Qué significa y cómo le conviene sólo a Cristo el nombre de Jesús,
y
de cómo es su nombre propio en cuanto hombre
-El
nombre de Jesús, Sabino, es el propio nombre de Cristo; porque los
demás que se han dicho hasta ahora, y otros muchos que se pueden decir, son
nombres comunes suyos, que se dicen de Él por alguna semejanza que tiene con
otras cosas, de las cuales también se dicen los mismos nombres. Los cuales y
los propios difieren: lo uno, en que los propios, como la palabra lo dice, son
particulares de uno, y los comunes competen a muchos; y lo otro, que los
propios, si están puestos con arte y con saber, hacen significación de todo lo
que hay en su dueño, y son como imagen suya, como al principio dijimos; mas los
comunes dicen algo de lo que hay, pero no todo.
Así
que, pues Jesús es nombre propio de Cristo, y nombre que se le puso Dios
por la boca del ángel, por la misma razón no es como los demás nombres que le
significan por partes, sino como ninguno de los demás, que dice todo lo de Él
y que es como figura suya que nos pone en los ojos su naturaleza y sus obras,
que es todo lo que hay y se puede considerar en las cosas.
Mas
conviene advertir que Cristo, así como tiene dos naturalezas, así también
tiene dos nombres propios: uno según la naturaleza divina en que nace del Padre
eternamente, que solemos en nuestra lengua llamar Verbo o Palabra; otro
según la humana naturaleza, que es el que pronunciamos Jesús. Los
cuales ambos son, cada uno conforme a su cualidad, retratos de Cristo perfectos
y enteros. Retratos, digo, enteros, que cada uno en su parte dice todo lo que
hay en ella cuanto a un nombre es posible. Y digamos de ambos y de cada uno por
sí.
Y
presupongamos primero que, en estos dos nombres, unos son los originales y otros
son los traslados. Los originales son aquellos mismos que reveló Dios a los
Profetas, que los escribieron en la lengua que ellos sabían, que era sira o
hebrea. Y así, en el primer nombre que decimos Palabra, el original es Dabar;
y en el segundo nombre, Jesús, el original es Jehosuah; pero los
traslados son estos mismos nombres en la manera como en otras lenguas se
pronuncian y escriben.
Y
porque sea más cierta la doctrina, diremos de los originales nombres. De los
cuales, en el primero, Dabar, digo que es propio nombre de Cristo, según
la naturaleza divina, no solamente porque es así de Cristo que no conviene ni
al Padre ni al Espíritu Santo, sino también porque todo lo que por otros
nombres se dice de Él, lo significa sólo éste. Porque Dabar no dice
una cosa sola, sino una muchedumbre de cosas; y dícelas comoquiera y por
doquiera que le miremos, o junto a todo él, o a sus partes cada una por sí, a
sus sílabas y a sus letras. Que lo primero, la primera letra, que es D,
tiene fuerza de artículo, como el en nuestro español; y el oficio del
artículo es reducir a ser lo común, y como demostrar y señalar lo confuso, y
ser guía del nombre, y darle su cualidad y su linaje, y levantarle de quilates
y añadirle excelencia. Que todas ellas son obras de Cristo, según que es la
palabra de Dios; porque Él puso ser a las cosas todas, y nos las sacó a luz y
a los ojos, y les dio su razón y su linaje, porque Él en sí es la razón, y
la proporción y la compostura y la consonancia de todas, y las guía Él mismo,
y las repara si se empeoran, y las levanta y las sube siempre y por sus pasos a
grandísimos bienes.
Y
la segunda letra, que es B, como San Jerónimo enseña, tiene
significación de edificio, que es también propiedad de Cristo, así por ser el
edificio original y como la traza de todas las cosas (las que Dios tiene
edificadas y las que puede edificar, que son infinitas), como porque fue el
obrero de ellas. Por donde también es llamado Tabernáculo en la Sagrada
Escritura, como Gregorio Niseno dice: «Tabernáculo es el Hijo de Dios
unigénito, porque contiene en sí todas las cosas, el cual también fabricó
tabernáculo de nosotros.»
Porque,
como decíamos, todas las cosas moraron en Él eternamente antes que fuesen, y,
cuando fueron, Él las sacó a luz y las compuso para morar Él en ellas. Por
manera que, así como Él es casa, así ordenó que también fuese casa lo que
nacía de Él, y que de un tabernáculo naciese otro tabernáculo, de un
edificio otro, y que lo fuese uno para el otro, y a veces. Él es tabernáculo
porque nosotros vivimos en Él; nosotros lo somos porque Él mora en nosotros.
«Y la rueda está en medio la rueda, y los animales en las ruedas y las ruedas
en los animales», como Ezequiel escribía. Y están en Cristo ambas las ruedas,
porque en Él está la divinidad del Verbo y la humanidad de su carne, que
contiene en sí la universidad de todas las criaturas ayuntadas y hechas una, en
la forma que otras veces he dicho.
La
tercera letra de Dabar es la R, que, conforme al mismo doctor San
Jerónimo, tiene significación de cabeza o principio; y Cristo es principio por
propiedad. Y Él mismo se llama principio en el Evangelio, porque en Él se dio
principio a todo, porque, como muchas veces decimos, es el original de ellas,
que no solamente demuestra su razón, y figura su ser, sino que les da el ser y
la sustancia haciéndolas. Y es principio también, porque en todos los linajes
de preeminencias y de bienes tiene Él la preeminencia y el lugar más
aventajado, o, por decir la verdad, en todos los bienes es Él la cabeza de
aquel bien, y como la fuente de donde mana y se deriva y se comunica a los
demás que lo tienen. Como escribe San Pablo, «que es el principio y que en
todo tiene las primerías.» Porque en la orden del ser, Él es el principio de
quien les viene el ser a los otros; y en el orden del buen ser, Él mismo es la
cabeza que todo lo gobierna y reforma. Pues en el vivir, Él es el Manantial de
la vida; en el resucitar, el primero que resucita su carne, y el que es virtud
para que las demás resuciten; en la gloria, el Padre y el océano de ella; en
los reyes, el Rey de todos, y en los sacerdotes, el Sacerdote sumo que jamás
desfallece; entre los fieles, su Pastor; en los ángeles, su Príncipe; en los
rebeldes o ángeles o hombres, su Señor poderoso; y finalmente, Él es el
principio por donde quiera que le miremos.
Y
aun también la R significa (según el mismo doctor) el espíritu. Que
aunque es nombre que conviene a todas las tres Personas, y que se apropia al
Espíritu Santo por señalar la manera como se espira y procede, pero dícese
Cristo espíritu, demás de lo común, por cierta particularidad y razón: lo
uno, porque el ser esposo del alma es cosa que se atribuye al Verbo, y el alma
es espíritu, y así conviene que Él lo sea y se lo llame, para que sea alma
del alma y espíritu del espíritu; lo otro, porque, en el ayuntamiento que con
ella tiene, guarda bien las leyes y la condición del espíritu: que se va y se
viene, y se entra y se sale, sin que sepáis cómo ni por dónde, como San
Bernardo, hablando de sí mismo, lo dice con maravilloso regalo. Y quiero
referir sus palabras para que gustéis su dulzura. «Confieso, dice, que el
Verbo ha venido a mí muchas veces, aunque no es cordura el decirlo. Mas con
haber entrado veces en mí, nunca sentí cuándo entraba. Sentíle estar en mi
alma, acuérdome que le tuve conmigo, y alguna vez pude sospechar que entraría,
mas nunca le sentí ni entrar ni salir. Porque, ni aun ahora puedo alcanzar de
dónde vino cuando me vino, ni adónde se fue cuando me dejó, ni por dónde
entró o salió de mi alma, conforme a aquello que dice: No sabréis de
dónde viene ni adónde se va. Y no es cosa nueva, porque Él es a quien
dicen: Y la huella de tus pisadas no será conocida. Verdaderamente Él
no entró por los ojos, porque no es sujeto a color; ni tampoco por los oídos,
porque no hizo sonido; ni menos por las narices, porque no se mezcló con el
aire; ni por la boca, porque ni se bebe ni se come; ni con el tacto le sentí,
porque no es tal que se toca. ¿Por dónde, pues, entró? O, por ventura, no
entró, porque no vino de fuera, que no es cosa alguna de las que están por de
fuera. Mas ni tampoco vino de dentro de mí, porque es bueno, y yo sé que en
mí no hay cosa que buena sea. Subí, pues, sobre mí, y hallé que este Verbo
aún estaba más alto. Descendí debajo de mí, inquisidor curioso, y también
hallé que aún estaba más abajo. Si miré a lo de afuera, vile aún más fuera
que todo ello. Si me volvía para dentro, halléle dentro también. Y conocí
ser verdad lo que había leído: Que vivimos en Él, y nos movemos en Él, y
somos en Él. Y dichoso aquel que a Él vive y se mueve. Mas preguntará
alguno: Si es tan imposible alcanzarle y entenderle sus pasos, ¿de dónde sé
yo que estuvo presente en mi alma? Porque es eficaz y vivo este Verbo, y así,
luego que entró, despertó mi alma que se dormía. Movió y ablandó y llagó
mi corazón, que estaba duro y de piedra y mal sano. Comenzó luego a arrancar y
a deshacer, y a edificar y a plantar, a regar lo seco y a resplandecer en lo
oscuro, a traer lo torcido a derechez y a convertir las asperezas en caminos muy
llanos, de arte que bendicen al Señor mi alma y todas mis entrañas a su
santísimo Nombre. Así que, entrando el Verbo esposo algunas veces a mí, nunca
me dio a conocer que entraba con ningunas señas; no con voz, no con figura, no
con sus pasos.
»Finalmente,
no me fue notorio por ningunos movimientos suyos, ni por ningunos sentidos míos
el habérseme lanzado en lo secreto del pecho. Solamente, como he dicho, de lo
que el corazón me bullía entendí su presencia. De que huían los vicios, y
los afectos camales se detenían, conocía la fuerza de su poder. De que traía
a luz mis secretos, y los discutía y redargüía, me admiré de la alteza de su
sabiduría. De la enmienda de mis costumbres, cualquiera que ella sea,
experimenté la bondad de su mansedumbre. De la renovación y reformación del
espíritu de mi alma, esto es, del hombre interior, percibí como pude la
hermosura de su belleza. Y de la vista de todo esto juntamente, quedé asombrado
de la muchedumbre de sus grandezas sin cuento. Mas porque todas estas cosas,
luego que el Verbo se aparta, como cuando quitan el fuego a la olla que hierve,
comienzan con una cierta flaqueza a caerse torpes y frías, y por aquí, como
por señal, conocía yo su partida, fuerza es que mi alma quede triste, y lo
esté hasta que otra vez vuelva y torne, como solía, a calentarse mi corazón
en mí mismo, y conozca yo así su tornada.» Esto es de Bernardo.
