos de Jesús se iluminan y confirman mutuamente en su objetiva realidad histórica.

Así lo entienden los apóstoles al predicar el Evangelio, ya que muestran los milagros de Cristo como motivos de credibilidad absolutamente convicentes.

«Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis»... (Hch 2,22; cf. 10,37-39).

Concretamente, el evangelio de San Juan narra con mucho detalle unas pocas escenas de la vida de Jesús, en las que palabras formidables y hechos milagrosos se iluminan entre sí. Así, por ejemplo, Jesús se dice «pan vivo bajado del cielo», «verdadera comida», después de multiplicar los panes (Jn 6); se confiesa «luz del mundo», tras dar la vista a un ciego de nacimiento (9); se proclama «resurrección y vida de los hombres», después de resucitar un muerto de cuatro días (11).

Veamos, pues, ya la exégesis que en su comentario al evangelio de San Juan nos ofrece el profesor Fernández Ramos.

Comienza por negar abiertamente que el autor del cuarto evangelio sea San Juan apóstol:

«...su autor no ha podido ser Juan el Zebedeo, como ha afirmado la tradición desde Ireneo, en el año 180. Más aún, creemos que su autor no pertenece al círculo de los Doce» (269).

Ni los milagros de Cristo, al menos algunos de ellos, ni tampoco los sucesos postpascuales, han de entenderse como hechos históricos.

Jesús camina sobre las aguas. «En cuanto a la historicidad, el hecho es más teológico que histórico [traducido: tal hecho no es histórico]. Esto significa que la marcha sobre las aguas no tuvo lugar de la forma que nos narran los evangelios» [ni de ninguna otra forma, claro] (288).

Resurrección de Lázaro. Se trata de «una parábola en acción... De cualquier forma, debe quedar claro que la validez del signo y de su contenido no se ven cuestionados por su historicidad» [o para ser más exactos, por su no-historicidad]. «El último de los signos narrados... debía ser un cuadro de excepcional belleza y atracción. El evangelista ha logrado su objetivo. Nos ha ofrecido un audiovisual tan cautivador... Quedarse en la materialidad del hecho significaría el empobrecimiento radical del mismo» (303-304). [El hecho, pues, es lo de menos; lo que cuenta es su significación. Aunque en realidad es muy difícil explicar el significado de un hecho que no ha sucedido].

La resurrección de Jesús «es un acontecimiento que escapa al control humano; rompe el modo de lo estrictamente histórico y se sitúa en el plano de lo suprahistórico; no pueden aducirse pruebas que nos lleven a la evidencia racional». Los cuatro evangelistas narran la resurrección de diversas maneras: «¿quién de los cuatro tiene la razón? Todos y ninguno. Todos porque los cuatro afirman que la resurrección de Jesús es aceptable únicamente desde la revelación sobrenatural... Ninguno, porque las cosas no ocurrieron así. Estamos en el mundo de la representación» (329).

Las apariciones de Jesús. Tomás toca sus llagas, Él conversa y come con los discípulos, explicándoles cosas del Reino de Dios, etc. Tampoco esos supuestos acontecimientos sucedieron según las narraciones evangélicas. «El contacto físico con el Resucitado no pudo darse. Sería una antinomia. Como tampoco es posible que él realice otras acciones corporales que le son atribuidas, como comer, pasear, preparar la comida a la orilla del lago de Genesaret, ofrecer los agujeros de las manos y del costado para ser tocados... Este tipo de acciones o manifestaciones pertenece al terreno literario y es meramente funcional; se recurre a él para destacar la identidad del Resucitado, del Cristo de la fe, con el Crucificado, con el Jesús de la historia» (330).

La pesca milagrosa. «La aparición del Resucitado es presentada sobre el andamiaje de una pesca milagrosa» (331).

El profesor Fernández Ramos, según vemos, rechaza la objetividad histórica de los hechos milagrosos –al menos de un buen número de ellos– narrados por los evangelistas, concretamente por San Juan.

Ahora bien, si tal exégesis es verdadera, es decir, si los hechos milagrosos de Jesucristo han de ser entendidos no partiendo de su objetividad histórica, sino mirando sólo su sentido y significación, entonces también las palabras de Cristo que leemos en los Evangelios habrán de ser entendidas en un sentido puramente simbólico y alegórico, no real.

«Mi cuerpo es verdadera comida», «yo soy anterior a Abraham», «nadie llega al Padre si no es por mí», «yo soy el camino, la verdad y la vida», etc.: todas estas frases grandiosas no han de ser entendidas en su significación directa, sino más bien como grandes metáforas. Es decir, no son roca firme en las que fundamentar la fe de la Iglesia.

