Llámase
Cristo Esposo, y explícase cómo lo es de la Iglesia y las circunstancias de
este desposorio
-Tres
cosas son, Juliano y Sabino, las de que este nombre de Esposo nos da a
entender, y las que nos obliga a tratar: el ayuntamiento y la unidad estrecha
que hay entre Cristo y la Iglesia, la dulzura y deleite que en ella nace de esta
unidad; los accidentes, y como si dijésemos, los aparatos y las circunstancias
del desposorio.
Porque
si Cristo es esposo de toda la Iglesia y de cada una de las almas justas, como
de hecho lo es, manifiesto es que han de concurrir en ello estas tres cosas.
Porque el desposorio, o es un estrecho nudo en que dos diferentes se reducen en
uno, o no se entiende sin él; y es nudo por muchas maneras dulce, y nudo que
quiere su cierto aparato, y a quien le anteceden siempre y le siguen algunas
cosas dignas de consideración. Y aunque entre los hombres hay otros títulos y
otros conciertos, u ordenados por su voluntad de ellos mismos, o con que
naturalmente nacen así, con que se ayuntan en uno unas veces más y otras menos
(porque el título de deudo o de padre es unidad que hace la naturaleza con el
parentesco, y los títulos de rey y de ciudadano y de amigo son respetos de
estrechezas con que por su voluntad los hombres se adunan); mas aunque esto es
así, el nombre de Esposo y la verdad de este nombre hace ventaja a los demás
en dos cosas: la primera, en que es más estrecho y de más unidad que ninguno;
la segunda, en que es lazo más dulce y causador de mayor deleite que todos los
otros.
Y
en este artículo es muy digna de considerar la maravillosa blandura con que ha
tratado Cristo a los hombres; que, con ser nuestro padre, y con hacerse nuestra
cabeza, y con regirnos como pastor, y curar nuestra salud como médico, y
allegarse a nosotros, y ayuntarnos a sí con otros mil títulos de estrecha
amistad, no contento con todos, añadió a todos ellos este nudo y este lazo
también, y quiso decirse y ser nuestro Esposo: que para lazo es el más
apretado lazo; y para deleite, el más apacible y más dulce; y para unidad de
vida, el de mayor familiaridad; y para conformidad de voluntades, el más uno; y
para amor, el más ardiente y el más encendido de todos.
Y
no sólo en las palabras, mas en el hecho es así nuestro Esposo. Que
toda la estrecheza de amor y de conversación y de unidad de cuerpos que en el
suelo hay entre dos, marido y mujer, comparada con aquella con que se enlaza con
nuestra alma este Esposo, es frialdad y tibieza pura. Porque en el otro
ayuntamiento no se comunica el espíritu, mas en éste su mismo espíritu de
Cristo se da y se traspasa a los justos, como dice San Pablo: «El que se ayunta
a Dios, hácese un mismo espíritu con Dios.»
En
el otro, así dos cuerpos se hacen uno, que se quedan diferentes en todas sus
cualidades; mas aquí así se ayuntó la persona del Verbo a nuestra carne, que
osa decir San Juan que «se hizo carne.»
Allí
no recibe vida el un cuerpo del otro; aquí vive y vivirá nuestra carne por
medio del ayuntamiento de la carne de Cristo. Allí, al fin, son dos cuerpos en
humores e inclinaciones diversos; aquí ayuntando Cristo su cuerpo a los
nuestros, los hace de las condiciones del suyo, hasta venir a ser con Él casi
un cuerpo mismo, por tan estrecha y secreta manera que apenas explicarse puede.
Y así lo afirma y encarece San Pablo: «Ninguno, dice, aborreció jamás a su
carne; antes la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos
miembros de su cuerpo, de su carne de Él y de sus huesos de Él. Por esto
dejará el hombre a su padre y a su madre, y se ayuntará a su mujer, y serán
dos en una carne; este es un secreto y un sacramento grandísimo, mas
entiéndolo yo en la Iglesia con Cristo.»
Pero
vamos declarando poco a poco, cuanto nos fuere posible, cada una de las partes
de esta unidad maravillosa, por la cual todo el hombre se enlaza estrechamente
con Cristo, y todo Cristo con él. Porque primeramente, el alma del hombre justo
se ayunta y se hace una con la divinidad y con el alma de Cristo, no solamente
porque las anuda el amor, esto es, porque el justo ama a Cristo
entrañablemente, y es amado de Cristo por no menos cordial y entrañable
manera, sino también por otras muchas razones. Lo uno, porque imprime Cristo en
su alma de él, y le dibuja una semejanza de sí mismo viva, y un retrato eficaz
de aquel grande bien que en sí mismas contienen sus dos naturalezas, humana y
divina. Con la cual semejanza figurado nuestro ánimo, y como vestido de Cristo,
parece otro Él, como poco ha decíamos, hablando de la virtud de la gracia. Lo
otro, porque demás de esta imagen de gracia que pone Cristo como de asiento en
nuestra alma, le aplica también su fuerza y su vigor vivo, y que obra y
lánzalo por ella toda; y, apoderado así de ella, dale movimiento y
despiértala y hácele que no repose, sino que, conforme a la santa imagen suya
que impresa en sí tiene, así obre y se menee y bulla siempre, y como fuego
arda y levante llama, y suba hasta el cielo, ensalzándose.
Y
como el artífice que, como alguna vez acontece, primero hace de la materia que
le conviene lo que le ha de ser instrumento en su arte, figurándolo en la
manera que debe para el fin que pretende, y después, cuando lo toma en la mano,
queriendo usar de él, le aplica su fuerza y le menea, y le hace que obre
conforme a la forma de instrumento que tiene, y conforme a su calidad y manera,
y en cuanto está así el instrumento es como un otro artífice vivo, porque el
artífice vive en él y le comunica cuanto es posible la virtud de su arte, así
Cristo, después que con la gracia, semejanza suya, nos figura y concierta en la
manera que cumple, aplica su mano a nosotros, y lanza en nosotros su virtud
obradora, y, dejándonos llevar de ella nosotros sin le hacer resistencia, obra
Él, y obramos con Él y por Él lo que es debido al ser suyo que en nuestra
alma está puesto, y a las condiciones hidalgas y al nacimiento noble que nos ha
dado, y hechos así otro Él, o, por mejor decir, envestidos en Él, nace de Él
y de nosotros una obra misma, y ésa cual conviene que sea la que es obra de
Cristo.
