Jesús

 

Qué significa y cómo le conviene sólo a Cristo el nombre de Jesús,

y de cómo es su nombre propio en cuanto hombre

 

-El nombre de Jesús, Sabino, es el propio nombre de Cristo; porque los demás que se han dicho hasta ahora, y otros muchos que se pueden decir, son nombres comunes suyos, que se dicen de Él por alguna semejanza que tiene con otras cosas, de las cuales también se dicen los mismos nombres. Los cuales y los propios difieren: lo uno, en que los propios, como la palabra lo dice, son particulares de uno, y los comunes competen a muchos; y lo otro, que los propios, si están puestos con arte y con saber, hacen significación de todo lo que hay en su dueño, y son como imagen suya, como al principio dijimos; mas los comunes dicen algo de lo que hay, pero no todo.

Así que, pues Jesús es nombre propio de Cristo, y nombre que se le puso Dios por la boca del ángel, por la misma razón no es como los demás nombres que le significan por partes, sino como ninguno de los demás, que dice todo lo de Él y que es como figura suya que nos pone en los ojos su naturaleza y sus obras, que es todo lo que hay y se puede considerar en las cosas.

Mas conviene advertir que Cristo, así como tiene dos naturalezas, así también tiene dos nombres propios: uno según la naturaleza divina en que nace del Padre eternamente, que solemos en nuestra lengua llamar Verbo o Palabra; otro según la humana naturaleza, que es el que pronunciamos Jesús. Los cuales ambos son, cada uno conforme a su cualidad, retratos de Cristo perfectos y enteros. Retratos, digo, enteros, que cada uno en su parte dice todo lo que hay en ella cuanto a un nombre es posible. Y digamos de ambos y de cada uno por sí.

Y presupongamos primero que, en estos dos nombres, unos son los originales y otros son los traslados. Los originales son aquellos mismos que reveló Dios a los Profetas, que los escribieron en la lengua que ellos sabían, que era sira o hebrea. Y así, en el primer nombre que decimos Palabra, el original es Dabar; y en el segundo nombre, Jesús, el original es Jehosuah; pero los traslados son estos mismos nombres en la manera como en otras lenguas se pronuncian y escriben.

Y porque sea más cierta la doctrina, diremos de los originales nombres. De los cuales, en el primero, Dabar, digo que es propio nombre de Cristo, según la naturaleza divina, no solamente porque es así de Cristo que no conviene ni al Padre ni al Espíritu Santo, sino también porque todo lo que por otros nombres se dice de Él, lo significa sólo éste. Porque Dabar no dice una cosa sola, sino una muchedumbre de cosas; y dícelas comoquiera y por doquiera que le miremos, o junto a todo él, o a sus partes cada una por sí, a sus sílabas y a sus letras. Que lo primero, la primera letra, que es D, tiene fuerza de artículo, como el en nuestro español; y el oficio del artículo es reducir a ser lo común, y como demostrar y señalar lo confuso, y ser guía del nombre, y darle su cualidad y su linaje, y levantarle de quilates y añadirle excelencia. Que todas ellas son obras de Cristo, según que es la palabra de Dios; porque Él puso ser a las cosas todas, y nos las sacó a luz y a los ojos, y les dio su razón y su linaje, porque Él en sí es la razón, y la proporción y la compostura y la consonancia de todas, y las guía Él mismo, y las repara si se empeoran, y las levanta y las sube siempre y por sus pasos a grandísimos bienes.

Y la segunda letra, que es B, como San Jerónimo enseña, tiene significación de edificio, que es también propiedad de Cristo, así por ser el edificio original y como la traza de todas las cosas (las que Dios tiene edificadas y las que puede edificar, que son infinitas), como porque fue el obrero de ellas. Por donde también es llamado Tabernáculo en la Sagrada Escritura, como Gregorio Niseno dice: «Tabernáculo es el Hijo de Dios unigénito, porque contiene en sí todas las cosas, el cual también fabricó tabernáculo de nosotros.»

Porque, como decíamos, todas las cosas moraron en Él eternamente antes que fuesen, y, cuando fueron, Él las sacó a luz y las compuso para morar Él en ellas. Por manera que, así como Él es casa, así ordenó que también fuese casa lo que nacía de Él, y que de un tabernáculo naciese otro tabernáculo, de un edificio otro, y que lo fuese uno para el otro, y a veces. Él es tabernáculo porque nosotros vivimos en Él; nosotros lo somos porque Él mora en nosotros. «Y la rueda está en medio la rueda, y los animales en las ruedas y las ruedas en los animales», como Ezequiel escribía. Y están en Cristo ambas las ruedas, porque en Él está la divinidad del Verbo y la humanidad de su carne, que contiene en sí la universidad de todas las criaturas ayuntadas y hechas una, en la forma que otras veces he dicho.

La tercera letra de Dabar es la R, que, conforme al mismo doctor San Jerónimo, tiene significación de cabeza o principio; y Cristo es principio por propiedad. Y Él mismo se llama principio en el Evangelio, porque en Él se dio principio a todo, porque, como muchas veces decimos, es el original de ellas, que no solamente demuestra su razón, y figura su ser, sino que les da el ser y la sustancia haciéndolas. Y es principio también, porque en todos los linajes de preeminencias y de bienes tiene Él la preeminencia y el lugar más aventajado, o, por decir la verdad, en todos los bienes es Él la cabeza de aquel bien, y como la fuente de donde mana y se deriva y se comunica a los demás que lo tienen. Como escribe San Pablo, «que es el principio y que en todo tiene las primerías.» Porque en la orden del ser, Él es el principio de quien les viene el ser a los otros; y en el orden del buen ser, Él mismo es la cabeza que todo lo gobierna y reforma. Pues en el vivir, Él es el Manantial de la vida; en el resucitar, el primero que resucita su carne, y el que es virtud para que las demás resuciten; en la gloria, el Padre y el océano de ella; en los reyes, el Rey de todos, y en los sacerdotes, el Sacerdote sumo que jamás desfallece; entre los fieles, su Pastor; en los ángeles, su Príncipe; en los rebeldes o ángeles o hombres, su Señor poderoso; y finalmente, Él es el principio por donde quiera que le miremos.

Y aun también la R significa (según el mismo doctor) el espíritu. Que aunque es nombre que conviene a todas las tres Personas, y que se apropia al Espíritu Santo por señalar la manera como se espira y procede, pero dícese Cristo espíritu, demás de lo común, por cierta particularidad y razón: lo uno, porque el ser esposo del alma es cosa que se atribuye al Verbo, y el alma es espíritu, y así conviene que Él lo sea y se lo llame, para que sea alma del alma y espíritu del espíritu; lo otro, porque, en el ayuntamiento que con ella tiene, guarda bien las leyes y la condición del espíritu: que se va y se viene, y se entra y se sale, sin que sepáis cómo ni por dónde, como San Bernardo, hablando de sí mismo, lo dice con maravilloso regalo. Y quiero referir sus palabras para que gustéis su dulzura. «Confieso, dice, que el Verbo ha venido a mí muchas veces, aunque no es cordura el decirlo. Mas con haber entrado veces en mí, nunca sentí cuándo entraba. Sentíle estar en mi alma, acuérdome que le tuve conmigo, y alguna vez pude sospechar que entraría, mas nunca le sentí ni entrar ni salir. Porque, ni aun ahora puedo alcanzar de dónde vino cuando me vino, ni adónde se fue cuando me dejó, ni por dónde entró o salió de mi alma, conforme a aquello que dice: No sabréis de dónde viene ni adónde se va. Y no es cosa nueva, porque Él es a quien dicen: Y la huella de tus pisadas no será conocida. Verdaderamente Él no entró por los ojos, porque no es sujeto a color; ni tampoco por los oídos, porque no hizo sonido; ni menos por las narices, porque no se mezcló con el aire; ni por la boca, porque ni se bebe ni se come; ni con el tacto le sentí, porque no es tal que se toca. ¿Por dónde, pues, entró? O, por ventura, no entró, porque no vino de fuera, que no es cosa alguna de las que están por de fuera. Mas ni tampoco vino de dentro de mí, porque es bueno, y yo sé que en mí no hay cosa que buena sea. Subí, pues, sobre mí, y hallé que este Verbo aún estaba más alto. Descendí debajo de mí, inquisidor curioso, y también hallé que aún estaba más abajo. Si miré a lo de afuera, vile aún más fuera que todo ello. Si me volvía para dentro, halléle dentro también. Y conocí ser verdad lo que había leído: Que vivimos en Él, y nos movemos en Él, y somos en Él. Y dichoso aquel que a Él vive y se mueve. Mas preguntará alguno: Si es tan imposible alcanzarle y entenderle sus pasos, ¿de dónde sé yo que estuvo presente en mi alma? Porque es eficaz y vivo este Verbo, y así, luego que entró, despertó mi alma que se dormía. Movió y ablandó y llagó mi corazón, que estaba duro y de piedra y mal sano. Comenzó luego a arrancar y a deshacer, y a edificar y a plantar, a regar lo seco y a resplandecer en lo oscuro, a traer lo torcido a derechez y a convertir las asperezas en caminos muy llanos, de arte que bendicen al Señor mi alma y todas mis entrañas a su santísimo Nombre. Así que, entrando el Verbo esposo algunas veces a mí, nunca me dio a conocer que entraba con ningunas señas; no con voz, no con figura, no con sus pasos.

»Finalmente, no me fue notorio por ningunos movimientos suyos, ni por ningunos sentidos míos el habérseme lanzado en lo secreto del pecho. Solamente, como he dicho, de lo que el corazón me bullía entendí su presencia. De que huían los vicios, y los afectos camales se detenían, conocía la fuerza de su poder. De que traía a luz mis secretos, y los discutía y redargüía, me admiré de la alteza de su sabiduría. De la enmienda de mis costumbres, cualquiera que ella sea, experimenté la bondad de su mansedumbre. De la renovación y reformación del espíritu de mi alma, esto es, del hombre interior, percibí como pude la hermosura de su belleza. Y de la vista de todo esto juntamente, quedé asombrado de la muchedumbre de sus grandezas sin cuento. Mas porque todas estas cosas, luego que el Verbo se aparta, como cuando quitan el fuego a la olla que hierve, comienzan con una cierta flaqueza a caerse torpes y frías, y por aquí, como por señal, conocía yo su partida, fuerza es que mi alma quede triste, y lo esté hasta que otra vez vuelva y torne, como solía, a calentarse mi corazón en mí mismo, y conozca yo así su tornada.» Esto es de Bernardo.

