I. ORAR: ¿A QUÉ PRECIO?


1. Un «sí»
ínfimo y minúsculo.

Yo había dejado de rezar, prácticamente. El tiempo que todavía dedicaba a la oración, de vez en cuando y obligado por las circunstancias, se me hacía largo, interminable. Me aburría de lo lindo, con la cabeza y el corazón vacíos, esperando el momento de verme «liberado», adelantando la hora de la «liberación».

Siempre tenía algo más importante que hacer, más útil, que corriera más prisa. Tiempo para rezar no me quedaba, y se me daba muy bien encontrar o crearme ocupaciones —o razones para no hacer nada— que paralizasen toda veleidad, al igual que una insignificancia consigue evaporar una pompa de jabón, sin huellas ni lamentos.

Con el paso de los años, el anquilosamiento se apodera de tí y te paraliza. Se convierte en una bola de nieve, qué digo, en una montaña que trasladar. Así que, ¿Cómo lo ibas a conseguir ahora, que has perdido toda agilidad, y a decir verdad, toda esperanza real, y quizá, hasta todo deseo medianamente serio? Algunos intentos lánguidos, (porque no es que tengas muchas ganas de lograrlo), alguna que otra tentativa que acabó en el fracaso, te lleva a decir: «Ya lo ves, no hay nada que hacer». Un retiro de vez en cuando (gracias a Dios todavía quedan amarras) y, a veces, un ímpetu que se desinfla rápido, pues las resoluciones de los retiros, no duran nada, una vez que la vida te recobre con sus hábitos tan bien arraigados.

A veces, me invadía cierto pesar. En otros tiempos yo había rezado, había saboreado la oración. Incluso, me había ocurrido quedarme a «prolongar »; había vivido experiencias de dulzura y de paz. Hasta llegué a pensar por un tiempo en la vida contemplativa. Y luego, todo aquello se desvaneció como bruma de verano. Me quedaba un poco de nostalgia, parecida al recuerdo de un pequeño paraíso perdido.

Pero ahora ya no eran ángeles de espadas en llamas (Gn. 3,24) quienes guardaban la entrada del paraíso. La entrada se había llenado sencillamente de maleza, como esos viejos senderos invadidos por las zarzas y, si bien su recuerdo aún no estaba perdido, acceder a él me parecía imposible. Había permitido que las zarzas borrasen el camino.

Así que, como digo, cierta nostalgia, pero ineficaz. Insuficiente, de todas, todas, para «trasladar esa montaña». Veía que hacían falta otros ímpetus. ¿Pero mi deseo era real?

Si me hubieran traído el acceso al paraíso en una bandeja, como a Salomé la cabeza de Juan el Bautista (aunque al menos, ella la había pagado con su danza), lo hubiera aceptado sin lugar a dudas. Pero es posible que la cosa no hubiera ido más lejos. El deseo de mi corazón no estaba lo bastante despierto por aquel entonces; las incontables decepciones, los fracasos que coronaban cualquier esfuerzo, me resultaban demasiado humillantes. Y además, convengamos en ésto: se acaba viviendo muy bien (!) sin la oración. Claro que no es como para sentirse orgulloso pero, una vez salvaguardadas las apariencias, se acomoda uno bastante bien a lo humillante del caso.

Mi vida espiritual seguía deteriorándose de forma inevitable. Se me iba cayendo a jirones. A Dios gracias, esa secreta nostalgia que me acompañaba —y que era como el irreparable defecto de la coraza donde me cobijaba, defecto más que providencial—, provocaba en mí algún que otro sobresalto y, a veces, hasta momentos de pánico: «Habría que... ¡Esto no puede seguir así toda la vidal...». Bendita nostalgia que aún me impediría resignarme del todo con la situación, con esa ausencia práctica de oración.

«Esto no puede seguir así», fue lo que me dijo un día el Padre Jesuita, con quien todavía hablaba un par de veces al año. En su boca esas palabras sonaban como una señal de alarma. De forma confusa, me daba cuenta de ello, pero lo reconocía a regañadientes, pues me iba a obligar a tomar —por fin— las medidas que imponía la situación. Finalmente, hoy lo veo claro, me daba miedo tener que convertirme verdaderamente. Poco a poco me había ido instalando en un «modus vivendi», una especie de pacto con la mediocridad, que no era nada del otro mundo, ni tampoco motivo de vanagloria.

Y el dichoso Padre que no soltaba el hilo: «¿Aceptaría usted hacer un retiro de diez días?». ¡Diez días! Yo, que no aguantaba ni un retiro de cuatro, intentando escaparme siempre desde el tercero por la tarde, con el pretexto de un montón de ocupaciones urgentes. ¡Diez días! ¡Qué eternidad! Menos mal que el animador propuesto para esos ejercicios espirituales hacía honor a su buena fama. Yo sabía que era excelente y ya había tenido ocasión de apreciarlo alguna vez. Seguro que, de haber sido otro, me hubiese negado a esos diez días.

Como quiera que fuese, algo en mí —sólo Dios sabrá por qué— se estaba moviendo y sentía brotar un deseo nuevo. «¡Bueno, de acuerdo!» respondí. Ante tanta rapidez en decidirme, el bendito Padre, con gran prudencia, me inscribió enseguida para ese retiro. Todavía tenía muchos meses por delante... y mucho recelo.

Mientras tanto, nada cambiaba en mi vida. Era demasiado pronto para preocuparme, en el caso de que ese retiro quebrantase algo. El deseo, sin embargo, seguía vivo, y creo que era verdadero.

Cuando llegó el día, acudí a la cita. Me sentía disponible, acogedor. Mi recelo se había derretido. Incluso la perspectiva de tener que convertirme me agradaba. Me sentía feliz, esperanzado. Algo iba a ocurrir, como una nueva vida. Diez días: el tiempo de empezar a recorrer un tramo del camino.

Y, de ese camino, un buen trozo sí que estaba andado. Se había hecho sólo. Sin ningún esfuerzo por mi parte. Sí, digo bien: sin ningún esfuerzo. Yo todavía no había hecho nada, pero ya no era el mismo. La tristeza instalada en mí desde hacía años, acompañada de esa especie de hastío hacia todo, cedían el sitio a cierta sonrisa, muy discreta todavía y muy tímida. Pero era una sonrisa, la primera sonrisa de Dios.

En ese momento, no me dí cuenta de nada. Soy de natural bastante optimista y siempre me han gustado las situaciones nuevas. Ahora es cuando comprendo que se trataba de una sonrisa de Dios.