Mas
¿por ventura parará aquí el lazo con que se anuda Cristo a nuestra alma?
Antes pasa adelante, porque (y sea esto lo tercero, y lo que ha de ser
forzosamente lo último), porque no solamente nos comunica su fuerza y el
movimiento de su virtud en la forma que he dicho, mas también, por una manera
que apenas se puede decir, pone presente su mismo Espíritu Santo en cada uno de
los ánimos justos. Y no solamente se junta con ellos por los buenos efectos de
gracia y de virtud y de bien obrar que allí hace, sino porque el mismo
espíritu divino suyo está dentro de ellos presente, abrazado y ayuntado con
ellos por dulce y bienaventurada manera.
Que
así como en la Divinidad el Espíritu Santo, inspirado juntamente de las
personas del Padre y del Hijo, es el amor, y, como si dijésemos, el nudo dulce
y estrecho de ambas, así Él mismo, inspirado a la Iglesia, y con todas las
partes justas de ella enlazado y en ellas morando, las vivifica y las enciende,
y las enamora y las deleita, y las hace entre sí y con Él una cosa misma.
«Quien me amare, dice Cristo, será amado de mi Padre, y vendremos a Él y
haremos morada en Él.» Y San Pablo: «La caridad de Dios nos es infundida en
nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos es dado.» Y en otra parte
dice que nuestros cuerpos son templo suyo, y que vive en ellos y en nuestros
espíritus. Y en otra, que nos dio el espíritu de su Hijo, que en nuestras
almas y corazones a boca llena le llama Padre y más Padre. Y como aconteció a
Eliseo con el hijo de la huéspeda muerto, que le aplicó primero su báculo, y
se ajustó con él después, y lo último de todo le comunicó su aliento y
espíritu, así en su manera es lo que pasa en este ayuntamiento y en este
abrazo de Dios: que primero pone Dios en el alma sus dones, y después aplica a
ella sus manos y rostro, y últimamente le infunde su aliento y espíritu, con
el cual la vuelve a la vida del todo, y viviendo a la manera que Dios vive en el
cielo, y viviendo por él, dice con San Pablo: «Vivo yo, mas no yo, sino vive
en mí Jesucristo.»
Esto,
pues, es lo que hace en el alma. Y no es menos maravilloso que esto lo que hace
con el cuerpo, con el cual ayunta el suyo estrechísimamente. Porque, demás de
que tomó nuestra carne en la naturaleza de su humanidad, y la ayuntó con su
persona divina con ayuntamiento tan firme que no será suelto jamás (el cual
ayuntamiento es un verdadero desposorio, o por mejor decir, un matrimonio
indisoluble celebrado entre nuestra carne y el Verbo, y el tálamo donde se
celebró fue, como dice San Agustín, el vientre purísimo), así que, dejando
esta unión aparte que hizo con nuestra carne haciéndola carne suya, y
vistiéndose de ella, y saliendo en pública plaza en los ojos de todos los
hombres abrazado con ella, también esta misma carne y cuerpo suyo, que tomó de
nosotros, lo ayunta con el cuerpo de su Iglesia y con todos los miembros de
ella, que debidamente le reciben en el Sacramento del altar, allegando su carne
a la carne de ellos, y haciéndola, cuanto es posible, con la suya una misma.
«Y serán, dice, dos en una carne. Gran Sacramento es éste, pero entiéndolo
yo de Cristo y de la Iglesia.» No niega San Pablo decirse con verdad de Eva y
de Adán aquello: «Y serán una carne los dos», de los cuales al principio se
dijo, pero dice que aquella verdad fue semejanza de este otro hecho secreto, y
dice que en aquello la razón de ello era manifiesta y descubierta razón, mas
aquí dice que es oculto misterio.
Y
a este ayuntamiento real y verdadero de su cuerpo y el nuestro, miran también
claramente aquellas palabras de Cristo: «Si no comiereis mi carne y bebiereis
mi sangre, no tendréis vida en vosotros.» Y luego, o en el mismo lugar: «El
que come mi carne y bebe mi sangre, queda en Mí, y Yo en él.» Y ni más ni
menos lo que dice San Pablo: «Todos somos un cuerpo los que participamos de un
mismo mantenimiento.»
De
lo cual se concluye que, así como por razón de aquel tocamiento son dichos ser
una carne Eva y Adán, así, y con mayor razón de verdad, Cristo, Esposo
fiel de su Iglesia, y ella, esposa querida y amada suya por razón de este
ayuntamiento que entre ellos se celebra, cuando reciben los fieles dignamente en
la hostia su carne, son una carne y un cuerpo entre sí. Bien y brevemente
Teodoreto, sobre el principio de los Cantares y sobre aquellas palabras
de ellos: «Béseme de besos de su boca», en este propósito, dice de esta
manera: «No es razón que ninguno se ofenda de esta palabra de beso, pues es
verdad que al tiempo que se dice la Misa, y al tiempo que se comulga en ella,
tocamos al cuerpo de nuestro Esposo, y le besamos y le abrazamos, y, como
con esposo, así nos ayuntamos con Él.» Y San Crisóstomo dice más larga y
más claramente lo mismo: «Somos, dice, un cuerpo y somos miembros suyos,
hechos de su carne y hechos de sus huesos. Y no sólo por medio del amor somos
uno con Él, mas realmente nos ayunta y como convierte en su carne por medio del
manjar de que nos ha hecho merced. Porque, como quisiese declararnos su amor,
enlazó y como mezcló con su cuerpo el nuestro, e hizo que todo fuese uno, para
que así quedase el cuerpo unido con su cabeza, lo cual es muy propio de los que
mucho se aman. Y así Cristo, para obligarnos con mayor amor y para mostrar más
para con nosotros su buen deseo, no solamente se deja ver de los que le aman,
sino quiere ser también tocado de ellos y ser comido, y que con su carne se
ingiera la de ellos, como diciéndoles: Yo deseé y procuré ser vuestro
hermano, y así por este fin me vestí, como vosotros, de carne y de sangre, y
eso mismo con que me hice vuestro deudo y pariente, eso mismo Yo ahora os lo doy
y comunico.»
