LA VIDA COTIDIANA DE 

LOS PRIMEROS CRISTIANOS

 

PARTE PRIMERA

EL ENTORNO

 

Capítulo II

VÍA Y MEDIOS DE PENETRACIÓN

«La presencia de Roma dio la unidad al mundo. Todos los hombres deben reconocer los servicios que Roma prestó a la humanidad, al facilitar sus relaciones y permitiendo que disfrutaran todos de los beneficios de la paz»1. De hecho, en el siglo II, el Imperio romano explota plenamente la victoria y conoce una prosperidad jamás alcanzada. La pax romana no es un mito: a los cristianos de la época les parece un don del cielo, y Arístides proclama, en su famosa filípica «sobre Roma»: «El universo entero es una sola ciudad». La tierra y el mar son seguros, las ciudades están en paz y son prósperas, las montañas y los valles están cultivados, los mares surcados por navíos que transportan productos del universo entero2. Se podía ir de Oriente a Occidente3, del Rin y del Ródano al Eufrates y al Tigris sin abandonar tierra romana.

Cristianos y paganos de la época se enorgullecen de la era de paz que, desde Augusto a Marco Aurelio, favorece la organización y el aprovechamiento de las tierras conquistadas, el florecimiento de la industria y de la agricultura, los negocios y la riqueza, y también los intercambios culturales y religiosos, en lo cual Oriente se toma el desquite sobre el vencedor dándole su lengua, su arte y su religión.

Con la paz, Roma trajo la seguridad, limpiando la tierra de bandidos y el mar de piratas. El contraste era grande para quienes traspasaban las fronteras del Imperio. En tiempos de Trabajo, Dión Crisóstomo lo experimentó personalmente en un viaje que hizo a Tracia (Bulgaria) y a Rusia.

Los viajes

El fenómeno migratorio, del que habla F. Braudel4, en tiempos de Felipe II, ya existía con los emperadores romanos. El Mediterráneo se ha sentido siempre inclinado a la aventura. Desde la Antigüedad a nuestros días no ha cambiado el sentido del viaje, sino sólo su ritmo.

La red viaria trazada a través del Imperio para el desplazamiento de las legiones romanas acabó por servir para los intercambios comerciales. Las arterias principales seguían estando protegidas militarmente. Todas las rutas por tierra y por mar convergían en Roma, capital y centro del Imperio y del mundo. Por eso, el solo hecho de que un cristiano pasase por Roma no es argumento en favor del primado de esta ciudad: pasaba por allí por necesidad, como pasó Ireneo cuando fue a Lyon.

Partiendo de Roma se podía ir hasta el extremo de Bretaña, a la desembocadura del Rin o del Danubio, a Atenas y a Bizancio, y más allá del Bósforo, se podía continuar la ruta a través de Asia Menor hasta Nínive. Una vía romana unía el Nilo con el Atlántico a lo largo de la costa africana. En Alejandría esta vía enlazaba con la ruta de Asia5. Por todo el Imperio el orden en las vías de comunicación impone un orden también humano. La historia de la ruta es la historia de la región. Si el comercio prospera, entonces también la ruta se moderniza, si no, se degrada. Las rutas han hecho nacer ciudades y facilitan el trato humano.

Existen mapas de carreteras para los viajeros, con indicación de las estaciones o postas, la distancia, los lugares donde se podía pasar la noche. En unas excavaciones se encontraron en Vicarello, cerca del lago Bracciano, en Italia, muy concurrido por las cualidades de sus aguas, tres vasos de plata en forma de columnas miliares con el itinerario completo de Gades (Cádiz) a Roma. Provienen de españoles que fueron a someterse a una cura de aguas6. También existe otra guía, el Itinerario de Antonino, que es de tiempos de Diocleciano.

La principal ruta romana era el Mediterráneo, que bañaba todas las provincias de Oriente a Occidente, las unía, las acercaba, facilitaba los intercambios y las relaciones. Es acertada la frase de un historiador: «El Mediterráneo, son rutas7. Rutas que unen la tierra a la islas, las islas a la tierra, Asia a Grecia, Egipto a Africa y a Italia. Las rutas marítimas crean puertos y condicionan la navegación; los barcos encuentran a lo largo de estas rutas avituallamiento y seguridad; y durante la estación de invierno, cuando los viajes eran imposibles, encuentran tranquila espera. Por eso no es de extrañar que una isla tan frecuentada como Chipre fuera cristiana muy pronto. Lo mismo ocurre con Creta: el Evangelio le fue llevado ya en el siglo II por los barcos procedentes de Siria o de Asia, que invernaban allí. Los pasajeros cristianos, como Pablo en otro tiempo, se dedicaban durante esa estación muerta, es decir, durante cuatro meses de invierno, desde el 10 de noviembre al 10 de marzo9, a anunciar el Evangelio.

En el contorno del Mediterráneo los puertos desempeñan un papel vital. Roma, al igual que las grandes metrópolis de la época -Atenas, Antioquía, Efeso, Alejandría, Cartago- es un puerto.

Los barcos de cabotaje, de forma redondeada, no tenían más que una veintena de remos, manejados por libertos u hombres libres y que servían para colocar al navío a favor del viento, pero nunca para impulsarlo10. El barco romano era bajo de borda, sin puente, con travesaños o pasarelas11; a veces tenían unos refugios sucintos en proa o en popa. Por lo general son centenares los viajeros que no encuentran un resguardo durante la travesía.

En el Mediterráneo se navega frecuentemente durante la noche, cuando se levanta el viento, a la luz de las estrellas12, en la costa occidental de Italia, de Puzzuol a Ostia, pero también en las orillas de Grecia. A falta de gobernalle, el timonel guía al barco sirviéndose de un simple canalete13; evita el mar abierto y navega con la costa a la vista.