Cuanto más lo pienso, más desmesurada veo esa sonrisa que recibí, comparada con lo que yo había hecho. Únicamente aventuré un «sí» insignificante, el «sí» del típico señor que se dice a sí mismo, o a quien le dicen: «Esto no puede continuar». Un «sí» ínfimo y minúsculo. Un «sí» que todavía no había acarreado ningún cambio en mi vida. Un «sí» que ningún esfuerzo había ratificado.

Pero ese «sí» insignificante, ese «sí» ínfimo y minúsculo, había bastado para que algo se trastocase en lo hondo de mí mismo, como el que se ve liberado de una cadena al cuello sin haber movido un solo dedo. Todo eso lo estaba recibiendo, y ni siquiera me daba cuenta.

Con un breve «sí» de nada, un «sí» que dirijas a Dios, estás desencadenando, estás poniendo en marcha sin que lo sepas siquiera, toda esa potencia de amor, esa generosidad de Dios, que nunca se queda corto y que ya te está devolviendo el ciento por uno de lo que apenas has comenzado a dar.


2. Nunca se sabe de donde vendrá el «susto».

Era una noche de setiembre. Siempre se empieza un retiro por la noche; de ese modo, al día siguiente, en tu primer momento de lucidez, te encuentras ya en la otra orilla de ese mundo nuevo al que deseas llegar. La noche habrá avanzado ya algunos pasos por tí, casi en lugar tuyo.

Así, que era de noche, esa primera noche en que aún está uno tentado de decir: «las cosas serias no empiezan hasta mañana...». Una ligera dicha me invadía, una especie de secreta inocencia que te reconcilia contigo mismo. Creo recordar hasta cierta sonrisa flotando en mis labios, como esas nubes guarnecidas de franjas de luz anunciando el retorno del sol.

En esa primera noche, no hubo grandes elevaciones místicas. Sólo una breve presentación de personas y cosas. Nunca se puede prever de dónde te vendrá el «susto». Aquella noche a mí me vino del horario; es del género tonto un horario, y a la mística le trae sin cuidado. Sí, pero ya ves; ese horario (a tal hora esto, a tal otra aquello), presentando con impecable ingenuidad (con una ingenuidad impecablemente calculada más bien), ese horario dejaba enormes vacíos, vertiginosos huecos de «tiempo libre»...

Y entonces oí al Padre, con esa sencillez que es más de temer que un garrotazo en la cabeza: «El resto del tiempo...» (ese «resto», amigos, ocupaba por sí solo ¡dos terceras partes del día!) «el resto del tiempo, bastará con que cada uno de ustedes dedique cuatro horas diarias a la oración personal».

¡Cuatro horas diarias de oración personal! De pronto mi sonrisa se petrifica, una arruga profunda me atraviesa la frente, siento en la base del cráneo cómo me estalla una tormenta. ¡Cuatro horas diarias de oración personal! ¡Cuatro horas! ¡Ha dicho cuatro! No hay duda, son cuatro horas y cuatro horas cada día, así que en diez días ¡Cuarenta horas de oración personal! Vértigo, lo que yo te diga.

Nunca jamás, me oyes, nunca había ocurrido, ni siquiera una vez en mi vida, que yo consagrase a la oración personal cuatro horas en un solo día. Porque estamos hablando de oración «personal», no de oración litúrgica, pongamos por caso. En otros tiempos, con motivo de las Semanas Santas en el Seminario Mayor, entre oficios cantados, meditación, rosario, etc. hubiese podido llegar a las cuatro horas en total. Pero no cuatro horas de oración personal. En los retiros preparatorios a mi ordenación también tuve largos ratos de paseo en paz y recogimiento. Pero, todo lo más, una hora larga de oración personal entrecortada a menudo en diferentes momentos. Lo mismo ocurrió a lo largo de los retiros más «fervorosos» que fui haciendo después. ¿Acabaré confesándote que por aquel entonces, una hora de oración personal ya me parecía más que suficiente? Tanto más de apreciar cuanto que no era muy corriente que digamos (o más bien había dejado de serlo). ¡Cuatro horas!

Y, cosa curiosa, ni siquiera tuve ánimo para mandar la invitación al arsenal de exageraciones «pías», bastante recargado de por sí. No, simplemente me sentía «acogotado». En semejante caso, ves, se suele decir (es de buen tono decir): «No podía dar crédito a mis oídos». Pues bien, les estaba dando crédito, y lo que habían registrado, resonaba por mis adentros en todas direcciones, como un interminable eco que rebotase en las paredes para colmar valles hasta en sus últimas profundidades. Cuatro horas diarias... Cuatro horas diarias...

Ni siquiera se me ocurrió tomarme confianzas: «¡Tú sigue hablando, primor que yo haré lo que me parezca!». ¿Por qué no me afloró esa tentación? ¿Sabría decirlo? En aquel momento no hubiera sabido. Ahora, revisando la experiencia vivida, creo que el pequeño «sí» ínfimo y minúsculo que dije meses antes, estaba dando a luz a una nueva criatura, estaba llevando nuevo fruto. Dios no se cansa de hacer fecundas las peores esterilidades...

La cuestión es que aún me estoy oyendo murmurar interiormente: «¡Cuatro horas diarias! ¡Pero..., si jamás lo conseguiré! ¡Me siento absolutamente incapaz, ¡Si ya no sé rezar! ». Aunque, al mismo tiempo, sentía crecer un deseo en lo profundo de mí mismo y sabía que lo iba a intentar.

¿Ves cómo se trasluce aquí la íntima contradicción? Todo mi ser grita: «¡Imposible!» y desde lo más hondo contesta: «¡Inténtalo!». Es el mismo hombre quien pronuncia las dos palabras opuestas, pero una y otra no proceden de la misma fuente.

A favor del «imposible» se erige toda una experiencia humana, la experiencia de muchos años (¡quizá veinte!), una experiencia inmunizada, y más que inmunizada, por ilusiones perdidas e ímpetus derribados, por todo lo que sé de mí mismo cuando mi mirada interior se torna lúcida y honesta. Lo normal es que no pudiera tener esperanzas de romper ese círculo vicioso.

A favor de la otra parte, la de «lo hondo» como acabo de decir, parecía despuntar un amanecer, un amanecer tímido y moderado, como una noche que, de pronto, se muestra menos oscura: la noche de mis esperanzas desencantadas, la noche del «imposible».

¿Te has fijado en que el alba comienza siempre a despuntar desde lo más lejano, desde lo más profundo? No prorrumpe de lo alto, brota por abajo, por la parte baja del horizonte. El punto desde donde empieza a resplandecer nunca está ahí a tu lado, está allá, lo más lejos posible, al otro extremo, por detrás del horizonte.

