PARTE
CUARTA
EL HEROISMO EN LO COTIDIANO

Capítulo I

EL RITMO DE LOS DÍAS


«La vida entera del cristianismo es un largo día de fiesta»1, escribe Clemente de Alejandría. Para el cristiano, la fe ilumina la monotonía gris del tiempo. El creyente reparte sus días entre su familia, su trabajo y su comunidad. Mezclados con los paganos, amenazados de continuo por la contaminación o la denuncia, los cristianos sienten la necesidad de reunirse, de compartir el pan de la palabra y el pan de la Cena eucarística, con un fervor común. Se reúnen en un mismo lugar; forman una
parochia, expresión que traducimos por «parroquia» pero que estrictamente significa «los que residen como extranjeros» en este mundo, con conciencia de su existencia efímera.

Por su misma condición, el cristiano es a la vez ciudadano y extranjero, enraizado y peregrino; con sus compatriotas comparte una misma ciudadanía, pero todo su ser está en tensión hacia la ciudad prometida. Cada creyente comparte una misma fe con todos los que lo han rodeado, acogido, el día de su bautismo, y siempre que los hemanos y hermanas se reúnen es para recordar todos juntos que el Señor está en camino con ellos.

En el marco de la vida cotidiana, solo o en familia, el fiel no pierde nunca de vista que forma parte de un pueblo que está en camino. Con todo su ser quiere compartir este convencimiento con sus prójimos. Es duro para él, para ella, no poder hablar a sus seres más queridos, a los más próximos, a su padre, a su marido, de esta esperanza que está oculta a los ojos de ellos. Perpetua convence a su hermano, conmociona a su madre, pero con su padre choca contra un muro.

El tiempo del cristiano —el día, la semana, el año— tiene el ritmo de su fe, que lo ha movilizado y va marcándole el camino. Tanto el cristiano como el judío saben que el tiempo y la historia son conducidos, visitados, habitados por su Señor. El Dios vivo da al tiempo su plenitud y su sentido, es decir, le da significado y orientación.


La jornada: trabajo, oración, diversiones

La Roma imperial despertaba a la misma hora que los pueblos, a la aurora, si no con la primera luz del alba. Ricos y pobres querían disfrutar lo más posible de la luz del día, en una época en la que la electricidad no había perturbado todavía el ritmo de la naturaleza. «Vivir —decía Plinio el Viejo— es velar»2. La luz del día que cantaban los poetas componía la magia siempre renacida al filo de las estaciones. Cuando ya les faltan argumentos, los amigos paganos, que desean apartar de la muerte y del martirio a Pionios, invocan la última razón ante la cual ningún griego puede resistirse: «¿No querrás morir?, la vida es tan dulce y la luz es tan bella»3.

En el momento de clarear el día y al caer la noche, el cristiano se recoge en oración4. Son los dos momentos más importantes, el cristiano guarda silencio, medita la Escritura y canta un salmo 5. El carácter privado de estas dos oraciones explica que no se conserven textos estereotipados.

Por la mañana, Tertuliano aconseja ponerse de rodillas para esa primera oración que abre el nuevo día, como signo de adoración y de postración ante Dios6. El orante se vuelve hacia oriente, «de donde llega la luz verdadera» 7. El Oriente, precisa Clemente de Alejandría, es el símbolo de quien es nuestro Día; de Oriente se levantó la luz de la verdad, que brilla sobre nuestras cabezas8. «Son cristianos —según Tertuliano— todos los que han visto brillar, maravillados, la misma luz de la verdad»9.

Los judíos construían sus sinagogas en la diáspora —al menos en Occidente— mirando a Jerusalén, su capital espiritual. Antes de edificar las iglesias orientadas a levante, el cristiano se vuelve hacia el país «entre los dos ríos», donde sitúa «el jardín del Edén», en el que Jesucristo lo ha reintroducido; su fe le enseña que de ahí volverá un día 10. El mártir Hiparco había pintado una cruz en la pared oriental de su casa, ante la cual oraba siete veces al día 11.

Orígenes aconseja a los cristianos que reserven en su casa, si es posible, un lugar para la oración12. Así, ya desde el siglo III existía un oratorio en las casas privadas, al menos en los cristianos de Egipto que tenían un determinado nivel de vida.

El cristiano vuelve a orar al ponerse el sol13. Tertuliano le pide que se signe en la frente, es decir, que haga el signo de la cruz en forma de Tau14. Texto bíblico y oración espontánea al mismo tiempo, que reaniman la vigilancia.

Según la Didaché 15, los cristianos mantuvieron la costumbre judía de rezar tres veces al día, marco cómodo en el que el fiel funde la oración que Jesucristo le ha legado: el Padrenuestro. Esta oración reúne a la comunidad incluso cuando está dispersa, y permite rezar «en plural» en cualquier lugar y en todo tiempo. Pero no está determinado en qué momento del día deben hacerse estas tres oraciones, de donde podemos concluir que quedan a elección del fiel. Un siglo más tarde, el espíritu latino, más codificador, establece que sea a la hora tercera, a la sexta y a la nona16. En esa época, clepsidras y cuadrantes solares se han generalizado e indican las horas, en el mercado, en los edificios públicos, en la entrada de las termas".

Los cristianos acostumbraban a rezar de pie, con las manos elevadas, las palmas abiertas, en la actitud de los orantes que vemos en las Catacumbas, igual que Jesucristo había extendido los brazos en la Cruz 17. Es sin duda la actitud que adoptaban los fieles de Antioquía y de Roma, de Cartago y de Alejandría. Procedente del mundo sumerio y del judaísmo, esta actitud parecía la más adecuada para expresar por medio del cuerpo el movimiento del alma y su deseo de Dios 19.

De rodillas, la oración expresa humildad y súplica intensa. Puede ir acompañada de postración, la frente apoyada en el suelo, como se conservó por las iglesias de Siria y de Caldea, en Irak del norte. Estas mismas iglesias siguieron fieles también a otra actitud: se reza de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, como los reyes sumerios y acadios de las estatuas. En ningún sitio se juntan las manos; éste es un gesto de origen germánico cuyo uso el homenaje feudal consagra20.

La oración a horas fijas no es la única herencia judía. Hay que añadir la oración de bendición antes de las comidas21. También en esto la comunidad cristiana sigue el ejemplo de Jesucristo mismo22. Para el israelita y para todos los antiguos, la comida tenía un carácter religioso23, que se esfumó un poco, pero sin desaparecer del todo, durante el Imperio, y que se practicaba de un modo particular con ocasión de determinadas solemnidades.