Por manera que el nombre Dabar en cada una de sus letras significa alguna propiedad de las que Cristo tiene. Y si juntamos las letras en sílabas, con las sílabas lo significa mejor; porque las que tiene son dos, da y bar, que juntamente quieren decir el Hijo, o éste es el hijo, que, como Juliano ahora decía, es lo propio de Cristo, y a lo que el Padre aludió cuando, desde la nube y en el monte de la gloria, de Cristo dijo a los tres escogidos discípulos: «Este es mi Hijo», que fue como decir: Es Dabar, es el que nació eterna e invisiblemente de Mí, nacido ahora rodeado de carne y visible.

Y como haya muchos nombres que significan el hijo en la lengua de esta palabra, a ella con misterio le cupo este sólo, que es bar que tiene origen de otra palabra que significa el sacar a luz y el criar, porque se entienda que el hijo que dice y que significa este nombre es hijo que saca a luz y que cría; o, si lo podemos decir así, es hijo que ahija a los hijos y que tiene la filiación en sí de todos. Y aun si leemos al revés este nombre, nos dirá también alguna maravilla de Cristo. Porque bar, vuelto y leído al contrario es rab; y rab es muchedumbre y ayuntamiento, o amontonamiento de muchas cosas excelentes en una, que es puntualmente lo que vemos en Cristo, según que es Dios y según que es Hombre. Porque en su divinidad están las ideas y las razones de todo, y en su humanidad las de todos los hombres, como ayer en sus lugares se dijo.

Mas vengamos a todo el nombre junto por sí, y veamos lo que significa, ya que hemos dicho lo que nos dicen sus partes; que no son menos maravillosas las significaciones de todo él que las de sus letras y sílabas. Porque Dabar en la Sagrada Escritura dice muchas y diferentes grandezas. Que lo primero, Dabar significa el Verbo que concibe el entendimiento en sí mismo, que es una como imagen entera e igual de la cosa que entiende. Y Cristo, en esta manera, es Dabar, porque es la imagen que de sí concibe y produce, cuando se entiende, su Padre. Y Dabar significa también la palabra que se forma en la boca, que es imagen de lo que el ánimo esconde. Y Cristo también es Dabar así, porque no solamente es imagen del Padre escondida en el Padre y para solos sus ojos, sino es imagen suya para todos, e imagen que nos le representa a nosotros, e imagen que le saca a luz y que le imprime en todas las cosas que cría. Por donde San Pablo convenientemente le llama «sello del Padre», así por que el Padre se sella en Él y se dibuja del todo, como porque imprime Él como sello, en todo lo que cría y repara, la imagen de Él que en sí tiene. Y Dabar también significa la ley y la razón, y lo que pide la costumbre y el estilo, y, finalmente, el deber en lo que se hace, que son todas cualidades de Cristo, que es, según la divinidad, la razón de las criaturas, y el orden de su compostura y su fábrica, y la ley por quien deben ser medidas, así en las cosas naturales como en las que exceden lo natural, y es el estilo de la vida y de las obras de Dios, y el deber a que tienen de mirar todas las cosas que no quieren perderse, porque lo que todas hacer deben es el allegarse a Cristo y el figurarse de Él y el ajustarse siempre con Él.

Y Dabar también significa el hecho señalado que de otro procede, y Cristo es la más alta cosa que procede de Dios, y en lo que el Padre enteramente puso sus fuerzas, y en quien se traspasó y comunicó cabalmente. Y, si lo debemos decir así, es la grandísima hazaña y la única hazaña del Padre, preñada de todas las demás grandezas que el Padre hace, porque todas las hace por Él. Y así es luz nacida de luz, y fuente de todas las luces, y sabiduría de sabiduría nacida, y manantial de todo el saber, y poderío y grandeza y excelencia, y vida e inmortalidad, y bienes sin medida ni cuenta, y abismo de noblezas inmensas, nacidas de iguales noblezas y engendradoras de todo lo poderoso y grande y noble que hay. Y Dabar dice todo esto que he dicho, porque significa todo lo grande y excelente y digno de maravilla que de otro procede. Y significa también (y con esto concluyo) cualquiera otra cosa de ser, y por la misma razón el ser mismo y la realidad de las cosas; y así, Cristo debidamente es llamado por nombre propio Dabar, porque es la cosa que más es de todas las cosas, y el ser primero y original de donde les mana a las criaturas su ser, su sustancia, su vida, su obra.

Y esto cuanto a Dabar. Que justo es que digamos ya de Jesús, que, como decimos, también es nombre de Cristo propio, y que le conviene según la parte que es Hombre. Porque así como Dabar es nombre propio suyo según que nace de Dios, por razón de que este nombre solo, con sus muchas significaciones, dice de Cristo lo que otros muchos nombres juntos no dicen, así Jesús es su propio nombre según la naturaleza humana que tiene, porque, con una significación y figura que tiene sola, dice la manera del ser de Cristo Hombre, y toda su obra y oficio, y le representa y significa más que otro ninguno. A lo cual mirará todo lo que desde ahora dijere.

Y no diré del número de las letras que tiene este nombre, ni de la propiedad de cada una de ellas por sí, ni de la significación singular de cada una, ni de lo que vale en razón de aritmética, ni del número que resulta de todas, ni del poder ni de la fuerza que tiene este número, que son cosas que las consideran algunos y sacan misterios de ellas, que yo no condeno; mas déjolas, porque muchos las dicen, y porque son cosas menudas y que se pintan mejor que se dicen. Sola una cosa de estas diré, y es que el original de este nombre Jesús, que es Jehosuah, como arriba dijimos, tiene todas las letras de que se compone el nombre de Dios, que llaman de cuatro letras, y demás de ellas tiene otras dos.

Pues, como sabéis, el nombre de Dios, de cuatro letras, que se encierra en este nombre, es nombre que no se pronuncia, o porque son vocales todas, o porque no se sabe la manera de su sonido, o por la religión y respeto que debemos a Dios, o porque, como yo algunas veces sospecho, aquel nombre y aquellas letras hacen la señal con que el mudo que hablar no puede, o cualquiera que no osa hablar, significa su afecto mudez con un sonido rudo y desatado y que no hace figura, que llamamos interjección en latín, que es una voz tosca, y, como si dijésemos, sin rostro y sin facciones ni miembros. Que quiso Dios dar por su nombre a los hombres la señal y el sonido de nuestra mudez, para que entendiésemos que no cabe Dios ni en el entendimiento ni en la lengua, y que el verdadero nombrarle es confesarse la criatura por muda todas las veces que le quisiere nombrar, y que el embarazo de nuestra lengua y el silencio nuestro, cuando nos levantamos a Él, es su nombre y loor, como David lo decía. Así que es nombre inefable y que no se pronuncia este nombre.

Mas, aunque no se pronuncia en sí, ya veis que en el nombre de Jesús, por razón de dos letras que se le añaden, tiene pronunciación clara y sonido formado y significación entendida, para que acontezca en el nombre lo mismo que pasó en Cristo, y para que sea, como dicho tengo, retrato el nombre del ser. Porque, por la misma manera, en la persona de Cristo se junta la divinidad con el alma y con la carne del hombre; y la palabra divina, que no se leía, junta con estas dos letras, se lee, y sale a luz lo escondido, hecho conversable y visible, y es Cristo un Jesús, esto es, un ayuntamiento de lo divino y humano, de lo que no se pronuncia y de lo que pronunciarse puede, y es causa que se pronuncie lo que se junta con ello. Mas en esto no pasemos de aquí, sino digamos ya de la significación del nombre de Jesús, cómo él conviene a Cristo, y cómo es sólo de Cristo, y cómo abraza todo lo que de Él se dice, y las muchas maneras como esta significación le conviene.

Jesús, pues, significa salvación o salud; que el ángel así lo dijo. Pues si se llama salud Cristo, cierto será que lo es; y, si lo es, que lo es para nosotros, porque para sí no tiene necesidad de salud el que en sí no padece falta, ni tiene miedo de padecerla. Y si para nosotros Cristo es Jesús y salud, bien se entiende que tenemos enfermedad nosotros, para cuyo remedio se ordena la salud de Jesús. Veamos, pues, la cualidad de nuestro estado miserable, y el número de nuestras flaquezas, y los daños y males nuestros, que de ellos conoceremos la grandeza de esta salud y su condición, y la razón que tiene Cristo para que el nombre Jesús, entre tantos nombres suyos, sea su propio nombre.

El hombre, de su natural, es movedizo y liviano y sin constancia en su ser, y, por lo que heredó de sus padres, es enfermo en todas las partes de que se compone su alma y su cuerpo. Porque en el entendimiento tiene oscuridad, y en la voluntad flaqueza, y en el apetito perversa inclinación, y en la memoria olvido, y en los sentidos, en unos engaño y en otros fuego, y en el cuerpo muerte, y desorden entre todas estas cosas que he dicho, y disensiones y guerra, que le hacen ocasionado a cualquier género de enfermedad y de mal. Y lo que peor es, heredó la culpa de sus padres, que es enfermedad en muchas maneras, por la fealdad suya que pone, y por la luz y la fuerza de la gracia que quita, y porque nos enemista con Dios, que es fiero enemigo, y porque nos sujeta al demonio y nos obliga a penas sin fin. A esta culpa común añade cada uno las suyas, y, para ser del todo miserables, como malos enfermos, ayudamos el mal, y nos llamamos la muerte con los excesos que hacemos. Por manera que nuestro estado, de nuestro nacimiento, y por la mala elección de nuestro albedrío, y por las leyes que Dios contra el pecado puso, y por las muchas cosas que nos convidan siempre a pecar, y por la tiranía cruel y el cetro durísimo que el demonio sobre los pecadores tiene, es infelicísimo y miserable estado sobre toda manera, por dondequiera que le miremos. Y nuestra enfermedad no es una enfermedad, sino una suma sin número de todo lo que es doloroso y enfermo.

El remedio de todos estos males es Cristo, que nos libra de ellos en las formas que ayer y hoy se ha dicho en diferentes lugares; y porque es el remedio de todo ello, por eso es y se llama Jesús, esto es, salvación y salud. Y es grandísima salud, porque la enfermedad es grandísima; y nómbrase propiamente de ella, porque, como la enfermedad es de tantos senos y enramada con tantos ramos, todos los demás oficios de Cristo, y los nombres que por ellos tiene, son como partes que se ordenan a esta salud, y el nombre de Jesús es el todo, según que todo lo que significan los otros nombres, o es parte de esta salud que es Cristo, y que Cristo hace en nosotros, o se ordena a ella, o se sigue de ella por razón necesaria.

