II

RECOBRA EL CAMINO
DE TU CORAZON


El sendero se adentraba por los bosques, acogedor, íntimo, sombreado. Generaciones enteras de hombres habían trazado el camino con las huellas de sus pasos y, a fuerza de haberlo pisado, dejó de crecer la vegetación.

Me gustan esos caminitos. Andaba muy a gusto por allí, como uno de tantos, que un día también lo recorrieron. A través de la hojarasca, los rayos del sol moteaban las cosas de luz y de sombra. Las ramas parecían separarse por iniciativa propia para abrirte camino, y se volvían a juntar por encima de ti, como cuna protectora, como boquete viviente que te acompaña y te lleva. El camino está trazado: te llevará donde no pensabas ir; no tienes más que seguirlo.

Yo caminaba de ese modo; curiosamente, los demás senderos que se entrecruzaban con éste, o se ramificaban, tenían como un aspecto distinto; eran de otra índole. Resultaba imposible equivocarse.

Así, me iba adentrando en el bosque.

De pronto, una rama me singló en la cara, luego un bejuco, una zarza se me enrollaba al tobillo; y otra rama. A cada paso, la vegetación iba ganando terreno, reconquistaba el sendero trillado, mi bonito sendero... Tuve que capitular: ramas, helechos, bejucos y zarzas se interponían, se oponían al paso del intruso. El sendero se perdía invadido por la vegetación. Hubiera tenido que abrirme paso otra vez con un machete o una podadera, o hasta con hacha en mano.

Sólo las pisadas constantes de los hombres, mantienen un sendero, hacen que permanezca abierto. Una vez se desvanece, asimilado por el medio, hará falta un trabajo extenuante para abrirlo de nuevo, y si no lo aplanan incesantes pisadas, se volverá a borrar con la misma rapidez.

El «camino de mi corazón» era ese sendero y se cerraba muy aprisa, desalentando mis esfuerzos. Se me brindaban caminos más amplios, más acogedores, más cómodos para mis pasos, más distraídos. El camino de mi corazón se había llenado de maleza, estaba borrado, ya no me acordaba del recorrido.

Tenía que abrirme paso otra vez. Gracias a Dios, cada paso que daba adelante, hacía resurgir en mí, recuerdos ocultos, evocaba esa presencia hacia la que caminaba. Más allá de mis olvidos, me volvía el camino a la memoria.

Hubo un tiempo, hace mucho, en que ese camino estuvo abierto: un tiempo lejano. Al querer evocar los recuerdos de aquella primera etapa, temo mezclarla con ésta, así que me contentaré con relatar cómo se volvió a fraguar en mí el sendero olvidado.

En tu vida ese «camino de tu corazón», ¿es algo que haya que reconocer —que recobrar desde el fondo del olvido— o se descubre por primera vez? Quizá no te hayas aventurado nunca por él, o apenas, o muy poco en todo caso, como para poder reconocerlo. No te preocupes, para descubrir o reconocer, hay que dar los mismos pasos, y ya «reconocerás» a medida que vayas descubriendo. Sólo hace falta un poco de tiempo: los signos son tenues y apenas se vislumbran. Para marcar ese camino y que no se te borre más, tendrás que recorrerlo mucho para que tus pisadas se impriman y aventajen al vigor de la vegetación, que hará lo posible por borrarlo.

Hay muchas cosas que quisiera decir. Y tendría que decirlas todas juntas. Es imposible hacer una síntesis, así que avanzaremos humildemente, despejando cada paso en su momento, rama a rama, bejuco tras bejuco, zarza tras zarza.


1.
Escucha el silencio.

Aquí estamos, a punto de ponernos manos a la obra. ¿Por qué zarza empezaremos? ¿Por qué rama?

Dejemos zarzas y ramas Siéntate un momento
Escucha
Escucha el silencio
Sumérgete en el silencio
Acógelo, goza del silencio.

En este rincón de bosque, los ruidos de la vida y del mundo te llegan mitigados, lejanos. No rompen el silencio, le confieren su propio peso. Ni el viento en las ramas, ni el canto de los pájaros rompen el silencio; más bien lo habitan y hacen que lo degustemos.

Degusta el silencio.

El «camino de tu corazón» se asusta con los ruidos de los hombres, se esconde de sus palabrerías.

Hoy día, en el silencio de los bosques, la gente va con el transistor pegado al oído. Y no para escucharlo, sino para ambientarse, por el simple ruido, a modo de droga, para exorcizar el silencio, pues a veces el silencio oprime y da miedo. El silencio te deja a solas contigo mismo: ardua compañía... te lo digo yo. Antes de la experiencia que te he contado, un fondo musical o de palabras acompañaba siempre mi vida. Apenas lo escuchaba, pero me había acostumbrado a él de forma mecánica, como el fumador empedernido que ya no se da ni cuenta de que está encendiendo otro cigarrillo. Así amueblaba el silencio, con ruido, con cualquier cosa, con buena música o con la radio. Un ruido que tranquilizase, una especie de presencia frente a mí, a mi lado.

Para recobrar el camino de mi corazón, he tenido que conquistar de nuevo el silencio y cerrar el transistor. Me lo había llevado al primer retiro (luego ya ni lo metía en la maleta), pero sólo era para escuchar las noticias. Además, casi nunca estaba en mi habitación; me gustaba pasearme despacio por el parque, rodeado de árboles y de trinos o bien sentarme en un banco, al frescor del aire, bajo el cielo otoñal. Una cura de naturaleza y de silencio. Muchas de las horas de esta oración recobrada, transcurrieron de ese modo.