Comidas de desigual importancia jalonaban el día: el desayuno que, en sentido literal, rompía el ayuno. Tenía lugar a la tercera o cuarta hora, a media mañana, y se componía habitualmente de pan mojado en vino. Los días de ayuno, miércoles y viernes, los cristianos se privaban de esta primera comida24.

La segunda comida se situaba hacia la hora sexta o séptima, es decir, alrededor de mediodía, al regreso del mercado o de los negocios. Era ligera. Los platos podían ser fríos o calientes. El plato nacional del romano fue durante mucho tiempo una papilla preparada con trigo o con escanda tostada o majada en un mortero. Los días de ayuno, esta comida se retrasaba hasta la hora nona25. Los cristianos más piadosos y las sectas como los montanistas ayunaban hasta la noche.

La tercera comida, la cena, en Roma y en Alejandría se situaba a partir de la hora octava o nona (hacia las tres de la tarde), cuando ya los negocios estaban concluidos y el trabajo acabado. Era una comida de familia o de sociedad. La amistad consentía que se llegara sin ser invitado e incluso que se llevara a los amigos, costumbre que dio lugar alnacimiento de la despreciada clase de los parásitos. Para los griegos y los romanos esta comida era la más importante a la hora de distenderse. «El griego no creía haber cenado de verdad, si no había cenado con amigos»26. Poseemos tarjetas de invitación, conservadas en papiro de Egipto, a cenas familiares o religiosas, en casa o en el Serapeum27:

Chairemon te invita a la casa
del Señor Serapis en el Serapeum,
Mañana, día 15, a partir de la hora nona.

O bien:

Herais te invita al banquete de bodas
de su hijo, en su casa,
mañana, día 15, a partir de la hora nona.

Un mosaico de una casa burguesa —en Oudna (Utica)28, a veinticinco kilómetros de Cartago— del tiempo de Tertuliano, nos permite saber, por los restos, el menú de una comida: cáscaras de huevos, espinas y cabezas de pescado, melones, limones, habas partidas y guisantes germinados.

Clemente alerta a los cristianos contra el lujo de las vajillas y la esquisitez en el alimento. La Samaritana, dice, ofreció de beber a Jesucristo en un simple cántaro y no en vasos de plata, que dan mal sabor al agua. La regla de oro de la mesa es la moderación y la compostura. El Pedagogo nos proporciona un código del buen vivir, que nos deja alucinados acerca de las costumbres en los medios distinguidos de la época. Para Clemente y para Tertuliano, la comida comienza como el ágape con una oración y acaba decentemente29.

El carácter religioso de la mesa era tal, que los cristianos excluían de ella a los paganos; es probable que se leyeran versículos de la Escritura o alguna estrofa de un salmo. El padre de familia podía evocar el misterio eucarístico.

La oración, que imprimía ritmo a la jornada y al tiempo, trocaba la vida del cristiano en un «largo día de fiesta», inmersos en un universo y en una historia santificada por Jesucristo. Para el cristiano «orar sin parar» significaba enmarcarse en la oración de todas las horas que consagran el tiempo, armonizando la oración personal y la comunitaria. Las diversiones plantean a los cristianos casos de conciencia cada día. La Iglesia, desde Taciano a Tertuliano30, condena las fiestas y los espectáculos por las razones religiosas y morales que ya hemos visto. Lo más que concede el autor del Apologético a los fieles es participar en las fiestas de familia con ocasión de una boda o de la imposición de la toga viril, con la condición de que estas fiestas no conlleven compromisos con la idolatría31.

La educación física, en alta consideración en la Antigüedad, tenía sus partidarios y sus detractores. Roma había acogido los ejercicios gimnásticos a título de higiene y no como deporte32. Tertuliano condena al mismo tiempo la desnudez total del gimnasio y los cuidados excesivos del cuerpo, fricciones y masajes 33. Con mayor motivo condena la palestra «en la que el diablo hace sus negocios». Aunque no precisa cuáles. Lactancio no es menos severo con la desnudez, que le hace pensar en las formas mórbidas de Cupido y de Venus 34'. Clemente, que posee una sensibilidad helénica, admite y recomienda los ejercicios del gimnasio practicados con moderación. Anima a ellos especialmente a los jóvenes y a los hombres. Para el autor del Pedagogo, el deporte conserva la salud, fomenta el espíritu de emulación y hasta sirve a la misma alma 35. Nadie condena la caza, menos aún la pesca, que fue la manera como se ganaban el pan los primeros Apóstoles.

El juego es una distracción muy popular en el Imperio. De creer a Suetonio, el emperador Claudio era un jugador empedernido36. El juego de dados se practicaba mucho, enriqueciendo a unos, arruinando a otros y haciendo perder el tiempo a todos. Las apuestas eran con frecuencia considerables 37. En las excavaciones se han encontrado tabulae lusoriae, tablas de juego. En Roma se han hallado juegos grabados en el pavimento de la basílica Julia, donde iban a vagar los ociosos, y Cicerón se había ya indignado por ello. Otro juego hallado en el enlosado de Timgad, muestra hasta qué punto estaba generalizado. Situado en el borde de la acera, permitía que los jugadores tomaran parte sentados en un banco. Roma sola ha proporcionado una colección de más de cien tablas de juegos 38.

Los niños de Roma y de Cartago jugaban a las nueces, como los de hoy juegan a las bolas; podían hacerse múltiples combinaciones. Agustín hace alusión a estos juegos cuando evoca sus años jóvenes. «Dejar las nueces» se convirtió en sinónimo de salir de la infancia. El bajorrelieve de un sarcófago de Ostia muestra en un boceto dos grupos de niños jugando a las nueces; uno de ellos aprieta en su túnica las nueces que le quedan, y está llorando porque ha perdido39.

El juego de pelota que divierte a los niños no es despreciado por los mayores. Eran muy aficionados a él Catón y Spurina, el amigo de Plinio40. Las tabas, que en un primer momento era juego de niños, como las nueces, se convierte también en juego de cara o cruz para los mayores, con apuestas. Los juegos de azar, la ociosidad que fomentan y la pasión que despiertan, explican las reservas de la Iglesia. Con mayor motivo los cristianos condenan el fraude y los pasatiempos que se convierten en medios de subsistencia41.

