III. ORAR ES UN DON DE DIOS


1.
Pero, ¿sabes rezar?

«Señor, enséñanos a orar», pedían los discípulos a Jesús (Lc. 11,1). De sobra comprendía esa petición, pero la respuesta de Jesús hasta cierto punto, me dejaba perplejo: «Cuando oréis, decid: «Padre, que estás en los cielos...»

Como si pudiera bastar con repetir una fórmula, por muy bella que fuese, para saber rezar. Tengo que reconocer que, para mí se había vuelto algo mecánica; me la sabía de memoria —demasiado— y sus palabras se habían gastado como estos objetos familiares que empiezan a redondearse por los cantos y a ponerse lustrosos de tanto usarlos. Ya sabía que tenía que indagar más allá de la fórmula, y que las palabras de Jesús pretendían orientar al espíritu, darle un esquema, guiarlo en la oración y no encerrarlo en el corsé de una fórmula intocable. Pero estaba claro: la cosa no marchaba, y los más diversos recursos no me servían de mucho.

Es verdad que por aquel entonces, aún no había encontrado «el camino de mi corazón», pero en fin, la dificultad me dejaba perplejo y poco confiante. ¿Cómo podía tener esperanzas en perseverar en la oración si no sabía orar? De entrada, la empresa me parecía abocada al fracaso. Y por una parte ese era el pretexto que me autorizaba a retrasar toda tentativa de entrar en la oración una vez más: las posibilidades de éxito estaban contadas, pensaba yo; ¿para qué hacer otro intento, otro esfuerzo, si ya presentía que serían de corta duración?

¿Qué fueron esas horas de mi oración recobrada? ¿Había «sabido» rezar de repente? No, y me hubiese puesto en un aprieto el tener que dar cuenta, el explicar cómo me las apañaba para rezar. Sin embargo rezaba...

La paradoja se estaba verificando, rezaba pero no sabía rezar. ¿Qué ocurría entonces?

En aquella época, no veía nada claro en esa experiencia. Hoy con la perspectiva del tiempo pasado, me parece que puedo decir algo.

¿Las palabras de mi oración? No las recuerdo, en todo caso, no se distinguían por su excepcional calidad; eran palabras sencillas, pobres, sin poesía, palabras de todos los días, palabras que repetía a gusto, a las que volvía una y otra vez. Me apoyaba un poco en ellas, me sostenían, me daban una pequeña seguridad. A un lisiado, o a un hombre presa de vértigo, les basta un ligero apoyo para poder afianzar sus pasos o restablecer su equilibrio. Así eran para mí las palabras de mi oración, un pequeño apoyo, suficiente y frágil, indispensable y sin importancia.

Se me han olvidado. ¿Y qué importa eso? No son las palabras lo que cuenta, no son las palabras lo que hace la oración; ni siquiera son su trama. Más bien son como la aguja de una modista pudiéramos decir: no es la aguja la que posibilita la unión de las partes del vestido, lo que hace es guiar el hilo abriéndose camino, pero una vez terminada la costura, se guarda la aguja y se olvida. Del mismo modo las palabras.

Las palabras son lo de menos. Cualesquiera pueden valer, pues el meollo no está en las palabras. Incluso vale más olvidarlas, si no, podrían llegar al extremo de sustituir a la oración. Las palabras nunca harán que sepas orar.

¿La actitud corporal? Lejos de mí el descuidarla. Tiene su importancia, pues también eres cuerpo, y tienes que orar con tu cuerpo, de otro modo te agotas intentando rezar «contra» él. Entonces se rebela y se convierte en estorbo para la oración. Por el contrario, cuando lo utilizas bien, la ayuda y la favorece. Es bueno saberlo y hacer del cuerpo un buen servidor de la oración.

Pero en aquel momento, todavía no había aprendido a utilizar bien el cuerpo. No me ayudaba lo más mínimo, se cansaba en seguida, me recordaba que cambiase de postura interrumpiendo así el recogimiento. Me costaba mucho quedarme quieto. En fin, si estaba rezando desde luego no lo debía a la calidad de mi actitud corporal. La cosa venía de otra parte. Si quieres rezar, no empieces aprendiendo posturas; no es un buen comienzo.

Entonces, ¿los resultados garantizados de un método infalible? ¡Mira que probé métodos durante años! Prepararse por escrito, componer el lugar, instalar los personajes, y tantas proposiciones altamente respetables. A decir verdad, nunca llegué a experimentarlas durante mucho tiempo. Me cansaba en seguida, y no sacaba más que míseros resultados. Claro que los métodos tienen algunas ventajas, al menos para ciertas personas; son concretos, proponen una progresión, una especie de plan de acción algo sistemática: primeramente esto, en segundo lugar aquello, en tercer lugar... Pero en lo que a mí respecta, he sufrido sobre todo sus inconvenientes, pues te arriesgas a estar más atento al método que a la oración, o lo que es peor, a creer que es el método quien hace la oración. Acabas más bloqueado que ayudado.