¿Pero has visto alguna vez que una tiniebla se resista a la alborada? ¿Has visto alguna noche venciendo al amanecer? Tardará el tiempo que sea, pero el alba engendrará la aurora, y la aurora el pleno día.

Por eso, cuando la evidencia humana del imposible se apoderó de mí (y de verdad que es imposible para las fuerzas del hombre), sabía, no obstante, que lo iba a intentar. Desde ese momento, algo en mi interior había decidido intentarlo. No era sólo una estrella en la noche, pues una estrella no vence a la noche. No, era realmente el alba que clamaba esa esperanza de que la noche comenzaba a morir.

Nunca podrás ordenar al alba que te obedezca y despunte en tu noche. Viene siempre a su hora, pero no depende de ti. La recibes de Otro. Yo la recibía de ese Otro que es dueño de lo imposible. Su hora había llegado.

Yo, todavía no había hecho nada; ahí estaba como espectador atento y sorprendido a la vez, de una historia que era la mía y que se hacía ante mis ojos, mientras que una parte de mí mismo consentía poco a poco...

Así, la conversión del corazón tiene su origen en la conversión del deseo. Te suben al corazón otros deseos ignorados por tus viejas costumbres y te pones a desear lo que antes temías y tus antiguos deseos te inquietan ahora. —Pero eso no viene de tí, ni se alcanza a base de esfuerzos— ¿Cómo es posible? No lo sé, pero es así y es una gran maravilla.


3.
La inclinación del deseo.

¿Recé esa primera noche? ¿Me anticipé un poco? Ya no me acuerdo. A decir verdad, no lo creo. En todo caso, desde el día siguiente por la mañana, me volvía a encontrar ante ese abismo de tiempo libre y ante la perspectiva de las cuatro horas. Siempre es algo delicado aproximarse a un abismo, hay cierta ansiedad que te oprime el pecho y que acabaría empujándote al vacío, a la huida, aunque estés deseando no hacer caso de la angustia. Al principio, no hay nada seguro.

En ese primer día sólo conseguí rezar tres horas. Más que conseguirlo, se me dio casi hecho. Para un primer paso, ya era mucho.

Esas tres horas las había sacado a pellizquitos, rellenando un trozo de abismo por aquí, escapándome a respirar un poco, a sentirme a gusto con un libro, volviendo un rato a la capilla, yendo y viniendo por el parque soleado, con sus árboles de coloraciones otoñales, atraído por la intimidad de un oratorio.

¿Qué fue aquella oración de remiendos y pedazos en esas tres pobres horas de mi primer día? No era como para vanagloriarse, no hubo ninguna elevación mística. A menudo, me había pesado el tiempo, que no acababa de transcurrir, y mi capacidad era bastante poca cosa. ¿Qué había «dicho» al Señor? Precisamente pocas cosas, y tan torpes y balbucientes... incapaces de retener, ni siquiera mi propia atención. Pero nunca hubiese creído que pudiera resistir tres horas...

Todo hábito se adquiere a partir de un primer intento. La cosa ya había empezado, lo más difícil se había cumplido, el círculo del imposible se había roto ante mis ojos, el abismo se convertía en ligero recoveco.

A partir del segundo día ese abismo estaba lleno: había rezado cuatro horas.

Sin embargo no era una victoria. Era algo infinita y peligrosamente frágil. Apuesto a que hubiera bastado adoptar poses triunfantes para que todo se viniese abajo, y encontrarme de nuevo como el náufrago de un desierto, cuando el espejismo desaparece de su vista y el oasis se oculta a su sed. Entiéndeme, es verdad que me iluminaba una pequeña dicha, una alegría sobria y frágil, como incrédula como no creyendo lo que ve.

Pero era una alegría humilde, a Dios gracias. ¿Qué había «hecho» yo? ¿Cuál era la parte que podía reivindicar en todo esto? De nuevo había dicho un «sí» ínfimo y minúsculo a ese deseo que me invadía y que Otro había depositado en mí. Cuando el deseo te acomete de ese modo, ¡no se puede decir que sea heroico consentir! El consentimiento que das, tu pequeño «sí» tan precario, te pone en una pendiente y no tienes más que seguirla. Cuando en tu corazón hay un deseo infuso, no tienes que subir cuesta alguna; te basta con bajarla, siguiendo su inclinación, emparejándote con ella. Y a medida que tu «sí» minúsculo te abre a ese deseo, a medida que sigues su inclinación, se va acelerando tu velocidad sin que tú tengas nada que ver: no tienes que hacer ningún esfuerzo. Es la pendiente la que te arrastra, a remolque del deseo.

Nada particularmente embriagador en esta experiencia. Lo repito, lo que me llama la atención es la impresión de fragilidad que se experimenta. Algo así como un encanto que fuera a romperse por un movimiento intempestivo, o por una intervención del exterior. O, si lo prefieres, es como si estuvieses agarrado a un hilo demasiado flojo para tu peso: evitas, por todos los medios, todo movimiento brusco, procuras hacerte ligero, lo más ligero posible, te haces «aéreo», pues en verdad, «pendes de un hilo».

Esa es tu parte en la experiencia, tu pequeña parte: no romper el hilo, no romper el encanto, cierto temor, pero sin angustia. Más bien se da un pequeño recelo, que te empuja a aplicarte más. Y ese recelo sólo es la otra cara del deseo que te arrastra, y te lleva, y te hace ligero, para que el hilo, mantenido por toda la tensión de tu deseo, no se rompa.

Pero el deseo no procede de ti, tú lo recibes, se te regala. Suspendido del hilo, lo sientes crecer en ti, pero sin tu intervención (lo único que tienes que hacer, es consentirlo). Lo mantendrá el entusiasmo de la pendiente por la que él mismo te empuja, y recorrerás así distancias increíbles. Mientras esto ocurre, no te das del todo cuenta, es como si fueses llevado por el viento.

Así iban las cosas. Y, poco a poco, la oración volvía a penetrar mi ser, como una antigua amistad con la que uno se encuentra después de muchos años, y que no ha cambiado, que sigue tan fresca, tan joven como si la hubiese visto el día anterior. Encuentro sencillo, alegre, sin ceremonias, con esa mueca de complicidad que marca que los vínculos no se han roto, que se han reanudado. Humilde agradecimiento también por ese nuevo don que se te hace sin que el menor reproche venga a empañarlo. Ni siquera el ligero sentimiento de tristeza que acompaña al recuerdo de tu infidelidad, o mejor dicho, la pena sosegada que te invade, llegan a perturbar esa alegría íntima. Y esa pena y esa tristeza no se hacen más patentes de lo necesario. Lo suficiente, sin embargo para que puedas medir una asombrosa gratuidad y para que no vayas a imaginarte que todo esto es normal y exigible. No estás recibiendo, no es que te lo merezcas.

