TERCERA PARTE

 

DEL EJERCICIO DEL OFICIO PASTORAL

 

 

PRÓLOGO

 

            Ya que dejamos expuestas las cualidades del pastor de almas, pasemos ahora a considerar cómo debe ser su enseñanza y dirección.

 

            Pues, según las instrucciones que hace muchos años nos dio Gregorio Nacianceno, de venerada memoria, no cuadra bien a todos una sola y misma exhortación, así como no todos flaquean por el mismo lado en sus costumbres. Lo que para unos resulta perjudicial, a veces resulta provechoso para otros; pues los pastos que a estos animales alimentan, a aquellos los matan; y mientras los caballos se amansan con un suave silbido, los perros se exasperan.  Del mismo modo, la medicina que alivia una enfermedad agrava la otra, y el pan que robustece a los adultos daña a los niños de leche.

 

            Deben por tanto adaptar sus palabras y consejos los padres espirituales a la condición y capacidad de sus oyentes de suerte que se le apliquen a cada cual los que le convengan, con tal que no se aparten en general del buen método de aprovechamiento y edificación.

 

            Las almas que se disponen a escuchar se asemejan en cierto modo a las cuerdas en tensión de una cítara: el artista que ha de tañirlas para producir una melodía acorde, las pulsa de diferentes maneras.  Y si las cuerdas dan una modulación armoniosa, es porque el artista las hiere con el mismo plectro, pero no con la misma intensidad. Del mismo modo el maestro del alma debe pulsar el corazón de sus oyentes, para modular en todos ellos la misma virtud de la caridad con una misma doctrina, pero no con un mismo género de exhortación.

 

CAPÍTULO I

 

De la diversidad en el arte de exhortar

 

Ha de amonestarse de distinta manera:

A los hombres, que a las mujeres.

A los jóvenes, que a los viejos.

A los pobres, que a los ricos.

A los alegres, que a los tristes.

A los súbditos, que a los superiores.

A los siervos, que a los amos.

A los sabios de este mundo, que a los idiotas.

A los descarados, que a los vergonzosos.

A los presuntuosos, que a los cobardes.

A los coléricos, que a los pacientes.

A los bondadosos, que a los envidiosos.

A los sencillos, que a los maliciosos.

A los sanos, que a los enfermos.

A los que, por temor del castigo, viven en la inocencia, que a los que están tan 

            encallecidos  en el mal, que ni aun con los castigos se enmiendan.

A los taciturnos, que a los habladores.

A los perezosos, que a los atropellados.

A los mansos, que a los iracundos.

A los humildes, que a los soberbios.

A los tercos, que a los inconstantes.

A los glotones, que a los sobrios.

A los que por caridad dan de lo suyo, que a los que acostumbran a apoderarse de lo ajeno.

A los que ni roban lo ajeno ni dan de lo suyo, que a los que, si bien dan lo que tienen, no

            dejan de apoderarse de lo ajeno.

A los perturbadores, que a los sosegados.

A los sembradores de discordias, que a los amadores de la paz.

A los que interpretan torcidamente las palabras de la Sagrada Escritura, que a los que,

            interpretándolas rectamente, las predican con poca humildad.

A los que, siendo capaces de predicar bien, no lo hacen por excesiva humildad, que

            a aquellos que, por más que estén impedidos para hacerlo por su edad o sus

            defectos, se lanzan precipitadamente a la predicación.

A los que prosperan en todo negocio temporal que emprendan, que aquellos que,

            ambiciosos de los bienes del mundo, se ven desilusionados por los

            reveses de fortuna.

A los que están ligados con los vínculos del matrimonio, y a los que están libres de ellos.

A los que han experimentado las flaquezas de la carne, que a los castos.

A los que adolecen de pecados de obra, que a los que pecan de pensamiento.

A los que lloran los pecados cometidos y no se resuelven a abandonarlos, que a los que

            los abandonan pero no los lloran.

A los que se glorían de las malas acciones que cometen, que a los que detestan sus

            pecados, pero no los evitan.

A los que caen vencidos por recias tentaciones, que a los que permanecen en la culpa

            deliberadamente.

A los que cometen continuas faltas, pero pequeñas, que a los que se guardan de las leves

            y a veces se precipitan en las más graves.

A los que ni siquiera emprenden obra buena, que a los que no llegan a terminarla después

            de comenzada.

A los que obran el mal en secreto y el bien en público, que a los que ocultan el bien que

            hacen y, sin embargo, dan motivo con ciertas acciones para que se hable de ellos         

            mal públicamente.

 

Pero, ¿a qué recorrer en sucinta enumeración todas estas materias, si no nos detenemos en describir, lo más brevemente posible, la manera de amonestar en cada uno de los casos?

            De distinto modo, pues, se ha de amonestar a los hombres que a las mujeres; a aquellos ha de hacerse con mayor severidad, y a éstas con menos, para que se sacudan aquellos a fuerza de grandes reprensiones, y con las blandas y suaves se conviertan éstas.

 

            De diversa manera habrá de amonestarse a los jóvenes que a los ancianos: pues mientras a los primeros les es a menudo de provecho una reprensión severa, a los segundos los reduce a mejor acuerdo una súplica afectuosa. Escrito está: No reprendas con aspereza al anciano, sino exhórtale como a padre (1 Tm 5, 1) 

 

CAPÍTULO II

 

Cómo amonestar a los pobres y a los ricos

 

Diverso ha de ser el modo de amonestar a los pobres que a los ricos: proponiendo a los primeros motivos de consuelo para alivio de sus tribulaciones, e infundiendo en los segundos temor saludable contra la soberbia.  Dice el Señor al pobre por boca del Profeta: No temas; no quedarás confundido  (Is 54, 4); y poco más adelante le dirige estas tiernas expresiones: Pobrecillo, combatido por la tempestad  (Ibid 11).  Y torna a consolarle diciendo: Te he probado en el crisol de la pobreza  (Is 48, 10) .

 

            Al contrario, San Pablo escribe a su discípulo Timoteo acerca de los ricos: A los ricos de este siglo mándales que no sean altivos ni pongan su confianza en las riquezas caducas  (1 Tm 6, 17).  Y es digno de notar que el que fue siempre maestro de humildad y mansedumbre, al tratar de los ricos no dice  Suplica, sino: Manda; pues aunque hay que usar siempre bondad con la flaqueza, sin embargo no hay que dispensar jamás honores al orgullo.  Las verdades que se les digan a estos tales hay que decírselas con tanta mayor firmeza, cuanto que se engríen con pensamientos altaneros por sólo los bienes deleznables y pasajeros de la tierra.  De ellos dice el Señor en el Evangelio: Desdichados vosotros los ricos, que ya tenéis vuestro consuelo en este mundo  (Lc 6, 24. ).  Desdichados, porque no conocen los goces eternos y tienen puesta su felicidad en la abundancia de los goces de la vida presente. Por tanto, a los que la pobreza prueba en su crisol han de proporcionárseles motivos de consuelo; pero a los que ya proporciona consuelos el bienestar temporal, ha de infundírseles temor; y esto con el fin de que aprendan los primeros que están en posesión de otras riquezas mejores que no ven, y sepan los segundos que no siempre disfrutarán de las riquezas que tienen a su alcance.

 

            No es raro que la conducta o género de vida esté en desacuerdo con la condición de las personas, y sean humildes los ricos y orgullosos los pobres.  En este caso, las palabras del predicador deben adaptarse a la conducta de los oyentes; combata, pues, el orgullo en los pobres con tanta mayor severidad cuanto ni siquiera los incita a ello la pobreza que padecen; y trate la humildad de los ricos con tanta mayor blandura cuanto que no se dejen engreír por los bienes materiales, que suelen ofuscar.

 

 

Otras veces será necesario calmar la soberbia de los ricos con suaves amonestaciones, pues hay llagas duras que se suavizan con fomentos blandos, y hay locos furiosos que se reducen a cordura con el suave trato de los  médicos, y a medida que se condesciende con ellos bondadosamente, va desapareciendo el mal de la locura.  A este propósito es digno de recordar que, cuando el espíritu malo asaltaba al rey Saúl, David le devolvía la calma con el tañido de la cítara. ¿Qué viene a significar Saúl sino la altanería de los poderosos? Y ¿qué representa David sino la vida humilde de los santos?  Y así como, cuando Saúl era asaltado por el espíritu inmundo, se aplacaban sus arrebatos con las armonías de David, también, cuando se desencadenan las pasiones en el alma de los poderosos cegados del orgullo, es conveniente, para atraerlos a mejor acuerdo, emplear expresiones tranquilizadoras, como a David el tañido del arpa.

 

A veces es conveniente, cuando se trata de reprender a los poderosos de este mundo, pedirles parecer antes a ellos sobre ciertos defectos análogos a los que se desea corregir, como si se tratara de asuntos ajenos, y después que hayan manifestado su recto sentir sobre la cuestión propuesta que ellos creían extraña, reprocharles sus propias culpas con palabras comedidas, y así el que está engreído por su valimiento temporal, después que haya humillado la cerviz de la soberbia con su propio juicio, no es fácil que se rebele contra el que lo corrige, ni pretenda proferir su defensa después de haber pronunciado su condenación por su propia boca.  Así vemos que el Profeta Natán, cuando fue a reprender a David  (2 S 12), e invocó la justicia del rey contra el rico en favor del pobre, consiguió que el rey dictara la sentencia y oyera después su propia acusación, no pudiendo entonces poner reparos a la justicia que él mismo había invocado contra sí. El santo varón, teniendo en cuenta que el pecador era al mismo tiempo rey, se sirvió de un admirable recurso para acorralar primero al terrible reo, y después atacarlo con sus propias acusaciones. Disimuló al principio a quién buscaba, pero cuando lo tuvo en sus manos lo acometió.  Si al empezar a hablar hubiera pretendido descubrir y reprender la culpa, hubiera empleado más tiempo en conseguirlo; pero, previa la ingeniosa comparación, le punzó con la acusación que traía preparada y oculta. Como experto médico que visita a un enfermo para sajarle una llaga y que duda de la resistencia del enfermo, llevaba escondida bajo el vestido la herramienta saludable, y, sacándola de repente, la introdujo en la llaga, para que el enfermo sintiera la punzada de la lanceta antes de verla, pues quizás, de verla antes, no hubiera consentido en soportar la operación.

 

CAPÍTULO III

 

Cómo ha de amonestarse a los alegres y a los tristes

 

De diversa manera ha de amonestarse a los alegres que a los tristes.  Hay que recordar a los alegres las amarguras y tristezas que acarrean los eternos suplicios, y recordar a los tristes las dulzuras y alegrías que están prometidas para el reino de los cielos.  Que aprendan los alegres, por medio de duras amenazas, a temer, sepan los tristes las alegrías del galardón que deben esperar.  De los primeros dijo el Señor: ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque luego lloraréis!  (Lc 6. 25)  Oigan los segundos lo que por su boca dice el Divino Maestro: Yo volveré a visitaros y vuestro corazón se bañará en gozo y nadie os quitará vuestro gozo  (Jn 16, 22).

 

Hay algunos que son alegres o tristes, no por causa de las circunstancias, sino por su propia índole natural.  A estos tales ha de advertírseles que hay  índoles que fácilmente degeneran en vicios; y que así los alegres están en riesgo de caer en la lujuria, y los tristes, en la ira. Por lo cual es preciso que cada cual pondere bien, no sólo lo que tiene que padecer a causa de su carácter, sino también los peligros y malos resultados que puede acarrearle; pues puede suceder que, si no  combate el defecto de que adolece, caiga en el vicio de que se cree exento.

 

CAPÍTULO IV

 

Cómo ha de amonestarse a los inferiores y a los superiores

 

De distinto modo ha de amonestarse a los súbditos que a los superiores.  A aquellos, de manera que su condición de súbditos no los abata; a éstos, de modo que su elevada posición no los envanezca.  A aquellos, que no dejen de cumplir lo que se les mande: a estos, que no manden nada que no sea justo.  A aquellos, que obedezcan humildemente; a estos, que ordenen con moderación.  Pues también a los primeros pueden aplicárseles las palabras del Apóstol: Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor; mientras que a los segundos les está mandado:  Padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos (Col 3, 20).  Aprendan los súbditos cómo han de arreglar su propia conciencia ante las miradas del Juez invisible que todo lo ve; y sepan los superiores que deben dar ejemplo de virtud a los que les están encomendados.

 

No olviden los superiores que, cuando cometen alguna mala acción, se hacen merecedores de tantas muertes cuantos son los ejemplos de perdición que han dado a sus inferiores.  Por eso es necesario que se abstengan de la culpa con tanta mayor cautela cuanto que, con las faltas que cometen no sólo causan la muerte de su propia alma, sino que también se hacen reos de la muerte que han causado con sus malos ejemplos al alma de los demás.  Adviertan, por tanto, los inferiores que han de ser severamente castigados si no se hallan libres al menos de sus propias faltas; y los superiores, que ha de tomárseles cuenta de los extravíos de sus súbditos aunque crean estar exentos de los suyos propios.  Sepan aquellos que deben emplear mayor esmero en arreglar su propia conducta, ya que se hallan exentos de cuidados ajenos: y sepan éstos que deben cuidar de los demás, de suerte que no se crean dispensados de cuidar de sí mismos; y de tal modo han de aplicarse a su propia perfección, que no descuiden la de los fieles que les están encomendados.  A los súbditos, que sólo deben mirar por sí mismos, les advierte la Escritura: Anda, perezoso, ve a la hormiga y considera su conducta y aprende a ser sabio  (Pr 6,6).  Tenga presente el superior esta terrible sentencia:  Hijomío, si saliste por fiador de tu amigo y has ligado tu mano con un extraño, tú te has enlazado mediante las palabras de tu boca y ellas han sido el lazo en que has quedado preso (Ibid 6, 1).  Salir fiador por el amigo viene a significar tomar a su cargo el cuidado del alma del prójimo en medio de los peligros a que se halla expuesta en esta vida: se liga la mano con un extraño quien obliga su conciencia al ministerio de la cura de almas, de que antes estaba libre; se enlaza mediante las palabras de su boca, y queda preso en sus propios lazos, quien se compromete, al enseñar el camino del bien a sus subordinados, a cumplir antes él lo que enseña. Se ha amarrado con las palabras de su propia boca, porque está obligado, por exigencias de la razón, a no distraer su conducta en asuntos ajenos a su ministerio.  Y por esto, delante de Dios, está obligado a cumplir por obra todo lo que ha enseñado a los demás de palabra.  Y así, continúa la Escritura amonestándole de este modo: Haz, pues, hijo mío, lo que te digo, y líbrate a ti mismo, ya que has caído en manos de tu prójimo; corre de una a otra parte, apresúrate, despierta a tu amigo; no concedas sueño a tus ojos, ni dejes que se cierren tus párpados  (Pr 6,3).  A aquél que está colocado al frente de los fieles para servirles de modelo en su vida, le está mandado, no sólo que vele él, sino que despierte y haga velar a su amigo; pues no basta que vele él, viviendo santamente, sino que ha de despertar del sueño del pecado a aquellos que tiene bajo su dirección.  Pero adviértase además: No concedas sueño a tus ojos, ni dejes que se cierren tus párpados.  Conceder sueño a los ojos equivale a descuidar completamente el provecho de los súbditos abandonando toda vigilancia; y cierran las pupilas cuando, dominada por la pereza, nuestra conciencia disimula en los súbditos aquellas faltas que debía corregir.  Dormir completamente equivaldría a ignorar y, por tanto, no corregir los pecados cometidos. No dormir, pero sí dormitar, sería como conocer lo que es digno de corrección, pero, por dejadez de ánimo, no censurarlo con la severidad merecida.  A fuerza de dormitar, los ojos pueden llegar a cerrarse en profundo sueño; así también, si el que dirige y gobierna deja muchas veces de atajar el mal que ha llegado a su conocimiento, puede resultar que, por culpa de su indolencia, ni conozca siquiera los pecados en que caen sus subalternos.

 

Ha de advertírseles, pues, a los que gobiernan, que lleven siempre sus ojos alerta, para vigilar tanto interiormente como en torno suyo, procurando ser como los sagrados animales del Apocalipsis, que nos describe San Juan, llenos de ojos por dentro y en derredor por fuera. Menester es, pues, que los que mandan tengan ojos por dentro y por fuera, con el fin de que, al paso que procuran agradar al Juez de las conciencias en su interior, den exteriormente ejemplos de santa vida y corrijan en los demás aquello que es susceptible de enmienda.

 

Aconséjeseles a los súbditos que no juzguen temerariamente la conducta de sus superiores, sí por acaso notan en ellos algo digno de censura; no sea que, al querer reprochar sus defectos, aunque sea con razón, caigan por ello en más bajos pecados a impulsos del orgullo.  Ha de amonestárseles además que no deben mostrarse irrespetuosos con sus superiores por causa de las faltas que notaren en ellos, sino que de tal modo han de mirar los defectos que en ellos pueda haber que, animados del santo temor de Dios, no se nieguen a llevar sumisos el yugo del debido respeto.  Asunto es éste que podremos poner más en claro trayendo a este propósito el proceder de David con Saúl, su perseguidor  (1 S 24).  Había entrado el rey a hacer sus necesidades corporales en una caverna en que estaba escondido David con su gente, después de haber sufrido por tanto tiempo sus mortales asechanzas.  Y como le animara su gente a que acabara de una vez con Saúl dándole muerte, les interrumpió David con una brusca respuesta, diciendo que no le estaba permitido poner las manos sobre el ungido del Señor.  Sin embargo de esto, se acercó a él poco a poco y le cortó el ruedo del manto.  ¿Qué viene a representar aquí Saúl sino a los malos superiores, y qué David, sino a los buenos súbditos?  Él ir Saúl a desocupar su vientre viene a ser como los malos superiores que convierten en obras malolientes la malicia concebida en su corazón, y que, al realizar sus torcidos pensamientos con obras exteriores, las ponen de manifiesto.  No se atrevió David a herir al rey, porque los buenos súbditos se guardan muy bien de la peste de toda maledicencia, y no hieren la conducta de sus superiores con la espada de su lengua, aun cuando noten en ellos imperfecciones.  Pero si alguna vez, llevados por su propia debilidad, apenas consiguen librarse de la murmuración, de modo que comenten por lo bajo ciertos pecados notorios e inexcusables de sus superiores, es como si cortaran sin sentirlo la orla de su manto, pues al rebajar la dignidad del superior, por muy oculta y bien intencionadamente que lo hagan, en cierto modo malogran la vestidura de su legítimo rey. Con todo, estos tales vuelven bien pronto sobre sí mismos y se arrepienten íntimamente aun de las más leves expresiones mordaces.  Y así vemos que dice la Escritura, de David: E inmediatamente le remordió a David su conciencia de haber cortado la orla del manto de Saúl  (1 S 24, 6).  Para darnos a entender que, aunque la conducta de los prelados sea merecedora de justas críticas, no ha de atacársela con la espada de la murmuración. Y si alguna vez se ha deslizado la lengua contra ellos, aunque sea en materia leve, ha de sentir el corazón el torcedor del remordimiento: vuelva sobre sí el murmurador y ya que ha faltado contra su legítimo superior, tema el justo juicio de Aquél de quien todo superior ha recibido su autoridad.  Pues, quien falta al respeto al que gobierna, se rebela contra la autoridad de Aquél que lo ha constituido en tal dignidad.  Con razón decía Moisés, al saber que el pueblo murmuraba de él y de Aarón: ¿Quiénes somos nosotros? Contra el Señor son y no contra nosotros vuestras murmuraciones  (Ex 16, 8)

 

CAPÍTULO V

 

Cómo ha de amonestarse a los siervos y a los amos

 

De distinto modo ha de amonestarse a los siervos que a los amos.  A los siervos, que tengan siempre presente la humildad de su condición; a los amos, que no echen en olvido que por su naturaleza en nada son superiores a sus siervos.  Adviértase a los siervos que no han de despreciar a sus amos, pues ofenderían a Dios, si con altanería se rebelaran contra la divina ordenación; adviértase a los amos que usurpan a Dios su dominio y sus funciones si no reconocen por iguales en la participación de la naturaleza humana a los que por su humilde condición les están sometidos.  Sepan éstos que son siervos de sus señores; y no olviden aquellos que son consiervos de sus propios siervos.  Advierte a estos San Pablo: Siervos, obedeced en todo a vuestros amos temporales   (Col 3, 22); y en otra parte les dice: Todos los que están bajo el yugo de la servidumbre, han de considerar a sus señores como dignos de todo respeto (1 Tm 6, 1).  Y advierte a aquellos: Y vosotros, amos, haced otro tanto con ellos, excusando las amenazas y castigos, considerando que unos y otros tenéis un mismo Señor allá en los cielos  (Ef 6, 9).     

 

CAPÍTULO VI

 

Cómo ha de amonestarse a los sabios y a los idiotas

 

De diversa manera ha de aconsejarse a los sabios de este mundo que a los rudos.  Adviértaseles a los sabios que renuncien a la vana sabiduría que poseen; y anímese a los rudos a desear saber lo que no saben.  Lo que ante todo hay que destruir en los primeros es la creencia de que son sabios; mientras que lo que hay que poner por fundamento en los segundos es el conocimiento de la soberana sabiduría, pues como carecen de motivos para engreírse, tienen su corazón mejor dispuesto para sentar bien este fundamento. Ha de conseguirse con aquellos que se hagan sabiamente ignorantes, que se despojen de la necia sabiduría humana y aprendan la sabia locura de Dios; ha de inculcarse a éstos que desde la bajeza de su ignorancia se elevan cada vez más hasta la verdadera sabiduría.  Para los primeros está escrito: Si alguno de vosotros se tiene por sabio, según el mundo, hágase necio a los ojos de Dios  (1 Co 3, 18).  Para los segundos está escrito también:  No muchos sabios según la carne  (Ibid 1, 26).  Y a seguido añade: Dios ha escogido a los necios según el mundo para confundir a los sabios  (Ibid 27).  Para convertir a los primeros vale casi siempre más emplear argumentos de razón; mientras que para los segundos son a veces preferibles los ejemplos. Aprovecha más aquellos verse convencidos en sus controversias; mientras basta a menudo a éstos darles a conocer las buenas obras de los demás.  Razón por la cual aquel maestro incomparable, San Pablo, dedicado al bien de los sabios y de los rudos, al dar sus avisos a los Hebreos –de ellos unos instruidos y otros ignorantes– hablando a los primeros sobre la abolición del Testamento antiguo, procura aventajarles en su sabiduría con razones, diciéndoles: Lo que se da, pues, por anticuado y viejo, cerca está de quedar abolido  (Hb 8, 13).  Pero, sabiendo que a algunos sólo se consigue ganarlos con ejemplos, añade en la misma epístola: Los santos sufrieron escarnios y azotes, además de cadenas y cárceles; fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba de todos modos, muertos a filo de espada  (Ibid 11, 36, 37).  Y más adelante añade: Acordaos de vuestros prelados, los cuales os han predicado la palabra de Dios, cuya fe habéis de imitar considerando el fin dichoso de su vida  (Ibid 13, 7).  Esto lo hacía con el fin de someter a los primeros con la victoria de la razón, y animar a los segundos a más altas aspiraciones por medio de ejemplos a su alcance.    

 

CAPÍTULO VII

 

Cómo ha de amonestarse a los descarados y a los vergonzosos.

 

De manera muy distinta ha de amonestarse a los descarados que a los vergonzosos.  Pues para apartar a los primeros del vicio de la desvergüenza es menester usar con ellos duras reprensiones; mientras que, para disponer a los segundos a más arreglada conducta, es casi siempre preferible una moderada exhortación. Creen aquellos no haber caído en falta, a no ser que sean muchos los que los reprenden; mientras que a estos, para convertirse, les basta a veces que el superior les traiga a la memoria con delicadeza las malas obras que han hecho. A aquellos se les corrige mejor atacándolos de frente; mientras a estos da mejor resultado tomar de soslayo el defecto que en ellos se quiere combatir.  Reprocha ásperamente el Señor al descarado pueblo judío con estas palabras: Tú presentas el descaro de una ramera y no has tenido rubor ninguno  (Jr 3,3).  Mientras en otra ocasión, al ver apocado a su pueblo, lo alienta diciendo: No conservarás memoria de las liviandades de tu mocedad ni te acordarás del oprobio de tu viudez, pues será tu dueño el Señor que te ha criado  (Is 54, 4).  Ataca abiertamente San Pablo a los Gálatas que pecaban con todo descaro, escribiéndoles: ¡Oh Gálatas insensatos! ¿Quién os ha hechizado para desobedecer así la verdad?  Y sigue: ¿Tan necios sois que, habiendo comenzado en espíritu, ahora vengáis a parar en carne? (Ga 3, 1-3).  Mientras que a los Filipenses, que se avergonzaban de sus culpas, los reprende con expresiones compasivas, diciendo:  Yo me holgué sobremanera en el Señor de que al fin haya reflorecido aquel afecto que por mí teníais: siempre lo habéis tenido en vuestro corazón, pero no hallabais ocasión para manifestármelo  (Flp 4. 10).  Esto lo hacía el Apóstol con el fin de descubrir con duras expresiones los pecados de los primeros y de cubrir con afectuosas y tiernas palabras la negligencia de los últimos.   

 

 CAPÍTULO VIII

 

Cómo ha de amonestarse a los presuntuosos y a los cobardes

 

De distinto modo ha de amonestarse a los presuntuosos y a los cobardes.  Pues mientras aquellos, con excesiva presunción de sí mismos, desdeñan y tachan a los demás, estos, persuadidos de su propia pequeñez, están propensos a caer en el abatimiento.  Dan aquellos gran mérito e importancia a todo lo que hacen; mientras tienen estos sus acciones por dignas de desprecio y olvido, y se quebrantan en continuos desalientos.

 

Es, pues, necesario que el que ha de aconsejar y corregir examine cuidadosamente las obras de los que se muestran presuntuosos y advertirles que, en aquel mismo agradarse a sí propios, causan el desagrado de Dios.

 

El mejor recurso para corregir a los presuntuosos es demostrarles que han obrado mal en lo mismo en que creen haber obrado bien; haciendo que recaben una saludable confusión de aquello mismo de que ellos esperaban obtener honra.  A veces, si no se dan cuenta de que han caído en el vicio de presunción, se reducirán a la corrección con más facilidad, atacando duramente otra culpa más manifiesta cuya confesión se les ha arrancado indirectamente; así comprenderán, por la falta de que no pueden excusarse, que hacen mal en disculparse de la que tienen. Y así, viendo San Pablo a los Corintios ciega y protervamente divididos entre sí, de tal suerte que unos decían seguir a Pablo, otros a Apolo, otros a Cefas y otros a Cristo, trajo a colación un pecado de incesto cometido entre ellos y que seguía aún sin correctivo, y les  dice: Es cosa notoria que entre vosotros se cometen deshonestidades, y tales cuales no se oyen ni aun entre los gentiles, hasta llegar alguno a abusar de la mujer de su propio padre.  Y con todo, vosotros estáis hinchados de orgullo y no os habéis, al contrario, entregado al llanto, para que fuese quitado de entre vosotros el que ha cometido tal maldad  (1 Co 5, 1).  Que fue como decirles: ¿A qué viene todo ese altercado sobre si uno sigue a éste, y el otro al de más allá, si por lo que demostráis en la relajación y descuido de vuestra vida, no seguís a nadie?

 

Por el contrario, es fácil reducir a buen camino a los pusilánimes si se consigue informarse por ellos mismos e indirectamente de algunas de sus buenas cualidades, para poderles corregir con reprensiones por un lado, mientras se les aprueba y aplaude por otro; y así se les dan alientos en su timidez con las alabanzas que se les dispensan, al mismo tiempo que se les advierte la culpa cometida.  Otras veces se sacará mayor provecho trayéndoles a la memoria sus antiguas buenas obras.  Y si algo reprobable han cometido, no hemos de reprenderlos como si ya lo hubiesen cometido, sino que hemos de presentárselo como una cosa que no deben en adelante cometer, para que con el encomio que se les tributa tomen afición a las acciones que aprobamos, y con la suave exhortación que les hacemos se animen a combatir contra las malas obras que desaprobamos.  Así, viendo el Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses, que tan constantes habían sido hasta entonces en conservar la fe recibida, dominados por cierto temor del próximo fin del mundo, les recuerda primero con encomios su fortaleza, y luego, con atinadas advertencias, robustece su debilidad diciéndoles: Debemos dar a Dios continuas acciones de gracias por vosotros, hermanos míos, y es muy justo que lo hagamos, pues que vuestra fe va aumentando más y más, y la caridad que tenéis recíprocamente va tomando incremento, de tal manera que nosotros mismos nos gloriamos de vosotros en las Iglesias de Dios por vuestra paciencia y fe  (2 Ts 1, 3).  Y después de haberles tributado estas tiernas alabanzas por su conducta, añade a continuación:  Entre tanto, hermanos míos, os suplicamos por el advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo y de nuestra unión en el mismo, que no abandonéis ligeramente vuestros primeros sentimientos, ni os alarméis con supuestas revelaciones, con ciertos discursos o con cartas que se supongan enviadas por nosotros, como si el día del Señor estuviera ya muy cercano  (2 Ts 2,1).  Obró en este caso como un consumado maestro, indicándoles primero las buenas obras que debían traer a la memoria y alabándolos por ellas, y luego exhortándolos a lo que debían aspirar.  Para no abatir su ánimo con la amonestación que ha de hacerles, los alienta primero con las alabanzas que les tributa; sabía que estaban atemorizados por la proximidad del fin del mundo, y los reprende, no como si se hubieran ya dejado dominar por semejante temor, sino que, fingiendo ignorar lo ocurrido, les manda que no se atemoricen en lo sucesivo; y así, creyendo ellos al Apóstol su maestro, ignorante hasta del más leve indicio de su consternación, concibieran verdadero temor de hacerse tanto más culpables cuanto podía el Apóstol llegar a saberlo.

 

CAPÍTULO IX

 

Cómo ha de amonestarse a los sufridos y a los impacientes

 

De diversa manera hay que amonestar a los impacientes que a los sufridos.  Persuádanse los impacientes de que, si no se esfuerzan en refrenar su carácter, éste los arrastrará a los abismos de iniquidad a que no quisieran, pues la pasión empuja a la voluntad a donde no la llevarían sus deseos y cuando obra por arrebatos y casi sin darse cuenta, luego tiene de qué arrepentirse cuando vuelve en sí. Sepan ellos también que cuando hacen algo arrebatados, y como fuera de sí a impulsos de la pasión, apenas si llegan a recordarlo después que el mal está cometido.  Adviertan además que, si no ponen un freno a sus pasiones, llegarán a desbaratar las mismas buenas obras que habían realizado quizás a costa de prolijos afanes.  Hasta la misma caridad, que es como la madre y guardiana de todas las demás virtudes, se desvanece por el defecto de la impaciencia; pues escrito está:  La caridad es paciente  (1 Co 13, 4); luego donde no hay paciencia no puede haber caridad.  Hasta la misma noción o idea de las virtudes se pierde por la falta de paciencia. Pues, como dice la Escritura: La doctrina del hombre se conoce por la paciencia  (Pr 19, 11).  Cuanto uno menos sufrido se muestra, menos sabio manifiesta ser: mal podrá dedicarse de corazón a enseñar el bien quien no sabe sobrellevar con dignidad los inevitables males de la vida.

 

Y no es raro que el defecto de impaciencia llegue a afear el alma con el pecado de soberbia, pues sucede que quien no sabe soportar los desprecios de este mundo se esfuerza por hacer gala de sus buenas prendas ocultas, llegando así a caer en el orgullo por el camino de la impaciencia, al gloriarse en la exhibición de sí mismo, por no saber resistir al menosprecio. Escrito está: Mejor es el hombre sufrido que el arrogante  (Eccl 7, 9); pues el hombre paciente prefiere sufrir cualquier desprecio antes que sacar a lucir con arrogancia sus propias virtudes ocultas; mientras, por el contrario, el arrogante, antes de padecer ningún desaire, por pequeño que sea, es capaz de jactarse de sus cualidades, no sólo verdaderas sino también supuestas.