El Isis, gran cargo de trigo que circulaba entre Alejandría y Roma en la época de los Antoninos, llevaba 1.146 toneladas de cereales, más que una fragata del siglo XVIII 14. El barco en que viajaba Pablo llevaba 276 pasajeros. El historiador Josefo se embarcó para Roma con 600 personas a bordo15. Se juntaba en los barcos una población cosmopolita; en ellos se mezclaban sirios y asiáticos, egipcios y griegos, cantantes y filósofos, comerciantes y peregrinos, soldados, esclavos, simples turistas. Todas las creencias, todos los cultos, toda clase de clero iban codo con codo. Era una verdadera ganga para el cristiano anunciar el Evangelio como lo había hecho el apóstol Pablo, modelo de viajero cristiano.

Los barcos eran igual de rápidos que los de comienzos del siglo pasado, cuando Chateaubriand tardó cincuenta días en ir de Alejandría a Túnez y Lamartine tardó doce de Marsella a Malta16. La velocidad estaba en función del viento: si era favorable, hacían falta cinco días de Corinto a Puzzuol 17, doce de Nápoles a Alejandría18, cinco de Narbona a Africa19. Catón tardó menos de tres días en ir de Roma a Africa20. A esa velocidad, habría tardado dieciocho días de Liverpool a Nueva York, sin embargo, Benjamín Franklin, tardó cuarenta y dos días en 1775. Según leemos en un papiro, una travesía de Alejandría a Roma duró cuarenta y cinco días. Todo dependía de las condiciones atmosféricas y del número de escalas. Estas eran treinta y seis de Alejandría a Antioquía, dieciséis de Alejandría a Cesarea21. Para regresar de Asia a Roma, Cicerón se embarcó en Efeso un 1 ° de octubre y llegó a la Ciudad Eterna el 29 de noviembre, después de dos meses de viaje22. Es cierto que, en este caso, la estación estaba ya avanzada y no era favorable. Hay que atribuir sin duda al reciente invento de la gavia las velocidades récord que cita Plinio23. El lino del que se hicieron las velas acortó la distancia y acercó las tierras.

Las escalas de simple fondeo y las estancias de largo invierno eran ocasión para que los viajeros se pusieran en contacto con sus compatriotas en el puerto o para hacer nuevos conocimientos. El temperamento comunicativo de los orientales, con frecuencia apoyado en la profesión o en el negocio, el uso universal de la lengua griega, que era comprendida desde Alejandría a Lyon en todas las ciudades que tenían puerto, facilitaron la progresión del Evangelio.

La comunidad de vida y a veces la participación en los viajes crea una solidaridad en un barco, unos lazos que acercan a los hombres entre sí de un modo natural. El viaje de Pablo a Roma muestra que el naufragio era en aquella época más frecuente que un descarrilamiento de hoy en día.

El viaje por tierra era menos cómodo, normalmente menos rápido; lejos de las grandes arterias y en las regiones montañosas, menos seguro. Ciertas regiones, como Córcega y Cerdeña, tenían fama por sus partidas de bandidos24. Las gentes modestas viajaban a pie, con los vestidos remangados y con un mínimo de bagaje, protegidos de la lluvia por un abrigo; otros, viajaban a lomo de mula o de caballo. El peatón hacía etapas de unos treinta kilómetros al día25.

El carruaje tirado por dos caballos era el transporte más cómodo. Como no existía el ronzal, la tracción animal perdía eficacia26. El carruaje pesado de cuatro ruedas, de origen galo, tirado por ocho o diez caballos o mulos, transportaba una buena cantidad de viajeros y de bagajes27. Las prescripciones imperiales limitaban la carga de viajeros de 200 a 330 kilos, y la carga en transporte pesado a un máximo de 500 kilos. En todos los puestos de relevo se encontraban muleteros o animales de carga, alquiladores de carruajes organizados en corporaciones.

Los viajeros

En esa época más que en ningún otro momento de la historia, el viaje era condición indispensable de toda la vida comercial: una inscripción nos hace saber que un hombre de negocios de Hierápolis, en Frigia, la ciudad de Papías, vino setenta y dos veces a Roma28; hazaña impresionante incluso para quien hoy viaja en avión.

La prosperidad y la paz, al mismo tiempo que facilitaban los intercambios, también agudizaban los apetitos. El Imperio del siglo II hacía gala de un lujo y de un refinamiento en la exquisitez de tejidos y de toda clase de materiales que justifican el impulso de la industria y la intensa circulación de bienes y de hombres; a todo esto hay que añadir el uso de una moneda común, es decir, la base misma de las transacciones que cada vez eran más numerosas e intensas.

Hasta en Bélgica se ha encontrado basalto negro procedente del Golfo de Suez29. La púrpura venía de Siria, la cera del mar Negro, las ostras de Efeso, las truchas de Mitilene (Asia Menor), el aceite y el vino de las orillas del Ródano, las ocas de Boulogne sur Mer, a no ser que se prefirieran las del Ponto30. Roma era insaciable y se creaba necesidades destinadas a los privilegiados por su rareza y por su precio elevado.

Los negociantes, sobre todo los de Oriente, agrupados en corporaciones, en las principales ciudades31, encontraban a lo largo de sus rutas lugares en donde hacer alto en los cuales había compatriotas suyos, que con frecuencia eran detallistas a los que les reponían mercancías y con quienes intercambiaban noticias.

Había otros que viajaban para satisfacer su curiosidad o para ampliar su cultura. Los estudiantes frecuentaban las escuelas o los maestros célebres de Atenas, de Alejandría, de Roma, de Marsella o de Lyon. En Atenas, los estudiantes eran tan numerosos que la pureza de la lengua griega peligraba32. La curiosidad de espíritu y la viveza de la inteligencia se unen en los más nobles incitándoles a buscar el saber, como fue el caso de Justino; a otros los mueve la sola ambición -más pragmática- de hacerse maestro de retórica, sofista o médico, comediante o escultor33. No hay fronteras para el saber. El Imperio a todos concede visado para adquirir conocimientos.

