IV. SAL DE TI MISMO


Ya he explorado contigo «el camino de mi corazón» detenidamente. Lo hemos indagado hasta lo más hondo, hasta ese lugar donde se revela la presencia de ese Otro que es el Señor.

¿Ahora hay que dar marcha atrás, desandar lo andado y coger otro camino? El camino de mi corazón, ¿terminará siendo un callejón sin salida, una pista de pruebas que no lleva a ninguna parte? Tras este largo camino para entrar en uno mismo. ¿Por qué hay que «salir de sí»? ¿No es contradictorio?

No, sólo es una contradicción aparente. En realidad no existe. Y si efectivamente hay paradoja, es la del Evangelio, la de las bienaventuranzas, la de la cruz, que no se resuelven más que viviéndolas.

Más que otro camino, va a ser otro paisaje el que te invito ahora a explorar. A veces será austero, pero de modo parecido al paisaje despojado que rodea al montañés y que se va agrandando a medida que asciende. Ya han aparecido ante nosotros algunos aspectos por aquí y por allá, en los recodos del camino. ¿Quieres que lo miremos más de cerca?
 

1. Como niños pequeños.

La imagen de ese niño, nos conmueve y nos encanta: llamando a un niño pequeño, Jesús lo colocó en medio de sus discípulos y dijo: «En verdad os digo, si no cambiáis y os volvéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt. 18, 2). La infancia es para nosotros sinónimo de inocencia y de pureza, es portadora de la promesa que desprenden las flores, desarma y ablanda a las personas mayores. A uno le gusta verse convertido en niño pequeño, liberado de su carga de miserias y maldades, como nuevo de algún modo: retorno a la inocencia...

Pero esta imagen de niño es de origen reciente. ¿Sabes lo que el niño evocaba en tiempos de Jesús? Nada de todas esas escenas poéticas; el niño en aquel entonces no tenía ningún valor en la sociedad. Era un ser sin importancia, símbolo de fragilidad, de pobreza, de impotencia; incapaz de hablar, obligado a recibirlo todo de otro, de los demás. En fin, el niño en su insignificancia, antes de que se apoderase de él la poesía. Ese es el niño que Jesús pone de ejemplo a sus discípulos.

El hombre, el adulto, ha adquirido importancia, social y profesionalmente tiene peso; ha conquistado saber y poder. En adelante se cuenta con él, y frecuentemente los demás dependen parcialmente de él. Y es eso lo que impide que se pueda entrar en el Reino de los Cielos. Es precisamente lo que hay que perder para convertirse en el niño insignificante que Jesús tenía ante sus ojos. Pues sucede que las personas mayores se toman en serio ¡hasta delante del mismo Dios! e interpretan ante El su «personaje».

Sé lo que me digo. Yo mismo era así, esa tentación es bastante sutil, y ahora es cuando me doy cuenta después de haberme dejado coger en la trampa durante mucho tiempo. Pero, ¿hubiera podido sobrellevar esa verdad sobre mí mismo en aquel entonces? Una vez más, constato que Dios no revela al hombre los ocultos recovecos de su corazón mientras no sea capaz de sacar provecho de ellos, mientras no esté en condiciones de aceptarse así: egoísta, orgulloso, presuntuoso; y de acogerse sin dramas ni desalientos.

Al entrar en oración, se me introdujo por este camino pasito a pasito, y es un camino largo. Nunca se alcanza el final. Uno no empieza eligiendo vivir el espíritu de infancia, o al menos, aunque lo elija, no por eso adelanta más, pues la cosa viene de otra parte, viene del ejercicio mismo de la oración de igual modo que la marea sube inexorablemente y arrasa los castillos de arena mejor apuntalados nivelando el terreno y convirtiéndolo todo, con unas cuantas embestidas, en esa anodina extensión de playa en donde desaparecen los relieves y elevaciones que tu mano había fabricado.

Para ello, basta con entrar en oración de verdad. Frente a Dios, pronto te das cuenta de que no tienes peso, de que te deshinchas como un globo, y ya sabes que el globo debe su volumen únicamente al aire que lo llena. Así, poco a poco, vas tomando ante Dios, tus proporciones reales. El viento, el vacío, las vanidades que te enorgullecían, te dejan libre, te deshinchan a medida que se alejan de ti. Pero tienes que estar ante Dios en verdad; es decir, dispuesto a acoger la verdad respecto a ti, que no querías, que no podías ver.

¡Sin embargo, cuántas veces habré hablado del espíritu de infancia! ¡Cuántas veces habré comentado lo del Reino de Dios reservado a los niños pequeños! ¿Cómo es posible decir ciertas cosas, y quedarse a la vez tan al margen? Sin tan siquiera darse uno cuenta.

Me ayudaba mucho el don de Dios que se volvía en mí, deseo de oración, pero me encontraba vacío de palabras, afónico de algún modo, no porque se me hubiera extinguido la voz, sino, por incapacidad de corazón y de espíritu. Las palabras —ya he hablado un poco sobre ellas— son tan pobres e ineptas, te traicionan tan aprisa, de un modo tan completo... Y de pronto huyen de ti y dejan de acudir en tu ayuda. En la oración me convertía en el «niño», en el que no sabe hablar, en el que ya no sabe qué decir. Mientras que, en las cosas de la vida, en las relaciones normales, mis sesos funcionaban, ahí parecían averiados, como fuera de banda.

De hecho, el niño es el que no sabe hablar, el que nunca ha sabido, el que sólo empieza a coger al vuelo algunas palabras, sin poder utilizarlas todavía. Nunca había conseguido «hablar» como habría que hacerlo cuando uno se dirige a Dios; mis sesos averiados ya no me servían, más bien me molestaban, pues se empeñaban en querer hacer frases que sonaban huecas en este idioma nuevo y desconocido. ¡Hacerlos callar! ¡Quedarse mudo como un niño! ¡No aceptar más que aquellas palabras que vienen de otro lugar, de Otro, de este idioma que todavía era extranjero para mí! Eso se aprende día a día, pues la verdadera oración no se presta al juego de palabras del hombre, a la musiquilla de las frases hábiles. Se construye con ese silencio, atento aún más allá de ti mismo, a esa presencia que se revela al término del camino de tu corazón.

El niño es enteramente dependencia. Todo lo recibe de otro, hasta su supervivencia. El mito del niño lobo es probablemente legendario: ¿Qué niño sobreviviría sin una asistencia humana, sin una madre o alguien que hiciese las veces de madre? En el momento de nacer, el hijo del hombre es sin duda alguna, el ser más desvalido, más desnudo frente a la vida. La oración devuelve a la indigencia del nacimiento, despoja hasta ese extremo de pobreza, desarma y desnuda hasta la raíz del corazón. Con una suavidad tenaz, con una larga paciencia.

El hombre, por su parte, se ve tentado a cortar por lo sano, para no prolongar el dolor, según dice. La oración no echa mano de la operación quirúrgica, porque es obra de Dios que conduce al hombre «con lazos de amor» (Os. 11, 4). La brutalidad, como sucede casi siempre, alejaría del objetivo deseado. Dios sabe lo que cuesta verse así despojado, entonces te deja tiempo para que te vayas haciendo a la idea y te acostumbres. El espera paciente, para llamarte al siguiente paso, espera a que tu sí, haya consolidado el que acabas de dar. Lentamente caminarás hacia esa infancia recobrada o, mejor dicho hacia tu nacimiento. Te darás cuenta de que Nicodemo tenía una parte de razón, y que es una obra mucho más grande y misteriosa esa de volver a entrar en el seno materno (Jn. 3, 4).

Tu incapacidad, tu dependencia se iluminarán para ti con la sonrisa del amor de Dios. Tu indigencia ya no hablará de la vergüenza que sintieron Adán y Eva, sino, de esa alegría de forzar a Dios, si se puede hablar así, a mostrarse solícito, y a darte un amor maternal. En tu oración y en tu vida, dependerás de El, lo esperarás todo de El, lo recibirás todo de El. Así nace el amor de un niño por su padre, con la dicha de saber que será colmado. Colmado en la indigencia, en verte despojado de ti mismo, lo cual abre un espacio donde el niño hallado puede juguetear en paz y serenidad, donde el paraíso perdido se abre de nuevo a la presencia amiga: Dios conversa con el hombre a la brisa de la tarde, el Padre con su hijo que ya no hace intentos para esconderse. Majestad de la infancia que ya se traslucía en los rasgos del niño en brazos de María, riqueza de su pobreza que ahora te es dado conocer y aprender. Dichoso el niño que la oración habrá hecho nacer en ti.