Por
manera que el nombre Dabar en cada una de sus letras significa alguna
propiedad de las que Cristo tiene. Y si juntamos las letras en sílabas, con las
sílabas lo significa mejor; porque las que tiene son dos, da y bar,
que juntamente quieren decir el Hijo, o éste es el hijo, que,
como Juliano ahora decía, es lo propio de Cristo, y a lo que el Padre aludió
cuando, desde la nube y en el monte de la gloria, de Cristo dijo a los tres
escogidos discípulos: «Este es mi Hijo», que fue como decir: Es Dabar,
es el que nació eterna e invisiblemente de Mí, nacido ahora rodeado de carne y
visible.
Y
como haya muchos nombres que significan el hijo en la lengua de esta
palabra, a ella con misterio le cupo este sólo, que es bar que tiene
origen de otra palabra que significa el sacar a luz y el criar, porque se
entienda que el hijo que dice y que significa este nombre es hijo que saca a luz
y que cría; o, si lo podemos decir así, es hijo que ahija a los hijos y que
tiene la filiación en sí de todos. Y aun si leemos al revés este nombre, nos
dirá también alguna maravilla de Cristo. Porque bar, vuelto y leído al
contrario es rab; y rab es muchedumbre y ayuntamiento, o
amontonamiento de muchas cosas excelentes en una, que es puntualmente lo que
vemos en Cristo, según que es Dios y según que es Hombre. Porque en su
divinidad están las ideas y las razones de todo, y en su humanidad las de todos
los hombres, como ayer en sus lugares se dijo.
Mas
vengamos a todo el nombre junto por sí, y veamos lo que significa, ya que hemos
dicho lo que nos dicen sus partes; que no son menos maravillosas las
significaciones de todo él que las de sus letras y sílabas. Porque Dabar
en la Sagrada Escritura dice muchas y diferentes grandezas. Que lo primero, Dabar
significa el Verbo que concibe el entendimiento en sí mismo, que es una como
imagen entera e igual de la cosa que entiende. Y Cristo, en esta manera, es Dabar,
porque es la imagen que de sí concibe y produce, cuando se entiende, su Padre.
Y Dabar significa también la palabra que se forma en la boca, que es
imagen de lo que el ánimo esconde. Y Cristo también es Dabar así,
porque no solamente es imagen del Padre escondida en el Padre y para solos sus
ojos, sino es imagen suya para todos, e imagen que nos le representa a nosotros,
e imagen que le saca a luz y que le imprime en todas las cosas que cría. Por
donde San Pablo convenientemente le llama «sello del Padre», así por que el
Padre se sella en Él y se dibuja del todo, como porque imprime Él como sello,
en todo lo que cría y repara, la imagen de Él que en sí tiene. Y Dabar
también significa la ley y la razón, y lo que pide la costumbre y el estilo,
y, finalmente, el deber en lo que se hace, que son todas cualidades de Cristo,
que es, según la divinidad, la razón de las criaturas, y el orden de su
compostura y su fábrica, y la ley por quien deben ser medidas, así en las
cosas naturales como en las que exceden lo natural, y es el estilo de la vida y
de las obras de Dios, y el deber a que tienen de mirar todas las cosas que no
quieren perderse, porque lo que todas hacer deben es el allegarse a Cristo y el
figurarse de Él y el ajustarse siempre con Él.
Y
Dabar también significa el hecho señalado que de otro procede, y Cristo
es la más alta cosa que procede de Dios, y en lo que el Padre enteramente puso
sus fuerzas, y en quien se traspasó y comunicó cabalmente. Y, si lo debemos
decir así, es la grandísima hazaña y la única hazaña del Padre, preñada de
todas las demás grandezas que el Padre hace, porque todas las hace por Él. Y
así es luz nacida de luz, y fuente de todas las luces, y sabiduría de
sabiduría nacida, y manantial de todo el saber, y poderío y grandeza y
excelencia, y vida e inmortalidad, y bienes sin medida ni cuenta, y abismo de
noblezas inmensas, nacidas de iguales noblezas y engendradoras de todo lo
poderoso y grande y noble que hay. Y Dabar dice todo esto que he dicho,
porque significa todo lo grande y excelente y digno de maravilla que de otro
procede. Y significa también (y con esto concluyo) cualquiera otra cosa de ser,
y por la misma razón el ser mismo y la realidad de las cosas; y así, Cristo
debidamente es llamado por nombre propio Dabar, porque es la cosa que
más es de todas las cosas, y el ser primero y original de donde les mana a las
criaturas su ser, su sustancia, su vida, su obra.
Y
esto cuanto a Dabar. Que justo es que digamos ya de Jesús, que, como
decimos, también es nombre de Cristo propio, y que le conviene según la parte
que es Hombre. Porque así como Dabar es nombre propio suyo según que
nace de Dios, por razón de que este nombre solo, con sus muchas
significaciones, dice de Cristo lo que otros muchos nombres juntos no dicen,
así Jesús es su propio nombre según la naturaleza humana que tiene,
porque, con una significación y figura que tiene sola, dice la manera del ser
de Cristo Hombre, y toda su obra y oficio, y le representa y significa más que
otro ninguno. A lo cual mirará todo lo que desde ahora dijere.
Y
no diré del número de las letras que tiene este nombre, ni de la propiedad de
cada una de ellas por sí, ni de la significación singular de cada una, ni de
lo que vale en razón de aritmética, ni del número que resulta de todas, ni
del poder ni de la fuerza que tiene este número, que son cosas que las
consideran algunos y sacan misterios de ellas, que yo no condeno; mas déjolas,
porque muchos las dicen, y porque son cosas menudas y que se pintan mejor que se
dicen. Sola una cosa de estas diré, y es que el original de este nombre Jesús,
que es Jehosuah, como arriba dijimos, tiene todas las letras de que se
compone el nombre de Dios, que llaman de cuatro letras, y demás de ellas tiene
otras dos.
Pues,
como sabéis, el nombre de Dios, de cuatro letras, que se encierra en este
nombre, es nombre que no se pronuncia, o porque son vocales todas, o porque no
se sabe la manera de su sonido, o por la religión y respeto que debemos a Dios,
o porque, como yo algunas veces sospecho, aquel nombre y aquellas letras hacen
la señal con que el mudo que hablar no puede, o cualquiera que no osa hablar,
significa su afecto mudez con un sonido rudo y desatado y que no hace figura,
que llamamos interjección en latín, que es una voz tosca, y, como si
dijésemos, sin rostro y sin facciones ni miembros. Que quiso Dios dar por su
nombre a los hombres la señal y el sonido de nuestra mudez, para que
entendiésemos que no cabe Dios ni en el entendimiento ni en la lengua, y que el
verdadero nombrarle es confesarse la criatura por muda todas las veces que le
quisiere nombrar, y que el embarazo de nuestra lengua y el silencio nuestro,
cuando nos levantamos a Él, es su nombre y loor, como David lo decía. Así que
es nombre inefable y que no se pronuncia este nombre.
Mas,
aunque no se pronuncia en sí, ya veis que en el nombre de Jesús, por
razón de dos letras que se le añaden, tiene pronunciación clara y sonido
formado y significación entendida, para que acontezca en el nombre lo mismo que
pasó en Cristo, y para que sea, como dicho tengo, retrato el nombre del ser.
Porque, por la misma manera, en la persona de Cristo se junta la divinidad con
el alma y con la carne del hombre; y la palabra divina, que no se leía, junta
con estas dos letras, se lee, y sale a luz lo escondido, hecho conversable y
visible, y es Cristo un Jesús, esto es, un ayuntamiento de lo divino y
humano, de lo que no se pronuncia y de lo que pronunciarse puede, y es causa que
se pronuncie lo que se junta con ello. Mas en esto no pasemos de aquí, sino
digamos ya de la significación del nombre de Jesús, cómo él conviene
a Cristo, y cómo es sólo de Cristo, y cómo abraza todo lo que de Él se dice,
y las muchas maneras como esta significación le conviene.
Jesús,
pues, significa salvación o salud; que el ángel así lo dijo.
Pues si se llama salud Cristo, cierto será que lo es; y, si lo es, que lo es
para nosotros, porque para sí no tiene necesidad de salud el que en sí no
padece falta, ni tiene miedo de padecerla. Y si para nosotros Cristo es Jesús
y salud, bien se entiende que tenemos enfermedad nosotros, para cuyo remedio
se ordena la salud de Jesús. Veamos, pues, la cualidad de nuestro estado
miserable, y el número de nuestras flaquezas, y los daños y males nuestros,
que de ellos conoceremos la grandeza de esta salud y su condición, y la razón
que tiene Cristo para que el nombre Jesús, entre tantos nombres suyos,
sea su propio nombre.
El
hombre, de su natural, es movedizo y liviano y sin constancia en su ser, y, por
lo que heredó de sus padres, es enfermo en todas las partes de que se compone
su alma y su cuerpo. Porque en el entendimiento tiene oscuridad, y en la
voluntad flaqueza, y en el apetito perversa inclinación, y en la memoria
olvido, y en los sentidos, en unos engaño y en otros fuego, y en el cuerpo
muerte, y desorden entre todas estas cosas que he dicho, y disensiones y guerra,
que le hacen ocasionado a cualquier género de enfermedad y de mal. Y lo que
peor es, heredó la culpa de sus padres, que es enfermedad en muchas maneras,
por la fealdad suya que pone, y por la luz y la fuerza de la gracia que quita, y
porque nos enemista con Dios, que es fiero enemigo, y porque nos sujeta al
demonio y nos obliga a penas sin fin. A esta culpa común añade cada uno las
suyas, y, para ser del todo miserables, como malos enfermos, ayudamos el mal, y
nos llamamos la muerte con los excesos que hacemos. Por manera que nuestro
estado, de nuestro nacimiento, y por la mala elección de nuestro albedrío, y
por las leyes que Dios contra el pecado puso, y por las muchas cosas que nos
convidan siempre a pecar, y por la tiranía cruel y el cetro durísimo que el
demonio sobre los pecadores tiene, es infelicísimo y miserable estado sobre
toda manera, por dondequiera que le miremos. Y nuestra enfermedad no es una
enfermedad, sino una suma sin número de todo lo que es doloroso y enfermo.