Exégesis como ésta del profesor Fernández Ramos, antiguas ya en el campo protestante crítico y liberal, y posteriormente en el modernismo, hartas veces reprobadas por la Iglesia, se han generalizado tanto entre los escrituristas católicos, que un comentario como éste no suscita ya resistencias. Por lo demás, estas obras se difunden ampliamente, a través de las editoriales y librerías católicas, sin sobresaltos de nadie, y sus planteamientos han entrado ya en muchas predicaciones y catequesis.

Estos biblistas, ignorando ampliamente en sus exégesis la Tradición y el Magisterio, se atienen más bien a la exégesis crítica de protestantes liberales y naturalistas de mediados del XIX. Su originalidad mayor es, pues, como en el caso de los modernistas, afirmar hoy en el campo católico lo que algunos protestantes enseñaban hace ya mucho tiempo.

Sin embargo, la fe de la Iglesia en la historicidad objetiva de las narraciones evangélicas es muy otra.

«Los milagros de Cristo y de los santos [...] “son signos ciertos de la revelación” (Vaticano I), “motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu” (ib.)» (Catecismo 156).

«El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas, como lo atestigua el Nuevo Testamento» (639). Es «un acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los Apóstoles con Cristo resucitado» (647).

Los Apóstoles, San Juan sobre todo, aseguran con insistencia que dan testimonio de lo que han «visto y oído» (Jn 19,35; 1Jn 1,1-3; Hch 4,20; cf. 5,32; Catecismo 126 y 515). Concretamente, ellos dan cuidadoso testimonio de lo que han «visto y oído» en los acontecimientos posteriores a la Resurrección de Cristo, hasta su Ascensión gloriosa.

«Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico» (ib. 643).

Ésa es la doctrina de la Iglesia. Ésa es su manera de hablar, de expresar su fe. Pero este escriturista, como tantos otros, enseña tranquilamente otra doctrina y, por supuesto, con palabras contrarias.

El doctor Felipe Fernández Ramos es actualmente profesor ordinario del Centro Superior de Estudios Teológicos de León, y es también Presidente-Deán del Cabildo de la Santa Iglesia Catedral de la misma ciudad.

Luis Francisco Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia BAC, Serie de Manuales de Teología, Sapientia Fidei, nº1, Madrid 1993, 315 pgs.

La Iglesia cree desde antiguo que los niños deben ser bautizados, para que «la regeneración limpie en ellos lo que por la generación [generatione] contrajeron» (418, Zósimo: DS 223). Cree que el pecado original deteriora profundamente la naturaleza de nuestros primeros padres. Por tanto, si la naturaleza humana se transmite por la generación, no pueden nuestros primeros padres, ni los que les siguen, transmitir a sus hijos por la generación una naturaleza sana y pura, porque en ellos está enferma. Nadie puede dar lo que no tiene.

Así pues, el pecado original es «transmitido a todos por propagación, y no por imitación» (1546, Trento: DS 1513; cf.:1523; 1930, Pío XI, enc. Casti connubii: DS 3705; 1968, Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios n.16, corrigiendo las tesis del Catecismo holandés).Ésta es doctrina tenida como de fe. Por el contrario, el profesor Ladaria, jesuita, estima que «no debemos afirmar que la generación sea formalmente la causa de la transmisión del pecado» original (116). La transmisión de este pecado de origen él la entiende no en clave ontológica, sino histórica. Para algunos teólogos, que Ladaria cita con aprobación,«“el pecado de Adán” es el “pecado inaugural” de la serie que después seguirá, pero sin que pueda hablarse de causalidad de este primer pecado respecto de los otros» (126). El pecado de Adán «es, simplemente, el primero y, como tal, de algún modo el desencadenante de una historia de pecado, a la que todos los hombres hemos contribuido después y seguimos contribuyendo» (128).

El hombre, según esto, contrae el pecado original por inmersión en un mundo de pecado. «Desde esta concepción se relativiza, como también la Escritura a su manera hace, el problema de la transmisión del pecado original por la generación física» (116). «Por ello hay que afirmar que desde que un hombre entra en el mundo se encuentra realmente inserto en la masa de pecado de la humanidad, en una situación de pecado, de ruptura de la relación con Dios» (117). Creemos que la explicación del profesor Ladaria no logra estar conforme, aunque lo intente, con la doctrina de la Iglesia, y que más parece explicar la transmisión del pecado original imitatione que generatione. La revelación nos dice claramente que el pecado y la desobediencia de «uno solo» nos ha constituído «a todos» pecadores, y que igualmente la gracia y la obediencia de «uno solo», Jesucristo, nos ganan la salvación de Dios (cf. Rm 5,12-19).