En efecto, ¿qué razón podía yo tener para estar orgulloso? ¿De qué habría podido estarlo sin que inmediatamente se impusiera la evidencia de que todo era ilusorio o mentira? ¿Sin que se rompiese enseguida el hilo del que tan milagrosamente pendía?

Es verdad que a partir del segundo día y durante los que siguieron, había consagrado las cuatro horas requeridas a «rezar». ¿Y qué? Cuando el deseo te lleva, ¿qué mérito hay en abandonarse? Dios depositaba en mí ese deseo y yo sólo tenía que acogerlo. Sabrás que al cumplimiento del deseo le sigue la alegría, lo cual facilita las cosas. Para mantenerse sólo hacen falta unos gramos de lógica, y la lógica me pedía que no regatease con el tiempo de oración, que me negase a hacer cualquier otra cosa durante ese tiempo. Sí, sencillamente no hacer nada más, no aceptar ninguna otra preocupación, incluso, si es posible, ni la mínima preocupación de ningún tipo (ya sabes que las preocupaciones pronto se vuelven obsesivas). Es el único aspecto en el que hay que «mantenerse»; en una palabra, ese fue mi único esfuerzo: no hacer nada más.

Lo restante, lo que ocurra durante esas cuatro horas, lo que tú puedas hacer, lo que puedas experimentar o vivir en ese momento, ya no depende (o casi) de ti. En todo caso no es asunto tuyo. Tú sólo vas haciendo lo que el conductor, cuando la dirección se descontrola hacia la derecha o hacia la izquierda: hay que restablecer el equilibrio cada vez que ocurra y seguir adelante. Estás ahí para rezar, cada vez que algo te separe de ese quehacer, vuelve a él. Pero cuidado, si haces una maniobra demasiado brusca con el volante, puedes «darte un tortazo». En la oración, también hay que enderezarse, pero con soltura. Ríete interiormente de tus propias distracciones: ¡son como las estrellas de una hermosa noche de verano, es tan normal que tus ratos de oración se vean así salpicados! Vuelve a la oración con esa benevolencia hacia ti mismo y, sobre todo, no vayas a fabricarte una nueva distracción a propósito de tus distracciones. Las distracciones, cualesquiera que sean su duración o frecuencia, no tienen ninguna importancia. Sólo cuenta una cosa: «mantenerse» el tiempo de oración, cuatro veces una hora.

Pues, en verdad, aquello que en tu oración es oración, no eres tú quien lo hace, sino el Espíritu de Dios en ti, que sólo necesita de ese tiempo que le ofreces para realizarlo. Evita pues echarlo todo por tierra, al querer «sustituirlo». Déjalo orar en ti y sé únicamente el lugar donde el Espíritu, en ese instante, ora al Padre.


4.
Resoluciones.

Cuando se acaba un retiro, vuelves a casa con una buena resolución en tus maletas, toda nuevecita. Y con frecuencia, ahí se queda, pues raro sería que llegases a usarla. Acuérdate de aquel libro o de aquella chuchería que te sedujo en su momento y que, años más tarde, vuelves a encontrar, como trastos inútiles y... sin estrenar.

Tendría mucho que decir sobre las resoluciones. Como tantos otros, he tomado tantas, y he mantenido tan pocas...

Hay resoluciones presuntuosas, de tipo: «Prometo firmemente nunca más pecar...». Estas resoluciones, las toma uno por tomarlas, más que para mantenerlas. ¿Conoces a alguien, incluso algún santo, que haya dejado de ser pecador, sólo por que tomó la resolución de no serlo más? Estas son coartadas insidiosas que justifican el que las olvides inmediatamente —puesto que son imposibles de mantener— y que te alientan a seguir con la conciencia tranquila.

Hay resoluciones generosas. Cuando eres presa de cierto entusiasmo, no te andas con rodeos; has entrevisto algunas facetas del ideal que una parte de ti mismo sueña con perseguir, y te dices: «¡Eso es lo que hay que hacer!». Es muy generoso por tu parte, durante cierto tiempo repites: «¡Hay que hacerlo!». Pero, por más que tenses tus energías, frunzas el ceño y aprietes los puños, todo se viene abajo una vez enfriado el entusiasmo.

Hay resoluciones «a la gallega», de las que uno dice: «¡Habría que hacerlo!». Tu corazón quiere y no quiere y, en el fondo, sabes de sobra que no lo quieres con demasiada fuerza, porque te da un poco de miedo. Tendría que llegarte hecho, como las codornices en el desierto, y aún no estoy seguro de que, apenas tuvieses «la codorniz en la boca», no te pusieras a protestar a causa del cansancio que te está impidiendo hacer las cosas tan importantes que te reclaman. Porque tu resolución, la habías sembrado (casi adrede) en ese terreno pedregoso donde sabías de sobra que no podría arraigarse.

Hay resoluciones distraídas. Las tomas sólo con una pequeña parte de ti mismo, la más trivial, la más superficial. No se aferran lo más mínimo a tu atención, ni a tu memoria. Algunas son tan distraídas, a veces, que ya se te han olvidado a la hora, incluso al minuto siguiente... ¿Cómo quieres que se mantengan?

Hay resoluciones que no son tales, que quizás te las han arrancado en parte y que sabes de antemano que no las mantendrás. Son esas falsas resoluciones que te permiten quitarte de encima a un interlocutor demasiado insistente o curioso.

Y luego hay —menos mal— resoluciones serias que, aparentemente, lo tienen todo para que salgan bien: son sencillas y concretas, tienen en cuenta las realidades de la vida, expresan una voluntad positiva por tu parte: hasta tienes ganas de que salgan bien.

¿Has visto alguna vez, en la superficie de un estanque, cómo se amortiguan las ondulaciones provocadas por la caída de una piedra? Lo mismo sucede con todas las resoluciones; ésta es, al menos, mi experiencia de siempre... Uno se consuela con poca cosa, diciéndose que, después de todo, si se mantienen las resoluciones durante unos días o unas semanas, siempre se habrá conseguido algo. Yo ya no estoy tan seguro de eso.

Porque corres el riesgo de acabar resignándote y acomodándote a tus resoluciones: sabes por adelantado que, de hecho, las tomas para ocho días o para un mes (¡las mías pocas veces han durado tanto tiempo!). Y esa capitulación no confesada, marca tu vida espiritual con la esterilidad. El fracaso repetido, se vuelve escepticismo, y acabas por convencerte de que no puedes cambiar. No evitarás los caminos trillados si no paras de pasar cuando la tierra está húmeda.