Las grandes fiestas religiosas, los juegos de Roma o de Olimpia, los misterios de Eleusis y los centros de medicina como Pérgamo atraen a la muchedumbre y a los artistas. Los judíos movilizan barcos enteros (ya existía el sistema de los «charters») para celebrar la Pascua en Jerusalén34. Finalmente, algunos viajan por placer, y hay peregrinos que son, sobre todo, «turistas»35. Plinio36, señala un detalle que hoy todavía es actual: «Nuestros compatriotas recorren el mundo y desconocen su propio país».

También los cristianos, ya en el siglo II, van a Palestina, para hacer sus peregrinaciones. Melitón llega desde Asia Menor, Alejandro desde Capadocia (Turquía actual), Pionios desde Esmirna. Un siglo más tarde los peregrinos se multiplican. Eteria parte de Burdeos y recorre todo el Oriente bíblico. Afortunadamente nos ha dejado el diario de su viaje37.

El viaje es un acontecimiento incluso para los que se quedan en casa: parientes y amigos escoltan hasta el puerto a quien se marcha y permanecen con él hasta que los vientos favorables permiten que el barco zarpe. Es el mismo espectáculo que hoy contemplamos en los aeropuertos de Asia y de Africa. Si el viajero es cristiano, lo acompaña la comunidad, pues él es el mensajero, el lazo vivo con los demás fieles y con las demás iglesias.

Es difícil imaginarse el bullicio de estos pueblos orientales, en los barcos, en los puertos; la aglomeración de soldados y de funcionarios, de carretas y de bestias de carga por las carreteras. Entre ellos hay quienes son cristianos o están a punto de serlo. Nada los distingue de los demás viajeros, si no es esa luz secreta que tienen encendida por dentro. De ciudad en ciudad, haciendo camino, han ido observando, escuchando y han acabado por encontrar la luz espiritual y la paz del corazón, como Justino o Clemente, discípulos ayer, maestros hoy.

Otros cristianos viajan para instruirse, como Hegesipo. Preguntan en las iglesias, en Corinto o en Roma, para conocer mejor «la doctrina verdadera en las iglesias más importantes»38. Un poco después, Julio el Africano, nacido en Emaús, descendiente de veteranos enviados allí por Tito39, visitó Edesa, Roma y Alejandría40. Abercio, obispo de Hierópolis, en Asia Menor, llegó a Roma después de haber recorrido el Oriente hasta las orillas del Eufrates41.

Roma, capital del Imperio, y pronto capital de la Iglesia, es también la comunidad más visitada, la más solicitada. Quienes se encaminan a la Galia y a España han de pasar por ella.

Policarpo llega de Esmirna; Valentín, de Egipto; Marción, de Sinope, en el mar Negro; Evelpistos, discípulo de Justino, de Capadocia; Rodón, de Asia. Algunos vienen contra su voluntad como Ignacio de Antioquía y sin duda los dos discípulos de Justino que fueron martirizados con él y fueron llevados como esclavos42. El hereje Hermógenes abandona Oriente para establecerse en Cartago43; Apeles se dirige de Roma a Alejandría44. Esta migración cristiana se extiende y se amplía. Arrastra lo mejor y lo peor. En el siglo III, Orígenes va desde Alejandría y Cesarea de Palestina a Tiro y a Sidón, a Bosra y a Antioquía, a Cesarea de Capadocia, a Atenas y a Roma. Esa virtud antigua que es la hospitalidad se hace también cristiana.

Las hostelerías 45

A lo largo de las grandes arterias se encontraban relevos de postas para caballos y mulos, lugares donde pasar la noche, tabernas donde comer y beber. Los Hechos de los Apóstoles, mencionan las Tres Tabernas46, unas postas en la ruta de Puzzuol a Roma, a cuarenta y siete kilómetros de la ciudad.

Las postas no tenían ni las comodidades ni la calidad de los hoteles situados al borde de las playas o en las ciudades turísticas. En la ciudad, el viajero tenía donde escoger. El dueño -o su mujer- estaba al acecho en la puerta para hacerle el artículo y pescar al cliente47, aunque este procedimiento no siempre tiene felices resultados, más bien lo contrario.

Arístides se lamenta de la incomodidad de las hostelerías que existían en el camino entre Kavela y Dirraguium (Durrés), en Albania48. En su conjunto, los albergues son más rudimentarios en Europa que en Asia, pues ese mismo Arístides, haciendo un viaje entre Esmirna y Pérgamo, considera natural alojarse en un albergue, famoso por sus comodidades, antes de instalarse en una casa amiga49. El itinerario de Antonino menciona tres tabernas en la ruta de Durrés a Bizancio.

Gran cantidad de tabernas tienen rótulos con nombres de animales: Al Camello50, Al Elefante51 (Pompeya), Al Gallo, en Galia y en España52, Al Asno, en Inglaterra53. Tienen carteles con letreros tentadores: «Buenos servicios, baños, comodidad, como en la capital»54. He aquí un letrero de los más seductores en Lyon:

Aquí Mercurio te promete negocios, 
Apolo, la salud, 
Septumanus (el hostelero) acogida y descanso, 
Quien entra, se encuentra mejor: 
Piensa bien a dónde llegas55.

En el sur de Galia, los hosteleros compiten todavía más. En Antibes el viajero es rogado a que eche un vistazo a la carta de vinos, grabada en una placa de bronce en la entrada de la taberna56. Una hostelera siria, más astuta, promete: «Ambiente fresco, comida con quesos y frutas, vino, baile y amor»57. A veces, en un cuadro de cobre se indican los precios58.

- ¡Patrón, la cuenta!

- Has bebido un sextarium de vino. (Al parecer esto no entra en la cuenta). Pan: un as.

- De acuerdo

- La chica, ocho ases.

- También de acuerdo.

- El heno para el mulo: dos ases.

- ¡Vaya, sí que me cuesta caro este mulo!59. (Sobre los demás precios guarda una prudente discrección).