Entonces estábamos en silencio todo el día, tanto en las comidas como en el tiempo libre. Bendito silencio que te envuelve y, poco a poco, te apacigua, te relaja, te libera.

¡Bendito silencio el de los retiros prolongados!

A veces, puede resultar inaguantable, en los primeros días, si no estás acostumbrado. Te pica la lengua, sería tan cómodo, tan tranquilizador, tan beneficioso, entregarse un ratito a intercambiar con otro ideas sobre temas espirituales... es una forma como otra de huir del silencio. Considérate afortunado si el hermano o la hermana a quienes te diriges te hacen chitón con el dedo en los labios y una amable sonrisa. Contén las palabras que habías preparado, tu inútil palabrería, que probablemente considerases en ese momento como algo necesario, insustituible, vital y alégrate por ese silencio, por ese regalo de silencio que tu hermano o tu hermana han renovado para ti. Quédate con tu silencio.

El silencio de ese parque me fue de una ayuda preciosa. Esa especie de retorno a la naturaleza, benefició al ciudadano que estoy hecho. Contribuyó a reeducar en mi ser, el gusto por el silencio. Ahí fue donde el camino de mi corazón empezó a abrirse de nuevo para mí.

Llegado a este punto, el silencio que te rodea, empieza a parecerte una bahía de paz. Si antes huías de él, ahora te pones a buscarlo. Te sientes revivir, como si el ruido te hubiese asfixiado hasta ese momento, y el silencio, a modo de respiración profunda, te renovase y purificase.

Ocurre, sin embargo, que algunos días y, sobre todo, algunas noches, el silencio empieza a pesar. Recuerdo las noches de invierno en la montaña. La nieve mitigaba, todavía más, los tenues ruidos de las cosas. Se oía de verdad el silencio, como si el oído despierto lo solicitase de modo especial. Adquiría un espesor y un peso insólitos, como la rama de abeto cargada de nieve que deja de responder a la llamada de la brisa, a menos que no se sacuda la helada capa que la paraliza. Toda palabra parece indiscreta en ese momento, casi profanadora, hace el efecto de una pesada cortina que uno levanta con mirada curiosa y que de pronto se desploma. Toda palabra pierde su resonancia y se mitiga en el silencio que se apodera de personas y cosas.

Silencio opresor a veces, en el que una nota de angustia te va subiendo al compás de los latidos del corazón. Acógela de buen talante: es el recuerdo de una soledad que hace tiempo no soportabas. Esboza una sonrisa, porque ese silencio, si te abres a él, verás como está preñado de una presencia que, poco a poco, se te revela y viene a habitar en ti.

Pero a condición de que tu corazón esté en paz. Si, por el contrario, notas que el nerviosismo te vence en un silencio demasiado fuerte, no te empeñes en prolongarlo, no sirve de nada ponerse tenso. Ve a hablar con alguien a quien no molestes, no perturbes el silencio de ningún hermano, que ya habrá alguien a tu disposición para escucharte. Y luego, tan pronto te hayas tranquilizado, apaciguado, vuelve al silencio.

Del mismo modo que tus pulmones aspiran a tener aire puro, así tu corazón desea ese silencio; deja crecer en ti ese deseo, déjalo imponerse como una necesidad. Cultívalo; se te ha dado, es condición del encuentro, preludio obligado a la oración, y sientes cómo crece en ti.


2.
Haz silencio.

El camino de mi corazón.

El ruido exterior me había desviado de él, esa especie de falsa presencia que acaba haciéndose tan familiar. Tuve que recobrar el silencio de personas y cosas pero, realmente, no basta el silencio exterior; es sólo un primer paso. El verdadero silencio es interior y mucho más trabajoso de conquistar.

La imaginación, esparcida a los cuatro vientos de la fantasía y de la insignificancia, se acostumbra a alzar el vuelo con nada que la llamen, a la mínima solicitación. Vagabundea a cada paso, sin venir a cuento, encadenando una cosa con otra de la manera más extraña e inesperada.

Cuando necesito recurrir a ella, mi imaginación se manifiesta bastante pobre, estéril, de una lentitud desesperante. Pero en el momento de la oración, se toma la revancha con una fecundidad insospechada. Se me desencadena un verdadero guirigay, una película acelerada, como en esos antiguos cortos de cine mudo que ponen a veces, imágenes de un mundo que va corriendo a toda prisa, insaciable, alocado, caricaturesco. En ese momento, pienso en todo, en cualquier cosa, infinidad de temas prorrumpen en mi mente, los problemas pendientes reclaman solución, la curiosidad se abre paso picoteando de aquí y de allá, cultivando el problema del movimiento indefinido, saltando de oca a oca y tirando porque le toca, echándose a volar, dando vueltas, mariposeando entre la prisa y la urgencia, entre lo esencial y lo fundamental. En fin, una cuestión de vida o muerte, ni más ni menos. La danza alucinante del paisaje y de la carretera, al volante de un coche de «Fórmula Uno» disparado a toda velocidad...

En seguida me desalentaba. ¿Para qué empeñarse cuando la imaginación se desboca, así, si no se consigue nada? La llaman «la loca de la casa», pero desengáñate, no está loca; ni muchísimo menos. Simplemente está en tus redes, animada por tus abandonos, fortificada con tus insignificancias; está acentuando la inclinación de tus capitulaciones. En ese sentido te ofrece una imagen de ti mismo bastante acertada: la de la dispersión, la de la superficialidad. No es tu imaginación la que se extravía, se desmenuza y te hace difícil la tarea; no, es tu mismo ser quien huye y se dispersa, y la imaginación le sigue el rastro por el camino de la facilidad, que no lleva a ninguna parte. No conseguirás dominar tu imaginación a menos que no empieces por recomponer tu ser, por «existir» verdaderamente.