Que si es llamado Pimpollo Cristo, y si es, como decíamos, el parto común de las cosas, ellas sin duda le parieron para que fuese su Jesús y salud. Y así Isaías, cuando les pide que lo paran y que lo saquen a luz, y les dice: «Rociad, cielos, desde lo alto, y vosotras, nubes, lloved al justo», luego dice el fin para que le han de parir, porque añade: «Y tú, tierra, fructificarás la salud.» Y si es Faces de Dios, eslo porque es nuestra salud, la cual consiste en que nos asemejemos a Dios y le veamos, como Cristo lo dice: «Esta es la vida eterna, conocerte a Ti y a tu Hijo.» Y también si le llamamos Camino y si le nombramos Monte, es camino porque es guía, y es monte porque es defensa; y cierto es que no nos fuera Jesús si no nos fuera guía y defensa, porque la salud ni se viene a ella sin guía ni se conserva sin defensa.

Y de la misma manera es llamado Padre del siglo futuro, porque la salud que el hombre pretende no se puede alcanzar si no es engendrado otra vez. Y así, Cristo no fuera nuestro Jesús si primero no fuera nuestro engendrador y nuestro padre. También es Brazo y Rey de Dios y Príncipe de paz: brazo para nuestra libertad, rey y príncipe para nuestro gobierno; y lo uno y lo otro, como se ve, tienen orden a la salud: lo uno que se le presupone, y lo otro que la sustenta. Y así, porque Cristo es Jesús, por el mismo caso es brazo y es rey. Y lo mismo podemos decir del nombre de Esposo; porque no es perfecta la salud sola y desnuda si no la acompaña el gusto y deleite. Y esta es la causa por que Cristo, que es perfecto Jesús nuestro, es también nuestro esposo, conviene a saber, es el deleite del alma y su compañía dulce, y será también su marido, que engendrará de ella y en ella generación casta y noble y eterna, que es cosa que nace de la salud entera, y que de ella se sigue. De arte que, diciendo que se llama Cristo Jesús, decimos que es esposo y rey, y príncipe de paz y brazo, y monte y padre, y camino y pimpollo; y es llamarle, como también la Escritura le llama, pastor y oveja, hostia y sacerdote, león y cordero, vid, puerta, médico, luz, verdad y sol de justicia, y otros nombres así.

Porque si es verdaderamente Jesús nuestro, como lo es, tiene todos estos oficios y títulos, y, si le faltaran, no fuera Jesús entero ni salud cabal, así como nos es necesaria. Porque nuestra salud, presupuesta la condición de nuestro ingenio, y la cualidad y muchedumbre de nuestras enfermedades y daños, y la corrupción que había en nuestro cuerpo, y el poder que por ella tenía en nuestra alma el demonio, y las penas a que la condenaban sus culpas, y el enojo y la enemistad contra nosotros de Dios, no podía hacerse ni venir a colmo si Cristo no fuera pastor que nos apacentara y guiara, y oveja que nos alimentara y vistiera, y hostia que se ofreciera por nuestras culpas, y sacerdote que interviniera por nosotros y nos desenojara a su Padre, y león que despedazara al león enemigo, y cordero que llevara sobre sí los pecados del mundo, y vid que nos comunicara su jugo, y puerta que nos metiera en el cielo, y médico que curara mil llagas, y verdad que nos sacara de error, y luz que nos alumbrara los pies en la noche de esta vida oscurísima, y, finalmente, sol de justicia que en nuestras almas, ya libres por Él, naciendo en el centro de ellas, derramara por todas las partes de ellas sus lucidos rayos para hacerlas claras y hermosas. Y así el nombre de Jesús está en todos los nombres que Cristo tiene, porque todo lo que en ellos hay se endereza y encamina a que Cristo sea perfectamente Jesús. Como escribe bien San Bernardo, diciendo:

«Dice Isaías: Será llamado admirable, consejero, Dios, fuerte, padre del siglo futuro, príncipe de paz. Ciertamente, grandes nombres son éstos; mas ¿qué se ha hecho del nombre que es sobre todo nombre, el nombre de Jesús, a quien se doblan todas las rodillas? Sin duda hallarás este nombre en todos estos nombres que he dicho, pero derramado por cierta manera, porque de él es lo que la Esposa amorosa dice: Ungüento derramado tu nombre. Porque de todos estos nombres resulta un nombre, Jesús, de manera que no lo fuera ni se lo llamara si alguno de ellos le faltara por caso. ¿Por ventura cada uno de nosotros no ve en sí, y en la mudanza de sus voluntades, que se llama Cristo admirable? Pues eso es ser Jesús. Porque el principio de nuestra salud es, cuando comenzamos a aborrecer lo que antes amábamos, dolernos de lo que nos daba alegría, abrazarnos con lo que nos ponía temor, seguir lo que huíamos, y desear con ansia lo que desechábamos con enfado. Sin duda, admirable es quien hace tan grandes maravillas. Mas conviene que se muestre también consejero en el escoger de la penitencia y en el ordenar de la vida, porque acaso no nos lleve el celo demasiado, ni le falte prudencia al buen deseo. Pues también es menester que experimentemos que es Dios, conviene a saber, en el perdonar lo pasado, porque no hay sin este perdón salud, ni puede nadie perdonar pecados sino es sólo Dios. Mas ni aun esto basta para salvarnos, si no se nos mostrare ser fuerte, defendiéndonos de quien nos guerrea, para que no venzan los antiguos deseos, y sea peor que lo primero lo postrero. ¿Paréceos que falta algo para quien es, por nombre y por oficio, Jesús? Sin duda faltara una cosa muy grande, si no se llamara y si no fuera padre del siglo futuro, para que engendre y resucite a la vida sin fin a los que somos engendrados para la muerte de los padres de este presente siglo. Ni aun esto bastara si, como príncipe de paz, no nos pacificara a su Padre, a quien hará entrega del reino.»

De lo cual todo, San Bernardo concluye que los nombres que Cristo tiene son todos necesarios para que se llame enteramente Jesús, porque, para ser lo que este nombre dice, es menester que tenga Cristo y que haga lo que significan todos los otros nombres. Y así, el nombre de Jesús es propio nombre suyo entre todos. Y es suyo propio también porque, como el mismo Bernardo dice, no le es nombre postizo, sino nacido nombre, y nombre que le trae embebido en el ser; porque, como diremos en su lugar, su ser de Cristo es Jesús, porque todo cuanto en Cristo hay es salvación y salud. La cual, demás de lo dicho, quiso Cristo que fuese su nombre propio para declararnos su amor. Porque no escogió para nombrarse ningún otro título suyo de los que no miran a nosotros, teniendo tantas grandezas en sí, cuanto es justo que tenga en quien, como San Pablo dice, reside de asiento y como corporalmente toda la riqueza divina, sino escogió para su nombre propio lo que dice los bienes que en nosotros hace y la salud que nos da, mostrando clarísimamente lo mucho que nos ama y estima, pues de ninguna de sus grandezas se precia ni hace nombre sino de nuestra salud.

Que es lo mismo que a Moisés dijo en el Éxodo cuando le preguntaba su nombre, para poder decir a los hijos de Israel que Dios le enviaba; porque dice allí así: «De esta manera dirás a los hijos de Israel: El Señor Dios de vuestros padres, Dios de Abraham y Dios de Isaac y Dios de Jacob, me envía a vosotros; que éste es mi nombre para siempre, y mi apellido en la generación de las generaciones.» Dice que es su nombre Dios de Abraham, por razón de lo que hasta ahora ha hecho y hará siempre por sus hijos de Abraham, que son todos los que tienen su fe. Dios que nace de Abraham, que gobierna a Abraham, que lo defiende, que lo multiplica, que lo repara y redime y bendice, esto es, Dios que es Jesús de Abraham.

Y dice que este nombre es el nombre propio suyo, y el apellido que Él más ama, y el título por donde quiere ser conocido y de que usa y usará siempre, y señaladamente en la generación de las generaciones, esto es, en el renacer de los hombres nacidos y en el salir a la luz de la justicia los que habían ya salido a esta visible luz llenos de miseria y de culpa, porque en ellos propiamente, y en aquel nacimiento, y en lo que le pertenece y se le sigue, se muestra Cristo a la clara Jesús. Y como en el monte (cuando Moisés subió a ver la gloria de Dios, porque Dios le había prometido mostrársela, cuando le puso en el hueco de la peña, y le cubrió con la mano y le pasó por delante), cuanto mostró a Moisés de sí lo encerró en estas palabras que le dijo: «Yo soy amoroso entrañablemente, compasivo, ancho de narices, sufrido y de mucha espera, grande en perdón, fiel y leal en la palabra, que extiendo mis bienes por mil generaciones de hombres.» Como diciendo que su ser es misericordia, y de lo que se precia es piedad, y que sus grandezas y perfecciones se resumen en hacer bien, y que todo cuanto es y cuanto quiere ser es blandura y amor. Así, cuando se mostró visible a los ojos, no subiendo nosotros al monte, sino descendiendo Él a nuestra bajeza, todo lo que de sí nos descubre es Jesús. Jesús es su ser, Jesús son sus obras, y Jesús es su nombre, esto es, piedad y salud.

Más. Quiso Cristo tomar por nombre propio a la salud, que es Jesús, porque salud no es un solo bien, sino una universalidad de bienes innumerables. Porque en la salud están las fuerzas, y la ligereza del movimiento, y el buen parecer, y la habla agradable, y el discurso entero de la razón, y el buen ejercicio de todas las partes y de todas las obras del hombre. El bien oír, el buen ver y la buena dicha y la industria, la salud la contiene en sí misma. Por manera que salud es una preñez de todos los bienes. Y así, porque Cristo es esta preñez verdaderamente, por eso este nombre es el que más le conviene, porque Cristo, así como en la divinidad es la idea y el tesoro y la fuente de todos los bienes, conforme a lo que poco ha se decía, así, según la humanidad, tiene todos los reparos y todas las medicinas y todas las saludes que son menester para todos.

Y así, es bien y salud universal, no sólo porque a todos hace bien, ni solamente porque tiene en sí la salud que es menester para todos los males, sino también porque en cada uno de los suyos hace todas las saludes y bienes. Porque, aunque entre los justos hay grados, así en la gracia que Dios les da como en el premio que les dará de la gloria, pero ninguno de ellos hay que no tenga por Cristo no sólo todos los reparos que son necesarios para librarse del mal, sino también todos los bienes que son menester para ser ricos perfectamente. Esto es, que no hay de ellos ninguno a quien al fin Jesús no les dé salud perfecta en todas sus potencias y partes, así en el alma y sus fuerzas, como en el cuerpo y sus sentidos.