Cuanto más ligeros sean los métodos, más rápidos los olvides y más libertad te permitan, mejores serán. Quizá el mejor método sea no tener ninguno.

También se preconiza el recurso a las técnicas orientales, como el yoga o la meditación transcendental, que son técnicas corporales y psicológicas. Pueden favorecer cierto dominio de sí, cierta «concentración», cierto recogimiento. Pero no tienen la posibilidad de hacer que entres en oración. La oración viene de otro lado.

Esas técnicas, si se toman como una muleta, pueden ayudar a uno u otro. Yo mismo probé el yoga durante un tiempo (una vez recobrada la oración, además). Y luego lo dejé, no sólo por cansancio. Me daba cuenta del peligro que corría poniendo la oración al término de un esfuerzo humano, de una actitud natural, del mismo modo en que las técnicas de laboratorio permiten hoy día aprender un idioma extranjero. Sin embargo, no es así como se aprende la oración.

Siempre habrá como un foso, una discontinuidad, un salto que dar para entrar en oración: Dios no está nunca a tu misma altura. Incluso si encuentras su presencia al término del camino de tu corazón, es una presencia frágil y poco sensible. Es algo que se te da y que se te escapa en cuanto pretendas tenerla agarrada en un puño como para estar seguro de poseerla.

Sin embargo, ¡habrá que «aprender» a rezar! Claro que sí, pero la misma palabra ya es ambigua, equívoca. Hay que «aprender», pero no para «saber». A partir del momento en que estimas que «sabes» rezar, te expones a ver cómo se hunde todo, te conviertes en el actor, te encargas del asunto, diriges tu barca. Entonces esa «empresa» que es tuya, va a correr la misma suerte que muchas otras: el fracaso. Y te volverás a encontrar en la misma situación de antes. Cuanto más «hagas» por ti mismo, menos «recibirás». Cuanto más creas poseer, saber, más se te escapará lo esencial. Y esa ilusión tarda mucho en disiparse.

Convertido en artífice de tu oración, vas viendo cómo se debilita tu propio deseo poco a poco. Y esta vez la experiencia es destructora: fracaso, desaliento, abandono. El proceso me lo sé de memoria, no es ilusorio, y la caída todavía es peor.

En estos momentos, me parece que no haber «sabido» orar, me ayudó a entrar en oración. No tenía receta, ni método, ni proyecto. Tuve la suerte de no plantearme esa cuestión, y de lanzarme así, sencillamente, dejando que las cosas vinieran. De ese modo estaba disponible, abierto a todo lo que pudiese ocurrir; estaba en medida de recibir, no sabía qué exactamente, pero recibí. Y mucho. Más allá de lo que podía esperar.

No te empeñes en «saber» rezar. Quédate en la ignorancia. Reza, simplemente, en pobreza. Y la oración te será dada.


2.
Déjate amar...

Durante mucho tiempo, estuve a las puertas de la oración. Y un día, de repente, esas puertas se me abrieron. Fui entrando paso a paso, con muchos retrocesos, pero sin que por eso se me volviesen a cerrar más, dejándome afuera tras una de mis escapadas. De algún modo, la situación se invertía.

Me sentía como un convaleciente con riesgo de recaída, todavía incapacitado para el menor esfuerzo, confiado a los cuidados de los que lo rodean y lo hacen todo por él. Una mano suave puede más en ese sentido que todas las declaraciones del mundo, aún las más ardientes.

Alguna que otra vez me había topado con un director espiritual de mano dura, que me sacudía señalando mis numerosas deficiencias, mis infidelidades, condenando mi falta de resolución. Claro que tenía razón, y la parte profunda de mí mismo lo reconocía. Pero sin éxito. Curiosamente, me producía una reacción inversa. En lugar de rendirme a sus reprimendas, a sus justificadas invitaciones, veía que me iba encerrando poco a poco, como el molusco que se huele el peligro o el caracol que se mete en su interior para quedarse en su concha.

El enfermo que yo era todavía, necesitaba de una mano dulce y compasiva, sin la cual la recaída hubiese sido inevitable. El pecador necesita sentir la misericordia más que el juicio. No le hace falta que se condene y denuncie su pecado: él ya lo conoce de sobra y en su interior lo sufre. ¿Que le vendrá bien la humildad? Sí, claro; pero es asunto suyo. Nadie más ha recibido la misión de indicárselo, de humillarlo (porque entonces es así como se vive la cosa). No es la manera de Dios, no es el camino de la conversión. Sólo hay un camino: el del amor. «¿Quién eres tú para juzgar a tu hermano?» (Rm. 14,3).