Aquí
Juliano, asiendo de la mano a Marcelo, le dijo:
-No
os canséis en eso, Marcelo, que lo mismo que dicen Teodoreto y Crisóstomo,
cuyas palabras nos habéis referido, lo dicen por la misma manera casi toda la
antigüedad de los Santos, San Ireneo, San Hilario, San Cipriano, San Agustín,
Tertuliano, Ignacio, Gregorio Niseno, Cirilo, León, Focio y Teofilacto. Porque
así como es cosa notoria a los fieles que la carne de Cristo, debajo de los
accidentes de la hostia recibida por los cristianos, y pasada al estómago por
medio de aquellas especies, toca a nuestra carne, y es nuestra carne tocada de
ella, así también es cosa en que ninguno que lo hubiere leído puede dudar,
que así las sagradas Letras como los santos doctores usan por esta causa de
esta forma de hablar, que es decir que somos un cuerpo con Cristo, y que nuestra
carne es de su carne, y de sus huesos los nuestros, y que no solamente en los
espíritus, mas también en los cuerpos estamos todos ayuntados y unidos. Así
que estas dos cosas ciertas son y fuera de toda duda están puestas.
Lo
que ahora, Marcelo, os conviene decir, si nos queréis satisfacer, o, por mejor
decir, si deseáis satisfacer al sujeto que habéis tomado y a la verdad de las
cosas, es declarar cómo por sólo que se toque una carne con otra, y sólo
porque el un cuerpo con el otro cuerpo se toquen, se puede decir con verdad que
son ambos cuerpos un cuerpo y ambas carnes una misma carne, como las sagradas
Letras y los santos doctores, que así las entienden, lo dicen. ¿Por ventura no
toco yo ahora con mi mano a la vuestra, mas no por eso son luego un mismo cuerpo
y una misma carne vuestra mano y mi mano?
-No
lo son, sin duda -dijo Marcelo entonces-, ni menos es un cuerpo y una carne la
de Cristo y la nuestra, solamente porque se tocan cuando recibimos su cuerpo, ni
los santos por sólo ese tocamiento ponen esta unidad de cuerpos entre Él y
nosotros, que los pecadores que indignamente le reciben también se tocan con
Él, sino porque, tocándose ambos por razón de haber recibido dignamente la
carne de Cristo, y por medio de la gracia que se da por ella, viene nuestra
carne a remedar en algo a la de Cristo, haciéndosele semejante.
-Eso
-dijo Juliano entonces, dejando a Marcelo- nos dad más a entender.
Y
Marcelo, callando un poco, respondió luego de esta manera:
-Quedará
muy entendido si yo, Juliano, hiciere ahora clara la verdad de dos cosas: la
primera, que para que se diga con verdad que dos cosas son una misma, basta que
sean muy semejantes entre sí; la segunda, que la carne de Cristo, tocando a la
carne del que le recibe dignamente en el Sacramento, por medio de la gracia que
produce en el alma, hace en cierta manera semejante nuestra carne a la suya.
-Si
vos probáis eso, Marcelo -respondió Juliano-, no quedará lugar de dudar,
porque, si una grande semejanza es bastante para que se digan ser unos lo que
son dos, y si la carne de Cristo, tocando a la nuestra, la asemeja mucho a sí
misma, clara cosa es que se puede decir con verdad que por medio de este
tocamiento venimos a ser con Él un cuerpo y una carne. Y a lo que a mí me
parece, Marcelo, en la primera de esas dos cosas propuestas no tenéis mucho que
trabajar ni probar, porque cosa razonable y conveniente parece que lo muy
semejante se llame uno mismo, y así lo solemos decir.
-Es
conveniente -respondió Marcelo- y conforme a razón, y recibido en el uso
común de los que bien sienten y hablan. De dos, cuando mucho se aman, ¿por
ventura no decimos que son uno mismo, y no por más de porque se conforman en la
voluntad y querer? Luego si nuestra carne se despojare de sus cualidades, y
vistiere de las condiciones de la carne de Cristo, serán como una ella y la
carne de Cristo, y demás de muchas otras razones, será también por esta
razón carne de Cristo la nuestra, y como parte de su cuerpo y parte muy
ayuntada con Él. De un hierro muy encendido decimos que es fuego, no porque en
sustancia lo sea, sino porque en las cualidades, en el ardor, en el
encendimiento, en el color y en los efectos lo es; pues así, para que nuestro
cuerpo se diga cuerpo de Cristo, aunque no sea una sustancia misma con Él, bien
lo debe bastar el estar acondicionado como Él. Y para traer a comparación lo
que más vecino es y más semejante, ¿no dice a boca llena San Pablo que el que
se ayunta con Dios se hace un espíritu con Él? Y ¿no es cosa cierta que el
ayuntarse con Dios el hombre no es cosa sino recibir en su alma la virtud de la
gracia, que, como ya tenemos dicho otras veces, es una cualidad celestial que,
puesta en el alma, pone en ella mucho de las condiciones de Dios y la figura muy
a su semejanza? Pues si al espíritu de Dios y al nuestro espíritu los dice ser
uno el predicador de las gentes por la semejanza suya que hace en el nuestro el
de Dios, bien bastará, para que se diga nuestra carne y la carne de Cristo ser
una carne, el tener la nuestra, si lo tuviere, algo de lo que es propio y
natural a la carne de Cristo.