El tratado De aleatoribus, atribuido a Cipriano, muestra los estragos que hacía el juego incluso entre los cristianos. Concluye: más vale gastar la fortuna en buenas obras que perderla en el juego42. En el siglo IV, el Concilio de Elvira fulmina la excomunión contra los fieles cogidos jugando dinero a los dados43. Además, para los cristianos era un peligro acabar en las tabernas jugando con los paganos44, ellos que por la mañana habían cantado el himno litúrgico de la inmortalidad, por la noche se veían practicando el refrán:

Bebamos y comamos
que mañana moriremos
45.

El ambiente de los tabernuchos llevaba al cristiano a beber con exceso y, con el espíritu entorpecido, los sentidos excitados, caían ante las carantoñas de las pelanduscas que estaban al acecho, como arañas, de presas condenadas 46. Era decididamente difícil vivir el Evangelio en un mundo pagano.

A lo largo de la semana, los cristianos procuraban reunirse. ¿Celebraban la Eucaristía? Hay un hecho cierto: la cena eucarística no se celebra ya por la noche como era la costumbre primitiva, sino por la mañana, cuando se reunía la comunidad. Con ella se abren los dos días de ayuno facultativo, miércoles y viernes 47. Tertuliano los llama statio, término castrense que significa «facción». Es un ejercicio de vigilancia y un parón privilegiado a lo largo de la semana. Es probable que ya existiera en la época de las eucaristías domésticas para grupos restringidos, a las que Cipriano alude48.

En el siglo II, los cristianos acomodados tienen la costumbre de invitar a la cena a miembros de la comunidad, eligiendo preferentemente personas necesitadas, junto con el obispo y el diácono. Griegos y africanos daban a esta cena el hermoso nombre de comida de amor o ágape49. El número de comensales tenía que acomodarse a la capacidad del triclinium, hasta que la Iglesia ordena que se tenga una sala para este uso50. La primera referencia que tenemos de esto es posiblemente del mismo Plinio el Joven. Los cristianos apresados, escribe51, «reconocen que se reúnen para tomar juntos un alimento ordinario y perfectamente inocente».

Las invitaciones se hacían fijando fecha en la reunión dominical o cuando se veían en el mercado, bajo los pórticos. Es posible que el diácono sugiriera al huésped qué personas debía invitar.

En el Apologético, Tertuliano nos ha dejado una descripción colorista del ágape, que contrasta por su sencillez con la suntuosidad de los festines paganos, a los que juzga severamente: nada falta en ellos, ni siquiera el eructo sonoro52, que en los africanos de entonces igual que en los árabes de hoy, expresa, como lo exige la buena educación, una satisfacción perfecta.

Haciendo un juego con la palabra ágape, el autor del Apologético señala que la gran caridad que los cristianos se profesan ha creado esa institución. Esa comida, que había dado lugar a las más ignominiosas burlas por parte de los paganos, no se puede comparar con los festines organizados en honor de Serapis, por ejemplo, cuyo templo era muy visitado en Cartago, y en los que el humo de las cocinas «alarmaba a los bomberos» 53.

El nombre de la comida cristiana, ágape, expresa bien el motivo que lo provoca. Quienes las costean están movidos, en sus invitaciones, por el deseo de acudir en ayuda de los pobres sin humillarlos, para permitirles comer a su satisfacción al mismo tiempo que los honran. Los cristianos vuelcan su solicitud con los desheredados como lo hace Dios mismo, mientras que el anfitrión pagano se burla de sus invitados, que son unos parásitos.

La mesa del ágape es modesta y frugal, continúa Tertuliano. No hay en ella ni prodigalidad ni desorden. Los invitados, hombres y mujeres, recostados en divanes al estilo antiguo, no se apartan de la disciplina y de la dignidad que exige una asamblea religiosa.

No se recuestan para comer sino después de haber gustado una oración a Dios. Se come en la medida del apetito. Se bebe todo lo que es propio de gente sobria. Se satisface el hambre como personas que, incluso durante la noche, recuerdan que deben adorar a Dios. Se habla como hombres que saben que Dios los está escuchando54.

La comida se abre con la oración y se acaba con la acción de gracias. El lavatorio de manos que la termina es de origen y de inspiración religiosos. En tiempos del Imperio, Grecia tomó de los romanos el uso de la servilleta, que tenía el mismo nombre que la toalla empleada después de haberse lavado55. La servilleta servía para llevarse trozos escogidos a casa y prolongar allí la festa.

Se encienden las luces cuando cae la noche; cada uno es invitado a cantar en honor de Dios un cántico sacado de la Escritura, seguramente un salmo. La utilización del salterio para la oración se remonta a los orígenes cristianos. «La comida acaba como ha empezado: con la oración».

Tertuliano no habla —pero lo sabemos por otro lado—de la costumbre de ofrecer regalos (apophoreta) a los comensales 56. Con frecuencia eran trozos escogidos, que el convidado se llevaba en un cesto o en una servilleta y que consumía en su domicilio. Estos regalos tenderán a sustituir a la comida y se convertirán en una forma de asistencia.

El fin del ágape contrasta todavía más con las «diffas» alborotadoras de la época, que dieron lugar a los epigramas de Marcial y a las sátiras de Juvenal. Estas acababan en ultrajes a las costumbres, «en indecencias y libertinajes». Los cristianos, sin embargo, se separan «con pudor y modestia, como personas que en la mesa han recibido una lección más que una comida»57.

Incluso los mártires, como hemos visto, convierten la última comida que se concedía a los condenados —la «comida libre»— en ágape, para significar en vísperas de la prueba suprema su fraternidad y su ayuda mutua en una común emulación58. Es posible que la presencia del obispo o de un diácono diera a esta última fracción del pan su valor eclesial o litúrgico.

Unida o no al agapé, la bendición de la lámpara o del lucernario abría la vigilia litúrgica del sábado por la noche. Según Tertuliano59, esta costumbre fue tomada del judaísmo. En Tróade, Pablo ofició a la luz de un gran número de lámparas60. La lámpara del sábado por la noche simboliza la resurrección del Señor y proclama que el Resucitado es la luz del mundo. Posiblemente esta cristianización de la luz, en Oriente y en Africa, fuera una reacción contra el culto al sol tan corriente entre los paganos.

Poseemos uno de los cánticos más antiguos a la luz de la noche:

Luz radiante de la gloria,
del inmortal y santo Padre del cielo,
¡oh! Jesucristo.
Llegados a la puesta del sol,
miramos la claridad de la noche:
cantamos al Padre y al Hijo
y al Espíritu Santo de Dios.
Eres digno por siempre
de ser cantado por voces puras,
¡oh! Hijo de Dios que das la Vida.
El universo proclama tu gloria 61.