Antes me gustaba sumergir mi oración en la naturaleza, en medio de los árboles y de los pájaros. Esto me sumía —ahora me doy cuenta— en una suave euforia, apacible, con olor a sinfonía pastoral. Pero a modo de oración, lo que hacía era disfrutar de los placeres bucólicos. ¡Claro que la naturaleza revelaba un poco del rostro de su Creador!, pero los árboles, las ramas y las flores me sugerían, sobre todo, formas curiosas, evocadoras de cualquier imagen, mientras que los pájaros atraían mi mirada con su vuelo o su presencia insospechada, y mecían mis oídos con sus trinos.

En todo esto, ¿qué quedaba de oración? Cierto tiempo —como dije— en el que no me ocupaba de nada más. Pero, ¿era suficiente?

«Tú, en cambio cuando vayas a orar, entra en tu aposento más retirado y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí, en lo secreto» (Mt. 6, 6).

El aposento más retirado tiene algunas ventajas. Claro que es discreto, está escondido y se resiste a la vanagloria halagadora de nuestra vanidad. Únicamente el Padre está ahí, en lo escondido, contigo. Es el único en saberlo.

Ese «aposento» tampoco es un alimento privilegiado para la imaginación, que digamos. Despojado, algo oscuro, se presta al recogimiento y favorece el silencio interior. Pronto se te hace familiar la forma en que está dispuesto, y allí te distraes menos que en cualquier otra parte.

En lo que a mí respecta, he acabado por apañarme un «rinconcito para la oración», despojado, funcional... basta con un crucifijo o con una imagen que te digan algo, para orientar tu mirada cuando se extravíe. Casi siempre rezo allí, al menos para la oración que se me brinda cada día. Poco a poco, el lugar mismo te introduce en la oración y crea un alma; cuando te retiras allí, se produce en ti como un sosiego, cierto silencio interior, que puede hacer más breve el momento de la iniciación.

Cuando entras en «el aposento más retirado», entras en el camino de tu corazón, pues es como la parte interior de ti mismo, donde la presencia del Padre, más íntima que tu propio corazón, se reúne contigo. Allí, Dios y tú vivís el silencio que precede al encuentro.

¿Por eso vas a estar inmunizado contra las distracciones, contra ese caleidoscopio de pensamientos y preocupaciones que a veces te invade? El «aposento más retirado» favorece el silencio interior, pero no es suficiente para garantizarlo.

A decir verdad, el silencio interior siempre será frágil. Que te sobrevenga una preocupación algo impetuosa, que en el sereno cielo de tu recogimiento se perfile cualquier engorro, y ya estás empezando a evadirte: trazas planes, buscas soluciones, preparas una defensa, argumentas... Aquello que constituye tu vida diaria empieza a invadirte, no como alimento, sino como obstáculo en tu oración. Es el séquito familiar de las «distracciones en la oración». Cosa trivial, pero impresionante a veces, por el vigor de la huella que te queda en el alma y que desafía los esfuerzos que haces a favor del silencio.

No te preocupes más de lo necesario porque, si lo haces, estás añadiendo otra preocupación suplementaria arriesgando todavía más el recogimiento y el silencio.

Con calma y suavidad, retorna a tu oración. Sin reproches: «Perdóname Señor, ya he vuelto a evadirme». Eso es todo. Y es suficiente. Retorna una vez y dos y cien si hace falta. Y no aceptes el desaliento; no digas: «¡Nunca lo conseguiré!». Es verdad que tú no lo conseguirás nunca, pero eso nadie te lo va a reprochar, ni te va a pedir siquiera que no te distraigas —y, menos que nadie, el Padre que está ahí, en lo íntimo de tí mismo, en lo secreto—. Retorna, con eso b,asta no hace falta más. No hay que esperar nada más. Ahí está tu fidelidad: retorna cada vez que te extravíes en tus pensamientos. Como un perrito alocado, pero fiel, que siempre vuelve a los pies de su dueño y acaba enterneciéndolo con la mirada. No te canses de volver una y otra vez. Tu Padre no se cansará de acogerte. Sabe cómo estás hecho, y no se asusta. Le gusta tu empeño en volver a El, lo toma como un hermoso homenaie. como un signo de amor, humilde y sonriente, realista. Sólo El tiene fidelidades sin fallos; tú, como todo hombre, tienes únicamente fidelidades que te llevan a volver a empezar. Sé fiel de esa manera.

Me apuesto a que, una vez u otra, tu Padre que está en lo secreto, te hará el regalo de un momento de silencio interior. Entonces, sosegado y concentrado, pero nunca tenso, probarás esa alegría de sentirte enteramente recogido, en paz, unificado en un sólo propósito en un único pensamiento, con una única atención que nada, o casi nada vendrá a perturbar. Y si la distracción te acomete por un momento, se queda en la superficie y no llega hasta el fondo de tu corazón; te bastará muy poco para volver a esta única necesidad, a esta «mejor parte» que se te brinda.

No vayas a creer por eso, que en adelante ya te has establecido en un silencio que nada volverá a perturbar, o que tu imaginación se ha disciplinado definitivamente y ya eres dueño de ella. No, el don que se te hace es frágil, tienes que llevarlo con temor y temblor para que no se rompa el encanto.