Según eso, para la Iglesia, el pecado original es algo mucho más profundo de lo que el profesor Ladaria enseña. Es otra cosa, incomparablemente más grave, pues afecta a la misma naturaleza de todo el hombre y de cada hombre, y se transmite, lógicamente, como se transmite la naturaleza humana, por generación. Esta explicación bíblica y tradicional del pecado original –que, por supuesto, sigue siendo un misterio de la fe–es mucho más convincente que la que ofrecen Ladaria y muchos otros teólogos actuales. Quizá la dificultad insalvable que estos doctores hallan para explicar en sentido católico la transmisión del peca-do original se debe sobre todo a que se resisten a usar el término y la noción de naturaleza. En la doctrina católica el peccatum naturæ se recibe con la naturaleza, ya en el momento de la concepción (natura–natus). Concretamente, el privilegio único de María en su Inmaculada Concepción es entendido por la Iglesia en esta clave doctrinal, y no en la que propone Ladaria, de acuerdo con muchos otros.

El padre jesuita Luis Francisco Ladaria Ferrer es profesor de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma desde 1979, de la que fue vicerrector (1986-1994). Miembro de la Comisión Teológica Internacional (1992-1997), ha sido nombra-do su Secretario General por Juan Pablo II (6-III-2004).

Olegario González de Cardedal
Cristología

BAC, manuales Sapientia Fidei, nº 24, Madrid 2001, 601 pgs.
La Cristología de Olegario González de Cardedal es un manual muy amplio –seiscientas páginas–, lleno de erudición, y con no pocos desarrollos valiosos. Hay, sin embargo, en su libro tesis muy dudosas, y algunas erróneas, que es necesario y urgente señalar.

Conviene advertir antes de nada que el lenguaje de González de Cardedal, más literario que filosófico y teológico, resulta muchas veces impreciso. No siempre es fácil saber qué es lo que dice; y a veces es aún más difícil saber qué es lo que quiere decir.

–La unión hipostática. González de Cardedal expone unas veces esta cuestión en sentido católico indudable; pero otras, siguiendo a Rahner, estima en términos muy ambiguos que la cristología es una consumación de la antropología:

«La naturaleza humana tiene capacidad receptiva obediencial para dar ese salto al límite y recibir ese salto del límite» (456).

González de Cardedal, después de recordar ocho modos de entender, en distintos autores, qué es la persona, se pregunta «cómo Cristo es persona», y nos indica en primer lugar que «para comprender la respuesta tenemos que excluir varios malentendidos previos».

–«Malentendido por exclusión. Se afirma que Cristo es persona divina por sustracción de la real humanidad que nos caracteriza a todos los demás humanos [...] Al pensar que Cristo no es una persona humana, está diciendo que le falta lo esencial, lo que de verdad constituye al hombre en cuanto tal. Queda, en consecuencia, [Cristo] equiparado a un fantasma, ángel o mediador perteneciente a otro mundo»... (449).

Según esto, parece que González de Cardedal estima que hay en Cristo una persona humana, grave error muchas veces condenado por la Iglesia. Si así fuera, habría que deducir que la Virgen María es madre de la persona humana de Cristo, pero no propiamente Madre de Dios. Y por supuesto, que es solamente la persona humana de Cristo la que muere por nosotros en el sacrificio de la cruz, quedando así éste absolutamente devaluado. Pero la fe católica en Cristo no es ésa, es otra.

«La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. Frente a ella, San Cirilo de Alejandría y el tercer Concilio Ecuménico reunido en Éfeso, en el año 431, confesaron que “el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre” (DH 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios, que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el Concilio de Éfeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno» (Catecismo n.466).

Esta fe católica no lleva a creer en una fantasmagórica humanidad de Cristo, sino que afirma que el Verbo divino posee ontológica e íntegramente la naturaleza humana que ha asumido. Pero vengamos al otro malentendido posible:

–«Malentendido por excepción. Se parte del hecho de que Cristo es la gran excepción, el gran milagro o enigma de lo humano, [y] que por tanto habría que pensarlo con otras categorías al margen de como pensamos la relación de Dios con cada hombre y la relación del hombre con Dios» (450).