Por suerte, siempre creí con mucha fuerza en el amor de Dios por nosotros, por mí. Esta convicción permanecía en lo más profundo de mi ser como un telón de fondo, cualquiera que fuese el espectáculo desarrollado en escena. En este nuevo descubrimiento de la oración, verdaderamente he experimentado la ternura de Dios como una atmósfera que impregnaba mi vida. Cada día entraba en ella con todo el corazón, con alegría, con esperanza. El rostro de la ternura de Dios se revelaba a mí y es ese rostro el que yo aprendía a contemplar, a reconocer. Hubiese sido incapaz, sin duda alguna, de contemplar un rostro de severidad o incluso de justicia.

Así, podía mirar de frente el camino recorrido, mis escapadas de hijo pródigo, mis tímidos retrocesos, seguidos frecuentemente de otros amaneceres de infidelidad. No estaba orgulloso de mí mismo (¿cómo hubiera podido estarlo?), pero no me sentía aplastado. No me sentía juzgado por la mirada de Dios hacia mí. Frente a la pobreza y al pecado que conocía perfectamente, se alzaba, no el rostro del juez inflexible, no el dedo vengador del justiciero, sino, la sonrisa y la ternura del corazón de Dios. Me reconocía en el oráculo del profeta Oseas:

Por eso voy a seducirla,
la llevaré al desierto
y hablaré a su corazón...
Yo te desposaré conmigo para siempre
en justicia y en derecho,
en amor y en compasión,
te desposaré conmigo en fidelidad
y conocerás al Señor. (Os. 2, 16.21-22)

Ante los demás, tenía vergüenza, y escondía cuidadosamente mi estado interior, dando gato por liebre, sin fingir demasiado tampoco. Ante Dios, no sentía vergüenza propiamente dicha: lo que sentía era una pena alimentada por la esperanza en la misericordia. No temía la venganza de Dios. Muchas veces había hablado a los otros de la misericordia y del amor del Padre; como sacerdote, había sido su instrumento para el perdón y la rehabilitación de muchos; algo se me tenía que haber «pegado». Sí, la convicción de la ternura de Dios, me ha habitado siempre. Me hubiese sido más fácil abusar de la bondad de Dios que ponerla en duda. Ni siquiera el «juicio» me daba miedo: sabía que la misericordia es la forma de la justicia que se adapta a la miseria, y yo esperaba, estaba seguro de una misericordia a la medida de mi miseria. Más aún, pues por grande que fuese mi miseria, no era infinita, mientras que la misericordia de Dios, ésa, sí lo era.

Recuerdo a un anciano que conocí hace tiempo. De una rectitud ejemplar, con una fe profunda, había educado a sus hijos de forma admirable, haciendo de ellos verdaderos hombres, verdaderos cristianos. Varias veces me dijo —y sus palabras han hecho camino en mi corazón, dejando una huella imborrable—: «¡Siempre he vivido en el terror de Dios!». Y nunca, hasta su último aliento, pude liberarlo...

Cuántos jóvenes de la generación anterior han estado como él, perturbados y hasta aterrados, con ocasión de los retiros preparatorios a la Confirmación, por ejemplo. Algunos predicadores estimaban que era buen método el cimentar la fidelidad sobre el miedo, miedo del pecado, miedo al infierno, miedo al terrible Juicio de Dios. ¡Que Dios los perdone! Estoy seguro de que la misericordia ha encubierto sus intransigencias y han visto el verdadero rostro del Dios de ternura y de piedad, tal y como Jesús nos lo muestra en el Evangelio, Él que escandalizaba a las rectas conciencias con su predilección hacia los pobres y los pecadores.

Sí, amigo mío, el Señor tiene preferencias. Y se inclinan hacia los pobres y los pecadores. Y si te sucede que te sientes indigno, pecador, si llegas a darte asco, entonces levanta la cabeza: cuanto más te creas venido a menos, hundido, más cerca estarás del amor y de la ternura de Dios, más gozarás de sus preferencias. Sí, ¡déjate amar!... ¿Cómo podrías «buscar el rostro» del que temes, cómo va a inundarte el deseo de vivir al lado de alguien del que tienes miedo?

El miedo a Dios, frecuente contrapartida de oscuras culpabilidades, se oculta muchas veces en recovecos profundos. Es difícil desalojarlo. Como parte visible de un iceberg de autocondenas, el miedo a Dios destruye el ser y lo encierra, bajo el falso pretexto de restablecer la justicia. Ahora bien, Jesús nos lo enseña: la única justicia es el amor. Echa de tu corazón todo miedo a Dios, incluso si ese miedo te ahoga. No aceptes ni el primer brote, reacciona en seguida, violentamente. Échate al corazón de Dios, sumérgete en su amor. Rechaza cualquier otra perspectiva, pues en este terreno, lo único cierto es el amor.