Tampoco vayas a imaginarte que lo has conseguido, que has llegado tú solito a acallar sueños e imaginaciones. Tú no has hecho más que prestar tu ser, el meollo de tu ser, para que Otro actúe; es El quien ha pacificado tu espíritu casi sin intervención tuya. Si lo recibes verdaderamente como un regalo frágil, podrá fructificar poco a poco. La parte que a ti te toca, es evitar las preocupaciones invasoras o insignificantes, es reanudar una y otra vez el camino de tu corazón. Una y otra vez, es decir, no sólo cuando has decidido que vas a rezar, sino varias veces al día. Una y otra vez, lo más a menudo posible. Te bastará con una mirada interior que sea atenta, con un instante.

Así te familiarizarás con el camino de tu corazón. No hace falta mucho esfuerzo para penetrar en él, lejos de las cosas y del ruido. Y cuanto más te sumerjas en el corazón de ti mismo, más se afianzará también el silencio, y acabarás cogiéndole gusto. No por el silencio en sí mismo, sino porque te hace degustar de cerca la presencia del Padre en lo más íntimo, en lo secreto, en el silencio que te ha dado y donde El habita.

Pasarás (quizá) por épocas de silencio fácil, o por otras muy largas a veces, en que la lucha parecerá no tener fin. ¿Y qué? El silencio interior es un don gratuito, no puedes exigirlo como algo que se te debe, ni quejarte si te ves privado de él. Confórmate buscándolo sin cesar, porque el Padre no se cansa de estar presente en lo íntimo de tu ser, en tus raíces profundas. Lo demás, en el fondo, ya no importa.


3.
El vacío de mi corazón.

El camino de mi corazón.

He tenido que recobrarlo también en lo íntimo de mí mismo. En esa profundidad interior que tan a menudo ignoramos.

¿Has probado a vivir alguna vez, desde fuera de ti mismo? Casi sin raíces, como esas hierbas que brotan en la roca porque han encontrado un pellizco de tierra donde agarrarse pero que, si das un ligero tirón, te lo llevas todo, planta y tierra. Y la roca se queda lisa, sin una sola cicatriz, una vida en la superficie de las cosas, precaria.

En mi vida no pasaba nada. Pasaban cosas, pero no dejaban casi señal, como la hierba en la oquedad de la roca. Las personas también pasaban, pero sin entrar, sin empujar la puerta; pasaban por mi lado como sombras fugitivas que no dejan huella, y mucho menos cicatriz. Y es que en mí no había heridas confesadas: me había hecho invulnerable.

Ni yo mismo entraba ya, o bien poco. Vivía desde el exterior, evitando hábilmente lo que pudiera herirme. Pasaban los días, y los meses, y los años, en la monotonía. Alguna marca me quedaba, pues no puedes evitar las arrugas del tiempo, pero yo no cambiaba. Vivía en la superficie, invunerable.

Y sin una coraza, no se puede ser invunerable; coraza de indiferencia, de insensibilidad, de precauciones frioleras; coraza que en poco tiempo acaba por cobijar tan sólo un corazón vacío. Tu interior se vuelve ajeno a ti, ya no te reconoces, te sientes incómodo, ya no te aventuras a explorarte. Te has convertido en una cáscara vacía, a imagen de esos viejos sauces a orillas de los arroyos, que implantan su copa sarmentosa y cabelluda en un tronco hueco; sí, una envoltura en lo vacío, en un corazón vacío.

Y no estoy hablando sólo de un corazón insensible. Poco a poco, se va convirtiendo en una ausencia de corazón, en un vacío en el lugar que ocupaba el corazón.

Ten cuidado. Existen muchas maneras de vivir así, en lo exterior de uno mismo. En mí ocurrió como te lo acabo de decir. En otros, la experiencia será diferente, pero el resultado quizá sea el mismo.

En lugar de la invulnerabilidad, puede que cultives al prójimo como una coartada. Entonces se convierte para ti en una cosa, en un valedor que utilizas, del que te estás sirviendo. Como de algún modo sientes ese vacío en tu interior, intentas colmarlo. O más exactamente llenarlo, pues nunca podrás «colmarlo». Los demás son pues, material de relleno; los absorbes, los persigues con asiduidades embarazosas a las que das el nombre de altruismo, generosidad, sentido y necesidad de los demás... Pero sólo te sirven para llenar ese vacío en ti. En vano, porque el vacío se resiste y no se deja habitar. Entonces intentas aumentar el número de asideros. En vano otra vez; el vacío es siempre vacío, y el agujero se hunde cada vez más.

Así que llegas al extremo de echar la culpa a los demás, primero interiormente, luego en voz alta, de no responder a tus gestos de «amistad», de «generosidad». Los haces responsables de tu vacío interior, como si en el fondo no te fuesen indiferentes. Sólo consigues acrecentar tu soledad, cayendo en la trampa de tus coartadas, pues el otro se sustrae a la utilización que se intenta hacer de él, no puede resignarse a ser únicamente un objeto. No puede llenar el vacío de tu corazón, el vacío que se ha hecho en ti en el lugar de tu corazón.

Evadirse en las cosas: es otra posibilidad. No en el espíritu de las cosas a la manera del poeta que se une a ellas en su aparecer. Hablo de evadirse en su más vil materialidad. Las cosas las tienes para tenerlas, apenas para usarlas; te proyectas en ellas y sustituyen en ti razones para vivir. Así, vas acumulando, coleccionando, víctima consintiente y engañada por la sociedad de consumo. No es tan grande la diferencia entre un corazón vacío y el que está relleno de cosas; el signo está invertido, como en las matemáticas, pero la realidad es la misma. Siempre te figuras que aquello que no posees todavía, es lo único que puede llenar tu corazón vacío. Es ilusorio; las cosas rellenan el corazón sin conseguir colmarlo.