El día del señor62

La distribución de la semana en siete días es un compromiso entre la semana judía y la semana astral, de origen babilónico, bien conocida por los orientales. Los griegos dividían el tiempo en períodos de diez días; los romanos de ocho. Las diferentes denominaciones del domingo han conservado la sedimentación de diversas influencias. Ingleses y alemanes conservan el nombre corriente en tiempos de Justino, día del sol (Sunday, Sonntag). Franceses, italianos y españoles: utilizan el nombre cristiano, que se usa desde finales dei siglo 1: dimanche, domingo, domenica, día del Señor; en cambio, en Oriente y en Rusia hablan del día pascual o Resurrección (voskrésenie) conocido desde el siglo III63. El domingo es el primer día de la semana. La Iglesia Reformada de Francia canta todavía: «En este primer día de la semana, a quién otro iríamos sino a Ti».

«Los babilonios cuentan el día entre las dos salidas del sol —dice Plinio—; los atenienses, entre las dos puestas del sol; los de la Umbría, de mediodía o mediodía; los pontífices romanos y los que han fijado el día civil, así como los egipcios y también Hiparco, de medianoche a medianoche»64. Galos y germanos, igual que los judíos y los musulmanes de hoy, contaban el comienzo del día al caer el sol.

Tan absurdo es imaginar a los cristianos, un domingo, enterrados en las catecumbas, como ociosos y «endomingados», vagando bajos los pórticos. Celebraban el domingo como los judíos de Roma o de París celebraban hoy el «sabbat»: en medio de la indiferencia de la gente que les rodea. Sus ceremonias propias se superponían a las del calendario romano.

En tiempos de Justino, en el primer día de la semana, dies solis, los romanos, por sincretismo con la semana planetaria, habían sustituido a Saturno-Cronos por el dios Sol, Helios, en momentos en los que se desarrollaba el culto de Mitra65. Justino, quizá por contraste, establece un paralelismo entre los misterios de Mitra y la eucaristía 66. El día del sol, que sigue al «sabbat» judío, es el día cristiano por excelencia, en el que la comunidad de Asia, de Grecia o de Roma se reúne para celebrar la eucaristía. Plinio menciona ya en su carta «el día determinado en el que los cristianos tienen la costumbre de reunirse antes del alba, para cantar en coros alternos un himno a Cristo como a un dios»67.

Justino afirma de manera más concreta: «El día que se llama día del sol, todos, ya habiten en ciudades o en el campo, se reúnen en un mismo lugar»68. Visiblemente el filósofo cristiano da cuenta de una institución común a toda la Iglesia, cuya celebración merece ser matizada para una ciudad como Roma, en la que todavía no conocemos que en esa época hubiera un lugar de culto con capacidad para acoger una asamblea tan numerosa.

La importancia vital que a los ojos de los cristianos tiene el día del Señor, se ve en el interrogatorio a los fieles de Abitene, en Túnez, a quienes se les podría dar el nombre de «mártires del domingo». Detenidos por reunión ilegal, comparecen ante el procónsul, que les reprocha haber infringido los edictos imperiales y haber celebrado la eucaristía en casa de uno de ellos. Saturnino le responde:

—Hemos de celebrar el día del Señor. Es nuestra ley 69.

Después, le toca a Emérito.

—¿Se celebraron en tu casa reuniones prohibidas? —le pregunta el procónsul.

—Sí, hemos celebrado el día del Señor.

—¿Por qué les permitiste entrar?

—Son mis hermanos, no se lo podía prohibir.

—Deberías haberlo hecho.

—No podía hacerlo: no podemos vivir sin celebrar la cena del Señor.

La elección del día y de la hora viene impuesta por la celebración pascual, la resurrección del Señor que se conmemora, esto es lo que le da a este día su carácter «festivo» de acción de gracias y de expectativa70. Por ese mismo motivo, los cristianos rezan ese día de pie71 y se excluye todo ayuno72.

Así como para los judíos el «sabbat» es un día no laboral, sin embargo originariamente la idea de descanso no está ligada al domingo cristiano. Los días de fiesta no laborales eran numerosos, días en que descansaban en Roma obreros y esclavos y que se proporcionaban diversiones a todos, pero no había un día fijado de manera regular.

¿Cuándo y dónde se reúnen los cristianos en domingo? Los fieles tenían que reunirse en horas fuera del trabajo. En Tróade73 se reunían por la noche, el primer día de la semana judía, bien el sábado por la noche o bien el domingo. Con el alba cada cual reemprendía su trabajo. Esto es lo que viene a decir Plinio el Joven, que sitúa la reunión «antes del alba»74, es decir, antes de salir el sol. El sol naciente como símbolo del Resucitado es muy antiguo, y es posible que incluso influyera en la redacción de los Evangelios75.

Los cristianos tienen su encuentro generalmente en una casa privada, en la casa de uno de ellos que posea una habitación lo suficientemente amplia para acoger a la comunidad. La casa de Pudente, que recibió a San Pedro en Roma, pudo haber servido de lugar de reunión. Las excavaciones han descubierto en Santa Pudenciana (deformación de Titulus Pudentis) ladrillos con el sello de Q. Servius Pudens. En Antioquía, Teófilo celebra la eucaristía en su casa76. Esto sucede también en Esmirna, en tiempos de Ignacio de Antioquía77. En Oriente, la habitación alta se hallaba directamente bajo el techo. Era la habitación más tranquila y al mismo tiempo la más discreta. Los orientales tienen gran facilidad para apiñarse en un espacio muy reducido, como se puede ver en las minúsculas iglesias del Kurdistán78 y de Etiopía.

El autor de Philopatris describe una asamblea litúrgica que tiene lugar en una casa muy rica, en el piso de arriba79. La historia de Tecla nos muestra en Iconio a la joven escuchando desde su ventana predicar a san Pablo en una reunión litúrgica de la casa de enfrente80. Las reuniones cristianas, no autorizadas por la ley, no pudieron tener lugar al aire libre como las de los paganos, por eso se empezó a sospechar que eran actividades clandestinas81.