El
remedio de todos estos males es Cristo, que nos libra de ellos en las formas que
ayer y hoy se ha dicho en diferentes lugares; y porque es el remedio de todo
ello, por eso es y se llama Jesús, esto es, salvación y salud. Y es
grandísima salud, porque la enfermedad es grandísima; y nómbrase propiamente
de ella, porque, como la enfermedad es de tantos senos y enramada con tantos
ramos, todos los demás oficios de Cristo, y los nombres que por ellos tiene,
son como partes que se ordenan a esta salud, y el nombre de Jesús es el
todo, según que todo lo que significan los otros nombres, o es parte de esta
salud que es Cristo, y que Cristo hace en nosotros, o se ordena a ella, o se
sigue de ella por razón necesaria.
Que
si es llamado Pimpollo Cristo, y si es, como decíamos, el parto común
de las cosas, ellas sin duda le parieron para que fuese su Jesús y
salud. Y así Isaías, cuando les pide que lo paran y que lo saquen a luz, y les
dice: «Rociad, cielos, desde lo alto, y vosotras, nubes, lloved al justo»,
luego dice el fin para que le han de parir, porque añade: «Y tú, tierra,
fructificarás la salud.» Y si es Faces de Dios, eslo porque es nuestra
salud, la cual consiste en que nos asemejemos a Dios y le veamos, como Cristo lo
dice: «Esta es la vida eterna, conocerte a Ti y a tu Hijo.» Y también si le
llamamos Camino y si le nombramos Monte, es camino porque es
guía, y es monte porque es defensa; y cierto es que no nos fuera Jesús
si no nos fuera guía y defensa, porque la salud ni se viene a ella sin guía ni
se conserva sin defensa.
Y
de la misma manera es llamado Padre del siglo futuro, porque la salud que
el hombre pretende no se puede alcanzar si no es engendrado otra vez. Y así,
Cristo no fuera nuestro Jesús si primero no fuera nuestro engendrador y
nuestro padre. También es Brazo y Rey de Dios y Príncipe de paz: brazo
para nuestra libertad, rey y príncipe para nuestro gobierno; y lo uno y lo
otro, como se ve, tienen orden a la salud: lo uno que se le presupone, y lo otro
que la sustenta. Y así, porque Cristo es Jesús, por el mismo caso es brazo
y es rey. Y lo mismo podemos decir del nombre de Esposo; porque no
es perfecta la salud sola y desnuda si no la acompaña el gusto y deleite. Y
esta es la causa por que Cristo, que es perfecto Jesús nuestro, es
también nuestro esposo, conviene a saber, es el deleite del alma y su
compañía dulce, y será también su marido, que engendrará de ella y en ella
generación casta y noble y eterna, que es cosa que nace de la salud entera, y
que de ella se sigue. De arte que, diciendo que se llama Cristo Jesús,
decimos que es esposo y rey, y príncipe de paz y brazo,
y monte y padre, y camino y pimpollo; y es
llamarle, como también la Escritura le llama, pastor y oveja, hostia
y sacerdote, león y cordero, vid, puerta, médico, luz, verdad y sol
de justicia, y otros nombres así.
Porque
si es verdaderamente Jesús nuestro, como lo es, tiene todos estos
oficios y títulos, y, si le faltaran, no fuera Jesús entero ni salud
cabal, así como nos es necesaria. Porque nuestra salud, presupuesta la
condición de nuestro ingenio, y la cualidad y muchedumbre de nuestras
enfermedades y daños, y la corrupción que había en nuestro cuerpo, y el poder
que por ella tenía en nuestra alma el demonio, y las penas a que la condenaban
sus culpas, y el enojo y la enemistad contra nosotros de Dios, no podía hacerse
ni venir a colmo si Cristo no fuera pastor que nos apacentara y guiara, y oveja
que nos alimentara y vistiera, y hostia que se ofreciera por nuestras culpas, y
sacerdote que interviniera por nosotros y nos desenojara a su Padre, y león que
despedazara al león enemigo, y cordero que llevara sobre sí los pecados del
mundo, y vid que nos comunicara su jugo, y puerta que nos metiera en el cielo, y
médico que curara mil llagas, y verdad que nos sacara de error, y luz que nos
alumbrara los pies en la noche de esta vida oscurísima, y, finalmente, sol de
justicia que en nuestras almas, ya libres por Él, naciendo en el centro de
ellas, derramara por todas las partes de ellas sus lucidos rayos para hacerlas
claras y hermosas. Y así el nombre de Jesús está en todos los nombres
que Cristo tiene, porque todo lo que en ellos hay se endereza y encamina a que
Cristo sea perfectamente Jesús. Como escribe bien San Bernardo,
diciendo:
«Dice
Isaías: Será llamado admirable, consejero, Dios, fuerte, padre del siglo
futuro, príncipe de paz. Ciertamente, grandes nombres son éstos; mas
¿qué se ha hecho del nombre que es sobre todo nombre, el nombre de Jesús,
a quien se doblan todas las rodillas? Sin duda hallarás este nombre en todos
estos nombres que he dicho, pero derramado por cierta manera, porque de él es
lo que la Esposa amorosa dice: Ungüento derramado tu nombre. Porque de
todos estos nombres resulta un nombre, Jesús, de manera que no lo fuera
ni se lo llamara si alguno de ellos le faltara por caso. ¿Por ventura cada uno
de nosotros no ve en sí, y en la mudanza de sus voluntades, que se llama Cristo
admirable? Pues eso es ser Jesús. Porque el principio de nuestra
salud es, cuando comenzamos a aborrecer lo que antes amábamos, dolernos de lo
que nos daba alegría, abrazarnos con lo que nos ponía temor, seguir lo que
huíamos, y desear con ansia lo que desechábamos con enfado. Sin duda, admirable
es quien hace tan grandes maravillas. Mas conviene que se muestre también
consejero en el escoger de la penitencia y en el ordenar de la vida, porque
acaso no nos lleve el celo demasiado, ni le falte prudencia al buen deseo. Pues
también es menester que experimentemos que es Dios, conviene a saber, en el
perdonar lo pasado, porque no hay sin este perdón salud, ni puede nadie
perdonar pecados sino es sólo Dios. Mas ni aun esto basta para salvarnos, si no
se nos mostrare ser fuerte, defendiéndonos de quien nos guerrea, para que no
venzan los antiguos deseos, y sea peor que lo primero lo postrero. ¿Paréceos
que falta algo para quien es, por nombre y por oficio, Jesús? Sin duda
faltara una cosa muy grande, si no se llamara y si no fuera padre del siglo
futuro, para que engendre y resucite a la vida sin fin a los que somos
engendrados para la muerte de los padres de este presente siglo. Ni aun esto
bastara si, como príncipe de paz, no nos pacificara a su Padre, a quien
hará entrega del reino.»
De
lo cual todo, San Bernardo concluye que los nombres que Cristo tiene son todos
necesarios para que se llame enteramente Jesús, porque, para ser lo que
este nombre dice, es menester que tenga Cristo y que haga lo que significan
todos los otros nombres. Y así, el nombre de Jesús es propio nombre
suyo entre todos. Y es suyo propio también porque, como el mismo Bernardo dice,
no le es nombre postizo, sino nacido nombre, y nombre que le trae embebido en el
ser; porque, como diremos en su lugar, su ser de Cristo es Jesús, porque
todo cuanto en Cristo hay es salvación y salud. La cual, demás de lo dicho,
quiso Cristo que fuese su nombre propio para declararnos su amor. Porque no
escogió para nombrarse ningún otro título suyo de los que no miran a
nosotros, teniendo tantas grandezas en sí, cuanto es justo que tenga en quien,
como San Pablo dice, reside de asiento y como corporalmente toda la riqueza
divina, sino escogió para su nombre propio lo que dice los bienes que en
nosotros hace y la salud que nos da, mostrando clarísimamente lo mucho que nos
ama y estima, pues de ninguna de sus grandezas se precia ni hace nombre sino de
nuestra salud.
Que
es lo mismo que a Moisés dijo en el Éxodo cuando le preguntaba su
nombre, para poder decir a los hijos de Israel que Dios le enviaba; porque dice
allí así: «De esta manera dirás a los hijos de Israel: El Señor Dios de
vuestros padres, Dios de Abraham y Dios de Isaac y Dios de Jacob, me envía a
vosotros; que éste es mi nombre para siempre, y mi apellido en la generación
de las generaciones.» Dice que es su nombre Dios de Abraham, por razón de lo
que hasta ahora ha hecho y hará siempre por sus hijos de Abraham, que son todos
los que tienen su fe. Dios que nace de Abraham, que gobierna a Abraham, que lo
defiende, que lo multiplica, que lo repara y redime y bendice, esto es, Dios que
es Jesús de Abraham.
Y
dice que este nombre es el nombre propio suyo, y el apellido que Él más ama, y
el título por donde quiere ser conocido y de que usa y usará siempre, y
señaladamente en la generación de las generaciones, esto es, en el renacer de
los hombres nacidos y en el salir a la luz de la justicia los que habían ya
salido a esta visible luz llenos de miseria y de culpa, porque en ellos
propiamente, y en aquel nacimiento, y en lo que le pertenece y se le sigue, se
muestra Cristo a la clara Jesús. Y como en el monte (cuando Moisés
subió a ver la gloria de Dios, porque Dios le había prometido mostrársela,
cuando le puso en el hueco de la peña, y le cubrió con la mano y le pasó por
delante), cuanto mostró a Moisés de sí lo encerró en estas palabras que le
dijo: «Yo soy amoroso entrañablemente, compasivo, ancho de narices, sufrido y
de mucha espera, grande en perdón, fiel y leal en la palabra, que extiendo mis
bienes por mil generaciones de hombres.» Como diciendo que su ser es
misericordia, y de lo que se precia es piedad, y que sus grandezas y
perfecciones se resumen en hacer bien, y que todo cuanto es y cuanto quiere ser
es blandura y amor. Así, cuando se mostró visible a los ojos, no subiendo
nosotros al monte, sino descendiendo Él a nuestra bajeza, todo lo que de sí
nos descubre es Jesús. Jesús es su ser, Jesús son sus
obras, y Jesús es su nombre, esto es, piedad y salud.
Más.
Quiso Cristo tomar por nombre propio a la salud, que es Jesús, porque
salud no es un solo bien, sino una universalidad de bienes innumerables. Porque
en la salud están las fuerzas, y la ligereza del movimiento, y el buen parecer,
y la habla agradable, y el discurso entero de la razón, y el buen ejercicio de
todas las partes y de todas las obras del hombre. El bien oír, el buen ver y la
buena dicha y la industria, la salud la contiene en sí misma. Por manera que
salud es una preñez de todos los bienes. Y así, porque Cristo es esta preñez
verdaderamente, por eso este nombre es el que más le conviene, porque Cristo,
así como en la divinidad es la idea y el tesoro y la fuente de todos los
bienes, conforme a lo que poco ha se decía, así, según la humanidad, tiene
todos los reparos y todas las medicinas y todas las saludes que son menester
para todos.