2.
Una pizca de humildad.

Yo creía poseer cierta humildad. A veces tenía reacciones de modestia que bastaban para darme gato por liebre. Era capaz de desviar los cumplidos más llamativos, o de protestar por circunstancias algo atenuantes, haciéndome el remolón. Cierta máscara de humildad en efecto, embellece al personaje y le confiere una emanación que lo favorece.

Porque esta modestia para uso externo —me di cuenta mucho más tarde— se duplicaba en una secreta complacencia de las que se llevan por dentro. Prueba de ello es el despecho no confesado pero real, cuando los cumplidos (merecidos del todo pensaba yo, claro) tardaban en llegar. Te descubres entonces con una increíble capacidad para sacar el tema a colación y presentar la cosa de tal manera que quien no te felicite, quede como un ignorante o un grosero. Y luego, cuando llega el cumplido en cuestión, te apresuras a desviarlo, para dar testimonio de tu ejemplar modestia.

Recuerdo que un día, un hombre me bosquejó su carrera, las etapas que le hicieron acceder al puesto que estaba ocupando. Habíamos llegado a un tono confidencial y me contó su vida. Me quedé pasmado; mostraba tal admiración de sí mismo, tanta complacencia y satisfacción propia, tanto placer en ponderar sus habilidades, sus maniobras, es decir sus astucias, que me dejó estupefacto. Nunca hubiera creído que fuese posible hacer semejante ostentación de vanidad; resultaba grotesca. Me invadía una pizquita de desprecio, casi de asco, yo que me creía a salvo de esas fanfarronadas.

Me viene a la memoria la parábola del profeta Natán al rey David después de su culpa (II Samuel 12, 1-7), el furor del rey que reclama justicia inmediata y la conclusión del profeta: «¡Tú eres ese hombre!». Sí, lo mismo me ocurrió, me ocurre y me ocurrirá aún durante mucho tiempo, hasta tal punto es cierto que «el amor propio morirá media hora más tarde que nosotros», como dijo San Francisco de Sales.

Es tan fácil vanagloriarse de la propia humildad y dejarse llevar al mismo tiempo por todo viento halagador... orgullo, vanidad, amor propio son buena leña para fuego; todo les vale, todo les sirve de pretexto, todo les es ocasión propicia, todo les alimenta. Y tú eres (probablemente) el único en no darte cuenta. Pues en este terreno, la lucidez escasea y es difícil, la trampa se cierra incluso por encima de tu buena voluntad, de tu deseo de caminar por vías de humildad, de los esfuerzos que haces por olvidarte de ti mismo. Quién reconocerá el orgullo de ir a ocupar el último lugar, la inconsciencia de ciertas vanidades, el secreto goce de que se fijen en uno mientras baja la mirada modestamente. «Sé lo que valgo y creo lo que me dicen al respecto», decía ya Corneille. ¿Es sólo una actitud, un esfuerzo, o incluso una palabra, un gesto que no da pie para más? Círculo vicioso que te ciñe y que es muy difícil de romper.

Un día fui consciente del orgullo que se ocultaba detrás de mi oración recobrada; yo, al menos, rezaba y Dios tenía mucha suerte de encontrar a un hombre como yo ¡que le hacía la merced de ocuparse de El! Mientras que los demás... El fariseo que llevaba dentro, se había apoderado desde hacía tiempo del gesto y de la humilde protesta del publicano para asentar su suficiencia.

Si las cosas están así, ¿a qué santo encomendarse? ¿Hay esperanzas de salir del atolladero?

A decir verdad, no lo creo. Y seguramente más vale así. Imagínate por un momento que realmente hayas conseguido ser humilde, y que te des cuenta de ello: al momento tendrías que empezar de nuevo desde cero. No, nunca serás humilde, que te baste ser consciente de tu orgullo, que ya será mucho.

Así es como la oración desmonta tu suficiencia, piedra por piedra y sin que puedas esperar, no obstante, llegar a término. La oración actúa como un revelador, lenta, gradualmente. Primero aparecen las sombras más oscuras: se dibujan confusamente como una sombra ligera apenas visible, luego se refuerzan a medida que el revelador actúa, hasta adquirir toda su intensidad. Poco a poco se desvelan otras sombras cada vez más densas, de diferentes tonalidades. Finalmente aparece el conjunto compuesto de sombras y de luces. La imagen está revelada en su cruda verdad: el revelador no se inventa nada, no improvisa, no cede a ningún antojo; desvela lo que hay sin adorno ni disfraz. No se anda con miramientos hacia tu susceptibilidad, pues el retrato rara vez es halagador. Pero vale más que la imagen latente donde el orgullo se alimenta de las brumas de lo incógnito.

¿Cómo permanecer ante Dios en verdad, sin que su luz denuncie las sombras donde el amor propio y la vanidad han construido su guarida?

Busca y verás: las encontrarás por todas partes y nunca acabarás de quitártelas de encima. Que tienes una bonita voz: pues te vanaglorias y la ejercitas con el fin de que no pase desapercibida para nadie. Que por el contrario, tienes la voz cascada: te precias igual, y como el zorro de la fábula, dices a todo el que te escucha que es mucho mejor así y que las uvas encaramadas muy a lo alto, están sencillamente «demasiado verdes y buenas para los patanes». Que tienes alguna dote de inteligencia o habilidad: ahí tienes público y te esforzarás por que te admire. Que tu personaje social despista y te sirve de armazón: pues a darte importancia —«modestamente» como siempre— y a terminar tomándote por tu personaje. Un personaje que por otra parte, otros envidian y cuyos halagos duran el tiempo que dura tu esplendor. Al minuto ya no queda nada de ti, eres olvidado, mancillado, chufleteado. Pero mientras dura la cosa...

Cuántas altiveces humanas que suenan falso, que cabalgan por el viento, que se engalanan con los colores irisados y cambiantes de las pompas de jabón.

¡Si al menos se conformaran con ser moneda de intercambio entre los hombres, una especie de fiesta de locos donde el malo juega a ser rey! ¡Pero la pompa de jabón se jacta ante Dios! Y se felicita si hace falta. ¡Y cree que ya está! Y afortunado de ti si no esperas que el mismo Dios te de las gracias.

Pero Dios no es como un cortesano que te aplasta después de haberte adulado. Desde luego su luz pone de manifiesto a pleno día la cloaca de tus vanidades, pero El no desprecia al ciego que por fin abre los ojos a sus miserables vanidades, a su oculto orgullo, a ese amor propio que lleva pegado a la piel. Le basta con que el ciego vea y no intente más desviar la mirada, negar sus pobres vanaglorias. Le basta con que el orgulloso reconozca su orgullo, el vanidoso su vanidad, el presuntuoso su presunción. Semejante verdad es ya bastante penosa de admitir. ¿Para qué forzarla más?

Esa es la humildad que construye en ti el encuentro cotidiano de la oración; no hace que dejes de ser orgulloso, no hace que seas humilde, te convence suavemente de que, en efecto eres orgulloso, vanidoso y todo lo demás, abre tu corazón a que lo reconozcas, a que aceptes no ser humilde, a reirte a veces de las artimañas de tu vanidad. Y sobre todo, hace que no te quedes contrariado ni desalentado, sino, sereno y confiante.

Y te pondrás a pedir al Señor que esta luz te sea dada cada día, que irradie los recovecos más oscuros de ti mismo. No hay nada que el orgullo tema más como la luz que lo señala con el dedo.

Y si lo quiere, y cuando lo quiera, Dios te dará una pizquita de humildad que crecerá en tu corazón como el grano de mostaza.
 

3. El pecador que estoy hecho.

Un pecador normal y corriente. Como tantos otros. Un pecador sin originalidad ni imaginación, que comete pecados tontos y que una y otra vez vuelve a cometer los mismos. Que ha resuelto mil veces «con ayuda de vuestra divina gracia, nunca más pecar...». Un pecador que siempre retorna a sus debilidades pasadas, como el agua que chorrea corre siempre por los surcos más inclinados y los va ahondando cada vez más. Y cuando el lecho del torrente se ha formado ¡a ver quien puede hacerlo cambiar de dirección!