De este modo es como se instala en una vida la tibieza. A fuerza de fracasar, te agotas y hasta puede que el deseo mismo te abandone. A partir de ahí, estás en condiciones óptimas para ronronear tu mediocridad, e incluso puedes llegar a estar satisfecho. Te consuelas un poco porque tu mediocridad es «decente» según el dicho popular, y te sales con la tuya con esta frase tan cómoda (y que tantos abandonos ha justificado): «¡Después de todo, Dios no pide tanto!». Sé lo que digo: diez días antes estaba en esa misma situación. ¿Y cómo puedes estar seguro de salir de ella? Verdaderamente no hay ninguna razón para que salgas; entraste sin tomar precauciones en un círculo infernal: desde ese momento, tus resoluciones ya no lo romperán. El ángel de la Iglesia de Laodicea puede entonces abordarte, para decirte de nuevo, a ti personalmente: «Conozco tu conducta, no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca» (Ap. 3,15-16). No es plato de buen gusto oírse decir esto...

Así pues, estaba bien prevenido contra las resoluciones, pequeñas o grandes. En aquellas horas de lucidez, ya no me hacía ilusiones. Y para remate de todo, en pleno retiro, me cae encima esta frase, capaz de decapitar las ilusiones más tenaces, y de la que puedes figurarte lo que llegó a provocar en mí: «Dentro de seis meses, juzgarán ustedes si el retiro les ha servido para algo o no». Por mucho que uno sepa que es verdad, la cosa impresiona.

Mis últimas seguridades y casi mi esperanza se venían abajo. De nuevo se abría un precipicio bajo mis pies. El cachito de cielo azul vislumbrado en esta oración recobrada, ¿iba a ensombrecerse tan pronto? ¿Iba a oscurecerse, a desaparecer y yo a tomar otra vez mis viejos caminos trillados, cuando mis resoluciones se hubiesen derretido, como de costumbre? ¿Este retiro sería otro paso adelante, para nada? Como verás, no es que desbordase de optimismo...

Sin embargo, ese deseo íntimo que me mantenía desde hacía varios días, seguía ahí. Y también la experiencia de que, por un momento, el círculo infernal se había roto para mí. Había que evitar por todos los medios que se volviese a cerrar.

Hay inspiraciones que recibes, así, de repente, y que te deja asombrado no haberlas pensado antes; hasta tal punto son sencillas y parecen evidentes.

Durante uno de aquellos ratos de oración que se me dieron, me oí formular este razonamiento. Óyeme bien: yo no formulé el razonamiento, no procedía de mi cosecha. Me lo oí formular, me fue dado. Yo lo recibí. «No puedo apoyarme en mi fidelidad, pues la experiencia me demuestra que no soy fiel.»

Arquímedes decía: «Dadme un punto de apoyo y levantaré el mundo». Esa es la cuestión. Como punto de apoyo para esas resoluciones que se quedaban siempre ahí, sólo tenía mi ilusoria fidelidad. Dicho de otro modo, sólo tenía el vacío de punto de apoyo y la experiencia me lo demostraba. ¿Cómo hubiera podido tener esperanzas en «levantar» mi vida?

Así que no tomé resoluciones. Deliberadamente. Pero las cosas nunca se detienen donde tú crees...


5.
Una autopista sin peaje.

Sabía pues, que no siendo fiel, no podía contar con mi fidelidad. Pero también sabía que Dios sí es fiel. Acababa de tener esa experiencia a través de todo lo que había ocurrido desde mi primer «sí» tan pequeño. Dios, que es fiel, había venido en persona a mi encuentro. Había allanado los senderos.

Al decir esto, pienso en el magnífico pasaje de Isaías:

Una voz clama: «En el desierto
abrid un camino al Señor,
trazad en la estepa una calzada recta
a nuestro Dios.
Que todo valle sea elevado
y todo monte y cerro rebajado;
vuélvase lo escabroso llano,
y las breñas planicie».
(Is. 40, 3-4)

Extraño, ¿no? Lo que hasta ahora pensaba que tenía que hacer para abrir yo, un camino a Dios en mi vida —empresa en la que precisamente fracasaba cada vez—, resulta que se realizaba pero en sentido contrario: el Señor en persona abría en mí los caminos, allanaba los senderos, nivelaba montañas y colinas, colmaba barrancos y valles. Y, lo que es más, El mismo me invitaba y me conducía por este sendero que había hecho en mí y para mí, igual que por una autopista sin peaje. Ni siquiera sentía el cansancio del camino. Era «llevado en brazos» y «por miedo a que mi pie tropiece con alguna piedra» (Sal. 91,12), todos los obstáculos se borraban a mi paso, para evitarme tropezar. Era «atraído con lazos de amor» (Os. 11,4), con esa delicadeza y esa prudencia a la vez, que avisan con una señal cuando hay tramos peligrosos, evitan las ocasiones arriesgadas y alejan las tentaciones demasiado fuertes.

Entonces, experimentaba como una alegría nueva, una cierta dicha de sentirme en armonía, como reconciliado conmigo mismo. Algo bastante difícil de definir: parecido a lo que sucede cuando, después de momentos angustiosos o tensos, vuelve la confianza, una confianza tranquila, una especie de serenidad pausada. Yo había dicho al Señor: «Ya que no soy fiel, me acojo a tu fidelidad». Y sentía que, este secreto entendimiento, había sido ratificado por Dios. La paz interior en la que Dios me consolidaba y que recibía de El como un don maravilloso, me lo reiteraba a cada momento.

Y, sin embargo, en aquella época, todavía llevaba a remolque secuelas depresivas que me abocaban a playas de tristeza, lúgubres extensiones de aburrimiento, a las que no les veía el final. Una tarde de soledad era para mí una pesada prueba. Me daba miedo ese vacío que me parecía infinito y huía de él por medio de actividades: «hacía algo», cualquier cosa, para atontarme un poco.

Al finalizar esos diez días, estaba barrida la tristeza, colmado el vacío, olvidado el aburrimiento. Incluso ese cansancio punzante que acompañaba mi vida llenándola de hastío emocional (el hastío de mi propio corazón), había desaparecido, se había desvanecido. Estaba en plena forma. Sin una pastilla, sin un comprimido, sin una cápsula. Únicamente, un concentrado de oración y acogerme a la fidelidad de Dios.