¿Conoces el antiguo mito de las Danaides? Habían sido condenadas por Zeus a llenar un tonel sin fondo. Tarea imposible y ridícula, condena inapelable. La única diferencia es que tú no estás condenado a eso; eres tú quien se condena, pues te has convertido en ese tonel vacío y sin fondo que desesperadamente crees que vas a llenar con cosas. Crees poseerlas, pero son ellas las que te poseen y se agrupan, para cerrarte el camino de tu corazón. Sólo una pizca de pobreza podría liberarte, pero eso tú no lo sabes; así que, ¿cómo te ibas a poner a desearla?

Un vacío en el lugar de tu corazón. ¡Claro, tú no te das cuenta! O apenas. Tendrías que entrar por un momento dentro de ti, emprender una especie de exploración interior para tomar conciencia del vacío que te habita. Pero todavía no ha llegado el momento, esa vida en la superficie te basta; no has conocido otra, o la has olvidado, una vez transcurridas las generosidades algo alocadas de la juventud.

Yo no tenía demasiada sensación de corazón vacío. Me había hecho a la invulnerabilidad, vivía en las cosas que me poseían, ocupado, atareado a veces; una vida hasta satisfactoria, si mucho me apuras. Recogía beneplácitos por doquier, desechando fastidios y críticas de un manotazo. De algún modo tenía miedo de volver en mí, así que lo mejor era no pensar en ello todavía.

Y luego vino un día... En el transcurso de uno de los retiros de que te hablé.

Ese día habíamos sido invitados a hacer un examen de conciencia; no era la primera vez. Desde luego, lo que yo conocía eran sobre todo, los exámenes de conciencia tipo iceberg, inspeccionados con anteojo marino: no se distingue más que el trozo visible, no alcanzas las profundidades y lo que crees ver en el agua, sólo es el reflejo de lo que emerge. Sí, yo distinguía las asperezas de mi vida, lo que flotaba en la superficie de mí mismo.

Así que un examen de conciencia. Muy anodino, muy respetuoso con los secretos recovecos. Se trataba de pedir perdón en un encuentro fraterno, por los traspiés que cada uno de nosotros había dado en su vida apostólica. Yo pensaba en lo que podría decir; desde luego, la oración había perforado ya mi vida, pero no hasta el extremo de que ese vacío en mí se hiciese manifiesto. Deseaba expresarme con lealtad, también buscaba un poco la frase bonita, la fórmula feliz y acertada. Uno tiene sus coqueterías...

Y luego, cuando me llegó el turno, me vino ésto a los labios: «Señor, te pido perdón por todas las palabras hábiles que han ocultado el vacío de mi corazón».

Hoy me doy cuenta de que se trataba de algo totalmente distinto a mi vida apostólica. Esa frase, ese grito invocando la misericordia, iba mucho más lejos: más que hablar de mi actividad, lo que revelaba era mi propio corazón. No exageraría diciendo que me lo reveló a mí mismo, pues a la vez que las palabras se formaban en mis labios, estaba siendo consciente con verdadero vértigo del vacío de mi corazón. Hasta entonces, nunca se me había manifestado tan a lo crudo. Y es que lo tenía bastante bien domesticado desde siempre; ahora es cuando, de pronto, lo estaba viendo claro. No exagero hablando de vértigo; cuando la vida te sorprende así, con un golpe que no te esperas, no tienes tiempo de prepararte, de hacerte a la idea; te agrede con brutalidad, tanto más cuanto que en un instante hace que aparezca ante tus ojos la insignificancia, la inconsistencia de todos los rellenos con los que alimentabas las trampas en las que se apoyaba tu seguridad, es decir tu bienestar.

Dolorosa incomodidad, que dura y reduce a puro vacío el sabio andamiaje de coartadas que hasta ahora te servía de esqueleto. Las ilusiones se te derrumban y te quedas a solas contigo mismo, o sea, frente a ese vacío que aparece ahí donde creías tener el corazón.

Ese hundimiento es saludable, pues te sitúa en la verdad de ti mismo y te permite despojarse de la coraza que llevas puesta con tus quimeras. Es una gracia que se te da y que tienes que acoger; quizá se pudiese llegar al mismo resultado a través del camino normal de la reflexión y de un cuestionarse a sí mismo, pero eso llevaría muchos años seguramente, mientras que allí, al contrario, experimentaba esa luz repentina que se me daba y que se apoderaba de mí a un nivel de profundidad al que probablemente nunca hubiera llegado con mis propias fuerzas.

Esa luz es dolorosa y benéfica. Desoxida las apariencias, y pone al desnudo «lo que es», en la verdad. Una terrible verdad. Y si al comienzo del camino, experimentaba un vacío vertiginoso, inconsciente hasta entonces, al menos la vía estaría libre en adelante, o mínimamente despejada. El camino de mi corazón se abría un poco más a mí.


4.
La cabeza y el corazón.

El camino de tu corazón... no pasa por tu cabeza. Vaya forma de expresarse, estarás pensando, seguramente. Sin embargo, no es por gusto a la paradoja, es una realidad profunda, y nada fácil de decir, pues las cosas de la cabeza se cuentan más fácilmente que las del corazón.