A nivel del hombre, esta situación de pecador se hace poco a poco desesperada. La costumbre engendra cierto partidismo, el cansancio del esfuerzo y el despecho amenazan con arrastrar a la recaída: uno más o menos, ¿qué importa, dada la situación en la que estoy? Ese razonamiento, que es abandono al mal, provoca una progresiva ceguera, una especie de embotamiento de la conciencia que ya sólo consigue reaccionar con remolonería y se consuela sin gran esfuerzo repitiéndose que, después de todo «no somos santos». El examen de conciencia, ese refugio de lucidez, se enrarece, la persona lo teme y huye de él.

Así estaba yo más o menos. Con algunas reanudaciones momentáneas, seguidas de otros abandonos. Por otra parte, no hace falta que los pecados sean graves. Una niña que volvía a confesarse poco tiempo después de haber recibido la absolución, respondía ante el asombro del cura: «No es que sean graves, ¡pero son demasiados! ». Maravillosa sabiduría. En mí también eran demasiados, pero cada vez me preocupaban menos. Normalmente iniciaba el retiro con una confesión que ponía las cosas en orden... durante algún tiempo. Luego las cosas se iban yendo, como por sí solas, por la pendiente más inclinada, suavemente, sin dramas ni estrépitos; lo que se suele llamar con satisfacción una «honesta mediocridad» y que es más bien una «suave indiferencia». Se acaba cuidando únicamente la fachada, que aún puede llevar a engaño, pero que sólo oculta ruinas. «No es que sean graves, pero son demasiados». Las ruinas también eran demasiadas.

«¡Tú no me abandonaste al poder de la muerte!» ¿Por qué esta palabra y no otra, me trastornó, como ya he dicho, hasta el fondo del corazón? ¿Qué experiencia íntima expresaba?

De repente, en esta prolongada oración árida y desolada, estallaba en mi corazón la evidencia de la salvación: Dios me revelaba que su amor me salvaba, me había salvado. No se trataba de la salvación en general, ni de una teoría teológica de la salvación, ni de las respuestas que se dan al problema de la salvación. No, lo que ocurría es que yo, en la situación exacta en que me descubría, estaba recibiendo el don de una salvación concreta, adaptada, hecha a la medida para mí. De pronto, sabía que era cierto que estaba salvado verdaderamente. Y una oleada de gratitud me había subido al corazón con el sollozo que me sacudió. Y la paz, esa paz que está más allá de todo lo que se pueda imaginar, me había invadido y ya no me abandonaba. «Alegría, alegría, lágrimas de alegría», hubiese dicho Pascal. Yo no lo dije, pero en aquel momento viví lo que eso significa.

«La salvación ha llegado hoy a esta casa» (Lc. 19,9), decía Jesús a la intención de Zaqueo, el publicano, ladrón y deshonesto, que acababa de verse pecador en el momento en que recibía a Jesús y la salvación a la vez. Ser salvado te hace ser consciente de que estabas perdido, pero esa súbita revelación no engendra la menor desesperación: tú no sabes que estabas perdido hasta el momento en que sabes que estás salvado. Maravillosa delicadeza del Señor.

Santa Teresa de Ávila cuenta en su Vida, la visión tan clara que tuvo un día respecto del lugar que le estaba destinado en el infierno, o más bien del lugar que hubiera debido ser el suyo: vio de la que se había librado. Ella se expresa según los clichés y las costumbres de su época, pero creo que salvando las distancias, la experiencia de ser salvo que es inseparable de la experiencia de sentirse perdido, es del mismo estilo: el amor de Dios se ha interpuesto y te muestra adónde llevaba tu camino. Revelación poderosa que hace cantar a tu corazón con una inmensa gratitud y te introduce en el camino de la conversión y de la vida.

Esta primera experiencia de perdición y de salvación fue para mí únicamente global; no veía el detalle de los pecados que salpicaban mi vida, sino, el pecado manos a la obra solamente. En la luz del Amor que me daba la salvación, vi mi pecado como lo que era verdaderamente: poder de muerte —la muerte espiritual, una muerte suave y lenta, que no se nota— operando en mí, casi sin yo saberlo. Estaba muerto y volvía a la vida, estaba perdido y era hallado, salvado (Lc. 15,32).

No por eso sentía el menor deseo de apesadumbrarme por mi pecado. Mi corazón estaba enteramente en la acción de gracias, era lo único que me importaba. No tenía ninguna gana de dirigir hacia mí, escrutando el detalle de mis pecados, la mirada que una gratitud maravillosa había concentrado en Dios, El que no me había «abandonado al poder de la muerte».

Yo quería caminar según el corazón de Dios, claro. Me había seducido la delicadeza de su amor y la impresión profunda que había dejado en mí la experiencia de sentirme salvado. No quería dejarlo ni siquiera para ocuparme de la manera en que tendría que luchar contra el pecado y la tentación.

Así, durante algún tiempo cohabitaron en mí la tensión hacia Dios que colmaba mi corazón, y la permanencia de mi debilidad y de mi pobreza. Seguía siendo pecador, casi como antes, pero me contentaba con echar hacia adelante, sin preocuparme por las miserias que todavía arrastraba. A decir verdad, la lucha frontal contra la tentación me había parecido tantas veces ineficaz que me vi. sin muchas ganas de detenerme en ella. Me sentía llevado, gracias a toda la experiencia vivida, a esperar de Dios una liberación de la que yo me sentía completamente incapaz.

En una palabra, esperaba que la oración —que ya me había permitido recobrar el gusto y la necesidad profunda de rezar— continuase en mí esta obra de lenta purificación. La presencia y el amor de Dios que me habían sido dados, me parecían armas mucho más eficaces que la lucha a puños tantas veces intentada: las manos te resbalan y apenas retienen nada, y te agotas en vano. La seducción de Dios tenía otros efectos, más profundos y más seguros.

Sin embargo, es imposible vivir durante largos años en la despreocupación y la facilidad y que luego no se te pegue algo. Las costumbres dejan en ti huellas profundas que no se borran de repente. Durante mucho tiempo, a pesar tuyo, desvían tu camino y te conducen adonde no quisieras ir. Sin darte cuenta, a lo largo de los días, se acentúa la propensión de tu corazón, hay cierto apego al pecado: al pecado de debilidad, contra el que te haría falta un valor que ya no tienes; al pecado de omisión, es tan fácil ser distraído, olvidadizo, o pasarse al otro lado del camino, al pecado de miseria, ¿por qué negarte tantas alegrías pasajeras que no hacen daño a nadie?...

Se necesita tiempo para enderezar la propensión de tu corazón, para que se incline por sí solo, como llevado por su propio peso, con gozoso celo, hacia lo que tú desees en adelante, ya que el amor de Dios ha penetrado en ti. Lucha sosegada y lenta, tenaz y esforzada, que combate el pecado sin atacarlo de frente, dando el rodeo de amar más y de amar mejor. Al fin y al cabo, si realmente amas, podrás hacer todo lo que quieras, pues la oración te habrá enseñado a no querer otra cosa más que amar.

Dirige la mirada de tu corazón hacia el Señor, puesto que es El quien te libera del mal, y la oración será para ti un manantial inagotable de purificación y de fidelidad, un manantial que brota para la vida eterna.
 

4. Entra en alabanza.

«Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños» (Mt. 11,25.

Desde el inicio de mi nuevo descubrimiento de la oración, este grito de alabanza de Jesús a su Padre, se impuso a mí rápidamente, con fuerza. Estas palabras venían a mi mente sin cesar, y permanecían en mí como la mejor expresión de lo que había vivido. Ese grito de Jesús, lo hice mío: lo repetía a menudo y deseaba proyectarme en esa alabanza fascinada del Hijo a su Padre. Una dicha íntima se despertaba como haciendo eco, y me empujaba a repetirla una y otra vez. «¡Yo te bendigo, Padre!...»

Entonces me parecía habitar en la oración misma de Jesús, hacer su corazón del mío y sus labios de mis labios. En él yo era hijo y no me cansaba de entrar en su alabanza: «¡Yo te bendigo, Padre!...»