En una casa romana, que había conservado el plano de lo que primitivamente era un domicilio de campesinos, se prefirió para las reuniones el triclinio, amplio comedor. No obstante, es posible que en tiempos de Tertuliano los cristianos en Cartago se reunieran en el area (recinto) de un cementerio, a cielo raso, en medio de un jardín rodeado de muros y al abrigo de las miradas. Ha sido encontrada una de esas areas en Cherchell, en Africa del Norte. Posiblemente se encuentre en esto la explicación del grito Aereae non sint!, que los paganos lanzaban contra los cristianos: ¡Qué los cristianos no tengan cementerios!82

En Antioquía, Teófilo, que era el primer ciudadano de la villa, transformó su casa en basílica y en ella estableció la cátedra de san Pedro83. Aun cuando este hecho no fuera histórico, refleja bien la situación de la época.

En Trípoli, de Siria, un ciudadano llamado Marco, le dice al Apóstol:

—Mi casa es muy grande, caben en ella más de quinientas personas. En ella hay un jardín.

—Enséñame tu casa y tu jardín.

Y Pedro encuentra el lugar muy a propósito para la predicación84.

La gran sala de la casa de Amrah, en Siria, mide 6,30 metros por 7,30 metros85. Una habitación destinada a la asamblea litúrgica —sobre todo en una casa particular— podía tener también otros usos, religiosos o profanos; un día el propietario ofreció el edificio a la comunidad. Muchas Iglesias romanas —de San Clemente, de los Santos Juan y Pablo—, que las excavaciones han sacado a la luz, están construidas sobre casas privadas. Existían, pues, en la Roma del siglo II, para la población movible y dispersa, diferentes lugares de culto para los distintos barrios de la ciudad, bajo la presidencia de simples sacerdotes, o presbíteros. El Liber Pontificalis sitúa los títulos de la ciudad en tiempos del Papa Evaristo, a comienzos del siglo II86.

La iglesia más antigua que se conserva está en Doura-Europos, a orillas del Eufrates87. Se trata de una casa como las demás, situada en una esquina de la calle. En ella, la Iglesia dispone de una gran sala de reunión, de una sala para el ágape y de un batisterio. Hay que señalar que el lugar de culto está orientado hacia levante. A un lado se encuentra una pequeña plataforma que es la sede del obispo, lo cual está de acuerdo con lo que se establece en la Didascalia88.

Todavía no hay un estilo para las iglesias, puesto que los lugares de culto, desde Oriene a Occidente, se adaptan a las formas de las moradas domésticas de la región, de acuerdo con la arquitectura del país. A partir del siglo II aparecen las primeras iglesias construidas para el culto, principalmente en las regiones más alejadas de la capital 89. Edesa posee una ya desde esa época.

Justino nos ha dejado una descripción, la primera, de la reunión dominical.

Se leen, según el tiempo disponible, las Memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas. Después el lector calla y el presidente toma la palabra para exhortarnos a imitar los buenos ejemplos que acaban de ser citados. A continuación todos se ponen en pie y se hacen las oraciones. Por último, como ya lo hemos descrito, acabada la oración, se llevan pan, vino y agua. El jefe de la comunidad ora y da gracias con todas sus fuerzas; el pueblo responde con la aclamación Amén. Después se distribuye a cada uno los alimentos consagrados y se envían a los ausentes por medio de los diáconos90.

La asamblea está dirigida por el obispo o por su delegado91. Los diáconos lo asisten: lo reciben y lo secundan. Ministros y fieles llevan los vestidos habituales corrientes, nada los distingue entre ellos ni de los hombres de la calle con quienes se van a cruzar, cuando acabe la liturgia. En Grecia, las mujeres se cubren la cabeza con el himatión, que en aquel tiempo llevaban como un amplio velo, o bien se echan por la cabeza una punta del peplos92. En Cartago, Tertuliano pone como ejemplo para las coquetas a las mujeres indígenas, que se velan no sólo la cabeza sino también el rostro93. Este exigente moralista regaña a las que se cubren la cabeza con un pequeño velo de tela demasiado fina. A las jóvenes les «mide» la longitud del velo y les indica cómo tienen que ponérselo. ¡Podría haberse hecho modisto!

Comienza la misa. Está compuesta de dos grandes partes: una consagrada a la liturgia de la palabra, en la que los catecúmenos pueden participar; otra reservada a los fieles, en la que se lleva a cabo el sacrificio eucarístico. Aparte del domingo, en determinados días Oriente celebra la liturgia de la palabra sin la eucaristía.

La estructura de la misa no ofrece prácticamente ninguna diferencia desde Esmirna a Roma, puesto que el papa invita al anciano obispo Policarpo a celebrar sustituyéndole. Es posible que la celebración se abra con un saludo del obispo, como: «El Señor esté con vosotros —Y con tu espíritu». La forma semítica de este saludo, cercana a las fórmulas paulinas, es garantía de su antigüedad94. Un lector, sin duda alguno de los que asisten, lee los textos de los Evangelios y del Antiguo Testamento. Sabemos por Tertuliano95 que las cartas de los apóstoles están todas juntas. Esta lectura se hace en griego, la lengua más corriente en todas las comunidades desde Siria a Lyon. El Antiguo Testamento se lee en la traducción de los Setenta, que se utiliza desde los Apóstoles. El latín se impone en Africa a mediados del siglo II. En las reuniones litúrgicas, tanto en Lyon como en Scitópolis, es probable que un intérprete tradujera el texto simultáneamente, como se practica todavía hoy en las comunidades de Africa negra.

Aparte de los libros canónicos, los cristianos leen otras obras, como la Carta de Clemente a los Corintios, el Pastor de Hermas. Los corintios leían también los domingos la carta del Papa Soterio96; los cartagineses, el edicto del papa Ceferino97. Cipriano pide que sus cartas en el exilio sean leídas a la comunidad reunida98.

Entre la lectura y la predicación se intercala el canto de los Salmos. Es probable que todos los reunidos repitieran como refrán un versículo. En Egipto ya se cantan los Salmos en esa época99. En los comienzos, el canto era parecido al de la sinagoga, parentesco que todavía hoy existe.

Tanto los asistentes como el obispo están sentados. El celebrante comienza la lectura y exhorta a su grey. Esta predicación se adapta a la idiosincrasia del país: para los sirios es más lírica, en Occidente es más sobria y con tendencia moralizante. Una homilía del siglo II nos proporciona una muestra de la predicación de entonces100

Esta se refiere constantemente a la palabra de Dios. Describe la benevolencia del Señor como salvador de los hombres y como juez de la Iglesia. El carácter dramático de la existencia cristiana, enfrentada con el mundo pagano, está vigorosamene subrayada: cada fiel está desgarrado por una lucha en todo momento. Los juegos ístmicos, que tenían lugar cerca de Corinto, donde fue pronunciada esta homilía, brindan al predicador la comparación con las competiciones del estadio. La llamada a la penitencia se repite unas diez veces, como una música de fondo: «Ayudémonos unos a otros, con el fin de tirar también de los débiles para que todos nos salvemos»101. No se trata de un evangelio de héroes, sino de un estímulo a ser fieles y a la solidaridad cotidiana.