Son
un cuerpo de república y de pueblo mil hombres en linaje extraños, en
condiciones diversos, en oficios diferentes, y en voluntades e intentos
contrarios entre sí mismos, porque los ciñe un muro y porque los gobierna una
ley; y dos carnes tan juntas, que traspasa, por medio de la gracia, mucho de su
virtud y de su propiedad la una en la otra, y casi la embebe en sí misma, ¿no
serán dichas ser una?
Y
si en esto no hay que probar, por ser manifiesto, como, Juliano, decís, ¿cómo
puede ser oscuro o dudoso lo segundo que propuse, y que después de esto se
sigue? Un guante oloroso traído por un breve tiempo en la mano, pone un buen
olor en ella, y, apartado de ella, lo deja allí puesto; y la carne de Cristo,
virtuosísima y eficacísima, estando ayuntada con nuestro cuerpo e hinchiendo
de gracia nuestra alma, ¿no comunicará su virtud a nuestra carne? ¿Qué
cuerpo estando junto a otro cuerpo no le comunica sus condiciones? Este aire
fresco que ahora nos toca nos refresca, y poco antes de ahora, cuando estaba
encendido, nos comunicaba su calor y encendía. Y no quiero decir que esta es
obra de naturaleza, ni digo que es virtud que naturalmente obra la que
acondiciona nuestro cuerpo y le asemeja al cuerpo de Cristo, porque, si fuese
así, siempre y con todos aquellos a quienes tocase sucedería lo mismo; mas no
es con todos así, como parece en aquellos que le reciben indignos. En los
cuales, el pasar atrevidamente a sus pechos sucios el cuerpo santísimo de
Jesucristo, demás de los daños del alma, les es causa en el cuerpo de malos
accidentes y de enfermedades, y a las veces de muerte, como claramente nos lo
enseña San Pablo.
Así
que no es obra de naturaleza ésta, mas es muy conforme a ella y a lo que
naturalmente acontece a los cuerpos cuando entre sí mismos se ayuntan. Y si por
entrar la carne de Cristo en el pecho no limpio ni convenientemente dispuesto,
como ahora decía, justamente se le destempla la salud corporal a quien así le
recibe, cuando, por el contrario, estuviere bien dispuesto el que le recibiere,
¿cómo no será justo que con maravillosa virtud no sólo le santifique el
alma, mas también con la abundancia de la gracia que en ella pone, le apure el
cuerpo y le avecine a sí mismo todo cuanto pudiere?
Que
no es más inclinado al daño que al bien el que es la misma bondad, ni el bien
hacer le es dificultoso al que con el querer sólo lo hace. Y no solamente es
conforme a lo que la naturaleza acostumbra, mas es muy conveniente y muy debido
a lo que piden nuestras necesidades. ¿No decíamos esta mañana que el soplo de
la serpiente, y aquel manjar vedado y comido, nos desconcertó el alma y nos
emponzoñó el cuerpo? Luego convino que este manjar, que se ordenó contra
aquél, pusiese no solamente justicia en el alma, sino también por medio de
ella santidad y pureza celestial en la carne; pureza, digo, que resistiese a la
ponzoña primera, y la desarraigase poco a poco del cuerpo, como dice San Pablo:
«Así como en Adán murieron todos, así cobraron vida en Jesucristo.»
En
Adán hubo daño de carne y de espíritu, y hubo inspiración del demonio
espiritual para el alma, y manjar corporal para el cuerpo. Pues si la vida se
contrapone a la muerte, y el remedio ha de ir por las pisadas del daño,
necesario es que Cristo en ambas a dos cosas produzca salud y vida: en el alma
con su espíritu, y en la carne ayuntando a ella su cuerpo. Aquella manzana,
pasada al estómago, así destempló el cuerpo, que luego se descubrieron en él
mil malas cualidades más ardientes que el fuego; esta carne santa, allegada
debidamente a la nuestra por virtud de su gracia, produzca en ella frescor y
templanza. Aquel fruto atosigó nuestro cuerpo, con que viene a la muerte; esta
carne, comida, enriquézcanos así con su gracia, que aun descienda su tesoro a
la carne, que la apure y le dé vida y la resucite.
Bien
dice acerca de esto San Gregorio Niseno: «Así como en aquellos que han bebido
ponzoña y que matan su fuerza mortífera con algún remedio contrario, conviene
que, conforme a como hizo el veneno, asimismo la medicina penetre por las
entrañas, para que se derrame por todo el cuerpo el remedio, así nos conviene
hacer a nosotros, que, pues comimos la ponzoña que nos desata, recibamos la
medicina que nos repara, para que con la virtud de ésta desechemos el veneno de
aquélla. Mas esta medicina, ¿cuál es? Ninguna otra sino aquel santo cuerpo
que sobrepujó a la muerte y nos fue causa de vida. Porque así como un poco de
levadura, como dice el Apóstol, asemeja a sí a toda la masa, así aquel cuerpo
a quien Dios dotó de inmortalidad, entrando en el nuestro, le traspasa en sí
todo y le muda. Y así como lo ponzoñoso, con lo saludable mezclado, hace a lo
saludable dañoso, así, al contrario, este cuerpo inmortal a aquel de quien es
recibido le vuelve semejantemente inmortal.» Esto dice el Niseno.