Las tabernas tienen mala reputación. El derecho romano reconoce que en ellas se practica la prostitución60, el dueño tiene fama de avaro, granuja, un poco bribón y rufián; su mujer61 tiene fama de bruja; la criada, de ramera62. Al dueño de la fonda se le reprocha que echa agua al vino y que sisa del heno de los asnos63. Nada de higiene, poca honradez, mucha licencia; para alojarse había que no ser ni muy exigente ni muy formalista.

El humor popular la emprende de mil modos con el cabaretero granuja: muy pronto, se convierte en un personaje tradicional de la sátira, de la comedia y de los proverbios. La más célebre de las chicas de Taberna fue Elena, la madre del emperador Constantino64. Se convirtió al cristianismo y tuvo gran influencia sobre su hijo y en el curso de la historia.

En Pompeya se han encontrado numerosas tabernas. Una de ellas comprende un atrio, dos comedores, una cocina y una habitación decorada con pinturas eróticas, que no dejan duda del uso a que se dedicaba65. Incluso los lujosos hoteles de las ciudades termales eran considerados como casas de citas, a las que no era difícil que acudieran las buenas fortunas.

Frecuentados sobre todo por gente de clase baja, cocheros, muleros, los mesones y las hostelerías tenían una sólida reputación de suciedad, de ruido y de incomodidad66. Bien que se notaban los inconvenientes de ser extranjero o de no tener ni amigos ni conocidos. Todo esto explica la importancia que en la Antigüedad, tanto pagana como judía y cristiana, se daba a la hospitalidad privada y pública.

La hospitalidad

Hay que tener bien presentes las condiciones de viaje a las que nos hemos referido, para comprender mejor las abundantes exhortaciones de las cartas apostólicas67 y de los escritos cristianos, que insisten en la práctica de la hospitalidad68. Toda la Antigüedad ha considerado que la hospitalidad tiene un carácter en cierto modo sagrado. El extraño que atraviesa el umbral de la puerta es una especie de enviado de los dioses o de Dios. Las ciudades, las corporaciones, los miembros de las asociaciones practicaban el deber recíproco de la hospitalidad69.

El judaísmo tenía en alta estima el recuerdo de sus padres y maestros que habían dado acogida a quienes iban de camino: Abraham, Lot70, Rebeca71, Job72, y por último Rahab la cortesana73. De Job está escrito:

Jamás un peregrino pasó la noche al raso,
siempre estuvo mi puerta abierta para el viajero.

Vemos que estos modelos antiguos están evocados en la carta de Clemente a los cristianos de Corinto, cuando a su vez el obispo de Roma los exhorta a la hospitalidad74. El elogio de la hospitalidad lo encontramos en el Evangelio75, y los otros escritos del Nuevo Testamento no sólo insisten en el deber de acoger a las personas, sino que explican cuál es el motivo sobrenatural para hacerlo. Quienes reciben a un extraño reciben al mismo Jesucristo76, y éste es uno de los criterios para ser acogidos en la casa de Dios.

La tercera carta de Juan, o de Juan el Presbítero, enviada a Gayo, nos introduce en una comunidad de Asia Menor, y lo que en ella vemos rompe en nosotros la idealización que hubiéramos podido hacernos de la comunidad primitiva. Parece ser que el jefe local era poco acogedor y ve con disgusto la llegada de predicadores itinerantes. Demetrio, sin duda el portador de la carta, es amigo de Juan y, probablemente, es un misionero del Evangelio. Al destinatario, conocido por el fervor de su acogida, el autor escribe77.

Queridísimo, tu conducta es la de un buen fiel en todo lo que haces con los que están de paso, y éstos han dado testimonio de tu caridad públicamente en la Iglesia; harás bien en ayudarles de una manera digna de Dios en sus viajes. Por el Nombre es por lo que han emprendido viaje, sin recibir nada de los gentiles. Nosotros debemos acoger a estas personas, a fin de colaborar con ellos en la obra de la verdad.

Si bien el lecho fraterno ponía a resguardo de malos encuentros al cristiano, cuidadoso de su vida moral, la afluencia de personas que estaban de paso debía hacer del deber de hospitalidad un deber de lo más gravoso en los grandes centros, las ciudades de paso como Corinto y con mayor motivo, en Roma misma. Imaginamos la carga que debía de representar esto para una ciudad en la que el paso de los hermanos en la fe era cotidiano. Todavía hoy algunos conventos de París, de Corinto e incluso de Estrasburgo, ven con aprensión llegar el tiempo de vacaciones.

Esto explica que los hermanos de Corinto, gran ciudad porteña, estuviesen un poco hartos, y que Clemente78 los exhortara para animarlos; también explica la gratitud de Ignacio de Antioquía por la acogida que le han dispensado en todas partes. Melitón de Sardes, en el siglo II, compuso incluso un escrito, hoy perdido, sobre la hospitalidad79. La disponibilidad con la que las comunidades recibían a los hermanos que estaban de paso es algo que llena de admiración a los mismos paganos. A este propósito, Arístides pudo escribir en su Apología80: «Si ven a un extraño, lo acogen bajo su techo y se regocijan de tenerlo con ellos, como si fuera un verdadero hermano». Mas para algunos como Luciano, esta liberalidad cristiana es objeto de burla81.

La carga de esta acogida recae sobre toda la comunidad, especialmente sobre los obispos, los diáconos y las viudas82. Desde mediados del siglo II existe en Roma y en Cartago una caja, que se alimenta con recaudaciones los domingos, destinada a la recepción de los extranjeros83. Por regla general, el huésped de paso llevaba una carta de recomendación 84. Si llegaba el caso, por medio de unas preguntas discretas; se localizaba al posible «parásito». Más tarde la iglesia organizó hostelerías85.

Ya en el siglo II hay un esbozo de legislación de la hospitalidad cristiana. Las directrices de la Didaché86, hacia el año 150, van orientadas principalmente hacia las comunidades procedentes del judaísmo y nos ofrecen un conocimiento de sus problemas cotidianos. Estas directrices apuntan no a los particulares sino a la «iglesia responsable». La prudencia se impone, tanto más cuanto que los falsos hermanos y los inventores de herejías empiezan a ser numerosos. La zizaña está junto al trigo.