Por manera que en cada uno hace todas las saludes que en todos, limpiando la culpa, dando libertad del tirano, rescatando del infierno, vistiendo con la gracia, comunicando su mismo espíritu, enviando sobre ellos su amparo, y, últimamente, resucitando y glorificando los sentidos y el cuerpo. Y lo uno y lo otro (las muchas saludes que Cristo hace en cada uno de los suyos, y la copia universal que en sí tiene de salud Jesús), dice David maravillosamente en el verso cuarto del Salmo ciento nueve, que yo declaré ayer por una manera, y vos, Juliano, poco ha lo declarasteis en otra; y consintiéndolas la letra todas, admite también la tercera, porque le podemos muy bien leer así: «Tu pueblo, noblezas en aquel día; tu ejército, noblezas en los resplandores santos; que más que el vientre y más que la mañana hay en Ti rocío de tu nacimiento.»

Porque dice que en el día que amanecerá cuando se acabare la noche de este Siglo oscurísimo -que es verdaderamente día porque no camina a la noche, y día porque resplandecerá en Él la verdad, y así será día de resplandores santísimos, porque el resplandor de los justos, que ahora se esconde en su pecho de ellos, saldrá a luz entonces y se descubrirá en público, y les resplandecerá por los ojos y por la cara y por todos los sentidos del cuerpo-, pues en aquel día, que es día, todo el pueblo de Cristo será noblezas. Que llama pueblo de Cristo a los justos solos, porque en la Escritura ellos son los que se llaman pueblo de Dios, dado que Cristo es universal Señor de todas las cosas.

Y a los mismos que llama pueblo, llama después ejército o escuadrón, o, puntualmente, como suena la letra original, poderío de Cristo, según que en el español antiguo llamaban poderes al ayuntamiento de gentes de guerra. Y llama a los justos así, no porque ellos hacen a Cristo poderoso, como en la tierra los muchos soldados hacen poderosos los reyes, sino porque son prueba del grandísimo poder de Cristo todos juntos y cada uno por sí: del poder, digo, de su virtud, y de la eficacia de su espíritu, y de la fuerza de sus manos no vencidas, con que los sacó de la postrera miseria a la felicidad de la vida.

Pues este pueblo y escuadrón de Cristo lucido, dice que todo es noblezas; porque cada uno de ellos es no una nobleza, sino muchas noblezas; no una salud, sino muchas saludes, por razón de las no numerables saludes que Cristo en ellos pone por su nobleza infinita, cercándolos de salud y levantando por todas sus almenas de ellos señal de victoria. Lo cual puede bien hacer Jesucristo por lo que se sigue, y es: que tiene en sí rocío de su nacimiento, más que vientre y más que aurora. Porque rocío llama la eficacia de Cristo y la fuerza del espíritu que da, que en las divinas Letras suele tener nombre de agua; y llámale rocío de nacimiento, porque hace con él que nazcan los suyos a la buena vida y a, la dichosa vida; y nómbrale su nacimiento, porque lo hace Él, y porque, naciendo ellos en Él, Él también nace en ellos. Y dice: «Más que vientre y más que aurora», para significar la eficacia, y la copia de este rocío. La eficacia, como diciendo que con el rocío de Jesús, que en sí tiene, saca los suyos a luz de vida bienaventurada, muy más presto y muy más cierto que sale el sol al aurora, o que nace el parto maduro del vientre lleno. Y la copia, de esta manera: que tiene Cristo en sí más rocío de Jesús, para serlo, que cuanto llueve por las mañanas el cielo, y cuanto envían las fuentes y sus manantiales, que son como el vientre donde se conciben y de donde salen las aguas. Y así son, como suena la palabra original, la madre de ellas. Y, en castellano, la canal por donde el río corre, decimos que es la madre del río.

Pero vamos más adelante. La salud es un bien que consiste en proporción y en armonía de cosas diferentes, y es una como música concertada que hacen entre sí los humores del cuerpo. Y lo mismo es el oficio que Cristo hace, que es otra causa por que se llama Jesús. Porque no solamente, según la divinidad, es la armonía y la proporción de todas las cosas, mas también según la humanidad es la música y la buena correspondencia de todas las partes del mundo.

Que dice así el Apóstol que «pacifica con su sangre, así lo que está en el cielo como lo que reside en la tierra.» Y en otra parte dice también que quitó de por medio la división que había entre los hombres y Dios, y en los hombres entre sí mismos, unos con otros, los gentiles con los judíos, y que hizo de ambos uno. Y por lo mismo es llamado «piedra (en el Salmo) puesta en la cabeza del ángulo.» Porque es la paz de todo lo diferente, y el nudo que ata en sí lo visible con lo que no se ve, y lo que concierta en nosotros la razón y el sentido, y es la melodía acordada y dulce sobre toda manera, a cuyo santo sonido todo lo turbado se aquieta y compone. Y así es Jesús con verdad.

Demás de esto, llámase Cristo Jesús y Salud, para que por este su nombre entendamos cuál es su obra propia y lo que hace señaladamente en nosotros; esto es, para que entendamos en que consiste nuestro bien y nuestra santidad y justicia, y lo que hemos de pedirle que nos dé, y esperar de Él que nos lo dará. Porque así como la salud en el enfermo no está en los refrigerantes que le aplican por defuera, ni en las epítimas que en el corazón le ponen, ni en los regalos que para su salud ordenan los que le aman y curan, sino consiste en que, dentro de él, sus cualidades y humores, que excedían el orden, se compongan y se reduzcan a templanza debida, y, hecho esto en lo secreto del cuerpo, luego, lo que parece de fuera, sin que se le aplique cosa alguna, se templa y cobra su buen parecer y su color conveniente, así es salud Cristo, porque el bien que en nosotros hace es como esta salud: bien propiamente, no de sola apariencia ni que toca solamente en la sobrehaz y en el cuero, sino bien secreto y lanzado en las venas, y metido y embebido en el alma, y bien, no que solamente pinta las hojas, sino que propia y principalmente mundifica la raíz y la fortifica. Por donde decía bien el Profeta: «Regocíjate, hija de Sión, derrama loores, porque el Santo de Israel está en medio de ti.» Esto es, no alderredor de ti, sino dentro de tus entrañas, en tus tuétanos mismos, en el meollo de tu corazón, y verdaderamente de tu alma en el centro.

Porque su obra propia de Cristo es ser salud y Jesús, conviene a saber, componer entre sí y con Dios las partes secretas del alma, concertar sus humores e inclinaciones, apagar en ella el secreto y arraigado fuego de sus pasiones y malos deseos; que el componer por de fuera el cuerpo y la cara, y el ejercicio exterior de las ceremonias -el ayunar, el disciplinar, el velar, con todo lo demás que a esto pertenece-, aunque son cosas santas si se ordenan a Dios, así por el buen ejemplo que reciben de ellas los que las miran, como porque disponen y encaminan el alma para que Cristo ponga mejor en ella esta secreta salud y justicia que digo; mas la santidad formal y pura, y la que propiamente Cristo hace en nosotros, no consiste en aquello.

Porque su obra es salud, que consiste en el concierto de los humores de dentro, y esas cosas son posturas y refrigerantes o fomentaciones de fuera, que tienen apariencia de aquella salud y se enderezan a ella, mas no son ella misma como parece. Y, como ayer largamente decíamos, todas esas son cosas que otros muchos, antes de Cristo y sin Él, las supieron enseñar a los hombres y los indujeron a ellas, y les tasaron lo que habían de comer, y les ordenaron la dieta, y les mandaron que se lavasen y ungiesen, y les compusieron los ojos, los semblantes, los pasos, los movimientos; mas ninguno de ellos puso en nosotros salud pura y verdadera que sanase lo secreto del hombre y lo compusiese y templase, sino sólo Cristo que por esta causa es Jesús.

¡Qué bien dice acerca de esto el glorioso Macario! «Lo propio, dice, de los cristianos no consiste en la apariencia y en el traje y en las figuras de fuera, así como piensan muchos, imaginándose que para diferenciarse de los demás les bastan estas demostraciones y señales que digo, y, cuanto a lo secreto del alma y a sus juicios, pasa en ellos lo que en los del mundo acontece, que padecen todo lo que los demás hombres padecen, las mismas turbaciones de pensamientos, la misma inconstancia, las desconfianzas, las angustias, los alborotos. Y diferéncianse del mundo en el parecer y en la figura del hábito y en unas obras exteriores bien hechas; mas en el corazón y en el alma están presos con las cadenas del suelo, y no gozan en lo secreto, ni de la quietud que da Dios ni de la paz celestial del espíritu, porque ni ponen cuidado en pedírsela, ni confían que le placerá dársela. Y ciertamente la nueva criatura, que es el cristiano perfecto y verdadero, en lo que se diferencia de los hombres del siglo es en la renovación del espíritu y en la paz de los pensamientos y afectos, en el amar a Dios y en el deseo encendido de los bienes del cielo, que esto fue lo que Cristo pidió para los que en Él creyesen: que recibiesen estos bienes espirituales. Porque la gloria del cristiano, y su hermosura y su riqueza, la del cielo es, que vence lo que se puede decir, y que no se alcanza sino con trabajo y con sudor y con muchos trances y pruebas, y principalmente con la gracia divina.» Esto es de San Macario.

Que es también aviso nuestro, que, por una parte, nos enseña a conocer en las doctrinas y caminos de vivir que se ofrecen, si son caminos y enseñanzas de Cristo; y, por otra, nos dice, y como pone delante de los ojos, el blanco del ejercicio santo y aquello a que hemos de aspirar en él, sin reposar hasta que lo consigamos. Que cuanto a lo primero, de las enseñanzas y caminos de vida, hemos de tener por cosa certísima que la que no mirare a este fin de salud, la que no tratare de desarraigar del alma las pasiones malas que tiene, la que no procurare criar en el secreto de ella orden, templanza, justicia, por más que de fuera parezca santa, no es santa, y por más que se pregone de Cristo, no es de Cristo; porque el nombre de Cristo es Jesús y Salud, y el oficio de ésta es sobresanar por de fuera. La obra de Cristo propia es renovación del alma y justicia secreta; la de ésta son apariencias de salud y justicia. La definición de Cristo es ungir, quiero decir que Cristo es lo mismo que unción, y de la unción es ungir, y la unción y el ungir es cosa que penetra a los huesos, y este otro negocio que digo es embarnizar, y no ungir. De sólo Cristo es el deshacer las pasiones; esto no las deshace, antes las sobredora con colores y demostraciones de bien. ¿Qué digo no deshace? Antes vela con atención sobre ellas, para, en conociendo a do tiran, seguirlas y cebarlas y encaminarlas a su provecho. Así que la doctrina o enseñamiento que no hiciere, cuanto en sí es, esta salud en los hombres, si es cierto que Cristo se llama Jesús, porque la hace siempre, cierto será que no es enseñamiento de Cristo.

Dijo Sabino aquí:

-También será cierto, Marcelo, que no hay en esta edad en la Iglesia enseñamientos de la cualidad que decís.