 

Cuando se pierde la virtud de la paciencia se malogran también todas las buenas obras hechas antes.  Manda el ángel a Ezequiel(Ez 43, 13) que se cave un foso al pie del altar del Señor para guardar en él los restos de los holocaustos que se ofrecían sobre el altar, pues al no haber un foso al pie del altar, cuando soplara el viento desparramaría los restos del sacrificio que hubiera sobre él.  Ahora bien, ¿qué hemos de entender por el altar del Señor sino el alma del varón justo, sobre la cual se ofrecen a los ojos de Dios las buenas obras como otros tantos sacrificios? ¿Qué se entiende por el foso al pie del altar sino la paciencia de los justos que, haciendo humilde al alma para sobrellevar las adversidades, la tiene en sitio bajo como el foso del altar?  Es necesario ahondar el foso al pie del altar para que el viento no esparza los restos del sacrificio que quedan sobre él; o lo que es lo mismo: guarden los cristianos la paciencia en el fondo de su alma, no sea que, azotada ésta por el vendaval de la impaciencia, pierda los méritos que tenía acumulados.  Ordena además el ángel que el foso tenga la capacidad cabal de un codo, para significar que si no se deja de mano la paciencia se guarda fácilmente la medida de la unidad.  Y así dice San Pablo: Comportad las cargas unos de otros, y con eso cumpliréis la ley de Cristo  (Ga 6, 2).  Pues bien, la ley de Cristo consiste en la caridad dentro de la unión, y esto sólo lo consiguen los que no traspasan los límites por mucho que los exasperen.  Recuerden los impacientes lo que está escrito: Mejor es el varón sufrido que el valiente; y quien domina sus pasiones, que un conquistador de ciudades  (Pr 16, 32).  La conquista de ciudades en que se vencen enemigos exteriores es poca cosa en comparación de la victoria obtenida por la paciencia; pues la voluntad se vence a sí misma, y se domina y subyuga a sí mismo el ánimo siempre que la paciencia consigue refrenarlo dentro de sí.  Sepan los impacientes lo que la Eterna Verdad promete a los elegidos: Mediante vuestra paciencia salvaréis vuestras almas  (Lc 21, 19).  Estamos formados de tan admirable manera que la voluntad enseñorea el alma, y el alma, al cuerpo; pero el cuerpo se niega a admitir el señorío del alma, si a su vez el alma no admite la supremacía de la razón. Y cuando el Señor nos enseña que con la paciencia nos salvaremos, nos da a entender claramente que la paciencia es la salvaguardia de nuestra naturaleza humana.  Nos persuadiremos del mal que es la impaciencia cuando reparemos en lo que por ella perdemos: el dominio de nosotros mismos.  Recuérdese además lo dicho por boca de Salomón: El insensato habla luego cuanto en su pecho tiene; pero el sabio no se apresura, sino que reserva algo para en adelante (Pr 29,12).  Obrando a impulsos de la iracundia, toda el alma en cierto modo se lanza fuera de sí, y esto lo ejecuta el arrebato con tanta mayor violencia cuanto menos existe en el interior un freno que la retenga.  Por el contrario, el hombre sensato da treguas a la ira y se reserva para después.  Si alguien le ofende, no intenta tomar inmediata venganza, pues sabe que sufriendo se alcanza el perdón, y no ignora que Dios, en el último juicio, tomará justa venganza de todo.

 

Por otra parte, ha de advertirse a los sufridos que no guarden resentimiento alguno en su alma de lo que exteriormente padecen; que no malogren interiormente con desazones el sacrificio tan costoso que en su interior consuma la virtud; pues siendo esa una acción desconocida para los hombres, pero que constituye un pecado a los ojos de Dios, es tanto más grave la culpa cometida por el rencor cuanto que conserva ante los hombres la apariencia de la virtud.

 

Sepan, además, los sufridos que deben esforzarse por amar a aquellos que se ven obligados a sufrir, pues si la paciencia no va acompañada de la caridad, lo que aparece como virtud se trueca en grave pecado de odio. Y así San Pablo, después de afirmar que la caridad es sufrida, añade: la caridad es bondadosa  (1 Co 13, 14): dando a entender que cuando un alma caritativa soporta pacientemente a los que la ofenden, no deja por eso de amarlos y tratarlos con bondad.  Razón por la cual el mismo Apóstol, recomendando a sus discípulos la paciencia, les dice: Toda amargura, ira y enojo y gritería y rencor, con todo género de maledicencia: destiérrese de vosotros  (Ef 4, 31).  Y como si quisiera, después de arreglar todo desorden exterior, completar la obra, penetra en el fondo del alma cuando añade: todo género de maldad; pues de nada serviría desterrar la amargura, la gritería y la maledicencia exterior si reinara en el alma la raíz de los demás pecados que es la maldad; inútil fuera cercenar el mal sólo en las ramas si quedara viva por dentro la raíz para volver a brotar en abundantes renuevos.  Y así manda el Divino Maestro: Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian  (Lc 6, 27).  Ante los hombres pasa por virtud el soportar a los enemigos, pero ante Dios sólo lo es el amarlos, pues Dios sólo acepta como sacrificio aquél que se le ofrece ante su acatamiento sobre el altar de las buenas obras y se consume en el fuego de la caridad.  Y por eso vuelve a repetir a algunos que saben sufrir, pero que no saben amar: ¿Cómo ves la paja en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que está dentro del tuyo?  (Mt 7, 3)  La desazón causada por la impaciencia viene a ser como una pajita: mientras que la maldad que anida en el corazón es como una viga en el ojo: a aquella la mueve y agita el soplo de la tentación: pero a ésta la lleva sobre sí con todo su peso la malignidad consumada.  Con razón añade el Evangelio:Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y luego verás cómo has de sacar la paja del ojo de tu hermano  (Mt 7,3).  Que es como si dijera al ánimo interiormente rencoroso, que aparenta una santa e imperturbable paciencia exterior:  Sacude antes el fardo de tu malignidad y después podrás reprender a los demás de sus leves impaciencias, pues si no te empeñas en vencer el disimulo, mayor mal será para ti el sufrir las molestias ajenas.

 

Suele además ocurrirles a los sufridos que, en el momento en que sufren un contratiempo o escuchan una injuria, no experimentan ningún rencor y demuestran tal paciencia que hasta conservan el corazón libre de enojos; pero, al cabo de algún tiempo, empiezan por traer a la memoria las injurias sufridas, sienten el requemor de la ofensa, revuelven los motivos de venganza y convierten en rencor reconcentrado la mansedumbre de que habían dado muestras en el instante de sufrir.  El director espiritual puede remediar este desorden poniendo de manifiesto la verdadera causa del cambio.  Pues el astuto enemigo de las almas pone en juego sus armas contra dos personas: a la una la provoca para que se desate en injurias, y a la otra la irrita para que, herida por las injurias, las devuelva.  Pero puede sucederle que, saliendo vencedor de la primera, o sea de aquella que profirió voluntariamente los denuestos, salga vencido por la segunda, que soporta en calma la ofensa recibida.  Una vez que tiene asegurada la victoria sobre aquella que sucumbió a impulsos de la pasión, cae con todos sus esfuerzos sobre la otra, dolido de verla resistir y vencer: y ya que no consiguió exasperarla en el momento de recibir las injurias, en vez de atacarla con abierto combate asalta su pensamiento con secretas sugestiones, buscando el mejor tiempo para engañarla. Así derrotado el enemigo en abierta batalla, se dispone a poner en práctica sus artimañas en secreto. Vuelve, pues, a invadir el ánimo del vencedor en los momentos de calma, le representa al vivo los perjuicios sufridos y las heridas que le ocasionó la ofensa, abultando desproporcionadamente las injurias recibidas, proponiéndoselas como insufribles; y al fin le abruma el ánimo con tales pesadumbres, que el varón antes tan sufrido, rendido ahora después de la victoria, llega a avergonzarse de haber soportado en calma tamañas cosas, se arrepiente de no haber respondido injuria por injuria, y se propone devolverlas mayores, apenas se presente la ocasión. ¿A quiénes se semejan estos tales, sino a aquellos que, vencedores por su esfuerzo en el campo de batalla, caen luego vencidos en una celada dentro de los muros de la plaza fuerte? ¿A quiénes se asemejan, sino a aquel que ha salido con vida de una grave enfermedad y luego sucumbe a las recaídas de una leve fiebrecilla? –Estén, pues, sobre aviso los sufridos para fortificar su corazón después de la victoria, y recuerden que el demonio derrotado en abierto combate, vuelve a la carga contra los muros del alma; y teman la recaída en la enfermedad que reaparece, no sea que el astuto enemigo haya de regocijarse con un triunfo aun mayor en el momento de la decepción, por haber subyugado la cerviz de un vencedor que antes se le resistía tan altiva.        

 

CAPÍTULO X

 

Cómo ha de amonestarse a los caritativos y a los envidiosos.

 

De muy distinta manera ha de amonestarse a los caritativos que a los envidiosos. 

Aprendan los caritativos a no contentarse sólo con alabar las buenas acciones de los demás, sino también a esforzarse por realizarlas; pongan tanto empeño en imitar las virtudes de los prójimos, como afición tienen a encomiarlas; pues, de otro modo, asistirán con gran interés al espectáculo de las luchas de esta vida, pero sólo como espectadores inactivos que quedan, al cabo de la porfía, sin conseguir galardón alguno por no haber intervenido en la contienda; y contemplarán desilusionados las palmas de aquellos en cuyos trabajos ahora por indolencia no quieren participar.

 

            Grave error sería no apreciar las buenas obras que otros hacen; pero ningún galardón mereceremos si no imitamos, en la medida de nuestras fuerzas, aquello mismo que sabemos apreciar.  Entiendan los caritativos que, si no se esfuerzan por imitar lo bueno que aprueban y encomian, su aprobación tributada a la santidad y a la virtud vendrá a ser como el entusiasmo de los aficionados a los juegos del circo: pues, así como éstos ponderan y aplauden la habilidad de los aurigas e histriones, sin desear por eso asemejárseles, así ellos admiran las pruebas ingeniosas que otros hacen, pero al mismo tiempo se abstienen de parecérseles.

 

            Aconséjese, pues, a los caritativos que, teniendo a la vista las virtudes de sus prójimos, entren dentro de sí mismos y no se contenten con las obras ajenas, aprobando lo bueno y absteniéndose de hacerlo: muy severo ha de ser el castigo que caiga sobre ellos en el último juicio por no haber querido imitar lo que supieron aplaudir.

 

            Adviertan por su parte los envidiosos y consideren cuán gran ceguera es entristecerse con las alegrías ajenas y afligirse por la ajena prosperidad: cuán desdichados son los que consideran como una desgracia ver la suerte de sus prójimos y, consumidos por la gangrena de su propio corazón, sienten aflicciones de muerte, cuando ven aumentarse la ventura de los demás.  ¿Qué mayor desgracia puede haber, que sentir enfado a la vista de la felicidad, y endurecer el corazón ante el espectáculo del dolor?  Si al menos supieran apreciar las virtudes ajenas, que no pueden poseer, las harían suyas propias.  En efecto, todos los que viven de una misma fe son a modo de los varios miembros de un cuerpo; se distinguen por el oficio que desempeñan pero, completándose y ayudándose mutuamente, forman una sola cosa.  Y así el  pie ve por medio del ojo, y el ojo camina por medio de los pies; el oído ayuda a la boca, y la lengua de la boca contribuye a que el oído cumpla su oficio; el estómago alimenta a las manos, y las manos trabajan para el estómago.  El organismo de nuestro cuerpo nos da una lección que observar en la práctica de la vida; y sería una necedad no imitar aquello mismo que constituye nuestra propia naturaleza.  Las buenas cualidades que apreciamos en los demás las haremos nuestras, aunque no podamos imitarlas, así como lo que los demás estiman en nosotros pasa a ser propiedad de los que saben estimarlo.  Juzguen de aquí los envidiosos cuán preciosa virtud es la caridad, que hace nuestros, y sin trabajo, los frutos del trabajo ajeno. Sepan, pues, los envidiosos, que si no se guardan de su envidia, caen en el pecado cometido por el antiguo y astuto enemigo de las almas, de quien está escrito: “Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sb 2, 24).  Perdió el demonio sus derechos al cielo, entró en envidia del hombre apenas creado, y, viéndose condenado él, colmó la medida de su condenación, convirtiéndose en causa de la perdición del hombre.

 

            Aprendan también los envidiosos a conocer los peligros de inminente condenación a que están expuestos, pues mientras no estirpen de su corazón la envidia, están al borde de cometer toda clase de delitos. Si Caín no se hubiera dejado dominar por la envidia, al ver aceptados por Dios los sacrificios de su hermano, no hubiera llegado al extremo de quitarle la vida; pero como dice la Escritura: “Y miró el Señor con agrado a Abel y a sus ofrendas, pero de Caín y de las ofrendas suyas no hizo caso: por lo que Caín se irritó sobremanera y decayó su semblante” (Gn 4, 4).  Fue, pues, la envidia de las ofrendas el principio del fratricidio; experimentó pena Caín al ver que su hermano era mejor que él, y le asesinó para que no siguiera siéndolo.

 

            Reparen además los envidiosos en que, teniendo el corazón corroído por esta roña, destruyen en sí mismos todas las demás buenas cualidades que puedan tener.  Escrito está: “El corazón sano es como la vida de la carne; mas la envidia es carcoma de los huesos” (Pr 14, 30).  La carne viene a significar aquí las acciones ligeras e instables, y los huesos, las firmes y duraderas.  Suelen a veces algunos aparecer ligeros y débiles en sus acciones, a pesar de la pureza e inocencia de sus corazones; mientras que otros, que realizan buenas acciones a la vista de los hombres, se derriten interiormente en la calentura de la envidia por las buenas cualidades de los demás.  Es, pues, muy exacta la sentencia: “El corazón sano es la vida de la carne”, pues si está a salvo la integridad del alma, aunque parezcan por de fuera algunas debilidades, irá destruyéndolas la fortaleza: y es exacta asimismo la conclusión de la sentencia: “mas la envidia es la carcoma de los huesos”; pues pierden su mérito a los ojos de Dios, por el pecado de la envidia, aun aquellas mismas obras que parecen virtuosas a la vista de los hombres. El carcomerse los huesos por la envidia es como derrumbarse las obras de virtud.   

 

 CAPÍTULO XI 

Cómo ha de amonestarse a los sencillos y a los astutos

 

            De diversa manera ha de tratarse a los sencillos que a los maliciosos y astutos.  Es de alabar en los sencillos la cualidad de decir siempre la verdad; pero es necesario que aprendan también a callar a veces lo que es cierto; pues, si por una parte la mentira deshonra siempre al que la profiere, por otra parte, la verdad desnuda puede también perjudicar al que la oye. Por eso N.S. Jesucristo, queriendo armonizar la palabra con el silencio, dijo a sus discípulos: “Muchas cosas me quedan todavía por deciros, pero por ahora no podéis comprenderlas” (Jn 16, 12). Aprendan, pues, los sencillos que, así como evitan siempre, según conviene, todo engaño en sus palabras, han de decir también la verdad según convenga; sepan  unir la prudencia a la virtud de la sencillez, de suerte que, armonizando la sencillez con la rectitud, no dejen de buscar la circunspección en la prudencia.  Razón por la cual dice el Apóstol de las Gentes: “Deseo que seáis sabios en orden al bien, y sencillos en orden al mal” (Rm 16, 16).  Y el Divino Maestro advierte por su misma boca a los elegidos: “Sed prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas” (Mt 10, 19).  De manera que reine en el alma de los elegidos una astucia de serpiente que aguce la sencillez de la paloma, y una sencillez de paloma que modere la astucia de la serpiente: de tal suerte que ni se hagan maliciosos a fuerza de prudencia, ni, renunciando a toda agudeza de ingenio, lleguen a perder el juicio a fuerza de sencillez.

 

Adviertan, por el contrario, los maliciosos y suspicaces la gravedad que encierra la doblez que culpablemente fomentan; pues al querer pasar por agudos y no caer en ningún engaño, tienen que recurrir siempre a reparos de mala ley y vivir en medio de continuos sobresaltos.  El medio más seguro para precaverse es siempre la sinceridad, y nada hay más fácil de decir que la verdad, pues cuando uno se ve obligado a recurrir a la doblez, se somete el corazón a dura tarea.  Por eso escrito está en los Salmos: Toda la malignidad de avezada a la mentira; se afanaron en hacer el mal” (Sal 139, 10).  El que ahora prepara la carga, más tarde tendrá que llevarla; pues, si al principio halaga el ánimo con gratas sorpresas, luego lo abruma con duros castigos. Y así dice Jeremías: “Tienen su lengua avezada a la mentira; se afanaron en hacer el mal” (Jr 9, 5).  Que es como si dijera:  Los que hubieran podido aficionarse a la verdad sin trabajo alguno, han tenido que trabajar para mentir; por no querer vivir con sencillez, acaban por morir en medio de sus afanes.  Pues no es raro que, sorprendidos en sus faltas y no queriendo pasar por lo que son, los maliciosos se escondan en los repliegues de su doblez y se empeñen en negar el mal que han cometido, a pesar de estar a la vista; de suerte que el superior que desea corregirlos de sus faltas, queda envuelto en la madeja del engaño tramado y ve escapársele de las manos al culpable que ya creía asegurado entre ellas.  Y a este propósito, tratando el Profeta Jeremías del alma pecadora que se disculpa, personificada en la Judea dice: “Allí tuvo su cueva el erizo” (Ibid 34,15).  Bajo la figura del erizo se da a conocer la doblez del alma maliciosa que sabe disculparse con astucia; y no sin razón, pues el erizo, antes que lo cacen, deja ver la cabeza, los pies y el cuerpo todo; pero, apenas cae preso, se hace una bola, recoge dentro los pies, oculta la cabeza y se pierde todo junto en manos del que lo agarra; mientras antes se distinguía bien cada una de sus partes.  Así obran también las almas astutas, cuando se ven sorprendidas en sus desórdenes. La cabeza del erizo está a la vista, pues se ve claramente por dónde comenzó el pecado; bien claros se ven los pies del erizo, es decir, se sabe qué pasos dio para consumar el delito; y, sin embargo, el alma doble y astuta, presentando extrañas excusas, recoge dentro los pies, borrando todo rastro de su culpa; esconde la cabeza, dando a entender con especiosos argumentos que no ha tenido participación ninguna en los comienzos de semejante pecado: y no queda en manos de quien le sorprende más que una bola, pues al superior que desea corregirlo, no consiguiendo poner en claro las faltas que ya conocía, sólo le queda entre manos el pecador envuelto en la maraña de su conciencia.  Antes, al sorprenderlo, lo había visto todo; luego, enredado en la red de sus maliciosas disculpas, lo ignora todo.  Así es como el erizo tiene su cueva en las almas depravadas, pues los taimados y dobles se encierran en sí mismos y se esconden en las tinieblas de sus mentidas excusas.

 

            Recuerden los maliciosos que está escrito: “Quien anda con sencillez, anda seguro” (Pr 10, 9), pues la llaneza y franqueza en las obras es motivo de gran seguridad: recuerden lo que se dice por boca del Sabio: “El Espíritu Santo huye de las ficciones y engaños de la enseñanza” (Sb 1, 5): y recuerden además lo que advierte la Escritura: “El Señor sólo conversa con los sencillos” (Pr 3, 32).  Las almas conversan con Dios, cuando Él les revela sus arcanos por medio de las inspiraciones de su divina presencia; y se dice que Dios conversa con los sencillos, porque Él ilumina, en el esplendor de su visita, y con el conocimiento de sus divinos misterios, a las almas que no están envueltas en las sombras de su doblez.–Y no para aquí la desgracia de los astutos, pues cuando consiguen engañar a los demás con su conducta tortuosa y perversa, se glorían de ser más avisados que ellos y se regocijan los desdichados en su propio mal, sin barruntar siquiera el rigor del castigo que les aguarda.  Oigan a este propósito cómo el Profeta Sofonías invoca sobre ellos las iras de la divina venganza, cuando dice: “Cerca está el día grande del Señor: día de ira aquél, día de tribulación y de congoja, día de calamidad y de miseria, día de tinieblas y de oscuridad, día de nublados y de tempestades, día del terrible sonido de la trompeta contra las ciudades fuertes y contra los elevados torreones angulares” (Soph. 1, 14 sg). ¿Qué vienen a significar aquí las ciudades fortificadas, sino aquellas almas maliciosas y pertrechadas siempre de engañosas disculpas, que rechazan las flechas de la verdad cada vez que se intenta corregir sus faltas? ¿Qué significan los elevados torreones angulares (nótese que en cada torreón viene a rematar un doble muro), sino los corazones llenos de doblez?  Huyen éstos de la franca sencillez de la verdad, y se repliegan en cierto modo sobre sí mismos con depravada doblez, y lo que es peor aun, se encastillan en su pretendida prudencia y, a causa de su mismo pecado de malicia, se engríen y se elevan.  Pero vendrá el día lleno de la venganza y del castigo del Señor sobre las ciudades fortificadas y sobre los elevados torreones, pues la cólera del Juez supremo demolerá los corazones humanos atrincherados en sus vanas excusas contra la verdad, y pondrá de manifiesto las artimañas de la doblez en que se envuelven.  Caerán, pues, las ciudades   fortificadas, porque las almas que han pretendido engañar a Dios se condenarán; se derrumbarán también los elevados torreones, pues las conciencias que han pretendido elevarse por medio de la prudencia de la doblez, vendrán al suelo heridas por la sentencia del eterno Juez.

 

CAPÍTULO XII

 

Cómo ha de amonestarse a los sanos y a los enfermos

 

Muy diversa es la manera de amonestar a los sanos que a los enfermos.  Recomiéndese a los sanos que empleen la salud del cuerpo en provecho de la salud del alma; pues si se sirven de la gracia de la salud recibida, para la práctica del mal, convierten en daño el beneficio recibido, y se harán después merecedores de castigos tanto más severos, cuanto no titubean ahora en hacer mal uso de los dones que generosamente Dios les concede.  Aprendan, pues, los sanos a no desperdiciar la facilidad que tienen de ganarse la salvación eterna; pues escrito está:  “Ha llegado el tiempo favorable, ha llegado el día de la salvación” (2 Co 6,2).  Tengan presente que, si no se esfuerzan por servir a Dios ahora que pueden, más tarde, cuando quieran, no podrán.  Y así la Eterna Sabiduría nos manifiesta que abandonará a los que se resistieren por largo tiempo, cuando los llamada: “Os estuve llamando y no me respondisteis, os alargué mi mano y ninguno se dio por entendido: menospreciasteis todos mis consejos y ningún caso hicisteis de mis reprensiones: yo también miraré con risa vuestra perdición y me mofaré de vosotros, cuando os sobrevenga lo que temíais” (Pr 1, 24).  Y más adelante: “Entonces me invocarán y no los oiré: madrugarán a buscarme y no me hallarán” (Pr 1,28).  Si la salud corporal, recibida de Dios para emplearla en el bien, se derrocha, sólo se llega a conocer lo que vale después de perdida, y en balde se agotarán entonces todos los recursos para recuperarla si en tiempo oportuno no se ha aprovechado convenientemente.  Y por eso sigue diciendo el Sabio: “No entregues tu honra a gente extraña, ni tus floridos años a un cruel; no sea que los extraños se enriquezcan con tus bienes y que vaya a parar en casa de otro el fruto de tus sudores, por donde tengas que gemir, cuando habrás consumido tus carnes y tu cuerpo” (Pr 5, 9 sg).  ¿Quién es esa gente extraña para nosotros, sino los espíritus malignos que están desterrados de la patria celestial? Y ¿en qué puede consistir nuestro honor sino en haber sido nuestras almas creadas a imagen y semejanza de su Creador, a pesar de estar encerradas en cuerpos de barro? Y ¿quién otro puede ser ese cruel, sino el ángel apóstata que, después de atraer sobre sí la pena de muerte por su soberbia, por encima de su desdicha, no dudó en acarrear la muerte al linaje humano?  Entrega su honra a extraños el hombre que, criado a imagen y semejanza de Dios, malgasta los días de su vida en los delitos a que le incitan los espíritus malignos; entrega sus floridos años a un cruel, el que derrocha el tiempo de la vida, que Dios le ha dado, en seguir los caprichos del enemigo que trata de subyugarlo. Y por eso bien dicha está: “No sea que los extraños se enriquezcan con tus bienes y que vaya a parar a casa de otro el fruto de tus sudores”.  Quien emplea el don de la salud corporal y el beneficio de las potencias de su alma, no en la práctica de la virtud, sino en fomentar sus vicios, no invierte el caudal de sus esfuerzos en acrecentar los bienes de su propia casa, sino la de los extraños, esto es, la de los espíritus inmundos, viviendo en la deshonestidad y en loco orgullo, para aumentar con su alma el número de los condenados.  Por eso añade la Escritura: “Por donde tengas al fin que gemir, cuando habrás consumido tus carnes y tu cuerpo”.  Suelen los hombres derrochar en los vicios el don de la salud corporal, y, cuando la ven perdida, y el cuerpo sufre quebrantos, y se aproxima la hora de la muerte, desearían recuperar la salud tan mal empleada y volver a vivir ordenadamente; y entonces es el gemir por no haber querido servir a Dios cuando ya no es posible reparar los estragos de la vida, sirviéndole. Por eso dice el Salmista: “Cuando el Señor hacía mortandad en ellos, entonces recurrían a Él  y acudían solícitos a buscarle”   (Sal 77, 34).

 

Aprendan, por el contrario, los enfermos a considerarse tanto más allegados a Dios, cuanto más los azota el flagelo de la tribulación; pues si Dios no deseara adoptarlos por herederos, corrigiéndolos, no se empeñara en amaestrarlos en la escuela de la desgracia.  A este propósito dice el Ángel del Señor a San Juan: “Yo a los que amo los reprendo y castigo” (Ap 3, 19).  Y en otro lugar dice la Escritura: “No rehuses, hijo mío, la corrección del señor, ni desmayes cuando Él te castigue. Porque el Señor castiga a los que ama y  en los cuales tiene puesto su afecto, como lo tiene un padre en sus hijos” (Pr 3, 11).  Y añade el Salmista: “Muchas son las tribulaciones de los justos, pero de todas los librará el Señor”.  Y el bienaventurado Jb exclama en el colmo de su dolor: “Si yo fuere justo, no levantaré mi cabeza, estando como estoy agobiado de aflicciones y de miserias” (Job, 10, 15).  Sepan, pues, los enfermos que, si consideran el cielo como su verdadera patria, es necesario que sufran contrariedades en ésta, como en tierra extranjera.  Por eso, así como las piedras empleadas en la construcción del templo de Dios eran labradas lejos, para colocarlas luego en su lugar sin ruido de herramientas; así nosotros somos labrados a fuerza de tribulaciones lejos del cielo, para que después podamos ser colocados en el templo eterno de Dios sin el ruido de los golpes de la prueba; de modo que todo aquello que sobra ahora en nosotros, lo desbaste y cercene el golpe del dolor, y sólo nos una entonces en el edificio celestial la juntura y armonía de la caridad.  Considere el enfermo cuántos trabajos no preceden aquí en la educación de los hijos, a la posesión por parte de éstos de sus herencias terrenas.  ¿Por qué, pues, hemos de llevar a mal el castigo y la tribulación que Dios nos manda, si por ese medio tenemos asegurada la herencia del cielo y nos libramos de los eternos tormentos del infierno?  Acerca de esto, escribe San Pablo: “Por otra parte, si tuvimos a nuestros padres carnales que nos corrigieron y los respetábamos y amábamos ¿no es mucho más justo que obedezcamos al Padre de los espíritus, para alcanzar la vida eterna?  Y a la verdad, aquellos por pocos días nos castigaban a su arbitrio, mientras éste nos amaestra en aquello que sirve para hacernos santos” (Hb 12, 9 sg).

 

Aprendan los enfermos a considerar que las dolencias del cuerpo vienen a redundar en beneficio del alma, pues obligan al espíritu a volver sobre sí mismo para conocerse, y mientras el goce de la salud la malea, la enfermedad le da saludables lecciones; de tal suerte, que el alma orgullosa y levantisca, al experimentar las molestias corporales a que está sujeta, se reduce a mayor cordura.  Todo lo cual se nos advierte por los contratiempos ocurridos a Balaam en su viaje, cosa que le hubiera  aprovechado a él también si hubiera querido acatar las órdenes de Dios  (Nm 22, 23).  Sucedió que, al querer Balaam realizar sus designios, se lo impidió la burra en que iba montado; se detiene el animal, obligado por una fuerza misteriosa, y ve delante de sí al Ángel a quien el jinete, con ser racional, no alcanzaba a ver.  Del mismo modo, el cuerpo que está afligido por dolencias, advierte al alma que tales tribulaciones vienen de Dios, cosa que antes el alma sola, si bien es la que vivifica y gobierna al cuerpo, no había notado, y así el cuerpo desbarata los planes del espíritu ambicioso y embebecido en los negocios del mundo y, en cierto modo, se le atraviesa en el camino que lleva, hasta revelarle la fuerza divina invisible que se le opone.  Con razón dice a este propósito San Pedro: “Tuvo Balaam, quien reprendiese su sandez y mal designio; una bestia de carga, en que iba montado, hablando en voz humana, refrenó la necedad del profeta” (2 P 2, 16). El hombre necio recibe lecciones de la cabalgadura, y el alma ensoberbecida se ve forzada a aceptar, del cuerpo atenazado por el dolor, el buen consejo que nunca debiera haber olvidado. Pero a Balaam no aprovechó el don de esta corrección porque, yendo con el propósito de maldecir al pueblo de Dios, cambió las expresiones pero no cambió su dañada intención.

 

Recuerden los enfermos las excelencias de sus dolores corporales, que no sólo los purifican de sus antiguos pecados ya cometidos, sino que los apartan de otros que pudieran cometer, y que, si bien sólo tocan a la envoltura exterior del cuerpo, cauterizan con la penitencia el alma interiormente quebrantada.  Escrito está:  “Por las heridas púrganse los males y con incisiones que penetren hasta las entrañas” (Pr 20, 30).  Pues bien, así como por las heridas se alivian las enfermedades, así la prueba del dolor borra los pecados cometidos o planeados. Con el nombre de entrañas suele entenderse el alma misma, pues, así como en las entrañas se digieren los alimentos, así también el alma, en contacto con sus penas, las madura.  Que en esta sentencia de la Escritura las entrañas simbolizan el alma, se colige de lo que está escrito en otro pasaje: “El espíritu del hombre es una antorcha divina que penetra todos los secretos de las entrañas” (Pr 20, 27).  Que es como decir: Cuando la luz de la inspiración divina penetra en el alma del hombre, la llena toda de sus esplendores y la hace conocerse así misma; mientras que, antes de la llegada del Espíritu Santo, estaba cargada de torcidas intenciones y malos pensamientos, sin saber darse cuenta de ellos. Que la irritación de la herida y las incisiones operadas en lo más profundo de las entrañas hacen desaparecer el mal significa que, cuando sufrimos quebrantos materiales, la soledad y la aflicción nos hacen tornar sobre el recuerdo de nuestros propios pecados y aparecen ante nuestra vista todas nuestras malas acciones pasadas y, al considerar lo que sufrimos en el cuerpo, nos dolemos de nuestros extravíos en el fondo del alma y viene a resultar que, por medio de las abiertas llagas del cuerpo, vamos sintiendo alivio de las ocultas heridas de las entrañas, así como la oculta llaga del dolor va purificando los efectos de las malas obras.