Y
así, es bien y salud universal, no sólo porque a todos hace bien, ni solamente
porque tiene en sí la salud que es menester para todos los males, sino también
porque en cada uno de los suyos hace todas las saludes y bienes. Porque, aunque
entre los justos hay grados, así en la gracia que Dios les da como en el premio
que les dará de la gloria, pero ninguno de ellos hay que no tenga por Cristo no
sólo todos los reparos que son necesarios para librarse del mal, sino también
todos los bienes que son menester para ser ricos perfectamente. Esto es, que no
hay de ellos ninguno a quien al fin Jesús no les dé salud perfecta en
todas sus potencias y partes, así en el alma y sus fuerzas, como en el cuerpo y
sus sentidos.
Por
manera que en cada uno hace todas las saludes que en todos, limpiando la culpa,
dando libertad del tirano, rescatando del infierno, vistiendo con la gracia,
comunicando su mismo espíritu, enviando sobre ellos su amparo, y, últimamente,
resucitando y glorificando los sentidos y el cuerpo. Y lo uno y lo otro (las
muchas saludes que Cristo hace en cada uno de los suyos, y la copia universal
que en sí tiene de salud Jesús), dice David maravillosamente en el
verso cuarto del Salmo ciento nueve, que yo declaré ayer por una manera, y vos,
Juliano, poco ha lo declarasteis en otra; y consintiéndolas la letra todas,
admite también la tercera, porque le podemos muy bien leer así: «Tu pueblo,
noblezas en aquel día; tu ejército, noblezas en los resplandores santos; que
más que el vientre y más que la mañana hay en Ti rocío de tu nacimiento.»
Porque
dice que en el día que amanecerá cuando se acabare la noche de este Siglo
oscurísimo -que es verdaderamente día porque no camina a la noche, y día
porque resplandecerá en Él la verdad, y así será día de resplandores
santísimos, porque el resplandor de los justos, que ahora se esconde en su
pecho de ellos, saldrá a luz entonces y se descubrirá en público, y les
resplandecerá por los ojos y por la cara y por todos los sentidos del cuerpo-,
pues en aquel día, que es día, todo el pueblo de Cristo será noblezas. Que
llama pueblo de Cristo a los justos solos, porque en la Escritura ellos son los
que se llaman pueblo de Dios, dado que Cristo es universal Señor de todas las
cosas.
Y
a los mismos que llama pueblo, llama después ejército o escuadrón, o,
puntualmente, como suena la letra original, poderío de Cristo, según que en el
español antiguo llamaban poderes al ayuntamiento de gentes de guerra. Y
llama a los justos así, no porque ellos hacen a Cristo poderoso, como en la
tierra los muchos soldados hacen poderosos los reyes, sino porque son prueba del
grandísimo poder de Cristo todos juntos y cada uno por sí: del poder, digo, de
su virtud, y de la eficacia de su espíritu, y de la fuerza de sus manos no
vencidas, con que los sacó de la postrera miseria a la felicidad de la vida.
Pues
este pueblo y escuadrón de Cristo lucido, dice que todo es noblezas; porque
cada uno de ellos es no una nobleza, sino muchas noblezas; no una salud, sino
muchas saludes, por razón de las no numerables saludes que Cristo en ellos pone
por su nobleza infinita, cercándolos de salud y levantando por todas sus
almenas de ellos señal de victoria. Lo cual puede bien hacer Jesucristo por lo
que se sigue, y es: que tiene en sí rocío de su nacimiento, más que vientre y
más que aurora. Porque rocío llama la eficacia de Cristo y la fuerza del
espíritu que da, que en las divinas Letras suele tener nombre de agua; y
llámale rocío de nacimiento, porque hace con él que nazcan los suyos a la
buena vida y a, la dichosa vida; y nómbrale su nacimiento, porque lo hace Él,
y porque, naciendo ellos en Él, Él también nace en ellos. Y dice: «Más que
vientre y más que aurora», para significar la eficacia, y la copia
de este rocío. La eficacia, como diciendo que con el rocío de Jesús,
que en sí tiene, saca los suyos a luz de vida bienaventurada, muy más presto y
muy más cierto que sale el sol al aurora, o que nace el parto maduro del
vientre lleno. Y la copia, de esta manera: que tiene Cristo en sí más
rocío de Jesús, para serlo, que cuanto llueve por las mañanas el
cielo, y cuanto envían las fuentes y sus manantiales, que son como el vientre
donde se conciben y de donde salen las aguas. Y así son, como suena la palabra
original, la madre de ellas. Y, en castellano, la canal por donde el río corre,
decimos que es la madre del río.
Pero
vamos más adelante. La salud es un bien que consiste en proporción y en
armonía de cosas diferentes, y es una como música concertada que hacen entre
sí los humores del cuerpo. Y lo mismo es el oficio que Cristo hace, que es otra
causa por que se llama Jesús. Porque no solamente, según la divinidad,
es la armonía y la proporción de todas las cosas, mas también según la
humanidad es la música y la buena correspondencia de todas las partes del
mundo.
Que
dice así el Apóstol que «pacifica con su sangre, así lo que está en el
cielo como lo que reside en la tierra.» Y en otra parte dice también que
quitó de por medio la división que había entre los hombres y Dios, y en los
hombres entre sí mismos, unos con otros, los gentiles con los judíos, y que
hizo de ambos uno. Y por lo mismo es llamado «piedra (en el Salmo) puesta en la
cabeza del ángulo.» Porque es la paz de todo lo diferente, y el nudo que ata
en sí lo visible con lo que no se ve, y lo que concierta en nosotros la razón
y el sentido, y es la melodía acordada y dulce sobre toda manera, a cuyo santo
sonido todo lo turbado se aquieta y compone. Y así es Jesús con verdad.
Demás
de esto, llámase Cristo Jesús y Salud, para que por este su
nombre entendamos cuál es su obra propia y lo que hace señaladamente en
nosotros; esto es, para que entendamos en que consiste nuestro bien y nuestra
santidad y justicia, y lo que hemos de pedirle que nos dé, y esperar de Él que
nos lo dará. Porque así como la salud en el enfermo no está en los
refrigerantes que le aplican por defuera, ni en las epítimas que en el corazón
le ponen, ni en los regalos que para su salud ordenan los que le aman y curan,
sino consiste en que, dentro de él, sus cualidades y humores, que excedían el
orden, se compongan y se reduzcan a templanza debida, y, hecho esto en lo
secreto del cuerpo, luego, lo que parece de fuera, sin que se le aplique cosa
alguna, se templa y cobra su buen parecer y su color conveniente, así es salud
Cristo, porque el bien que en nosotros hace es como esta salud: bien
propiamente, no de sola apariencia ni que toca solamente en la sobrehaz y en el
cuero, sino bien secreto y lanzado en las venas, y metido y embebido en el alma,
y bien, no que solamente pinta las hojas, sino que propia y principalmente
mundifica la raíz y la fortifica. Por donde decía bien el Profeta:
«Regocíjate, hija de Sión, derrama loores, porque el Santo de Israel está en
medio de ti.» Esto es, no alderredor de ti, sino dentro de tus entrañas, en
tus tuétanos mismos, en el meollo de tu corazón, y verdaderamente de tu alma
en el centro.
Porque
su obra propia de Cristo es ser salud y Jesús, conviene a saber, componer entre
sí y con Dios las partes secretas del alma, concertar sus humores e
inclinaciones, apagar en ella el secreto y arraigado fuego de sus pasiones y
malos deseos; que el componer por de fuera el cuerpo y la cara, y el ejercicio
exterior de las ceremonias -el ayunar, el disciplinar, el velar, con todo lo
demás que a esto pertenece-, aunque son cosas santas si se ordenan a Dios, así
por el buen ejemplo que reciben de ellas los que las miran, como porque disponen
y encaminan el alma para que Cristo ponga mejor en ella esta secreta salud y
justicia que digo; mas la santidad formal y pura, y la que propiamente Cristo
hace en nosotros, no consiste en aquello.
Porque
su obra es salud, que consiste en el concierto de los humores de dentro, y esas
cosas son posturas y refrigerantes o fomentaciones de fuera, que tienen
apariencia de aquella salud y se enderezan a ella, mas no son ella misma como
parece. Y, como ayer largamente decíamos, todas esas son cosas que otros
muchos, antes de Cristo y sin Él, las supieron enseñar a los hombres y los
indujeron a ellas, y les tasaron lo que habían de comer, y les ordenaron la
dieta, y les mandaron que se lavasen y ungiesen, y les compusieron los ojos, los
semblantes, los pasos, los movimientos; mas ninguno de ellos puso en nosotros
salud pura y verdadera que sanase lo secreto del hombre y lo compusiese y
templase, sino sólo Cristo que por esta causa es Jesús.
¡Qué
bien dice acerca de esto el glorioso Macario! «Lo propio, dice, de los
cristianos no consiste en la apariencia y en el traje y en las figuras de fuera,
así como piensan muchos, imaginándose que para diferenciarse de los demás les
bastan estas demostraciones y señales que digo, y, cuanto a lo secreto del alma
y a sus juicios, pasa en ellos lo que en los del mundo acontece, que padecen
todo lo que los demás hombres padecen, las mismas turbaciones de pensamientos,
la misma inconstancia, las desconfianzas, las angustias, los alborotos. Y
diferéncianse del mundo en el parecer y en la figura del hábito y en unas
obras exteriores bien hechas; mas en el corazón y en el alma están presos con
las cadenas del suelo, y no gozan en lo secreto, ni de la quietud que da Dios ni
de la paz celestial del espíritu, porque ni ponen cuidado en pedírsela, ni
confían que le placerá dársela. Y ciertamente la nueva criatura, que es el
cristiano perfecto y verdadero, en lo que se diferencia de los hombres del siglo
es en la renovación del espíritu y en la paz de los pensamientos y afectos, en
el amar a Dios y en el deseo encendido de los bienes del cielo, que esto fue lo
que Cristo pidió para los que en Él creyesen: que recibiesen estos bienes
espirituales. Porque la gloria del cristiano, y su hermosura y su riqueza, la
del cielo es, que vence lo que se puede decir, y que no se alcanza sino con
trabajo y con sudor y con muchos trances y pruebas, y principalmente con la
gracia divina.» Esto es de San Macario.