La Didaché distingue entre profetas itinerantes y huéspedes de paso. Los primeros, como los doctores judíos, viajaban de ciudad en ciudad, de comunidad en comunidad, principalmente en la época judeo-cristiana. Importaba mucho asegurarse de su ortodoxia y de su desinterés87. El predicador itinerante ha de atenerse a las leyes ordinarias de la hospitalidad. Si trabaja para la comunidad, tiene derecho a un salario como todo trabajador. Pero es mal síntoma que prolongue indebidamente su estancia. Cuando alguno se comporta así, al marcharse no tendrá derecho más que al pan para el camino. La Didaché prohibe, pues, en estos casos, los regalos que habitualmente se hacía a los huéspedes cuando se iban88.

Los demás hermanos que estaban de paso y desembarcaban en Corinto o en Antioquía, debían atenerse a una reglamentación copiada en parte del judaísmo89. No faltaban gorrones que se infiltraban entre ellos, tratando de sacar partido de la piedad de unos y de la generosidad de otros.

Los más dignos de confianza eran los que llevaban una carta de recomendación de la comunidad madre90. Había otros que se conformaban con ir en busca de compatriotas o de correligionarios para pedirles ayuda. Es posible que existiera una contraseña o algo por el estilo. Esto es lo que posiblemente insinúa la Didaché, cuando dice: «el pasajero que se presenta a vosotros en el nombre del Señor»91. Griegos y romanos intercambiaban una tessera hospitalis, es decir, un objeto de diversas formas -un carnero o un pez del que cada cual poseía una parte; al juntarlos, coincidían perfectamente92.

Cuando se trata de uno de esos caminantes modestos que viajan a pie de lugar en lugar, la Didaché recomienda: «ayudadles lo mejor que podáis»93. La acogida comprende asilo y subsistencia. Los griegos invitaban al huésped a una sola comida el día de su llegada o al día siguiente. Si llega en el momento de una comida de fiesta, es invitado inmediatamente 94. A mí personalmente me sucedió esto recientemente en Myconos, donde fui invitado de manera inesperada a un banquete de bodas. En Homero leemos que al viajero no se le pregunta el nombre sino después de la comida que se le ha ofrecido95.

El huésped puede prolongar su estancia dos o tres días, como es la costumbre aún hoy día entre los árabes96. Más allá de ese tiempo, el extranjero debe ponerse a trabajar y a ganar su pan. Quien no quiere trabajar o dice que no tiene oficio se comporta como «un traficante de Cristo», dice la Didache97.

La Didaché fundamenta estas reglas en motivos evangélicos98. Para un cristiano, acoger al extraño es acoger a Cristo y manifestar la fraternidad que une a todos los que llevan su nombre. Fraternidad y hospitalidad van unidas, como lo dice ya la carta a los Hebreos99. Los tiempos de denuncias y de persecuciones, que provocan la huida o el desplazamiento de numerosos cristianos, ofrecen un nuevo motivo para dar hospitalidad. El extraño ya no era sólo un hermano, sino un confesor de la fe a quien la comunidad ofrece una acogida especial.

Las cartas que estrechan lazos

La carta que viaja de comunidad en comunidad, de país en país, es ante todo un lazo que une a los hermanos dispersos y ansiosos siempre de estar juntos. Se escriben, se consultan, se ayudan entre sí. Los visitantes llevan casi siempre un mensaje de la comunidad de que proceden. Las iglesias se escriben; más especialmente los obispos, mantienen entre sí y con las comunidades una correspondencia cada vez más abundante100.

Las excavaciones han arrancado a las arenas de Egipto cierta cantidad de cartas escritas en los materiales más diversos: metal, papiro o trozos de cerámica. Los particulares utilizaban generalmente el papiro que Egipto exportaba y se compraba en las papelerías en hojas sueltas; su precio dependía del formato. El pergamino se escribía por las dos caras, mientras que el papiro solamente por la cara interior. Los más pobres de Egipto y de Africa se servían de ostraka, trozos de cerámica, y los utilizaban para la correspondencia, para llevar las cuentas o para redactar informes101.

Una vez escrita la carta, se plegaba el papiro, se enrollaba y se ataba con una cuerda cuyas extremidades eran selladas. La dirección se escribía en la cara externa. Después de utilizada, la carta servía para que los niños hicieran ejercicios de escritura por la cara que no estaba escrita, y a los mayores les servía como papel borrador.

El concepto de carta era bastante elástico, pues iba del simple billete breve a la composición literaria, del mensaje a la exhortación. Es difícil señalar una frontera entre los diversos géneros. No hay más que ver la diferencia entre la carta a los Romanos y la carta a Filemón. Algunas cartas se conservaron en los archivos de las iglesias, como ocurrió en Corinto con las cartas recibidas y enviadas102. Se hicieron colecciones de cartas103. Clemente de Roma conoció ya una colección de cartas paulinas 104.

La correspondencia de Cicerón es una obra de arte literaria y al mismo tiempo es un documento histórico de primer orden. El mismo Plinio el Joven reunió las cartas que escribió, con el fin de publicarlas y que se conservaran para la posteridad105. Lo mismo sucederá con Gregorio Nacianceno106.

Además de las epístolas canónicas, las cartas cristianas son con frecuencia mensajes de exhortación, especie de homilías que las comunidades acostumbraban a leer durante la celebración eucarística, para la edificación de todos. Las actas y las pasiones de los mártires forman parte de estos escritos y su utilización en la liturgia es manifiesta.

Esto ofrecía a los falsarios una oportunidad demasiado buena, y las cartas apócrifas empiezan a proliferar. Hasta los más callados de los Apóstoles se sueltan de repente la lengua. Se inventa una correspondencia de catorce cartas entre Pablo y Séneca107. Hasta se hace intervenir a Jesucristo mismo y se dice que escribió una carta al rey Abgar108. A su vez, Poncio Pilato da testimonio de la resurrección del Señor, en una carta dirigida a Claudio109. No es para asombrarse en una época que cultiva lo maravilloso y en la que abundan las «cartas venidas del cielo110. Luciano, el burlón, compuso una de ellas para burlarse de la credulidad popular de su tiempo111.