Mas,
entre todos, San Cirilo lo dice muy bien: «No podía, dice, este cuerpo
corruptible traspasarse por otra manera a la inmortalidad y a la vida sino
siendo ayuntado a aquel cuerpo a quien es como suyo el vivir. Y si a mí no me
crees, da fe a Cristo, que dice: Sin duda os digo que si no comiereis la
carne del Hijo del hombre, y si no bebiereis su sangre, no tendréis vida en
vosotros. Que el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y Yo le
resucitaré en el postrero día. Bien oyes cuán abiertamente te dice que no
tendrás vida si no comes su carne y bebes su sangre. No la tendréis, dice, en
vosotros; esto es, dentro de vuestro cuerpo no la tendréis. Mas ¿a quién no
tendréis? A la vida. Vida llama convenientemente a su carne de vida, porque
ella es la que en el día último nos ha de resucitar. Y deciros he cómo. Esta
carne viva, por ser carne del Verbo unigénito, posee la vida, y así no la
puede vencer el morir, por donde, si se junta a la nuestra, lanza de nosotros la
muerte, porque nunca se aparta de su carne el Hijo de Dios. Y porque está junto
y es como uno en ella, y por eso dice: Y Yo le resucitaré en el día
postrero.» Y en otro lugar el mismo doctor dice así: «Es de advertir que
el agua, aunque es de su naturaleza muy fría, sobreviniéndole el fuego,
olvidada su frialdad natural, no cabe en sí de calor. Pues nosotros, por la
misma manera, dado que por la naturaleza de nuestra carne somos mortales,
participando de aquella vida que nos retira de nuestra natural flaqueza,
tornamos a vivir por su virtud propia de ella; porque convino que no solamente
el alma alcanzase la vida por comunicársele el Espíritu Santo, mas que
también este cuerpo tosco y terreno fuese hecho inmortal con el gusto de su
metal y con el tacto de ello y con el mantenimiento. Pues como la carne del
Salvador es carne vivífica por razón de estar ayuntada al Verbo, que es vida
por naturaleza, por eso, cuando la comemos, tenemos vida en nosotros, porque
estamos unidos con aquello que está hecho vida. Y por esta causa Cristo, cuando
resucitaba a los muertos, no solamente usaba de palabra y de mando como Dios,
mas algunas veces les aplicaba a su carne como juntamente obradora, para mostrar
con el hecho que también su carne, por ser suya y por estar ayuntada con Él,
tenía virtud de dar vida.» Esto es de Cirilo.
Así
que la mala disposición que puso en nosotros el primer manjar nos obliga a
decir que el cuerpo de Cristo, que es su contrario, es causa que haya en el
nuestro, por secreta y maravillosa virtud, nueva pureza y nueva vida; y lo mismo
podemos ver si ponemos los ojos en lo que se puso por blanco Cristo en cuanto
hizo, que es declararnos su amor por todas las maneras posibles. Porque el amor,
como platicabais ahora, Juliano y Sabino, es unidad, o todo su oficio es hacer
unidad, y cuanto es mayor y mejor la unidad, tanto es mayor y más excelente el
amor. Por donde, cuanto por más particulares maneras fueren en uno mismo dos
entre sí, tanto sin duda ninguna se tendrán más amor.
Pues
si en nosotros hay carne y espíritu, y si con el espíritu ayunta el suyo
Cristo por tantas maneras, poniendo en él su semejanza y comunicándole su
vigor y derramando por él su espíritu mismo, ¿no os parecerá, Juliano,
forzoso el decir, o que hay falta en su amor para con nosotros, o que ayunta tan
bien su cuerpo con el nuestro cuanto es posible ayuntarse dos cuerpos? Mas
¿quién se atreverá a poner mengua en su amor en esta parte, el cual por todas
las demás partes es, sobre todo encarecimiento, extremado? Porque, me pregunto:
¿o no le es posible a Dios hacer esta unión, o, hecha, no declara ni
engrandece su amor, o no se precia Dios de engrandecerle? Claro es que es
posible; y manifiesto que añade quilates; y notorio y sin duda que se precia
Dios de ser en todo lo que hace perfecto.
Pues
si es esto cierto, ¿cómo puede ser dudoso, si hace Dios lo que puede ser
hecho, y lo que importa que se haga para el fin que pretende? El mismo Cristo
dice, rogando a su Padre: «Señor, quiero que Yo y los míos seamos una misma
cosa, así como Yo soy una misma cosa contigo.» No son una misma cosa el Padre
y el Hijo solamente porque se quieren bien entre sí, ni sólo porque son, así
en voluntades como en juicios, conformes, sino también porque son una misma
sustancia; de manera que el Padre vive en el Hijo, y el Hijo vive por el Padre,
y es un mismo ser y vivir el de entrambos.
Pues
así, para que la semejanza sea perfecta cuanto ser puede, conviene sin duda que
a nosotros los fieles, entre nosotros, y a cada uno de nosotros con Cristo, no
solamente nos anude y haga uno la caridad que el espíritu en nuestros corazones
derrama, sino que también en la manera del ser, así en la del cuerpo como en
la manera del alma, seamos todos uno, cuanto es hacedero y posible, y conviene
que, siendo muchos en personas, como de hecho lo somos, empero por razón de que
mora en nuestras almas un espíritu mismo, y por razón que nos mantiene un
individuo y solo manjar, seamos todos uno en un espíritu y en un cuerpo divino;
los cuales espíritu y cuerpo divino, ayuntándose estrechamente con nuestros
propios cuerpos y espíritus, los cualifiquen y los acondicionen a todos de una
misma manera, y a todos de aquella condición y manera que le es propia a aquel
divino cuerpo y espíritu: que es la mayor unidad que se puede hacer o pensar en
cosas tan apartadas de suyo.
De
manera que, como una nube en quien ha lanzado la fuerza de su claridad y de sus
rayos el Sol, llena de luz y, si esta palabra aquí se permite, en luz empapada,
por dondequiera que se mire es un sol, así, ayuntando Cristo, no solamente su
virtud y su luz, sino su mismo espíritu y su mismo cuerpo con los fieles y
justos, y, como mezclando en cierta manera su alma con la suya de ellos, y con
el cuerpo de ellos su cuerpo, en la forma que he dicho, les brota Cristo y les
sale afuera por los ojos y por la boca y por los sentidos, y sus figuras todas y
sus semblantes y sus movimientos son Cristo, que los ocupa así a todos, y se
enseñorea de ellos tan íntimamente que, sin destruirles o corromperles su ser,
no se verá en ellos en el último día ni se descubrirá otro ser más del
suyo, y un mismo ser en todos; por lo cual, así Él como ellos, sin dejar de
ser Él y ellos, serán un Él y uno mismo.