Que
es también aviso nuestro, que, por una parte, nos enseña a conocer en las
doctrinas y caminos de vivir que se ofrecen, si son caminos y enseñanzas de
Cristo; y, por otra, nos dice, y como pone delante de los ojos, el blanco del
ejercicio santo y aquello a que hemos de aspirar en él, sin reposar hasta que
lo consigamos. Que cuanto a lo primero, de las enseñanzas y caminos de vida,
hemos de tener por cosa certísima que la que no mirare a este fin de salud, la
que no tratare de desarraigar del alma las pasiones malas que tiene, la que no
procurare criar en el secreto de ella orden, templanza, justicia, por más que
de fuera parezca santa, no es santa, y por más que se pregone de Cristo, no es
de Cristo; porque el nombre de Cristo es Jesús y Salud, y el
oficio de ésta es sobresanar por de fuera. La obra de Cristo propia es
renovación del alma y justicia secreta; la de ésta son apariencias de salud y
justicia. La definición de Cristo es ungir, quiero decir que Cristo es
lo mismo que unción, y de la unción es ungir, y la unción y el ungir es cosa
que penetra a los huesos, y este otro negocio que digo es embarnizar, y no
ungir. De sólo Cristo es el deshacer las pasiones; esto no las deshace, antes
las sobredora con colores y demostraciones de bien. ¿Qué digo no deshace?
Antes vela con atención sobre ellas, para, en conociendo a do tiran, seguirlas
y cebarlas y encaminarlas a su provecho. Así que la doctrina o enseñamiento
que no hiciere, cuanto en sí es, esta salud en los hombres, si es cierto que
Cristo se llama Jesús, porque la hace siempre, cierto será que no es
enseñamiento de Cristo.
Dijo
Sabino aquí:
-También
será cierto, Marcelo, que no hay en esta edad en la Iglesia enseñamientos de
la cualidad que decís.
-Por
cierto lo tengo, Sabino -respondió Marcelo-, mas halos habido y puédelos haber
cada día, y, por esta causa, es el aviso conveniente.
-Sin
duda conveniente -dijo Juliano- y necesario. Porque si no lo fuera, no nos
apercibiera Cristo en el Evangelio, como nos apercibe, acerca de los falsos
profetas; porque falsos profetas son los maestros de estos caminos, o, por decir
lo que es, esos mismos enseñamientos vacíos de verdad son los profetas falsos,
por de fuera como ovejas en las apariencias buenas que tienen, y, dentro,
robadores lobos por las pasiones fieras que dejan en el alma como en su cueva.
-Y
ya que no haya ahora -tomó Marcelo a decir- mal tan desvengonzado como ese,
pero sin duda hay algunas cosas que tiran a él y le parecen. Porque, decidme,
Sabino, ¿no habréis visto alguna vez, u oído decir, que, para inducir al
pueblo a limosna, algunos les han ordenado que hagan alarde y se vistan de
fiesta y, con pífano y tambor, y disparando los arcabuces en competencia los
unos de los otros, vayan a hacerla? Pues esto ¿qué es sino seguir el humor
vicioso del hombre, y no desarraigarle la mala pasión de vanidad, sino
aprovecharse de ella y dejársela más asentada, dorándosela con el bien de la
limosna de fuera? ¿Qué es sino atender agudamente a que los hombres son vanos,
y amigos de presunción, e inclinados a ser loados y aparecer más que los
otros, porque son así, no irles a la mano en estos sus malos siniestros, ni
procurar librarlos de ellos, ni apurarles las almas reduciéndolas a la salud de
Jesús, sino sacar provecho de ellos para interés nuestro o ajeno, y
dejárselos más fijos y firmes? Que no porque mira a la limosna, que es buena,
es justo y bueno poner en obra, y traer a ejecución, y arraigar más con el
hecho la pasión y vanidad de la estima misma que vivía en el hombre. Ni es
tanto el bien de la limosna que se hace como es el daño que se recibe en la
vanidad de nuestro pecho, y en el fruto que se pierde, y en la pasión que se
pone por obra. Y, por el mismo caso, se afirma más, y queda no solamente más
arraigada, sino, lo que es mucho peor, aprobada y como santificada con el nombre
de piedad, y con la autoridad de los que inducen a ello, que a trueque de hacer
por de fuera limosneros los hombres, los hacen más enfermos en el alma de
dentro, y más ajenos de la verdadera salud de Cristo: que es contrario
derechamente de lo que pretende Jesús, que es salud.
Y,
aunque pudiéramos señalar otros ejemplos, bástenos por todos los semejantes
el dicho, y vengamos a lo segundo que dije, que Cristo, llamándose Jesús
y Salud, nos demuestra a nosotros el único y verdadero blanco de nuestra
vida y deseo. Que es más claramente decir que, pues el fin del cristiano es
hacerse uno con Cristo, esto es, tener a Cristo en sí, transformándose en Él,
y pues Cristo es Jesús, que es salud, y pues la salud no es el estar
vendado o fomentado o refrescado por de fuera el enfermo, sino el estar
reducidos a templada armonía los humores secretos, entienda el que camina a su
bien que no ha de parar antes que alcance esta santa concordia del alma, porque,
hasta tenerla, no conviene que él se tenga por sano, esto es, por Jesús. Que
no ha de parar, aunque haya aprovechado en el ayuno, y sepa bien guardar el
silencio, y nunca falte a los cantos del coro, y aunque ciña el cilicio, y pise
sobre el hielo desnudos los pies, y mendigue lo que come y lo que viste
paupérrimo, si entre esto bullen las pasiones en él, si vive el viejo hombre y
enciende sus fuegos, si se atufa en el alma la ira, si se hincha la vanagloria,
si se ufana el propio contento de sí, si arde la mala codicia; finalmente, si
hay respetos de odios, de envidias, de pundonores, de emulación y de ambición.
Que si esto hay en él, por mucho que le parezca que ha hecho y que ha
aprovechado en los ejercicios que referí, téngase por dicho que aún no ha
llegado a la salud, que es Jesús.
Y
sepa y entienda que ninguno, mientras que no sanó de esta salud, entra en el
cielo ni ve la clara vista de Dios. Como dice San Pablo: «Amad la paz y la
santidad, sin la cual no puede ninguno ver a Dios.» Por tanto, despierte el que
así es, y conciba ánimo fuerte, y puestos los ojos en este blanco que digo y
esperando en Jesús, alargue el paso a Jesús. Y pídale a la Salud que le sea
salud, y en cuanto no lo alcanzare, no cese ni pare, sino, como dice de sí San
Pablo, «Olvidando lo pasado y extendiendo con el deseo las manos a lo porvenir,
corra y vuele a la corona que les está puesta delante.»
Pues
qué, ¿es malo el ayuno, el cilicio, la mortificación exterior? No es sino
bueno; mas es bueno como medicinas que ayudan, pero no como la misma salud;
bueno como emplastos, pero como emplastos que ellos mismos son testigos que
estamos enfermos; bueno como medio y camino para alcanzar la justicia, pero no
como la misma justicia; bueno unas veces como causas, y otras como señales de
ánimo concertado o que ama el concierto, pero no como la misma santidad y
concierto del ánimo. Y como no es ella misma, acontece algunas veces que se
halla sin ella, y es entonces hipocresía y embuste, a lo menos es inútil y sin
fruto sin ella.
Y
como debemos condenar a los herejes que condenan contra toda la razón esta
muestra de santidad exterior, la cual ella en sí es hermosa y dispone el alma
para su verdadera hermosura, y es agradable a Dios y merecedora del cielo cuando
nace la hermosura de dentro; así, ni más ni menos, debemos avisar a los fieles
que no está en ella el paradero de su camino, ni menos es su verdadero caudal,
ni su justicia, ni su salud; la que de veras sana y ajusta su alma, y la que es
necesaria para la vida que siempre dura, y la que, finalmente, es propia obra de
Cristo Jesús. Que sería negocio de lástima que, caminando a Dios, por haber
parado antes de tiempo, o por haber hecho hincapié en lo que sólo era paso, se
hallasen sin Dios a la postre; y, proponiéndose llegar a Jesús, por no
entender qué es Jesús, se hallasen miserablemente abrazados con Solón
o con Pitágoras, o, cuando más, con Moisés; porque Jesús es salud, y
la salud es la justicia secreta y la compostura del alma que, luego que reina en
ella, echa de sí rayos que resplandecen de fuera, y serenan y componen y
hermosean todos los movimientos y ejercicios del cuerpo.
Y
como es mentira y error tener por malas, o por no dignas de premio, estas
observancias de fuera, así también es perjuicio y engaño pensar que son ellas
mismas la pura salud de nuestra alma, y la justicia que formalmente nos hace
amables en los ojos de Dios, que esa propiamente es Jesús, esto es, la
salud que derechamente hace dentro de nosotros, y no sin nosotros, Jesús.
Que es lo que hemos dicho, y por quien San Pablo, hablando de Cristo, dice que
«fue determinado ser hijo de Dios en fortaleza, según el espíritu de la
santificación en la resurrección de los muertos de Jesucristo.» Que es como
si más extendidamente dijera que el argumento cierto y la razón y señal
propia por donde se conoce que Jesús es el verdadero Mesías, Hijo de Dios
prometido en la ley, como se conoce por su propia definición una cosa, es
porque es Jesús; esto es, por la obra de Jesús que hizo, que era
obra reservada por Dios, y por su ley y profetas, para sólo el Mesías. Y ésta
¿qué fue? Su poderío, dice, y fortaleza grande. Mas ¿en que la ejercitó y
declaró? En el espíritu, dice, de la santificación; conviene a saber: en que
santifica a los suyos, no en la sobrehaz y corteza de fuera, sino con vida y
espíritu. Lo cual se celebra en la resurrección de los muertos de Jesucristo,
esto es, se celebra resucitando Cristo sus muertos, que es decir, los que
murieron en Él cuando Él murió en la cruz, a los cuales Él después,
resucitado, comunica su vida. Que como la muerte que en Él padecimos es causa
que muera nuestra culpa cuando, según Dios, nacemos, así su resurrección, que
también fue nuestra, es causa que, cuando muere en nosotros la culpa, nazca la
vida de la justicia, como ayer mañana dijimos.
Así
que, según que decía, el condenar la ceremonia es error, y el poner en ella la
proa y la popa de la justicia es engaño. El medio de estos extremos es lo
derecho, que la ceremonia es buena cuando sirve y ayuda a la verdadera
santificación del alma, porque es provechosa, y cuando nace de ella es mejor
porque es merecedora del cielo, mas que no es la pura y la viva salud que Cristo
en nosotros hace, y porque se llama Jesús.