De eso me di cuenta mucho más tarde, cuando mi Padre Jesuita me preguntó intencionadamente: «¿Y su salud?». ¡Oye, pues es verdad! Aún no había tomado conciencia de este «estar en forma» recuperado espontáneamente.

Una muestra de lo distraído de nuestro espíritu es esa costumbre de considerar que todo es normal, natural, ¡que se nos debe en cierto modo! Recibes de Dios un regalo inesperado y prodigioso, te beneficias plenamente de él, experimentas una alegría profunda, pero no te estás dando ni cuenta: tiene que venir otro que te lo haga palpar.

En otras palabras, una breve frase del Evangelio, se cumplía en mi vida, sin dar voces: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y el resto se os dará por añadidura» (Mt. 6,33). Yo había buscado la oración y por añadidura recibía la salud. No, estoy exagerando, no es que hubiera «buscado» tanto la oración; había aceptado recibirla y me había sido devuelta. Y, con ella, se me devolvía por añadidura lo que no esperaba. Confieso que esta sencilla constatación me trastornó un poco. También de este modo, es como descubres hasta qué punto Dios es fiel. Yo sentí como una oleada de ternura y de gratuidad sorprendida que me subían al corazón. Dios es fiel hasta ese extremo. Entonces, ¿por qué temer, de qué preocuparse por lo que vendrá, si las cosas van así?

Volví a casa, pues, alegre, ligero. Había «rejuvenecido» de algún modo. Me alimentaba con mi pan cotidiano de oración. Claro, ya no era cuestión de cuatro horas, por supuesto: raros son aquellos que tienen o pueden permitirse el lujo de ese tiempo en la vida diaria. No, sólo una hora al dia, luego, con las ocupaciones que se me amontonaban, media hora.

Pero la cosa se mantenía. Notaba que se mantenía en mí casi sin mí. Guardaba ese gusto por la oración. La experiencia vivida dejaba huellas, el deseo que seguía llevándome, me recordaba como por instinto, la «cita» diaria. No me costaba mucho, el esfuerzo no era muy grande: permaneciendo en la misma dirección, esfuerzo y deseo se emparejaban por la misma pendiente.

Al mismo tiempo, sabía de la fragilidad de todo esto. Sin embargo, no me preocupaba demasiado, pues mi punto de apoyo era estable y traía, sin cesar, a mi memoria que Dios era fiel. Lo constataba con alegría a través de esas cosillas sin importancia que son como «gestos cómplices», gestos que podía discernir por una nueva posibilidad de estar atento a las cosas: mira, hoy que no contaba con poder sacar tiempo para esto o lo otro, me viene regalado, imprevisto. Y siempre con esa impresión de la autopista sin peaje, por donde tu velocidad de crucero se mantiene sin gran esfuerzo, llevada por su propio impulso: basta con que te pegues a la carretera sin frenazos, sin acelerar bruscamente y con el volante ligero, para que la belleza del paisaje venga a romper la monotonía, renueve la atención y suscite el interés y la alegría.

Dios era fiel más allá de toda esperanza, con esa delicadeza y esa liberalidad —la constante «añadidura»— que constituyen su forma de ser.

¡Ah! y no creas que cada día estaba inmerso en transportes sublimes o en favores místicos. ¡Ni mucho menos! Al contrario, muy a menudo tenía que mantenerme, durar el tiempo previsto, en medio de distracciones, y con esas ganas de hacer otra cosa que a veces se apoderan de ti...

En lo esencial, la fidelidad de Dios sostenía y aseguraba la mía. La parte que me incumbía, mi «esfuerzo», consistía simplemente en mantenerme, en no escaparme. Y la cantidad de «añadiduras» que descubría en los recodos del camino, me alentaban, me incitaban, me daban de nuevo el deseo de proseguir.

A través del deseo regalado, recibía la oración. Abría la mano y me la encontraba llena, abría el corazón y se me colmaba. Ofrecía un poco de tiempo y tomaba consistencia. Una presencia invadía mi vida y la cambiaba poco a poco, suscitando primero el deseo para luego generar la adhesión íntima. Lo demás venía por añadidura.

No le des más vueltas: sólo hay un secreto, una explicación para todo esto: que Dios es fiel, fiel de verdad, y todo lo demás es consecuencia, se cae de su propio peso.


6.
Un paso en falso.

¿Quieres saber lo que ocurrió al cabo de seis meses? Todo había empezado bien, todo parecía ir sobre ruedas; era buena señal.

¡Pues bien! a pesar de todo, antes del reto de los seis meses, todo se había venido abajo, una vez más.

La razón es bien sencilla: allá por las cercanías de la cuaresma, me cayó en suerte un trabajo suplementario, un trabajo acaparador, urgente, que realmente reclamaba todo mi tiempo. Y me dije a mí mismo: «¡Qué pena! pero ya no tengo tiempo, la media hora que consagraba a la oración, la necesito ahora para este trabajo; ya veremos más adelante...». Y era cierto que no tenía un minuto que perder, que no podía distraerme del trabajo emprendido. No me sobraba, realmente, ni un segundo. Esa sobrecarga duró todo el tiempo de la cuaresma.

Pero cuando llegó la Pascua, y tuve algo más de tiempo libre, ya no volví a la oración diaria. El encanto se había roto.

A decir verdad no es que lo hubiese abandonado del todo, pues no volví a la situación anterior, de ausencia de oración. De vez en cuando todavía tenía ocasión de rezar y la aprovechaba gustoso; el deseo aún seguía vivo en mí, pero el impulso que lo sustentaba ya no era lo bastante fuerte, la pendiente perdía poco a poco declive, y una vieja pereza mía, una antigua inercia, frenaba de nuevo toda reactivación.

Cuando las cosas van así, se degradan rápidamente.

Yo he visto desplomarse, de ese modo, algunas casas viejas, en un pueblecito casi abandonado. La cosa empieza por una teja rota, o que se ha caído; el agujero se va haciendo más grande, el maderamen se pudre y se hunde. Al poco tiempo la lluvia penetra y arranca las piedras, la helada va aflojando las junturas y las resquebraja y, un buen día, toda la pared se viene abajo «y fue grande su ruina» (Mt. 7,27).

¿Qué había ocurrido? Mis bellas teorías sobre la fidelidad de Dios, ¿eran ilusorias? ¿Era todo demasiado bonito como para ser verdad, o al menos duradero? Vaya consuelo, después de haber vislumbrado una esperanza, haberse mantenido menos de seis meses. ¿Era imposible de conseguir otra cosa?

Voy a decirte lo que ocurrió; hoy lo veo más claro y comprendo mejor de qué modo caí en la trampa.