Suponte por un momento que Bernardo se declara a Silvia hablándole con la cabeza. La cosa podría resultar así: «Silvia, he de hacerte una declaración. El otro día reflexionando, después de nuestro encuentro, intenté analizar lo que nos habíamos dicho, y parece haber en nosotros unas fuerzas profundas que nos acercan; por otra parte, nuestros deseos son similares, en todo caso, me parece que podemos conciliarlos. Constato que los momentos que pasamos juntos son positivos, y nuestra comunicación toca lo esencial en cada uno de nosotros. E igualmente cuenta la atracción física. El tipo de mujer que siempre imaginé corresponde bastante adecuadamente a lo que tú eres; así que puedo concluir diciendo: me parece que te amo».

Es una estupidez, claro. Una declaración de amor no se hace con la cabeza; una simple mirada, cierta actitud, una sonrisa, una pizca de alegría inexplicable, un «te amo» a lo tonto, dicen mucho más y lo dicen mejor.

«Pierre es demasiado intelectual», decía de mí hace tiempo un muchacho, ya bautizado, antes de su conversión. Y otro me soltó: «Te pasas la vida en discusiones, y siempre te estás interpretando». Así era yo. Y para ser sincero, te diré que todavía lo soy un poco. O quizá demasiado.

Cuando lo que me funcionaba era la cabeza, me sentía bastante a gusto, en terreno conocido, por decirlo de algún modo. En efecto, la cabeza se complace en lo abstracto, ahí es donde carbura, como un motor bien engrasado. Pero carbura en lo abstracto, por definición. Y la abstracción es lo que queda cuando la vida se ha ido por otro lado.

Hay gente así, que razona (perdón, iba a escribir que «resuena», ver San Pablo I Co. 13,1) sobre las cosas de Dios. En buena medida, yo era de esa gente, y la cosa tenía tanto peso en mi vida, que casi daba gato por liebre, pues me proporcionaba una sensación de contacto con Dios. Yo hablaba de El incluso muy a menudo en tanto que sacerdote: esa era mi misión, casi mi razón de ser. Y creo que hasta decía cosas bastante buenas (ya, ni me ruboriza admitirlo), mi cabeza disertaba, y yo me dejaba atrapar. Después de todo, el «tema» era Dios. ¿Cabía esperar algo mejor?

Esto me recuerda ahora (entonces no era consciente de ello), el pasaje del profeta Isaías al que se refiere Jesús: «Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí» (Is. 29,13; Mc. 7,6). La cabeza puede hablar de Dios sin que se implique el corazón.

Pasar de la cabeza al corazón no significa caer en lo sentimental, que tampoco eso es oro de buena ley. Pero no se entra en oración con la cabeza, sino con el corazón, no con lo que sabes, sino con lo que vives, no con ideas o palabras, sino con tu persona. Eres tú quien ora, entonces dejas ahí tus razonamientos, tus bellas ideas, tus sabias deducciones, prefiriendo el silencio a las hábiles palabras. La oración no se mide por las palabras que digas, pues tus palabras no siempre empeñan lo más profundo de ti mismo. Lo que sucede, por el contrario, es que llegan a evitar que te impliques en lo que estás diciendo, y sean como una escapatoria. Las ideas y las palabras las proyectas hacia afuera, tus labios las dicen, pero pueden impedir que el otro tenga acceso a tu intimidad, que tú mismo accedas a ella. Se convierten en pantalla protectora, como esas capas de humo que ocultan el barco a la mirada del enemigo. Las palabras dan seguridad y dan también gato por liebre, te apartan de lo esencial, y de ese modo te hacen creer en una quimera.

Así tus labios pueden funcionar sin que tu corazón quede implicado. Permanece como extraño, a todo, no se siente concernido, se reserva, se preserva, se niega a entregarse. El rechazo no es explícito, quizá ni siquiera sea consciente: está camuflado por las palabras que se pierden en su propia brillantez. Pero, sin embargo, el rechazo está ahí, encerrándote en un sistema defensivo no confesado. Finalmente, tu corazón lo guardas para ti, mientras tú estás creyendo que lo das. De esa manera, las palabras, tu cabeza que razona, encierran tu corazón.

Así estaba yo. Una vez más, necesitaba una liberación. Afortunadamente para mí, me pusieron en guardia muchas veces, con insistencia. Y sencillamente intenté no devanarme los sesos. Al principio no sabes cómo hacerlo, yo seguía cultivando, a remolque de mi demonio favorito, las frases bellas y las fórmulas acertadas; sin embargo, cada vez que me daba cuenta, paraba en seco: «Perdóname, Señor por volver a lo mismo. ¡Abre mi corazón y apodérate de él!».

De hecho, tienes que pasar de una oración que tú «haces» a una oración que «recibes» y que se te «da», una oración en la que ya no tienes que «devanarte los sesos». Así que me conformaba con parar cada vez que la cabeza quería disertar. Habrás visto por televisión esas carreras de caballos al trote, con carruaje individual: hay momentos en que el caballo, abandonando el dominio adquirido en el entrenamiento, pasa bruscamente de un trote, que no le es natural, al galope, que le resulta mucho más fácil. Entonces el jockey tira de las riendas, fuerza el cuello del animal a abandonar la posición erguida, la modera, la lleva a ese trote tan difícil de mantener y el caballo vuelve al ritmo impuesto por la mano del hombre. Hasta la próxima vez. Es una larga e ingrata doma, que nunca será definitiva. Pero, ¿qué importa? Porque tampoco hay que «romperse la cabeza» con el pretexto de acallarla; sería peor el remedio que la enfermedad.

No, tranquilízate, entre parada y sacudida, entre frenazo y arranque, vas disciplinando poco a poco tu espíritu, como el jockey tiene en sus manos al caballo. Vas aprendiendo, día a día, a rezar con el corazón. Con mucho silencio y muchos silencios.