Es posible que las exhortaciones después del beso de la paz, la doxología —aclamación a la gloria de Dios— que termina la segunda carta de Pablo a los Corintios, fueran las que abrían la liturgia eucarística: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu sean con todos vosotros»102.

Sigue la oración común. Toda la comunidad está de pie, con los brazos elevados. El obispo formula las grandes preocupaciones de la Iglesia y del mundo. Aquí se expresa la conciencia de la unidad y de la catolicidad. El celebrante ruega por la perseverancia de los fieles, por los catecúmenos y también por «quienes nos gobiernan», por la paz en el mundo103. La oración que termina la carta de Clemente nos ofrece un modelo de oración universal. Fiel sin duda a la costumbre litúrgica, el anciano obispo Policarpo, cuando lo apresan, pide una hora para rezar104. «Rezó en voz alta». En esta súplica, hizo «memoria de todos los que había conocido en el transcurso de su larga vida, pequeños y mayores, gente ilustre y gente oscura, y de toda la Iglesia católica extendida por el mundo entero».

La oración universal era sin duda responsorial —es decir, con estrofas y estribillos—, como en la sinagoga, a la que la asistencia responde con aclamaciones tomadas de las comunidades de lengua aramea, sin ser traducidas, como: Aleluya, Maranhata, Amén. Otras oraciones proceden del mundo griego, como el Kyrie eléison, que encontrarnos en los ritos latino, copto y sirio.

El beso de la paz es un gesto de reconciliación y de fraternidad, entre quienes van a celebrar juntos la eucaristía. La fraternidad se concreta en la ofrenda: «Quienes poseen alguna cosa acuden en ayuda de quienes no tienen nada »105. De entre los dones ofrecidos, los diáconos toman pan y vino mezclado con agua y los depositan sobre la mesa delante del celebrante106

El obispo improvisa una oración de alabanza al Padre y de acción de gracias por las obras de la salvación, desde la Creación hasta la misión de su Hijo, que acaba y realiza todas las promesas. El celebrante lleva la iniciativa en esta improvisación, dentro de los temas previstos. Su oración consagra las oblaciones y las convierte en el único sacrificio verdadero, ofrecido, como dice la profecía de Malaquías, desde donde nace el sol hasta el ocaso107. La acción de gracias es tan fundamental, que acaba por dar nombre a la eucaristía, a toda la celebración, término que hoy día ha recobrado su valor.

La oración eucarística se abre probablemente con una invitación a la asamblea; invitación a la que quizá hace alusión el himno alternado dirigido a Jesucristo y del que habla Plinio el Joven:

«¡Arriba los corazones!-¡Demos gracias a Dios!».

Los fieles, con la intensidad de su silencio, participan en la oración del celerante y le ponen, en cierto modo, un sello con el Amén final, «vociferado», como dirá más tarde Jerónimo, «como un trueno de Dios». Todos comulgan con el pan y el vino eucarísticos. Sin duda la copa circula entre los asistentes. Cada uno recibe el pan «en la palma de la mano»108. Algunos cristianos se llevan la eucaristía a su casa, donde la consumen109. Los ausentes, sobre todo los enfermos, las personas de edad, no son olvidados. Los diáconos les llevan el don de Dios y el don de los hermanos, que se han ofrecido en una misma celebración. Los obispos de las diferentes comunidades tienen la costumbre de enviar pan consagrado a las otras como sello de su unidad110.

Ya alborea. Cada cual se vuelve a su casa o a su trabajo, prosiguiendo en su corazón y en su existencia cotidiana una acción de gracias que no acaba.

Un movimiento de flujo y reflujo anima la reunión de la comunidad: llegada «desde la ciudad y desde los campos», aviva la conciencia de su unidad incluso cuando se dispersa. La asistencia a los demás que va junto a la celebración dominical, y más particularmente la organización del ágape, son como la prolongación normal de esa celebración y es la forma de aplicar a la vida cotidiana el misterio en el que se ha tomado parte. Esa asistencia no se limita a las necesidades físicas, sino que ponen todo su empeño en descubrir y calmar el hambre de justicia y la necesidad de fraternidad.

La liturgia dominical vertebra el transcurso de los días. Encontramos sus huellas en los frescos de las catacumbas, en las inscripciones de las casas, en los epitafios de los sarcófagos, en la gesta de los mártires y en la literatura edificante. Papiros y ostracas nos conservan trazos de la liturgia que alimentaba la piedad cotidiana. El Kyrie eléison y el Maranhata se repiten con insistencia 111. En Scili, en Cartago, los mártires responden a su condena con el grito litúrgico de acción de gracias: Deo gratias112. Antes de morir, los cristianos de Cartago se dan el beso de la paz, que es como el sello de su oblación113. Incluso en su misma estructura, la oración de Policarpo en la hoguera presenta el martirio como una liturgia suprema, como el acabamiento de la eucaristía114.


«¡Oh noche, más clara que el día!»

El acontecimiento pascual pone su sello, a partir de entonces, en la historia. Los días, la semana, se articulan sobre el misterio de la Resurrección, que ilumina la línea del tiempo. La gran controversia pascual, que pone una sombra en las relaciones entre Roma y Asia, es buena prueba del lugar que la celebración de la Resurrección ocupa en todas las iglesias desde los orígenes115.

Las comunidades de Asia y de Palestina, y sin duda también los asiatas de Roma, apegados a las costumbres judías, siguen celebrando la Pascua como los hebreos: el 14 de nisán, día del plenilunio de primavera, cualquiera que sea el día de la semana en que caiga. El acento se ponía en Jesucristo nuestra verdadera Pascua, inmolado ese día.

Sin embargo, la iglesia de Roma y todas las que la siguen, apartándose del calendario judío, iban a lo esencial y ponían en primer plano la resurrección de Jesucristo. La celebran el primer domingo después del 14 de nisán, plenilunio del equinoccio 116, en el que celebran «el día del Señor».