¡Cuántas veces esas sencillas palabras sirvieron de soporte a mi oración! Bastaban para llenar el tiempo que le consagraba, no necesitaba nada más, encontraba en ellas un alimento abundante y sobre todo ese contacto con Dios, con el Padre, que poco a poco formaba y modelaba mi ser espiritual. En mí se creaban nuevas relaciones hechas de admiración, de amor, de gratitud, de adoración. El simple pensamiento de recobrar la alegría de esa presencia del Padre y de repetir con Jesús, su alabanza, sostenía mi deseo de orar y me hacía esperar ese momento con impaciencia. Gozoso aprendizaje, todo sencillez, en que te ves colmado casi sin hacer nada, en todo caso sin ningún mérito, porque todo se te va dando, hasta el deseo que te lleva a ser cada vez más hijo amado del Padre, para alabanza de su amor. Entonces la alabanza brota de tus labios por sí sola, habita en tu corazón y es suficiente para llenarlo al igual que el corazón de la esposa del Cantar de los Cantares, está lleno de admiración por el que ama.

La alabanza es la oración del amor. Ignora la mirada replegada en uno mismo por la que tantos impulsos espirituales acaban desecándose. Te despoja de ti mismo y te quita hasta el gusto de pensar en ti y perder el tiempo escrutando tus cosillas.

Dios sólo es Dios. Lo que para un «espíritu cartesiano» no sería más que una perogrullada, para aquél cuya alabanza modeló el corazón, es una maravilla, una alegría intensa. Nunca acabas de admirarlo y cada momento te ofrece un nuevo descubrimiento que te arrastra y te eleva. No temo repetirlo junto con Didier Decoin (En su libro «Il fait Dieu») y tantos como lo han vivido en secreto: me estaba enamorando de Dios. Con ese amor penetrante de infinito respeto, y un sentimiento de adoración por el que te alegra desaparecer pues realmente ya nada tiene importancia. No necesitas pedir para recibir y recibes lo que ni siquiera te atreverías a pedir, hasta tal punto la medida del corazón de Dios, está más allá de la medida de tu corazón.

Todo hace brotar en ti la alabanza, pues tu vida misma se convierte en espacio para las ternuras de Dios, para sus numerosas delicadezas que no esperan a que las desees ni a que las invoques. ¿Cómo podrían venirte palabras para otra cosa? ¿Qué proyectos, qué esperanzas formularías que no estuviesen ya colmados? A cada instante Dios te precede y su amor se anticipa, llamando a la alabanza que espontáneamente surge de tus labios. «¡Yo te bendigo Padre!».

Alabar es suficiente para llenar el tiempo de la oración, como para llenar tu corazón, a pesar de la pobreza de las palabras. ¿Qué han conservado para nosotros los Evangelios sobre la alabanza de Jesús? Algunas palabras cuya riqueza alimenta por un momento, pero que se agota en tus labios, pues no son más que una estrellita en las infinitas constelaciones de la alabanza por la que el Hijo hablaba de la Belleza de su Padre y de su Amor y de su Bondad y de su Grandeza y de tantas cosas más en que las palabras no bastan para hablar de Dios en verdad. Pero esa estrellita hace nacer en ti, una sed ardiente, inextinguible de alabar a Dios. De alabarlo más allá de tus palabras, más allá de todas las palabras. Una sed de alabar a Dios con palabras inagotables, infinitamente más expresivas que todas las palabras humanas, con las palabras de Dios mismo.

Un día en que estábamos algunos fraternalmente reunidos en oración, y que esta sed de alabanza animaba mi oración, me sorprendí diciendo en lo hondo de mí mismo: «¡Habría que inventar otras palabras para alabarte, Señor!»; hasta tal punto estaba convencido de la inmensa pobreza de mi alabanza, y de que Dios se merecía infinitamente más y mejor. Apenas pronunciada esta frase que nadie había podido oír, veo que a mi lado, se eleva en voz alta, inesperada, impresionante, por boca de un hermano, un prolongado hechizo de alabanza: una palabra ardiente que sobrepasaba las palabras, las hacía estallar escapando del lenguaje de los hombres, para decir de otro modo algo distinto. Asombrosa respuesta a mi oración no expresada, en donde Dios mismo parecía hacerme señas, escuchando mi insensata petición. «El Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables», nos dice San Pablo (Rm. 8, 26). Don de alabanza por el que el hombre sólo tiene que ofrecer sus labios y su voz a las iniciativas del Espíritu Santo que se apodera de él y le hace decir lo que la palabra humana no puede, lo que ni siquiera está en el corazón del hombre (I Co. 2, 9). Lo llaman impropiamente «Don de lenguas» y mucha gente «razonable» se queda, a veces con razón, asombrada y circunspecta. Ciertamente, se puede «hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles» y no ser «si nos falta el amor más que bronce que resuena y címbalo que retiñe» (I Co. 13, 1). Pero no por eso, la primacía absoluta del amor tiene ligados los dones del Espíritu que «sopla donde quiere» (Jn. 3, 8) y distribuye sus dones como le parece. «El que habla en lenguas no habla a los hombres, sino a Dios. Nadie lo comprende, su espíritu enuncia cosas misteriosas» (I Co. 14, 2). Pero el Espíritu de Dios en nosotros es libre de reunirse con el Espíritu de Dios en el que habla de ese modo y enuncia cosas misteriosas, para alabanza de la gloria del Padre. Las posibles quimeras que se den en este ámbito tampoco apagan al Espíritu ni esterilizan su liberalidad y su poder.

¿Por qué no iba a tomarte a ti también el Espíritu, para elevar tu corazón y tus labios a una alabanza que no podrías alcanzar por tus propias fuerzas? San Pablo lo confiesa en lo que a él se refiere: «Gracias a Dios, hablo en lenguas más que todos vosotros» (I Co. 14, 18). Dios quiera según su parecer abrir tu corazón y tus labios, y muchos otros corazones y muchos otros labios a esta alabanza indecible que es el don del Espíritu, pero tú no puedes decidirlo ni provocarlo nunca. Ese don gratuito va y viene según la libertad del Espíritu (2).

(2) A decir verdad, no es indispensable para la oración. Ni siquiera los grandes santos parece que lo hayan recibido: Teresa de Avila y Juan de la Cruz no aluden a él. Frecuente en los primeros tiempos de la Iglesia, ese don, ese carisma fue desapareciendo, poco a poco, en parte a causa de su carácter desconcertante e irracional. Por otro lado, su ocaso acompañaba al eclipse progresivo del Espíritu mismo en la conciencia cristiana, al menos en Occidente. Hoy se manifiesta de nuevo, especialmente en el ámbito de la Renovación Carismática: pero no le pertenece en exclusiva. Tampoco es un criterio de autenticidad de la oración. Mejor para ti si se te da, pero nunca será más que un inexigible acrecentamiento.

Lo importante es la alabanza, cualquiera que sea la forma en que se manifieste, espontánea o recibida, expresada o inexpresable.

Siguiendo el impulso del Espíritu, intentaba acoger la oración que se me daba. Tuve así largos períodos en que la mayor parte de mi oración era alabanza, otros en que esta alabanza iniciaba la oración y me ayudaba a entrar en ella, otros en que tenía menos relevancia. En efecto, cualesquiera que sean su riqueza, su eficacia espiritual, la renuncia de sí mismo que opere, la alabanza no agota las diferentes formas de oración. Las demás posibilidades son igualmente buenas y fructíferas, pero de vez en cuando —y el Espíritu se ocupa de llevarme a ello— siento el deseo y la necesidad de volver a la pura alabanza, reponiendo así mis fuerzas, recobrando de forma más total y verdadera, esa orientación de todo el ser hacia Dios, que te saca de ti mismo y te arraiga en él. Cura bienhechora que pone tantas cosas en su sitio y reaviva en ti la sed de lo esencial.


5. Gracias una y
mil veces.

Mirar el trecho recorrido. No por vana complacencia, ni por mirarse a sí mismo, sino para ser realmente consciente de la gracia que se te ha dado.

Al que me hubiera vaticinado lo que me iba a suceder en mi vida, le habría contestado con una sonrisita incrédula, es decir con una negación radical. Probablemente se habría apoderado de mí el miedo, lo desconocido de un camino nuevo crea aprensión, incita al rechazo.