Las cartas permiten a Roma informar y estar informada y, ya desde el año 97, ejercer un papel moderador. La llegada de Pedro confiere al obispo de Roma una autoridad cada vez más firme, sobre todo desde la carta que Clemente envía a «la iglesia de Dios que se encuentra en Corinto112. Enterado de las dificultades que atraviesa la comunidad, envía a ella tres emisarios, portadores de una carta en la que toma postura con tacto pero con firmeza, como quien quiere ser obedecido. Casi un siglo más tarde, Dionisio de Corinto nos dice que aún se seguía leyendo esta carta en la reunión de los domingos113.

La solidaridad entre las diversas iglesias se estrecha particularmente en tiempos de crisis. Así, en tiempos del montanismo hay una correspondencia activa entre Roma y la iglesia de Asia y de Galia114. Lo mismo sucedió en tiempos del papa Víctor, a propósito de la controversia pascual115. Dionisio de Corinto hizo una colección de cartas cruzadas entre Roma y las diversas comunidades de Grecia, de Creta y de Asia Menor, motivadas por las posturas rigoristas de algunos hermanos116. 

Desde el siglo II los obispos se escriben, se consultan, dan noticias de su nombramiento, solicitan ayuda económica, ponen a los demás al corriente de las dificultades doctrinales o simplemente disciplinares117.

Esta correspondencia nos permite levantar la punta de un velo que nos oculta una época de contornos difusos. Herejes y agnósticos emplean los mismos procedimientos para divulgar sus doctrinas118.

Las siete cartas de san Ignacio a las comunidades asiáticas y a Roma son una joya de la antigua literatura cristiana. Están llenas a rebosar y al mismo tiempo son un testimonio, una exhortación y un himno al Señor. Una carta de Policarpo «a la iglesia de Dios que se encuentra como extranjera en Filipos» nos ha sido felizmente conservada119.

En tiempos de persecución, las cartas sostienen a unos, confortan a otros en su perseverancia120. La primera gesta de los mártires nos ha llegado en forma de cartas, que sirven tanto para informar como para instruir y para calificar a los hermanos reunidos en asamblea. El martirio de Policarpo se nos narra como una liturgia121.

Las iglesias de Vienne y de Lyon enviaron una de las cartas más conmovedoras a las iglesias de Asia y de Frigia122. El ejemplo de los mártires de Lyon es un ejemplo para los confesores de Efeso, que al parecer se niegan a conceder la penitencia a los apóstatas de la comunidad123; a su modo, esta carta es una expresión de la fraternidad, que sabe pasar por encima de las debilidades humanas.

¿Cómo llegó la carta de Lyon hasta Efeso? Las postas imperiales, creadas por Augusto124 y que duran hasta el final del Imperio, estaban reservadas a la función pública. Eran como una especie de «valija diplomática». Para utilizar este correo se necesitaba un diploma especial, llamado combina, marcado con el sello del emperador. Los soldados utilizan la comunicación entre sus guarniciones para enviar sus cartas. Es el caso de un joven egipcio, que lleno de orgullo por su nuevo nombre romano, le escribe a su padre, y le envía su retrato, que ha pagado con las tres primeras monedas de oro que ha cobrado: la «fotografía» del militar pasa a ocupar un lugar destacado en el hogar paterno125.

El medio más sencillo y más corriente para hacer llegar una carta a su destinatario consistía en confiarla a un mensajero. Se podía contratar a un mensajero a portes pagados o a portes compartidos. También se podían solicitar los servicios de agentes de sociedades para enviar el correo. Existían tabellarii privados, como sabemos por autores de esa época126; sabemos de su existencia también por una incripción, entre otras, hallada en Puzzuol127, en la Italia meridional, lo cual no tiene nada de extraño, puesto que era una ciudad en la que se embarcaban gran cantidad de viajeros. Mediante una propina a la salida y a la llegada, era fácil confiar una carta a un conocido, a un compatriota o a un viajero comerciante. Un obsequio «al portador», cuando se recibía el mensaje, era garantía del cumplimiento del encargo. Comerciantes llevaron las cartas de Ignacio a las diversas iglesias128.

La carta de los hermanos de Lyon, debió de llegar primero a Roma, pues las relaciones entre ambas ciudades eran frecuentes. Hacia esa misma época, Ireneo se encuentra en la capital llevando una carta de la comunidad129. Desde Roma, era fácil confiar la misiva a cualquier hermano o compatriota que se embarcaba en Puzzuol o en Ostia camino de Efeso.

Si la estación era favorable, la carta podía llegar a su destino al cabo de unos cincuenta días. Una carta enviada a Cicerón desde Capadocia tardó cincuenta días en llegar a sus manos130. Otra, desde Siria a Roma, tardó el doble131. Una carta comercial del 23 de julio de 174, procedente de una fábrica de Puzzuol, llegó a Tiro el 8 de diciembre, después de ciento siete días de viaje132. El hijo de Cicerón recibió en Atenas una carta de su padre que tardó cuarenta y seis días, y le pareció que había tardado poco133.

De todas esas cartas se han perdido una gran cantidad. Y no es de extrañar, sino que por el contrario hay que admirarse de que algunas hayan llegado hasta nosotros. Oficiales o privadas, literarias o íntimas, estas cartas nos permiten «echar una ojeada» a la vida cotidiana de las comunidades, las dificultades y las crisis, las tiranteces y las defecciones. Las más modestas, como la carta de un tal Ireneo a su hijo para notificarle que un cargamento de trigo egipcio había llegado bien a Roma 134, o la carta de negocios de un cristiano de Egipto, donde un obispo parece servir de «contacto» entre algunos cristianos y un armador de Roma 135, nos sirven para contemplar la vida como «en bata de casa», sin maquillaje ni énfasis, con la conciencia aguda que tienen los hermanos de formar una sola y gran familia.