La solemnidad comienza con un día de ayuno. A la caída de la tarde, los fieles se reúnen para pasar la noche orando. Al empezar la vigilia se encienden lámparas, según la costumbre judía. Era la gran vigilia, «la más augusta de todas las vigilias», dice san Agustín. Duraba hasta el alba. Debía disponer los corazones para la espera del Señor. Resurrección y espera del Kyrios se funden en una misma celebración.

Os reuniréis y no dormiréis; velaréis toda la noche en oración y con lágrimas leeréis los Profetas, los Evangelios y los Salmos hasta la hora tercera de la noche que sigue al sábado. Entonces dejaréis el ayuno, ofreceréis el sacrificio, comeréis y os llenaréis de alegría y de júbilo, porque Cristo, primicia de nuestra resurrección, ha resucitado 117.

Las lecturas hacían referencia al misterio pascual. Se leía en el libro del Exodo el relato del cordero pascual 118. En Roma se leía el capítulo seis del Profeta Oseas: «Venid, retornemos a Dios»119. El celebrante, como nos lo cuenta la maravillosa homilía de Melitón de Sardes, desarrollaba el paralelismo entre la Pascua judía y la Pascua cristiana. Cristo pone fin al tiempo de las preparaciones e introduce definitivamente al pueblo elegido en la tierra de Dios.

El canto del gallo anuncia el nuevo día, día de fiesta y día de alegría. Se rompe el ayuno. La celebración de la eucaristía adquiere su sentido pleno de memorial de la muerte y de la resurrección de Jesucristo. Nunca los corazones de los cristianos estaban más ardientes que ese día, cuando con el alba volvían a emprender sus quehaceres cotidianos.

Lo que los occidentales han conservado —aunque con frecuencia desnaturalizado— en la noche de Navidad, es lo que los cristianos del siglo II, desde Antioquía a Cartago y desde Roma a Lyon, realizan dedicando la más bella de todas las noches —la noche pascual— a la oración y la lectura de la Biblia, a la espera del Señor. La restauración de la vigilia pascual —adaptada y truncada para uso de cristianosque tienen prisa— no ha acabado de devolver a Occidente la plenitud espiritual del patrimonio conservado por Grecia y Rusia. Todavía hoy, los rusos se pasan veinticuatro horas en la iglesia para celebrar la Pascua. Y los cristianos que no se privan de pasar una noche entera bailando, son hoy incapaces de dedicar una noche para celebrar el misterio de su fe.

¡Oh noche, más clara que el día,
más luminosa que el sol,
más dulce que el paraíso,
noche esperada durante todo un año!120.

Una regulación de los días, de las semanas, del año, centrada en el misterio del Resucitado, con los tiempos sobresalientes de la oración y de las celebraciones litúrgicas, prepara a la Iglesia y al universo para el día dé la Resurrección universal en la que brillará la luz que no se apagará nunca. El «día octavo», en que el Señor resucitó, es un anuncio del último día y de la consumación de los siglos.

Toda celebración litúrgica, así como la misma vida cotidiana, no es, en definitiva, para el cristiano, sino preparación y espera. La incomodidad y la angustia de los cristianos, con frecuencia amenazados por el poder, poco seguros del mañana, los disponían para vivir mejor esta precariedad. El marahata —que significa al mismo tiempo: el Señor viene y Ven, Señor— de las asambleas litúrgicas, repetido en toda «cena del Señor», cierra el último libro de la Escritura. Es el clamor de la Iglesia: al mismo tiempo certidumbre y la más ardiente de las esperas.
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1 CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Stromata, VII, 47, 3. Tema que ya encontramos en Filón y Aristóteles.

2 Hist. nat., pr. 14.

3 Mart. Pion., 5, 4. La geste du sang, p. 93.

4 TERTULIANO, De orat., 25. Cfr. Hom. Clem., X, 1: XIX, 12; Rec. Clem., II, 71.

5 Stromata, VII, 7; Paed., II, 2.

6 TERTULIANO, De oral., 23. Para todo lo que se refiere a Tertuliano, ver E. DEKKERS. Tertullianus en de Geschiednis der Liturgie, Brujas 1947.

7 ORIGENES, De orat., 32; TERTULIANO, Apol., 16, 10; CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Stromata, VII, 43, 7.

8 CLEMENTE DE ALEJANDRIA. Stromata, VII, 43, 7. Oriens Augustus es una leyenda frecuente en numismática (observación hecha por M. Guey). Amplio desarrollo del tema de la luz en F. DOELGER, Lumen Christi, en Antike und Christ., 5, 1936, pp. 1-43.

10 En E. PETERSON, Frühkirche, Jedentum und Gnosis, Friburgo 1959, pp. 15-35.

11 Acta Hipparchi, Philothei et sociorum, ed. RUINART. p. 125.

12 De oral., 31,4.

13 Stromata, VII, 49, 6-7; Apol., 16, 6; De cor., 3; De orat., 26; Ad ux., II, 5.

14 Adv. Marc., III, 22, 18; Apol., 16, 6.

15 Did., 8, 3.

16 Tradición Apostólica, 41; TERTULIANO, De orat., 25; CLEMENTE DE ALE JANDRIA, Stromata, VII, 40, 3.

17 Ver el cuadro en J. CARCOPINO, La vie quotidienne á Rome, París 1947, pp. 178-179.

18 TERTULIANO, De orat., 11; CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Stromata, VII, 40, 1; ORIGENES, De orat., 31, 2.

19 CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Stromata, VII, 40, 1.

20 Este era el gesto del vasallo entre las manos de su soberano.

21 Hom. Clem., I, 22. Ver también TERTULIANO, De orat., 35; De cor., 3; Apol., 39; Paed., II, 9.

22 Mateo, 14, 19; Hechos, 27, 35; 1 Tim 4, 4.

23 STRACK-BILLERBECK, Kommentar, IV, 611-639.

24 Sobre ayuno y comida, ver J. SCHUMMER, Die altchristliche Fastenpraxis, Münster 1933.

25 TERTULIANO, De ieun., 2, 3; Didascalia, XXI, 18.

26 PLUTARCO, Simp., 7.

27 Oxyr. Pap., 110, 111, ed. GRENFELL-HUNT, Londres, 1, 1898, p. 177.

28 En el museo de Bardo, Túnez.

29 Paed., II, 4, 44.

30 TACIANO, Orat., 22-24; TERTULIANO, Apol., 42.

31 De idol., 16.

32 De spect., 18. -

33 H. MARROU, Histoire de 1'éducation..., p. 337.

34 De div. inst., I, 20, 14.

35 Paed., III, 10, 49-52.

36 SUETONIO, Claudio, 33, 2.

37 LUCIANO, Saturn., 4, 8.

38 G. LAFAYE, en Dictionnaire des Antiquités, III, 1405.

39 CIL, XIV, 532.

40 Carta, III, 1, 8.

41 Ver el tratado De aleatoribus.

42 Es de finales del siglo III, escrito, según H. Koch, por un autor católico en Africa, y según G. Morin, en Roma por un donatista. Ver PLS, I, 49.