Acuérdate del Evangelio: «no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados» (Mt. 6,7). Para nosotros, charlar mucho significa machacar las cosas una y otra vez. Cuando una persona mayor pierde la memoria y se repite, se dice que es machacona; pero aquí no se refiere a eso. Lo que Jesús quiere decir es que la cantidad de palabras no tiene ningún peso en la oración. Más aún, se convierte en empresa indiscreta y charlatana que intenta influir en Dios. Empresa de fondo pagano y estéril, pues confía más en el hombre que en Dios, y su amor. «Vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedirlo» (Mt. 6,8).

Pues hay una forma de repetir suave y pausada que ayuda a entrar en la verdadera oración.

Pongamos por caso que, una palabra, una frase, un recuerdo, te hablen al corazón. Los repites interiormente, para extraer, poco a poco, todo su sabor espiritual, pues de una sola vez no pueden revelar todo el jugo que contienen para ti, así que hay que exprimirlos hasta la última gota. Luego vuelves a ello, dejas que la palabra, la frase en cuestión, hagan eco en ti profundamente, durante tanto tiempo como sea necesario para que lleven todo su fruto y alimenten tu corazón: quédate rumiándolo. Deja que se apaguen las últimas resonancias, el tiempo, para que penetre, en ti, profundamente, la palabra que se te da. Vuelve a pensar en ella; mientras siga hablando a tu corazón, alimentando y sosteniendo tu atención, quédate ahí, aprovecha.

No intentes reaccionar, no le busques explicaciones, no saques consecuencias, niégate a la disertación. Confórmate con repetir la palabra desde el fondo de tu corazón, nada más que la palabra, lentamente, no añadas nada. Es ella quien hará su obra en ti. Si es una Palabra de Dios, sacada de la Biblia o del Evangelio, penetrará hasta el fondo de tu ser, encontrándose con el Espíritu que originariamente la inspiró y que te guía para llevar en ti, frutos de verdad.

Verás como, a fin de cuentas, necesitas pocas palabras para animar una oración prolongada. Pero de aquellas palabras que hayan alimentado tu corazón y tu oración, habrás sacado todo lo que Dios puso para ti.

Así, poco a poco, me ejercitaba en pasar de la cabeza al corazón, y al mismo tiempo, me daba cuenta de que ya no tenía que «hacer» una oración (que «fabricarla» personalmente), sino que la tenía que «recibir», como un regalo que te deja maravillado y confuso. Se aprende más rápido de lo que se cree; no es muy difícil, precisamente porque no hay nada que «hacer».

Aunque haya que aprender. No me gustaría que leyeses demasiado aprisa, porque entonces estás leyendo con la cabeza y el corazón apenas saca provecho.

Si te cuento estas cosas, a través de la experiencia que se me ha dado tener, es para que, a tu vez, la vivas, para que no te conformes con «saber» las cosas por haberlas leído. Lee, haz la experiencia tú mismo, prolóngala el tiempo que haga falta. Y luego sigue, y de nuevo, vive la experiencia. Quizá tardes mucho en llegar al final de este libro. ¿Y qué? ¿Qué importa que decidas, incluso, pararte en la mitad, si has conseguido entrar en oración, si ha llegado el momento en que se te ha dado, como a mí me fue dada?


5.
En lo más hondo de tu corazón.

El camino de tu corazón. Hay que llegar a lo profundo, a lo más hondo; entrar en lo interior, en lo íntimo de ti mismo. No se trata de una mirada de favor, pero a fuerza de dirigirte hacia lo más hondo, se crea en ti como una tolerancia, y el camino de tu corazón, te resulta familiar. Te es más fácil tomarlo, y su recorrido (el retorno a ti mismo) se acelera. Con esa nueva calidad de recogimiento que se te da llegas más rápido a tu interior, los prolegómenos de la oración se simplifican, entrar en ella exige un esfuerzo menos tenso. Y por el camino de tu corazón, ese camino amado en el que avanzas con alegría, la paz vendrá a tu encuentro. La paz del corazón profundo, donde las olas de la superficie, como en un submarino sumergido, se van mitigando y ya no te alcanzan.

La experiencia de la paz del corazón me fue dada de repente, como si una varita mágica hubiese cambiado en un pestañear de ojos mi mundo interior.

Acababa de sufrir ese vacío de corazón camuflado por un tiempo con hábiles palabras, acababa de pasar por ese vértigo, ese abismo insondable, donde creía perderme. Dolorido, desamparado, algo perdido, ya no tenía otro recurso sino, el de sumergirme en la oración, el de gritar mi desamparo desesperadamente. Oración árida y desconsolada como nunca hasta entonces había conocido. Pero también bahía de esperanza, donde empezaba a recobrar vida.

Durante un buen rato me quedé así, ante el vacío de mi corazón, que ni el mismo Dios conseguía llenar mientras oraba. De pronto, en ese frío que me helaba el alma, se alza como una oleada de calor que me envuelve y me sumerge, y me impone una palabra clara, distinta, luminosa, evidente: «¡Tú no me has abandonado al poder de la muerte!». Impresión fulgurante, todo se me tambalea, la luz es demasiado intensa, demasiado repentina e inesperada. Como una onda de choque llevándoselo todo por delante, me sube un sollozo a la garganta; son lágrimas de infinito agradecimiento, de confusión dichosa, que brotan de un corazón que ha pasado, en un pestañear de ojos, del vacío más vertiginoso a la plenitud total. Experiencia súbita de este amor del Padre que no había dejado de buscarme y que llegaba a lo más recóndito de mis infidelidades. De pronto, comprendía que el amor del Padre me arrancaba al poder de la muerte, que ya había empezado a pesar sobre mí, asfixiando mis veleidades, bloqueando mis sobresaltos. Nunca había visto con tanta claridad las ruinas amontonadas; también veía con lucidez de qué ruinas me estaban salvando En ese mismo instante, mi corazón fue colmado de paz, la paz de Dios que supera todo conocimiento, y que guardaba mi corazón y mis pensamientos en Cristo Jesús (FI. 4,7).