Digo
más. No se llama Jesús así porque solamente hace la salud que decimos,
sino porque es Él mismo esa salud. Porque aunque sea verdad, como de hecho lo
es, que Cristo en los que santifica hace salud y justicia por medio de la gracia
que en ellos pone asentada y como apegada en su alma, mas sin eso, como
decíamos ayer, Él mismo, por medio de su espíritu, se junta con ella y,
juntándose, la sana y agracia; y esa misma gracia que digo que hace en el alma,
no es otra cosa sino como un resplandor que resulta en ella de su amable
presencia. Así que Él mismo por sí, y no solamente por su obra y efecto, es
la salud.
Dice
bien San Macario. Y dice de esta manera: «Como Cristo ve que tú le buscas y
que tienes en Él toda tu esperanza siempre puesta, acude luego Él y te da
caridad verdadera, esto es, dásete a sí; que, puesto en ti, se te hace todas
las cosas paraíso, árbol de vida, preciosa perla, corona, edificador,
agricultor, compasivo, libre de toda pasión, hombre, Dios, vino, agua vital,
oveja, esposo, guerrero y armas de guerra, y, finalmente, Cristo, que es todas
las cosas en todos.» Así que el mismo Cristo abraza con nuestro espíritu el
suyo y, abrazándose, le viste de sí, según San Pablo dice: «Vestíos de
nuestro Señor Jesucristo.» Y, vistiéndole, le reduce y sujeta a sí mismo, y
se cala por él totalmente.
Porque
se debe advertir que, así como toda la masa es desalada y desazonada de suyo,
por donde se ordenó la levadura que le diese sabor, a la cual con verdad
podremos llamar, no sólo la sazonadora, sino la misma sazón de la masa, por
razón de que la sazona no apartada de ella, sino junta con ella, adonde ella
por sí cunde por la masa y la transforma y sazona, así, porque la masa de los
hombres estaba toda dañada y enferma, hizo Dios un Jesús, digo una
humana salud que, no solamente estando apartada, sino juntándose, fuese salud
de todo aquello con quien se juntase y mezclase, y así Él se compara a
levadura a sí mismo. De arte que, como el hierro que se enciende del fuego,
aunque en el ser es hierro y no fuego en el parecer es fuego y no hierro, así
Cristo, ayuntado conmigo y hecho totalmente señor de mí, me apura de tal
manera de mis daños y males, y me incorpora de tal manera en sus saludes y
bienes, que yo ya no parezco yo, el enfermo que era, ni de hecho soy ya el
enfermo, sino tan sano, que parezco la misma salud que es Jesús.
¡Oh
bienaventurada salud! ¡Oh Jesús dulce, dignísimo de todo deseo! ¡Si
ya me viese yo, Señor, vencido enteramente de Ti! ¡Si ya cundieses, oh salud,
por mi alma y mi cuerpo! ¡Si me apurases ya de mi escoria, de toda esta vejez!
¡Si no viniese, ni pareciese, ni luciese en mí sino Tú! ¡Oh, si ya no fuese
quien soy! Que, Señor, no veo cosa en mí que no sea digna de aborrecimiento y
desprecio. Casi todo cuanto nace de mí, son increíbles miserias; casi todo es
dolor, imperfección, malatía y poca salud.
Y
como en el libro de Job se escribe: «cada día siento en mí nuevas lástimas;
y, esperando ver el fin de ellas, he contado muchos meses vacíos, y muchas
noches dolorosas han pasado por mí. Cuando viene el sueño me digo: ¿si
amanecerá mi mañana? Y cuando me levanto, y veo que no me amanece, alargo a la
tarde el deseo. Y vienen las tinieblas, y vienen también mis ages y mis
flaquezas, y mis dolores más acrecentados con ellas. Vestida está y cubierta
mi carne de mi corrupción miserable; y de las torpezas del polvo que me
compone, están ya secos y arrugados mis cueros. Veo, Señor, que se pasan mis
días, y que me han volado mucho más que vuela la lanzadera en la tela;
acabados casi los veo, y aún no veo, Señor, mi salud. Y si se acaban, acábase
mi esperanza con ellos. Miémbrate, Señor, que es ligero viento mi vida, y que
si paso sin alcanzar este bien, no volverán jamás mis ojos a verle. Si muero
sin Ti, no me verán para siempre en descanso los buenos. Y tus mismos ojos, si
los enderezares a mí, no verán cosa que merezca ser vista.» Yo, Señor, me
desecho, me despojo de mí, me huyo y desamo, para que no habiendo en mí cosa
mía, seas Tú sólo en mí todas las cosas: mi ser, mi vivir, mi salud, mi Jesús.
Y
dicho esto, calló Marcelo, todo encendido en el rostro; y, suspirando muy
sentidamente, tornó luego a decir:
-No
es posible que hable el enfermo de la salud, y que no haga significación de lo
mucho que le duele el verse sin ella. Así que me perdonaréis, Juliano y
Sabino, si el dolor, que vive de continuo en mí, de conocer mi miseria, me
salió a la boca ahora y se derramó por la lengua.
Y
tornó a callar, y dijo luego:
-Cristo,
pues, se llama Jesús porque Él mismo es salud; y no por esto solamente,
sino también porque toda la salud es sólo Él. Porque siempre que el nombre
que parece común se da a uno por su nombre propio y natural, se ha de entender
que aquel a quien se da tiene en sí toda la fuerza del nombre; como, si
llamásemos a uno por su nombre Virtud, no queremos decir que tiene
virtud como quiera, sino que se resume en él la virtud. Y por la misma manera,
ser Salud el propio nombre de Cristo, es decir que es por excelencia
salud, o que todo lo que es salud y vale para salud está en Él. Y como haya en
la salud, según los sujetos, diferentes saludes (que una es la salud del alma y
otra es la del cuerpo, y en el cuerpo tiene por sí salud la cabeza y el
estómago y el corazón y las demás partes del hombre), ser Cristo por
excelencia salud y nuestra salud, es decir que es toda la salud, y que Él todo
es salud, y salud para todas enfermedades y tiempos. Es toda la salud porque,
como la razón de la salud, según dicen los médicos, tiene dos partes (una que
la conserva y otra que la restituye; una que provee lo que la puede tener en
pie, otra que receta lo que la levanta si cae); y como así la una como la otra
tienen dos intenciones solas a que enderezan como a blanco sus leyes: aplicar lo
bueno y apartar lo dañoso; y como en las cosas que se comen para salud, unas
son para que críen sustancia en el cuerpo, y otras para que le purguen de sus
malos humores; unas que son mantenimiento, otras que son medicina; así esta
salud, que llamamos Jesús, porque es cabal y perfecta salud, puso en sí
estas dos partes juntas: lo que conserva la salud, y lo que la restituye cuando
se pierde; lo que la tiene en pie, y lo que la levanta caída; lo que cría
buena sustancia, y lo que purga nuestra ponzoña.
Y
como es pan de vida, como Él mismo se llama, se quiso amasar con todo lo que
conviene para estos dos fines: con lo santo, que hace vida, y con lo trabajoso y
amargo, que purga lo vicioso. Y templóse y mezclóse, como si dijésemos, por
una parte, de la pobreza, de la humildad, del trabajarse, del ser trabajado, de
las afrentas, de los azotes, de las espinas, de la cruz, de la muerte (que cada
cosa para el suyo, y todas son tósigo para todos los vicios), y, por otra
parte, de la gracia de Dios, y de la sabiduría del cielo, y de la justicia
santa, y de la rectitud, y de todos los demás dones del Espíritu Santo, y de
su unción abundante sobre toda manera, para que, amasado y mezclado así, y
compuesto de todos aquestos simples, resultase de todos un Jesús de
veras y una salud perfectísima que allegase lo bueno y apartase lo malo, que
alimentase y purgase. Un Pan verdaderamente de vida, que, comido por nosotros
con obediencia y con viva fe, y pasado a las venas, con lo amargo desarraigase
los vicios y con lo santo arraigase la vida. De arte que, comidas en Él sus
espinas, purgasen nuestra altivez; y sus azotes, tragados en Él por nosotros,
nos limpiasen de lo que es muelle y regalo; y su cruz, en Él comida de mí, me
apurase del amor de mí mismo; y su muerte, por la misma manera, diese fin a mis
vicios. Y al revés, comiendo en Él su justicia, se criase justicia en mi alma,
y, traspasando a mi estómago su santidad y gracia, se hiciese en mí gracia y
santidad verdadera, y naciese en mí sustancia del cielo, que me hiciese hijo de
Dios, comiendo en Él a Dios hecho hombre, que, estando en nosotros, nos hiciese
a la manera que es Él, muertos al pecado y vivos a la justicia, y nos fuese
verdadero Jesús.
Así
que es Jesús porque es toda la salud. Es también Jesús porque
es salud todo Él. Son salud sus palabras; digo, son Jesús sus palabras,
son Jesús sus obras, su vida es Jesús y su muerte es Jesús.
Lo que hizo, lo que pensó, lo que padeció, lo que anduvo, vivo, muerto,
resucitado, subido y asentado en el cielo, siempre y en todo es Jesús. Que con
la vida nos sana y con la muerte nos da salud, con sus dolores quita los
nuestros, y, como Isaías dice, «Somos hechos sanos con sus cardenales.» Sus
llagas son medicina del alma, con su sangre vertida se repara la flaqueza de
nuestra virtud. Y no sólo es Jesús y Salud con su doctrina,
enseñándonos el camino sano y declarándonos el malo y peligroso, sino
también con el ejemplo de su vida y de sus obras hace lo mismo. Y no sólo con
el ejemplo de ellas nos mueve al bien y nos incita y nos guía, sino con la
virtud saludable que sale de ellas, que la comunica a nosotros, nos aviva y nos
despierta y nos purga y nos sana.
Llámase,
pues, con justicia Jesús, quien, todo Él, por dondequiera que se mire,
es Jesús. Que como del árbol de quien San Juan en el Apocalipsis
escribe se dice que estaba plantado por ambas partes de la ribera del río de
agua viva que salía de la silla de Dios y de su cordero, y que sus hojas eran
para salud de las gentes, así esta santa humanidad, arraigada a la corriente
del río de las aguas vivas, que son toda la gracia del Espíritu Santo, y
regada y cultivada con ellas, y que rodea sus riberas por ambas partes, porque
las abraza y contiene en sí todas, no tiene hoja que no sea Jesús, que
no sea vida, que no sea remedio de males, que no sea medicina y salud.