Grande
nudo es éste, Sabino, y lazo de unidad tan estrecho, que en ninguna cosa de las
que, o la naturaleza ha compuesto o el arte inventado, las partes diversas que
tiene se juntaron jamás con juntura tan delicada o que así huyese la vista,
como es esta juntura. Y, cierto, es ayuntamiento de matrimonio, tanto mayor y
mejor, cuanto se celebra por modo más uno y más limpio; y la ventaja que hace
al matrimonio o desposorio de la carne en limpieza, esa o mucho mayor ventaja le
hace en unidad y estrecheza. Que allí se inficionan los cuerpos, y aquí se
deifica el alma y la carne; allí se aficionan las voluntades, aquí toda es una
voluntad y un querer; allí adquieren derecho el uno sobre el cuerpo del otro;
aquí, sin destruir su sustancia, convierte en su cuerpo, en la manera que he
dicho, el Esposo Cristo a su esposa; allí se yerra de ordinario, aquí se
acierta siempre; allí de continuo hay solicitud y cuidado, enemigo de la
conformidad y unidad; aquí seguridad y reposo, ayudador y favorecedor de
aquello que es uno; allí se ayuntan para sacar luz a otro tercero; aquí por un
ayuntamiento se encamina a otro, y el fruto de esta unidad es afinarse en ser
uno, y el abrazarse es para más abrazarse; allí el contento es aguado y el
deleite breve y de bajo metal; aquí lo uno y lo otro tan grande, que baña el
cuerpo y el alma; tan noble, que es gloria; tan puro, que ni antes le precede ni
después se le sigue, ni con él jamás se mezcla o se ayunta el dolor.
Del
cual deleite (pues hemos dicho ya del ayuntamiento, que es lo que propusimos
primero, lo que el Señor nos ha comunicado) será bien que digamos ahora lo que
se pudiere decir, aunque no sé si es de las cosas que no se han de decir: a lo
menos, cierto es que, cómo ello es y cómo pasa, ninguno jamás lo supo ni pudo
decir.
Y
así, sea esta la primera prueba y el argumento primero de su no medida
grandeza, que nunca cupo en lengua humana, y que el que más lo prueba lo calla
más, y que su experiencia enmudece el habla, y que tiene tanto de bien que
sentir, que ocupa el alma toda su fuerza en sentirlo, sin dejar ninguna parte de
ella libre para hacer otra cosa; de donde la Sagrada Escritura, en una parte
adonde trata de este gozo y deleite, le llama maná escondido; y en otro nombre
nuevo que no lo sabe leer sino aquel solo que lo recibe; y, en otra,
introduciendo como en imagen una figura de estos abrazos, venido a este punto de
declarar sus deleites de ellos, hace que se desmaye y quede muda y sin sentido
la esposa que lo representa; porque así como en el desmayo se recoge el vigor
del alma a lo secreto del cuerpo, y ni la lengua, ni los ojos, ni los pies, ni
las manos hacen su oficio, así este gozo, al punto que se derrama en el alma,
con su grandeza increíble la lleva toda a sí, por manera que no le deja
comunicar lo que siente a la lengua.
Mas,
¿qué necesidad hay de rastrear por indicios lo que abiertamente testifican las
sagradas Letras y lo que por clara y llana razón se convence? David dice en su
divina Escritura: « ¡Cuán grande es, Señor, la muchedumbre de tu dulzura, la
que escondiste para los que te temen!» Y en otra parte: «Serán, Señor,
vuestros siervos embriagados con la abundancia de los bienes de vuestra casa, y
daréisles a beber del arroyo impetuoso de vuestros deleites.» Y en otra parte:
«Gustad y ved cuán dulce es el Señor.» Y en otra: «Un río de avenida baña
con deleite la ciudad de Dios.» Y: «Voz de salud y alegría suena en las
moradas de los justos.» Y: «Bienaventurado es el pueblo que sabe qué es
jubilación.» Y finalmente, Isaías: «Ni los ojos lo vieron, ni lo oyeron los
oídos, ni pudo caber en humano corazón lo que Dios tiene aparejado para los
que esperan en Él.»
Y
conviene que, como aquí se dice, así sea por necesaria razón, y tan clara que
se tocará con las manos, si primero entendiéremos qué es y cómo se hace esto
que llamamos deleite; porque deleite es un sentimiento y movimiento dulce, que
acompaña y como remata todas aquellas obras en que nuestras potencias y
fuerzas, conforme a sus naturalezas o a sus deseos, sin impedimento ni estorbo
se emplean, porque todas las veces que obramos así, por el medio de estas obras
alcanzamos alguna cosa, que, o por naturaleza, o por disposición y costumbre, o
por elección y juicio nuestro, nos es conveniente y amable. Y como cuando no se
posee y se conoce algún bien, la ausencia de él causa en el corazón una
agonía y deseo, así es necesario decir que, por el contrario, cuando se posee
y se tiene, la presencia de él en nosotros y el estar ayuntado y como abrazado
con nuestro apetito y sentidos, conociéndolos nosotros así, los halaga y
regala; por manera que el deleite es un movimiento dulce del apetito.
Y
la causa del deleite son, lo primero, la presencia, y, como si dijésemos, el
abrazo del bien deseado; al cual abrazo se viene por medio de alguna obra
conveniente que hacemos, y es, como si dijésemos, el tercero de esta concordia,
o, por mejor decir, el que la saborea y sazona, el conocimiento y el sentido de
ella. Porque a quien no siente ni conoce el bien que posee, ni si lo posee, no
le puede ser el bien ni deleitoso ni apacible.
