CUARTA PARTE

 

DE LA HUMILDAD EN EL DESEMPEÑO
DEL OFICIO PASTORAL

 

 

Pero como sucede que, mientras dispensa muchas veces al pueblo el beneficio de la predicación de una manera conveniente, siente en sus adentros el predicador una oculta complacencia de sus propias cualidades, es necesario que ponga gran cuidado en dominarse con el látigo del temor, de otra suerte, podrá contribuir a la salvación de los demás, pero vivirá engreído y descuidará su propia salvación; ayudará a sus prójimos y se olvidará de sí mismo; levantará a los demás y vendrá él a caer.  ¡Para cuántos han sido ocasión de ruina sus propias virtudes! Vivían neciamente confiados en sus fuerzas, y la muerte vino a sorprenderlos en medio de su descuido.  Cuando la virtud resiste a los asaltos del vicio, el alma experimenta cierto deleite en sus propios triunfos, el corazón vencedor va perdiendo el miedo al enemigo, abandona toda precaución y descansa seguro en su propia confianza; acércase entonces el astuto tentador al alma confiada, le pone ante sus ojos el recuerdo de todas sus victorias, abultándole, con el tumulto de sus pensamientos, su fortaleza inquebrantable.  De donde resulta que, en presencia del Dios justiciero, el recuerdo complaciente de la virtud practicada viene a ser abismo en que el espíritu se derrumba, pues engreído por la memoria de sus buenas obras, mientras más se enaltece a sí mismo, más se rebaja a los ojos del Dios autor de la humildad.  Y así dice el Señor al alma orgullosa: Ya que te crees más hermosa que los demás, desciende y yace entre los incircuncisos  (Ez 32, 19).  Que es como decirle: Tú que te engríes por el esplendor de tus virtudes, verás cómo ese mismo esplendor te acarreará la ruina.  Habla el Señor en otro lugar al alma orgullosa de sus virtudes, bajo la figura de Jerusalén, y le dice: Tu hermosura te adquirió nombradía por causa de los adornos que yo puse en ti, y, envanecida con tu hermosura, te prostituiste de tu propio arbitrio  (Ez 16, 14).  Se envanece el alma de su propia hermosura cuando, complaciéndose en sus virtudes, se gloría de su propia seguridad; pero este mismo envanecimiento la arrastra  al pecado de la fornicación, pues ilusionada el alma por sus errados pensamientos el enemigo tentador la va llevando de seducción en seducción hasta corromperla. Y nótense las palabras arriba citadas: Te prostituiste de tu propio arbitrio, porque, desposeída el alma del temor de Dios, luego busca su gloria personal y acaba por considerar como propias las dotes con que Dios la enriqueció para que predicara su divina palabra; anda solícita únicamente por acrecentar su nombradía, pretende aparecer como un ser extraordinario a las miradas de todos.  Se prostituye de su propio arbitrio, porque, abandonando el tálamo legítimo, se entrega por ambición de gloria en brazos del espíritu corruptor.  Y a este propósito dice David:  Y todo su vigor lo entregó a cautiverio, y toda su gloria la puso en poder de sus enemigos  (Sal 77, 61).  Entregar a cautiverio el vigor y poner la gloria en poder de sus enemigos, viene a ser como apoderarse el antiguo enemigo del alma extraviada por el orgullo de sus obras.

 

Esta vanidad, nacida de la práctica de la virtud, si bien no siempre llega a prevalecer sobre ellas, casi siempre viene a tentar aun a las mismas conciencias de las personas perfectas, sólo que, si enalteciéndose, se ven abandonados, abandonados se reducen a temor y desconfianza de sí mismos. Y así prosigue diciendo David:  En medio de mi prosperidad había yo dicho: No experimentaré nunca jamás mudanza alguna  (Sal 29, 7).  Envanecido en la confianza de su propio poder, tuvo que agregar luego las consecuencias que sufrió, diciendo: Apartaste de mí tu rostro, y al instante fui trastornado  (Sal 29, 8).  Palabras estas que equivalen a declarar: me creí invencible en mi fortaleza, pero cuando me vi abandonado, vine a conocer cuánto es mi debilidad.  Por eso dice en otro lugar: He jurado y resuelto observar tus justísimos decretos  (Sal 118, 106).  Pero como no dependía de sus fuerzas permanecer en la observancia que había jurado, vuelve luego a reconocer desconcertado su propia debilidad y encuentra su refugio y sostén en la fuerza de la oración, diciendo: Confortadme, Señor, según vuestras promesas, en la humillante persecución que padezco  (Sal 118, 107).

 

Suele la sabiduría de Dios, antes de prestarnos el sostén de su gracia, traernos a la memoria el conocimiento de nuestra propia miseria, para que no nos levantemos con los dones recibidos.   Y así, cada vez que lleva al Profeta Ezequiel a contemplar los arcanos del cielo, le llama antes hijo del hombre,  como si el Señor quisiera avisarle diciendo:  No te envanezcas por lo que estás contemplando, sino acuérdate de quien eres tú: al elevarte a las cosas sublimes, no te olvides de que eres hombre, y si te ves arrebatado por encima de ti, vuelve pronto a contenerte con el freno de la humildad.

 

De aquí la necesidad de tornar las miradas del alma a nuestras propias debilidades y humillarnos hasta el suelo cuando llegue a halagarnos el pensamiento de nuestros propios méritos; no miremos lo bueno que hemos hecho, sino lo que hemos dejado de hacer; así, cuanto más pequeño y vil se reconozca nuestro corazón con el recuerdo de sus debilidades, más nos robusteceremos en la virtud a los ojos de Dios, autor de la humildad.

 

Suele además Dios, en sus sabios designios, dotar a los directores de almas de especiales perfecciones, por un lado, y permitir, por otro, que adolezcan de pequeños defectos, con el fin de que, al paso que brillan con el esplendor de sus virtudes, sientan la pesadumbre de sus propias imperfecciones, y así no se engrían de sus grandes cualidades al tener que combatir denodadamente contra sus pequeños defectos, y, viendo que no logran triunfar de obstáculos tan insignificantes, no se sientan tentados de enorgullecerse por sus mayores actos de virtud.

 

CONCLUSIÓN

 

Ya ves, excelente amigo mío  (Se dirige San Gregorio a su amigo Juan, obispo de Ravena, a quien dedica la obra.  Véase pág. 1), cómo obligado por tus fraternales reproches, mientras me he esforzado por enseñar las cualidades que deben adornar a un pastor de almas, he debido yo, que soy un mal pintor, trazar un retrato perfecto, y dirigir a otros a las playas de la santidad, cuando aun me encuentro a merced de las olas de mis propios pecados.

 

Pero en medio de las tempestades de mi vida, me alienta la confianza de que tú me mantendrás a flote en la tabla de tus oraciones, y que, si el peso de mis faltas me abaja y humilla, tú me prestarás el auxilio de tus méritos para levantarme.

 

Laus Deo.