Y precisamente aquello que ya no esperaba, que ni siquiera deseaba ya, tomó cuerpo en mi vida por la gracia de Otro. Yo no ignoraba que Dios da constantemente; en lo más hondo del vacío, no me faltaron sus dones. Pero, ¿qué eran entonces comparados con lo que más tarde habría de recibir?

Suben a mi corazón las palabras de júbilo, y este canto interior que alimenta una alegría pura: «¡Tú no me abandonaste al poder de la muerte!». Estas palabras que resumen toda mi experiencia y que me habían conmocionado, cantaban en mí. Tú me has devuelto la vida, y la vida actúa cada día en aquello que era mi muerte, mi muerte insospechada. «¡Estaba muerto y ha vuelto a la vidal...» Alegría del Padre por el hijo que vuelve. Alegría del pródigo por el Padre recuperado. Alegría que estalla en infinito agradecimiento, himno de gratitud que nunca termina, pues los dones de Dios son inextinguibles, jamás agotarás su riqueza y Dios no se cansa de colmarte más y más.

Tendría que reanudar todo el proceso día a día, volver a leerlo todo como el novio lee una y otra vez la carta de su amada para alimentar su propio amor y su gratitud. Cada palabra es para él todo un discurso, un pedazo de vida, y lo recibe como un regalo que se va embelleciendo. Las palabras son para él como una letanía que habla de la amada detallando su belleza, su espíritu, su amor. Los recuerdos afluyen y resucitan sumergiendo toda la experiencia vivida en una luz dichosa, el corazón se llena y desborda de alegría, las preocupaciones desaparecen, las dificultades se esfuman, la vida prorrumpe como los brotes repletos de savia en las primaveras abundantes. ¿Cómo es posible que me haya acaecido semejante alegría? ¿Qué habré hecho yo para merecerla? De sobra sé que Dios no mide sus dones de acuerdo con nuestros méritos; mis manos están vacías y sólo se llenan de lo que voy recibiendo. Todo es don, «todo es gracia».

«Todo es gracia». Esta frase de Teresa de Lisieux de la que se hace eco el cura de Torcy en el «Diario de un cura rural», de Bernanos, de pronto cobró un sentido nuevo; hasta entonces había sido para mí, como tantas otras palabras esenciales, algo que solía repetir, una frase hecha, algo así como una expresión consagrada a la que uno se refiere lisa y llanamente, sin profundizar. Sólo en mi cabeza tenía sentido. Sin embargo, bajo el influjo de la experiencia, se iba convirtiendo en una palabra repleta, desbordante de vida, de múltiples resonancias, de indefinidas evocaciones; podría recitar las letanías sin fin de los dones de Dios.

«Todo es gracia». Donde antes no veía más que acontecimiento común, sin interés y sin valor, se revelaba ahora a la mirada de mi fe, a ese sentido interior que da la oración, la atención amorosa del corazón de Dios. Un amor que actúa constantemente, en las cosas importantes, pero también en las pequeñas, en esa rutina cotidiana que tan a menudo desgasta los entusiasmos. Como si Dios no te tuviese más que a ti para amarte, y se pasara el rato presentándote en una bandeja, todo lo que pudiera agradar a esa parte profunda de ti que lo busca y lo reconoce. Dulce y sosegada confusión esta forma discreta de gratitud que te habita.

«Todo es gracia». Digo bien «todo», la dicha de saberse amado y el encogimiento del corazón ante la propia miseria; la intimidad de la oración y la dispersión de las responsabilidades humanas; el encuentro con el hermano y la dificultad de estar juntos; el deseo de amar y la imposibilidad de conseguirlo; la chispa que ilumina el corazón y lleva a buen término toda una esperanza, y las interminables noches de duda e incertidumbre; el gesto de complicidad del amor de Dios y las lentas maduraciones que parece que nunca encuentran salida. Sí, todo, absolutamente todo es gracia.

Entonces, sólo te queda vivir en «acción de gracias»; ahí está tu parte, la parte de opción que a ti te toca, esa parte que tan a menudo olvidamos porque todo parece natural y se encadena como causa a efecto. Podrías seguir por ese camino que se te da trillado, como un ciego, discerniendo sólo los obstáculos, cuando en realidad se trata de un camino de amor preparado para ti: los mismos obstáculos son como un trampolín y cada paso te habla de aquél que ya ha allanado el camino para ti. En poco tiempo, esa indiferencia distraída ya no te es posible, pues cada momento abre tu corazón y tus ojos a las maravillas de amor con las que se te colma. De ese modo, tu vida oscila de la alabanza a la acción de gracias, de la acción de gracias a la alabanza, las dos respuestas, cercanas y desinteresadas hacia los dones que recibes y que has aprendido a reconocer: la alabanza más gratuita, la acción de gracias donde te comprometes a través de los dones recibidos.

Sin embargo, ahí también te puedes quedar en el camino y cerrar la mano para agarrar los dones de Dios, hacer de ellos tu cosa, tu riqueza, tu tesoro. Y tu corazón de nuevo se extravía y se repliega en su egoísta comodidad. El Dios que creías asir y poseer, se te escapa y sus mismos dones se secan en tu mano que ya no contiene más que vacío. Áspera y mortal decepción a veces, después de una ferviente esperanza, nueva esterilidad, más grave y terrible que la primera cuando lo único que estaba en juego era tu miseria.

Sí, incluso los dones de Dios deben dejarte pobre; apegarte a ellos como el que se apega ávidamente a las ganancias, es hacer de lo que era obra de amor, una cosa muerta.

Sí, incluso los dones de Dios deben hacerte humilde, pequeño, frágil; al vanagloriarte de ellos, los estás apartando de ti y corrompiendo. Al igual que la sal que se ha vuelto insípida, ya no valen para nada sino para ser pisoteados. Corres el riesgo de vivir esa experiencia a costa tuya.

Por el contrario, dar gracias negándote a mirarte a ti mismo, hace que esos dones den fruto más allá de toda previsión humana, y provoca nuevas generosidades. La verdadera oración, la acción de gracias continua, te preservan de la sutil tentación de complacerte en esas riquezas. Te impiden conformarte con los dones de Dios, por maravillosos que puedan ser, cuando en realidad, es a Dios a quien deseas, el único que puede colmar tu corazón.

«En todo momento, y por todo, dad gracias a Dios Padre en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef. 5, 20). Esto da una actitud interior, de algún modo es una vida en forma de acción de gracias. Ya era la manera en que vivía Jesús: lo había recibido todo del Padre, se lo debía todo y constantemente elevaba hacia El el himno de amor de su acción de gracias.

Dando gracias de ese modo, percibes mejor el don que se te ofrece a cada momento, y los días desgranan para ti las maravillas de Dios, y a su vez, cada una de ellas te proyecta hacia El, humilde, amorosamente, con este infinito agradecimiento que te hace dar gracias incluso por el sufrimiento que te pueda venir.

Entonces, mirando el camino recorrido, te das cuenta de que es un camino sembrado de flores para ti por el amor del Padre. Incluso las piedras del camino, transfiguradas por tu acción de gracias, forman bajo tu mirada el rico mosaico de un amor que siempre te ha precedido y que acompaña tu cántico.

Y luego, para terminar, déjame dar gracias gratuitamente, por nada, o más bien por todo: porque Dios es Dios, porque Dios es amor, porque es la vida, la misericordia, porque es humilde y paciente, porque es... y que lo amo. 


6.
Pide y recibirás.

Entre la alabanza y la acción de gracias, ¿queda alguna almena para la simple oración en la que se pide algo? Espontánea en el corazón de la gente sencilla, ¿desaparece dejando sitio a formas más nobles a medida que se avanza en la oración? Habría que temer en ese caso, que dicha nobleza no fuese más que pretensión y orgullo espiritual.

A lo largo de mi vida, yo he pedido, como todo el mundo, curaciones de amigos o de seres queridos; hoy creo que lo hacía sin mucha esperanza en la eficacia de la oración, lo confieso. ¡Tantas personas por las que se ha rezado tanto han muerto! Entonces era sólo a modo de globo-sonda, uno se dice que después de todo, eso no puede hacer daño a nadie. He pedido muy poco por aprobar un examen, de no ser en mi infancia. No creo haber pedido nunca estas cosas puramente materiales en las que a veces se complace la oración popular, como lo demuestran tantas peticiones espontáneas e ingenuas.

