CONCLUSIÓN

DEL SUEÑO A LA REALIDAD

 

Los cristianos de los primeros siglos se encuentran frente a una doble realidad: el Evangelio y la vida cotidiana. ¿Cómo conformar la vida a la fe recibida, sin traicionar ni una iota, pero al mismo tiempo sin desertar de las tareas terrestes, de las responsabilidades de la familia, de la profesión, sin esquivar el hombro, como lo hicieron los cristianos de Salónica, reduciendo la espera a la inacción?

Las formas de evadir lo cotidiano son múltiples y sutiles. En realidad todas se reducen al conflicto entre presente y futuro, entre el enraizamiento en la vida de cada día y no aceptar sentirse como encarcelado por ella hasta el punto de enervar la tensión hacia el reino que viene. Los prime-ros cristianos experimentaban en su propia carne hasta qué punto la tragedia cristiana los desgarra, pero saben bien que tienen cogidos los dos cabos de la cadena.

A este respecto es elocuente la floración de escritos apocalípticos a lo largo de los dos primeros siglos. La magia de lo maravilloso y de los sueños contrasta con la sobriedad del Evangelio, pero responde a una curiosidad y a la impaciencia de lo provisional, por una connivencia entre imaginación y colorido. Este museo de lo imaginativo cristiano no debe hacer que se pierda de vista el hecho de que, en la preparación de sus colores, hay sangre mezclada. Existe un sector de la comunidad cristiana que pretende colmar los silencios de la Escritura, reducir la zona de la fe y de las creencias, tocar inmediatamente, como la Magdalena el día de la Resurrección, un misterio que sólo es promesa. Hay en los evangelios apócrifos una fe que tiende a la credulidad, se «autosugestiona» y se precipita al reino de los sueños. El nacimiento de Jesús, su infancia, descritos con los colores suaves del Evangelio de Lucas, provocan un bullir de prodigios. La evangelización de los Apóstoles se enriquece con el colorido de lo maravilloso. Basta con recordar el enfrentamiento de Pedro con Simón Mago, especie de predicación verbenera que agolpa a los curiosos, deslumbra a los paganos y produce conversiones. Parece como si la fe se tuviera que propagar por medio de una demagogia de los milagros.

La ingenuidad de los escritos apócrifos no nos debe llamar a engaño. Quien penetra, más allá de lo prodigioso, en estos relatos simplonamente maravillosos, llevándolos has-ta la fuente de su inspiración, puede ver en ellos el deseo de concretar «en tecnicolor» la revolución cósmica revela-da a la fe, expresada por la resurrección de Cristo. La imaginación arrastra hacia una leyenda dorada todo lo que sólo ha sido prometido a la esperanza.

Lo mismo ocurre cuando se intenta escrutar el acontecimiento: «Nadie conoce ni el día ni la hora, ni siquiera el Hijo del Hombre», afirma el Evangelio. En vez de atenerse a estas palabras de Jesucristo, que plantearán un difícil problema a los teólogos, la primera generación —incluso el mismo Pablo en la primera parte de su vida— espera la venida inmediata del Señor junto con el fin del mundo.

Toda una generación vive esta tensión, en la que se inspiran los escritos del ambiente judío-cristiano.

El éxito extraordinario del montanismo, que acaba arrastrando incluso a una cabeza tan bien estructurada como la de Tertuliano, se debe indudablemente a las promesas de una parusía próxima, a una reducción de la espera y de lo desconocido, de un tiempo apocalíptico. Nada más humano y más natural que refugiarse en esta espera, con el riesgo de desertar de lo cotidiano, de la familia, de las responsabilidades, de vaciar el sentido trágico cristiano de lo que constituye su verdadera esencia.

Justino, Ireneo, obnubilados un momento por este sueño, plantean la espera en la realización sobre la tierra de un reino que durará mil años. Hay que señalar que este milenarismo no pasa de ser un mero episodio en sus escritos; ni les paraliza su acción ni les ensombrece su intuición teológica.