-Por cierto lo tengo, Sabino -respondió Marcelo-, mas halos habido y puédelos haber cada día, y, por esta causa, es el aviso conveniente.

-Sin duda conveniente -dijo Juliano- y necesario. Porque si no lo fuera, no nos apercibiera Cristo en el Evangelio, como nos apercibe, acerca de los falsos profetas; porque falsos profetas son los maestros de estos caminos, o, por decir lo que es, esos mismos enseñamientos vacíos de verdad son los profetas falsos, por de fuera como ovejas en las apariencias buenas que tienen, y, dentro, robadores lobos por las pasiones fieras que dejan en el alma como en su cueva.

-Y ya que no haya ahora -tomó Marcelo a decir- mal tan desvengonzado como ese, pero sin duda hay algunas cosas que tiran a él y le parecen. Porque, decidme, Sabino, ¿no habréis visto alguna vez, u oído decir, que, para inducir al pueblo a limosna, algunos les han ordenado que hagan alarde y se vistan de fiesta y, con pífano y tambor, y disparando los arcabuces en competencia los unos de los otros, vayan a hacerla? Pues esto ¿qué es sino seguir el humor vicioso del hombre, y no desarraigarle la mala pasión de vanidad, sino aprovecharse de ella y dejársela más asentada, dorándosela con el bien de la limosna de fuera? ¿Qué es sino atender agudamente a que los hombres son vanos, y amigos de presunción, e inclinados a ser loados y aparecer más que los otros, porque son así, no irles a la mano en estos sus malos siniestros, ni procurar librarlos de ellos, ni apurarles las almas reduciéndolas a la salud de Jesús, sino sacar provecho de ellos para interés nuestro o ajeno, y dejárselos más fijos y firmes? Que no porque mira a la limosna, que es buena, es justo y bueno poner en obra, y traer a ejecución, y arraigar más con el hecho la pasión y vanidad de la estima misma que vivía en el hombre. Ni es tanto el bien de la limosna que se hace como es el daño que se recibe en la vanidad de nuestro pecho, y en el fruto que se pierde, y en la pasión que se pone por obra. Y, por el mismo caso, se afirma más, y queda no solamente más arraigada, sino, lo que es mucho peor, aprobada y como santificada con el nombre de piedad, y con la autoridad de los que inducen a ello, que a trueque de hacer por de fuera limosneros los hombres, los hacen más enfermos en el alma de dentro, y más ajenos de la verdadera salud de Cristo: que es contrario derechamente de lo que pretende Jesús, que es salud.

Y, aunque pudiéramos señalar otros ejemplos, bástenos por todos los semejantes el dicho, y vengamos a lo segundo que dije, que Cristo, llamándose Jesús y Salud, nos demuestra a nosotros el único y verdadero blanco de nuestra vida y deseo. Que es más claramente decir que, pues el fin del cristiano es hacerse uno con Cristo, esto es, tener a Cristo en sí, transformándose en Él, y pues Cristo es Jesús, que es salud, y pues la salud no es el estar vendado o fomentado o refrescado por de fuera el enfermo, sino el estar reducidos a templada armonía los humores secretos, entienda el que camina a su bien que no ha de parar antes que alcance esta santa concordia del alma, porque, hasta tenerla, no conviene que él se tenga por sano, esto es, por Jesús. Que no ha de parar, aunque haya aprovechado en el ayuno, y sepa bien guardar el silencio, y nunca falte a los cantos del coro, y aunque ciña el cilicio, y pise sobre el hielo desnudos los pies, y mendigue lo que come y lo que viste paupérrimo, si entre esto bullen las pasiones en él, si vive el viejo hombre y enciende sus fuegos, si se atufa en el alma la ira, si se hincha la vanagloria, si se ufana el propio contento de sí, si arde la mala codicia; finalmente, si hay respetos de odios, de envidias, de pundonores, de emulación y de ambición. Que si esto hay en él, por mucho que le parezca que ha hecho y que ha aprovechado en los ejercicios que referí, téngase por dicho que aún no ha llegado a la salud, que es Jesús.

Y sepa y entienda que ninguno, mientras que no sanó de esta salud, entra en el cielo ni ve la clara vista de Dios. Como dice San Pablo: «Amad la paz y la santidad, sin la cual no puede ninguno ver a Dios.» Por tanto, despierte el que así es, y conciba ánimo fuerte, y puestos los ojos en este blanco que digo y esperando en Jesús, alargue el paso a Jesús. Y pídale a la Salud que le sea salud, y en cuanto no lo alcanzare, no cese ni pare, sino, como dice de sí San Pablo, «Olvidando lo pasado y extendiendo con el deseo las manos a lo porvenir, corra y vuele a la corona que les está puesta delante.»

Pues qué, ¿es malo el ayuno, el cilicio, la mortificación exterior? No es sino bueno; mas es bueno como medicinas que ayudan, pero no como la misma salud; bueno como emplastos, pero como emplastos que ellos mismos son testigos que estamos enfermos; bueno como medio y camino para alcanzar la justicia, pero no como la misma justicia; bueno unas veces como causas, y otras como señales de ánimo concertado o que ama el concierto, pero no como la misma santidad y concierto del ánimo. Y como no es ella misma, acontece algunas veces que se halla sin ella, y es entonces hipocresía y embuste, a lo menos es inútil y sin fruto sin ella.

Y como debemos condenar a los herejes que condenan contra toda la razón esta muestra de santidad exterior, la cual ella en sí es hermosa y dispone el alma para su verdadera hermosura, y es agradable a Dios y merecedora del cielo cuando nace la hermosura de dentro; así, ni más ni menos, debemos avisar a los fieles que no está en ella el paradero de su camino, ni menos es su verdadero caudal, ni su justicia, ni su salud; la que de veras sana y ajusta su alma, y la que es necesaria para la vida que siempre dura, y la que, finalmente, es propia obra de Cristo Jesús. Que sería negocio de lástima que, caminando a Dios, por haber parado antes de tiempo, o por haber hecho hincapié en lo que sólo era paso, se hallasen sin Dios a la postre; y, proponiéndose llegar a Jesús, por no entender qué es Jesús, se hallasen miserablemente abrazados con Solón o con Pitágoras, o, cuando más, con Moisés; porque Jesús es salud, y la salud es la justicia secreta y la compostura del alma que, luego que reina en ella, echa de sí rayos que resplandecen de fuera, y serenan y componen y hermosean todos los movimientos y ejercicios del cuerpo.

Y como es mentira y error tener por malas, o por no dignas de premio, estas observancias de fuera, así también es perjuicio y engaño pensar que son ellas mismas la pura salud de nuestra alma, y la justicia que formalmente nos hace amables en los ojos de Dios, que esa propiamente es Jesús, esto es, la salud que derechamente hace dentro de nosotros, y no sin nosotros, Jesús. Que es lo que hemos dicho, y por quien San Pablo, hablando de Cristo, dice que «fue determinado ser hijo de Dios en fortaleza, según el espíritu de la santificación en la resurrección de los muertos de Jesucristo.» Que es como si más extendidamente dijera que el argumento cierto y la razón y señal propia por donde se conoce que Jesús es el verdadero Mesías, Hijo de Dios prometido en la ley, como se conoce por su propia definición una cosa, es porque es Jesús; esto es, por la obra de Jesús que hizo, que era obra reservada por Dios, y por su ley y profetas, para sólo el Mesías. Y ésta ¿qué fue? Su poderío, dice, y fortaleza grande. Mas ¿en que la ejercitó y declaró? En el espíritu, dice, de la santificación; conviene a saber: en que santifica a los suyos, no en la sobrehaz y corteza de fuera, sino con vida y espíritu. Lo cual se celebra en la resurrección de los muertos de Jesucristo, esto es, se celebra resucitando Cristo sus muertos, que es decir, los que murieron en Él cuando Él murió en la cruz, a los cuales Él después, resucitado, comunica su vida. Que como la muerte que en Él padecimos es causa que muera nuestra culpa cuando, según Dios, nacemos, así su resurrección, que también fue nuestra, es causa que, cuando muere en nosotros la culpa, nazca la vida de la justicia, como ayer mañana dijimos.

Así que, según que decía, el condenar la ceremonia es error, y el poner en ella la proa y la popa de la justicia es engaño. El medio de estos extremos es lo derecho, que la ceremonia es buena cuando sirve y ayuda a la verdadera santificación del alma, porque es provechosa, y cuando nace de ella es mejor porque es merecedora del cielo, mas que no es la pura y la viva salud que Cristo en nosotros hace, y porque se llama Jesús.

Digo más. No se llama Jesús así porque solamente hace la salud que decimos, sino porque es Él mismo esa salud. Porque aunque sea verdad, como de hecho lo es, que Cristo en los que santifica hace salud y justicia por medio de la gracia que en ellos pone asentada y como apegada en su alma, mas sin eso, como decíamos ayer, Él mismo, por medio de su espíritu, se junta con ella y, juntándose, la sana y agracia; y esa misma gracia que digo que hace en el alma, no es otra cosa sino como un resplandor que resulta en ella de su amable presencia. Así que Él mismo por sí, y no solamente por su obra y efecto, es la salud.

Dice bien San Macario. Y dice de esta manera: «Como Cristo ve que tú le buscas y que tienes en Él toda tu esperanza siempre puesta, acude luego Él y te da caridad verdadera, esto es, dásete a sí; que, puesto en ti, se te hace todas las cosas paraíso, árbol de vida, preciosa perla, corona, edificador, agricultor, compasivo, libre de toda pasión, hombre, Dios, vino, agua vital, oveja, esposo, guerrero y armas de guerra, y, finalmente, Cristo, que es todas las cosas en todos.» Así que el mismo Cristo abraza con nuestro espíritu el suyo y, abrazándose, le viste de sí, según San Pablo dice: «Vestíos de nuestro Señor Jesucristo.» Y, vistiéndole, le reduce y sujeta a sí mismo, y se cala por él totalmente.

Porque se debe advertir que, así como toda la masa es desalada y desazonada de suyo, por donde se ordenó la levadura que le diese sabor, a la cual con verdad podremos llamar, no sólo la sazonadora, sino la misma sazón de la masa, por razón de que la sazona no apartada de ella, sino junta con ella, adonde ella por sí cunde por la masa y la transforma y sazona, así, porque la masa de los hombres estaba toda dañada y enferma, hizo Dios un Jesús, digo una humana salud que, no solamente estando apartada, sino juntándose, fuese salud de todo aquello con quien se juntase y mezclase, y así Él se compara a levadura a sí mismo. De arte que, como el hierro que se enciende del fuego, aunque en el ser es hierro y no fuego en el parecer es fuego y no hierro, así Cristo, ayuntado conmigo y hecho totalmente señor de mí, me apura de tal manera de mis daños y males, y me incorpora de tal manera en sus saludes y bienes, que yo ya no parezco yo, el enfermo que era, ni de hecho soy ya el enfermo, sino tan sano, que parezco la misma salud que es Jesús.