Dios es algo distinto al proveedor todo poderoso de nuestras necesidades cotidianas, al tapagujeros de nuestras lagunas o fallos, al reparador universal (y más o menos gratuito) siempre disponible al que se puede acudir al menor contratiempo. Poner así a Dios al servicio de uno, hace perder de vista lo esencial y repliega en sí mismo el corazón del hombre: ¡Dios no es una utilidad!

A medida que entraba en oración, sentía como una repugnancia instintiva cada vez más acentuada a tratar a Dios de esa manera. Así, dejé un poco en suspenso las peticiones. Descubrir la alabanza y la acción de gracias bastaba para llenar mi corazón y Dios mismo se encargaba de colmarme. ¿Qué hubiera podido pedir?

Una simple presencia atenta y muda, una alabanza apenas esbozada al borde de mis labios, al borde de mi corazón, alimentaban suficientemente mi oración. La relación se establecía con Dios de forma íntima, profunda, silenciosa, viva, apagando la petición en mi corazón, mejor dicho, no la buscaba. Era así, sencillamente. Durante cierto tiempo no pedí nada.

Y luego, sin darme cuenta, la petición volvió sola sin cálculos por mi parte, sin una decisión particular, pero era distinta; creo que había ganado en desinterés y gratuidad. No tenía gran cosa que pedir para mí excepto los dones de Dios. Era consciente, por ejemplo, de que la oración se me había dado, que no era producto de mi esfuerzo. Entonces, pedía a menudo (y pido todavía): «Señor, dame la oración del día de hoy». Semejante petición, lejos de centrarme en mí mismo me ayudaba por el contrario a salir de mí y a proyectarme en Dios de quien lo esperaba todo.

También he observado esta petición frecuente, hecha sin impaciencia y sin fijar plazos: la de adentrarme en la comprensión humilde, cordial, de los misterios de Dios y de Jesús, donde sólo el Espíritu puede introducirte. Pero, de una forma u otra siempre era el deseo de Dios lo que expresaba.

Hasta entonces, no rezaba nada por los demás, de no ser de una forma muy global y cuando me enteraba de una noticia particularmente grave o dolorosa. No era desinterés, sino, más bien, reacción de «espiritualismo» algo desencarnado (¡Yo que por entonces vivía una vida tan poco «espiritual»!): estaba reaccionando sobre todo desde un plano intelectual contra la visión del Dios tapagujeros. Pero ahora me doy cuenta de que en la idea misma que yo me hacía de la oración de intercesión, había como una falta de fe. Prácticamente, llegaba a pensar que no debíamos cansar a Dios con nuestras cosillas.

Es verdad que ciertas peticiones, demasiado interesadas, demasiado materiales, a veces materialistas, deben «cansar a Dios». Pero yo estaba proyectando demasiado en Dios mis propias reacciones, yo que me cansaba en seguida de las solicitudes de los demás. Esas peticiones demasiado humanas me irritaban. Pero Dios, ¿se deja irritar por las peticiones de los hombres, incluso si están a ras del suelo? ¿Su corazón no sabe discernir tras la pobreza de lo que se pide, la confianza del corazón que se remite El? ¿Y de quién es la culpa si hay tantos hombres que sólo saben pedir pobres cosas? ¿Se les ha hablado suficientemente de Dios y de su amor? ¿Disponen de otros medios para atestiguar que creen en su amor?

Es la pobre gente quien tiene razón, no los intelectuales. Pedir al amor del bienamado lo que, de modo prosaico, uno mismo podría obtener y realizar, ¿no denota la confianza absoluta, y el profundo deseo de recibir la propia vida de manos de otro? ¡Qué mentira es el refrán que dice que nunca mejor servido que por uno mismo! Nunca mejor servido que por quien ama.

Día tras día se elevaba en mí el deseo de .recibirlo todo del amor de mi Padre, porque así todo se impregna del color del amor y la cosa más humilde, se vuelve un tesoro. Poseer ya no interesa; la petición escuchada no te hace más rico, más cómodo o más poderoso, sino más amado y más consciente de serlo, únicamente. Y eso es más importante que las cosas. Así, la petición volvió a anidar en mi alma.

Entonces, ante tu propio asombro, te das cuenta de que tus peticiones —tus peticiones de amor—frecuentemente, casi siempre son escuchadas. Antes no te dabas ni cuenta, pues juzgabas su cumplimiento con el rasero de las cosas susceptibles de ser agarradas y capitalizadas. En adelante, lo importante para ti es el peso de amor que recibes: el único valor que realmente cuenta. Ya no necesitas tanto de las cosas como del amor de quien te las da.

La intercesión por los hermanos, cobra aquí su verdadero sentido. «El Señor me concede más o menos todo lo que le pido —decía el cura de Ars—, excepto cuando pido por mí». Y es una gran maravilla que se realizará también en ti; pedir por los demás llenará mejor tu corazón que todo lo que pudieras obtener para ti mismo. Claro que, no tendrás nada tuyo (y con razón) pero el amor vivido te colmará, cosa que nunca consiguen hacer las cosas.

Pidiendo por los demás, te encontrarás con las manos llenas, no para cerrarlas agarrando lo que hayas recibido, pues sólo recibes para dar. Te asombrarás de tener siempre a mano, a tu disposición, aquello que tu hermano esté necesitando. No temas agotar tus reservas, porque no eres tú quien da: tú sólo distribuyes lo que recibes de otro.

Yo también he acabado pidiendo por mí. No por lo que necesitaba para vivir, eso ya sabe tu Padre que lo necesitas y te lo da con abundancia, sin que lo pidas siquiera, así que no tengo ganas de pedir cosas, no se qué hacer con ellas y a veces hasta me estorban. Ya no busco tener, sino ser. Eso es lo que pido hoy: lo que necesito para ser. Me dirás que ahí también tu Padre sabe lo que necesitas, incluso antes de que se lo pidas. Sin embargo, las cosas son algo distintas en este terreno. La carencia que sientes a ese nivel profundo de ser, más allá de todos los vacíos psicológicos, te los está revelando ya el Padre, al igual que su perdón revela, por contraste, las miserias que te consumen. Y es el Espíritu quien formula en ti las súplicas: «El Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios» (Rm. 8, 26-27).

Entonces, como de forma natural, emergen a la superficie de tu corazón, al igual que esas burbujas que vienen de lo más profundo del estanque a reventarse al aire libre, palabras que reconoces porque las has pronunciado una y mil veces: «Padre, da el pan de cada día... Perdona, ya que al mismo tiempo también nos concedes el poder perdonar... No sometas a tu siervo a la tentación o a una prueba que pudiese con él, mas permanece a su lado para ser fuerza en su debilidad... Libera del mal y del Maligno al que por tu amor has salvado... Que yo sea, no como quiero, sino como tú quieres, hágase tu voluntad».

Pide y recibirás. No para enriquecerte, sino para vivir la verdadera pobreza que sólo sabe recibir.


7.
Nuestro hermano el sufrimiento.

He dudado mucho antes de hablar de él; todo lo que se pueda decir, deja una impresión como de malestar. ¿Alguien ha captado en profundidad, compartido en verdad, el sufrimiento de otro alguna vez? Uno no puede hacerse una idea más que en relación al propio sufrimiento. Y el sufrimiento de uno y el de otro no se pueden comparar. Se puede describir el sufrimiento de un hermano, hablar de él, decir algo, pero en el fondo sólo podemos llevarlo parcial, pobremente. Y ante ese sufrimiento que es el suyo, tu hermano estará siempre más o menos solo; tú puedes acompañarlo, caminar con él: eso es todo. Nos cansamos tan pronto del pesado silencio que es compasión, y las palabras demasiado fáciles cansan tan pronto a aquellos a quienes se pretende consolar...

Así que no diré nada, o casi nada, del sufrimiento de los demás. Sobre el mío seré más bien discreto, ¿qué puede decir uno mismo? Estoy hablando de la oración y de ese desplazamiento vital que, poco a poco, realiza en nosotros. Sólo desde ese ángulo haré alusión al sufrimiento.