Pues
esto presupuesto de esta manera, vamos ahora mirando estas fuentes de donde mana
el deleite, y examinando a cada una de ellas por sí, que adondequiera que las
descubriéremos más, y en todas aquellas cosas adonde halláremos mayores y
más abundantes mineros de él, en aquellas cosas, sin duda, el deleite de ellas
será de mayores quilates. Es, pues, necesario para el deleite, y como fuente
suya de donde nace lo primero, el conocimiento y sentido; lo segundo, la obra
por medio de la cual se alcanza el bien deseado; lo tercero, ese mismo bien; lo
cuarto y lo último, su presencia y ayuntamiento de él con el alma. Y digamos
del conocimiento primero y después diremos de lo demás por su orden.
El
conocimiento, cuanto fuere más vivo, tanto cuanto es de su parte será causa de
más vivo y más acendrado deleite, porque, por la razón que no pueden gozar de
él todas aquellas cosas que no tienen sentido, por esa misma se convence que
las que le tienen, cuanto más de él tuvieren, tanto sentirán la dulzura más,
conforme a como la experiencia lo demuestra en los animales. Que en la manera
que a cada uno de ellos, conforme a su naturaleza y especie, o más o menos se
les comunica en el sentido, así o más o menos les es deleitable y gustoso el
bien que poseen; y cuanto en cada un orden de ellos está la fuerza del sentido
más bota, tanto cuanto se deleitan es menor su deleite. Y no solamente se ve
esto entre las cosas que son diferentes, comparándolas entre sí mismas, mas en
un linaje mismo de cosas y en los particulares que en sí contiene se ve.
Porque
los hombres, los que son de más buen sentido, gustan más del deleite; y en un
hombre sólo, si, o por acaso o por enfermedad, tiene amortecido el sentido del
tacto en la mano, aunque la tenga fría y la allegue a la lumbre, no le hará
gusto el calor, y como se fuere en ella, por medio de la medicina o por otra
alguna manera, despertando el sentir, así por los mismos pasos y por la medida
misma crecerá en ella el poder gozar del deleite. Por donde, si esto es así,
¿quién no sabe ya cuán más subido y agudo sentido es aquel con que se
comprenden y sienten los gozos de la virtud que no aquel de quien nacen los
deleites del cuerpo? Porque el uno es conocimiento de razón, y el otro sentido
de carne; el uno penetra hasta lo último de las cosas que conoce, el otro para
en la sobrehaz de lo que siente; el uno es sentir bruto y de aldea, el otro es
entender espiritual y de alma. Y conforme a esta diferencia y ventaja, así son
diferentes y se aventajan entre sí los deleites que hacen.
Porque
el deleite que nace del conocer del sentido es deleite ligero o como sombra de
deleite, y que tiene de él como una vislumbre o sobrehaz solamente, y es tosco
y aldeano deleite; mas el que nos viene del entendimiento y razón es vivo gozo
y macizo gozo, y gozo de sustancia y verdad. Y así como se prueba la grande
sustancia de estos deleites del alma por la viveza del entendimiento que lo
siente y conoce, así también se ve su nobleza por el metal de la obra que nos
ayunta al bien de do nacen. Porque las obras por cuya mano metemos a Dios en
nuestra casa, que, puesto en ella, la hinche de gozo, son el contemplarle y el
amarle, y el ocupar en Él nuestro pensamiento y deseo, con todo lo demás que
es santidad y virtud. Las cuales obras, ellas en sí mismas, son, por una parte,
tan propias de aquello que en nosotros verdaderamente es ser hombre, y por otras
tan nobles en sí, que ellas mismas por sí, dejado aparte el bien que nos
traen, que es Dios, deleitan al alma, que con sola su posesión de ellas se
perfecciona y se goza. Como, al revés, todas las obras que el cuerpo hace, por
donde consigue aquello con que se deleita el sentido, sean obras o no propias
del hombre, o así toscas y viles que nadie las estimaría ni se alegraría con
ellas por sí solas, si, o la necesidad pura o la costumbre dañada, no le
forzase.
Así
que, en lo bueno, antes que ello deleite, hay deleite; y eso mismo que va en
busca del bien y que lo halla y le echa las manos, es ello en sí bien que
deleita, y por un gozo se camina a otro gozo, por el contrario de lo que
acontece en el deleite del cuerpo adonde los principios son intolerable trabajo,
los fines, enfado y hastío, los frutos, dolor y arrepentimiento.
Mas
cuando acerca de esto faltase todo lo que hasta ahora se ha dicho, para conocer
que es verdad basta la ventaja sola que hace el bien de donde nacen estos
espirituales deleites a los demás bienes que son cebo de los sentidos. Porque
si la pintura hermosa presente a la vista deleita los ojos, y si los oídos se
alegran con la suave armonía, y si el bien que hay en lo dulce o en lo sabroso
o en lo blanco causa contentamiento en el tacto, y si otras cosas menores y
menos dignas de ser nombradas pueden dar gusto al sentido, injuria será que se
hace a Dios poner en cuestión si deleita, o qué tanto deleita al alma que se
abraza con Él.
Bien
lo sentía esto aquel que decía: «¿Qué hay para mí en el cielo? Y fuera de
Vos, Señor, ¿qué puedo desear en la tierra?» Porque si miramos lo que,
Señor, sois en Vos, sois un océano infinito de bien, y el mayor de los que por
acá se conocen y entienden, es una pequeña gota comparado con Vos, y es como
una sombra vuestra oscura y ligera. Y si miramos lo que para nosotros sois y en
nuestro respeto, sois el deseo del alma, el único paradero de nuestra vida, el
propio y solo bien nuestro, para cuya posesión somos criados y en quien sólo
hallamos descanso, y a quien, aun sin conoceros, buscamos en todo cuanto
hacemos.