 

Aprendan los enfermos, para mantenerse en la paciencia, a considerar incesantemente cuántos dolores soportó nuestro Divino redentor de parte de sus propias criaturas: los baldones e injurias que padeció, las puñadas que tuvo que recibir de sus verdugos, para arrebatar de manos del antiguo enemigo las almas que caen cada día cautivas en su poder; que no apartó su rostro de las salivas de los impíos, Él, que a nosotros nos lava en las aguas saludables del bautismo; que resistió en silencio los azotes, para librarnos con su mediación de los suplicios eternos; que, para merecernos la gloria perdurable entre las jerarquías de los ángeles, recibió afrentosas bofetadas; que, para preservarnos de los punzadores tormentos merecidos por el pecado, no titubeó en someter su cabeza al suplicio de las espinas: que, para embriagarnos en las eternas dulzuras del cielo, apuró sediento las amarguras de la hiel; que, siendo igual al Padre en la divinidad, se postró en adoración delante de Él por nosotros y guardó silencio cuando le adoraban por burla; que, para devolver la vida a las almas muertas a la gracia, siendo Él la vida misma, se sometió a la muerte.  ¿Cómo estimar penoso que el hombre acepte de Dios tribulaciones en pago de sus maldades, cuando Dios mismo hubo de aceptar de los hombres malos tratos en pago de sus bondades? ¿Quién, que tenga sano el juicio, ha de ser tan ingrato que se duela de sus quebrantos, cuando Aquél que llevó su vida sin pecado, no pasó por el mundo sin adversidades?

   

CAPÍTULO XIII

 

Cómo ha de amonestarse a los que temen el castigo y a los que lo  desprecian.

 

Muy diverso es el modo de aconsejar a los que, por temor del castigo, llevan una vida inocente, que a los que están tan encallecidos en la maldad, que ni siquiera se enmiendan con el rigor.  Aprendan, los que temen el castigo, a no tener en gran estimación los bienes temporales, viendo que disfrutan de ellos hasta los mismos perversos, y a no rehuir las adversidades por encima de todo, pensando que a menudo son objeto de ellas los mismos elegidos.  Adviértaseles que, si de veras quieren evitar la desdicha, han de cobrar horror sólo a los tormentos eternos, sin detenerse demasiado en el temor de estos mismos suplicios, sino remontarse en alas de la caridad a las delicias del verdadero amor.  Pues escrito está: “La caridad perfecta excluye todo temor” (I Jn 4, 18).  Y en otro lugar: “No habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino que  habéis recibido el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: ¡Abba!, esto es, ¡oh Padre mío!” (Rm 8, 15).  Y de nuevo escribe en otro lugar el mismo santo Apóstol: “Donde está el espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Co 3, 17).  De donde se infiere, que, si es sólo el temido castigo el que la tiene alejada del mal obrar, no puede haber verdadera libertad en un alma poseída de terror, pues a no estar dominada por el miedo del castigo, caería sin duda en el pecado. Un alma que vive bajo la servidumbre del temor, no puede gozar del beneficio de la libertad, pues el bien ha de amarse por sí mismo y no ha de practicarse bajo la presión del castigo. En cierto modo, el que obra el bien sólo por temor a la pena, quisiera que no existieran motivos para temer y cometer entonces la iniquidad con pleno albedrío.  Y es cosa tan evidente como la luz, que quien peca con el deseo en la presencia de Dios, ha perdido ya a sus ojos la gracia de la inocencia.

 

Por el contrario, a aquellos que no retroceden en su vida de iniquidades, ni siquiera ante el temor del castigo, ha de reprendérseles con tanto mayo rigor, cuanto más endurecidos estén en su ceguera.  A veces habrá que recurrir hasta a aparentar desprecio por ellos y reducirlos a desesperación sin desesperarlos: pero sólo con el objeto de que la desesperación que se aparenta, les infunda temor, y la áspera amonestación en que va envuelta los reduzca a buenos propósitos de enmienda.  Han de emplearse con ellos sin reparo alguno las amenazas divinas para que, con el pensamiento del eterno castigo, vuelvan en sí.  Recuérdeseles que en ellos se cumplen las palabras de la Escritura: “Aunque majases  al necio en un mortero, no desprenderías de él su necedad”   (Pr 27, 22).  Y que de ello se queja al Señor el Profeta cuando dice: “Molístelos a golpes y no han hecho caso de la corrección”   (Jr 5, 3) Y que de ellos habla el Señor en Jeremías: “Hice muertes y estragos en mi pueblo, y ni aun con eso han retrocedido de sus malos caminos” (Ibid 15, 17).  Y que en otro pasaje repite: “El pueblo no se ha convertido hacia Aquél que lo hiere” (Is 9, 13).

 

Laméntase Jeremías y pone en boca de los que castigan estas palabras: “Hemos medicinado a Babilonia y no ha sanado” (Jr 51, 9).  Babilonia, a quien medicinan y con todo eso no sana, es aquí figura del alma que percibe en confuso las palabras de corrección, cuando obra el mal, que siente los efectos del castigo y que sin embargo se niega con descaro a entrar por el sendero de la salvación.  Y así reprocha el Señor a su pueblo, aunque cautivo, no convertido de sus malas obras: “La casa de Israel se me ha convertido en escoria: cobre y estaño, hierro y plomo son todos ellos en medio del crisol” (Ez 22, 18).  Que es como decir: He querido acrisolarlos en el fuego de la tribulación, y traté de hacer de ellos oro y plata, pero se me han convertido dentro del crisol en cobre, estaño, hierro y plomo: pues, a pesar de las pruebas, no emprendieron la senda de la virtud, sino la del vicio. El cobre es un metal que, cuando se le golpea, suena más que cualquier otro: así el que, golpeado por la adversidad, se desata en ruido de murmuraciones y quejas, es como si se convirtiera en cobre dentro del crisol.  El estaño, trabajado con arte, toma la falsa apariencia de plata; así, el que no se despoja del defecto de su doblez en la tribulación, viene a convertirse en estaño dentro del crisol.  Emplea el hierro el que atenta contra la vida del prójimo: así, el que no pierde las malas intenciones de dañar, a pesar de las tribulaciones, conviértese en hierro dentro del crisol.  Por fin, es el plomo el más pesado de los metales, y así viene a convertirse en plomo dentro del crisol aquél que, de tal modo vive esclavo bajo el peso de sus hábitos pecaminosos, que ni aun sometido a la prueba de la adversidad, consigue elevarse sobre sus carnales concupiscencias.  Y en otro pasaje escribe el mismo Profeta: “Por más que se ha trabajado con afán, no se le ha podido quitar su mucha herrumbre, ni aun a fuerza de fuego” (Ez 24, 12). Aplícanos el Señor el fuego de la tribulación para quitarnos la herrumbre de los vicios: pero, ni aun con ese fuego la perdemos, si a pesar de todos los castigos no renunciamos al pecado. Por eso dice el Profeta Jeremías: “Inútilmente derritió los metales en el crisol el fundidor, pues no han sido consumidas las maldades de aquellos” (Jr 6, 29).

 

Adviértase, sin embargo, que algunos pecadores que se resisten a la dura corrección de los castigos, suelen ablandarse con amorosos consejos:  Los que no se doblegan bajo la pena del tormento, se consigue a veces apartarlos de sus perversas costumbres con la suavidad de las caricias: así como hay enfermos que no consiguen curar remedios fuertes y extremos, y recuperan la salud con ligeras tisanas, y hay heridas rebeldes a las dolorosas incisiones que se alivian con fomentos y unturas.  Y el duro diamante, que no cede al poder de ninguna herramienta, se ablanda con un poco de sangre de macho cabrío.

 

CAPÍTULO XIV

 

Cómo ha de amonestarse a los callados y a los locuaces

 

De muy distinta manera hay que aconsejar a los que hablan poco que a los que hablan demasiado.  Conviene dar a entender a los muy callados que, por evitar un extremo, pueden caer en otro peor.  Porque el callar siempre y a destiempo puede llevarlos a entretenerse en peligrosas conversaciones interiores, y a que broten en su mente malos pensamientos, por querer guardarlos en un indiscreto silencio.  Y tanto más se multiplicarán allá adentro, cuanto más seguros se creen de importunos testigos, porque nadie puede oírlos ni criticarlos.  Razón por la cual, las personas calladas suelen estar expuestas al orgullo de sí mismas y despreciar a los que oyen hablar, como a gente imperfecta.  Y el mal de estas personas está en que, teniendo guardada y cerrada la boca del cuerpo, no se dan cuenta de que están sujetas a todos los defectos de la soberbia. Moderan, sí, su lengua, pero levantan sus pensamientos y, no percatándose de sus propios pecados, se atreven a criticarlos a todos interiormente, con tanta mayor libertad, cuanto más en secreto lo hacen.  Aprendan los taciturnos a conocer, no sólo cómo se conducen exteriormente, sino cómo han de portarse en su interior: y que han de guardarse antes de los ocultos juicios de Dios, que merecen por sus pensamientos, que no de los reparos que pudieran merecer de los hombres por sus palabras.  Pues escrito está: “Atiende, hijo mío, a lo que te enseña mi sabiduría e inclina tus oídos a los documentos de mi prudencia, para que sepas guardar los pensamientos” (Pr 5. 1).  Y como nada hay en nuestro ser tan tornadizo como nuestro corazón, el cual, siempre que se derrama en malos pensamientos, es como si se nos escapase de las manos, dice el Salmista: “Ha desmayado mi corazón” (Sal 39, 13); y luego, vuelto en sí, añade: “Señor, ya tu siervo ha vuelto a hallar su corazón para dirigirte sus plegarias” (2 S 7, 29).  De modo que, refrenar el corazón con la vigilancia, es como hallarle cada vez que intenta extraviarse.

 

Suelen también los taciturnos, cuando son objeto de alguna acción injusta, abrigar en sí un resentimiento tanto más amargo, cuanto menos se traslucen sus internos pesares.  Pues, si desahogaran con tranquilas palabras la desazón sufrida, librarán su conciencia de la oculta pena; las llagas cerradas son las que más atormentan: cuando sale fuera la podre que escuece dentro, se abre una brecha dolorosa, pero saludable.  Reparen, pues, los que callan cuando no deben, en que, no desahogando por la lengua las contrariedades que padecen, acrecientan la intensidad de su pena. Pues si de veras aman a los prójimos como a sí mismos, han de saber declararles francamente los motivos de queja que tienen contra ellos.  Y así la palabra resultará un doble alivio para la salud de ambos: para aquél que causó la ofensa, porque se pone atajo a su mal proceder; y para el que la padeció, porque con sajar la llaga, se le alivia la dolencia.  Los que están al cabo de la mala conducta de sus prójimos y sin embargo guardan silencio, se asemejan a los que, teniendo a la vista una llaga, se niegan a aplicarle remedio, haciéndose así reos de la muerte del paciente, por no haber querido curar el mal cuando podían hacerlo.  De donde se colige, que hay que refrenar la lengua, pero no reducirla a perpetua sujeción.  Pues escrito está: “El hombre sabio callará hasta cierto tiempo” (Qo 20, 7): esto es, hasta tanto que crea oportuno abandonar la reserva del silencio y se resuelva a hablar con oportunidad y con provecho. También está escrito: “Hay tiempo de callar y tiempo de hablar” (Qo 3, 7).  Es, pues, necesario discernir con prudencia las oportunidades, para no desatarse en palabras inútiles cuando se ha de moderar la lengua, ni contenerla perezosamente cuando puede haber ventaja en hablar.  Y así el Salmista, con buen acuerdo, pide: “Pon, señor, una guardia a mi boca, y una puerta de resguardo a mis labios” (Sal 140, 3).  No pide un muro para su boca, sino una puerta, que pueda abrirse y cerrarse; y nosotros, por nuestra parte, repetiremos como una medida de prudencia, que la boca de un hombre sensato se ha de abrir para hablar a su debido tiempo, y ha de cerrarse también para callar, cuando convenga.

 

Adviértaseles, por el contrario, a los aficionados a hablar mucho que reparen cuidadosamente con cuánto menoscabo de su perfección y conciencia se entregan al abuso de la lengua.  Cuando el espíritu del hombre vive recogido, es a modo de las aguas en reposo, que tienden a las alturas, a subir a la región de donde han bajado; mientras que, si se las suelta, bajan y se derraman inútilmente por el suelo.  El que, sin guardar la reserva del silencio, se disipa en vana palabrería, es como el agua que se desborda y se derrama por mil arroyos; y no es ni siquiera capaz de recogerse para la meditación interior, cuando, distraída el alma por el ruido de las palabras, se aleja del recogimiento y del íntimo conocimiento de sí misma.  Además de esto, preséntase sin defensa a los tiros del enemigo que la acecha, pues no está protegida por ningún reparo que la resguarde.  Por eso, está escrito: “Como ciudad abierta y sin muros, tal es el hombre que en el hablar no puede reprimir su necia verbosidad” (Pr 25, 28).  No teniendo el muro del silencio para su reparo, la ciudadela del espíritu está expuesta a los dardos del enemigo y, asomándose hacia fuera con sus palabras, se presenta descubierta al adversario.  Y consigue éste vencerla con tanto menor esfuerzo, cuanto que el alma misma procura su derrota, luchando contra sí misma con la abundancia de sus palabras.

 

Y no es raro llegar a los mayores excesos de la lengua por no atender a la represión de las palabras ociosas, pues el alma negligente en este punto va cayendo empujada en mayores bajezas.  Y así, al principio, la lengua se permite hablar de asuntos ligeros; luego se ceba con sus murmuraciones en las personas que salen en la conversación, y acaba por desatarse en abiertas difamaciones sin reparo alguno. De donde resulta un semillero de descontentos, se originan altercados, se enciende la tea de la discordia y desaparece la paz de los corazones.  Con razón dice el sabio: “Quien derrama agua es causa de discusiones”   (Pr 22,14).  Derramar agua viene a significar aquí lo mismo que desatar la lengua en un torrente de palabras.  Por el contrario, dice el mismo Sabio en otro lugar y en buen sentido: “Como aguas profundas son las palabras que salen de la boca del varón prudente”   (Pr 18, 4).  Por tanto, quien estas aguas derrama se hace causante de disensiones, siendo la lengua desenfrenada la que destruye toda concordia.  Y en sentido opuesto está escrito: “Quien impone silencio al necio aplaca los enojos” (Pr 26, 10).  Y por su parte, el Salmista atestigua que quien se deje dominar por la locuacidad no puede observar la rectitud en la justicia, cuando dice: “El hombre deslenguado no medrará en la tierra” (Sal 139, 12).  Y vuelve Salomón sobre el mismo asunto, y dice: “En el mucho hablar no faltará pecado” (Pr 10, 19).  Mientras Isaías afirma: “El silencio y sosiego es fruto de la justicia” (Is 32, 17): que es como decir, que desaparece la justicia del alma que no sabe refrenar su locuacidad. Y el Apóstol Santiago advierte: “Si alguno se precia de ser religioso sin refrenar su lengua, antes bien engañando con ella a su corazón, su religión y piedad es falsa” (St 1, 26).  Y en otro lugar dice: “Y sea todo hombre pronto para escuchar, pero lento y mirado para hablar” (Ibid 19).  Y, queriendo  más adelante demostrar el poder de la lengua, dice de ella que: “Es un mal que no puede atajarse y está lleno de mortal veneno” (St 3, 8).  Y por fin, N.S. Jesucristo, la eterna Verdad, nos amenaza con que: “De toda palabra ociosa que hablen los hombres han de dar cuenta en el día del juicio” (Mt 12, 36).  Y es ociosa toda palabra proferida sin una justa y necesaria razón o sin intención de piadosa utilidad.  Pues si ha de darse cuenta hasta de una palabra ociosa ¿cuál no será la pena reservada a la locuacidad, que tantos y tan graves pecados hace cometer con la lengua?

 

CAPÍTULO XV

 

Cómo ha de amonestarse a los perezosos y a los atropellados.

 

Muy distinta ha de ser la manera de amonestar a los perezosos que a los atropellados: pues mientras a los primeros hay que enseñarles a no dejar para más tarde el cumplimiento de sus deberes, para no malograrlos, a los segundos habrá que advertirles que la precipitación en el obrar puede destruir el mérito de las buenas acciones ejecutadas fuera de razón. Persuádanse los perezosos de que con frecuencia, si no queremos hacer a su debido tiempo lo que podemos, luego no podremos hacerlo aunque queramos; pues si no se sacude la desidia del espíritu cuando goza de todos sus bríos, luego decaerán completamente los buenos deseos y poco a poco morirán en el hastío.  Y así dice abiertamente Salomón:“La pereza hace venir el sueño” (Pr 19, 15).  Pues, si el perezoso en cierto modo está despierto para conocer el bien que ha de hacer, está dormido para ejecutarlo, y no hace nada; y se dice que: “La pereza hace venir el sueño”, porque, a medida que se amortigua la presteza en el bien obrar, decae poco a poco la vigilancia para comprender el bien que se ha de hacer; razón por la cual añade el Sabio: “Y el alma negligente padecerá hambre” (Ibid).  Cosa natural, si se considera que el alma perezosa, que no hace ningún esfuerzo por elevarse a las acciones levantadas, cae desmayada en bajos apetitos, y, ya que no consigue aspirar a los anhelos superiores, se ve atormentada por el hambre de rastreras concupiscencias; y cuanto más rehuye de atenerse al cumplimiento de sus deberes, más se derrama hambrienta en el ansia de deleites.  Y así vuelve a decir Salomón: “Al ocioso todo se le va en apetitos y antojos” (Pr 21, 26).  Y el divino Maestro, al tratar del espíritu inmundo  (Mt 12, 44), dice que cuando uno solo abandona el alma, queda la casa limpia, pero vuelven a ocuparla en gran número cuando la encuentran ociosa y vacía.  Suele el perezoso encontrar pretextos para no cumplir con sus deberes: unas veces, porque se los pinta como muy pesados y difíciles; otras, porque le asaltan vanos temores y sabe aducir especiosas razones para entregarse al ocio, abultando los pretextos de sus temores, que él cree fundados.  Para ellos escribió Salomón: “No quiso arar en invierno el perezoso por miedo del frío; mendigará, pues, en el verano y no le darán nada” (Pr 20, 4).  El perezoso que no quiere arar por miedo del frío es aquél que, dominado por el sueño de la dejadez, rehuye el cumplimiento de sus deberes; es el que por temor de una ligera molestia o contradicción, deja por hacer lo que es su obligación.  Y con razón añade: “Mendigará, pues, en el verano y no le darán nada” (Ibid).  Quien no se afana en esta vida por hacer buenas obras, más tarde, cuando amanezca ardoroso el sol del juicio divino, llamará en vano a las puertas del reino de los cielos; mendigará en el verano y no conseguirá nada.  Y el mismo Salomón dice muy acertadamente en otro pasaje: “El que anda observando el viento no sembrará nunca; y el que atiende a que hay nubes, jamás se pondrá a segar” (Qo 11,4).  ¿Qué viene a significar aquí el viento, sino las tentaciones de los espíritus malignos? Y ¿qué simbolizan las nubes, que el viento barre, sino las contradicciones ocasionadas por los hombres perversos?  Y en realidad, así como las nubes son empujadas por los vientos, así los hombres perversos son incitados por los malignos espíritus.  Por tanto, que quien anda observando los vientos nunca llegará a sembrar, y que quien atiende a si hay nubes, nunca se pondrá a segar, significa que aquellos que temen las tentaciones del espíritu malo o las persecuciones de los hombres depravados, ni llegarán a sembrar el grano de las buenas obras en este mundo, ni podrán cosechar gavillas de eterna recompensa, en el otro.

 

Por el contrario, las personas atolondradas, que se anticipan a la sazón de las buenas obras, malogran su mérito y suelen caer en pecados por no haber sabido discernir las buenas acciones.  Antes de obrar, no reparan en lo que van a hacer, si bien, después de haber obrado, notan que no han procedido como debían. Cuádrales a estos tales el consejo de Salomón: “Hijo mío, no hagas cosa alguna sin tomar parecer y no tendrás que arrepentirte después de hecha” (Qo 22, 24).  Y en otro lugar: “Adelántese tu vista a los pasos que des” (Pr 4, 25).  Nuestra vista se adelanta a nuestros pasos, si nuestras obran van precedidas de sabias reflexiones.  Aquél que no se cuida de mirar bien lo que va a hacer, es como si alargara el paso y cerrara los ojos: el cual, es cierto que adelantará en el camino, pero, como no sabe dónde pone el pie, pronto se caerá: otro tanto sucede al que no se fija dónde asienta el pie de sus acciones, sirviéndose de la pupila de los buenos consejos. 

 

CAPÍTULO XVI

 

Cómo ha de amonestarse a los mansos y a los iracundos

 

De distinta manera ha de aconsejarse a los mansos que a los iracundos.  Es achaque de los mansos, cuando están revestidos de autoridad, emplear en su gobierno una lenidad rayana en la desidia, o bien, por excesivas contemplaciones, relajar el rigor de la justicia.  Por el contrario, los iracundos, si tienen la autoridad en su mano y llegan a verse impulsados por la ira, envuelven en ella a sus mismos súbditos, con menoscabo de la tranquilidad pública.  Y es de notar que, en el instante en que se despeñan en su furor, ni saben lo que hacen ni se dan cuenta del mal que a sí mismos se ocasionan con su enojos.  Y lo que es peor, llegan a creer que es celo por la justicia, lo que son sólo desmanes de su propia ira; y, cuando llegan a confundirse los defectos con las virtudes van amontonándose los pecados sin sentirlo.  Están, pues, los mansos expuestos a adormecerse con el sueño de la desidia; y los iracundos a equivocarse en el empleo del celo por la rectitud: la virtud de los primeros va acompañada con ocultos defectos, y los defectos de los segundos toman las apariencias de acrisolada virtud. Adviertan, pues, los mansos que han de guardarse del mal que en torno suyo les amenaza, y reparen los iracundos en que lo llevan ya dentro de sí: fíjense aquellos en lo que les falta, y miren bien éstos lo que les sobra.  Ármense los mansos de valor y abnegación, y despójense los iracundos de su mal carácter: procuren los primeros adquirir el verdadero celo por el bien, y esfuércense los segundos por agregar la mansedumbre al celo que creen poseer. Por esta razón el Espíritu Santo se nos manifestó en figura de paloma, y en figura de fuego; para darnos a entender que todos los que están colmados de este Divino Espíritu han de mostrarse mansos, con la sencillez de la paloma, y celosos con el ardor del fuego.

 

No poseen la plenitud del Espíritu Santo ni los que desdeñan el ardor del celo, por las delicias de la mansedumbre; ni los que renuncian a la virtud de la mansedumbre, en medio de los ardores de su celo.  Para mejor ilustrar este asunto, traigamos a la memoria el ejemplo del magisterio de San Pablo, quien, en sus recomendaciones a dos de sus discípulos, dotados ambos del mismo ardor de caridad, les propone distintos medios para desempeñar su ministerio.  Y así, escribiendo a Timoteo, le advierte: “Reprende, ruega, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Tm 4,2).  Mientras a Tito le aconseja: “Esto es lo que has de enseñar, y exhorta y reprende con toda autoridad” (Tt 2, 15). ¿Cómo es que da sus advertencias con tal maestría que, para predicar el mismo Evangelio, al uno le aconseja usar su autoridad, y al otro su paciencia, sino porque sabía que Tito era de índole mansa y sosegada, mientras Timoteo era más exaltado y ardiente?  Y así, al primero le anima con el acicate del celo, y al segundo lo modera con el freno de la paciencia: al uno le propone lo que le falta, al otro le quita lo que le sobra; con el uno emplea el aguijón para empujarlo; con el otro, el freno para detenerlo.  Como buen cultivador de la viña de la Iglesia que Dios le había encomendado, el gran Apóstol unas cepas las riega para que crezcan más frondosas, y otras las poda, para que no crezcan demasiado; pues pudieran las primeras no dar fruto por falta de crecimiento, como las segundas ser estériles por sobra de lozanía.

 

Pero una es la ira que estalla con apariencias de celo, y otra es la que ciega el ánimo perturbado sin pretexto alguno de bien obrar. La primera se excede en sus deberes, mientras la segunda se ensaña siempre en cosas que no son de su deber. Es de notar que entre los impacientes y los iracundos existe esta diferencia; que los primeros no soportan las molestias ocasionadas por los demás, mientras los segundos ocasionan a los demás molestias que soportar.  Pues los iracundos llegan a acosar a sus víctimas, aunque éstas pretendan huir, buscan motivos y ocasiones de disputa y parece que se gozan en lo más animado de la pelea.  El mejor modo de corregir a estos tales, es dejarlos plantados en lo mejor de sus arranques de furor, pues en el momento de su ceguera no serían capaces de comprender lo que se les dijera, mientras que, una vez pasado el arrebato y vueltos a la calma, escucharán los consejos y advertencias de mejor gana, y llegarán a mostrarse pesarosos de que los hayan soportado con sosiego.  A una persona que esté ebria de furor, toda observación que se le haga por atinada que sea, le parecerá detestable.  Por eso Abigail  (1 S 25, 37), que con mucho acierto no quiso hablar de su mal proceder a su marido Nabal, cuando estaba borracho, se lo advirtió con buen resultado apenas su marido hubo digerido el vino; pues precisamente por no habérselo echado en cara su mujer, cuando él estaba ebrio, pudo después Nabal medir el alcance del mal que había hecho.

 

Pero si ni siquiera huyendo de ellos se puede uno librar de las embestidas de los iracundos, o cuando no sea posible evitar su encuentro, ha de atacárseles con suma cautela y con miramientos.  Quedará esto más en claro, trayendo a propósito la escena de Abner, que nos refiere el Libro de los Reyes.  Perseguíale con saña imprudente, y a todo correr, Asael, y según narra la Escritura: “Habló Abner a Asael diciendo: Retírate, deja de perseguirme, no me obligues a coserte en tierra con la lanza. Más él no hizo caso, y no quiso desviarse.  Entonces Abner le hirió en la ingle con el regatón de la lanza, atravesólo de parte a parte, dejándolo allí muerto” (2 S 2, 22, 23).  Asael es aquí figura de aquellos a quienes ciega la vehemencia de su furor, y a quienes hay que evitar en sus arranques de ira con tanta mayor cautela cuanto más violento sea el furor que los arrebata.  Abner–cuyo nombre significa en nuestra lengua la luz del padre–huyó: así los directores del alma, cuya lengua debe despedir la luz sobrenatural de Dios, cuando notan que alguno de sus súbditos monta en cólera, se guardarán muy bien de volver los dardos de su palabra contra el iracundo, imitando a Abner que no trató de herir a Asael cuando le perseguía.  Pero si los iracundos no se rinden ni aplacan por ningún medio ni consideración, y como Asael, no dejan de atacar cegados por la ira, entonces es indispensable que, los que se proponen reprimir sus arrebatos, no se dejen dominar ellos mismos por la cólera, sino demostrar toda la calma de que son capaces y, al mismo tiempo, contentarse con decir algunas palabras atinadas con que en cierto modo hieran de refilón el ánimo iracundo: así como Abner, cuando se detuvo para hacer frente a su perseguidor, no le atravesó con la punta, sino con el regatón de la lanza.  Herir con la punta sería como responder con bríos a los denuestos proferidos; mientras que rechazar al perseguidor con el regatón de la lanza, es como rozar apenas y con calma a la persona enfurecida y vencerla como sin querer.  Y así como inmediatamente Asael cayó tendido muerto, los iracundos, cuando ven que su superior no los ataca de frente, sino que les dirige tranquilamente razones comedidas y a fondo, pronto se rinden ante aquello mismo contra lo cual se erguían airados.  Los que, bajo el influjo de la mansedumbre de su director, ceden en sus arranques de cólera, en cierto modo se entregan rendidos, sin  emplear con ellos la punta acerada de la lanza.

 

CAPÍTULO XVII

 

Cómo ha de amonestarse a los humildes y a los soberbios

 

De distinto modo ha de amonestarse a los humildes que a los soberbios.  Hay que demostrar a los primeros lo segura y verdadera que es la grandeza que por ahora sólo poseen con la esperanza; y a los segundos, lo vana y deleznable que es la gloria del mundo, a la que aspiran siempre sin llegarla a conseguir nunca. Convénzanse los humildes de la eternidad de los bienes que apetecen, y de lo fugaz de las cosas que desprecian; y persuádanse los soberbios de lo pasajero de las cosas que ambicionan y de la eternidad de los bienes que menosprecian.  Aprendan los humildes, por boca del Divino Maestro, que: “El que se humilla será ensalzado” (Lc 18, 14); y aprendan los soberbios que “El que se ensalza será humillado”.  Sepan los humildes que: “La humildad precede a la gloria” (Pr 15, 23): y sepan los soberbios que: “antes de la caída, se remonta el espíritu” (Pr 16, 18).  Aprendan los humildes aquello del Señor a Isaías: “Y ¿en quién pondré mis ojos sino en el humilde y contrito que oye con respeto y temor mis palabras?” (Is 56, 2).  Aprendan los soberbios: “¿De qué se ensoberbece el que no es más que tierra y ceniza?” (Si 10, 9).  Sepan los humildes que: “El Señor pone sus ojos en las criaturas humildes”; y sepan los soberbios que: “Mira desde lejos a los altivos  (Sal 137, 6).  Aprendan los humildes que: “El Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir” (Mt 20, 28); y aprendan los soberbios que: “La soberbia es el origen de todos los pecados” (Si 10, 15).  Recuerden los humildes que Nuestro Divino Redentor: “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte” (Flp 2, 8); recuerden los soberbios que de

Satanás, su caudillo, está escrito: “El es el rey de todos los hijos de la soberbia” (Job, 41, 25).  Fue el orgullo del demonio la causa de nuestra perdición, y el origen de nuestra redención, la humildad de Jesucristo.  Pues el enemigo de nuestras almas, creado por Dios al igual de las demás criaturas, pretendió levantarse y ser tenido por encima de todas ellas; mientras que el Redentor, que estaba colocado por su grandeza sobre todos, se dignó hacerse el más pequeño de todos.

 

Adviértaseles, pues, a los humildes que, cuanto más se abaten a sí mismos, más se encumbran en su semejanza con Dios: adviértaseles a los soberbios que, cuanto más se engríen, más se rebajan al nivel del ángel apóstata.  ¿Qué cosa, pues, más abyecta que el orgullo que, al pretender elevarse sobre sí mismo, más lejos está de las alturas de la verdadera grandeza?  ¿Qué cosa más sublime que la humildad que, cuanto más se inclina y empequeñece, más se allega a su divino Autor, que reside por encima de todas las alturas? 

 

Otra cosa es además digna de reparar en esta materia, y es que hay quienes viven engañados por las apariencias de su propia humildad, y quienes están en error por la ignorancia de su propia soberbia.  Pues no es raro que lo que se cree humildad sea sólo timidez y respeto humano; mientras por otra parte, cierto género de soberbia se toma por franqueza en expresar sus opiniones.  Y cuando se trata de desaprobar algún desorden, callan los primeros por miedo, y creen callarse por humildad; y hablan y reprenden movidos por su orgullo los segundos, y están en cuenta que lo hacen por defender libremente la rectitud.  Están los primeros dominados por la cobardía que no les deja desaprobar lo malo, so color de humildad: muévelos a los segundos a reprender lo que no deben o a reprender más de lo debido, el exceso de su orgullo, bajo apariencias de libertad.  Enséñese, pues, a los soberbios a no ser más francos de lo conveniente; y a los humildes, a que no sean más encogidos de lo que deben; a no tomar los primeros la defensa de la defensa de la justicia, como pretexto para desahogar su soberbia; a no verse obligados los segundos a acatar como cosa respetable los vicios ajenos, si se empeñan en dejarse dominar por los hombres más de lo razonable.