Y si lo dudas, clama a Dios con todas tus fuerzas para que eche de ti a ese demonio del miedo. Convéncete del amor de Dios, repítelo, que se insinúe a ti por todos tus poros, que te inunde y te apacigüe. Cultiva la convicción profunda y sosegada de la ternura de Dios. ¡Déjate amar!...

Entonces estarás en el terreno adecuado para atreverte a la contemplación de su rostro amado, y su luz resplandecerá en tu vida con paz y alegría.

«Pues si nuestro corazón nos acusa, Dios es más grande que nuestro corazón» (I Jn. 3, 20). Tiene perfecto derecho a amarte y a abrir en tu corazón la puerta de la oración.
 

3. Haz sitio al Espíritu.

Orar sin «saber» orar, conlleva una gran fragilidad. No hay ningún apoyo fiable, ninguna seguridad, ninguna estabilidad. Siempre rozando el límite, siempre en el punto de ruptura, sintiendo el momento en que aún se mantiene todo como por hechizo. Una insignificancia bastaría para romper el encanto y que todo se viniese abajo.

De esa fragilidad, fui siendo consciente poco a poco con cierto asombro. Precisamente era casi increíble que la cosa se mantuviese. Me parecía que no podía venir de mí, que desde bastidores, otro estaba haciendo su obra, poniendo las cosas en su lugar.

De hecho, experimentaba lo que San Pablo había dicho: «El Espíritu también acude en ayuda de nuestra debilidad, pues no sabemos orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm. 8,26). Sí, eso es; las mismas palabras del apóstol me parecían de repente como la ilustración perfecta de lo que yo estaba viviendo. Normalmente, humanamente, dada la pobreza de los triunfos que había conseguido, era imposible que la oración se mantuviese en mi vida, lo normal es que no se mantuviese. Sin embargo, se mantenía...

Otro oraba en mí. Yo le prestaba mi ser. El ofrecía mi corazón, mi espíritu; mantenía mi atención, tensaba la cuerda del deseo, acrecentado en mí por su presencia. Yo no tenía más que seguir el camino trazado, oír la llamada y esa voz que se iba haciendo mía y me habitaba.

¿Eran esto facilidades que me estaban dando? En cierto sentido sí, sin lugar a dudas. Efectivamente, el ponerme a rezar, se hizo más fácil, menos costoso; sentía el deseo y la alegría de orar. Consagrar un tiempo a ello, iba siendo natural para mí, como una cita esperada, de modo que ya me era imposible perdérmelo o preferir hacer otra cosa. Normalmente, por ahí empezaba el día y ese encuentro me iluminaba el corazón desde el despertar; me sentía habitado. Y no es que preparase la oración, más bien me preparaba a ella; era ella quien venía a mí, sonriente y feliz, y yo la esperaba como el que espera la alegría de una visita amiga.

¿Facilidades? Sí, pero no nos engañemos. Ni la pereza, ni el írsete el santo al cielo, ni el sueño que a veces se apodera de ti, habían desaparecido. Pero ya no eran obstáculos, ya no eran trabas insuperables; no, todo lo más sinsabores pasajeros, recuerdos de esa fragilidad permanente.

Al mismo tiempo, ahí estaba esa fuerza sosegada, esa seguridad venida de otro lugar, esa humilde confianza en Otro que vivía en mí y a quien se lo debía todo. «El Espíritu de verdad... lo conocéis, pues permanece cerca de vosotros y está en vosotros» (Jn. 14, 17). ¡Asombrosa experiencia la del Espíritu!

Empezaba a comprender por qué no necesitaba «saber» rezar. Al Espíritu Santo no le hacían ninguna falta mis competencias espirituales; El estaba en mí como competencia viva más allá de todo saber, a la medida de mi esperanza. Me bastaba con acogerlo, o mejor con ser acogido. No tenía que buscar palabras para mi oración. Las palabras se me daban, densas y sabrosas, ricas y fecundas, con inagotable jugo. Palabras cotidianas, sencillas y sin pretensiones, palabras que resonaban hasta el fondo de mi alma y cuyo eco alimentaba mi oración durante largo rato. Me subían solas al corazón, como un chorrillo de agua brotando de la arena y sin agotarse. O también se imponían a mí, venidas de un salmo, de un versículo del Evangelio, de un recuerdo, y su luz irradiaba, se convertía en vida y oración. Palabras que habían perdido la trivialidad con que el hombre las usa y cuyo sentido insondable procedía del Espíritu de Dios, el único que puede introducirte, hacerte acceder a ese sentido, más allá de ti mismo. Y por gracia.