Adalbert G. Hamman
La vida cotidiana de los primeros cristianos
Edic. Palabra. Madrid 1986, págs. 29-45

........................

NOTAS

1 IRENEO, Adv. haer., IV, 30. 3. Sobre el mismo tema se puede ver lo que dicen los contemporáneos paganos: PLINIO, Hist. nat., 14, 2; EPICTETO, Dissert., III, 13, 9; ARÍSTIDES DE ESMIRNA, Eis Basileia, ed. Gebb, p. 66; TERTULIANO, De anima, 30. Inscripción de Halicarnaso, en A. CAUSSE, Essai sur le conflit du christianisme primitif et de la civilisation, París 1920, p. 28.

2 FILÓN, Legatio ad Caium, 2 (8).

3 EPICTETO, Diss., 111, 13, 9.

4 F. BRAUDEL, La Méditerranée á l'époque de Philippe II, p. 78.

5 Sobre las carreteras romanas, ver R. J. FORRES, Notes of the History of Ancient roads, Amsterdam 1934; V. CHAPOT, art. Via, en Dictionnaire des Antiquités, V, pp. 777-817.

6 CIL XI, 3281-3284. En el museo Termini, Roma.

7 L. FEBVRE, Annales d'hist. soc., 11 de enero de 1940, p. 70. Citado por F. Braudel.

8 W. M. RAMSAY, en el artículo que sigue siendo actual Roads and Travel, en Dictionary of the Bible, V, pp. 475-403.

9 PLINIO, Hist. nat., II, 450.

10 C. TORR., art. Navis, Dictionnaire des Antiquités, IV, p. 25.

11 Ct. LEFEBVRE DES NOETTES, De la marine antique á la marine moderne, París 1935, p. 67.

12 FILOSTRATO, Vita Apollonii, VII, 10 y 16.

13 D. DE SANT-DENIS, La vitesse des navi res anciens, en Revue archéologique, 18, 1941, p. 90.

14 H. DE SAUSSURE, De la marine antique á la marine moderne, en Revue archéologique, 10, 1937, p. 9.

15 Hech 27, 37. JOSEFO, Vita, 15.

16 Sobre esta cuestión, H. DE SAUSSURE, De la marine antique á la marine moderne, en Revue archéologique, 10, 1937, p. 95.

17 FILOSTRATO, Vita Apollonii, 7, 10.

18 PLINIO EL VIEJO, Hist. nat., 19, 3.

19 SULPICIO SEVERO, Diál., 1, 3, 1.

20 PLINIo, Hist. nat., XV, 74.

21 SULPICIO SEVERO, Diálogos, 1, 8.

22 En LEFEBVRE DES NOETTES, De la marine antique á la marine moderne, París 1935, p. 72.

23 PLINIO, Hist. nat., XIX, 3, cf. E. DE SAINT-DENIS, Revue archéologique, 18, 1941, p. 135.

24 ESTRABÓN, V, 42, 7-8. TAcITO, Anales, II, 85.

25 CH. LÉCRIVAIN, art. Viator, en Dict. des Antiquités, V. 817-820.

26 CT. LEFEBVRE DES NOETTES, L'attelage, le cheval de selle, París 1931, pp. 13, 84.

27 CICERÓN, Pro Milone, 10, 28; 20, 54. Ver E. SAGLIO, art. Rheda, en Dict. des antiquités, IV, p. 862.

28 CIG, III, 3920.

29 M. P. CHARLESWORTH, Op. Cit., p. 40.

30 Se les hacía llegar «a pie» hasta Roma. PLINIO, Hist. nat., X, 53.

31 CIL, X, 1634, 1759; III, 860, 1394,

32 FILOSTRATO, Vita Apoll., VIII, 15.

33 CIG, 1233; 5774. Ver, por ej., ESTRABÓN, Geografía, IV, 1, 5. FILOSTRATO, Vita Apoll., VIII, 15; QUINTILIANO, Declam., 333.

34 Cfr. W. M. RAMSEY, art. Roads and Travel, Dict. of the Bibel, V, p. 399.

35 Es el caso de un egipcio del siglo II, que visitaba las fuentes del Nilo, cuya carta se conserva en el Museo Británico. Greek Papyri in the British Museum, III, Londres, 1907, p. 206, n. 854.