La fidelidad de Dios es inquebrantable; la de Dios, estoy diciendo. Nunca la agotarás ni ella se cansará. Pero también tienes tú que agarrarte, que aferrarte a esa fidelidad de Dios, tienes que seguir confiando en ella, exclusivamente.

Sjn embargo, la tentación, sutil, encubierta, engañosa, consiste en ir recuperando la confianza contigo mismo y, poco a poco, volver a coger las riendas de tu vida, llevando tú mismo el timón. Así, sin darte cuenta, pasas de una fidelidad a otra: de la fidelidad de Dios que no falla, a tu propia fidelidad, que falla. No te extrañe, pues, que todo se derrumbe. Dios no te ha soltado, su fidelidad no te ha faltado: eres tú quien lo dejas, tú quien no acudes, porque has trocado el «punto de apoyo» de la fidelidad de Dios, que había conseguido alzar tu pesantez, por el punto de apoyo falaz de la confianza en ti.

El razonamiento, quizá por un lado inconsciente, avanza con una lógica implacable, partiendo de ese ligero rodeo tuyo de donde procede todo lo demás. A mí, se me venía encima una sobredosis de trabajo; si me hubiese aferrado a la fidelidad de Dios, habría dicho: «yo no sé cómo voy a poder salir del paso, pero para ti, Señor, no debe ser muy difícil: tú sabrás cómo resolverlo». Pero no lo dije, dije lo contrario. Removiendo secretas complicidades, que ya se habían puesto manos a la obra, decidí que tenía demasiado trabajo, que no podía rezar por falta de tiempo. (Por ejemplo, ya había reducido a media hora el tiempo de oración, estimando que con eso bastaba). ¿Qué podía hacer la fidelidad de Dios en esas circunstancias? Ya no me apoyaba en ella: yo llevaba mi barca, trazaba mis proyectos, me hacía mis cuentas y mis cálculos. Y me salían exactos, humanamente irrefutables. Todo el mundo sabe que el día sólo tiene veinticuatro horas, y que hay que invertir algunas en comer y dormir.

Perfectamente lógico, como verás, pero con ese tipo de lógica que asesina y hace estragos, dejando tras de sí ruinas y muerte nada más.

Gracias a Dios, nunca me abandonó el deseo de la oración. De momento, eso no bastaba para hacerme entrar de nuevo en ella, pero yo estaba esperando la ocasión favorable, incluso la estaba deseando, incapaz, como era, por otro lado, de anticiparme a la gracia que esperaba de otro retiro. Mi opción fue así de fácil: elegí un retiro lo bastante largo como para estar seguro de poder consagrar, de nuevo, cuatro horas diarias a la oración.

Deseaba de buena gana ese retiro, y ya no sentía el pequeño recelo del año pasado. Entré en él como un barco que llega al puerto: con las preocupaciones y dificultades de la travesía terminadas, con los riesgos permanentes de avería y el miedo al naufragio olvidados. Pero no vayas a creerte, por eso, que en ese barco, por fin amarrado al muelle, había sido yo el piloto que lo guiara en medio de la tormenta manteniendo el rumbo contra vientos y mareas. No; me sentía como un pasajero, incompetente para maniobrar, incapaz de hacerse cargo de nada, apenas apto para dejarse guiar. Me habían llevado al puerto donde el deseo de oración recobraba su eficacia, reconstruía en mí lo derribado durante los meses en que escaseó la oración.

De nuevo, la oración asidua —gracia que recibía como la primera vez— lo tambaleaba todo, volvía a encarrilar mi vida. Otra vez se operaba ese descentramiento en el que Dios se hace cargo de ti, y te acoge y te reconstruye, y hace que revivas. Otra vez la experiencia de recibirlo todo de El, de sentirme salvado de nuevo.

Llevado por un clima fraterno muy intenso y por la calidad de la oración de los hermanos y hermanas y, sobre todo, por el Espíritu de Dios, que da forma a nuestra oración, ya que «no sabemos orar como conviene» (Rm. 8,26), pronto te das cuenta de que rezas más de cuatro horas al día; te parece natural, lo vives sin esfuerzos. Ya que después de todo, no tienes otra cosa que hacer durante esos ocho días, ¿por qué no responder a esa llamada que te solicita desde el fondo de ti mismo? Esa es la parte que a ti te toca, algún pequeño «sí» alegre y sencillo, y luego, lo demás se te da por añadidura.

Aquel año la cosa fue un poco mejor, y duró algo más. Sin embargo no conseguí acabar con el «broche de oro». Antes de las vacaciones, ya lo había dejado todo una vez más; las vacaciones rara vez constituyen un período de reanudación espiritual —al menos esa es mi experiencia—. Todo lo más se consigue mantener la velocidad de crucero alcanzada en otra ocasión, pero la disposición de ánimo que uno cultiva en vacaciones, no se presta a demasiados impulsos. Durante ese período, no recé prácticamente nada.

Había que empezar de nuevo, había que reactivar la máquina. El tercer retiro consagrado a la oración, me permitió por fin, mantenerme todo el año, o más bien se me dio la posibilidad de mantenerme todo el año, y de que el deseo, día tras día, me arrastrase por su pendiente.
 

7. Nada como la experiencia.

Tres retiros, algo más de dos años... ese es el precio que he tenido que pagar para que la oración vuelva a mi vida. Entiéndeme, exagero diciendo que soy yo quien ha pagado ese precio; ya habrás podido darte cuenta, a lo largo de este relato, de que no he tenido que hacer esfuerzo alguno. Todo me ha sido dado, incluido, para empezar, el deseo de volver a la oración. Acuérdate del pequeño «sí» ínfimo y minúsculo, por donde todo empezó a tambalearse para mí.

Desde el momento en que has abierto este libro, es seguramente, porque de algún modo te sientes llamado a orar, y hasta ahora tus esfuerzos no han tenido mucho éxito, o que para ti rezar cuenta, y no consigues encontrar tiempo para ello. Perdona mi pretensión al darte algún consejo... Se trata más bien de una reflexión sobre esta experiencia que he conocido y que deseo compartir contigo.

No creas que vas a conseguir rezar sin pagar un precio tú también; pero habrás comprendido lo que quiero decir —o más bien lo que el Señor quiere decir— con eso de «pagar un precio». Tú también tendrás que pronunciar algún que otro «sí» ínfimo y minúsculo: es la parte que te toca, como lo fue la mía. Pero ten cuidado, ahí es donde todo puede empezar a brotar, o a secarse.