Esas palabras, no puedo repetírtelas, pues para ti no serían más que arroyos engañosos, cortados de su origen, privados de su vida. Ahera sólo serían las palabras que «yo» digo, y no pueden ser las del Espíritu a menos que el Espíritu las pronuncie en ti y las haga revivir en ti. Porque un día las beberás de la fuente que ese Espíritu hará brotar en ti. «El que crea en mí... de su seno correrán ríos de agua viva» (Jn. 7,38).

Ser el lugar de la acogida. Ya no tenía que llevar adelante mi oración, como el que se esfuerza en seguir el hilo de un razonamiento, de un discurso, de un debate. Tenía que dejarme guiar, recibiendo la oración de Otro, sin cerrar la mano para coger el don que se me hacía. Ahora bien, ahí está la tentación de la que nadie se libra: adjudicarse ese don, decirse a sí mismo: «Ya está, ahora es cuando esto funciona». Pero al mínimo roce de tu vanidad, de tu amor propio, todo se viene abajo y se convierte en cenizas. No te pongas a pensar nunca que «posees» la oración, pues es como querer atrapar el viento con la mano.

Déjate guiar por el Espíritu: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios» (Rm. 8, 14). Como Jesús fue guiado por el Espíritu al desierto. El desierto es un lugar sin caminos ni senderos, sin indicaciones ni rastros, y el Espíritu sopla donde quiere y no sabes de donde viene ni adonde va; confórmate con escuchar su voz (Jn. 3, 8). Si te conduce al desierto, no olvides que ese desierto es también el lugar de la Presencia, del silencio en el que se oye la voz de Dios, el lugar del olvido de uno mismo.

Déjate guiar por el Espíritu. ¿Qué quiere decir esto, tratándose de la oración?

En lo que a mí respecta, todo me vino rodado, puesto que yo seguía sin «saber» rezar. Y sin experiencia, no podía tener ideas preconcebidas; empecé por el silencio, el sosiego y la paz: no hacer nada, no decir nada, no tener ningún proyecto. Dirigía la mirada interior hacia ese Otro que estaba en lo más profundo de mí, para encontrar su presencia y dejar que poco a poco se impusiera a mi espíritu. De algún modo, esperaba atento y confiante que fuese El quien hablase primero. Pero cuidado, ahí no había tensión de espíritu, ni esfuerzo sostenido. No, lo que había era una gran soltura íntima, sonriente y sosegada, paciente, sin prisa, en paz. Hay que dejar tiempo, saber esperar, sentirse feliz por esperar, sin tomar ninguna iniciativa; el tiempo necesario hasta que el Espíritu haya domesticado tu corazón y seas capaz de acogerlo, alerta y disponible. Todo esto es preciso para que el Espíritu empiece a guiarte.

¿Que te sube al corazón un pensamiento, una palabra? Acógelos, saboréalos, haz de ellos tu alimento, y que te basten; no vayas a buscar más a otra parte, quédate rumiando, deja que resuenen profundamente en tu corazón, repite la palabra, la frase que se te ha dado, vuelve a ella una y otra vez. Cada repetición despertará un nuevo eco en tu alma, una vida insospechada. Eso es lo que el Padre ha preparado hoy para ti: tu pan, tu oración de ese día. El Espíritu te lleva por un camino que es el suyo, formando en ti la oración: ahí está su ayuda a tu debilidad, tú que no sabes orar como conviene. Tú que nunca sabrás orar como conviene. Porque el Espíritu no viene a enseñarte a orar para que te emancipes y te enorgullezcas de tu saber; viene a orar en ti y da testimonio a tu espíritu de que eres hijo de Dios (Rm. 8,16), hace de ti un hijo adoptivo y por ese Espíritu puedes gritar: Abba, Padre (Rm. 8, 15). Es tu voz, son tus palabras, pero se han convertido en la voz y las palabras del Espíritu en ti, en la oración que te regala.
 

4. La verdad completa.

Personalmente, nunca he sido muy dado a la «meditación», entendiendo por meditación esa forma de oración en que la imaginación bosqueja series de representaciones y la razón encadena un discurso más o menos estructurado según los diversos esquemas que propone el «método». En fin, un modo de hacer en el que el hombre es el artífice de su oración, echando mano de los recursos de sus facultades, para llevarla a cabo.

¿Será mi caso una cuestión de insuficiencia del pensamiento que pronto se cansa de semejante sujeción? ¿O falta de gusto por todo lo que suene a disertación pía? Alguna que otra vez en mi vida, ya había intentado hacer meditación por escrito. Sin duda buscaba un punto de apoyo para una imaginación que vagabundeaba demasiado y que se dejaba llevar por cualquier distracción. Pero rara vez me he mantenido con esto mucho tiempo. Creo que sacaba muy poco fruto, demasiado poco en todo caso, como para convencerme.