 

Por nuestra parte hemos de agregar que para la corrección de los altaneros es a veces provechoso mezclar con la reprensión algunas alabanzas que los halaguen.  Y así será bueno representarles otras buenas cualidades que haya en ellos, o bien proponerles otras que pudiera haber y no hay, y por fin cercenar lo malo que en ellos nos desagrade, después de habernos ganado y preparado su voluntad para oírnos, por medio del encarecimiento de las buenas partes que en ellos nos agradan. Este procedimiento empleamos con los caballos sin domar: primero les pasamos suavemente la mano, para poder domarlos después con más seguridad, aun por medio del látigo.  Así también, al vaso que contiene una medicina amarga, le ponemos en los bordes un poco de miel para que, al tomarla, no se sienta la amargura desagradable del remedio que ha de aprovechar al restablecimiento de la salud; engáñase así el paladar con el sabor dulce, mientras la amarga medicina nos libra de los mortíferos humores.  La reprensión que se dirige a los soberbios debe moderarse al principio con una alabanza, y así, al recibir el encomio que lo halaga, aceptarán también la corrección que les repugna.

 

Otras veces conseguiremos hacer alguna recomendación provechosa a los soberbios, si les damos a entender que de lo propuesto sacaremos mayor ventaja nosotros que ellos mismos, pidiéndoles que se enmienden más por interés nuestro que suyo.  Pues los soberbios se inclinan fácilmente a hacer una obra buena cuando se trata de una mera condescendencia más bien a favor de los demás que de sí mismos.  Por eso Moisés, a pesar de que atravesaba el desierto guiado por una columna de fuego, bajo la dirección del mismo Dios, queriendo apartar a Hobab, su pariente, de las prácticas paganas y sujetarlo al yugo de Dios todopoderoso, le dice: “Nosotros vamos al país cuyo dominio nos ha de dar el Señor: ven con nosotros para que te hagamos bien, pues el Señor ha prometido bienes a Israel”.  Y habiéndole contestado Hobab:“No iré contigo, sino que volveré a mi tierra donde nací”, Moisés añadió inmediatamente: “No nos abandones: ya que tú eres práctico de los sitios en que deberemos acampar en el desierto, y nos servirás de guía” (Nm 10, 29 sg).  No era que a moisés le amargara el ánimo no conocer el camino, pues con el trato continuo con Dios había llegado a poseer el don de la profecía, le precedía materialmente una columna de fuego y le tenía instruido espiritualmente en todas las cosas su familiar conversación con Dios, con quien trataba de continuo; sino que, como varón experimentado, al tratar con una persona orgullosa, hacía como quien solicitaba un favor.  Si lo buscaba como guía en el camino, era con el fin de prestarse a él como verdadero guía para conducirlo a la vida eterna.  Y así consiguió que el orgulloso Hobab se prestase con mayor voluntad y decisión a cumplir los deseos de su buen consejero, por creerse necesario, y se resolviese a aceptar la propuesta de Moisés, creyendo servir de guía a quien en realidad era su maestro.

 

CAPÍTULO XVIII

 

Cómo ha de aconsejarse a los tercos y a los volubles

 

De distinta manera hay que amonestar a los tercos que a los volubles.  Convénzanse los primeros de que tienen de sí mismos una idea superior a la que en realidad merecen, y por eso no se amoldan nunca a los consejos ajenos.  Convénzanse, por el contrario, los segundos de que, por falta de un justo aprecio de su propio valer, abandonan a cada instante sus propias ideas, con extremada ligereza en sus resoluciones.  Persuádanse los primeros de que, a no estimarse más capaces que los demás, no pospondrían el parecer de todos a su propio parecer: y persuádanse los segundos de que, si tuvieran algún aprecio de sí mismos, no serían juguete de cualquier viento de ligereza que sople de cualquier lado.  A los tercos van dirigidas las palabras de San Pablo: “No queráis teneros a vosotros mismos por sabios” (Rm 12, 16).  Y a los volubles estas otras: “No nos dejemos llevar aquí y allá de todos los vientos de las opiniones humanas” (Ef 4, 14).  A los primeros les cuadran las palabras de Salomón: “Comerán, pues, los frutos de su mala conducta y se saciarán de los productos de sus perversos consejos” (Pr 1, 31).  Y para los segundos escribe más adelante: “El corazón de los necios es desigual” (Pr 15, 7).  El corazón de los justos es siempre igual a sí mismo, pues aun cuando se rinde a las insinuaciones de los buenos, es para mantenerse firme en el camino del bien.  Por el contrario, el corazón de los necios es desigual y tornadizo, pues como presenta a cada paso nuevos aspectos y deseos encontrados, nunca permanece igual a lo que antes era.  Y como ordinariamente hay vicios que engendran vicios, y éstos a su vez provienen de otros, conviene notar que el medio más conducente para desarraigarlos todos, es combatirlos en su misma emponzoñada fuente.  Pues bien, la terquedad procede siempre de la soberbia, y la inconstancia, de la falta de juicio.  Por lo tanto, habrá que empezar por aconsejar a los tercos que reparen en el orgullo de sus pensamientos, y procuren vencerse a sí mismos; de otro modo, si no quieren ceder exteriormente a las persuasivas razones de los demás, se convertirán interiormente en esclavos de su propia soberbia.  Tengan presente que el Hijo del Hombre, cuya voluntad estaba íntimamente unida a la del Padre, para enseñarnos con su ejemplo a quebrantar nuestra propia voluntad, dice: “No pretendo hacer mi voluntad, sino la de mi Padre que me envió” (Jn 5, 30).  Y para más inculcar aún el principio de esta virtud, declara que la seguirá hasta en el último juicio, diciendo: “No puedo yo de mí mismo hacer cosa alguna, sino que yo sentencio según oigo de mi Padre” (Ibid).  ¿Cómo, pues, desdeña un hombre cualquiera adaptarse a la voluntad ajena, cuando el hijo de Dios y del hombre, aun al venir a este mundo para manifestar la gloria de su poder, nos confiesa que él no dicta por sí mismo sus sentencias?

 

Por el contrario, el consejo que más conviene a los volubles, es que robustezcan su voluntad con la firmeza de su carácter, pues sólo después que hayan arrancado de su alma las raíces de su ligereza, conseguirán desterrar de ella las causas de su inconstancia.  Para construir un edificio sólido hay que buscar antes un lugar firme en qué asentar los cimientos.  Así, sin antes tomar serias precauciones contra la liviandad del espíritu, no se llegará nunca a extirpar la inconstancia de la voluntad.  ¿No fue acaso para condenar a los volubles, cuando San Pablo dijo: “Por ventura he dejado de cumplir estos mis deseos por inconstancia; o las cosas que resuelvo, las resuelvo a gusto de la carne, de modo que unas veces diga sí, y otras, no?” (2 Co 1, 17).  Que fue como decir: No adolezco del vicio de la volubilidad, porque no me dejo llevar por el viento de la ligereza.

 

CAPÍTULO XIX

 

Cómo ha de amonestarse a los que comen demasiado

y a los que comen demasiado poco.

 

De distinto modo hay que amonestar a los glotones que a los sobrios.  La glotonería suele ser compañera de la charlatanería, de la liviandad y de la lujuria; mientras la sobriedad excesiva no es raro que vaya acompañada de impaciencia y de orgullo.  En efecto, si los glotones no estuvieran de ordinario dominados por la charlatanería, el rico Epulón, de quien nos dice el Evangelio que se daba diariamente espléndidos banquetes, no se hubiera quejado de los tormentos que sufría particularmente en su lengua, cuando dijo: “Padre mío, Abrahán, compadécete de mí, y mándame a Lázaro para que, mojando en agua la punta de su dedo, me refresque la lengua, pues me abraso en estas llamas” (Lc 16, 24).  Estos lamentos son una prueba de que, por haber abusado todos los días de la comida, había pecado con más frecuencia con la lengua, ya que, a pesar de estar todo envuelto en llamas, pedía un alivio especial para su lengua.

 

Atestigua, además, la misma autoridad de Dios que la liviandad es uno de los frutos de la glotonería, cuando dice: “Sentóse el pueblo a comer y a beber, y levantóse a divertirse” (Ex 32, 6).  Con frecuencia también el abuso de la comida lleva a la deshonestidad, y, a medida que el vientre se llena con la hartura de los manjares, se despiertan los incentivos de la lujuria.  Y por eso, al astuto enemigo de las almas, que primero desató las pasiones de nuestros primeros padres para estrecharlos luego cautivos en los lazos del pecado, Dios mismo le da por condena: “Andarás arrastrando sobre tu pecho y vientre” (Gn 3, 14), que fue como decirle: Con los pensamientos y con la gula te enseñorearás de los corazones de los hombres.  Y el Profeta Jeremías, con palabras que al referir un hecho encierran un misterio, atestigua que los glotones vienen a parar en deshonestos cuando dice: “El jefe de los cocineros es el que ha derribado los muros de Jerusalén” (Jr 39, 9).  Es el vientre el jefe de los cocineros, pues a él consagran éstos todos sus desvelos, y el vientre es el que se deleita con la hartura de los manjares: los muros de Jerusalén son las potencias del alma destinada a las elevadas aspiraciones de la paz celestial; y el decir el Profeta que fue el jefe de los cocineros quien derribó los muros de Jerusalén, es decir que, a medida que el vientre se hincha con la hartura, caen derribadas las potencias del alma en poder de la lujuria.

 

Por el contrario, si no fuera cierto que la impaciencia suele apartar al espíritu de las personas abstinentes de su estado de tranquilidad, San Pedro, después de haber afirmado: “Procurad juntar con vuestra fe, la fortaleza; con la fortaleza, la ciencia; con la ciencia, la templanza” (2 P 1, 5): no hubiera añadido luego con admirable acierto: “Con la templanza, la paciencia”.  Bien sabía el Apóstol que los sobrios suelen carecer de paciencia, y por eso les advierte que no la pierdan de vista.  Y a no ser porque el pecado del orgullo suele deslizarse con facilidad en el ánimo de los abstinentes, no hubiera dicho el Apóstol San Pablo: “El que no come de todo no se meta a juzgar y despreciar al que de todo come” (Rm 14, 3).  Y vuelve sobre el mismo asunto, escribiendo a los de Coloso, cuando, para moderar los propósitos de los que se jactaban de su abstinencia, añade:  “En todo esto no hay más que una apariencia de sabiduría y de virtud, pues nace de una falsa piedad y de una humildad afectada que no se cuida del cuerpo privándolo del necesario sustento” (Col 2, 23).  Y es digno de notar que el ilustre Doctor de los gentiles, en la sentencia que acabamos de citar, a la falta de humildad agrega las apariencias de tal, pues si se macera la carne con abstinencias más de lo debido, aparecen por de fuera las señales de la humildad, pero esta misma humildad se convierte en motivo para nutrir interiormente una refinada soberbia.  No hubiera el arrogante fariseo enumerado la virtud de la abstinencia entre sus grandes prendas, diciendo: “Ayuno dos veces a la semana” (Lc 18, 12), si no fuera ella a veces motivo de orgullo para el espíritu.

 

Vivan advertidos, por su parte, los glotones que, si se entregan a los deleites de la mesa, caerán en las celadas de la lujuria; y ponderen bien los grandes peligros que para ellos hay en el exceso de la comida: peligros de locuacidad y peligros de liviandades; no sea que, si ceden cobardemente a los halagos del estómago, vengan a dar en los crueles lazos de los vicios mencionados.  Se aparta culpablemente del segundo Adán, que es Jesucristo, quien con el abuso de la comida, reitera el pecado de nuestro primer padre Adán, alargando al manjar las manos codiciosas.

 

Pongan, por otra parte, los abstinentes todo cuidado al evitar al vicio de la gula, en no caer en otros vicios aun peores, por parecer nacidos de la misma virtud: tal sería fomentar la irascibilidad del carácter, al paso que se macera la carne, pues no hay mérito alguno en refrenar los apetitos del cuerpo cuando se da rienda suelta a la impaciencia del espíritu. Y aunque los abstinentes no se dejen dominar el ánimo por arranques de ira, no es raro que se entreguen a una cierta complacencia de sí mismos, desvaneciendo así los méritos de la abstinencia, por no saberse guardar de los defectos del espíritu.  Y así con razón dice el Señor por boca del Profeta:  “En el día de vuestro ayuno hacéis todos vuestros antojos”.  Y poco más adelante añade: “Ayunáis para seguir los pleitos y contiendas y herís con puñadas al prójimo sin piedad” (Is, 58, 3, 4).  Lo de los antojos refiérese aquí a las ocultas complacencias; lo de las puñadas, al desahogo de la ira.  De nada sirve, pues, quebrantar el cuerpo con abstinencias, si esclavizado el espíritu por movimientos desordenados, no sabe librarse de tales defectos.  Sin embargo, hay que aconsejarles que sigan guardando siempre sin desmayar la abstinencia, pero no se imaginen nunca haber llegado por eso a la cumbre de la virtud a los ojos del Señor que es juez oculto de las conciencias; pues si llegaren a creerse perfectos, se les despertarían en el alma pensamientos de soberbia.  Y así dice el Señor por boca del Profeta:  “¿Por ventura es ese el ayuno que me es aceptable? Más bien, parte el pan con el hambriento y acoge en tu casa a los pobres y a los que no tienen hogar” (Is 58, 3, 5).

 

Y aquí es de notar cuán escaso es el mérito de la virtud de la abstinencia, viendo que sólo por las demás virtudes que la acompañan se la enaltece.  Por eso dice Joel: “Santificad vuestro ayuno” (Joel 2, 16).  Santificar el ayuno viene a ser como ofrecer a Dios la abstinencia de la carne acompañada con otros actos de virtud.  Sepan, pues, los abstinentes que sólo cuando dan a los menesterosos la parte de alimento de que se privan, ofrecen a Dios una abstinencia agradable. Pongan, pues, atento oído a las reprensiones que dirige Dios a su pueblo, por medio de Zacarías: “Cuando ayunabais y planíais en el quinto y séptimo mes, durante estos setenta años, ¿acaso ayunabais por respeto mío? Y cuando comíais y bebíais, ¿acaso no lo hacíais mirando por vosotros mismos?” (Za 7, 5 sg).  De donde se colige, que no ayuna para Dios sino para sí mismo, aquél que, lo que le quita a su estómago ahora, no se lo da a Dios, sino que se lo reserva para dárselo al estómago más tarde. 

 

En una palabra: ni los glotones deben dejarse hollar la dignidad del alma por el apetito de la gula, ni los abstinentes deben convertir en orgullo las penitencias de la carne.  Oigan los primeros las palabras de la eterna Verdad: “Velad, pues, sobre vosotros mismos, no suceda que se ofusquen vuestros corazones con la glotonería y la embriaguez y los cuidados de esta vida” (Lc 21, 34), y agrega luego palabras de saludable temor: “Y os sobrecoja de repente aquel día, que será como un lazo que sorprenderá a todos los que moran sobre la superficie de la tierra” (Ibid).  Oigan los segundos: “No es lo que entra por la boca lo que mancha al hombre, sino lo que sale de la boca es lo que le mancha” (Mt 15, 11).  Aprendan los primeros  lo que dice San Pablo: “Las viandas son para el vientre y el vientre para las viandas: mas Dios destruirá a aquél y a éstas” (1 Co 6, 13).  Y en otro lugar: “No andemos en comilonas y en borracheras” (Rm 13, 13).  Y advierte en otra parte: “Lo cierto es que la comida no es lo que nos hace recomendables a Dios” (1 Co 8, 8).  Aprendan los segundos que: “Para los limpios todas las cosas son limpias: mas para los contaminados e infieles no hay nada limpio” (Tt 1, 15).  Aprendan los primeros: “cuyo Dios es el vientre y hacen gala de lo que es su desdoro”  (Flp 3,19).  Recuerden los segundos que: en los últimos tiempos han de apostatar algunos de la fe”, y lo que el Apóstol añade: “quienes prohibirán el matrimonio, y el uso de los majares que Dios crió para que los tomasen con hacimiento de gracias los fieles y los que han conocido la verdad” (1 Tm 4,1,3). Recuerden los primeros que: “Cosa buena es no comer carne ni beber vino u otra cosa que sea escándalo para los hermanos”   (Rm 14, 2).  Aprendan los segundos aquello de: “usa de un poco de vino a causa de tu estómago y de tus frecuentes enfermedades” (1 Tm 5, 23).  Y así sabrán los unos renunciar al apetito desordenado de los alimentos corporales, y no pretenderán los otros condenar como ilícito el uso de aquello que Dios ha creado y que ellos no apetecen.

 

CAPÍTULO XX

 

Cómo ha de amonestarse a los que reparten sus propios bienes y a los que se

apoderan de los ajenos.

 

De distinta manera hay que amonestar a los que espontáneamente reparten por caridad sus bienes, que a los que se empeñan en apoderarse de los bienes ajenos.  Adviértaseles a los que por compasión se desprenden de sus riquezas, que no han de colocarse con sus orgullosos pensamientos por encima de aquellos a quienes socorren con sus bienes terrenales, y no porque ven a otros mantenidos a costa suya, se consideren mejores que ellos; pues ha dispuesto el que es Dueño y Señor absoluto de esta morada terrenal, al distribuir sus dones y sus obligaciones a sus siervos, que los unos mantengan y los otros sean mantenidos; a unos les ordena que proporcionen lo necesario a los menesterosos, a otros que lo reciban de manos de sus bienhechores.  Y a pesar de esto, a veces desagradan a Dios los que dan, mientras permanecen en la gracia y amistad del divino Padre de familia, los que reciben; atraen sobre sí la ira de Dios los que tienen el encargo de distribuir, mientras permanecen en la inocencia los que viven de las ajenas larguezas. Sepan, pues, los que dan por caridad lo que poseen, que han de considerarse sólo como distribuidores colocados por el Señor del cielo para con sus subalternos temporales, y han de dar con tanta mayor humildad, cuanto más persuadidos estén de que no es suyo propio lo que distribuyen.  Pues si de veras se consideran como destinados por Dios al servicio de aquellos a quienes dispensan los bienes recibidos de Él, nunca se verá su espíritu dominado por el orgullo, sino más bien por el temor.

 

Pues es necesario que pongan sumo cuidado en no dispensar sin tino los bienes que Dios les ha confiado: en no dar algo a los que no deben recibir nada, o no dar nada a los que necesitan algo; en no dar mucho a quienes se debe dar poco, o poco, a quienes se debe dar mucho; en no derrochar con precipitación y sin criterio lo que distribuyen; en no perjudicar o atormentar con demoras a los que piden; en lo alentar torcidas intenciones de recibir recompensas terrenales; en no malograr el mérito de la limosna con el ansia de alabanzas pasajeras; en no acompañar con quejas y arrepentimientos las larguezas hechas; o en no complacer el ánimo más de lo debido en limosnas hechas con buena intención; en no atribuirse nada a sí mismos, cuando han cumplido debidamente su obligación, pues de otro modo perderían el fruto de todo lo que hubieran ejecutado.  Y para que no pretendan usurpar para sí el mérito de sus larguezas, oigan bien lo que dice la Escritura: “Quien tenga algún ministerio, ejercítelo como una virtud que Dios le ha comunicado” (1 P 4, 11), para que no experimenten una excesiva complacencia en las buenas obras que hagan, recuerden lo que está escrito: “Después que hubiereis hecho todo lo que se os ha mandado, habéis de decir: somos siervos inútiles, sólo hemos hecho lo que teníamos obligación de hacer” (Lc 17, 10).  Para que la pesadumbre no quite valor a sus larguezas, sepan lo que dice la Escritura: “Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9, 7): para que no mendiguen efímeras alabanzas por haber cumplido su deber tengan presentes las palabras del Evangelio: “que tu mano izquierda ignore lo que hace tu mano derecha” (Mt 6, 3): que es como decir: No enturbie las obras de caridad la gloria de la  vida terrena, sino que las acciones meritorias estén ajenas a toda ansia de notoriedad.  Para que no busquen recompensas ni correspondencia a los favores que dispensan, recuerden las enseñanzas de Jesucristo:  “Tú, cuando das comida o cena, no convides a tus amigos ni a tus hermanos, ni a tus parientes o vecinos ricos: no sea que también ellos te conviden a ti y te sirva esto de recompensa: sino que, cuando haces un convite has de convidar a los pobres y a los tullidos y a los ciegos, y serás afortunado, porque no tienen cómo pagarte” (Lc 14, 12).  Para que no den tarde lo que han de dar pronto, sepan lo que dicen los Proverbios: “No digas a tu amigo: Anda y vuelve, mañana te daré lo que me pides, pudiendo dárselo luego” (Pr 3, 28).  Para que no derrochen sin provecho lo que poseen, con pretexto de generosidad, recuerden las palabras de la Escritura: “Que la limosna llegue a sudar en tu mano”.  Para no dar poco, cuando es menester dar mucho, tengan presente lo que dice San Pablo: “El que poco siembra poco cosechará” (2 Co 9, 6).  Para no dar mucho, cuando bastaría dar poco, con peligro de caer en la indigencia por efecto de sus prodigalidades, y haber de prorrumpir después en lamentos de impaciencia, recuerden las enseñanzas del Apóstol: “No que los demás tengan holganza y vosotros estrechez, sino que haya igualdad, supliendo al presente vuestra abundancia la necesidad de los otros, para que asimismo la abundancia de los demás venga a suplir a vuestra indigencia” (2 Co 8, 13).  Cuando el que tiene costumbre de dar no se encuentra capaz de soportar los efectos de la pobreza, si, a fuerza de dar, se priva de muchas cosas necesarias, él mismo se procura el peligro de  caer en impaciencia.  Es preciso disponer antes el ánimo para la paciencia, y después de bien preparado, irse desprendiendo de parte o de todos los bienes; pues si no se está dispuesto a soportar con entereza la escasez que puede sobrevenir, se malograrán los méritos de las pasadas larguezas y caerá el alma en mayores extravíos a causa de las quejas e impaciencias que sobrevendrán.  Para que no nieguen algo a los que debieran dar poco, sepan lo que está escrito: “Da a todo el que te pida” (Lc 6, 3).  Para que no den algo a los que no debiera dárseles nada, recuerden las palabras del Eclesiástico:  “Sé liberal con el hombre de bien, y no apoyes al pecador; haz bien al humilde, y no concedas dones al impío” (Si 12, 5-6). Y por su parte aconseja Tobías: “Pon tu pan y tu vino sobre la sepultura del justo, y no comas ni bebas de ello con los pecadores” (Tb 4, 18).  Dar su pan y su vino a los pecadores es prestar socorro a los malvados por el hecho de ser malvados: y así suele verse que muchos ricos de este mundo, mientras los pobres de Cristo viven atormentados por el hambre, ellos sostienen con sus prodigalidades a los histriones.  Sin embargo, repartir pan a los pecadores menesterosos, no por ser pecadores, sino por ser criaturas humanas, no es pretender alimentar al pecador, sino al verdadero pobre, pues en ello no se ampara el pecado, sino la condición humana del pecador.

 

Además de esto, guárdense de creer los que dan sus bienes por caridad, que, porque rescatan con las limosnas sus pecados cometidos, pueden cometer otros para volver a rescatarlos después; no cometan el error de creer venal a la justicia de Dios, si al mismo tiempo que procuran dar dinero para merecer el Perdón de los pecados pasados, estiman que podrán seguir pecando impunemente.  Pues bien claro dice el Divino Redentor: “Vale más el alma que el alimento y el cuerpo más que el vestido” (Lc 12, 23).  De suerte que el que proporciona alimento y vestido a los pobres, pero al mismo tiempo mancha con iniquidades su alma y su cuerpo, da a la justicia de Dios lo que vale menos, y al pecado, lo que vale más: esto es: entrega sus bienes a Dios, y al diablo, su propia alma.

 

Por el contrario, amonéstese a los que, a mas de lo que tienen, se empeñan en apoderarse de los bienes ajenos, tengan siempre ante los ojos las palabras de la sentencia que pronunciará el Señor en su última venida: “Tuve hambre y no me disteis de comer; sed, y no me disteis de beber; fui peregrino y no me hospedasteis; estuve desnudo y no me vestisteis; enfermo y encarcelado y no me visitasteis”.  Y aquellas otras palabras pronunciadas antes:“Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno que está preparado para el diablo y sus secuaces”   (Mt 25, 41-43).  No se les dice que hayan cometido rapiñas u otros atropellos y, sin embargo, se les destina al fuego inextinguible del infierno. Colíjase de aquí, cuáles serán las penas a que serán condenados los que roban los bienes ajenos, si tales suplicios están reservados a los que hicieron mal uso de sus bienes propios; reparen en los castigos a que los llevarán los bienes robados, si tan grandes son las penas para los que no dan los lícitamente adquiridos.  Piensen bien lo que ha de merecer una injusticia cometida si es cosa merecedora de tamaña condena el no haber ejercido la caridad.

 

Los que se empeñan en apoderarse de lo ajeno, oigan lo que dice el Señor por el Profeta: “¡Ay de aquél que amontona lo que no es suyo! ¿Hasta cuándo recogerá él para sí el denso lodo de las riquezas?” (Ha 2, 6). Echar sobre sí el denso lodo, es para el avaro querer amontonar bienes temporales con agobio de pecados.  Los que sueñan con ensanchar más y más la amplitud de sus viviendas, tengan presentes las advertencias de Isaías: “¡Ay de vosotros los que juntáis casa con casa, y agregáis heredades a heredades, hasta que no quede ya más terreno!  ¿Por ventura habéis de habitar vosotros solos en medio de la tierra?” (Is 5, 8).  Que es como si dijera: ¿Hasta dónde pretendéis ensanchar vuestras posesiones, vosotros que no toleráis competidores en este mundo que pertenece a todos? Empujáis más allá a vuestros vecinos, pero es en balde, porque siempre toparéis en alguien con cuyas posesiones podáis ensanchar las vuestras.  Los que sólo aspiran a aumentar sus caudales, recuerden lo que dice la Escritura: “El avariento jamás se saciará de dinero, y quien ama las riquezas ningún fruto sacará de ellas” (Qo 5, 9).  Sacaría, sí, provecho de ellas, si se decidiera a emplearlas bien, desapegando de ellas su corazón; pero, por muy celosamente que las guarde sólo para sí, tendrá que abandonarlas más tarde en este mundo y sin mérito alguno.  Los que anhelan llenarse rápidamente de toda clase de riquezas, recuerden la sentencia del Sabio: “No estará libre de culpa el que se da prisa en enriquecerse” (Pr 28, 20); y en efecto: quien tiene puestas todas sus ambiciones en las riquezas, no reparará en pecados para adquirirlas: a la manera de las aves que caen presas en la trampa, el hambriento de bienes temporales no se fija en el lazo del pecado en que ha de caer cautivo.  Los que sólo aspiran a medrar en este mundo, sin cuidarse de los suplicios que les aguardan en el otro, oigan bien lo que les advierte la Escritura: “El patrimonio malamente y de prisa adquirido al principio, al fin carecerá de bendición” (Pr 20, 21) .  Desde esta vida toma principio nuestra jornada, y estamos encaminados a tomar posesión de la herencia de bendición, al término de ella; pues bien, los que se dan demasiada prisa a heredar al principio, se verán privados al fin de la herencia de bendición, porque, si ahora pretenden enriquecerse a fuerza de iniquidades por avaricia, luego se verán desheredados del patrimonio eterno. Aquellos que ambicionan demasiado y llegan a conseguir todo lo que ambicionan, tengan presentes las palabras del Redentor: “Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16, 26).  Que es como si dijera: ¿De qué le servirá al hombre acumular todo lo que es extraño a él, si al fin y al cabo pierde precisamente lo que él mismo es?

 

No será difícil a veces conseguir la enmienda de los avaros, si, quien debe aconsejarlos, llega a probarles con razones lo pasajero y fugaz de la vida presente; si les pone ante los ojos el ejemplo de tantos como, después de haber empleado grandes afanes en amontonar riquezas terrenales, no pudieron disfrutar por mucho tiempo de los bienes adquiridos, pues una muerte prematura los privó de repente, y de una sola vez de todo aquello que con sus iniquidades habían llegado a reunir en tanto tiempo y con tantos afanes: y que éstos, no sólo tuvieron que abandonar lo mal adquirido, sino que llevaron consigo de este mundo al juicio de Dios las culpas causadas por sus rapiñas para adquirirlo.  Represéntenseles, para que no los olviden, estos ejemplos que ellos mismos sin duda han de reprobar, al menos con sus palabras: para que después, bien meditadas en su corazón las consideraciones oídas, sientan vergüenza de imitar a aquellos mismos a quienes antes han reprobado.

 

CAPÍTULO XXI

 

Cómo ha de amonestarse a los que, no ambicionando lo ajeno, guardan celosamente lo propio; y a los que, si bien dan de lo suyo, no dejan, por eso, de apoderarse de lo ajeno

 

De distinto modo hay que amonestar a los que, ni dan de lo suyo, ni roban lo ajeno, que a los que dan de lo que tienen, pero no por eso renuncian a apoderarse de lo ajeno.  Hágaseles comprender a los que, ni roban lo ajeno, ni dan de lo propio, que la tierra, de la que han sido formados, es un bien común a todos los hombres, y que, por tanto, los frutos que da la tierra pertenecen a todos. Yerran, creyéndose libres de toda culpa, cuando usurpan como bien privado, lo que es un don de Dios, común a todos, pues al no dar lo que han recibido, ocasionan un daño a sus prójimos, y hacen perecer de ellos a tantos, cuantos son los pobres que mueren privados de sus socorros.  Pues cuando proporcionamos a los menesterosos lo que necesitan, no les damos de lo nuestro, sino que les devolvemos lo que es suyo: más bien que cumplir una obra de caridad, pagamos una deuda de justicia.  Y así el mismo Jesucristo, al enseñar que las obras de misericordia han de hacerse cuidadosamente, dice: “Mirad que no hagáis vuestra justicia delante de los hombres” (Mt 6, 1).  Y con esta sentencia concuerdan los cantos del Salmista: “Derramó a manos llenas sus bienes entre los pobres: su justicia permanece eternamente” (Sal 111, 9).  Vemos en estos pasajes que, al hablar el Señor de la generosidad usada con los pobres, no quiere llamarla misericordia, sino justicia; pues justa cosa es que los bienes que dispensa el Padre y Señor común, los emplee en provecho común cualquiera que los reciba.  Razón por la cual dice Salomón: “El varón justo dará y nunca se cansará de dar” (Pr 21, 26).

 

Llámese la atención sobre el ejemplo de la higuera estéril.  No daba fruto esta higuera, y el agricultor dirige contra ella sus más amargas quejas porque ocupa inútilmente la tierra.  La higuera infructuosa que ocupa terreno inútilmente es aquí figura de aquellas personas que guardan celosamente para sí solas, sin provecho de nadie, lo que podría aprovechar a muchos.  La higuera infructuosa, que ocupa terreno inútilmente, figura aquí al necio que, mientras otro podría hacer producir al espacio de tierra con el sol de las buenas obras, lo inutiliza él bajo la sombra de su desidia.

 

Suelen estos tales aducir por excusa estas o parecidas razones. Disfrutamos de lo que se nos ha dado. No ambicionamos bienes ajenos; y, si es cierto que no hacemos misericordias dignas del galardón divino, tampoco cometemos acciones injustas.  No pensarían ciertamente así si no tuvieran los oídos de su corazón cerrados a las enseñanzas divinas.  Pues no dice el Evangelio que el rico de la parábola, que vestía de púrpura y de lino finísimo y se daba diariamente suntuosos banquetes, haya robado los bienes ajenos, sino que hizo mal uso de sus bienes propios: y, si vino a parar después de su muerte en las vengadoras llamas del infierno, no fue porque hiciera nada vedado, sino porque se entregó de lleno y de un modo desordenado a acciones permitidas.