«Algo le sucedió a la muerte cuando Jesús la sufrió», decía Romano Guardini. Lo que yo quisiera decir es que algo le sucede al sufrimiento cuando la oración se hace cargo de él. Incluso vivida por Jesús, la muerte siguió siendo muerte, atroz, irrisoria. Incluso vivido en la oración, el sufrimiento sigue siendo sufrimiento, una prueba a veces incomprensible y que plantea los más desconcertantes porqués. El sufrimiento desafía cualquier respuesta: ninguna está a la altura de justificarlo. Pero, algo le sucede en la oración.

Creo que nunca hay que pedir el sufrimiento. Yo lo pedí una vez; debía tener 16 o 17 años, la edad en que uno es algo alocado y presumido (pero también es bueno pasar por ahí). Si otros lo pidieron, ¿por qué yo no? Y fui escuchado. Un poquito solamente, como cuando los padres dejan a su hijo que tenga una experiencia algo ruda pero sin llevarla hasta el final, hasta el riesgo grave. Esperé varios años, y ya había olvidado completamente mi petición... hasta que un día llegó de manera inesperada, de forma totalmente distinta a como me lo había imaginado en aquel momento algo loco. Casi inmediatamente, me acordé de que lo había pedido... y me juré no volver a hacerlo.

Con acoger el sufrimiento que viene, hay más que suficiente, y tienes menos ocasión de vanagloriarte, porque hasta del sufrimiento te puedes vanagloriar, especialmente del que te habías programado, o en el que te complaces para que se vea tu fuerza espiritual o porque es la única manera de probarte a ti mismo, en un momento dado, que existes. ¡El alma humana tiene esos recovecos!

Sufrir hace daño. Al hombre se lo aplasta fácilmente, es demasiado sensible; para evitar sufrir, él se crea un armazón que lo hace menos vulnerable, «más duro» frente al sufrimiento... y a muchas otras cosas de paso. Cuanto más duro, más hombre se cree; invulnerable, no se da cuenta que ha cambiado su corazón por una coraza. Ya he hablado de esa invulnerabilidad en la que me había aposentado y que ocultaba el vacío de mi corazón, incluso ante mis propios ojos.

A medida que, por la oración fui retornando a mi propio corazón, me volvía más vulnerable, más sensible. La coraza se dislocaba y se caía a pedazos, pero al mismo tiempo, el sufrimiento me hería más a fondo, mordía en una nueva sensibilidad, como esas cicatrices apenas cerradas y que al menor roce todavía duelen. No es que padeciera más sufrimientos que antes, es que dañaban más, pues nada se oponía ya a que penetrasen en mí.

A veces tenemos la impresión de que los santos, que a menudo padecían tanto sufrimiento, no sufrían verdaderamente, que de algún modo habían domesticado ese sufrimiento hasta el punto de no experimentarlo dolorosamente en su alma o en su cuerpo. Sin embargo es al revés: la santidad les daba una sensibilidad mucho más aguda que la nuestra, una capacidad de sufrir mucho más grande, y probablemente, acrecentaba también las ocasiones de sufrir. Su superioridad sobre nosotros, se sitúa en otro terreno. Para ellos, el sufrimiento había tomado el aspecto del amor. «Quiero sufrir por amor», «he sufrido mucho desde que vine a este mundo, pero si bien en mi infancia sufrí con tristeza, ya no es así como sufro ahora, es con paz y alegría, me siento verdaderamente feliz de sufrir», nos confía Teresa de Lisieux (Historia de un alma). El Espíritu nos lleva por ese mismo camino, aunque nunca abordemos tan lejanos parajes.

Dios empieza por ablandar tu corazón. Los inicios de la oración, fueron para mí, como para Teresa, un camino sembrado de flores. El Señor atrae y retiene con dulzura y bondad; antes del despojo otoñal y del rigor del invierno, te hace disfrutar de la limpidez y alegría de las primaveras, de las certezas primaverales. Si no, ¿cómo le cogerías gusto a su compañía?

Pero el sufrimiento es también el compañero cotidiano, y como tu corazón se ha hecho más sensible, notas su mordedura más profundamente. Quizá sea una laguna mía, pero el sufrimiento nunca me pareció un castigo, casi iba a decir una venganza. En otro tiempo esa es la visión que transmitió una elocuencia simplona. Hoy esa visión es insoportable y ha caducado. El sufrimiento es algo demasiado serio para hablar de él tan a la ligera.

El sufrimiento engendra tristeza cuando lo llevas apiadándote de ti mismo, cuando te pasas la vida quejándote o comparándote con la gente feliz. Entonces, se vuelve como un cáncer que te carcome y te destruye.

Con la oración, crecía en mi alma, la confianza en el Señor, en su amor. ¿Cómo hubiese sido posible que el Dios de ternura del que tenía experiencia a todas horas, se hubiera podido complacer en ver sufrir a los hombres, y más aún, según una visión dolorista bastante extendida antaño, se hubiera complacido en cultivar el sufrimiento de los hombres, recreándose aunque sólo fuese en su aspecto «expiatorio»? No, ese Dios no era el mío, jamás podría serlo. Y sin embargo, ¿cómo despachar el sufrimiento de la vida de un hombre?

El mismo Evangelio: «Que tome su cruz y me siga» (Mc. 8, 34). Y casi siempre mi oración tropezó ahí. Piedra de escándalo en donde muchos caen al suelo.

Y luego, un buen día... yo mantenía la mirada demasiado absorta en mí, me apiadaba demasiado de mí mismo, mirando esa cruz que tenía que llevar; sencillamente había olvidado lo esencial, la segunda parte de la frase: «que me siga». Lo que tenía que hacer era cambiar mi mirada, y salir por fin de mí mismo y de esta conmiseración que no hacía más que irritar el mal.

Aprendí a mirar a Jesús; era consciente de que, por así decir, nunca había mirado de frente a Jesús en la cruz; creía saber, creía que era capaz de conmoverme bastante, pero no es una cuestión de emoción. Nunca había meditado verdaderamente sobre la pasión y la muerte de Jesús. Sé que afirmar esto, puede parecer una enormidad, una exageración, algo increíble, que hasta se me puede considerar un ser anormal. Qué le vamos a hacer, si es verdad. No es tan fácil como parece eso de permanecer durante un rato contemplando a Cristo en la cruz; inmediatamente tergiversaba o me evadía encontrando una justificación en la alegría de la resurrección, respuesta divina a la muerte aceptada. Pero de ese modo, la cruz de Jesús se quedaba para mí al margen de mi vida y de mi fe. En el fondo resultaba demasiado peligroso.

Hicieron falta semanas y meses para que la oración me llevase por fin a penetrar en el misterio de Jesús muerto y abandonado, para que el sufrimiento en mi vida adquiriese su rostro, el rostro desfigurado del «más hermoso de los hijos de los hombres», el rostro gesticulante del hombre quebrado por el sufrimiento en su alma y en su cuerpo. Fue preciso mucho tiempo para que el sufrimiento contemplado en el rostro de Jesús, muerto y abandonado, tomase para mí las facciones del amor. Y todavía sigo buscándolo.

Pero he comprendido una cosa, y el Señor la va arraigando, poco a poco, en mi corazón: ni a los santos, ni a ningún hombre «sano» les ha gustado nunca el sufrimiento, ni han ansiado llevar su cruz por amor al sufrimiento o a la cruz. Pues para nosotros ya no hay más cruz que no sea el crucifijo, ni sufrimiento que no adquiera el rostro del amor de Jesús.

En sí misma, la cruz no es más que un instrumento de suplicio abominable, y el sufrimiento un mal contra el que hay que luchar. Sólo Jesús en la cruz, Jesús doliente, moribundo, abandonado, puede ser amado hasta en eso mismo que nos hace semejantes a El: nuestro hermano el sufrimiento.
 

8. Acoger el amor de los hermanos.

Los hermanos han ocupado poco espacio en este relato, es verdad; tenía que elegir y centrar mi propósito en la oración recibida de Dios.

Sin embargo, respecto del amor fraterno, creo que la oración me ha permitido recorrer un largo camino; no sabría decirlo todo, me haría falta otro libro...

La cosa venía de antiguo, apenas me atrevo a escribirlo. «La gente me aburre», le decía un día a un amigo. No es que viviese como un salvaje o un recluso, pero me parecía tener gran mérito eso de escuchar a los demás, o de perder el tiempo soberanamente con ellos. Encontraba bastante deleite en una soledad habitada, y me pesaba tener que romperla. Salía de ella sin entusiasmo, aún si después, pocas veces lamenté el momento pasado. Pero me esforzaba en no aumentar las ocasiones de encuentros; tenía de sobra con las que se presentaban espontáneamente.