¡Oh bienaventurada salud! ¡Oh Jesús dulce, dignísimo de todo deseo! ¡Si ya me viese yo, Señor, vencido enteramente de Ti! ¡Si ya cundieses, oh salud, por mi alma y mi cuerpo! ¡Si me apurases ya de mi escoria, de toda esta vejez! ¡Si no viniese, ni pareciese, ni luciese en mí sino Tú! ¡Oh, si ya no fuese quien soy! Que, Señor, no veo cosa en mí que no sea digna de aborrecimiento y desprecio. Casi todo cuanto nace de mí, son increíbles miserias; casi todo es dolor, imperfección, malatía y poca salud.

Y como en el libro de Job se escribe: «cada día siento en mí nuevas lástimas; y, esperando ver el fin de ellas, he contado muchos meses vacíos, y muchas noches dolorosas han pasado por mí. Cuando viene el sueño me digo: ¿si amanecerá mi mañana? Y cuando me levanto, y veo que no me amanece, alargo a la tarde el deseo. Y vienen las tinieblas, y vienen también mis ages y mis flaquezas, y mis dolores más acrecentados con ellas. Vestida está y cubierta mi carne de mi corrupción miserable; y de las torpezas del polvo que me compone, están ya secos y arrugados mis cueros. Veo, Señor, que se pasan mis días, y que me han volado mucho más que vuela la lanzadera en la tela; acabados casi los veo, y aún no veo, Señor, mi salud. Y si se acaban, acábase mi esperanza con ellos. Miémbrate, Señor, que es ligero viento mi vida, y que si paso sin alcanzar este bien, no volverán jamás mis ojos a verle. Si muero sin Ti, no me verán para siempre en descanso los buenos. Y tus mismos ojos, si los enderezares a mí, no verán cosa que merezca ser vista.» Yo, Señor, me desecho, me despojo de mí, me huyo y desamo, para que no habiendo en mí cosa mía, seas Tú sólo en mí todas las cosas: mi ser, mi vivir, mi salud, mi Jesús.

Y dicho esto, calló Marcelo, todo encendido en el rostro; y, suspirando muy sentidamente, tornó luego a decir:

-No es posible que hable el enfermo de la salud, y que no haga significación de lo mucho que le duele el verse sin ella. Así que me perdonaréis, Juliano y Sabino, si el dolor, que vive de continuo en mí, de conocer mi miseria, me salió a la boca ahora y se derramó por la lengua.

Y tornó a callar, y dijo luego:

-Cristo, pues, se llama Jesús porque Él mismo es salud; y no por esto solamente, sino también porque toda la salud es sólo Él. Porque siempre que el nombre que parece común se da a uno por su nombre propio y natural, se ha de entender que aquel a quien se da tiene en sí toda la fuerza del nombre; como, si llamásemos a uno por su nombre Virtud, no queremos decir que tiene virtud como quiera, sino que se resume en él la virtud. Y por la misma manera, ser Salud el propio nombre de Cristo, es decir que es por excelencia salud, o que todo lo que es salud y vale para salud está en Él. Y como haya en la salud, según los sujetos, diferentes saludes (que una es la salud del alma y otra es la del cuerpo, y en el cuerpo tiene por sí salud la cabeza y el estómago y el corazón y las demás partes del hombre), ser Cristo por excelencia salud y nuestra salud, es decir que es toda la salud, y que Él todo es salud, y salud para todas enfermedades y tiempos. Es toda la salud porque, como la razón de la salud, según dicen los médicos, tiene dos partes (una que la conserva y otra que la restituye; una que provee lo que la puede tener en pie, otra que receta lo que la levanta si cae); y como así la una como la otra tienen dos intenciones solas a que enderezan como a blanco sus leyes: aplicar lo bueno y apartar lo dañoso; y como en las cosas que se comen para salud, unas son para que críen sustancia en el cuerpo, y otras para que le purguen de sus malos humores; unas que son mantenimiento, otras que son medicina; así esta salud, que llamamos Jesús, porque es cabal y perfecta salud, puso en sí estas dos partes juntas: lo que conserva la salud, y lo que la restituye cuando se pierde; lo que la tiene en pie, y lo que la levanta caída; lo que cría buena sustancia, y lo que purga nuestra ponzoña.

Y como es pan de vida, como Él mismo se llama, se quiso amasar con todo lo que conviene para estos dos fines: con lo santo, que hace vida, y con lo trabajoso y amargo, que purga lo vicioso. Y templóse y mezclóse, como si dijésemos, por una parte, de la pobreza, de la humildad, del trabajarse, del ser trabajado, de las afrentas, de los azotes, de las espinas, de la cruz, de la muerte (que cada cosa para el suyo, y todas son tósigo para todos los vicios), y, por otra parte, de la gracia de Dios, y de la sabiduría del cielo, y de la justicia santa, y de la rectitud, y de todos los demás dones del Espíritu Santo, y de su unción abundante sobre toda manera, para que, amasado y mezclado así, y compuesto de todos aquestos simples, resultase de todos un Jesús de veras y una salud perfectísima que allegase lo bueno y apartase lo malo, que alimentase y purgase. Un Pan verdaderamente de vida, que, comido por nosotros con obediencia y con viva fe, y pasado a las venas, con lo amargo desarraigase los vicios y con lo santo arraigase la vida. De arte que, comidas en Él sus espinas, purgasen nuestra altivez; y sus azotes, tragados en Él por nosotros, nos limpiasen de lo que es muelle y regalo; y su cruz, en Él comida de mí, me apurase del amor de mí mismo; y su muerte, por la misma manera, diese fin a mis vicios. Y al revés, comiendo en Él su justicia, se criase justicia en mi alma, y, traspasando a mi estómago su santidad y gracia, se hiciese en mí gracia y santidad verdadera, y naciese en mí sustancia del cielo, que me hiciese hijo de Dios, comiendo en Él a Dios hecho hombre, que, estando en nosotros, nos hiciese a la manera que es Él, muertos al pecado y vivos a la justicia, y nos fuese verdadero Jesús.

Así que es Jesús porque es toda la salud. Es también Jesús porque es salud todo Él. Son salud sus palabras; digo, son Jesús sus palabras, son Jesús sus obras, su vida es Jesús y su muerte es Jesús. Lo que hizo, lo que pensó, lo que padeció, lo que anduvo, vivo, muerto, resucitado, subido y asentado en el cielo, siempre y en todo es Jesús. Que con la vida nos sana y con la muerte nos da salud, con sus dolores quita los nuestros, y, como Isaías dice, «Somos hechos sanos con sus cardenales.» Sus llagas son medicina del alma, con su sangre vertida se repara la flaqueza de nuestra virtud. Y no sólo es Jesús y Salud con su doctrina, enseñándonos el camino sano y declarándonos el malo y peligroso, sino también con el ejemplo de su vida y de sus obras hace lo mismo. Y no sólo con el ejemplo de ellas nos mueve al bien y nos incita y nos guía, sino con la virtud saludable que sale de ellas, que la comunica a nosotros, nos aviva y nos despierta y nos purga y nos sana.

Llámase, pues, con justicia Jesús, quien, todo Él, por dondequiera que se mire, es Jesús. Que como del árbol de quien San Juan en el Apocalipsis escribe se dice que estaba plantado por ambas partes de la ribera del río de agua viva que salía de la silla de Dios y de su cordero, y que sus hojas eran para salud de las gentes, así esta santa humanidad, arraigada a la corriente del río de las aguas vivas, que son toda la gracia del Espíritu Santo, y regada y cultivada con ellas, y que rodea sus riberas por ambas partes, porque las abraza y contiene en sí todas, no tiene hoja que no sea Jesús, que no sea vida, que no sea remedio de males, que no sea medicina y salud.

Y llevaba también este árbol, como San Juan allí dice, doce frutas, en cada mes del año la suya, porque, como decíamos, es Jesús y Salud, no para una enfermedad sola, o para una parte de nosotros enferma, o para una sazón o tiempo tan solamente, sino para todo accidente malo, para toda llaga mortal, para toda apostema dolorosa, para todo vicio, para todo sujeto vicioso, ahora y en todo tiempo es Jesús. Que no solamente nos sana el alma perdida, mas también da salud al cuerpo enfermo y dañado. Y no los sana solamente de un vicio, sino de cualquiera vicio que haya habido en ellos, o que haya, los sana. Que a nuestra soberbia es Jesús, con su caña por cetro; y con su púrpura, por escarnio vestida, para nuestra ambición es Jesús. Su cabeza, coronada con fiera y desapiadada corona, es Jesús en nuestra mala inclinación al deleite; y sus azotes y todo su cuerpo dolorido, en lo que en nosotros es carnal y torpe, es Jesús. Eslo, para nuestra codicia, su desnudez; para nuestro coraje, su sufrimiento admirable; para nuestro amor propio, el desprecio que siempre hizo de sí.

Y así la Iglesia, enseñada del Espíritu Santo y movida por Él, en el día en que cada año representa la hora cuando esta Salud se sazonó para nosotros en el lugar de la cruz, como presentándola delante de Dios y mostrándosela enclavada en el leño, y conociendo lo mucho que esta ofrenda vale y lo mucho que puede delante de Él, ¿qué bien o qué merced no le pide? Pídele, como por derecho, salud para el alma y para el cuerpo. Pídele los bienes temporales y los bienes eternos. Pídele para los papas, los obispos, los sacerdotes, los clérigos, para los reyes y príncipes, para cada uno de los fieles según sus estados. Para los pecadores penitencia, para los justos perseverancia, para los pobres amparo, para los presos libertad, para los enfermos salud, para los peregrinos viaje feliz y vuelta con prosperidad a sus casas.

Y porque todo es menos de lo que puede y merece esta Salud, aun para los herejes, aun para los paganos, aun para los judíos ciegos que la desecharon, pone la Iglesia delante de los ojos de Dios a Jesús muerto, y hecho vida en la cruz para que les sea Jesús. Por lo cual la esposa, en los Cantares, le llama racimo de copher, diciendo de esta manera: «Racimo de copher mi Amado a mí en las viñas de Engadí.» Y ordenó, a lo que sospecho, la providencia de Dios que no supiésemos de copher qué árbol era o qué planta, para que, dejándonos de la cosa, acudiésemos al origen de la palabra, y así conociésemos que copher, según aquello de donde nace, significa aplacamiento y perdón y satisfacción de pecados. Y, por consiguiente, entendiésemos con cuánta razón le llama racimo de copher a Cristo la Esposa, diciéndonos en ello por encubierta manera que no es una salud Cristo sola, ni un remedio de males particular, ni una limpieza o un perdón de pecados de un solo linaje, sino que es un racimo que se compone, como de granos, de innumerables perdones, de innumerables remedios de males, de saludes sin número, y que es un Jesús en quien cada una cosa de las que tiene es Jesús. ¡Oh salud, oh Jesús, oh medicina infinita! Pues es Jesús el nombre propio de Cristo, porque sana Cristo y porque sana consigo mismo, y porque es toda la salud, y porque sana todas las enfermedades del hombre, y en todos los tiempos y con todo lo que en sí tiene, porque todo es medicinal y saludable, y porque todo cuanto hace es salud.