 

Adviertan los avaros que la principal ofensa que hacen a Dios es no querer corresponder con ofrendas de limosnas a Aquel que les ha dado todo lo que tienen.  Y así dice el Salmista: “No ofrecerá a Dios cosa que le aplaque, ni precio alguno en rescate de su alma” (Sal 48, 8).  Ofrecer el precio del rescate, viene a ser corresponder con obras de caridad a la misericordia de Dios que se nos ha anticipado con sus dones. Por esto clamaba el Bautista: “La segur está ya puesta a la raíz del árbol.  Así que todo árbol que no da buen fruto será cortado y arrojado al fuego” (Lc 3, 9).  Aquellos que se creen seguros sólo porque no se han apoderado de los bienes ajenos, guárdense bien de la segur que los amenaza, sacudan la modorra de su necia seguridad, no sea que, mientras se desdeñan de dar frutos de buenas obras, vean romperse el hilo de la vida presente, y que la segur corta y separa de las raíces al tronco.

 

Adviertan por el contrario aquellos que, si bien dan de lo que poseen, no dejan por eso de apoderarse de lo ajeno, que, si quieren aparecer como personas desprendidas obrando así llegarán a ser aun más perversas, bajo el mismo disfraz de virtud.  En efecto, distribuyendo sin tino sus propios bienes, no sólo vendrán a caer, como dejamos dicho, en murmuraciones y faltas de resignación, sino que también se verán arrastradas a la rapacidad por la fuerza de sus propias necesidades.  ¿Qué condición más desdichada puede haber que la de aquellas personas para quienes la generosidad es fuente de codicia, y la semilla de virtudes se convierte en cosecha de pecados?  Aprendan, pues, primero a conservar con prudencia lo propio y luego conseguirán no ambicionar lo extraño.  Pues si no se destruye la culpa en sus más profundas raíces, en balde se tratará de arrancar las recias espinas de la codicia que brotan en las ramas: desaparecerá la oportunidad para la tentación de robar, después de haber ordenado rectamente la manera de poseer.  Sabrán así, amaestrados por la experiencia, distribuir caritativamente lo que en justicia poseen, después de haber aprendido que no hay obras de caridad donde se mezcle con ellas la iniquidad de la rapiña; pues, si no, vendría a ser como dar por compasión lo que se ha adquirido por la violencia.

 

Una cosa es hacer limosna en expiación de los pecados, y otra muy distinta es cometer pecados para hacer limosna, cosa que en realidad no merece el nombre de limosna, pues nunca llegará a producir frutos sabrosos un árbol cuyas raíces estén amargadas por pestilente ponzoña. Con razón el Señor rechaza por boca del Profeta semejantes sacrificios, cuando dice: “Yo soy el Señor que amo la justicia y aborrezco el latrocinio consagrado en holocausto” (Is 61, 8).  Y ya antes había dicho: “Abominables son las víctimas de los impíos, pues son frutos de iniquidad” (Pr 21, 27).  Se atreven a menudo los malos a ofrecer a Dios lo mismo que han arrebatado de manos de los menesterosos; pero bien a las claras manifiesta el Señor por boca del Sabio la repugnancia con que rechaza tales ofertas, cuando dice: “El que ofrece sacrificio de la hacienda de los pobres es como el que degüella un hijo en presencia de su padre” (Si 34, 24).  ¿Puede haber algo más horroroso que el degüello de un hijo a la vista misma de su padre?  Pues bien, la cólera con que el Señor contempla semejantes sacrificios la manifiesta comparándola con el dolor de un padre a quien se le arrebata un hijo.

 

Y lo que es más aún, esos tales suelen poner tasa en lo que dan, pero no reparan en medir lo que roban; no se cuidan de enumerar los pecados, y pesan y escatiman la expiación que ofrecen por ellos.  Oigan, pues, con atención lo que está escrito: “El que acumulaba sus salarios, fue echándolos en un saco sin fondo” (Ag 1, 6).  Cuando se echa el dinero en un saco sin fondo, se ve, sí, cuando se mete en él, pero no se ve cuando desaparece.  Así, los que cuentan lo que dan, pero no reparan en lo que roban, echan sus salarios en un saco sin fondo, pues los acumulan por cierto a sabiendas y con la esperanza de disfrutarlos después, pero los pierden sin llegarlos a ver.   

 

CAPÍTULO XXII

 

Cómo ha de amonestarse a los perturbadores y a los sosegados.

 

De distinta manera ha de amonestarse a los perturbadores que a los pacíficos y sosegados.  Sepan claramente los primeros que, por más virtudes de que estén dotados, nunca llegarán a ser perfectos si no se avienen a tener paz y concordia con sus prójimos, pues está escrito: “Los frutos del Espíritu son caridad, gozo, paz” (Ga 5, 22).  Y, por lo tanto, quien no se cuida de guardar la paz, ha renunciado a los frutos del espíritu.  Así dice San Pablo: “Habiendo entre vosotros celos y discordias, ¿no es claro que sois carnales?” (1 Co 3, 3).  Y en otro lugar repite:“Procurar tener paz con todos y la santidad de la vida, sin la cual nadie puede ver a Dios” (Hb 12, 14).  Y de nuevo vuelve a advertir: “Sed solícitos en conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz, siendo un solo cuerpo y un solo espíritu, así como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación”. (Ef 4, 3).  Es imposible conseguir la misma esperanza de la vocación si no se atiende a ella con un corazón que esté unido al prójimo con el vínculo de la paz.  Suele ser defecto de algunos, por el hecho de estar dotados de ciertas buenas cualidades, desbaratar con su soberbia el bien de la paz, que es un bien mucho mayor, de tal suerte que, si por ventura han alcanzado a domar su carne más que sus prójimos, refrenando la gula, se desdeñan de guardar la concordia con aquellos a quienes ventajan en la abstinencia.  Ponderen bien los que hacen compatible la abstinencia con la concordia aquellas advertencias del Salmista: “Alabad al Señor con panderos y conciertos” (Sal 150, 4).  El sonido del pandero se obtiene golpeando una piel curtida; y los conciertos resultan de la unión y armonía de las voces; y viene a significar esta figura que, el que macera su cuerpo, pero destruye la concordia, alaba, sí, a Dios con el pandero, pero no le alaba con los conciertos.  Es achaque ordinario de ciertas personas engreídas por su gran saber, el apartarse de la compañía y trato de los demás, y cuanto más sabios se consideran, más se retraen de la virtud de la concordia. Escuchen estos tales lo que por su misma boca dice el Maestro de la verdad: “Guardad en vosotros la sal de la sabiduría y conservad la paz entre vosotros” (Mc 9, 49), pues la sal de la ciencia sin la paz no es efecto de verdadera virtud, sino motivo de condenación.  Cuanto uno más sabio es, más culpable se hace si rompe la concordia, y se hará reo de castigo, sin lugar a excusa ninguna, por lo mismo que hubiera podido evitar el pecado con las luces de su sabiduría si hubiera querido.  Razón por la cual les advierte el Apóstol Santiago: “Mas si tenéis un celo amargo y hay discordias  en vuestro corazón, no habéis de gloriaros y levantar mentiras contra la verdad: que esa sabiduría no es la que desciende de arriba, sino más bien una sabiduría terrena, animal y diabólica.  La sabiduría que viene de lo alto, además de ser honesta, es pacífica” (St 3, 14) . Honesta, porque razona con llaneza y sencillez, y pacífica, porque no se remonta por sobre la armonía con los prójimos en alas del orgullo.

 

Tengan bien presente además los perturbadores que, mientras permanezcan alejados de la caridad con el prójimo, no podrán ofrecer a Dios sacrificio alguno de buenas obras que le sea agradable, según lo que está escrito: “ Si al tiempo de presentar tu ofrenda en el altar, allí te recordares que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja allí mismo tu ofrenda delante del altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano y después volverás a presentar tu ofrenda” (Mt 5, 23).  Por el tono de estas palabras hemos de inferir lo detestable que es semejante culpa, cuando el Señor rechaza hasta las mismas ofrendas presentadas por quien la comete.  Todas las malas acciones pueden ser borradas por las buenas obras posteriores; pues bien, deduciremos la malicia del pecado de discordia, teniendo en cuenta que ella estorba todo buen efecto y mata en flor todo mérito, si no se la desarraiga completamente.  Y ya que los perturbadores no se resuelven a escuchar las enseñanzas que nos vienen del cielo, pongan al menos atención y contemplen las que nos vienen de los seres que viven en un estado inferior al nuestro: reparen en ciertas aves de una misma especie, que vuelan juntas en bandadas sin separarse, y en ciertos animales irracionales, que pacen agrupados en rebaños.  Pues si nos fijamos bien en ellos, veremos que los seres irracionales, viviendo en armonía, delatan el error que cometen los seres racionales viviendo en desacuerdo; pues no hacen éstos, a pesar de estar dotados de razón, lo que cumplen aquellos con el solo impulso de su instinto.

 

Adviértase por el contrario a los sosegados y pacíficos no se aficionen más de lo debido a la paz de que disfrutan, no sea que pierdan de vista la paz eterna y no la alcancen.  Halaga a veces el reposo, y llega a adormecer las potencias del alma, de suerte que, aficionándose ésta  a los goces de que disfruta, va despegándose poco a poco de aquellos a que debiera aspirar, y embebecida en los bienes terrenos, no piensa en los eternos.  El Divino Maestro establece en esto una clara distinción entre la paz terrenal y la paz celestial, y, queriendo atraer a sus discípulos a la paz futura y apartarlos de la presente, les dice: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27), que es como decirles: Dejo la paz transitoria y os doy la paz perdurable.  De donde se infiere que, si el corazón se apega a la paz del mundo que acaba, nunca llegará a gozar de la paz que se le promete y es eterna.  De tal modo hemos de disfrutar de la paz presente, que, al propio tiempo, debemos desearla y despreciarla: pues, si se la ama desordenadamente, envuelve en las redes de la culpa al corazón que se le aficiona.

 

Estén, pues, sobre aviso los pacíficos, no sea que, si ponen demasiado empeño en conseguir la paz con los hombres, no se atrevan a combatir las malas costumbres de que adolecen, y haciéndose cómplices de los malvados, rompan las paces con Dios su creador; y por miedo de provocar los reproches exteriores de las gentes, vean quebrantada, con la reprobación divina, la alianza interior de su espíritu. ¿Qué viene a ser esta paz transitoria, sino a modo de sombra o huella de la paz eterna?  Y ¿qué mayor necedad que aficionarse a la huella impresa en el polvo, y no amar a Aquél que allí la dejó estampada?  Y así David, para obligarse más y más a la alianza de la paz interior, afirma que nunca hizo pactos con los impíos, diciendo: “¿No es así, Señor, que yo he aborrecido a los que te aborrecieron?  Y ¿no me consumía interiormente a causa de tus enemigos? Odiábalos con odio completo, y los miré como enemigos míos” (Sal 138, 21). Odiar a los enemigos de Dios con odio completo y perfecto, es amar en ellos la obra de Dios, y odiar en ellos sus propias obras; atacar las costumbres de los perversos y procurar su enmienda.

 

Y comprenderemos mejor lo culpables que se hacen aquellos que, por tener paz con los malvados, se abstienen de reprenderlos, si reparamos bien en que un Profeta tan insigne como Moisés tuvo por ofrenda digna de presentarse al Señor el haber excitado contra sí las enemistades de los malos, en defensa de los derechos de Dios.  Y así vemos que la tribu de Leví, por haber atravesado el campamento  (Ex 32, 27 sg), espada en mano, y no haberse dado tregua en herir a los pecadores, mereció que Moisés le asegurara que había consagrado sus manos a Dios.  Así también Fineés  (Nm 25.9), cerrando los ojos a todo sentimiento de compasión hacia los pecadores, apuñaló a los que se juntaron con las madianitas, y con un arranque de cólera aplacó la cólera de Dios.  Y por esta razón dijo el Divino Maestro: “No creáis que he venido a traer la paz a la tierra: no he venido a traer la paz, sino la espada” (Mt 10, 34).

 

Además de esto, el unirnos a los pecadores con vínculos de imprudente amistad es amarrarnos con la cadena de la culpa.  Y por eso el rey Josafat, a quien la Escritura tributa tantas alabanzas por su buena conducta anterior, mereció en los últimos días de su vida duras reprensiones por su amistad con el impío rey Acab, cuando el Señor le dice por boca del Profeta: “Tú prestas socorro a un impío y te estrechas en amistad con gente que aborrece al Señor; por tanto, merecías experimentar los efectos de su ira; mas se han hallado en ti buenas obras, pues destruiste los bosques idolátricos de la tierra de Judá” (II Par 19, 2).  De donde se colige que, por el hecho mismo de ligar nuestro corazón en amistad con los perversos, nos apartamos de Aquél que es la justicia y la inocencia misma.

 

 No teman, pues, los pacíficos el perturbar la paz temporal de su espíritu empleando expresiones de justo enojo para reprender; procuren, sí, mantener la calma interior con sentimientos de perfecta caridad, aunque parezca que la perturban con la aspereza de las palabras que profieren.  Bien demuestra el rey David haber alcanzado ambos extremos, cuando dice: “Me mantuve pacífico con aquellos que aborrecían la paz; mientras yo les hablaba, ellos me atacaban sin motivo” (Sal 119, 7).  Vemos aquí que le combatían, si hablaba; y al mismo tiempo conservaba la paz en medio de las embestidas del enemigo; pues ni dejaba de reprenderlos por extraviados, ni dejaba de amarlos por haberlos reprendido. Y a su vez dice San Pablo: “Vivid en paz, si puede ser y en cuanto esté de vuestra parte, con todos los hombres” (Rm 12, 18).  Y es de notar que, antes de recomendar a sus discípulos que tengan paz con los demás hombres, les advierte: “si puede ser”, y además: “en cuanto dependa de vosotros”: pues cosa poco menos que imposible hubiera sido tener paz con todos y reprenderlos al mismo tiempo por sus malas obras.  Pero es preciso tener presente que, al perturbar en el ánimo de los malvados su falsa paz temporal con nuestras reprensiones, ha de mantenerse inalterable la paz interior de nuestro espíritu.  Con razón, pues, dice el Apóstol: “en cuanto dependa de vosotros”, que es como si dijera: Siendo así que la paz resulta del estar avenidas las dos partes, si la rechaza aquél a quien reprendemos, que al menos permanezca íntegra en el corazón de quien reprende.  Y a este propósito, advierte el mismo Apóstol en otro lugar a sus discípulos: “Y si alguno no obedeciere a lo que ordenamos en nuestra carta, tildadle al tal, y no converséis con él, para que se avergüence y enmiende.”   Y a renglón seguido les dice: “Pero no le miréis como a enemigo, sino corregidle como a hermano”   (2 Ts 3, 14).  Que es como decir: Aunque haya necesidad de romper la paz exterior con ellos, mantened al menos con ellos la paz interior; combatid al pecador, manifestando vuestro disgusto, pero hacedlo de modo que no renuncien a la paz, ni aun rechazada, vuestros corazones. 

 

CAPÍTULO XXIII

 

Cómo ha de amonestarse a los pendencieros y a los pacificadores.

 

De distinta manera ha de amonestarse a los que fomentan la discordia que a los que aman y procuran la paz.  Hágaseles presente a los primeros que con su conducta se hacen imitadores del ángel apóstata, de quien dice el Evangelio al tratar de la cizaña mezclada con el buen grano: “Eso lo ha hecho el hombre enemigo” (Mt 13, 28).  Y de quien se le asemeja, dice Salomón: “El hombre apóstata es un hombre dañino: no habla más que maldades, guiña los ojos, hace señas con el pie, habla con los dedos, maquina el mal en su depravado corazón y en todo tiempo siembra discordias” (Pr 6, 12).  Y nótese que, al querer describir al sembrador de discordias, le califica desde el principio de apóstata; y, en efecto, no puede menos de haber renegado en su alma del temor de Dios, a la manera del ángel soberbio, quien ha llegado luego a convertirse abiertamente en fomentador de riñas y pendencias.  Con razón se dice de él al retratarlo, que guiña los ojos, hace señas con el pie y habla con los dedos; pues de dentro procede el recato con que se guarda el orden exterior en la compostura del cuerpo, y así al que ha perdido la seriedad del espíritu luego se le trasluce la ligereza en gestos y ademanes, y deja ver  por el desasosiego exterior que no hay arraigo alguno ni firmeza en las cosas del alma.

 

No olviden los sembradores de discordias aquello de la Escritura: “Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9): y colijan de lo opuesto que, si merecen el nombre de hijos de Dios los que tratan de asentar la paz, sin duda son hijos de Satanás los que la perturban.  Cierto, todos aquellos que, divididos por la discordia, son desgajados del árbol frondoso de la caridad, están destinados a secarse y a ser estériles.  Y aunque lleguen a producir algunos frutos de buenas obras, serán frutos inútiles, porque no brotan de la savia y unidad del amor. Ponderen además los que fomentan las desavenencias, cómo se multiplican sus pecados, pues por más que crean cometer una sola iniquidad, en realidad arrancan todas las virtudes del corazón de los hombres.  En un solo mal que hacen, van envueltos muchos males, pues sembrando discordias, se destruye la caridad, que es la madre de todas las virtudes; y, si por un lado nada es más precioso para Dios que la virtud de la caridad, por otro nada es más agradable al demonio que ver la caridad destruida.  Por tanto, quien con sus discordias malogra el amor del prójimo, se pone, como un esclavo, al servicio del enemigo de Dios: pues hace que a la manera que Satanás cayó del cielo por haber perdido la caridad, así también los corazones a quienes él, con sus heridas, roba la caridad, hallen interceptado el camino para subir a la gloria.

 

Por el contrario, los amantes de la paz, si no se fijan bien en quiénes son aquellos entre los que quieren establecer la paz, se exponen a frustrar el buen resultado de acción tan meritoria.  Pues así como es muy perjudicial la falta de armonía entre los buenos, así es más perjudicial aun el que esta armonía exista entre los malos.  Si los malos propósitos de los perversos encuentran consistencia en el acuerdo que reina entre ellos, esto dará mayor auge y firmeza a sus malas acciones; puesto que, cuanto más unidos se hallen para el mal, tanto más violentas serán sus embestidas contra las almas atribuladas de los buenos.  El santo Job, por divina inspiración, tratando de los precursores de aquel receptáculo de Satanás, que será el Anticristo, dice: “Los miembros de su cuerpo están perfectamente unidos entre sí” (Jb 41,14).  Y antes, al hablar de sus secuaces, bajo la figura de sus escamas, había dicho: “La una está trabada con la otra sin que quede ningún resquicio por donde pueda penetrar el aire” (Jb 41,7).  Ahora bien, los secuaces del enemigo de las almas, cuanto menos divididos están entre sí por las diferencias y discordias, tanto mayor unidad conservan para tramar la perdición de los buenos; y, por tanto, los que procuran la armonía de los perversos, sirven sus intereses y prestan alas a sus iniquidades.  El Apóstol de las gentes, acosado por una tenaz persecución de parte de los fariseos y saduceos, trató de meter la división entre ellos, al verlos unidos ciegamente en contra suya, y lanzó en medio de ellos estas palabras: “Hermanos míos, yo soy fariseo, hijo de fariseos y por causa de mi esperanza en la resurrección de los muertos voy a ser condenado” (Hch 23, 6).  Y lo consiguió; pues negando los saduceos la resurrección de los muertos y afirmándola los fariseos, fieles en esto a la enseñanza de la Sagrada Escritura, se originó una escisión en el ánimo de sus perseguidores, y San Pablo resultó libre a causa de las encontradas opiniones de la asamblea de sus opresores, antes tan unánimes en perseguirle.

 

Adviertan, por tanto, los que tienen el buen propósito de arreglar las paces que, tratándose de los perversos, antes ha de infundírseles el amor a la paz interior, para que luego la paz exterior pueda serles provechosa, de suerte que, teniendo el corazón aficionado a la paz espiritual, no se deje arrastrar al mal con el goce de la paz temporal; y que, mientras se apliquen a conseguir la paz con Dios, no empleen la paz humana en su propio perjuicio. Pero, si se da con personas depravadas que estén en la imposibilidad de dañar a los buenos, por más que lo pretendan, entonces debe procurarse que reine la paz terrenal entre ellos, aun antes de que lleguen a disfrutar de la paz del espíritu; y esto con el fin de que, si alejados de la caridad de Dios los exaspera el escozor de sus propias iniquidades, al menos gocen de las dulzuras de la caridad del prójimo, y así vayan aproximándose a vida más arreglada y lleguen a conseguir la paz con Dios, de quien vivían alejados.

 

CAPÍTULO XXIV

 

Cómo ha de amonestarse a los que son rudos en sagrada doctrina y cómo a los que son instruidos, pero carecen de humildad

 

De distinta manera ha de amonestarse a los que no entienden debidamente las palabras de la Ley sagrada, que a los que están instruidos en ella, pero no tratan de ella con humildad.

 

Adviertan los que no entienden rectamente la Escritura Sagrada, que, obrando así, truecan en ponzoña el vino que sana y robustece, y se infieren una herida mortal con el instrumento mismo de salud; como aquel que empleara una herramienta de cirugía para cortarse un miembro sano, cuando su objeto es amputar lo dañado.

 

Ponderen bien que la Sagrada Escritura está colocada en medio de las tinieblas de esta vida, como una lumbrera en medio de la noche, y, si no alcanzan a tener una inteligencia completa de sus enseñanzas, viene a ser como vivir a oscuras en medio de la luz.  La hinchazón de la soberbia es la causa ordinaria de que torcidas intenciones los conduzcan a la interpretación extraviada de la Ley Divina. Pues, creyéndose más sabios que los demás, desdeñan seguir la opinión ajena, aunque sea más autorizada, y por conseguir una fama mal ganada de ilustrados ante el vulgo inexperto, combaten las rectas ideas de los demás y defienden las suyas propias extraviadas.

 

Con razón dice el Señor por boca de Amós: “Para extender sus dominios, abrieron los vientres de las preñadas de Galaad” (Am 1, 13).  La palabra Galaad quiere decir, “conjunto de testimonios o verdades”; y siendo la Iglesia la que, en el conjunto de sus fieles, da con pública profesión de su fe testimonio de la verdad, no sin fundamento se puede decir que Galaad personifica aquí a la Santa Iglesia que, por boca de sus hijos, es un perenne pregonero de los verdaderos atributos de Dios. Las mujeres en cinta simbolizan aquí a las almas que, por obra del amor divino, han concebido la recta inteligencia de las palabras de Dios, las cuales, a su debido tiempo, darán a luz en sus obras las verdades que han concebido.  Extender su dominio viene a ser aquí como conquistar renombre de sabio. Por tanto, los herejes que con sus perversas predicaciones trastornan el entendimiento de los fieles, que ya habían concebido en él el conocimiento de la verdad y obtienen a su costa renombre de sabios, han abierto el vientre de las mujeres preñadas para dilatar sus dominios: destruyen con el puñal de sus errores las entrañas de los pequeñuelos henchidas ya con el fruto de las divinas enseñanzas, y así se procuran fama de hombres de ciencia. –Cuando se trate de instruir a estos tales, para que renuncien a sus depravados sentimientos, antes es menester enseñarles a despreciar la vanagloria; pues sin extirpar las raíces del orgullo, no se secarán las ramas de sus erróneas predicaciones.  Adviértaseles además que, por medio de los errores que siembran y de las discordias que producen, convierten en homenaje a Satanás la misma luz y palabra divinas que fueron promulgadas precisamente para destruir los sacrílegos honores que a Satanás se le tributaban.  Y por eso se queja el Señor por boca del Profeta, diciendo: “Yo fui quien les di trigo y vino y aceite, y el que les dio la abundancia de plata y de oro que ellos luego ofrecieron a Baal” (Os 2, 8).  De Dios hemos recibido trigo, siempre que en el estudio de los pasajes oscuros de la Escritura llegamos a desentrañar su sentido íntimo, por medio de la inspiración del Espíritu que descorre el velo de la letra; nos da Dios vino, cuando nos embriaga con las sublimes enseñanzas de su santa Revelación; nos suministra aceite, al suavizar con sin igual blandura nuestra vida, para abrazar resueltamente sus preceptos; danos plata en abundancia, cuando nos pone a la vista sus enseñanzas iluminadas por la plena luz de la verdad; nos enriquece, en fin, con oro, cuando enciende nuestro corazón en llama sagrada de sus divinos destellos.  Y todos estos dones recibidos de Dios los inmolan a Baal los herejes, porque, mal comprendidos y peor predicados, todos los trastornan al infundirlos en el corazón de sus oyentes, y del trigo de Dios, de su vino y de su aceite, de su oro y de su plata, ofrecen sacrificios a Satanás, trocando en discordia y en mentira las palabras de Dios que son paz y armonía. – Ponderen bien estos tales que, al convertir en semilla de discordia los preceptos de paz, con torcidas intenciones, por justos juicios de Dios, vienen ellos mismos a encontrar la muerte en su palabra que es fuente de vida.

 

Sepan por su parte aquellos que, aunque interpretan bien las palabras de la Escritura, no saben predicarlas con humildad, que en la Ley de Dios, antes de predicarla a los demás, han de buscar el aprovechamiento propio, no sea que, atareados en corregir la conducta de los prójimos, pierdan de vista su propia corrección, y mientras tienen inteligencia para comprender todas las verdades que contiene la Sagrada Escritura, sólo carezcan de ella para ver las que condenan a los soberbios.  Mal médico e inexperto ha de ser el que se afana en curar a los demás y no acierta  a curar la llaga que él mismo padece.  Adviertan, pues, los que no tratan con humildad de las cosas de Dios, que, antes de aplicar remedios a las enfermedades de los otros, han de reparar bien en la ponzoña que llevan ellos dentro, no sea que mueran ellos mientras conservan a los demás la vida; procuren no haya contradicción entre lo que han de predicar y la práctica de lo predicado, ni enseñen una cosa con sus palabras y otra cosa con sus obras.  Tengan presente el mandato del Apóstol San Pedro: “El que predica, hágalo como si Dios hablara por su boca” (1 P 4, 11).  Y bien; si al predicar no lo hacen en su propio nombre, ni con doctrina propia, ¿con qué derecho se envanecen como de cosa que les pertenece? –Recuerden lo que dice San Pablo: “Predicamos como de parte de Dios, en la presencia de Dios y según el espíritu de Jesucristo” (2 Co 2,7).  Sólo predica como de parte de Dios y en la presencia de Dios, aquél que está persuadido de que es Dios quien le dicta e inspira sus predicaciones, y entiende agradar con ellas no a los hombres, sino sólo a Dios. – Recuerden aquello de los Proverbios: “Todo hombre jactancioso es objeto de la abominación divina” (Pr 16, 5); pues usurpa los derechos de Dios al buscar su propia gloria en la predicación de la palabra de Dios, y no vacila en poner por debajo de su propia gloria al mismo Dios, de quien ha recibido aquellas mismas dotes y doctrina por las que le alaban. – Tengan bien presente lo que la Escritura enseña al predicador por boca de Salomón: “Bebe el agua de tu aljibe y de los manantiales de tu pozo.  Rebosen por de fuera tus raudales y espárzanse tus aguas por las plazas; sé tú solo el dueño de ellos, y no entren a la parte contigo los extraños” (Pr 5, 15 sg).  Bebe el predicador el agua de su propio aljibe cuando, recogiéndose en sí mismo, aprende primero lo que ha de enseñar; bebe de los manantiales de su pozo, si se empapa y penetra del riego de sus mismas enseñanzas; y con razón añade después: “Rebosen por de fuera tus raudales y derrámense tus aguas por las plazas”: pues es razonable que beba primero el que ha de suministrar luego el agua a los demás. El decir que han de rebosar tus raudales significa que han de comunicarse a los demás los frutos de la predicación; derramar las aguas por las plazas viene a ser dispensar el beneficio de la divina palabra a las numerosas muchedumbres, conforme a las dotes de cada cual.  Y como por desgracia, cuando se trata de comunicar la palabra de Dios a las multitudes, suele introducirse el ansia de figurar, después de mandar la Escritura que se derrame el agua por las plazas, añade: “Sé tu solo el dueño de ellas y no entren a la parte contigo los extraños.” Llama extraños a los espíritus malignos, de quienes afirma el Profeta, en representación del alma asaltada por las tentaciones:  “Gentes extrañas han alzado bandera contra mí, y poderosos atentan a mi vida” (Sal 53, 5).  Al decir, pues: Derrama tus aguas por las plazas, y al mismo tiempo, resérvalas para ti solo, es como si dijera:  Si bien es indispensable que te entregues a las obras de la predicación, pero no has de asociarte a los espíritus malignos con el orgullo, pues consentirías así que tus enemigos entrasen a la parte contigo en el ministerio de la divina palabra.  De esta suerte derramaremos el agua por las plazas, sin dejar por eso de reservárnoslas para nosotros solos, si dispensamos por de fuera abundantemente el beneficio de la predicación, y, sin embargo, no aspiramos por ella a conquistar los aplausos de los hombres.

 

CAPÍTULO XXV

 

Cómo ha de amonestarse tanto a los que rechazan el cargo de predicadores por exceso de humildad, como a los que lo desempeñan con inconsiderada precipitación.

 

Diversa ha de ser la manera de aconsejar y dirigir a los que, pudiendo predicar con fruto, se abstienen de hacerlo por reparos de humildad excesiva, que a los que, no siendo capaces de desempeñar el cargo de predicadores, por impedírselo sus defectos o por no consentirlo su edad, se lanzan al ministerio sin reparos.

 

Adviértaseles a los que, pudiendo predicar con provecho, rehuyen el hacerlo por una humildad mal entendida, cuán grande es la falta que cometen en materia tan importante, como han de deducirlo de una sencilla comparación.  Si ellos, teniendo bienes disponibles, se negaran a socorrer con ellos al prójimo menesteroso, es claro que se harían responsables de las miserias de dicho prójimo; así también deben persuadirse de que, si se niegan a dispensar el beneficio de la divina palabra a sus hermanos ignorantes y pecadores, privan del remedio vital a las almas que están en peligro de perderse, y se hacen reos de un grave pecado.  Y a este propósito dice el Sabio: “La sabiduría que se tiene oculta y el tesoro escondido, ¿de qué sirven ni aquella ni éste?” (Si 20, 32).  Si el pueblo padeciera hambre y el trigo destinado para él se le tuviera encerrado, sería por cierto hacerse cómplice de su muerte.  Así también ¿qué castigo merecen aquellos predicadores que, mientras las almas perecen de hambre de la palabra divina, no se resuelven a repartirles el pan de la gracia que de Dios han recibido?  Con razón dice Salomón que: “Quien oculta el trigo será maldecido por los pueblos” (Pr 11, 26).  Ocultar el trigo viene a ser como reservar sólo para sí el beneficio de la palabra divina.  Quien así obra, merece las maldiciones del pueblo, pues con su culpable silencio echa sobre sí los castigos de tantos como hubieran podido corregirse y salvarse por medio de su palabra.  Si teniendo a la vista una llaga que curar, y no queriendo curarla, se harían culpables de la muerte de su hermano por desidia, aunque carecieran de experiencia en el arte de la medicina, ¿cuánta mayor culpa tendrían si, poseyendo la ciencia de medicinar las almas, se obstinan en privarlas del remedio de la palabra divina? Dice a este propósito el Profeta: “Maldito aquel que veda a su espada el verter la sangre” (Jr 48, 10).  Pues bien, vedar a su espada verter la sangre es el impedir que las enseñanzas de la predicación acaben con la vida carnal de los oyentes.  Y de esa misma espada se dice en otro lugar: “En sus carnes cebarse ha mi espada” (Dt 32, 42).