Pero no es posible recobrar un contacto nuevo con Dios en la oración sin que algo ocurra en otra zona de ti mismo, sin que tu mirada hacia el hermano, cambie un poco. La oración, recibida a modo de regalo, como fue mi caso, revela el amor que se te da e incita a amar a cambio. Y el amor, en sí, repele los límites y las fronteras y al igual que el gas, ocupa todo el espacio que se le quiera otorgar.

Una noche —yo había vuelto del retiro unas horas antes lleno de una vida nueva—, regresaba a casa después de una reunión. En el interior de la verja del patio de entrada, un vagabundo dormía; la lluvia comenzaba a caer y él no estaba cobijado. Algo sobresaltó mi corazón. Yo iba a entrar al abrigo del calor, a encontrarme con un cómodo interior y a dormir sin preocupaciones. El dormía ahí, sin duda acostumbrado a las intemperies, pero pese a ello... no podía dejarlo sin hacer nada. Por un momento pensé en meterlo en mi casa, en darle una cama, una habitación, ni siquiera necesitaba darle la mía. Pero me eché para atrás ante las protestas que imaginaba por parte de los demás habitantes de la casa que seguramente habrían temido algún perjuicio. Quizá hubiese tenido que hacer caso omiso... desperté a este hombre y le di para que fuese a dormir a otro lado. Pero esa noche lloré. Nunca había llorado por un vagabundo, nunca di tampoco una cantidad de dinero tan elevada (!), pero mi corazón me decía que todavía me faltaba mucho. Esa fue una de las primeras brechas por donde el amor al otro, un amor algo realista, empezaba a entrar en mí. Hasta aquel día, había dado limosna a los mendigos con compasión y, a veces, con impaciencia, la impaciencia del hombre al que se viene a molestar: ¡Cuántas afrentas hay que soportar cuando se vive de la caridad pública, y cuántos trámites humillantes para conseguir el mínimo necesario para vivir! Hasta entonces, les daba limosna, pero no los amaba. Aquella noche empecé, torpemente y todavía muy egoístamente a amar un poquito. Un vagabundo, mi hermano, por el que lloré de impotencia y de vergüenza.

Así que tenía alguna que otra chispa de amor fraterno; en todo caso, la soledad en la que me encerraba para preservar mi independencia, me parecía hueca; necesitaba a los hermanos, necesitaba a alguien, necesitaba estar con los demás, y sobre todo —ese deseo me vino muy pronto— necesitaba orar con los demás, con hermanos y hermanas. Una oración compartida, fraterna, sencilla como el Espíritu de Dios, pero rica en interpelaciones hacia el prójimo, que se convierte para ti en palabra de Dios. Y la pobreza, la indigencia y la sequedad de tu propia oración, encuentran en esta fraternidad un impulso y una profundidad que aún no conocías. Yo no decía gran cosa, pero mi propio silencio que pocas veces rompía, ya no me pesaba no era un vacío en mí. En un intercambio maravilloso, la oración de mis hermanos me daba a Dios y alimentaba mi corazón. Hoy, cuando me veo privado durante mucho tiempo, necesito volver a la oración de mis hermanos como a una bombona de oxígeno. No hace falta elegirlos, con tal de que ellos me acojan en su oración y yo los acoja en la mía; la misma oración nos hace fraternos, y crea vínculos de una profundidad diferente a los de la sangre o a los de la amistad: «Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos», dice Jesús (Mt. 18, 21). El mismo es el corazón común que une a los hermanos en su pobre oración. ¿Cómo no iba a encontrar ahí el amor fraterno un manantial inagotable? ¿Cómo no amar a aquél o aquélla o a aquéllos que con su oración te están dando a Dios? Quizá pueda parecer un poco interesado eso de alimentarse de la oración de los demás, pero cada uno recibe del otro, porque nadie guarda nada para sí de su oración o de su alegría.

Sin embargo, día tras día, iba siendo consciente en la oración, del poco amor del que era capaz. Tenía buenas razones, al menos así lo creía (¡los demás tienen tantos defectos irremediables en tu opinión!) para imponer límites a mi amor... ¿Hacía tanta falta imponerlos? Esos límites existían en mí, ligados a la estrechez de mi corazón; por más que me esforzase, que me ejercitase a amar, por más que pidiese incesantemente al Señor que me enseñara a amar, algo en mi interior de lo que no era dueño, se resistía.

Date cuenta. Lo primero, de lo que empiezas a ser consciente, y que la oración y la proximidad de Dios hacen que aparezca ante tu mirada interior, es de que no amas. Sin embargo, yo creía amar, por lo menos a algunos; había hecho mucho por ellos, ¿no era eso amarlos? A otros me resultaba más difícil, la distancia era más grande, las divergencias más profundas y a veces la cosa estallaba en «pequeña guerra» aliñada con esas sonrisitas que suenan a falso, por más esfuerzos que hagas para dar gato por liebre. ¡Y cuántas bromas, tomaduras de pelo, que en el fondo de tu corazón no son más que ajustes de cuentas, venganzas viles que quisieras justificar en nombre del sentido del humor!

Muchas veces me preguntaba: ¿qué hay que hacer para amar? ¿Cómo puedo amar a determinada persona, en la cual todo me agrede, que representa más o menos todo lo que rechazo, hasta el extremo de que para mí es como una contradicción viviente? ¡No pretenderán que pueda amar esas carencias, esos defectos! Entonces, ¿qué hay que hacer para amar?

Hicieron falta años para que una aurora se alzase en mi corazón. Una lucecita que fue la respuesta a la insistente oración tantas veces repetida: «¡Dame Señor, el amor fraterno!». «¡Enséñame a amar!».

Áspera luz que pone al descubierto los secretos recovecos en donde se ocultan la angustia de vivir, el miedo a la muerte y ese temor desesperado de no ser uno mismo. Nunca hubiese imaginado que en mí se disimulasen bajo tan razonables razones, el miedo irracional a desaparecer, y otros mecanismos de defensa tan sofisticados, tan bien camuflados. No conseguía amar a los demás, porque a no ser que pudiese lucirme (como sucede en las innumerables generosidades que sirven para realzarse), lo que hubiese abandonado cuestionaba hasta mi existencia, hasta mi razón de ser. Esa serpiente que se muerde la cola escapaba a mi clara conciencia y yo me dedicaba a disertar acerca de la dificultad de amar, buscando en los demás las causas de mi incapacidad, cuando esas causas estaban ocultas en mí. Si no amas a alguien, si no consigues amarlo, no es por culpa suya, pues Dios, por su parte, lo ama tal y como es y conoce mejor que tú sus defectos y sus límites; si Dios lo ama, es que el otro es amable, y el obstáculo para el amor está en ti y no en él. Está en ti, en esa inconsciente competición que estableces con él, donde en realidad sólo hay cabida para ti. De ahí tu habilidad en juzgar —en echar la culpa al otro— y en justificar su desaparición por tu menosprecio. Todo esto lo he ido comprendiendo en la oración poco a poco, y poco a poco también, la gracia del Señor me ha liberado de ello. Al revés que en la historia del paraíso (Gn. 3, 7), mis ojos se han abierto, ya no hacia el desamparo de mi desnudez insoportable, sino hacia mi hermano, un hermano totalmente nuevo para mí. ¿Qué importancia tenían sus defectos, sus límites? ¿Qué importaban siquiera sus ataques, su agresividad (¡buen pago con mi misma moneda!) y sus pequeñas manías? Y no era él quien había cambiado, sino mi mirada hacia él la que ya no era la misma, y me ponía a amarlo, verdaderamente, sencillamente, sin que me costase mucho.

Empezaba a comprender la frase de Juan en su Epístola (esa epístola me gustaba, claro, pero no había «penetrado» en ella verdaderamente): «En esto hemos conocido lo que es. el amor, en que él dio su vida por los hermanos» (I Jn. 4, 16). La oración me había introducido en la morada de Dios, y a Dios en mi morada. Y he aquí que El mismo me introducía en el amor, con el fin de que yo también permaneciese en el amor de mis hermanos.

Pobre, humilde, frágil amor, fruto del camino de la oración que recibí de Dios.