Desde entonces no me ha abandonado esa paz. Cuando parece alejarse y la asedian inquietudes o preocupaciones, basta con que, en adelante vuelva al «camino de mi corazón», camino de profundidad donde el amor del Padre se manifiesta, para que esa paz renazca y el alboroto se apacigüe.

Y sepas que:

No suprime el sufrimiento: es la paz de Dios la que ayuda a sobrellevarlo.

No resuelve los problemas; los relativiza y los simplifica, restableciéndolos a dimensiones más modestas.

No es una conquista, como podría serlo una psicoterapia que borre la angustia: es un don gratuito, frágil y maravilloso, que supera realmente todo lo imaginable.

Es la paz de Dios, siempre al alcance de la mano; pero no puedes atraparla; es ella quien se apodera de ti y quien viene a habitarte.

Surgía de una profundidad, sin punto de comparación con la que yo conocía. Una profundidad que era a la vez, intimidad radical y paraíso secreto al que no podía acceder con mis esfuerzos nada más. Una profundidad que se me regalaba por capricho del que en ella residía. Una profundidad que llega a la raíz del ser, a ese nivel en que el alma se une al cuerpo, en que la carne se empareja con el espíritu.

En esa profundidad se revela e irradia una presencia. No una presencia extraña e inquietante como la de un intruso. Al contrario, la presencia familiar y misteriosa, a la vez, del invitado que uno descubre a medida que El mismo se va desvelando.

Me viene a la memoria una comparación no muy afortunada, la verdad. Pero valga. En la «Isla misteriosa» de Julio Verne, los náufragos perciben en muchas ocasiones, y con una chispa de inquietud, una «presencia» que les protege de modo invisible, que resuelve situaciones desesperadas, que libera de peligros insalvables. Más adelante, nos enteramos de que se trata del misterioso capitán Nemo, que velaba por ese puñado de hombres desde el hueco de la caverna donde estaba amarrado el «Nautilus». Pero, qué distancia entre esa presencia protectora y la presencia en la profundidad de mí mismo de Aquél que, con una delicadeza incomparable protege y apacigua, sostiene y anima, de Aquél a quien se encuentra en el corazón del ser, porque El es quien da el ser y da la vida: el que establece su morada en cada uno de nosotros (Jn. 14,23).

Así se comprende la frase de San Agustín confiando su propia experiencia sobre el huésped interior: «Intimior, intimo meo, más íntimo que mi propia intimidad». A esa profundidad hace Dios su morada en el corazón del hombre, y nadie puede forzar semejante refugio, a menos que el mismo Dios revele su Presencia y abra el acceso a ese Misterio. Huerto cercado, fuente sellada, que ningún arte humana puede alcanzar: el lugar de la Presencia.

Ese lugar era, en otro tiempo, para el Pueblo de la Antigua Alianza, el Templo de Jerusalén, donde reposaba el Nombre de Dios, donde la nube había marcado y ocultado de las miradas, su Presencia (I R. 8,11). En tres días, con su muerte y su resurrección, Jesús destruyó ese templo para construir otro, no hecho por mano de hombre. «Y les hablaba del Templo de su cuerpo» (Jn. 2,21). «A los que no han nacido de la sangre, ni del deseo de la carne, ni de deseo de hombre, sino, que han nacido de Dios» (Jn. 1,13); por la fe en el Dios Padre que le había enviado, Jesús anuncia: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada» (Jn. 14,23). En adelante, es el hombre el lugar de la Presencia, pues «El Templo de Dios, sois vosotros» (I Co. 2,17).

Profundidad en la que Dios se revela y se entrega. Como creador, en la raíz del ser, sobre todo como Padre, en el origen de la adopción filial, donde el hombre se convierte en hijo con el Hijo. Misteriosa imagen oculta en un mundo interior en el que la injuria del tiempo y el poder del mal habían difuminado sus rasgos, como esas viejas fotografías descoloridas por los rayos del sol y el paso de los años. Imagen recobrada, en la intimidad de una oración que purifica y reforma el parecido. Imagen que ningún narcisismo puede hacer que te repliegues en ella con orgullosa complacencia. Imagen que también es presencia real, una Presencia que va creciendo mientras la suficiencia del hombre disminuye.

Dios presente en el corazón del hombre. Así, la oración deja de ser monólogo o introspección. El camino de mi corazón se convierte en búsqueda de Alguien, de Aquél que me da el ser y que me ama hasta hacerme más íntimo para mí mismo, que yo mismo. Crece así el deseo del encuentro, en esa parte profunda donde Dios habla a mi corazón.

El ángel de espada llameante ya no guarda la puerta del jardín para prohibirte que entres. Porque tú eres ese jardín donde la intimidad de tu Padre se te regala, El, que se pasea de nuevo contigo a la brisa de la tarde (Gn. 3,8 y 24). O mejor, ese jardín cuya existencia ignorabas en lo más profundo de tu corazón, se te revela y se abre a tu deseo. Tu Padre, que ve en lo secreto, está contigo.