Claro, el tiempo que le dedicaba, podía contarse como actividad espiritual, pero de forma confusa, tenía la sensación de no encontrar un alimento suficiente. Todo lo más mi espíritu trabajaba; era mejor que nada, pero no puedo decir que eso me haya hecho entrar en oración. Imposible comparar esa «actividad» con lo que más adelante me permitiría experimentar el don de la oración. No se pueden comparar realidades tan dispares.

Lejos de mí la idea de desacreditar un modo u otro de rezar, y menos aún de disuadir a quienes se encuentren a gusto así. Lo único que creo es que no hay punto de comparación entre el esfuerzo del hombre y el don de Dios. ¿Quién se conformaría con el esfuerzo humano, cuando lo que se le está regalando es el don de Dios? ¿Sube uno las escaleras si el ascensor está libre? La primera en evocar esta comparación fue Teresa de Lisieux: «El ascensor que va a subirme hasta el cielo, son tus brazos, Jesús» (Manuscrito D, folio 3). Experiencia que no está reservada para las «grandes almas», sino, que es el camino de las «almas pequeñas», el tuyo, el mío, como le gustaba repetir a Teresa. Un camino que está ahí para cada uno, si lo desea.

¿Qué hacer? Nada. Sobre todo no hagas nada. No intentes «pasar por encima de la Providencia» como dice una maravillosa expresión. No preveas caminos, no hagas proyectos. Deja que venga... lo que tenga que venir.

Claro está que yo no rezaba «a partir de nada». No se puede orar a partir de nada. Necesitas plenitud y no vacío. Como mínimo, tienes que encontrar en lo profundo de ti, esa Presencia y agarrarte a ella. Incluso por ahí es por donde hay que empezar siempre: por el camino de tu corazón, del que he hablado extensamente. Todo lo demás —y para empezar, tú mismo, tu pequeña persona— pues te esfuerzas por olvidarlo. Esa Presencia, hallada en lo hondo de ti puede bastar para llenar una oración prolongada, un tiempo largo de oración. Dos enamorados pueden permanecer durante horas sin decirse nada, simplemente estando presentes el uno al otro. Les basta con estar juntos para colmar el corazón. Después de todo, ¿por qué ibas a ruborizarte de estar enamorado de Dios?

Deja que su Presencia te invada, como agua que brota y te hace revivir. Sobre todo no digas nada. El está ahí para ti, contigo, en ti; eso basta. Permanece con El tanto tiempo como te sea posible; inmóvil, silencioso, atento, presente. Tampoco esperes oír su voz. No hay nada que oír ni que decir; el Espíritu de Dios no es hablador y la Presencia que te revela no necesita palabras para invadirte. Estar con El, ¿qué más puedes desear?

¿Y los resultados? Paciencia: vendrán en su momento. Los árboles también esperan para tener. fruto. Deja madurar en ti al árbol con sus frutos. Por mucho que hagas, no adelantarás el momento de su madurez, pero si vives de esa Presencia en lo hondo de ti, no es posible que no ocurra nada. Ese momento llegará imprevisible, cuando menos te lo esperes. ¿Qué importa que tengas que esperar mucho? Dios no tiene prisa, pero no te fallará.

A menudo oraba pensando en una frase que me había conmovido, o incluso en una simple palabra. Cuántas veces vio Teresa cómo tomaba el vuelo su tierna oración y se posaba en esta sencilla frase que el padre Arminjon ponía en boca de Dios en el libro que durante tanto tiempo alimentó su fe: «¡Ahora me toca a mí!». Teresa vibraba de fervor y de dicha. El surco que esa frase trazaba en su corazón, en lo más profundo de su ser, no procedía de una emoción humana, ya que el lado humano era demasiado débil. El Espíritu de Dios en ella, iluminaba con una cálida luz los tesoros que el amor de Dios reserva a sus elegidos (I Co. 2, 9). Y la llama que ardía en el corazón de la adolescente era una llama divina. ¿Quién sabe lo que Teresa recibiría de Dios a través de esa simple frase?

Una frase, una palabra irrumpen a veces en tu vida como un trueno en un cielo sereno. Ya te he hablado del eco que hizo en mí aquello de: «Tú no me abandonaste al poder de la muerte». Hay muchas palabras que pueden a su vez alimentar tu oración sin que tengan que ser tan impresionantes. Y no sólo alimentarían tu oración sino toda tu vida espiritual. Su efecto benéfico no procede de que las hayas comprendido bien en primer lugar; al contrario, muchas veces siguen siendo oscuras, y a tu inteligencia le cuesta aplicarse en escrutarlas, pues permanecen tan cerradas como una puerta de la que no tienes llave. A pesar de su oscuridad, vas percibiendo de forma confusa la riqueza que pueden darte y entonces las saboreas, lentamente, con paciencia, durante mucho rato. Lo que ocurre, es que al mismo tiempo que te repites esas palabras, en el fondo de tu corazón, surge un humilde deseo: la invocación a la luz.