43 Can. 79. MANSI, II, 18.

44 De aleat., VI, 10. Cfr. TERTULIANO, De fuga, 13.

45 Paed., III, I1, 80; cfr. COMMOD., Instit., II, 29, 17-19.

46 De aleat., VI, 10.

47 TERTULIANO, De cor., 3; De orat., 19.

48 CIPRIANO, ep., 63, 16. Sobre la sinaxis eucarística en Cipriano, ver V. SAXER, Vie liturgique et quotidienne ó Carthage, Roma 1969, pp. 189-263.

49 Parece ser que el ágape no existió nunca en Roma, según G. Dix, Ap. Tradition, pp. 83-84.

50 Está ya conseguido en la iglesia de Doura Europos.

51 Carta, 96.

52 Apol., 39.

53 Apol., 39, 15. Cfr. MARCIAL, Epigr., X, 48, 10; JUVENAL, II1, 107; PLINIO, Paneg., 49.

54 Apol., 39, 15.

55 LUCIANO, De merc. cond., 15.

56 Trad. apost., 28; Conc. de Laodicea, can. 27. MANSI, 1, 1536.

57 Sobre la cuestión del ágape, ver nuestra Vie liturgique et vie socia-le, París 1968, pp. 151-221.

58 TERTULIANO, Ad mart., 2; Mart. Fel. y Perp., 17,- Marius et Iac., 11.

59 Ad nat., I, 13.

60 Hechos, 20, 8.

61 En BASILIo, De Spir., s., 29, 73.

62 La obra básica es de W. RORDORF. Sunda_v, Filadelfia 1967. Original Der Sonntag, Zürich 1962.

63 Kerygma Petri, 35.

64 Hist. nat., II, 78 (76).

65 W. RORDORF, Sunday, pp. 37-38 (con bibliografía).

66 1 Apol., 66, 4. Cfr. TERTULIANO, De cor., 15; De bapt., 5.

67 Carta, X, 96.

68 1 Apol., 67, 1.

69 La geste du sang, p. 203. El acontecimiento se sitúa en el año 304.

70 JUSTINO, Dial., 138, 1.

71 IRENEO, Fragm., 7, ed. HARVEY, II, p. 478.

72 TERTULIANO, De cor., 3; De ieun., 15.

73 Hechos, 20, 7.

74 Carta, X, 96.

75 Mc 16, 2 y paral., In 21, 1, 19; Hech 20, 7; 1 Cor- 16, 1; Did., 14, 1. Cfr. EUSEBIO, Hist. ecl., V, 28, 12; Mal., 4, 2.

76 Recogn. Clem., 10, 71.

77 Ad Smyrn., 13.

78 Ver J. DAUVILLIER, Les temps apostoliques, París 1970, p. 531.

79 Philopatris, 23, ed. DINDORF, 1867, p. 783.

80 Acta Pauli et Thecl., 7.

81 Ver A. WIFSTRAND, L'Eglise ancienne et la culture grecque, trad. francesa, París 1962, p. 25.

82 TERTULIANO, Ad Scapulam, 3.

83 Recogn. Clem., X, 71.

84 Ibid., IV, 6.

85 Amrah, en DACL, I, 1778.

86 Lib. Pont., ed. DUCHESNE, I, p. 55, 126.

87 Descripción en J. LASSUS,.art. Syrie, DACL, XV, 1863-1868.

88 Didascalia, XII.

89 Ver Apamée, DACL, I, 2505. La iglesia de Edessa fue destruida en el año 201 por una inundación. La iglesia de Neocesarea es conocida desde el año 258, por Gregorio el Taumaturgo.

90 1 Apol., 67.

91 IGNACIO, Smyrn., 8; Magn., 6; Trall., 3.

92 En J. DAUVILLIER, op. Cit., p. 423.

93 De vel. vir., 17.

94 J. A. JUNGMANN, Missarum solemnia, Viena 1949, p. 26.

95 Adv. Marc., 4, 5; De praescr., 36.

96 EUSEBIO, Hist. ecl., III, 16; IV, 23, 6.

97 TERTULIANO, De pud., 1.

98 Carta, 42.

99 Stromata, I, 1.

100 Se atribuyó equivocadamente a Clemente de Roma. Texto traducido en L'Empire et la Croix, col. Ictys, 2, pp. 132-148.

101 2 Clem., 17.

102 2 Cor 13, 13.

103 JUSTINO, Dial., 35, 3; 96, 3; 108, 3; 133, 6.

104 Mart. Pol., 8, 1. La geste du sang., p. 28.

105 1 Apol., 67, 1.

106 El oriental siempre corta el vino con un poco de agua, porque lo considera demasiado alcohólico. El vino de la Trapa de Latroun (Jordania) tiene 17°.

107 JUSTINO, Dial., 117.

108 Inscripción de Pectorios.

109 TERTULIANO, De cor., 3.

110 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 24, 5.

111 Selección en Priéres des premiers chrétiens, pp. 131-146.

112 Acta Scili, 14; Acta Apol., 46: Doy gracias; Acta Cyor., 4, 3.

113 Mart. Tel. et Perp., 21, 3.

114 Mart., Polyc., 14, 1.

115 Hechos, 20, 7; 1 Cor 5, 7-8. Cfr. EusEBIO, Hist. ecl., V, 24, 6.

116 Sobre la controversia pascual, ver EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 14, 1; V, 23-24. En un estudio reciente (Passa und Ostern, Berlín 1969). W. Huber hace derivar la celebración de la Pascua un domingo, de la pascua cuarto-decimana. En Roma, hasta el pontificado del papa Sotero, la resurrección se celebraba todos los domingos, sin que hubiera una celebración anual especial.

117 Didascalia, XXI, 14.

118 MELITON DE SARDES, Homilía pascual.

119 G. Da, Shape of Liturgy, p. 338.

120 SINESIO, 19, hom. sobre el salmo 5.