Y
llevaba también este árbol, como San Juan allí dice, doce frutas, en cada mes
del año la suya, porque, como decíamos, es Jesús y Salud, no
para una enfermedad sola, o para una parte de nosotros enferma, o para una
sazón o tiempo tan solamente, sino para todo accidente malo, para toda llaga
mortal, para toda apostema dolorosa, para todo vicio, para todo sujeto vicioso,
ahora y en todo tiempo es Jesús. Que no solamente nos sana el alma
perdida, mas también da salud al cuerpo enfermo y dañado. Y no los sana
solamente de un vicio, sino de cualquiera vicio que haya habido en ellos, o que
haya, los sana. Que a nuestra soberbia es Jesús, con su caña por cetro;
y con su púrpura, por escarnio vestida, para nuestra ambición es Jesús.
Su cabeza, coronada con fiera y desapiadada corona, es Jesús en nuestra
mala inclinación al deleite; y sus azotes y todo su cuerpo dolorido, en lo que
en nosotros es carnal y torpe, es Jesús. Eslo, para nuestra codicia, su
desnudez; para nuestro coraje, su sufrimiento admirable; para nuestro amor
propio, el desprecio que siempre hizo de sí.
Y
así la Iglesia, enseñada del Espíritu Santo y movida por Él, en el día en
que cada año representa la hora cuando esta Salud se sazonó para
nosotros en el lugar de la cruz, como presentándola delante de Dios y
mostrándosela enclavada en el leño, y conociendo lo mucho que esta ofrenda
vale y lo mucho que puede delante de Él, ¿qué bien o qué merced no le pide?
Pídele, como por derecho, salud para el alma y para el cuerpo. Pídele los
bienes temporales y los bienes eternos. Pídele para los papas, los obispos, los
sacerdotes, los clérigos, para los reyes y príncipes, para cada uno de los
fieles según sus estados. Para los pecadores penitencia, para los justos
perseverancia, para los pobres amparo, para los presos libertad, para los
enfermos salud, para los peregrinos viaje feliz y vuelta con prosperidad a sus
casas.
Y
porque todo es menos de lo que puede y merece esta Salud, aun para los
herejes, aun para los paganos, aun para los judíos ciegos que la desecharon,
pone la Iglesia delante de los ojos de Dios a Jesús muerto, y hecho vida
en la cruz para que les sea Jesús. Por lo cual la esposa, en los
Cantares, le llama racimo de copher, diciendo de esta manera: «Racimo de
copher mi Amado a mí en las viñas de Engadí.» Y ordenó, a lo que sospecho,
la providencia de Dios que no supiésemos de copher qué árbol era o qué
planta, para que, dejándonos de la cosa, acudiésemos al origen de la palabra,
y así conociésemos que copher, según aquello de donde nace, significa
aplacamiento y perdón y satisfacción de pecados. Y, por consiguiente,
entendiésemos con cuánta razón le llama racimo de copher a Cristo la
Esposa, diciéndonos en ello por encubierta manera que no es una salud Cristo
sola, ni un remedio de males particular, ni una limpieza o un perdón de pecados
de un solo linaje, sino que es un racimo que se compone, como de granos, de
innumerables perdones, de innumerables remedios de males, de saludes sin
número, y que es un Jesús en quien cada una cosa de las que tiene es Jesús.
¡Oh salud, oh Jesús, oh medicina infinita! Pues es Jesús el nombre propio de
Cristo, porque sana Cristo y porque sana consigo mismo, y porque es toda la
salud, y porque sana todas las enfermedades del hombre, y en todos los tiempos y
con todo lo que en sí tiene, porque todo es medicinal y saludable, y porque
todo cuanto hace es salud.
Y
por llegar a su punto toda esta razón, decidme, Sabino: ¿vos no entendéis que
todas las criaturas tienen su principio de nada?
-Entiendo
-dijo Sabino- que las crió Dios con la fuerza de su infinito poder, sin tener
sujeto ni materia de qué hacerlas.
-¿Luego
-dice Marcelo- ninguna de ellas tiene de su cosecha y en sí alguna cosa que sea
firme y maciza, quiero decir, que tenga de sí, y no recibido de otro, el ser
que tiene?
-Ninguna
-respondió Sabino-, sin duda.
-Pues
decidme -replicó luego Marcelo-: ¿puede durar en un ser el edificio que o no
tiene cimientos o tiene flacos cimientos?
-No
es posible -dijo Sabino- que dure.
-Y
no tiene cimiento de ser, macizo y suyo, ninguna de las cosas criadas -añadió
luego Marcelo-; luego todas ellas, cuanto de sí es, amenazan caída y, por
decir lo que es, caminan cuanto es de suyo al menoscabo y al empeoramiento, y,
como tuvieron principio de nada, vuélvense, cuanto es de su parte, a su
principio y descubren la mala lista de su linaje, unas deshaciéndose del todo,
y otras empeorándose siempre. ¿Qué se dice en el libro de Job? De los
ángeles dice: «Los que le sirven no tuvieron firmeza, y en sus ángeles halló
torcimiento.» De los hombres añade: «Los que moran en casas de lodo, y cuyo
apoyo es de tierra, se consumirán de polilla.» Pues de los elementos y cielos,
David: «Tú, Señor, en el principio fundaste la tierra, y son obras de tus
manos los cielos; ellos perecerán y Tú permanecerás, y se envejecerán todos,
como se envejece una capa.» En que, como vemos, el Espíritu Santo condena a
caída y a menoscabo de su ser a todas las criaturas. Y no solamente da la
sentencia, sino también demuestra que la causa de ello es, como decimos, el mal
cimiento que todas tienen. Porque si dice de los ángeles que se torcieron y que
caminaron al mal, también dice que les vino de que su ser no era del todo
firme. Y si dice de los hombres que se consumen, primero dijo que eran sus
cimientos de tierra. Y los cielos y tierra, si dice que envejecen, dice también
cómo se envejecen, que es como el paño, de la polilla que en ellos vive, esto
es, de la flaqueza de su nacimiento y de la mala raza que tienen.
-Todo
es como decís, Marcelo -dijo Sabino-; mas decidnos lo que queréis decir por
todo ello.
-Dirélo
-respondió-, si primero os preguntare: ¿No asentamos ayer que Dios crió todas
las criaturas, a fin de que viviese en ellas y de que luciese algo de su bondad?
-Así
se asentó -dijo Sabino.
-Pues
-añadió Marcelo- si las criaturas, por la enfermedad de su origen, forcejan
siempre por volverse a su nada y, cuanto es de suyo, se van empeorando y cayendo
para que dure en ellas la bondad de Dios, para cuya demostración las crió,
necesario fue que ordenase Dios alguna cosa que fuese como el reparo de todas y
su salud general, en cuya virtud durase todo el bien, y lo que enfermase,
sanase. Y así lo ordeno, que, como engendró desde la eternidad al Verbo, su
Hijo, que como ahora se decía, es la traza viva y la razón y el artificio de
todas las criaturas, así de cada una por sí como de todas juntas, y como por
Él las trajo a la luz y las hizo así cuando le pareció, y en el tiempo que
Él consigo ordenado tenía, le engendró otra vez hecho hombre Jesús, o
hizo hombre Jesús en el tiempo, aquel a quien por toda la eternidad
comunica el ser Dios, para que Él mismo, que era la traza y el artífice de
todo según que es Verbo de Dios, fuese, según que es hombre, hecho una persona
con Dios, el reparo y la medicina, y la restitución y la salud de todas las
cosas; y para que Él mismo, que por ser, según su naturaleza divina, el
artificio general de las criaturas, se llama, según aquella parte, en hebreo Dabar,
y en griego Logos, y en castellano Verbo y Palabra, ese
mismo, por ser, según la naturaleza humana que tiene, la medicina y el
restaurativo universalmente de todo, sea llamado Jesús en hebreo, y en
romance Salud.
De
manera que en Jesucristo, como en fuente o como en océano inmenso, está
atesorado todo el ser y todo el buen ser: toda la sustancia del mundo; y, porque
se daña de suyo, y para cuando se daña, todo el remedio y todo el Jesús
de esa misma sustancia; toda la vida y todo lo que puede conservar eternamente
la vida sana y en pie. Para que, como decía San Pablo, «en todo tenga las
primerías», y sea «el alfa y el omega, el principio y el fin»; el que las
hizo primero, y el que, deshaciéndose ellas y corriendo a la muerte, las sana y
repara. Y, finalmente, está encerrado en Él el Verbo y Jesús, esto es,
la vida general de todos y la salud de la vida. Porque de hecho es así, que no
solamente los hombres, mas también los ángeles que en el cielo moran,
reconocen que su salud es Jesús; a los unos sanó, que eran muertos, y a
los otros dio vigor para que no muriesen.
Esto
hace con las criaturas que tienen razón, y a las demás que no la tienen les da
los bienes que pueden tener; porque su cruz lo abraza todo, y su sangre limpia
lo clarifica, y su humanidad santa lo apura, y por Él tendrán nuevo estado y
nuevas cualidades, mejores que las que ahora tienen, los elementos y cielos, y
es en todos y para todos Jesús. Y de la manera que ayer, al principio de
estas razones, dijimos que todas las cosas, las sensibles y las que no tienen
sentido, se criaron para sacar a luz este parto (que dijimos ser parto de todo
el mundo común, y que se nombra por esta causa Fruto o Pimpollo),
así decimos ahora que el mismo para cuyo parto se hicieron todas, fue hecho,
como en retorno, para reparo y remedio de todas ellas, y que por esto le
llamamos la Salud y el Jesús.
Y
para que, Sabino, admiréis la sabiduría de Dios: para hacer Dios a las
criaturas no hizo hombre a su Hijo, mas hízole hombre para sanarlas y
rehacerlas. Para que el Verbo fuese el artífice bastó sólo ser Dios, mas para
que fuese el Jesús y la salud convino que también fuese hombre.