Me acuerdo de que durante meses, oré con el grito de Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Está claro que comprendía perfectamente el sentido humano de estas palabras; son lo bastante sencillas como para que se entiendan. Pero no llegaba al meollo de su misterio, al corazón de lo que Jesús había querido decir y vivir con esa experiencia de abandono. Estuve meses con ello, y esas palabras y esa experiencia de Jesús, por sí solas, alimentaban mi oración y mi vida durante todo ese tiempo. Sabía que tenía que permanecer en ellas con obstinación, como el náufrago se agarra al tablón que todavía flota. No me aburría de esa oración constantemente repetida, a la que volvía una y otra vez; presentía que ahí estaba un tesoro escondido y que a lo mejor algún día se descubriría ante mi paciencia y mi obstinación.

Y en efecto, un día viene la luz, como un telón que se abre, como el sol que surge de detrás de una nube. «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn. 16, 13). Ese don del Espíritu no te vuelve más sabio ni mejor teólogo; no es que yo ahora sepa disertar sobre el abandono de Cristo mejor que antes, pero mi corazón y mi vida han percibido algo de ese abandono, han recibido una luz que me compromete. Sería totalmente incapaz de explicártelo; a lo mejor podría decirte alguna cosita humilde y pobre, confiándote aquello en lo que se ha convertido una parte de mi vida. Pero para entrar ahí plenamente, no hay más que un camino que consiste en acoger la luz que el Espíritu del Señor hará que se alce en tu corazón como la estrella de la mañana. Luz incomparable, imposible de explicar, pero que en ti se hará vida.

Y no te acabarás el Evangelio ni los textos de la Escritura sin que el Espíritu renueve en tu corazón la inspiración y el sentido que les dio vida. Así vive el hombre, de la Palabra que sale de la boca de Dios (Mt. 4, 4).
 

5. El nombre del Señor.

«Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará» (Rm. 10, 13). Cada cual, cuando reza, invoca el nombre del Señor. ¿Qué oración no empieza por un ruego, por una invocación a Dios, al Padre, a Jesús? El Evangelio lo revela en el grito de los cojos, de los ciegos, de los enfermos:«¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!» (Mc. 10, 47). Pedir ayuda, llamar la atención del Señor diciendo su nombre, renueva en nosotros el sentimiento de la Presencia de Dios, nos pone frente a El. Hace falta un poco de familiaridad para invocar el nombre del Señor, ese llamamiento es un acto de fe hacia el Dios vivo, la Providencia, el Padre que «sabe lo que necesitas antes de que se lo pidas» (Mt. 6, 8).

Sin embargo, ahora quisiera hablarte de otra experiencia. De una experiencia más profunda del Nombre del Señor, algo por lo que quizá nuestro Occidente haya perdido la inclinación, o al menos la costumbre.

Fue hace poco, con ocasión de un retiro. He conservado la costumbre de hacer retiros largos; ocho días al año. Para mí es un respiro necesario, una de esas pausas de las que ya no sabría prescindir, un tiempo esencialmente consagrado a la oración. Hice la experiencia de la oración nocturna. No es nada del otro mundo, nunca decido de antemano despertarme por la noche, ni pongo el despertador con ese fin; pero si me despierto espontáneamente, entonces me parece que es como una llamada y un regalo del Señor. En ese momento te levantas y te reúnes con Aquél que te llama, en el silencio de la noche. No hay nada heroico en ello: nunca he sentido cansancio al día siguiente, ni esa impresión de ojos cargados. Cuando es el Señor en persona quien te llama, se las arregla para que no sufras desventaja ni cansancio.

Bien, pues aquella noche, había dicho al Señor: «Me gustaría que me invitases esta noche y tener un poco de tiempo para ti...». Y me dormí sin la menor inquietud, sin la menor preocupación. Hubiera dado gracias de todas formas aunque hubiese dormido toda la noche de un tirón. No me tocaba decidir a mí. La cuestión es que a la una de la mañana, aquella noche me desperté, fresco, dispuesto, totalmente consciente. La llamada era evidente; acudí a ella con esa alegría íntima de haber sido escuchado, invitado.

Había deseado, en la soledad y el silencio de la noche, que el Espíritu me guiase en la verdad del Señor y me introdujese en el misterio de la pasión de Jesús. Para eso hace falta tiempo: pues se me estaba dando.

No había previsto nada excepto este deseo de acoger el impulso del Espíritu, de entrar en el misterio de Cristo. No llevé nada, ni libro ni siquiera el Evangelio; me preparaba para recibir... lo que el Señor había preparado para mí.