Me parece que lo de menos es que hayas conocido, o no, un período de tu vida en el que la oración estuviese presente en ti. Si lo has conocido, te pones en camino con una pequeña ventaja, pues ya distingues las inmediaciones del país que vas a explorar y donde, en un momento dado, degustaste alguna que otra alegría. Si no lo conoces, lo irás descubriendo poco a poco, fascinado.

Primero, toma conciencia de una convicción previa: si deseas rezar, es porque Dios ha depositado ese deseo en tu corazón, no es que lo hayas encontrado tú solito. Es él quien desea la oración para ti antes que nadie. Esta convicción te sitúa, de entrada, en tierra firme: tú siempre podrás oscilar, dudar, echarte para atrás, dejarlo para más adelante... pero Dios nunca dejará de desear la oración para ti. A cada paso que des, encontrarás a Dios dispuesto a darte todo lo necesario para que llegues a la oración, y en primer lugar, afianzará tu deseo.

A continuación, tendrás que aceptar que esto lleva su tiempo. A veces, ocurre que me cuesta dormirme por la noche y permanezco horas despierto. Había pedido al médico que me diese un sedante suave para dormir con más facilidad en las noches de insomnio, pero él me respondió: «Más vale que le dé algo para tomar periódicamente durante algún tiempo, así se restaurará la función del sueño de forma natural». Y tenía razón. Ir pastillita a pastillita, resulta mucho menos eficaz, mientras que una cura algo prolongada, da mejores resultados.

Creo que esta terapia —salvando las distancias— puede aplicarse a «restaurar la función de la oración». Se impone hacer una cura. Ya has visto que en mi caso hice la cura a través de los retiros que me permitieron recobrar la oración. ¿Qué puede ocurrir en tu caso? Sacúdete la quimera de que podrás conseguirlo «pastillita a pastillita» a ratos sacados de aquí y de allá. Sigue el consejo del médico: haz una cura de oración que sea suficiente como para «restaurar su función» y devolverle toda su eficacia (sobrenatural).

En mi opinión, ese es el precio que tienes que pagar. Organízate, dispón tu vida, zanja lo que deba ser zanjado para tomarte el tiempo de hacer una cura de oración. Me entiendes perfectamente: «tómate» el tiempo. No te lo van a traer en bandeja.

¿Que es difícil? Claro. ¿Que los obstáculos se te amontonan? ¡Cómo no! ¿No lo ves posible? Lo contrario me hubiera asombrado. ¿Tus responsabilidades te lo impiden? Evidentemente. Ahora que ves la cosa de cerca, ¿tienes menos ganas? No me dices nada nuevo. ¿Tienes miedo? Es lo más normal. Te pondrán muchas cosas que obstaculizarán tu camino, para que tu decisión acabe en el fracaso. No te preocupes por eso: lo raro sería lo contrario. Permanece en plan cabezota y aférrate humildemente.

Entonces, tienes que hacer dos cosas que, además, están a tu alcance. La primera consiste en dejar crecer en ti el deseo de oración hasta que se convierta en el grito de tu corazón. No tengas miedo: es el Señor quien te lo acrecienta. No va a ser afanándote como conseguirás añadir un codo a la medida» de tu deseo (Mt. 6,27). Sencillamente cuando te sientas habitado por él. Y basta con que lo pidas para recibirlo: Dios, que es fiel, te lo dará. «afanándote como conseguirás añadir un codo a la medida» de tu deseo (Mt. 6,27). Sencillamente tienes que decir «sí» cuando te sientas habitado por él. Y basta con que lo pidas para recibirlo: Dios, que es fiel, te lo dará.

Luego, tienes que dejarlo todo en manos de Dios para que El allane tus dificultades. Si Dios lo quiere para ti —y tienes que creerlo—, ya te preparará el camino, como lo hizo para mí. Ese camino, posiblemente sea distinto del que esperabas; eso es buena señal, ya que «mis pensamientos no son vuestros pensamientos y mis caminos no son los vuestros; dice el Señor» (Is. 55,8). Estáte. atento para captar las ocasiones, y disponible.

No vayas a preocuparte porque te asalten inmediatamente un cúmulo de objeciones; vas a tener muchas e impresionantes, pero no te dejes impresionar. Prosigue en la confianza que se te ha dado, y no quieras saber nada más. No dejes que se mengüe tu certeza: ahí está el combate que tienes que llevar, ahí y en ninguna otra parte.

Sobre todo, nunca creas que vas a conseguir algo a fuerza de voluntad o de astucia: lo más seguro es que acabes por los suelos. Confiaste la barca a Otro, ¿no?; dejaste el timón en sus manos y creíste en él. Si vuelves a coger el mando no podrás evitar los arrecifes, ni los bancos de arena, donde acabarás estrellándote. Acuérdate de que todo se vino abajo para mí el día que me empeñé en controlarlo todo.

Quizá no puedas evitar un paso en falso, una regresión. Pues vuelves a empezar otra vez, a fondo, con confianza; a fin de cuentas, no pasa nada. Sé paciente.

En tu vida se mantendrá lo que hayas recibido, no lo que hayas hecho por ti mismo.

Semejante confianza, exige un poco de humildad. La mosca del cuento (1) creía que los caballos iban a llegar hasta arriba de la cuesta, gracias a sus esfuerzos. Muchas veces te creerás que eres esa mosca, y no te darás ni cuenta; creerás que has progresado con tus propias fuerzas, o a base de voluntad y así es como al final se cae rodando. Levántate y ríete con un poco de humor de tu vanidad; sobre todo no te tomes muy en serio, ni vayas a indignarte por eso. No, de verdad, ríete, de ti mismo y vuelve a empezar. Cuando el cura de Ars cometía una pequeña infidelidad, le decía al Señor, con ese humor rebosante de salud: «¡Ay Señor! ¡Acabo de jugarte una pasada de las mías otra vez!». Es una frase estupenda, te la recomiendo. Pone muchas cosas en su lugar y no las agranda.

Créeme, las caídas y los fracasos son el mejor aprendizaje de la humildad. Te desvelan poco a poco la verdad con respecto a ti mismo (tú, como yo, somos pobres, débiles y pecadores), y te enseñan a desconfiar de tu propia fuerza, «esa caña rota que traspasa la mano del que se apoya en ella» (Is. 36,6). Dirás que ya sabes que eres débil, pero no hay nada como experimentarlo, así, poco a poco, aprendes a apoyarte tan sólo en el Señor, porque «en la debilidad es donde se manifiesta su poder» (II Co. 12,19). Y ya se te dará todo lo que necesites; recibirás «en la medida en que esperes recibir», como dijo Teresa de Lisieux. Buen viaje.

(1) «El carruaje y la mosca», fábula de la Fontaine (N. del T.)