Y por llegar a su punto toda esta razón, decidme, Sabino: ¿vos no entendéis que todas las criaturas tienen su principio de nada?

-Entiendo -dijo Sabino- que las crió Dios con la fuerza de su infinito poder, sin tener sujeto ni materia de qué hacerlas.

-¿Luego -dice Marcelo- ninguna de ellas tiene de su cosecha y en sí alguna cosa que sea firme y maciza, quiero decir, que tenga de sí, y no recibido de otro, el ser que tiene?

-Ninguna -respondió Sabino-, sin duda.

-Pues decidme -replicó luego Marcelo-: ¿puede durar en un ser el edificio que o no tiene cimientos o tiene flacos cimientos?

-No es posible -dijo Sabino- que dure.

-Y no tiene cimiento de ser, macizo y suyo, ninguna de las cosas criadas -añadió luego Marcelo-; luego todas ellas, cuanto de sí es, amenazan caída y, por decir lo que es, caminan cuanto es de suyo al menoscabo y al empeoramiento, y, como tuvieron principio de nada, vuélvense, cuanto es de su parte, a su principio y descubren la mala lista de su linaje, unas deshaciéndose del todo, y otras empeorándose siempre. ¿Qué se dice en el libro de Job? De los ángeles dice: «Los que le sirven no tuvieron firmeza, y en sus ángeles halló torcimiento.» De los hombres añade: «Los que moran en casas de lodo, y cuyo apoyo es de tierra, se consumirán de polilla.» Pues de los elementos y cielos, David: «Tú, Señor, en el principio fundaste la tierra, y son obras de tus manos los cielos; ellos perecerán y Tú permanecerás, y se envejecerán todos, como se envejece una capa.» En que, como vemos, el Espíritu Santo condena a caída y a menoscabo de su ser a todas las criaturas. Y no solamente da la sentencia, sino también demuestra que la causa de ello es, como decimos, el mal cimiento que todas tienen. Porque si dice de los ángeles que se torcieron y que caminaron al mal, también dice que les vino de que su ser no era del todo firme. Y si dice de los hombres que se consumen, primero dijo que eran sus cimientos de tierra. Y los cielos y tierra, si dice que envejecen, dice también cómo se envejecen, que es como el paño, de la polilla que en ellos vive, esto es, de la flaqueza de su nacimiento y de la mala raza que tienen.

-Todo es como decís, Marcelo -dijo Sabino-; mas decidnos lo que queréis decir por todo ello.

-Dirélo -respondió-, si primero os preguntare: ¿No asentamos ayer que Dios crió todas las criaturas, a fin de que viviese en ellas y de que luciese algo de su bondad?

-Así se asentó -dijo Sabino.

-Pues -añadió Marcelo- si las criaturas, por la enfermedad de su origen, forcejan siempre por volverse a su nada y, cuanto es de suyo, se van empeorando y cayendo para que dure en ellas la bondad de Dios, para cuya demostración las crió, necesario fue que ordenase Dios alguna cosa que fuese como el reparo de todas y su salud general, en cuya virtud durase todo el bien, y lo que enfermase, sanase. Y así lo ordeno, que, como engendró desde la eternidad al Verbo, su Hijo, que como ahora se decía, es la traza viva y la razón y el artificio de todas las criaturas, así de cada una por sí como de todas juntas, y como por Él las trajo a la luz y las hizo así cuando le pareció, y en el tiempo que Él consigo ordenado tenía, le engendró otra vez hecho hombre Jesús, o hizo hombre Jesús en el tiempo, aquel a quien por toda la eternidad comunica el ser Dios, para que Él mismo, que era la traza y el artífice de todo según que es Verbo de Dios, fuese, según que es hombre, hecho una persona con Dios, el reparo y la medicina, y la restitución y la salud de todas las cosas; y para que Él mismo, que por ser, según su naturaleza divina, el artificio general de las criaturas, se llama, según aquella parte, en hebreo Dabar, y en griego Logos, y en castellano Verbo y Palabra, ese mismo, por ser, según la naturaleza humana que tiene, la medicina y el restaurativo universalmente de todo, sea llamado Jesús en hebreo, y en romance Salud.

De manera que en Jesucristo, como en fuente o como en océano inmenso, está atesorado todo el ser y todo el buen ser: toda la sustancia del mundo; y, porque se daña de suyo, y para cuando se daña, todo el remedio y todo el Jesús de esa misma sustancia; toda la vida y todo lo que puede conservar eternamente la vida sana y en pie. Para que, como decía San Pablo, «en todo tenga las primerías», y sea «el alfa y el omega, el principio y el fin»; el que las hizo primero, y el que, deshaciéndose ellas y corriendo a la muerte, las sana y repara. Y, finalmente, está encerrado en Él el Verbo y Jesús, esto es, la vida general de todos y la salud de la vida. Porque de hecho es así, que no solamente los hombres, mas también los ángeles que en el cielo moran, reconocen que su salud es Jesús; a los unos sanó, que eran muertos, y a los otros dio vigor para que no muriesen.

Esto hace con las criaturas que tienen razón, y a las demás que no la tienen les da los bienes que pueden tener; porque su cruz lo abraza todo, y su sangre limpia lo clarifica, y su humanidad santa lo apura, y por Él tendrán nuevo estado y nuevas cualidades, mejores que las que ahora tienen, los elementos y cielos, y es en todos y para todos Jesús. Y de la manera que ayer, al principio de estas razones, dijimos que todas las cosas, las sensibles y las que no tienen sentido, se criaron para sacar a luz este parto (que dijimos ser parto de todo el mundo común, y que se nombra por esta causa Fruto o Pimpollo), así decimos ahora que el mismo para cuyo parto se hicieron todas, fue hecho, como en retorno, para reparo y remedio de todas ellas, y que por esto le llamamos la Salud y el Jesús.

Y para que, Sabino, admiréis la sabiduría de Dios: para hacer Dios a las criaturas no hizo hombre a su Hijo, mas hízole hombre para sanarlas y rehacerlas. Para que el Verbo fuese el artífice bastó sólo ser Dios, mas para que fuese el Jesús y la salud convino que también fuese hombre. Porque para hacerlas, como no las hacía de alguna materia o de algún sujeto que se le diese -como el escultor hace la estatua del mármol que le dan, y que él no lo hace-, sino que, como decíais, la fuerza sola de su no medido poder las sacaba todas al ser, no se requería que el artífice se midiese y se proporcionase al sujeto, pues no le había. Y, como toda la obra salía solamente de Dios, no hubo para qué el Verbo fuese más que sólo Dios para hacerla; mas para reparar lo ya criado y que se desataba de suyo, porque el reparo y la medicina se hacía en sujeto que era, fue muy conveniente, y conforme a la suave orden de Dios necesario, que el reparador se avecinase a lo que reparaba y que se proporcionase con ello, y que la medicina que se ordenaba fuese tal, que la pudiese actuar el enfermo, y que la Salud y el Jesús, para que lo fuese a las cosas criadas, se pusiese en una naturaleza criada que, con la persona del Verbo junta, hiciese un Jesús. De arte que una misma persona en dos naturalezas distintas, humana y divina, fuese criador en la una y médico y redentor y salud en la otra; y el mundo todo, como tiene un Hacedor general, tuviese también una salud general de sus daños, y concurriesen en una misma persona este formador y reformador, esta vida y esta salud de vida, Jesús.

Y como en el estado del paraíso, en que puso Dios a nuestros primeros padres, tuvo señalados dos árboles, uno que llamó del saber y otro que servía al vivir, de los cuales en el primero había virtud de conocimiento y de ciencia, y en el segundo fruta que, comida, reparaba todo lo que el calor natural gasta continuamente la vida; y como quiso que comiesen los hombres de éste, y del otro del saber no comiesen, así en este segundo estado, en un supuesto mismo, tiene puestas Dios estas dos maravillosísimas plantas: una del saber, que es el Verbo, cuyas profundidades nos es vedado entenderlas, según que se escribe: «Al que escudriñare la majestad, hundirálo la gloria»; y otra del reparar y del sanar, que es Jesús, de la cual comeremos, porque la comida de su fruta y el incorporar en nosotros su santísima carne, se nos manda, no sólo no se nos veda. Que Él mismo lo dice: «Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida.» Que como sin la luz del sol no se ve, porque es fuente general de la luz, así sin la comunicación de este grande Jesús, de este que es salud general, ninguno tiene salud.

Él es Jesús nuestro en el alma, Él lo es en el cuerpo, en los ojos, en las palabras, en los sentidos todos, y sin este Jesús no puede haber en ninguna cosa nuestra Jesús; digo, no puede haber salud que sea verdadera salud en nosotros. En los casos prósperos, tenemos Jesús en Jesús, en lo miserable y adverso, tenemos Jesús en Jesús; en el vivir, en el morir, tenemos Jesús en Jesús. Que, como diversas veces se ha dicho, cuando nacemos en Dios por Jesús, nacemos sanos de culpas; cuando, después de nacidos, andamos y vivimos en Él, Él mismo nos es Jesús para los rastros que el pecado deja en el alma; cuando perseveramos viviendo, Él también extiende su mano saludable y la pone en nuestro cuerpo malsano, y templa sus infernales ardores, y lo mitiga y desencarna de sí, y casi le transforma en espíritu. Y finalmente, cuando nos deshace la muerte, Él no desampara nuestras cenizas, sino, junto y apegado con ellas, al fin les es tan Jesús, que las levanta y resucita, y, las viste de vida que ya no muere, y de gloria que no fallece jamás.