Con textos como éste, no podrá González de Cardedal sentirse falsamente acusado por quienes vean en su cristología una clave mental adopcionista. La fe católica sobre la relación de Jesús con Dios, evidentemente, hay que pensarla con «categorías distintas de las que nos valen para afirmar la relación de Dios con cada hombre y la relación de cada hombre con Dios». De otro modo, es imposible llegar a la verdad católica de la unión hipostática, sino sólo a una unión de gracia que, por muy única y perfecta que sea, es inconciliable con la fe de la Iglesia.

–La conciencia divina del hombre Cristo. Cuando Jesús pregunta en el Evangelio a sus discípulos: «¿quién creéis vosotros que soy yo?», sitúa el misterio de su identidad personal en un plano ontológico, referido al ser, y no lo limita a un nivel meramente relacional: «¿cuál creéis que es mi relación con Dios?».

González de Cardenal, por el contrario, hace prevalecer la perspectiva relacional en sus reflexiones cristológicas –muy largas, complejas y matizadas– acerca de la conciencia filial de Jesús.

Pero tampoco en este tema de la auto-conciencia de Cristo en cuanto Hijo divino, tan delicado e importante, es fácil captar con seguridad la posición del profesor González de Cardedal. Parece, en todo caso, estimar que es la comunidad cristiana post-pascual la que asigna a Cristo el título de «Hijo», partiendo del uso que el mismo Jesús hizo del término Abba, Padre:

«Para expresar el valor de Jesús y la relación que tiene con Dios [...] los discípulos pensaron en la categoría de Hijo» (372; cf. 373-374; 402-403).

Por el contrario, esa enseñanza no parece conciliable con los datos evangélicos, según los cuales Cristo tuvo clara conciencia de su condición de Hijo único del Padre, como aparece en muchos lugares de San Juan y también de los sinópticos (p. ej., Mt 11,25-26; Mc 12,1-12; 13,32; Lc 2,49). Así ha entendido siempre la Tradición católica esos textos.

Además, si el mismo Jesucristo no hubiera conocido y enseñado a sus discípulos la eternidad y unicidad de su filiación divina, jamás la comunidad cristiana primera, procedente del monoteísmo judaico, hubiera tenido capacidad de imaginar siquiera a un Hijo divino unido al Padre celeste, pero personalmente «distinto» de él.

Es necesario reconocer que los errores que el profesor González de Cardedal parece exponer sobre «La unión hipostática» y «La conciencia divina del hombre Cristo» pueden verse neutralizados por otros textos suyos del mismo libro, en los que afirma la fe católica.

Sin embargo, la ambigüedad de los textos aludidos y de otros semejantes, en materia tan grave, es de suyo inadmisible, y más en un manual de teología católica. Y, por otra parte, son ambigüedades especialmente reprobables en los tiempos actuales de Iglesia en que precisamente la tentación arriana, nestoriana, adopcionista, es la que en temas cristológicos ofrece sin duda más peligro.

–La muerte de Cristo. El doctor González de Cardedal afirma, al parecer, que la pasión de Cristo no es el cumplimiento de un plan divino, anunciado por los profetas y por Él mismo. De la pasión de Jesús él dice así:

«Esa muerte no fue casual, ni fruto de una previa mala voluntad de los hombres, ni un destino ciego, ni siquiera un designio de Dios, que la quisiera por sí misma, al margen de la condición de los humanos y de su situación bajo el pecado. La muerte de Jesús es un acontecimiento histórico, que tiene que ser entendido desde dentro de las situaciones, instituciones y personas en medio de las que él vivió... [...] Menos todavía fue [...] considerada desde el principio como inherente a la misión que tenía que realizar en el mundo [...]

«Su muerte fue resultado de unas libertades y decisiones humanas en largo proceso de gestación, que le permitieron a él percibirla como posible, columbrarla como inevitable, aceptarla como condición de su fidelidad ante las actitudes que iban tomando los hombres ante él y, finalmente, integrarla como expresión suprema de su condición de mensajero del Reino»... (94-95).

«En los últimos siglos ha tenido lugar una perversión del lenguaje en la soteriología cristiana [...] El proyecto de Dios está condicionado y modelado por la reacción de los hombres. Dios no envía su Hijo a la muerte, no la quiere, ni menos la exige: tal horror no ha pasado jamás por ninguna mente religiosa» (517; cf. ss).

La Escritura, en cambio, dice con gran frecuencia lo contrario. Afirma claramente que judíos y romanos, causando la pasión de Cristo, realizan «el plan» que la autoridad de Dios «había de antemano determinado» (Hch 4,27-28); de modo que judíos y romanos, «al condenarlo, cumplieron las profecías» (13,27). En efecto, «era necesario que el Mesías padeciera» y diera así cumplimiento a lo anunciado por Moisés y todos los profetas (Lc 24,26-27).