Y sucedió que me fue subiendo al corazón el Nombre del Señor Jesús. No era nada nuevo; ¿Cuántas veces, como tantos otros, habría empezado mi oración invocando su Nombre? Pero el Nombre de Jesús, una vez en mi corazón, ya no podía abandonarlo... «Jesús —Jesús —Jesús». No era la primera ocasión en que repetía varias veces ese nombre. Pero nunca de esa manera, nunca con esa continuidad. Se me imponía constantemente y yo lo pronunciaba en silencio aquella noche. Reclamaba toda mi atención, me llenaba. ¿Qué otra cosa hubiera podido ocuparme? Ese nombre invadía mi corazón, mi espíritu, mi ser. Es El quien se apoderaba de mí, tomaba posesión mía, me investía por completo. «Jesús —Jesús —Jesús».

Yo no lo rebuscaba, no lo retenía, no me esforzaba en repetirlo; se imponía a mí, tomando toda la parte consciente, como un hechizo maravilloso e inesperado. A cada instante se me daba y yo lo recibía siempre vivo y nuevo. Me parecía no poder pronunciar ya cualquier otra palabra, otro nombre que no fuera el de Jesús, pero nunca hubiera conocido semejante intensidad si la hubiese buscado, querido, si deliberadamente la hubiera cultivado.

Durante más de dos horas, me repetí el Nombre de Jesús. Nada más. Después me dí cuenta de que se me había dado casi al compás de los latidos de mi corazón... Miles de veces. Y fue una gran maravilla; sin cansancio, sin la menor gana de detenerme, yo diría que sin ninguna posibilidad de decir otra cosa. Ninguna otra palabra me atraía ni me interesaba. El Nombre de Jesús me era dado por el Espíritu, como un inagotable alimento espiritual, manantial de vida y de alegría íntimas. No había ninguna imagen sensible que lo acompañara, ningún pensamiento en particular. No, el Nombre nada más: «Jesús —Jesús —Jesús». Pero «no hay otro Nombre por el que podamos salvarnos» (Hch. 4, 12).

Entonces, el Nombre de Jesús ya no es un grito —tu grito— que tú lanzas hacia El. No es una llamada que proceda de tu voluntad, de tu deseo de ir a El; por mucho que te esfuerces en repetir su Nombre del mismo modo, no lo conseguirás verdaderamente a menos que no te sea dado. En efecto, es algo completamente distinto el decirlo por ti mismo a recibirlo del Espíritu. Es preciso haber hecho esa experiencia para comprenderlo, para captar la diferencia, lo cual no quiere decir que no haya que intentarlo. Al contrario.

De esta «manducación», de esta repetición incesante del Nombre de Jesús, existe una larga e importante tradición oriental, la de la «Oración de Jesús». La repetición del Nombre de Jesús está asociada generalmente al significado mismo de su Nombre: «El Señor salva». Es acto de fe dilatado en la oración sin cesar. Es cumplir la recomendación de Jesús a sus discípulos de «orar sin cesar» (Lc. 18, 1).

Consiste en repetir, en todo momento en que el espíritu esté disponible: «Jesús, Hijo de Dios, salvador, ten misericordia de mí, que soy pecador», o incluso más brevemente: «Señor Jesús, ten misericordia de mí». La fórmula es lo de menos: lo único que importa es la invocación repetida del Nombre de Jesús. Lo demás sólo es ornamento.

Pero, ¿cómo es posible orar constantemente? ¿Es una quimera, y por parte de Jesús que nos lo ha pedido, una exigencia desmedida? El maestro espiritual dice al peregrino ruso que busca la oración perpetua: «Te ha sido dado comprender que no es la sabiduría de este mundo ni un vano deseo de conocimientos, lo que conduce a la luz celeste —la oración interior perpetua—, al contrario, es la pobreza de espíritu y la experiencia activa vividas con sencillez de corazón» (1).

Es cierto que si quieres llegar a «orar sin cesar» como lo pide Jesús, por ti mismo, apoyándote en tus propias fuerzas, vas directo al fracaso, al cansancio, al desaliento. Ni siquiera es posible invocar el Nombre de Jesús sin la inspiración y la asistencia del Espíritu Santo: «Nadie puede decir "Jesús es Señor" si no es por el Espíritu Santo» (I Co. 12, 3). Pero puedes empezar a ejercitarte llenando tu corazón del Nombre del Señor, con perseverancia, con fe, deleitándote con su sabor. Poco a poco, el Espíritu de Dios tomará el relevo y te dará la oración. «Vendrá en ayuda de tu debilidad» (Rm. 8, 26) y te abrirá a esa morada en ti del Nombre de Jesús.

(1) «El peregrino ruso», traducido al castellano por Urbano Barrientos. Editorial de Espiritualidad. (N.T.)

Ninguna palabra puede decir,
ni traducir
—sólo quien lo haya vivido podrá comprender

lo que es amar «Jesús» (2).

(2) Estrofa de himno «Jesús dulcis memoria».