Y tengo por cierto que el profeta David, cuando compuso el Salmo ciento dos, tenía presente a esta salud universal en su alma; porque, lleno de la grandeza de esta imagen de bien, y no le cabiendo en el pecho el gozo de que contemplarla sentía, y considerando las innumerables saludes que esta salud encerraba, y mirando en una tan sobrada y no merecida merced la piedad infinita de Dios con nosotros, reventándole el alma en loores, habla con ella misma y convídala a lo que es su deseo, a que alabe al Señor y le engrandezca, y le dice: «Bendice, oh alma mía, al Señor.» Di bienes de Él, pues Él es tan bueno. Dale palabras buenas, siquiera en retorno de tantas obras suyas tan buenas. Y no te contentes con mover en mi boca la lengua y con enviarle palabras que diga, sino tómate en lenguas tú y haz que tus entrañas sean lenguas, y no quede en ti parte que no derrame loor: lo público, lo secreto, lo que se descubre y lo íntimo; que, por mucho que hablen, hablarán mucho menos de lo que se debe hablar. Salga de lo hondo de tus entrañas la voz, para que quede asentada allí y como esculpida perpetuamente su causa; hablen los secretos de tu corazón loores de Dios para que quede en él la memoria de las mercedes que debe a Dios, a quien loa, para que jamás se olvide de los retornos de Dios, de las formas diferentes, con que responde a tus hechos. Tú te convertías en nada, y Él hizo nueva orden para darte su ser. Tú eras pestilencia de ti y ponzoña para tu misma salud, y Él ordenó una salud, un Jesús general contra toda tu pestilencia y ponzoña; Jesús, que dio a todos tus pecados perdón; Jesús, que medicinó todos los ages 111 y dolencias que en ti de ellos quedaron; Jesús, que, hecho deudo tuyo, por el tanto de su vida sacó la tuya de la sepultura; Jesús, que tomando en sí carne de tu linaje, en ella libra a la tuya de lo que corrompe la vida; Jesús, que te rodea toda apiadándose de ti toda; Jesús, que en cada parte tuya halla mucho que sanar, y que todo lo sana; Jesús y salud, que no solamente da la salud, sino salud blanda, salud que de tu mal se enternece, salud compasiva, salud que te colma de bien tus deseos, salud que te saca de la corrupción de la huesa, salud que, de lo que es su grande piedad y misericordia, te compone premio y corona; salud, finalmente, que hinche de sus bienes tu arreo, que enjoya con ricos dones de gloria tu vestidura, que glorifica, vuelto a vida, tu cuerpo; que le remoza y le renueva y le resplandece y le despoja de toda su flaqueza y miseria vieja, como el águila se despoja y remoza.

Porque dice: Dios, a la fin, es deshacedor de agravios y gran hacedor de justicias. Siempre se compadece de los que son saqueados, y les da su derecho; que si tú no merecías merced, el engaño con que tu ponzoñoso enemigo te robó tus riquezas, voceaba delante de él por remedio. Desde que lo vio se determinó remediarlo, y les manifestó a Moisés y a los hijos de su amado Israel su consejo, el ingenio de su condición, su voluntad y su pecho, y les dijo: soy compasivo y clemente, de entrañas amorosas y pías, largo en sufrir, copioso en perdonar; no me acelera el enojo, antes el hacer bienes y misericordias me acucia; paso con ancho corazón mis ofensas, no me doy a manos en el derramar mis perdones; que no es de mí el enojarme continuo, ni el barajar siempre con vosotros no me puede aplacer. Así lo dijiste, Señor, y así se ve por el hecho que no has usado con nosotros conforme a nuestros pecados, ni nos pagas conforme a nuestras maldades. Cuan lejos de la tierra está el cielo, tan alto se encumbra la piedad de que usas con los que por suyo te tienen. Ellos son tierra baja, mas tu misericordia es el cielo. Ellos esperan como tierra seca su bien, y ella llueve sobre ellos sus bienes. Ellos, como tierra, son viles; ella, como cosa del cielo, es divina. Ellos perecen como hechos de polvo; ella como el cielo es eterna. A ellos que están en la tierra los cubren, y los oscurecen las nieblas; ella, que es rayo celestial, luce y resplandece por todo. En nosotros se inclina lo pesado como en el centro; mas su virtud celestial nos libra de mil pesadumbres. Cuanto se extiende la tierra y se aparta el nacimiento del sol de su poniente, tanto alejaste de los hombres sus culpas. Habíamos nacido en el poniente de Adán; traspusístenos, Señor, en tu Oriente, Sol de justicia. Como padre que ha piedad de sus hijos, así, Tú, deseoso de darnos largo perdón, en tu Hijo te vestiste para con nosotros de entrañas de padre. Porque, Señor, como quien nos forjaste, sabes muy bien nuestra hechura cuál sea. Sabes, y no lo puedes olvidar; muy acordado estás que soy polvo. Como yerba de heno son los días del hombre: nace, y sube, y florece, y se marchita corriendo. Como las flores ligeras parece algo, y es nada; promete de sí mucho, y para en un flueco que vuela; tócale a malas penas el aire, y perece sin dejar rastro de sí.

Mas cuanto son más deleznables los hombres, tanto tu misericordia, Señor, persevera más firme. Ellos se pasan, mas tu misericordia sobre ellos dura desde un siglo hasta otro siglo y por siempre. De los padres pasa a los hijos y de los hijos a los hijos de ellos, y de ellos, por continua sucesión, en sus descendientes, los que te temen, los que guardan el concierto que hiciste, los que tienen en sus mientes tus fueros. Porque tienes tu silla en el cielo, de donde lo miras; porque la tienes afirmada en él, para que nunca te mudes; porque tu reino gobierna todos los reinos, para que todo lo puedas. Bendígante, pues, Señor, todas las criaturas, pues eres de todas ellas Jesús. Tus ángeles te bendigan: tus valerosos, tus valientes ejecutores de tus mandamientos, tus alertos a oír lo que mandas; tus ejércitos te bendigan, tus ministros que están prestos y aprestados para tu gusto. Todas las obras tuyas te alaben; todas cuantas hay por cuanto se extiende tu imperio, y con todas ellas, Señor, alábete mi alma también.

Y como dice en otro lugar: Busqué para alabarte nuevas maneras de cantos. No es cosa usada, ni siquiera hecha otra vez la grandeza tuya que canta; no la canté por la forma que suele. Hiciste Salud de tu brazo, hiciste de tu Verbo Jesús; lo que es tu poder, lo que es tu mano derecha y tu fortaleza, hiciste que nos fuese medicina blanda y suave. Sacaste hecho Jesús a tu Hijo en los ojos de todos; pusístelo en público. Justificaste para con todo el mundo tu causa. Nadie te argüirá de que nos permitiste caer, pues nos reparaste tan bien. Nadie se te querellará de la culpa, para quien supiste ordenar tan gran medicina. ¡Dichoso, si se puede decir, el pecar que nos mereció tal Jesús!

Y esto llegue hasta aquí. Vos, Sabino, justo es que rematéis esta plática como soléis.

Y calló, y Sabino dijo:

-El remate que conviene, vos le habéis puesto, Marcelo, con el salmo que habéis referido; lo que suelo haré yo, que es deciros los versos.

Y dijo luego:



Alaba, ¡oh alma!, a Dios; y todo cuanto

 

 

 

    encierra en sí tu seno

 

 

 

celebre con loor su nombre santo,

 

 

 

   de mil grandezas lleno.

 

 


Alaba, ¡oh alma!, a Dios, y nunca olvide

 

 

 

   ni borre tu memoria

 

 

 

sus dones, en retorno a lo que pide

 

 

 

    tu torpe y fea historia.

 

 


Que Él solo por sí solo te perdona

 

 

 

   tus culpas y maldades,

 

 

 

cura lo herido y desencona

 

 

 

    de tus enfermedades.

 

 


Él mismo de la huesa, a la luz bella

 

 

 

    restituyó tu vida;

 

 

 

cercóla con su amor, y puso en ella

 

 

 

    riqueza no creída.

 

 


Y en eso que te viste y te rodea

 

 

 

    también pone riqueza;

 

 

 

así renovarás lo que te afea,

 

 

 

    cual águila en belleza.

 

 


Que al fin hizo justicia y dio derecho

 

 

 

    al pobre saqueado;

 

 

 

tal es su condición, su estilo y hecho,

 

 

 

   según lo ha revelado.

 

 


Manifestó a Moisés sus condiciones

 

 

 

    en el monte subido;

 

 

 

lo blando de su amor y sus perdones

 

 

 

    a su pueblo escogido.

 

 


Y dijo: «Soy amigo, y amoroso,

 

 

 

    soportador de males;

 

 

 

muy ancho de narices, muy piadoso

 

 

 

    con todos los mortales.»

 

 


No riñe, y no se amansa; no se aíra,

 

 

 

    y dura siempre airado.

 

 

 

No hace con nosotros ni nos mira

 

 

 

    conforme a lo pecado.

 

 


Mas cuanto al suelo vence, y cuanto excede

 

 

 

    el cielo reluciente,

 

 

 

su amor tanto se encumbra, y tanto puede

 

 

 

    sobre la humilde gente.

 

 


Cuan lejos de do nace el sol, fenece

 

 

 

    el soberano vuelo,

 

 

 

tan lejos de nosotros desparece

 

 

 

    por su perdón el duelo.

 

 


Y con aquel amor que el padre cura

 

 

 

    sus hijos regalados,

 

 

 

la vida tu piedad y el bien procura

 

 

 

    de tus amedrentados.

 

 


Conoces a la fin que es polvo y tierra

 

 

 

   el hombre, y torpe lodo;

 

 

 

contemplas la miseria que en sí encierra,

 

 

 

    y le compone todo.

 

 


Es heno su vivir, es flor temprana,

 

 

 

    que sale y se marchita:

 

 

 

un flaco soplo, una ocasión liviana

 

 

 

    la vida y ser le quita.

 

 


La gracia del Señor es la que dura,

 

 

 

    y firme persevera,

 

 

 

la vida tu piedad, y el bien procura

 

 

 

    en quien en Él espera.

 

 


En los que su ley guardan y sus fueros

 

 

 

   con viva diligencia,

 

 

 

en ellos, en los nietos y herederos

 

 

 

    por larga descendencia.

 

 


Que así do se rodea el sol lucido

 

 

 

    estableció su asiento,

 

 

 

que ni lo que será, ni lo que ha sido,

 

 

 

    es de su imperio exento.

 

 


Pues lóente, Señor, los moradores

 

 

 

    de tu rica morada,

 

 

 

que emplean valerosos sus ardores

 

 

 

    en lo que más te agrada.

 

 


Y alábete el ejército de estrellas

 

 

 

    que en alto resplandecen,

 

 

 

que siempre en sus caminos claras, bellas,

 

 

 

    tus leyes obedecen.

 

 


Alábente tus obras todas cuantas

 

 

 

    la redondez contiene;

 

 

 

los hombres y los brutos y las plantas,

 

 

 

    y lo que las sostiene.

 

 


Y alábete con ellos noche y día

 

 

 

    también el alma mía.

 

 


Y calló.

Y con este fin, le tuvieron las pláticas De los nombres de Cristo, cuya es toda la gloria por los siglos de los siglos. Amén.