Los paganos de esta época, incapaces de distinguir la esencia del cristianismo de sus elementos adventicios, denuncian en los adeptos a éste la tentación de evasión, el gusto por lo trágico o el impulso hacia la muerte. Ya desde sus orígenes y como periódicamente le ha sucedido en el curso de los siglos, la Iglesia se ve obligada a templar el ce-lo de los temerarios, que pretenden detener el tiempo y la vida, en vez de situar uno y otra, sin hacer trampas, en una teología de la historia.

Pero hay otros que se instalan en esta historia y reducen la fe a una gnosis o a una seguridad en lo eterno, que la deja vacía de su sustancia y de su tensión. Pierden de vista que la fe no consiste en instalarse en la comodidad, ni es construir un sistema para gozo del espíritu, sino que consiste en enfrentarse con lo cotidiano, es recomenzar día a día, en la «espera ansiosa y oscura de lo Inaudito».

El obispo Cipriano es un modelo de equilibrio y de moderación. Sabe esperar, otorgando prioridad a su tarea pastoral, y no duda en esconderse hasta el momento en que estima que su grey va a sacar más provecho de su confesión que de su presencia. Es el ejemplo de la mayoría silenciosa y fiel.

Los que se sienten incómodos en la existencia o desertan, siempre han sido la excepción. Los demás —la gran mayoría— viven el heroísmo de lo cotidiano y la tensión existencial de la fidelidad creadora. Ireneo no se contentó con apuntar una teología de la historia, sino que vivió la condición cristiana en una libertad que se va construyendo y que construye la obra comenzada por «las dos manos» del Padre.

La tarea cotidiana que el cristiano lleva a cabo en el se-no de su familia, de su profesión, de la ciudad, no consiste en la exaltación de su obra creadora personal, sino en la inserción de su propia libertad en una economía regida por Dios. Lo constitutivo del cristiano y de su mensaje desborda continuamente las realizaciones humanas, por muy apostólicas que sean. O el cristianismo se presenta como una iglesia de la esperanza o pierde su razón de ser.

Como dice Ireneo, el cristiano, en tensión entre lo cotidiano y la promesa, construye de forma duradera en la medida en que aspira con todo su ser a ver a Dios, a salir a su encuentro. El peso de esta esperanza no es una traba para las responsabilidades terrestres, sino que desplaza su centro de gravedad para referirlas a la mano invisible que es su principio y su término.

Ignacio y Blandina, Justino y Perpetua, todos los testigos anónimos de Lyon, de Roma o de Cartago, nos dan a en-tender que lo extraordinario del hecho cristiano no es lo prodigioso, que no obstante abunda en el relato de sus «pasiones», sino la fe que transfigura la vida cotidiana, la esperanza que domina sobre lo trágico y atraviesa la noche.

Para quien trata de conocer las primeras generaciones cristianas, los mártires sobre todo, amenazados diariamente, inciertos del mañana, lo que más llama la atención es esa combinación de alegría de vivir y de serenidad ante la muerte. Allí donde la filosofía sólo podía hacer la angustia más espesa, el Evangelio, superando la noche, «despierta a la aurora». Ni los paganos de Lyon ni el emperador Marco Aurelio pudieron ni quisieron leer este testimonio.

A mediados del siglo II, la espera del fin del mundo hace vibrar la última página de la Didaché, pero se va debilitan-do progresivamente, se decanta y se interioriza, para dejar paso a un deseo más personal de unirse a Cristo glorioso. El murmullo de agua viva que surge en lo más íntimo de la fe de Ignacio y dice: «Ven hacia el Padre», es repetido por la generación de lo primeros cristianos con un fervor que conmociona, con una firmeza que sosiega, con la novedad de los corazones sin estorbos. A quienes la esperan vigilan-tes, Dios les descubre el alba que clarea.