En esta misma línea verbal de la Escritura (cf. Mt 26,39; Jn 4,34; 12,27; 14,31; 18,11; Flp 2,6-8; Heb 5,7-9), el lenguaje de los Padres, de los Concilios y de las diversas Liturgias, hasta el día de hoy, es unánime en la Iglesia: «quiso Dios que su Hijo muriese en la cruz» para así expresarnos Su amor en forma suprema, para expiar en forma sacrificial y dolorosa por el pecado del mundo, y para otros fines que en seguida recordaremos.

Renunciar a este lenguaje de la fe, y estimarlo como inducente a error, es algo absolutamente intolerable en la teología católica, porque es contradecir el lenguaje de la Revelación y de la Tradición.

Claro está que no quiso Dios la muerte de Cristo «por sí misma, al margen de la condición de los humanos y de su situación bajo el pecado». Eso es obvio, y nunca ha dicho nadie cosa semejante en la Iglesia. ¿Cómo va a establecer la Voluntad divina providente plan alguno en la historia de la salvación ignorando el juego histórico de las libertades humanas? Nadie ha entendido en la Iglesia que en el plan de la Providencia divina se «asigna la muerte de Cristo a un Dios violento y masoquista» (517).

Hay que reconocer que este terrorismo verbal indica una teología de muy precaria calidad intelectual y verbal, una «teología» que oscurece mucho la ratio fide illustrata, la cual ha de investigar y expresar, con mucha paz y exactitud, los grandes misterios de la fe. Como hemos visto, González de Cardedal lamenta que «en los últimos tiempos ha tenido lugar una perversión del lenguaje en la soteriología cristiana» al hablar de sacrificio, expiación, etc.; pero no advierte que es él quien, por sí mismo o por la presentación del pensamiento de otros, produce esa perversión sin pretenderla.

La crítica, además, que el profesor González de Cardedal se atreve a realizar del lenguaje soteriológico no afecta solo, como dice, al usado «en los últimos tiempos» –lo que no sería tan grave–. En realidad su crítica afecta al lenguaje del misterio de la salvación tal como viene expresado por la Revelación desde los profetas de Israel hasta nuestros días, pasando por los evangelistas, Pablo, la Carta a los Hebreos y el Apocalipsis, los santos Padres, las diversas liturgias, los escritos de los santos, los Concilios, las encíclicas. Atenta contra «la norma de hablar que la Iglesia, con un prolongado trabajo de siglos, no sin ayuda del Espíritu Santo, ha establecido, confirmándola con la autoridad de los Concilios» (Mysterium fidei 10).

El lenguaje de la fe es perfectamente entendido por los fieles cristianos, pues tiene universalidad y continuidad. En cambio, las teorías teológicas que González de Cardedal hace suyas, ésas son las que el pueblo no entiende o entiende mal, porque es un lenguaje incomparablemente más equívoco. Claro está que el lenguaje bíblico y tradicional sobre la pasión de Cristo puede ser mal entendido. Pero para evitar los errores, no habrá que suprimir ese lenguaje, sino explicarlo bien.

Por último, no es posible asimilar ese nuevo lenguaje sin tener que renunciar al mismo tiempo a otras muchas expresiones de la Revelación: «no se haga mi voluntad, sino la tuya», «obediente hasta la muerte», «para que se cumplan las Escrituras», etc.

–Sacrificio de expiación y reparación. Refiriéndose González de Cardedal a los términos «sustitución, satisfacción, expiación, sacrificio», utilizados para expresar el misterio de la redención, afirma que no podemos prescindir de esas palabras sagradas y primordiales, aunque hoy estén puestas bajo sospecha. Si esas palabras, dice, han sido degradadas o manchadas, lo que debemos hacer es «levantarlas del suelo» y lavarlas, para que «podamos admirar su valor y ver el mundo en su luz» (535).

El propósito es justo y prudente, pero él hace precisamente lo contrario. El mundo católico tradicional ha tenido siempre una recta inteligencia de esos términos, que hoy González de Cardedal estima tan equívocos. Ha contemplado y vivido siempre, también hoy, con gran amor la pasión de Cristo como sacrificio de expiación por el pecado de los hombres.

La descripción que hace González de Cardedal de la peligrosidad, al parecer insuperable, que hay en el uso de esos términos, más que purificarlos de sentidos impropios, lo que hace es dejarlos inservibles.