Porque para hacerlas, como no las hacía de alguna materia o de algún sujeto
que se le diese -como el escultor hace la estatua del mármol que le dan, y que
él no lo hace-, sino que, como decíais, la fuerza sola de su no medido poder
las sacaba todas al ser, no se requería que el artífice se midiese y se
proporcionase al sujeto, pues no le había. Y, como toda la obra salía
solamente de Dios, no hubo para qué el Verbo fuese más que sólo Dios para
hacerla; mas para reparar lo ya criado y que se desataba de suyo, porque el
reparo y la medicina se hacía en sujeto que era, fue muy conveniente, y
conforme a la suave orden de Dios necesario, que el reparador se avecinase a lo
que reparaba y que se proporcionase con ello, y que la medicina que se ordenaba
fuese tal, que la pudiese actuar el enfermo, y que la Salud y el Jesús,
para que lo fuese a las cosas criadas, se pusiese en una naturaleza criada que,
con la persona del Verbo junta, hiciese un Jesús. De arte que una misma
persona en dos naturalezas distintas, humana y divina, fuese criador en la una y
médico y redentor y salud en la otra; y el mundo todo, como tiene un Hacedor
general, tuviese también una salud general de sus daños, y concurriesen en una
misma persona este formador y reformador, esta vida y esta salud de vida, Jesús.
Y
como en el estado del paraíso, en que puso Dios a nuestros primeros padres,
tuvo señalados dos árboles, uno que llamó del saber y otro que servía al
vivir, de los cuales en el primero había virtud de conocimiento y de ciencia, y
en el segundo fruta que, comida, reparaba todo lo que el calor natural gasta
continuamente la vida; y como quiso que comiesen los hombres de éste, y del
otro del saber no comiesen, así en este segundo estado, en un supuesto mismo,
tiene puestas Dios estas dos maravillosísimas plantas: una del saber, que es el
Verbo, cuyas profundidades nos es vedado entenderlas, según que se escribe:
«Al que escudriñare la majestad, hundirálo la gloria»; y otra del reparar y
del sanar, que es Jesús, de la cual comeremos, porque la comida de su
fruta y el incorporar en nosotros su santísima carne, se nos manda, no sólo no
se nos veda. Que Él mismo lo dice: «Si no comiereis la carne del Hijo del
hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida.» Que como sin la luz del
sol no se ve, porque es fuente general de la luz, así sin la comunicación de
este grande Jesús, de este que es salud general, ninguno tiene salud.
Él
es Jesús nuestro en el alma, Él lo es en el cuerpo, en los ojos, en las
palabras, en los sentidos todos, y sin este Jesús no puede haber en
ninguna cosa nuestra Jesús; digo, no puede haber salud que sea verdadera
salud en nosotros. En los casos prósperos, tenemos Jesús en Jesús,
en lo miserable y adverso, tenemos Jesús en Jesús; en el vivir,
en el morir, tenemos Jesús en Jesús. Que, como diversas veces se
ha dicho, cuando nacemos en Dios por Jesús, nacemos sanos de culpas;
cuando, después de nacidos, andamos y vivimos en Él, Él mismo nos es Jesús
para los rastros que el pecado deja en el alma; cuando perseveramos viviendo,
Él también extiende su mano saludable y la pone en nuestro cuerpo malsano, y
templa sus infernales ardores, y lo mitiga y desencarna de sí, y casi le
transforma en espíritu. Y finalmente, cuando nos deshace la muerte, Él no
desampara nuestras cenizas, sino, junto y apegado con ellas, al fin les es tan Jesús,
que las levanta y resucita, y, las viste de vida que ya no muere, y de gloria
que no fallece jamás.
Y
tengo por cierto que el profeta David, cuando compuso el Salmo ciento dos,
tenía presente a esta salud universal en su alma; porque, lleno de la grandeza
de esta imagen de bien, y no le cabiendo en el pecho el gozo de que contemplarla
sentía, y considerando las innumerables saludes que esta salud encerraba, y
mirando en una tan sobrada y no merecida merced la piedad infinita de Dios con
nosotros, reventándole el alma en loores, habla con ella misma y convídala a
lo que es su deseo, a que alabe al Señor y le engrandezca, y le dice:
«Bendice, oh alma mía, al Señor.» Di bienes de Él, pues Él es tan bueno.
Dale palabras buenas, siquiera en retorno de tantas obras suyas tan buenas. Y no
te contentes con mover en mi boca la lengua y con enviarle palabras que diga,
sino tómate en lenguas tú y haz que tus entrañas sean lenguas, y no quede en
ti parte que no derrame loor: lo público, lo secreto, lo que se descubre y lo
íntimo; que, por mucho que hablen, hablarán mucho menos de lo que se debe
hablar. Salga de lo hondo de tus entrañas la voz, para que quede asentada allí
y como esculpida perpetuamente su causa; hablen los secretos de tu corazón
loores de Dios para que quede en él la memoria de las mercedes que debe a Dios,
a quien loa, para que jamás se olvide de los retornos de Dios, de las formas
diferentes, con que responde a tus hechos. Tú te convertías en nada, y Él
hizo nueva orden para darte su ser. Tú eras pestilencia de ti y ponzoña para
tu misma salud, y Él ordenó una salud, un Jesús general contra
toda tu pestilencia y ponzoña; Jesús, que dio a todos tus pecados
perdón; Jesús, que medicinó todos los ages 111 y dolencias que en ti
de ellos quedaron; Jesús, que, hecho deudo tuyo, por el tanto de su vida
sacó la tuya de la sepultura; Jesús, que tomando en sí carne de tu
linaje, en ella libra a la tuya de lo que corrompe la vida; Jesús, que
te rodea toda apiadándose de ti toda; Jesús, que en cada parte tuya
halla mucho que sanar, y que todo lo sana; Jesús y salud, que no
solamente da la salud, sino salud blanda, salud que de tu mal se enternece,
salud compasiva, salud que te colma de bien tus deseos, salud que te saca de la
corrupción de la huesa, salud que, de lo que es su grande piedad y
misericordia, te compone premio y corona; salud, finalmente, que hinche de sus
bienes tu arreo, que enjoya con ricos dones de gloria tu vestidura, que
glorifica, vuelto a vida, tu cuerpo; que le remoza y le renueva y le resplandece
y le despoja de toda su flaqueza y miseria vieja, como el águila se despoja y
remoza.
Porque
dice: Dios, a la fin, es deshacedor de agravios y gran hacedor de justicias.
Siempre se compadece de los que son saqueados, y les da su derecho; que si tú
no merecías merced, el engaño con que tu ponzoñoso enemigo te robó tus
riquezas, voceaba delante de él por remedio. Desde que lo vio se determinó
remediarlo, y les manifestó a Moisés y a los hijos de su amado Israel su
consejo, el ingenio de su condición, su voluntad y su pecho, y les dijo: soy
compasivo y clemente, de entrañas amorosas y pías, largo en sufrir, copioso en
perdonar; no me acelera el enojo, antes el hacer bienes y misericordias me
acucia; paso con ancho corazón mis ofensas, no me doy a manos en el derramar
mis perdones; que no es de mí el enojarme continuo, ni el barajar siempre con
vosotros no me puede aplacer. Así lo dijiste, Señor, y así se ve por el hecho
que no has usado con nosotros conforme a nuestros pecados, ni nos pagas conforme
a nuestras maldades. Cuan lejos de la tierra está el cielo, tan alto se
encumbra la piedad de que usas con los que por suyo te tienen. Ellos son tierra
baja, mas tu misericordia es el cielo. Ellos esperan como tierra seca su bien, y
ella llueve sobre ellos sus bienes. Ellos, como tierra, son viles; ella, como
cosa del cielo, es divina. Ellos perecen como hechos de polvo; ella como el
cielo es eterna. A ellos que están en la tierra los cubren, y los oscurecen las
nieblas; ella, que es rayo celestial, luce y resplandece por todo. En nosotros
se inclina lo pesado como en el centro; mas su virtud celestial nos libra de mil
pesadumbres. Cuanto se extiende la tierra y se aparta el nacimiento del sol de
su poniente, tanto alejaste de los hombres sus culpas. Habíamos nacido en el
poniente de Adán; traspusístenos, Señor, en tu Oriente, Sol de justicia. Como
padre que ha piedad de sus hijos, así, Tú, deseoso de darnos largo perdón, en
tu Hijo te vestiste para con nosotros de entrañas de padre. Porque, Señor,
como quien nos forjaste, sabes muy bien nuestra hechura cuál sea. Sabes, y no
lo puedes olvidar; muy acordado estás que soy polvo. Como yerba de heno son los
días del hombre: nace, y sube, y florece, y se marchita corriendo. Como las
flores ligeras parece algo, y es nada; promete de sí mucho, y para en un flueco
que vuela; tócale a malas penas el aire, y perece sin dejar rastro de sí.
Mas
cuanto son más deleznables los hombres, tanto tu misericordia, Señor,
persevera más firme. Ellos se pasan, mas tu misericordia sobre ellos dura desde
un siglo hasta otro siglo y por siempre. De los padres pasa a los hijos y de los
hijos a los hijos de ellos, y de ellos, por continua sucesión, en sus
descendientes, los que te temen, los que guardan el concierto que hiciste, los
que tienen en sus mientes tus fueros. Porque tienes tu silla en el cielo, de
donde lo miras; porque la tienes afirmada en él, para que nunca te mudes;
porque tu reino gobierna todos los reinos, para que todo lo puedas. Bendígante,
pues, Señor, todas las criaturas, pues eres de todas ellas Jesús. Tus
ángeles te bendigan: tus valerosos, tus valientes ejecutores de tus
mandamientos, tus alertos a oír lo que mandas; tus ejércitos te bendigan, tus
ministros que están prestos y aprestados para tu gusto. Todas las obras tuyas
te alaben; todas cuantas hay por cuanto se extiende tu imperio, y con todas
ellas, Señor, alábete mi alma también.
Y
como dice en otro lugar: Busqué para alabarte nuevas maneras de cantos. No es
cosa usada, ni siquiera hecha otra vez la grandeza tuya que canta; no la canté
por la forma que suele. Hiciste Salud de tu brazo, hiciste de tu Verbo Jesús;
lo que es tu poder, lo que es tu mano derecha y tu fortaleza, hiciste que nos
fuese medicina blanda y suave. Sacaste hecho Jesús a tu Hijo en los ojos
de todos; pusístelo en público. Justificaste para con todo el mundo tu causa.
Nadie te argüirá de que nos permitiste caer, pues nos reparaste tan bien.
Nadie se te querellará de la culpa, para quien supiste ordenar tan gran
medicina. ¡Dichoso, si se puede decir, el pecar que nos mereció tal Jesús!
Y
esto llegue hasta aquí. Vos, Sabino, justo es que rematéis esta plática como
soléis.
Y
calló, y Sabino dijo:
-El
remate que conviene, vos le habéis puesto, Marcelo, con el salmo que habéis
referido; lo que suelo haré yo, que es deciros los versos.
Y
dijo luego:
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Y
calló.
Y
con este fin, le tuvieron las pláticas De los nombres de Cristo, cuya es
toda la gloria por los siglos de los siglos. Amén.