 

Tengan presente los que guardan oculto el tesoro de la divina palabra, las terribles amenazas que Dios ha proferido contra ellos, para que sacudan de su corazón los vanos temores con el verdadero temor de Dios. – Recuerden que el siervo que no quiso negociar con su talento llegó a perderlo y oyó su sentencia de condenación (Mt 25). – Recuerden que el Apóstol San Pablo se tenía por inmune de la sangre de los prójimos por no haber escatimado la corrección a sus vicios, cuando dice: “Os aseguro en este día que yo no tengo la culpa de la perdición de ninguno; pues no he dejado de intimaros todos los designios de Dios” (Hch 20, 27).  – Recuerden la amonestación hecha a San Juan por boca del ángel que le dice: “Diga también quien escucha: Ven” (Ap 22, 17): esto es: que aquél que siente la voz interior que le llama se esfuerce con sus llamamientos por atraer a otros hacia donde él mismo es invitado, no sea que el primer llamado encuentre cerradas las puertas si llega sin acompañamiento a la presencia de aquél que lo llamó.–  Recuerden que Isaías, por haberse abstenido de cumplir con el ministerio de la predicación, se reprocha a sí mismo con grandes alaridos de penitencia, cuando dice: “¡Desgraciado de mí que no he hablado!” (Is 6,5) – Recuerden la promesa divina hecha por Salomón, de que se acrecentarán las luces de quien predica y no deja en culpable reposo las buenas dotes que ha recibido, cuando dice: “El alma que hace beneficios será colmada de bienes y será como embriagada de ellos la que a otros embriagare” (Pr 11,25).  Por lo tanto, quien proporciona a los demás el beneficio exterior de la predicación, se verá colmado de la abundancia de gracias interiores, y, al paso que se esfuerza por embriagar con el vino de la divina palabra el alma de sus oyentes, se sentirá él mismo embriagado por los dones inefables del espíritu.– Recuerde que David ofrecía a Dios como un holocausto el no haber dejado infructuosa la gracia de la predicación, que de él había recibido, diciendo: “No tendré jamás cerrados mis labios, Señor, tú lo sabes.  No he tenido la justicia escondida en mi corazón: publiqué tu verdad  y la salvación que de ti solo procede” (Sal 32, 10). – Recuerde lo que en sus íntimos coloquios dice el esposo a la esposa en los Cantares: “¡Oh, tú, la que moras en las huertas!  Los amigos están escuchando: déjame oír tu voz” (Ct 8, 13).  La Iglesia, que se recrea en la lozanía interior del espíritu y guarda con esmero el plantel de las virtudes, es la que mora en los jardines; sus amigos están escuchando su voz, porque las almas escogidas desean oír la doctrina de su predicación; y el Esposo divino ansía oír la voz de la Esposa, es decir, anhela en las almas de los elegidos por la misma predicación. – Recuerde cómo Moisés, viendo a Dios airado contra su pueblo, mandando empuñar la espada para vengarle, declara que tendrá como partidarios de Dios a los que persigan sin tregua los crímenes de los culpables, diciendo: “El que sea del Señor, júntese conmigo: ponga cada varón la espada sobre sus muslos, pasad y repasad por medio del campamento desde una a otra  puerta, y cada  uno mate aunque sea al hermano, al amigo o al vecino” (Ex 32, 27). Poner la espada sobre el muslo significa que el cargo de predicador ha de colocarse por encima de todos los halagos de la carne, de modo que, quien se propone anunciar al pueblo las santas verdades, ha de vencer toda sugestión pecaminosa.  Pasar de una puerta a otra, significa que el predicador ha de combatir con su palabra ora un vicio, ora otro, pues los vicios son las puertas por donde la muerte penetra en el alma.  Pasar y repasar por medio del campamento, significa que ha de conducirse en el gobierno de la Iglesia con total imparcialidad y prudencia, que quien tiene por oficio reprender los pecados del prójimo culpable, no ha de inclinarse o ceder ante el favor ni las influencias de nadie.  Y añade muy bien la Escritura:“Cada cual mate, aunque sea a su hermano, a su amigo o a su vecino” (Ex 32, 27).  Matar a su hermano, amigo o vecino significa que, cuando el director de almas encuentra algo que sea digno de condenación o reproche, no ha de tener reparo alguno en descargar la espada de la reprensión ni siquiera sobre aquellos a quines está unido por los vínculos del afecto o de la sangre. –De todo lo cual se deduce que, si ha de considerarse como partidario y defensor de Dios a quien está inflamado del celo del amor divino para combatir el pecado, es claro que demuestra no ser ni defensor ni partidario de Dios quien, pudiendo hacerlo, se excusa de combatir contra las malas costumbres y vicios de la carne.

 

Adviertan por el contrario los que, estando incapacitados para el cargo de predicadores por sus defectos o por su edad, se lanzan inconsideradamente a desempeñarlo, y se arrogan prematura y atropelladamente tan alto ministerio, no se cierren el camino para ejercerlo más tarde, y echando sobre sí antes de tiempo una carga que no pueden soportar, se hagan incapaces de cumplir los deberes que a su debido tiempo podrían haber cumplido, y por haber alardeado de su ciencia, no vengan quizás luego, en justo castigo, a demostrar que la han perdido.  Fíjense bien en lo que acontece con los polluelos que tratan de volar antes de tener bien desarrolladas las alas: se lanzan temerariamente a las alturas y caen derribados en el suelo; a lo que sucede a aquellos que colocan un pesado viguetaje sobre paredes frescas y no bien sólidas, que en vez de fabricar un edificio, amontonan ruinas: o lo que ocurre a las mujeres que dan a luz a sus hijos antes de su completa formación, que no acrecientan la familia con hijos, sino la sepultura con cadáveres. –Recuerden a este propósito la conducta del Divino Maestro.  Hubiera podido en un instante adiestrar y fortalecer a sus discípulos, si hubiera querido, pero para darnos a entender con sus ejemplos que los imperfectos y no preparados no deben arrogarse el ministerio de la predicación, después de haber instruido a los Apóstoles muy por menudo acerca del poder y virtud de la predicación, les dijo:“Pero vosotros permaneceréis en la ciudad hasta tanto que seáis revestidos de la virtud de lo alto” (Lc 24, 29).  Será para nosotros permanecer en la ciudad, el mantenernos recogidos en lo más recóndito del alma, para no distraernos en conversaciones exteriores; y salir en cierto modo de nosotros mismos y adoctrinar a los demás, sólo después que la divina gracia nos haya revestido por completo.

 

Sobre esto mismo dejó dicho el Sabio: “Habla, joven, a duras penas en lo que te concierne; preguntando una y otra vez, sólo entonces des principio a tu respuesta” (Si 32,10).  Y así vemos que nuestro Divino Redentor, a pesar de ser el creador de los cielos y de ser por su naturaleza y la majestad de su poder el maestro de los Ángeles, no quiso hacerse maestro de los hombres en la tierra antes de haber cumplido los treinta años, para dar con ello un ejemplo de saludable temor a los que tienen demasiada prisa por enseñar, pues Él, que no podía equivocarse, salió a predicar el camino de la vida perfecta sólo en su edad también perfecta. Dice el Santo Evangelio que: “Siendo el Niño Jesús ya de doce años cumplidos, se quedó en Jerusalén”: y después de decir que le buscaron sus padres, concluye: “Le hallaron en el templo sentado en medio de los doctores, ora escuchándolos, ora preguntándolos” (Lc 2, 42).  Pondérese con toda atención que, a Jesús perdido a los doce años de edad, le encontraron sentado en medio de los doctores de la ley, no enseñando, sino preguntando.  Para darnos a entender con su ejemplo que los imperfectos no deben enseñar; pues siendo aquel niño tal que, por virtud de su divinidad dispensaba la ciencia a sus mismos doctores, sin embargo, quiso aprender preguntando.– Y no extrañe nadie que San Pablo diga a su discípulo Timoteo: “Esto has de enseñar y ordenar, y pórtate de manera que nadie te menosprecie por tu mocedad” (1 Tm 4, 12): pues es de saber que a veces en la Sagrada Escritura se emplea el término “adolescencia”– que es el que usa San Pablo en este pasaje– por “juventud”, cosa que vemos confirmada en aquel dicho de Salomón: “Gózate, ¡oh  joven! en tu adolescencia o mocedad”   (Qo 11, 9).  Si el Sabio no diera en este pasaje un mismo significado a los dos términos, no habría por qué llamar joven al mismo a quien da consejos en su adolescencia.

 

CAPÍTULO XXVI

 

Cómo ha de amonestarse a aquellos a quienes todo les sucede a medida de sus deseos, y a aquellos a los cuales nada les resulta bien.

 

Distinto ha de ser el modo de aconsejar y dirigir a los que siempre salen airosos en los negocios temporales que emprenden, que a los que viven en continuas ansias de las cosas del mundo, pero están siempre bajo el peso de la adversidad.

 

Adviertan los que ven realizados según sus deseos los negocios temporales que, no porque todas las cosas les resulten a la medida de sus anhelos, han de olvidar al Dador de todo bien; sino que han de tener siempre presentes en la memoria los dones recibidos de Dios, para no amar más el lugar de destierro que la patria eterna, ni convertir en impedimento para llegar a ella los refrigerios y agasajos que Dios les da para el camino; ni por extasiarse en contemplar los resplandores nocturnos de la luna, perder la claridad del sol de la eternidad.  Aprendan, pues, a no tomar las ventajas de que disfrutan en este mundo por galardón de sus méritos, sino como alivio de sus miserias: que, por el contrario, en la prosperidad terrenal han de acostumbrarse a levanta el cielo su espíritu, no sea que, prendido completamente el corazón en las redes de sus mentidos goces, se pierdan.  Pues aquel que en lo íntimo de su corazón no sabe ser indiferente a la prosperidad de que disfruta, con la esperanza de una vida mejor, trueca en peligro de muerte eterna los beneficios que Dios le dispensa en la vida presente.  Por esto reprende Dios a los que se engríen y regocijan de sus bienaventuranzas temporales, y les dice, lo mismo que al pueblo Idumeo que se abandonó a merced de los triunfos y prosperidades que debían abrumarlo: “Llenos de gozo se han apropiado para si y con todo su corazón y voluntad la tierra mía” (Ez 36, 5).  De estas palabras divinas se deduce que, no sólo se les conmina con terribles castigos por haberse gozado en su triunfo, sino por haberse gozado con todo su corazón y voluntad.  Y bien lo expresa Salomón cuando dice: “La indocilidad de los niños será su perdición, y la prosperidad de los necios causará su ruina” (Pr 1, 32).  Y por su parte advierte San Pablo: “Los que adquieran bienes vivan como si nada poseyesen, y los que disfrutan de este mundo, como si no disfrutasen de él” (1 Co 7, 30).  Que es como decirnos:  De tal modo habéis de emplear en la vida exterior los bienes de que disponéis, que no consigan ellos apartar vuestro corazón del anhelo de los goces eternos, ni las cosas que os proporcionan un alivio a los que vivís en el destierro, lleguen a destruir la nostalgia de las almas peregrinas en este mundo; ni os apeguéis a las cosas transitorias como si hallaseis la dicha en ellas, vosotros que os sentís aun privados de los bienes duraderos y eternos. –Por eso en los Cantares dice la Iglesia, en representación de los elegidos: “Mi esposo pondrá su mano izquierda debajo de mi cabeza, y con su diestra me abrazará” (Ct 2, 6). –Pone Dios en cierto modo su mano izquierda esto es, la prosperidad temporal, bajo la cabeza del alma, su esposa, y la estrecha con arrebatos de indecible amor: pero sólo la abraza con la derecha, pues sólo se le puede poseer con seguridad completa en su eterna bienaventuranza.  Y así dice en otro lugar Salomón, hablando de la Sabiduría: “En su  mano derecha trae la larga vida, y las riquezas y la gloria, en su izquierda” (Pr 3, 6). Enseñándonos de este modo, en qué aprecio han de tenerse la gloria y las riquezas, cuando nos dice que las ofrece con la mano izquierda.

 

Pide también a Dios el Salmista:  “Sálvame con tu diestra” (Sal 137, 7).  Y no dice con tu mano sólo, sino con tu diestra, para dar a entender que lo que pide, diciendo “Con tu diestra”, es la salvación eterna.  Está escrito también en otro lugar: “Tu diestra, Señor, es la que ha quebrantado a los enemigos de tu pueblo” (Ex 15, 6).  Si bien los enemigos de Dios caminan por el lado siniestro, El los quebranta con su diestra, pues suele colmarlos de bienestar en esta vida temporal, para condenarlos en el momento que comienza la vida eterna.

 

No olviden, pues, los que medran y gozan en este mundo, que si Dios les colma a veces de bienestar en la vida presente, es, o para animarlos a observar mejor conducta, o para haber de condenarlos con mayor motivo.–Por eso repetía el Señor al pueblo de Israel la promesa de darle la tierra de Canaán, para que al menos alguna vez levantara sus esperanzas hacia los bienes eternos, pues no habría dado crédito aquel pueblo grosero a las lejanas promesas de Dios, sin tener antes al alcance de la mano alguna utilidad por parte del Divino Bienhechor.  Y con el fin de confirmarle más en la esperanza de los goces eternos, no sólo procura atraerlo hacia esos bienes con esperanzas, sino que los lleva a la esperanza por medio de los bienes.  Lo cual atestigua el Salmista cuando dice: “Y dióles el Señor el país de los gentiles y púsoles en posesión de los bienes de las naciones para obligarlos a guardar sus mandamientos y a observar fielmente su ley” (Sal 104, 44).

 

Pero si la voluntad de los hombres no corresponde con buenas obras a los beneficios de Dios, cuanto con mayor regalo los sostiene ahora, con mayor razón los condenará después; y así dice a su vez el Salmista: “Derribaste, Señor, a los malos en el momento en que ellos más prosperaban” (Sal 72,18). Vemos en realidad a los perversos que, por no corresponder con su arreglada vida a los beneficios de Dios y por entregarse completa y descuidadamente a los goces de que se ven colmados, cuanto más medrados están en sus negocios temporales, tanto más remisos viven en los espirituales.  Oigamos lo que Abrahán contesta al rico Epulón condenado a los tormentos del infierno: “Acuérdate que recibiste bienes en la vida” (Lc 16, 25).  El mal rico recibió bienes acá en la tierra para verse colmado de mayores males allá en la eternidad, pues ni siquiera a fuerza de beneficios se había convertido.

 

Adviertan, por el contrario, aquellos que, por más que aspiran a los goces mundanales, siempre están agobiados bajo el peso de la adversidad, y ponderen atentamente con cuánto amor y solicitud vela por ellos el Creador y dispensador de todo bien, al no acceder a todos sus deseos.  A un enfermo desahuciado el médico le permite tomar todo lo que se le antoje; mientras al que tiene esperanzas de poder sanar, le priva de muchas cosas que apetece: asimismo, a los hijos pequeños les quitamos el dinero de las manos, aunque por otra parte les vamos reservando todo nuestro patrimonio, como a herederos.  Regocíjense, pues, desde ahora con la esperanza de la herencia eterna los que están abrumados por las adversidades temporales; pues si la divina bondad no desease salvarlos en la vida perdurable, no los tuviera ahora sujetos a los rigores de la prueba.

 

Reparen además aquellos que se ven contrariados y burlados en sus planes y deseos terrenales, en que los mismos justos suelen caer presos en las redes de la culpa cuando se ven elevados por el soplo del poderío mundano. Ya adujimos en la primera parte de esta obra, el ejemplo de David, el amigo de Dios, que se conservó más recto y fiel cuando vivía en una condición humilde, que cuando después  fue exaltado al gobierno de Israel  (1 S 24, 18).  En efecto; mientras fue criado de Saúl, no osó, por amor a la justicia, herir a su enemigo en el momento en que lo halló desprevenido: mientras que, cuando fue rey, cediendo a las tentaciones de la lujuria, mandó matar traidoramente al más fiel de sus capitanes  (2 S 11, 7).  ¿Quién pretenderá sin daño conseguir riquezas, adquirir poderío y conquistar gloria, si, para aquellos mismos que las alcanzaron sin pretenderlo, les fueron dañosas? ¿Quién podrá salvarse en medio de ellas, sin exponerse a grandes peligros, si el mismo David, que había sido destinado por Dios para poseerlas, estuvo a punto de descarriarse a causa de los pecados cometidos con ellas? Recuerden que Salomón, que cayó en el abismo de la idolatría desde las alturas de su renombrada sabiduría, no sabemos que haya experimentado en este mundo adversidad alguna antes que cayera, pero desfalleció y se corrompió su corazón a pesar de la sabiduría que Dios le había dotado, porque no tuvo la salvaguardia de las lecciones que proporciona la adversidad  (1 R 11, 4)

 

CAPÍTULO XXVII

 

Cómo ha de amonestarse a los casados y a los solteros

 

De distinta manera ha de amonestarse a los que están ligados con el vínculo matrimonial, que a los solteros.  Hay que advertir a los casados que, en el trato con su consorte, de tal manera procuren agradarse, que no lleguen a desagradas al Creador: ocúpense en los negocios de este mundo, de modo que no los distraigan de aspirar a los negocios de Dios; disfruten de los bienes presentes, de suerte que conserven siempre un vigilante temor de los castigos eternos; duélanse de las desgracias temporales, de manera que tengan fijas sus esperanzas en los goces perdurables, con resignación completa.  Y así, con la firme persuasión de que, lo que pasan acá todo es transitorio, y lo que aguardan allá todo es perdurable, ni les acobardarán las desgracias de este mundo, porque su corazón está sostenido por la esperanza del galardón celestial; ni se extraviarán con el goce de los bienes de esta vida, porque los intimidarán las amenazas del castigo en el tremendo juicio.

 

Es de notar cómo la voluntad de los cónyuges cristianos es a la vez débil y valerosa: débil, porque no llega a renunciar a todos los halagos de este mundo; y valerosa, porque logra apegarse con los deseos a bienes eternos;  pues si bien se entregan ellos durante su vida a los deleites de la carne, se recobran con el fomento de las eternas esperanzas.  Y si tienen las cosas del mundo para ayuda del camino de la vida, pero ponen sus esperanzas en las cosas de Dios, como fruto final que conseguir; ni han de dejarse absorber completamente por los asuntos que traigan entre manos, a fin de que no los aparaten de aquello que debe formar siempre su más firme esperanza.  Todo lo cual expresa San Pablo con exactitud y brevedad cuando dice: “Los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; y los que lloran, como si no lloraran; y los que gozan, como si no gozasen” (1 Co 7,29).  Tienen mujer como si no la tuvieran, quienes de tal modo se sirven de ella en los goces materiales, que no se dejan arrastrar nunca a malas acciones por amor de ella, ni se apartan del recto sendero de la virtud.  Tienen mujer como si no la tuvieran aquellos que, convencidos de que todo acá abajo es pasajero, soportan sólo por necesidad los cuidados de la carne, y tienen puestos los anhelos de su alma en los goces eternos del espíritu.  Lloran como si no llorasen, los que se duelen de las adversidades de la vida, pero sin perder el consuelo de las esperanzas eternas.  Y a su vez, gozan como si no gozaran, los que ponen sus ojos en las cosas de aquí abajo, sin dejar nunca de abrigar temor por el negocio importante entre todos.  Y por eso añade a renglón seguido el Apóstol: “Porque las apariencias de este mundo pasan pronto” (1 Co 7, 31).  Que es como decir: No pongáis en la tierra ningún amor profundo, porque lo que en ella podáis amar, no dura; en balde pretenderéis fijar el corazón con estabilidad, si las cosas que amáis no permanecen.

 

Aprendan además los casados a soportar con paciencia los disgustos que se proporcionan mutuamente, y traten de remediarlos con recíprocos consejos, como escribe San Pablo: “Sobrellevad los unos los defectos de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo”. (Ga 6, 2).  La ley de Cristo es caridad, y esta caridad Él nos la mostró, no sólo enriqueciéndonos con sus gracias, sino también soportando pacientemente nuestras penalidades.  De suerte que, sólo cumpliremos la ley, a imitación de Jesucristo dando generosamente los bienes que poseemos y soportando con paciencia los defectos de nuestros prójimos.  Y traten de tener presente, no tanto lo que el uno sufre por culpa del otro, como lo que le hace sufrir; considerando lo que se hace sufrir, resultará más llevadero lo que se sufre.

 

Tengan presente los casados, que el objeto de su unión es la procreación de la prole, y cada vez que, cediendo al desahogo de la pasión, convierten las funciones de progenitores en abuso de deleite, sepan que, aun sin falta a la fidelidad conyugal, atropellan la santidad del matrimonio en el uso mismo de sus derechos matrimoniales.  Y de ahí la necesidad de enmendar con repetidos actos de piedad las faltas cometidas en el ejercicio de un acto lícito en sí, pero mezclado con desordenados deleites.  Y por esta razón, aquel experto médico de las almas, el apóstol San Pablo, no pretende sólo prevenir a las almas sanas, sino también proporcionar un remedido a las almas enfermas, cuando dice: “Respecto a lo que me habéis escrito, respondo: Loable cosa es en el hombre no tocar mujer; mas, para evitar fornicación, viva cada uno con su mujer, y cada una con su marido” (1 Co 7, 1)  Al decir: “Para evitar fornicación”, da bien a entender que no es éste un precepto que impone a los que tienen firmeza en la virtud, sino que, para evitar dolorosas caídas, ofrece un mullido a los que pudieran caer. Y sigue diciendo a los débiles: “El marido pague el débito a la mujer, y lo mismo la mujer al marido”. Y como si quisiera, aun manteniendo intacta la santidad del matrimonio, hacer una concesión a las exigencias de la carne, añade: “Esto lo digo por condescendencia, no lo impongo por precepto”.  Al hablar de condescendencia, bien claro manifiesta que se trata de una flaqueza: flaqueza con la que condesciende tan fácilmente, no porque con ella se cometa una acción prohibida, sino por el peligro que existe de usar sin medida de lo que está permitido.  De todo lo cual nos dejó ejemplo Lot en su conducta; pues si bien huyó del fuego de Sodoma, al llegar a Segor, no fue en seguida a refugiarse en las alturas (Gn 19, 20).  Sustraerse a las llamas de Sodoma es aquí evitar los ilícitos ardores de la carne; y las alturas de las montañas simbolizan la continencia de los castos, y también la de aquellos que, si bien están obligados a la unión carnal, no manchan con excesos de deleites las acciones indispensables para la procreación de la prole.   Residen en esas alturas los que no buscan en las obras de la carne sino la propagación de la especie; residen en esas alturas los que tratan de la carne sin aficionarse carnalmente a ella.  Pero, son muchos los que, si bien no llegan a cometer crímenes de deshonestidad, no guardan en su estado matrimonial el debido decoro; y eso es haber Lot huido de Sodoma, pero no haberse refugiado en las alturas; pues esos de que hablamos, aunque evitan las acciones criminales, no alcanzan aun a ganar las cumbres de la continencia conyugal.  Pero hay a medio camino una ciudad, Segor, que sirva de refugio a los débiles fugitivos; pues cuando los casados se entregan al uso de sus derechos conyugales, al paso que se libran de caer en actos pecaminosos, se acogen a un recurso de indulgencia: en cierto modo buscan amparo en esa reducida ciudad, para librarse de las llamas; pues semejante vida conyugal, si es cierto que no brilla por la virtud de la continencia, al menos está segura de no merecer los suplicios eternos.  Y así dijo Lot al ángel: “Ahí cerca está una ciudad pequeña donde podré refugiarme, y en ella me salvaré ¿no es ello de poca monta, y no estará allí segura mi vida” (Gn 19, 20).  Declara que la ciudad está ahí cerca, y sin embargo, la considera segura para salvarse en ella: así también la vida de los casados dista poco de la vida mundanal, y sin embargo, está próxima a las esperanzas de la salvación.  Pero adviertan los casados que, para tener asegurada su alma en su estado matrimonial como en una pequeña ciudad de refugio, es preciso que lo pidan al Señor con incesantes ruegos.  Y por eso respondió muy bien el ángel a Lot: “Mira, aun en esto otorgo tu súplica: no destruiré la ciudad por la cual me has hablado” (Ibid).  Pues cuando los casados acuden con sus oraciones a Dios, no merecerán condenación por su vida conyugal.  Y el mismo San Pablo aconseja recurrir a la oración, cuando dice: “No queráis defraudaros en el derecho recíproco, a no ser por algún tiempo y de común acuerdo para dedicaros a la oración” (1 Co 7, 5).

 

Por el contrario, convénzanse los que están solteros de que han de atenerse al mandamiento divino con mayor fidelidad, por lo mismo que el deber matrimonial no los obliga a cuidarse de las cosas del mundo; cuiden, ya que están libres del yugo lícito del matrimonio, de no amarrarse con la cadena afrentosa de los placeres terrenales, y traten de que la hora de la muerte los encuentre mejor dispuestos por lo mismo que viven más desembarazados: pues cuanto mayores proporciones tienen para obrar santamente, tanto más acerbos serán los tormentos de que se hacen merecedores, si dejan de hacerlo.–Reparen bien que, al animar a algunos cristianos a abrazar el santo estado del celibato, no lo hizo el Apóstol por rechazar el estado matrimonial, sino para evitarles los cuidados terrenales que provienen de él, y así les dice: “Yo os he dicho esto para vuestro provecho, no para tenderos una celada, sino solamente para aconsejaros lo más loable, y lo que habilita para servir a Dios sin ningún embarazo” (1 Co 7, 35).  El estado matrimonial está expuesto a los cuidados y desazones de la vida mundana, y por eso el Doctor de las Gentes da a sus discípulos el consejo de abrazar un estado mejor en que se verán libres de los desvelos de la tierra.  El que, estando soltero, se envuelve en las redes de los cuidados mundanales, sin estar sometido al yugo del matrimonio, carga con sus pesados inconvenientes.–  Tengan bien entendido los solteros que no pueden mantener relaciones carnales con ninguna mujer soltera, sin incurrir en sentencia de condenación eterna.  Cuando San Pablo incluyó el pecado de fornicación en el número de los crímenes abominables, indicó claramente la pena que le está reservada diciendo: “Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avarientos, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los que viven de rapiña han de poseer el reino de Dios” (1 Co 6, 9).  Y en otro lugar lo confirma: “Dios condenará a los fornicarios y a los adúlteros” (Hb 13, 14). Aconséjese, pues, a los solteros que no son capaces de resistir la tempestad de las tentaciones carnales, se acojan al puerto del matrimonio, pues está escrito: “Más vale casarse que abrasarse” (1 Co 7, 9).  Podrán abrazar el estado matrimonial siempre que no estén ligados con voto de mayor perfección: pues a quien haya prometido abrazar un estado mejor, no le será permitido contentarse con un estado menos perfecto, cosa que antes del voto le estaba permitida.  Está escrito en el Evangelio: “Nadie que ponga mano al arado y vuelva los ojos atrás es apto para el reino de los cielos” (Lc 9, 62).  Y aquél que, después de haberse comprometido a seguir un camino de más ardua perfección, abandonándolo se retrae a caminar por sendero más fácil, señal es de que ha vuelto los ojos atrás.

 

CAPÍTULO XXVIII

 

Cómo hay que dirigir a los que han caído ya en pecados carnales y a los que están aún libres de ellos.

 

De distinta manera hay que aconsejar a los que conocen ya las debilidades de la carne, que a los que las ignoran.  Aprendan los primeros a evitar las borrascas del mar a lo menos después del naufragio, y a apartarse de los peligros de condenación, después de haberlos experimentado: pues si la misericordia de Dios los mantiene con vida aun después de cometer la culpa, no sea que su divina justicia los haga perecer, si vuelven a caer en ella.  Y por eso advierte el Señor al alma pecadora, que no quiere renunciar al pecado: “Tú empero presentas el semblante de una ramera, no has  querido tener rubor ninguno” (Jr 3, 3).  Si esas personas no han sabido conservar incontaminados los dones de la naturaleza, procuren al menos componer y resarcir los destrozos ocasionados por el pecado.  Miren cómo, en medio de la muchedumbre de los fieles cristianos, tantos son los que mantienen puras sus costumbres, y además preservan a las almas de sus prójimos de caer en pecado.  ¿Qué podrán responder los impuros, viendo que, mientras otros permanecen firmes en la honestidad, ellos no se arrepienten siquiera después de sus caídas? ¿Qué excusa podrán aducir a la vista de tantos cristianos como trabajan por ganar almas para el reino de los cielos, mientras ellos se mantienen sordos a los llamamientos del Señor?  Resuélvanse, pues, a reflexionar sobre sus pecados pasados y a evitar los futuros. En el Libro de Ezequiel, hablando el Señor a las almas encenegadas en el vicio, bajo la figura del pueblo judío, les echa en cara sus antiguas culpas para que se avergüencen de mancharse con otras nuevas, diciéndoles: “Se prostituyeron estando en Egipto, se prostituyeron en su mocedad: allí perdieron su honor y fueron desfloradas al entrar en la pubertad” (Ez 23, 3). –Prostituirse en Egipto equivale a someter la voluntad humana a los torpes apetitos de la carne; y ser desflorado al entrar en la pubertad viene a ser manchar en la corrupción los sentidos del cuerpo que están aun incontaminados, cediendo a la concupiscencia tentadora.

 

Ponderen asimismo los que han gustado ya los deleites carnales, y reflexionen con cuánta misericordia ofrece Dios el regazo de su piedad a los que se convierten a Él, cuando dice por boca del Profeta: “Si un marido repudia a su mujer y ella, separada de éste, toma otro marido ¿acaso volverá jamás a recibirla? ¿no quedará la tal mujer inmunda y contaminada? Tú, es cierto que has pecado con muchos amantes; esto no obstante, vuélvete a mí, dice el Señor, que yo te recibiré” (Jr 3, 1).  Ofrécesenos aquí un ejemplo de lo que merecería una mujer adúltera y repudiada, y sin embargo se nos promete, si volvemos a Dios, después de la caída, no el rigor de la justicia, sino la misericordia y el perdón.  Deduzcamos de aquí que, si con tanta bondad nos perdona Dios cuando somos pecadores, cuánto más grave y abominable será nuestra culpa, si no nos convertimos a Él después del pecado.  ¿Qué no perdonará Dios a los malos, cuando no cesa de llamarlos después que han cometido el mal?  Bien claramente se manifiesta la misericordia llamada del Señor al hombre que huye de Él, cuando le dice por boca del Profeta: “Y tus ojos estarán viendo a tu maestro; y escucharán tus oídos sus palabras cuando, yendo tras de ti, te grite” (Is 30, 20).  Cuando el Señor intimó al hombre recién creado en la integridad de su libre albedrío, lo que debía hacer y lo que debía evitar, habló cara a cara al linaje humano; cuando el hombre, dominado por la soberbia, despreció el mandato divino, volvió las espaldas a su Dios.  No abandonó Dios, sin embargo, al hombre ensoberbecido, sino que le dictó su Ley para llamarlo, le envió sus ángeles para dirigirlo, y Él mismo se le manifestó revestido de nuestra carne mortal.  Así fue como el Señor, despreciado por el hombre, siguió tras él, llamándolo e invitándolo a recuperar su gracia perdida.  –Y esto que pudo decirse de la humanidad en general, debemos considerarlo como hecho con cada uno de nosotros en particular. Colocado el hombre individualmente en presencia de Dios, siente la voz de las amonestaciones divinas, cuando, antes de cometer el pecado, conoce los mandamientos que son la expresión de su santa voluntad.  Hasta ese momento el hombre mira de frente a su Creador, y no le ha desobedecido pecando; pero apenas, cediendo al impulso del mal, lo abraza libremente y abandona el bien de su inocencia, vuelve las espaldas al semblante de su Dios.  Pero aun entonces sigue el Señor llamándolo tras él, invitándolo a volver a su gracia, después de cometida la culpa: grita al fugitivo, olvida sus pecados y le ofrece el regazo abierto de su misericordia para que vuelva.  Y siempre que tornamos a Dios que nos invita a sí, después del pecado, es que damos oídos a sus voces que nos persiguen llamándonos.  Avergoncémonos ante la voz misericordiosa que nos llama, si no queremos temblar ante su justicia: pues habría en rechazarla una pertinacia tanto más abominable, cuanto es mayor la dignación de Dios que no cesa de llamarnos, aunque lo desoigamos.

