ASÍ VA LA ORACIÓN


Así va la oración, como un río que fluye a lo largo de la vida, por regiones diversas, trazando su cauce en toda clase de terrenos. A medida que transcurre, va bañando y modelando paisajes nuevos, desconocidos, contrastados.

Es el agua quien hace al río; él no la inventa ni consigue que brote de sí mismo; siempre le llega de otro lugar, de lo que no es él; es algo que se le está dando a cada instante. ¿Sabes siquiera por qué se pone a manar en un momento dado, en tal sitio? La fuente no es el río, aquélla hace que nazca y lo alimenta. Así de fuente en fuente, de arroyuelo en arroyo, de afluentes en río, sus aguas se acrecientan y corren...

Misterio de las fuentes del que no ves más que el efecto. Como el soplo del Espíritu del que no sabes de dónde viene y adónde va. Sin este agua que se te da, brotando para la vida eterna, tu vida no sería más que un terreno reseco, una tierra árida. No puedes «tirar» de la fuente para hacerla brotar o para acrecentar su caudal, sino que coges únicamente lo que se te da. Misterio de las fuentes de las que brota la vida abundante y frágil. Nunca eres dueño de las fuentes, pero puedes cantarlas y saciarte de su frescor y de su poesía.

Misterios de las largas gestaciones, semejantes a esos glaciares de los que nos llegan barrancos y torrentes. La nieve cae en las cimas lenta y tenaz y allí cuaja, endurecida, helada bajo la mordedura del invierno. De nevero en bloques de hielo, esa nieve ha viajado al compás de los siglos como torrente petrificado, monstruoso y tranquilo. Bajo la lámina de hielo, un agua azul, testigo de antiguas lluvias se ha filtrado. ¿Cuándo cayó, por qué caminos llega hasta ti ese agua que hoy te desaltera?

Misterios de las orillas encajonadas, demasiado angostas por donde el río ya no puede respirar y se proyecta jadeante hacia un combate que lo quiebra y lo lastima. De un borde a otro, rebota, recae, vuelve a fluir y se quiebra de nuevo reventando en espuma, en gotitas donde la misma luz se descompone y se irisa. Aspereza de las luchas por los caminos de la vida, tentaciones frente a las que se titubea, embriagado y desamparado. Heridas que sangran y que te cuestan la sangre de tu corazón. Tienes que seguir adelante, zarandeado por la furia de las aguas. Es Dios quien te quiebra.

Misterio de las noches en que el río se pierde por oscuras grietas en el vientre de la tierra. Noches en las que ya nada parece existir excepto la tiniebla y la humana angustia: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Sin embargo, el agua sigue estando ahí, invisible, insensible, caminando en lo secreto de la tierra. Anda, sigue tu camino, el agua que echas en falta no se ha perdido, se ha velado a tu mirada y arrebatado a tu sed por un momento; sigue andando y espera, pronto resurgirá para ti, en ese recodo del camino donde ya no la esperabas. Mira qué fresca y pura es, y cómo se entrega a tu alegría.

Misterio de las llanuras interminables. El río pasea la pereza de sus aguas, y sus meandros te llevan a cada momento, a dos pasos de donde habías salido. El tiempo se te hace largo, y te parece que no avanzas en ese mundo sin relieve y sin indicaciones. Prolongadas paciencias, lúgubres hastíos donde nada sucede y vas arrastrando tus pisadas. «Mi alma tiene sed del Dios vivo, ¿cuándo lo veré cara a cara?».

Misterio de las primaveras: las flores, los pájaros hacen cantar a los prados; la naturaleza sonríe a la savia que irrumpe, al sol que calienta. La vida resplandece y la alegría se alza en tu corazón, como la bruma en los amaneceres, cerca de las aguas tranquilas. Alegría suave, armonía secreta que te reconcilian con el mundo, con los hombres, contigo mismo y que murmura en tu oído el Nombre de tu Señor...

Misterio de los estuarios. El río se extiende, pero es para perderse mejor. No puede convertirse en océano a menos que acepte morir al río que era, y devuelva con alegría todas las aguas que ha recibido, gracias a las cuales ha podido existir. «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»... mi vida. Más allá de toda muerte.

Señor, tú conoces el secreto de los corazones.
Sabes lo que hay en el hombre:
Miseria, desamparo, pecado.
Mi miseria, mi desamparo, mi pecado.
Tú me buscaste cuando yo
ya había dejado de buscarte.
Tú esperabas cuando yo
desesperaba de mí mismo.
Tú me agarraste cuando yo te esquivaba.
Tú no me abandonaste al poder de la muerte.
Tú me has saciado de ternura
y colmado de tus dones.
Esta es nuestra común historia
la tuya y la mía,
la mía y la tuya.
La historia de tus misericordias.
Aquí está, para tu única gloria.
Aquí está, para ti también, hermano mío.
"¡Si conocieras el don de Dios!..."

París, 8 de diciembre de 1980
En la fiesta de la Inmaculada Concepción.