36 Ep. VIII, 20.

37 Diario de Eteria. Texto y trad. francesa en «Sources Chrétiennes», n. 21.

38 Hist. ecl., IV, 22.

39 JosEFO, Guerra Judía, VII, 6, 6.

40 Hist. ecl., VI, 31, 2.

41 Epitafio.

42 Acta Justini, 4.

43 TERTULIANO, Contra Hermogenem.

44 De praescriptione, 30.

45 Para esta cuestión, ver T. KLEBERG, Hóteis, restaurants et cabarets dans l'Antiquité romaine, Upsala 1957.

46 Hechos, 28, 15.

47 PLUTARCO, Moralia, De vitioso pudore, 8.

48 Orat., 27.

49 Ibidem.

50 ARTEMIDORO DE EFESO, Onirocritique, 1, 4.

51 CIL, IV, 806, 807.

52 CIL, XII, 4377. Ver las reservas de T. KLEBERG, op. Cit., pp. 66 y 72.

53 T. KLEBERG, op. Cit., p. 66.

54 CIL, XI, 721.

55 ORELLI, Insc. lat., 4329.

56 CIL, XII, 5732.

57 PS. VIRGILIO, Copa.

58 CIL, XII, 5732.

59 CIL, IX, 2689.

60 PLUTARCO, De carnium esu, I, 5.NOTAS DE LAS PAGINAS 37-42

61 Dig., XXIII, 2, 43, 9.

62 APULEYO, Metam., I, 7, 8.

63 Dig., III, 2, 4; XXIII, 2, 43 pr. 99.

64 TERTULIANO, De fuga, 13, CIL, IV, 3948. T. KLEBERG, op. Cit., pp. 111-112.

65 Ver T. KLEBERG, op. Cit., 89-90.

66 Ps. VIRGILIO, Copa, 2; HORACIO, Ep., I, 14, 21; AusoNlo, Mosella, 124.

67 Rom 12, 13; 1 Tim 5, 10; Tit 1, 8; Hebr 6, 10; 13, 2; 1 Pdr 4, 9.

68 Ver entre otros, para nuestra época, HERMAS, Similitude, 9, 27; Prec. 8, 10. Ps. CLEMENTE, Hom., 9.

69 Visión de conjunto y bibliografía en G. STAEHLIN, art. Xenos, en ThWNT, V, pp. 16-24; 2, en nota.

70 Gen 18-19.

71 Gen 24, 15-28.

72 Job, 31, 32.

73 Josué, 2.

74 1 Clem., 10-12.

75 Por ej., Lc 10, 34; 11, 5, 14, 12.

76 Mt 25, 34 y 10, 40.

77 3 In 5-8.

78 1 Clem., 1, 1.

79 Hist. ecl., IV, 26, 2.

80 Apología, 15.

81 De peregrin. morte, 11-13; 16.

82 1 Tim 3, 2; 5, 10; Tit 1, 8. HERM., Sim., IX, 27, 2.

83 JUSTINO, Apología, 67. TERTULIANO, Apol., 39.

84 Por ejemplo el portador de la tercera carta de Juan.

85 Acta Archelai, 4.

86 Didaché, II, 1-13, 2.

87 Ver por ej., F. CUMONT, Les Religions orientales dans le paganisme romain, París 1929, pp. 96-101.

88 Didaché, 12, 5.

89 Textos en STRACK-BILLERBERCK, II, 183; IV, 565, 568.

90 Tésera enviada por el obispo, dice Tertuliano, De praescriptione, 20.

91 Una tésera que se conserva en el museo de Viena lleva los dos nombres de los huéspedes; otra, encontrada en Trasacco, en Italia, lleva los dos nombres unidos por la palabra hospes. Reproducción en Ch. LÉCRIVAIN, art. Hospitium, en Dict. des antiquités, III, 298.

92 Didaché, 12, 1.

93 Ibid., 12, 2.

94 CH. LÉCRIVAIN, loc. Cit., p. 298.

95 Odisea, 9, 18.

96 R. MONTAIGNE, La Civilisation du désert, París, p. 87.

97 Did., 12, 5.

98 Ibid., 11, 1.

99 Hebr. 13, 22.

100 TERTULIANO, De praescriptione, 20.

101 Ver H. LECLERQ, arts. Ostrakon y Papyrus, en DACL, XII, 70-112; 1370-1520 (bibli.); A. DEISSMANN, Licht von Osten, Tubinga 1923, pp. 116-213; J. SCHNEIDER, art. Brief, RAC, II, pp. 564-585 (bibliografía hasta 1954).

102 P. NAUTIN ha analizado estas cartas en Lettres et Ecrivains chrétiens, París 1961, pp. 13-32.

103 El autor conservaba el borrador de su carta. Cfr. Greek Papyri, III, Londres 1907, p. 904.

104 J SCHNEIDER, IOC. Cit., p. 570.

105 1 Clem., 47, 1.

106 GREGORIO NACIANCENO, Ep. 53.

107 Compuestas en latín, no son posteriores al siglo III. Publicadas por C. W. BARLOW, Epistolae Senecae ad Paulum et Pauli ad Senecam quae vocantur, Roma 1938, PLS, I, pp. 673-678.

108 Hist. ecl., I, 13. Ver E. Kirsten, RAC, 4, pp. 588-593.

109 P. VANUTELLI, Actorum Pilati textus synoptici, Roma 1938; son de la Edad Media.

110 J. SCHNEIDER, IOC. Cit., pp. 572-574.

111 Ibidem.

112 Traducción en L'Empire et la Croix, París 1957, pp. 29-71.

113 Hist. ecl., IV, 23, 11.

114 Ibid., II, 25, 6; III, 28, 1; 31, 4; V, 3, 4.

115 Ibid., V, 24.

116 !bid., IV, 23.

117 Ver la lista en A. HARNACK, Mission..., pp. 382-383.

118 Para Valentín, ver CLEMENTE DE ALEJANDRíA, Stromata, II, 8, 36; 20, 114; III, 7, 59.

119 Traducción francesa accesible en L'Empire et la Croix, París 1957.

120 Pasión de los mártires de Lyon, Hist. ecl., V, 2, 2. Cartas de Cipriano, en particular las nn. 6, 10, 13, 15.

121 Ver nuestro libro La Priére, t. II, pp. 96-104; 134-141; 268-269.

122 Traducción en L'Empire et la Croix, pp. 181-194. La Geste..., pp. 46-59.

123 Ver P. NAUTIN, Lettres et Ecrivains chrétiens..., pp. 33-39.

124 SUETONIO, De via Caesarum, Octav., 49.

125 Papiro de Fayum conservado en el museo de Berlín, Aegyptische Urkunden aus den kdniglichen Museen zu Berlin, 1896-1898, II, n. 423. Ver también A. DEISSMANN, Licht vom Osten, pp. 145-153.

126 PLINIO, Carta, II, 12, 6; IV, 17, 2; VIII, 32.

127 CIL, I, 29, 2.

128 IGNACIO, Rom., 10, 1.

129 Hist. ecl., V, 4, 2.

130 Carta, XII, 10, 12.

131 Ad Att., XIV, 9.

132 En L. FRIEDLAENDER-G. WISSOWA, op. Cit., I, Leipzig, 1922, p. 341.

133 Ad fam., XVI, 2 (383).

134 En A. DEISSMANN, Licht vom Osten, p. 178.

135 Publicado por GRENFELL y HUNT, The Amherst Papyri, 1, n. 3a. En A. DEISSMANN, ibid., pp. 172-177.