 

Por el contrario, estén sobre aviso los que aun no han gustado los deleites de la carne, y procuren evitar la primera caída, ya que tan en alto se hallan colocados; no olviden que, por lo mismo que están en un lugar tan elevado, más frecuentes son los dardos que les lanza el tentador en continuo acecho.  Suele este enemigo volver al ataque con redoblada energía cuando ve que es más obstinada la resistencia; y la derrota le resulta tanto más amarga, cuanto que quien le vence en sus infranqueables trincheras, es la carne débil y enfermiza.  Levanten, pues, sin cesar sus miradas a la grandeza del galardón, y verán con qué facilidad conseguirán despreciar y resistir el embate de las tentaciones que los asedian.  Si se considera la dicha sin fin que nos aguarda, se harán llevaderos estos trabajos que pronto acaban.

 

Recuerden lo que dice el Señor por Isaías: Esto dice el Señor a los eunucos: A los que observaren mis sábados y practicaren lo que yo ordeno, y se mantuvieren firmes en mi alianza, daréles un lugar escogido en mi Casa, y dentro de mis muros, y un nombre más apreciable que el que les darían los hijos y las hijas  (Is 56,4).  Llámanse aquí eunucos aquellos que, a fuerza de reprimir los movimientos de la carne, llegan a destruir en sí mismos todo afecto de mal obrar; y demuestra que ocupan un lugar escogido en el corazón del Padre, porque en la casa del Padre, esto es, en la bienaventuranza, se hallan preferidos a los mismos hijos.–Recuerden además las palabras del Apocalipsis: Estos son los que no se mancillaron con mujeres, porque son vírgenes. Estos siguen al cordero doquiera que vaya  (Ap 14, 4).  Y el cántico que ningún otro puede cantar sólo lo entonan aquellos ciento cuarenta y cuatro mil; y este canto, que elevan al Cordero, consiste en celebrar con él eternamente, y aparte de los demás elegidos, la pureza incontaminada de su carne.  Podrán oír los demás bienaventurados la melodía de este himno, pero no podrán repetirlo; pues si bien se regocijarán con ellos en la caridad, a causa de su encumbramiento, nunca llegarán a gozar de las mismas delicias. – Recuerden los que han conservado la integridad de su cuerpo aquellas palabras del Divino Maestro sobre este mismo asunto: No todos son capaces de comprender esto  (Mt 19, 11).  Deja entrever esta sentencia la sublimidad de la gracia, al afirmar que no es dado a todos poseerla, y al propio tiempo que manifiesta ser cosa difícil de entender, insinúa a sus oyentes el esmero con que, entendiéndolo, debe conservarse.

 

Cuiden por su parte los que no han experimentado las debilidades de la carne, de no creerse superiores a los casados, por  más que comprendan que la virginidad es preferible al matrimonio.  Aprecien la virginidad y despréciense a sí mismos: no pierdan el tesoro que estiman por mejor, pero guárdense de engreírse neciamente por ello.  Pues, no es raro ver a las gentes del mundo dejar atrás, con el brillo de su virtuosa conducta, a los que profesan continencia; ejercitan aquellas virtudes superiores a su estado, mientras descuidan estos el fervor de la caridad propio de su vida de vírgenes.  Con razón dice el Señor por el Profeta: Avergüénzate ¡oh Sidón! Así habla el mar  (Is 23, 4).  Invócase aquí la voz de los mares para vergüenza de Sidón, con el fin de enseñar a los que, como Sidón, están en tierra firme y al abrigo, que a veces su modo de vivir merece reprobación si se lo compara con la conducta de cierto seglares virtuosos, a pesar de vivir éstos a merced de las olas del mundo.  Pecadores hay que, convertidos a Dios después de haberse entregado a los deleites de la carne, se muestran tan fervorosos en el ejercicio de las buenas obras, cuanto más dignos se consideran de castigo por sus pasadas culpas.  Por el contrario, hay personas, íntegras en su continencia, que, por parecerles que nada tienen de qué arrepentirse en lo pasado, se creen ya bastante seguras con la pureza de su conducta y no se cuidan de atizar en su espíritu el fuego de la caridad.  De aquí resulta que es más agradable a Dios un alma inflamada en caridad, después del pecado, que un alma inocente adormecida en perezosa desidia. Y así dice el Divino Maestro de la pecadora: Muchos pecados le son perdonados, porque ha amado mucho  (Lc 7, 47).  Y en otra ocasión: Habrá mayor regocijo en el cielo por un pecador que haga penitencia, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse (Lc 15, 20).  Esto mismo experimentamos en la práctica de la vida, aplicando una atenta observación a nuestros propios sentimientos.  Más afición cobramos a un terreno que, después de haberlo limpiado de sus malezas, nos rinda abundantes frutos, que a otro que, si bien está libre de toda maleza, no corresponde al cultivo y sólo da una pobre cosecha.

 

No se tengan, pues, por superiores a los demás los que están exentos de las flaquezas de la carne, fiados en la altura de su condición de vírgenes, pues ignoran las buenas obras, más perfectas quizá que las suyas, que hacen los que son por su estado inferiores a ellos.  La calidad de las buenas acciones pesa más en la balanza del Juez Eterno que el estado de las personas.  ¿Quién no sabe que, juzgando sólo por las apariencias, suele preferirse el carbunclo al jacinto en la serie de las piedras preciosas?  Y sin embargo, por su color azulado vale más el jacinto que el apagado carbunclo: lo que a aquél le falta en valor intrínseco, se lo da la nitidez del colorido, mientas a éste, lo que le sobra en valor material se lo quita su descolorido aspecto.  Así también sucede en el orden de las personas: hay algunas que valen menos, aunque vivan en un estado más perfecto: y hay otras que valen más, en un estado menos elevado; estas últimas sobrepasan con sus virtudes la bajeza de su estado, mientras las primeras deslucen su elevada posición con el desmedro de sus costumbres.

 

CAPITULO XXIX

 

Cómo ha de amonestarse a los que han de llorar malas obras, y a los que sólo malos pensamientos.

 

Distinta ha de ser la manera de aconsejar y dirigir a los que deploran sus malas acciones que a los que sólo tienen que dolerse de sus malos pensamientos.  Persuádanse los primeros de que han de borrar los pecados cometidos con gemidos de sincero dolor; no sea que resulten mayores sus deudas por las malas obras hechas, que la satisfacción pagada por ellas.

 

Escribe el Salmista: “Nos dio a beber lágrimas según medida  (Sal 79, 6): para darnos a entender, que el alma del pecador se ha de alimentar de las lágrimas de su dolor y compunción en la medida que reconoce haber sido seca y estéril para Dios con sus culpas.  Tengan siempre presente ante la vista los pecados cometidos, y obren de manera que Dios, nuestro juez, tenga que apartar su vista de ellos.  Por eso David, antes de pedir al Señor:  Aparta tu rostro de las iniquidades mías  (Sal 50,11): había dicho: Y mi pecado está siempre delante de mí  (Sal 50, 5).  Que fue como decirle:  No vuelvas, Señor, a recordar mis culpas, porque yo no dejaré de recordarlas un instante.  Y así declara el Señor por boca de Isaías: Yo no me volveré a acordar de tus pecados, tú si debes recordarlos  (Is 43, 25)–Procuren pues, traer a la consideración cada uno de los pecados cometidos y, al deplorar su extravío en cada uno de ellos, hagan por verse completamente purificados con sus lágrimas.  Jeremías en sus Lamentaciones, al enumerar cada uno de los delitos de la Judea, dice a este propósito: De mis ojos han brotado raudales de lágrimas  (Lm 3, 48). Brotan raudales de nuestros ojos, cuando para cada uno de los pecados derramamos lágrimas en particular.  No suele la conciencia dolerse de todas ellas a la vez; sino que siente agudo remordimiento ora de una, ora de otra de sus culpas; pero aun entonces, al dolerse de cada una, se purifica de todas.

 

Aprendan a tener plena confianza en la misericordia divina que han invocado de modo que no perezcan de inmoderada aflicción; pues si Dios tuviera intención de castigar por su mano sus pecados, no se los echaría misericordiosamente en cara al pecador para que los llore; bien claro está que desea librar del rigor de su justicia a los que con bondadosas advertencias y remordimientos, los hace jueces de sus propias culpas.  Y, así dice el Salmista: Corramos al acatamiento del Señor en confesión  (Sal 94, 2).  Y por su parte dice San Pablo: Si nosotros entrásemos en cuentas con nosotros mismos, ciertamente no seríamos juzgados por Dios  (1 Co 11, 31).

 

Pero aprendan también que la confianza que han de tener en la misericordia divina, no ha de parar en falsa y necia temeridad.  Suele el astuto enemigo de las almas, después de hacerlas caer en pecado, cuando las ve dolerse de la caída, engañarlas con las promesas de una nociva seguridad.  Dejaremos mejor explicado esto con el ejemplo de lo sucedido a Dina, según lo narra la Escritura: Salió Dina, hija de Lía, a ver las mujeres de aquel país: a la cual, como viese Siquén, hijo de Hemor Heveo, príncipe de aquella tierra, enamoróse de ella, y la robó y desfloró violentamente a la virgen.  Quedó su corazón ciego y extremadamente apasionado por esta joven, y viéndola triste, procuró ganarla con caricias  (Gn 34, 1 sg). –Lo mismo que Dina, que salió para ver las mujeres de un país extraño, el alma, sin tomar las debidas precauciones, se derrama en aficiones extrañas a su estado y a sus deberes: y así como Siquén, príncipe de aquella región, robó a Dina su doncellez, el demonio mancha y corrompe a las almas que encuentra entregadas a las cosas mundanales, y en cierto modo, las tiene aprisionadas en sus culpas, como Siquén se prendó de la que había ultrajado.  Y, como al volver en sí el alma después de la caída, se avergüenza y duele de ella, e intenta llorar sobre el pecado cometido, el enemigo corruptor le trae a la memoria y le representa falaces esperanzas y necios motivos de seguridad, para apartarla del benéfico arrepentimiento, como Siquén que procuró ganarla con caricias.  Ya le recuerda que otros han cometido pecados muchos más graves, ya le persuade de que son insignificantes los que ha cometido; unas veces le habla de que Dios es misericordioso, otras le promete largo tiempo para hacer después penitencia. Y entretanto, cegada el alma por estas ilusiones, la distrae de sus propósitos de arrepentimiento consiguiendo así que, por no detestar el mal en esta vida, no goce de ningún bien en la otra; y vengan a sorprenderla los suplicios eternos, mientras cree hallar acá la felicidad en sus extravíos.

 

Adviertan por el contrario los que sólo tienen que llorar pecados de pensamiento, y piensen detenidamente en su interior si han sentido sólo la tentación del deleite, o si además  han dado cabida al consentimiento.  Pues a menudo asaltan tentaciones al corazón y experimenta éste los pecaminosos halagos de la carne, pero la razón resiste al mal y en lo íntimo de la conciencia apesadumbra el sentir deleite, y deleita el sentir por ello pesadumbre.  Otras veces, por el contrario, envuelta el alma en las redes de la tentación, no sabe resistir, cede y cae del lado a donde la tentación la empuja, y si se le presentara ocasión favorable, consumaría con obras lo que ya ha aceptado con la voluntad.  Y todo esto, considerado delante del Juez eterno que penetra en las conciencias, ya no es pecado de pensamiento, sino que adquiere la malicia de un pecado de acción: pues, si bien por la falta de ocasión, la mala obra no se ha realizado, sin embargo ya la ha consumado interiormente, consintiendo en ella.

 

Hemos aprendido, a costa de nuestros primeros padres, que para cometer la culpa se llega por tres grados o escalones, a saber: la sugestión, el deleite y el consentimiento: la sugestión nos viene del demonio; el deleite, de la carne; el consentimiento se obra en la voluntad.  El enemigo tentador nos sugiere el mal; la carne se siente atraída por el deleite, y por fin, la voluntad derrotada cede y consiente.  Y así vemos que la serpiente sugiere el pecado; Eva, que representa la debilidad de la carne, experimenta la atracción del deleite; y Adán, que encarna en sí la voluntad, vencido por la sugestión y el deleite, consiente y cae: por la sugestión conocemos el pecado; el deleite nos vence; el consentimiento, en cierto modo, nos encadena a él.

 

Ponderen, pues, bien los que lloran pecados de pensamiento, cuál es el alcance y gravedad de su culpa, pues a proporción de la caída de que en conciencia se sienten culpables, ha de ser también la medida de su arrepentimiento para volverse a levantar; pues de otro modo, si no tienen bastante remordimiento de sus pensamientos pecaminosos, fácilmente vendrán a parar en malas acciones.  Pero ha de procurarse en esto que el temor de Dios no degenere en desesperación y quebranto. Pues ante el Dios de la misericordia, es más fácil conseguir el perdón de los pecados interiores, por lo mismo que no ha permitido que se consumaran en la obra: tanto más pronto se borran las culpas de pensamiento, cuanto más libres están de las ataduras de la obra.  Y así dice muy bien el Salmista: Confesaré, me dije, contra mí mismo al Señor mis maldades, y al punto perdonaste las iniquidades de mi corazón  (Sal 31, 5).  Al declarar que el Señor le perdonó las iniquidades de su corazón, da a entender el Salmista que se trata de pecados de pensamiento.  Y, cuando después de decir: Confesaré al Señor, añade: Y al punto tú perdonaste, bien claro demuestra la facilidad con que Dios perdona esta clase de pecados; pues apenas cree estar pidiendo el perdón, cuando ya tiene conseguido lo que esperaba.  La culpa cometida no había alcanzado a la obra; y no por eso hubo de ser extrema la penitencia: un sencillo pensamiento de dolor bastó para purificar un alma manchada por un simple pensamiento culpable.

 

CAPÍTULO XXX

 

Cómo ha de amonestarse a los que no se enmiendan de los pecados que deploran, y a los que evitándolos no saben deplorarlos.

 

Distinta ha de ser la manera de dirigir a los que se duelen de los pecados cometidos, pero no dejan de cometerlos, que a los que no vuelven a cometerlos, pero no se duelen de los ya cometidos.

 

Consideren atentamente los que se duelen de los pecados pasados, pero no se esfuerzan por evitarlos, que de nada les sirve purificarse de sus culpas con sus lágrimas, si con su tenor de vida vuelven a mancharse con nuevos pecados; pues eso sería como lavarse ahora para volver, una vez limpios a llenarse de nuevas inmundicias: como expresa la Escritura: El perro vuelve a comer lo que ha vomitado; y el puerco lavado vuelve a revolcarse en el cieno  (Pr 26, 11).  El perro, cuando vomita, descarga, es cierto, su estómago del alimento que le importunaba; pero, volviendo a tragar lo que ha vomitado, vuelve también a cargarlo con el mismo peso de que lo había aligerado.  Así también los que se duelen de sus pecados, confesándolos, descargan su conciencia de las culpas de que por su mal se había nutrido y que les agobiaban; pero al caer en nuevos pecados, vuelven a cargarla con el peso que habían arrojado.  El puerco que se revuelca en la charca de cieno, después de lavado, sale de ella más sucio que antes; así el que, después de haber alcanzado el perdón de sus pecados, torna a cometerlos, se hace merecedor de mayor castigo por ellos, pues volviendo a revolcarse en el agua cenagosa del pecado, menosprecia el mismo perdón que había conseguido con su arrepentimiento: por una parte trata de limpiar y purificar su alma con las lágrimas, y por otra, a la vista del mismo Dios, enturbia y ensucia sus propias lágrimas con nuevas culpas.  Por algo dice la Escritura: No repitas las palabras en tu oración   (Si 7, 15): pues repetir en la oración las palabras es cometer, después de llorar, lo que será preciso volver a llorar otra vez.

 

Manda el Señor por Isaías: Lavaos y permaneced limpios  (Is 1, 16).  No se cuida de permanecer limpio después de lavarse aquel que no conserva la inocencia del alma después de haberla lavado con sus lágrimas.  Nunca estarán limpios, por mucho que se laven, los que, si bien lloran sin cesar los pecados cometidos, vuelven a cometer culpas que luego han de llorar.  Por eso dice el Sabio: Quien se purifica por haber tocado un muerto, y de nuevo lo toca, ¿de qué le sirve el haberse purificado? (Si 34, 30) –Quien con sus lágrimas borra sus pecados es como quien se purifica por haber tocado un muerto; pero, si vuelve a pecar después de haberlos llorado, viene a ser como quien toca a un muerto después de haberse purificado.

 

Los que lloran sus pecados, pero no dejan por eso de cometerlos, a los ojos de Dios, se parecen a aquellos que, cuando están delante de un personaje, le dan grandes muestras de acatamiento y estima, pero, apenas salen de su presencia, se desatan contra él en toda clase de dicterios y calumnias.  Y en realidad ¿qué viene a ser el llorar los pecados, sino manifestar a Dios gran humildad y respeto?  Y volver a caer en las mismas culpas, después de llorarlas, ¿qué otra cosa es sino mostrar encono y desprecio para el mismo Dios ante quien antes se había humillado? Todo lo cual confirma el Apóstol Santiago cuando dice:  El que quiera hacerse amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios  (St 4, 4)

 

Adviertan también los que se duelen de sus pecados, pero no los evitan, que les sucede a veces a los malos arrepentirse con tan poco provecho de justicia, como a los buenos ser tentados con ningún daño de culpa. Y por efecto de las diversas disposiciones viene en ellos a guardarse esta curiosa proporción: que cuanto los pecadores, en medio de las culpas que a cada paso cometen, viven confiados en ciertas obras buenas que comienzan y nunca terminan, tanto los justos tiemblan de su propia debilidad, porque se ven tentados al mal en que nunca consienten, y tanto más adelantan por la humildad en el camino de la perfección.

 

Y así vemos que, por más que Balaán, a la vista de las tiendas del pueblo de Dios, llegó a decir: Ojalá pueda yo lograr el morir como los justos y que sea mi fin semejante al suyo  (Nm 23, 10): pasado aquel arranque de pasajero arrepentimiento, empleó todos sus recursos para acabar con los Israelitas a quienes poco antes había pedido asemejarse en la buena muerte; y apenas se le ofreció ocasión de saciar su avaricia, echó al olvido todos sus buenos propósitos de  santidad. –Por el contrario, San Pablo, el Apóstol de los gentiles, declaraba: Noto en mis miembros una tendencia que se resiste a la ley de mi espíritu y me sojuzga a la ley del pecado, que está en los miembros de mi cuerpo  (Rm 7, 23).  Si el Apóstol experimentaba tales tentaciones, era precisamente para que, mediante el conocimiento de su propia debilidad, se robusteciera y afirmara cada vez más en el ejercicio de la virtud.  ¿Cómo es que Balaán siente el toque de la gracia, sin llegar a poseerla, y San Pablo siente la tentación, sin llegar a mancharse con ella, sino para enseñarnos que ni a los pecadores les aprovechan las buenas obras que no alcanzan a realizar, ni a los justos les dañan las tentaciones del mal en que no quieren consentir?

 

Recuerden por el contrario aquellos que, después de haber abandonado el pecado, no saben deplorarlo, que no han de tener por perdonadas sus culpas aunque no vuelvan a caer en ellas, mientras no las hayan expiado con sus lágrimas.  Pues, ni el que escribe, aunque deje de escribir, tendrá por borrado lo que ha escrito, aunque no siga escribiendo; ni el que ha ofendido a otro con palabras repara lo hecho con sólo callar, sino que está obligado a desdecirse con sincera humildad de las expresiones proferidas a impulso de la soberbia; ni, por fin, el deudor queda libre de pagar sus deudas sólo con no contraer otras nuevas, sino satisfaciendo las ya contraídas.  Del mismo modo, no creamos haber aplacado a Dios por las culpas cometidas con sólo dejar de cometerlas, sino que debemos, además, destruir con un arrepentimiento proporcionado los efectos del desenfreno de las pasiones. –Ni aun en el caso de que no tuviéramos ninguna mala obra que nos remordiera la conciencia, nos bastaría a nosotros, pobres peregrinos de esta vida, nuestra misma inocencia para vivir seguros, pues estamos expuestos a cada paso a los asaltos del mal.  ¿Cómo, pues, ha de creerse seguro en su espíritu quien, habiendo cometido el pecado, está persuadido de que ya no es inocente?

 

Y si Dios permite nuestras adversidades y dolores, no es, por cierto, porque se complazca en ello, sino que de todo eso se sirve como de medicinas para combatir las dolencias de nuestras almas.  Y así, los que nos apartamos de Él seducidos por los deleites del pecado, volvamos a Él  con la amargura de las lágrimas; los que, resbalando por la pendiente del mal, caímos, tornemos a levantarnos a fuerza de privarnos aun de las mismas cosas buenas y permitidas; y el corazón que se había excedido en locas complacencias, se reprima con una saludable mortificación, y quien estaba tocado de la rebeldía de la soberbia, se someta bajo el yugo de la humildad.  Y por eso escribe el Salmista: He dicho a los perversos: poned fin a vuestras iniquidades; y he dicho a los malvados: no aumentéis vuestro insolente orgullo  (Sal 74, 5).  Los malvados alimentan su insolente orgullo cuando, tocados por el remordimiento de sus propios pecados, no se arrepienten y humillan.  Y en otro lugar dice el mismo David: Dios mío, tú no desechas el corazón contrito y humillado  (Sal 50, 19).  Y los que se duelen de sus culpas, pero no dejan de cometerlas, podrán quizás tener un corazón contrito, pero no humillado: por el contrario, los que renuncian al pecado, pero no se duelen de los cometidos, tendrán un corazón humillado, pero no contrito.  –A este propósito dice San Pablo: Tales habéis sido algunos en otro tiempo; pero fuisteis ya lavados, fuisteis santificados  (1 Co 6, 11).  Porque, antes que se santificaran con una vida más perfecta, era necesario que se lavaran con sus lágrimas de dolor por medio de la penitencia. Así también, viendo San Pedro a muchos de sus oyentes compungidos por el recuerdo de sus culpas, les amonestó diciendo:  Haced penitencia y bautizaos  (Hch 2, 38).  Antes de recibir el bautismo, les impone como condición previa el dolor de sus pecados, para que así, preparados en el baño de su propio dolor, sean después completamente lavados en el sacramento del bautismo.  –¿Con qué razón, pues, se creen seguros de conseguir el perdón los que no se cuidan de llorar sus culpas, cuando el primero y supremo Pastor de la Iglesia tenía por necesaria la penitencia para recibir el mismo sacramento del bautismo, cuyo objeto principal es, precisamente, borrar los pecados?

 

CAPÍTULO XXXI

 

Cómo ha de amonestarse a los que se jactan de las culpas cometidas, y a los que, a pesar de que las desaprueban, no saben evitarlas.

 

De distinta manera se ha de amonestar a los que se glorían de sus malas acciones, que a los que, si bien las desaprueban, no las evitan.

 

Adviertan los primeros y consideren que a menudo mayor gravedad revisten los pecados de palabra que los mismos pecados de acción. Pues las malas obras las hacen por sí solos, mientras que con las malas palabras obran el mal por todas las personas que las oyen y aprenden a imitarlas.  Si no tienen valor suficiente para arrancar de raíz el mal, al menos no lo propaguen, sembrándolo; conténtense con perderse ellos solos; y, ya que no tienen reparo en ser pecadores, ténganlo al menos en parecerlo. Muy cerca está de renunciar a la culpa aquél que la oculta; pues, si la conciencia se avergüenza de parecer lo que en realidad es, quizás llegue a avergonzarse de ser lo que no quiere parecer. Por el contrario, si uno se da a conocer desembozadamente como malvado, cuanto con mayor descaro cometa el mal, más se va convenciendo de que es permitido lo que hace, y, considerándolo lícito, más y más se va sumiendo en el pecado.  Y por eso está escrito en Isaías:Como los habitantes de Sodoma hacen alarde de su pecado y no lo encubren  (Is 3, 9).  Si Sodoma hubiera ocultado su pecado, al menos se creería que tenía vergüenza para pecar; pero, en el no buscar siquiera las tinieblas para ocultar sus culpas, daba señal de que había perdido completamente la vergüenza.  Y así dice otro pasaje de le Escritura: El clamor de Sodoma y de Gomorra se aumenta cada vez más  (Gn 18, 20).  El pecar en alta voz simbolizaría sólo los pecados de acción; pero el pecar con clamor, significa la culpa cometida con descaro.

 

Por el contrario, los que se acusan de sus pecados, pero no los evitan, ¿qué disculpa podrán alegar ante el tribunal del Juez Supremo, si saben que no pueden excusarse ni aún ante su propia conciencia? Pues ¿qué otra cosa son ellos sino pregoneros de su propia condenación? Publican a voces sus mismas culpas y con sus obras se declaran reos a sí mismos.  Aprovechen cómo una gracia interior por parte del Divino Juez, el que de luces a su inteligencia para ver el mal que están cometiendo, y que no ponen de la suya ningún esfuerzo en evitar; y sepan que, cuanto más claro vean sus culpas, mayor será el castigo que recibirán por ellas; pues, a pesar de gozar de las luces del entendimiento, no por eso renuncian a las tinieblas de sus depravadas acciones.  De suerte que, despreciando las luces que Dios les dispensa para ayudarlos, las convierten en motivos de su propia condenación; y así, la lumbre de la razón que habían recibido de Dios para ayudarlos a evitar y borrar el pecado, servirá para atizar el fuego de los eternos suplicios. –Estos desdichados, cuando cometen la mala acción que ellos mismos condenan, sienten en sí los terrores anticipados del juicio divino; viven expuestos a cada paso a los tormentos del infierno, sin conseguir librarse de sus interiores remordimientos; y sus tormentos en la otra vida serán tanto más agudos cuanto más reiteran en ésta las culpas que su conciencia repudia.  Por eso asegura el Divino Maestro: El siervo que, a pesar de conocer la voluntad de su señor, ni pone en orden las cosas, ni obra conforme a los deseos de su amo, recibirá muchos azotes  (Lc 12, 47).  Y por su parte decía el Salmista: Desciendan vivos al infierno  (Sal 54, 17). –Los vivos sienten y saben lo que se hace a su alrededor, mientras los muertos ni lo saben, ni lo sienten.  El pecador que cometiera el mal sin darse cuenta, bajaría muerto al infierno; pero el que sabe que lo que está haciendo es malo, ese miserable desciende vivo y a sabiendas al infierno de la iniquidad.

 

CAPÍTULO XXXII

 

Cómo ha de amonestarse a los que pecan arrastrados por violentas pasiones, y a los que lo hacen a ciencia y conciencia.

 

De distinta manera ha de aconsejarse a los que caen vencidos por recias tentaciones en el pecado, que a los que lo abrazan con plena advertencia.  Sepan los que están sujetos a violentas tentaciones, que el mundo en que vivimos es un campo de luchas continuas, y que para defender el corazón que no puede prever los asaltos del mal, hemos de cubrirlo cuidadosamente con el escudo del temor de Dios; que hemos de estar siempre prevenidos contra los dardos traidores del enemigo que nos asedia, y que, para salir victoriosos en un combate tan encarnizado, hemos de atrincherarnos en el interior de nuestra alma con no interrumpida vigilancia.  Pues si el corazón lo dejamos privado de una cuidadosa protección, se verá expuesto a los tiros del astuto enemigo, el cual tanto más certeramente lo hiere, cuanto más desprovisto encuentra el pecho de la coraza de defensa. – Aprendan los que ceden pronto a los repentinos asaltos de la concupiscencia, a desentenderse de los afanes y asuntos terrenales, pues si entretienen su atención en las cosas pasajeras de este mundo, no podrán prever los dardos de la culpa que los amenazan; y podrá decirse de ellos lo que Salomón dice de aquel piloto, a quien hieren mientras está dormido: Me han azotado, pero no me han dolido los azotes: arrastráronme, y nada sentí, ¿ cuándo quedaré despejado para volver a beber? (Pr 23, 35)  Mientras el alma está adormecida en los afanes de la vida, la azota el pecado y no se duele de ello, porque ni sabe precaverse de los pecados antes de cometerlos, ni se da cuenta de ellos después de cometidos. Los deleites del vicio la arrastran sin sentirlo, y no por eso se despierta para defenderse, y sólo desea despertar para volverse a entregar al vicio.  Pues si bien la somnolencia que padece la impide velar sobre sí misma, no deja por eso de entregarse a los negocios mundanales y de embriagarse en sus placeres; de modo que está dormida para lo que debiera estar despierta, y sólo procura estar despierta para lo que le convendría estar dormida.  Razón por la cual decía poco antes el Sabio: Y vendrás a ser como el que está dormido en medio del mar agitado, y como el piloto soñoliento que ha perdido el timón  (Pr 23,34).  –Se queda dormido en medio del mar agitado aquél que, expuesto a las tentaciones del mundo, no se cuida de precaverse contra los asaltos del vicio que como olas gigantescas amenazan caer sobre él; y es como piloto que pierde el timón, el alma que no pone todos sus esfuerzos y cuidados en gobernar la nave del cuerpo; el piloto abandona el timón en pleno mar, cuando el alma descuida la vigilancia previsora en medio de las tempestades del mundo.  Cuando el piloto maneja con tino el timón, gobierna la nave de cara a las tormentas y hiende a través el ímpetu de los vientos; así la razón dirige sabiamente el espíritu, ya pasando por encima de unas dificultades, ya apartándose cautelosamente de otras; de suerte que, mientras se esfuerza por vencer los peligros presentes, se previene y robustece para los futuros combates.–  A propósito de los valientes adalides de la patria celestial, dice el Cantar de los Cantares: Cada uno lleva su espada al lado por temor de los peligros nocturnos  (Ct 3, 8).  Llevar siempre la espada al lado es como domar las depravadas sugestiones de la carne con el  aguijón de las verdades divinas: la noche es aquí imagen de la ceguera de nuestra debilidad, pues de noche no pueden verse los peligros que nos amenazan. Lleve, pues, cada cual su arma al lado, para precaverse de los peligros de la noche, a imitación de los varones santos que, estando prevenidos contra las asechanzas invisibles, viven con el arma al brazo dispuestos a entrar en combate. –  Decían los amigos a la Esposa: Es tu nariz como la torre que mira frente al Líbano  (Ct 7, 4).  Lo que no alcanzan a distinguir nuestros ojos, lo prevemos por el olfato: con la nariz sentimos los buenos y los malos olores. ¿Qué otra cosa, por tanto, viene a significar aquí el olfato de la Esposa, que es la Iglesia, sino la prudente cautela de los Santos?  Y se les compara aquí a la torre que da al Líbano, porque su prudencia es tan alta y excelente, que advierten las luchas de las tentaciones antes que se desencadenen, y resisten esforzados contra su ímpetu cuando los asaltan.  Los peligros futuros cuando están previstos, llegan en cierto modo amortiguados; pues el enemigo que creía encontrarnos desprevenidos, al vernos dispuestos a resistir sus golpes, pierde en parte sus energías.

 

Adviertan, por el contrario, los que caen en pecado con toda deliberación que, al obrar el mal con plena advertencia, se van preparando una condenación tanto más justiciera, cuanto más deliberadas son las culpas en que han caído.  Si cometieran el pecado por debilidad o inadvertencia, de seguro lo borrarán antes con actos de arrepentimiento; pero el pecado cometido de intento se arraiga y tarda más en perdonarse.  No caería por cierto el alma deliberadamente en la culpa, si tuviera algún aprecio de las cosas terrenas.  La diferencia que corre entre los que caen arrastrados por la pasión y los que pecan a sabiendas, es que estos, al precipitarse del estado de gracia en el pecado, suelen también quedar presos en el lazo de la desesperación.  Por lo cual, queriendo el Señor condenar, no tanto las culpas provenientes de la debilidad, como los delitos que son fruto de la reflexión, dice por boca del profeta: No sea que se manifieste cual fuego abrasador mi enojo, y cunda el incendio, y no haya quien pueda apagarlo por causa de la malicia de vuestros designios  (Jr 4, 4).  Y en otro lugar vuelve a repetir indignado: Yo vendré a castigaros a vosotros por causa de la malignidad de vuestras inclinaciones  (Jr 23, 2).  Siendo unos pecados distintos de otros, Dios detesta los que se cometen deliberadamente, no tanto por ser pecados, como por la depravada intención que encierran.  En ciertas obras, se peca unas veces por debilidad y otras por inadvertencia; en las obras deliberadas, se peca siempre, además, con la depravada intención. – Por el contrario, del varón justo dice muy bien el Salmista, que: Nunca se ha sentado en la cátedra del vicio  (Sal 1,1).  La cátedra es propia de quien juzga o preside; sentarse en la cátedra del vicio es conocer con la razón lo que es ilícito y, sin embargo, hacerlo deliberadamente: sentarse en la cátedra del vicio significa cometer el mal con plena advertencia.  Aquel que, engreído con los humos de la iniquidad, se propone obrar el mal a sabiendas de que lo es, en cierto modo se asienta en la cátedra de la enseñanza del vicio.  Y así como los que gozan de la dignidad de subir a una cátedra son superiores a la turba que los escucha, así también los delitos de los que pecan de intento son mucho más graves que las culpas de los que sólo caen por debilidad. –Deduzcan, pues, de aquí, los que intencionalmente viven atados al pecado, cuál será la sentencia vengadora que les aguarda a ellos, que en esta vida no son sólo compañeros, sino caudillos de los perversos.

 

CAPÍTULO XXXIII

 

Cómo ha de amonestarse a los que caen en culpas leves, pero frecuentes, y a los que evitan las faltas leves pero a veces caen en otras graves.

 

De distinta manera ha de amonestarse a los que cometen pecados leves pero frecuentes, que a los que se abstienen de los leves, y a veces caen en los graves.– Adviertan los primeros que no sólo han de fijarse en la calidad, sino también en la cantidad de los pecados: pues si sus obras, por lo que una a una valen en sí, no les causan escrúpulos, sientan al menos remordimiento por su número cuando las cuentan.  Las profundas y caudalosas corrientes de los ríos están formadas por diminutas e innumerables gotas de agua; los mismos efectos produce en un navío la grieta que lenta y ocultamente anega la sentina, que la borrasca que abiertamente lo azota.  Pequeñas son las heridas que hace brotar la sarna en los miembros, pero, a fuerza de multiplicarse, quitan la vida del cuerpo lo mismo que una herida grave recibida en pleno pecho.  Y a este respecto, dice el Sabio: Quien descuida las cosas pequeñas poco a poco decaerá  (Si 19, 1).  Quien no se cuida de deplorar y evitar las culpas leves, vendrá a perder el estado de gracia, no de un golpe, sino parte por parte.

 

Ponderen los que caen a menudo en faltas leves, que a veces las culpas pequeñas son más peligrosas que las grandes: éstas se reconocen a primera vista, y por tanto es más fácil corregirlas: mientras aquellas pasan inadvertidas y son más nocivas porque se llega a contraer la costumbre de cometerlas sin escrúpulos.  Acostumbrada la conciencia a las culpas leves, poco a poco perderá el horror a las graves; familiarizada con el mal, se someterá a su imperio, y por fin perderá también todo escrúpulo en los pecados graves, por haber aprendido a caer sin reparo alguno en los pecados leves.

 

Procuren, por el contrario, los que se guardan de los defectos pequeños, pero a veces caen en pecados mortales, estar muy sobre sí, pues es fácil que engreídos por su fidelidad en las cosas pequeñas y, arrastrados por este mismo engreimiento, vayan a dar en el abismo de los grandes pecados; se vencen exteriormente en lo pequeño, pero se dejan vencer por la vanagloria interior; y sometida la conciencia al yugo de la soberbia, viene a sucumbir en culpas exteriores graves.

 

Los que se abstienen de culpas veniales, y caen a veces en pecados mortales, se ilusionan creyéndose firmes en los preceptos exteriores, mientras fallan en los interiores; y entonces permite el justo Juez de las conciencias que esa vanidad que ponen en el cumplimiento de las cosas pequeñas, les sirva de tropiezo para caer en graves pecados; pues atribuyendo neciamente a sus propias fuerzas la observancia de los preceptos leves, Dios los abandona a sí mismos, y ellos se derrumban en graves pecados, para que, al caer, aprendan que, si resistían antes, no era por su propia virtud, y sepan después de las grandes caídas refrenar el corazón que se había engreído con los pequeños triunfos.

 

Ponderen bien que, al mismo tiempo que se hacen altamente culpables en los pecados graves, no están exentos de pecado aun en la misma observancia de las cosas leves; pues si con lo primero obran mal, con lo segundo ocultan a la vista de los hombres su maldad.  De donde resulta que, mientras son grandes pecadores a los ojos de Dios por los crímenes que cometen, aparentan santidad a los ojos de los hombres, por las faltas leves de que se abstienen.  Es lo que decía el Divino Maestro de los fariseos: Colaban el mosquito y tragaban el camello  (Mt 23, 24):  o en otras palabras: eran escrupulosos en las cosas pequeñas y no reparaban en los grandes crímenes.  Y en el mismo pasaje les echa en cara: Pagáis el diezmo hasta de la yerba buena, del eneldo y del comino, y habéis abandonado las cosas más importantes de la ley:  la justicia, la misericordia y la buena fe  (Mt 23, 23).  Y es de notar que, al tratar de las pequeñeces de que los fariseos pagaban el diezmo, se cuida muy bien el Divino Maestro de mencionar las hierbas más insignificantes, pero al mismo tiempo más aromáticas, para darnos a entender que, los que aparentan observar los preceptos pequeños, pretenden que se extienda el buen olor y fama de su santidad, y, aun despreciando los mandamientos más importantes, se esmeran en guardar las pequeñas prácticas que, a juicio de los hombres, esparcen por doquiera el aroma de la virtud.

 

CAPÍTULO XXXIV

 

Cómo ha de amonestarse a los que no se deciden a emprender el camino del bien, y a los que le abandonan, después de emprenderlo.

 

De distinta manera ha de amonestarse a los que no se resuelven  a emprender el camino del bien, que a los que lo abandonan apenas comenzado.

 

Los que no se deciden a entrar por el buen camino, antes de proponerse un método de vida arreglada que abrazar, han de ir destruyendo en su alma los obstáculos con que tropiezan; no conseguirán poner en práctica las buenas obras que no conocen, si antes no se persuaden de lo perniciosas que son las malas costumbres de que adolecen; pues mal podrá enderezarse quien ignora hasta sus propias caídas, ni buscará remedio para su dolencia quien no siente el dolor de sus propias heridas. –Por eso ha de ponérseles primero ante los ojos la vanidad de las necedades a que están aficionados, para animarlos después a poner por obra las prácticas saludables que ellos omiten. Aprendan antes a evitar aquello a que se sienten inclinados, y luego no tendrán dificultad en aficionarse a lo que hasta entonces no habían practicado.  Estarán más animados a emprender lo que no han intentado, si llegan a conocer claramente por las enseñanzas que reciben el lamentable estado en que se encuentran. Entrarán con todos sus bríos por el camino del bien, cuando estén plenamente persuadidos del error y del extravío en que han vivido hasta entonces.

 

Convénzanse de que los bienes presentes pasan pronto con sus goces, mientras sus consecuencias duran eternamente, con sus castigos; de que, a pesar suyo, les serán arrebatados sus placeres, y de que también a su pesar les están reservados futuros tormentos.  Saquen, pues, un saludable terror de las mismas cosas que ahora les proporcionan dañosos deleites.  Quien ve a sus pies la honda sima en que puede despeñarse, echa pie atrás; así también el alma que, llena de terror, se percata de que está al borde de un abismo, volverá sobre sí, abandonará horrorizada lo que había amado y empezará a amar lo que había despreciado.

 

Al mandar el Señor a Jeremías a predicar, le dice: He aquí que te he dado autoridad sobre las naciones y sobre los reinos para que desarraigues y destruyas y disipes, y edifiques y plantes  (Jr 1, 10).  En lo cual se nos enseña que, sin antes destruir el mal, no es posible edificar el bien con resultado; sin haber arrancado primero el Profeta las espinas del falso amor del corazón de sus oyentes, en vano habría tratado de sembrar en ellos con su predicación la semilla de la santidad.– Y así San Pedro, con el fin de derribar primero y construir después, hablando a los judíos, no les indica desde el principio lo que han de hacer, sino que les echa en cara las malas obras hechas, diciendo: A Jesús de Nazaret, hombre autorizado por Dios a vuestros ojos, con los milagros, maravillas y prodigios que por medio de él ha hecho entre vosotros, como todos sabéis; a este Jesús dejado a vuestro arbitrio por expreso designio de la voluntad de Dios y decreto de su presciencia, vosotros le habéis hecho morir, clavándolo en la cruz por mano de los impíos: pero Dios le ha resucitado librándole de las cadenas de la muerte  (Hch 2, 22-24).  Así habló San Pedro a los judíos para que, abatidos por el reconocimiento de su propia crueldad para con Jesucristo, aspiraran con ardor a levantarse por la gracia de la predicación del Evangelio, y lo oyeran con provecho.  Y así los judíos contestaron inmediatamente: “Qué hemos de hacer entonces, hermano?  (Hch 2, 37) y el Apóstol les contestó: Haced penitencia y sea bautizado cada uno de vosotros.– Este saludable consejo ellos lo hubieran despreciado si antes no hubieran reconocido la necesidad de levantarse de su estado de abyección para salvarse.–Asimismo, cuando brilló sobre Saulo la luz del cielo en su camino a Damasco, no le dijo el Señor lo bueno que debía de hacer, sino lo malo que había hecho.  Al caer derribado al suelo, Saulo preguntó: ¿Quién eres tú, Señor?, y Jesús le contestó:  Yo soy Jesús Nazareno a quien tú persigues.  Volvió a preguntar Saulo:  Señor ¿qué quieres que yo haga?, y el Señor le contesta:  Levántate, entra en la ciudad y allí se te dirá lo que has de hacer  (Hch 9, 4).  Vemos aquí que al hablar el Señor desde lo alto, no indicó inmediatamente a Saulo lo que debía hacer, sino que antes le echó en cara su saña de perseguidor.  Y por su parte, apenas ve derribada la fábrica de su soberbia, Saulo, humillado, siente ansias de levantarse de su caída, y no por verse caído desoye las palabras del Señor que le invitan a levantarse; y así, derribado en tierra el cruel y encarnizado perseguidor de los fieles, tiende luego hacia el bien con tanto mayor empuje, cuanto más profundo era el abismo de error en que yacía.

 

Los que aun no se han resuelto a emprender el camino del bien han de desprenderse primero, mediante la corrección, de la tenacidad con que están aferrados al mal, y luego enderezarse a propósitos de santa vida.  Los árboles más lozanos de la selva se cortan para colocarlos después como sostén en la cima del edificio; pero no se les pone sin pulir en la techumbre, sino que antes se les van cortando las ramas menores que sobran, y cuanto más adentro corría la savia y más robusta era su contextura, tanto más alto se les coloca en el lugar que requiere más firmeza.

 

Consideren, por el contrario, los que no llevan a buen término las obras comenzadas que, procediendo así, no sólo dejan inconclusos sus buenos propósitos, sino que también destruyen lo ya hecho:  pues si no damos impulso a lo que nos proponíamos hacer, se malogra también lo que traíamos entre manos.  El espíritu del hombre en esta vida se asemeja a un navío que remonta la corriente de un río: no le es posible permanecer detenido en un punto; si no se esfuerza en subir, la corriente le obliga a retroceder.  Así también nos sucede en nuestras obras: si no trabajamos por llevar a buen término lo comenzado, en el momento en que lo dejamos de mano empieza a perderse lo que teníamos ya hecho.  Y lo confirma Salomón en sus Proverbios:  Quien es flojo y desmañado en sus labores, es hermano del que disipa sus bienes  (Pr 18, 9).  Que es como decir: Aquel que no se cuida de concluir la obra comenzada, viene a convertirse en destructor de su propia obra por mano de su negligencia. – San Juan escribe por orden de Dios al ángel de la Iglesia de Sardis:  Sé vigilante y consolida las demás cosas que van a perecer; pues no encuentro tus obras cabales en presencia de mi Dios  (Ap 3, 2).  Y es de notar aquí que por no haber sido halladas cabales y perfectas sus obras a los ojos del Señor, le anuncia que estaban destinadas a perecer las demás obras ya realizadas.  Si lo que ha muerto en nosotros no se reanima y vuelve a la vida, aquello mismo que queda con vida, va extinguiéndose y muriendo poco a poco. Sepan, pues, que hubiera podido ser preferible no haber entrado por el buen camino de la virtud, a volver atrás, después de haberlo emprendido.  Y que han vuelto atrás lo dice esa pereza para el bien obrar comenzando.  Tengan presentes a este propósito las palabras del Apóstol:            Mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia que, después de conocido, volver atrás y abandonar la ley santa  (2 P 2, 21).  Recuerden las amenazas del Señor en el Apocalipsis: Ojalá  fueras frío o caliente, pero porque eres tibio, y no frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca  (Ap 3, 15) –Es caliente aquel que emprende una buena obra, y tiene ánimos para concluirla; es frío aquel que no se atreve siquiera a comenzarla.  Del frío al calor se pasa por el estado tibio; y también del calor al frío se desciende pasando por la tibieza.  De aquí que, cuando uno, saliendo del frío de la impiedad, vive sin llegar a vencer la tibieza y no se enfervoriza, desde el momento en que no procura encenderse en el calor del bien y permanece en estado de tibieza, tiende a volver al frío; con la diferencia de que, si antes de caer en la tibieza tenía esperanzas de salir del estado frío, después de haberse entibiado, caerá en una frialdad que no tiene remedio; pues, el que es tibio después de haberse convertido, ha renunciado a las mismas esperanzas de salud que podía tener cuando era frío pecador.  Para que el Señor no lo vomite de sí como tibio, ha de ser o caliente o frío: esto es, o ha de dar esperanzas de convertirse por no estar aun convertido, o ha de abrasarse en el calor de las virtudes después de su conversión; de otro modo, aquel que vuelve al frío después de haber aspirado al calor de la virtud, lo arrojará de sí el Señor por su tibieza.

 

CAPÍTULO XXXV

 

Cómo ha de amonestarse al que hace alarde público del mal y obra el bien a escondidas, o viceversa.

 

De distinta manera hay que amonestar a los que hacen el mal a ocultas y el bien a la vista, que a los que ocultan el bien que hacen y, por el contrario, con sus obras dan mal que decir a las gentes.

 

Adviertan los que hacen el mal a escondidas y el bien en público que los juicios humanos son efímeros y volubles, mientras los juicios divinos son eternos e invariables.  Tengan, por tanto, fijas sus miradas en el último día, cuando ya se haya desvanecido el eco de los elogios de los hombres y sólo quede en pie la sentencia de Dios que penetra en lo oculto y que retribuye eternamente.  Por más que pongan ante las miradas de los hombres sus buenas obras, como no pueden sustraer a la mirada penetrante de Dios sus pecados ocultos, realmente dejan sin testigo el bien que obran en público y tienen a un Dios eterno por testigo de las culpas que cometen a escondidas. En efecto: si esconden a los ojos de los hombres sus propias culpas y hacen alarde de sus virtudes, en realidad no hacen otra cosa que publicar los pecados, por los que serán castigados, escondiéndolos; y esconder las virtudes por las que serían galardonados, publicándolas.

 

Con razón los califica el Divino Maestro de sepulcros blanqueados  (Mt 23, 27) y hermoseados por de fuera y llenos por dentro de huesos y podredumbre: pues, mientras tienen oculta allá dentro la corrupción de sus vicios, pretenden aparentar a los ojos de los hombres como justos, encubiertos bajo la capa de algunas buenas obras.  Debieran tener mejor concepto de sus virtudes, y no prostituirlas, pues, en realidad, muestran muy poco aprecio de ellas cuando creen que los vanos aplausos de los hombres bastan para recompensarles.  Mendigar una necia alabanza en cambio de una obra virtuosa, es como malvender por un vil precio una prenda de valor infinito.  Y de este precio  mezquino que se recibe, habla el Divino Maestro cuando dice: En verdad os digo que ya han recibido su recompensa  (Mt 6, 2)

 

Consideren, por fin, que, manifestándose malos en acciones ocultas, al paso que dan buenos ejemplos en público, enseñan a cumplir lo que ellos no cumplen; animan a amar lo que ellos aborrecen; en una palabra, viven para los demás y están muertos para sí mismos.

 

Por el contrario, los que obran el bien a escondidas, y sin embargo dan motivos con su conducta para que se piense mal de ellos, si por un lado robustecen su alma con buenas obras, por otro contribuyen con sus malos ejemplos a la muerte espiritual de los demás; no cumplen el precepto de amar al prójimo como a sí mismos, pues mientras ellos toman la medicina para sí, a las personas que tienen puestos en ellos los ojos les proporcionan la copa de la ponzoña: por una parte no aprovechan a la edificación del prójimo porque tratan de ocultar sus buenas obras, y por otra, la perjudican porque siembran malos ejemplos.  Aquel que, pudiendo vencer la pasión de la vanidad, oculta lo bueno que hace, priva a los demás de la gracia de la edificación; y el que esconde las obras que pudieran servir de ejemplo para imitar, es como quien quitara el germen de las semillas que siembra.  Y así dice el Divino Maestro en el Evangelio:Que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos  (Mt 5, 6).  Al mismo tiempo pronunció aquella otra sentencia que, a primera vista, parece ordenar una cosa bien distinta: Mirad que no hagáis vuestras obras en presencia de los hombres para ser vistos de ellos  (Mt 6, 1) –¿Cómo ha de entenderse esto que, por un lado, hemos de hacer nuestras obras de modo que no las vean los hombres, y por otro se nos manda que las hagamos de suerte que los hombres las vean?– Esto significa que hemos de ocultar nuestras virtudes para no conquistarnos alabanzas a nosotros mismos; pero hemos de darlas a conocer para que ellas redunden en gloria y  honor de nuestro Padre que está en los cielos.  Este es el motivo porque Jesucristo nos manda que no hagamos el bien a los ojos de los hombres para ser vistos de ellos; mientras que, cuando ordena que los hombres vean nuestras buenas obras, añade: Y así den gloria a vuestro Padre que está en los cielos.  Cómo han de ser vistas vuestras obras y cómo no, lo dejó bien expresado el Divino Maestro al final de sus sentencias.  La intención del que obra ha de ser que no se vea lo que hace por lo que a él le toca, y al mismo tiempo, que no quede oculto, para gloria del Padre celestial. Y así viene a resultar que las buenas acciones, aun siendo públicas, quedan escondidas; y siendo ocultas, se hacen notorias.  Pues quien en sus virtudes públicas no busca su propia gloria, sino la del Padre celestial, en realidad las oculta, porque no quiere para ellas otro testigo que aquél a quien trata de agradar.  Por el contrario, quien desea que le sorprendan y alaben en sus buenas obras ocultas, aunque nadie las vea, en realidad busca las miradas del hombre, y trata de tener por testigos de sus obras a aquellos cuyas humanas alabanzas anhela en su corazón.

 

Cuando uno tiene mala fama, y en cuanto puede hacerlo sin culpa, no trata de destruir sus malos efectos en la conciencia de los demás, se hace reo de escándalo para con aquellos que tienen mal concepto de él; pues suele acontecer que, quien consiente que se piense mal de su conducta, por sí mismo nada malo hace, pero quizás mucho por todos aquellos que creen imitarle.  Razón por la cual advierte San Pablo a los que, aun sin cometer pecado, comían viandas inmundas, pero daban, comiéndolas motivos de escándalo a las personas timoratas: Cuidad de que esta vuestra libertad en comer dichas viandas no sirva de tropiezo a los débiles  (1 Co 8, 9). Y más adelante añade:  Y ¿es posible que por el uso indiscreto de lo que vosotros creéis lícito haya de perecer ese vuestro hermano enfermo por amor del cual murió Jesucristo? Obrando así, pecaréis contra vuestros hermanos, e hiriendo su conciencia delicada vendréis a pecar contra Jesucristo mismo  (1 Co 8, 11-12) –Por su parte Moisés en la Ley, después de prescribir: No hables mal del sordo;  añade: Ni pongas tropiezo ante los pies del ciego  (Lv 19,14) –Hablar mal de un sordo viene a ser como murmurar de una persona ausente, que no nos oye; y poner tropiezo ante los pies de un ciego, es cuando, aun obrando con rectitud, se les ofrece motivo de escándalo a los que carecen de suficiente luz de discreción

 

CAPÍTULO XXXVI

 

Que al predicar a muchos, hay que fomentar las virtudes de cada uno en particular, sin estimular los vicios opuestos a dichas virtudes.

 

Hemos expuesto la doctrina que el prelado ha de predicar a las almas, según la variedad de sus necesidades, con el fin de aplicar solícito los oportunos remedios a cada una de sus llagas.

 

Pero, con ser necesario un tino especial para hacerse útil a un solo oyente en particular, al exhortarlo, con ser empresa ardua instruir a cada uno con palabras apropiadas a sus necesidades, resulta mucho más difícil adoctrinar a un mismo tiempo y con un mismo lenguaje a mucha diversidad de oyentes dominados por opuestas pasiones.  Entonces es el caso de amoldar las palabras con un arte tan exquisito que, siendo distintos los defectos de los oyentes, se apliquen a cada uno en particular, sin perder la armonía que debe inspirarlas; de penetrar con seguridad por entre las diversas pasiones, y como con espada de dos filos, ir cercenando las úlceras de los pensamientos carnales por un lado y por otro, predicando la humildad a los soberbios, sin infundir mayores temores a los cobardes y encogidos; infundiendo valor a los tímidos, sin dar alas al descaro de los orgullosos; inspirando ansias de bien obrar a los tibios y remisos, sin fomentar en los revoltosos el desbordamiento de su actividad, imponiendo moderación a los inquietos, sin dejar a los pacatos adormecidos en su inacción; acallando las iras de los coléricos, sin halagar la dejadez de los negligentes y perezosos, estimulando el celo de estos, sin dar pábulo a los arranques iracundos de aquellos; promoviendo la generosidad de los avaros, sin soltar las riendas al despilfarro de los pródigos, enseñando a estos la parsimonia, sin despertar en aquellos el apogeo a los bienes perecederos: aconsejando a los deshonestos el matrimonio, sin provocar a los castos a la lujuria, ponderando a estos la sublimidad de la pureza del cuerpo, sin hacer despreciar a los casados la fecundidad de la carne; encareciendo las altas y grandes virtudes, sin inspirar desdén por las pequeñas y ordinarias; y, por último, inspirando afición a las virtudes pequeñas, de tal suerte, que sus oyentes, no creyéndolas suficientes, mantengan una continua aspiración a las virtudes arduas y elevadas.

 

CAPÍTULO XXXVII

 

Cómo ha de emplearse el consejo en aquellos que viven dominados por opuestas pasiones.

 

Si ardua es la tarea del predicador cuando, predicando a todos en general, trata de sorprender y adivinar los ocultos resortes del alma de sus oyentes, y a manera del que lucha en la palestra, tiene que ingeniarse por dirigir sus golpes ora a un lado, ora a otro; mayor es aun la dificultad cuando tiene que predicar a quien está dominado por opuestas pasiones.

 

No es raro ver a personas de carácter abierto y alegre, agobiadas a ratos bajo una pesadilla de tristeza.  En estos casos, el director de almas deberá combatir la tristeza ocasionada por las circunstancias, de tal modo que no estimule la excesiva alegría propia del carácter, o viceversa; habrá de moderar su natural regocijo, de tal modo que no despierte la melancolía que suele asaltarle en ciertas ocasiones.  Tal otro, dominado ordinariamente por arranques de impaciencia y precipitación, experimentará a veces una repentina timidez al tratarse de tomar una resolución grave y urgente; y otro, por el contrario, excesivamente tímido por lo común, mostrará a veces en sus deseos una temeraria precipitación.  En estos casos, el director de almas tendrá que combatir los repentinos temores del uno, sin fomentar en él los efectos de su carácter precipitado, o viceversa: refrenar la repentina precipitación del otro, de modo que no renazcan sus naturales tendencias al desaliento.

 

¿Será mucho pedir a los médicos del alma que pongan tino en estas ocasiones cuando los que tienen por oficio curar, no las conciencias, sino los cuerpos, emplean tan acertada prudencia en el desempeño de sus deberes?  Un médico da con un enfermo de débil complexión y en el colmo del abatimiento; quisiera aplicarle remedios enérgicos, pero el cuerpo extenuado no los resistirá; entonces el médico industrioso recurre a medicinas que, sin aumentar la debilidad del paciente, combaten su dolencia, para no poner en peligro la vida del enfermo; y, a fuerza de cuidados, consigue aplicarle un remedio que cure la dolencia y combata la debilidad. – Si tales efectos opuestos alcanza la medicina del cuerpo, sin contradecirse a sí misma – pues en esto consiste el verdadero arte de curar, en atacara las dolencias que sobrevienen al cuerpo sin malograr su natural complexión – ¿por qué la medicina del alma, aplicada en la predicación a las enfermedades morales, no ha de conseguir lo mismo, en una esfera distinta, tratándose de un medio que obra con tanta más admirable virtud cuanto más profunda y misteriosa es su eficacia?

CAPÍTULO XXXVIII

 

Que es conveniente a veces dejar de mano los defectos más leves para aplicarse a la corrección de los vicios más graves.

 

Si se trata de un alma que adolece de dos vicios, grave el uno y leve el otro, se hará necesario aplicar un remedio más rápido a aquel vicio que primero puede ocasionarle la muerte.  Y si sucediera que este último que amenaza peligro de muerte próxima, no es posible desarraigarlo, sin que el vicio opuesto que ya existe tome mayor incremento, deberá preferir el director de almas que este vicio se desarrolle, procediendo en sus consejos con esmerada cautela, con tal que consiga librarle de la muerte con que le amenaza el otro vicio más grave. Obrando así, no contribuye a agravar la dolencia, sino que salva la vida del paciente a quien trata de curar, mientras espera tiempo más oportuno para restituirle completamente la salud.

 

Supongamos una persona intemperante que se entrega ciegamente a los placeres de la gula y que, como consecuencia, está para ceder a los asaltos de la lujuria; temerosa de sucumbir en la lucha, trata de refugiarse en la abstinencia, pero, en ella, se ve combatida por tentaciones de vanagloria. En este caso no es posible desarraigar un vicio sin fomentar otro, y entonces ¿cuál de los dos peligros será preciso evitar primero, sino el más grave e inminente?  Claro está que, aunque por observar la abstinencia se produzcan a veces en el alma asomos de vanagloria, sin peligro de perder la gracia, no es posible consentir que esa alma, arrastrada por la gula, perezca completamente en poder de la lujuria. – Por eso San Pablo, viendo que sus oyentes, débiles aun, estaban expuestos o a consentir en malas acciones o a buscar los encomios como recompensa de sus buenas obras, les aconseja: ¿Quieres no tener miedo a los que mandan? Pues obra bien y merecerás de ellos alabanza  (Rm 13, 3).  No que se haya de obrar bien para no temer a los poderosos o para conquistar la gloria de pasajeras alabanzas, sino que el Apóstol, en su sabiduría, considerando que hay almas tan débiles que no son capaces de renunciar a la vez a la maldad y a las alabanzas, en sus consejos les concede algo por una parte y quita algo por otra.  Cediendo en lo menos importante, remedia lo que es de mayor gravedad.  No contando el alma con fuerzas para abandonar de un golpe los dos defectos, se la deja entretanto reposar tranquilamente en uno de ellos, mientras se la despoja del otro sin gran esfuerzo.

 

CAPÍTULO XXXIX

 

Que a los espíritus imperfectos no han de predicárseles doctrinas demasiado altas y difíciles.

 

Aprenda el predicador a no exigir de sus oyentes virtudes superiores a sus fuerzas, no sea que, en cierto modo, si se tienen demasiado tirantes las cuerdas del espíritu, lleguen a romperse.  Las virtudes arduas y elevadas hay que tenerlas reservadas para pocos, porque los más no llegan a comprenderlas.  Y así nos dice el Divino Redentor:  ¿Quién piensas que es aquel administrador fiel y prudente a quien su amo constituyó mayordomo de su familia para distribuir a cada uno y a su tiempo debido la medida correspondiente de trigo? (Lc 12, 42) – Entiéndese aquí por la medida correspondiente de trigo, la tasa de la divina palabra; pues si a un corazón estrecho se le da una cantidad que es incapaz de contener, se derrama por fuera.  Y así dice también San Pablo: No he podido hablaros como a hombres espirituales, sino como a personas carnales; y por eso, como a niños en Jesucristo, os he alimentado con leche y no con manjares sólidos  (1 Co 3, 1) – Ved a Moisés cómo al salir de sus íntimos coloquios con Dios vela su rostro resplandeciente ante las miradas del pueblo, para no dar a conocer a la muchedumbre los destellos interiores de su claridad  (Ex 34, 33).

 

Mandó el Señor en su Ley, por ministerio de Moisés, que quien cavara un hoyo y no se cuidara de cegarlo después, si se desgraciara en él un buey o un asno, indemnizase de su valor al dueño  (Ex 21, 35); del mismo modo el predicador que cava muy hondo en el campo de la ciencia sagrada, si no se cuida de encubrirlo a la vista de sus rudos oyentes, se hace reo del escándalo que sus palabras puedan producir, ya sea en las almas justas, ya en las pecadoras.

 

Habló Dios a Jb desde el torbellino y le dijo: ¿Quién dio al gallo su instinto? (Jb 38, 36) – Así como el gallo canta a las altas horas de la noche, el que predica la palabra divina clama, en medio de las tinieblas de esta vida, cada vez que repite: Es hora ya de que despertemos de nuestro letargo  (Rm 13, 11); o bien cuando advierte  Estad alerta ¡oh justos! Y guardaos del pecado  (1 Co 15, 34).  Suele el gallo cantar con voz más recia en las altas horas de la noche, pero a medida que se acerca el alba, sus cantos son más apagados y breves; así también el buen predicador da fuertes voces a los corazones que viven en las tinieblas del pecado, y no les habla de los misterios más escondidos y elevados, sino que, a medida que penetra en ellos la luz de la verdad, les hace oír los secretos más profundos de la gracia.

 

CAPÍTULO XL

 

De las palabras y de los hechos del predicador

 

Pero lo más necesario de todo es lo que más arriba dejamos dicho, y que ahora de corazón volvemos a repetir: que el buen predicador ha de hacer más ruido con sus virtudes que con sus palabras; que ha de trazar el camino por donde han de seguirle sus oyentes, más con edificante conducta que con sus enseñanzas.–  El gallo, que el Señor nos presenta en su conversación con Jb como figura del buen predicador, antes de emitir su canto sacude las alas y golpea con ellas sus costados, como para estar más despierto; así también es necesario que los que han de comunicar a los demás la doctrina cristiana en la predicación, vivan despiertos en la observancia de la ley de Dios, no tratando de despertar a los demás mientras ellos estén dormidos; sacúdanse primero a sí mismos con obras de perfección y luego alienten a los demás a llevar una santa vida; golpéense a sí mismos primero con las alas de la meditación, escudriñando atentamente sus culpables negligencias, corrigiéndose sin miramientos, y entonces podrán enmendar con sus predicaciones la vida de los demás; traten antes de llorar sus propios pecados, y luego combatan contra las culpas y defectos del prójimo, y así, aun antes que las palabras salgan de su boca, habrán enseñado con sus obras todo lo que van a predicar.