Que
a los bienes del cuerpo, y casi a todos los demás bienes que el hombre apetece,
apetécelos como a medios para conseguir algún fin, y como a remedios y
medicinas de alguna falta o enfermedad que padece. Busca el manjar porque le
atormenta el hambre; allega riquezas por salir de pobreza; sigue el son dulce, y
vase en pos de lo proporcionado hermoso, porque sin esto padecen mengua el oído
y la vista.
Y
por esta razón los deleites que nos dan estos bienes son deleites menguados y
no puros: lo uno, porque se fundan en mengua y en necesidad y tristeza; y lo
otro, porque no duran más de lo que ella dura; por donde siempre la traen junto
a sí, y como mezclada consigo. Porque si no hubiese hambre no sería deleite el
comer, y en faltando ella falta él juntamente. Y así no tienen más bien de
cuanto dura el mal para cuyo remedio se ordenan. Y, por la misma razón, no
puede entregarse ninguno a ellos sin rienda; antes es necesario que los use, el
que de ellos usar quisiere, con tasa, si le han de ser, conforme a como se
nombran, deleites; porque lo son hasta llegar a un punto cierto, y, en pasando
de él, no lo son.
Mas
vos, Señor, sois todo el bien nuestro y nuestro soberano fin verdadero. Y
aunque sois el remedio de nuestras necesidades, y aunque hacéis llenos todos
nuestros vacíos, para que os ame el alma mucho más que a sí misma, no le es
necesario que padezca mengua, que Vos, por Vos merecéis todo lo que es el
querer y el amor. Y cuanto el que os amare, Señor, estuviere más rico y más
abastado de Vos, tanto os amará con más veras. Y así como Vos en Vos no
tenéis fin ni medida, así el deleite que nace de Vos en el alma que consigo os
abraza dichosa, es deleite que no tiene fin, y que cuanto más crece es más
dulce; y deleite en quien el deseo, sin recelo de caer en hartura, puede alargar
la rienda cuanto quisiere; porque, como testificáis de vos mismo, «Quien
bebiere de vuestra dulzura, cuanto más bebiere, tendrá de ella más sed.»
Y
por esta misma razón, si, Juliano, no os desagrada (y según que ahora a la
imaginación se me ofrece), en la sagrada Escritura este deleite que Dios en los
suyos produce es llamado con nombres de avenida y de río, como
cuando el Salmista decía que da de beber Dios a los suyos un río de deleite
grandísimo. Porque en decirlo así, no solamente quiere decir que les dará
Dios a los suyos grande abundancia de gozo, sino también nos dice y declara que
ni tiene límite este gozo, ni menos es gozo que hasta un cierto punto es
sabroso, y, pasado de él, no lo es; ni es, como lo son los deleites que vemos,
agua encerrada en vaso que tiene su hondo, y que, fuera de aquellos términos
con que cerca, no hay agua, y que se agota y se acaba bebiéndola, sino que es
agua en río, que corre siempre y que no se agota bebida, y que, por más que se
beba, siempre viene fresca a la boca, sin poder jamás llegar a algún paso
adonde no haya agua, esto es, adonde aquel dulzor no lo sea. De manera que, por
razón de ser Dios bien infinito, y bien que sobrepuja sin ninguna comparación
a todos los bienes, se entiende que, en el alma que le posee, el deleite que
hace es entre todos los deleites el mayor deleite, y, por razón de ser de
nuestro último fin, se convence que jamás este deleite da en cara.
Y
si esto es por ser Dios el que es, ¿qué será por razón del querer que nos
tiene, y por el estrecho nudo de amor con que con los suyos se enlaza? Que si el
bien presente y poseído deleita, cuanto más presente y más ayuntado
estuviere, sin ninguna duda deleitará más. Pues ¿quién podrá decir la
estrecheza no comparable de este ayuntamiento de Dios? No quiero decir lo que
ahora he ya dicho, repitiendo las muchas y diversas maneras como se ayunta Dios
con nuestros cuerpos y almas; mas digo que cuando estamos más metidos en la
posesión de los bienes del cuerpo y somos hechos más de ellos señores, toda
aquella unión y estrechez es una cosa floja y como desatada en comparación de
este lazo. Porque el sentido y lo que se junta con el sentido, solamente se
tocan en los accidentes de fuera: que ni veo sino lo colorado, ni oigo sino el
retintín del sonido, ni gusto sino lo dulce o amargo, ni percibo tocando sino
es la aspereza o blandura. Mas Dios, abrazado con nuestra alma, penetra por ella
toda y se lanza a sí mismo por todos sus apartados secretos, hasta ayuntarse
con su más íntimo ser, adonde, hecho como alma de ella y enlazado con ella, la
abraza estrechísimamente. Por cuya causa, en muchos lugares la Escritura dice
que mora Dios en el medio del corazón. Y David en el Salmo le compara al aceite
que, puesto en la cabeza del Sacerdote, viene al cuello y se extiende a la barba
y desciende corriendo por las vestiduras todas hasta los pies. Y en el libro de
la Sabiduría, por esta misma razón, es comparado Dios a la niebla, que
por todo penetra.
Y
no solamente se ayunta mucho Dios con el alma, sino ayúntase todo, y no todo
sucediéndose unas partes a otras, sino todo junto y como de un golpe, y sin
esperarse lo uno a lo otro. Lo que es al revés en el cuerpo, a quien sus bienes
(los que él llama bienes) se le allegan despacio y repartidamente, y
sucediéndose unas partes a otras, ahora una y después de ésta otra; y cuando
goza de la segunda, ha perdido ya la primera. Y como se reparten y se dividen
aquéllos, ni más ni menos se corrompen y acaban, y cuales ellos son, tal es el
deleite que hacen: deleite como exprimido por fuerza, y como regateado, y como
dado blanca a blanca con escasez, y deleite, al fin, que vuela ligerísimo y que
desvanece como humo y se acaba. Mas el deleite que hace Dios, viene junto y
persevera junto y estable, y es como un todo no divisible, presente siempre todo
a sí mismo; y por eso dice la Escritura en el Salmo que deleita Dios con río y
con ímpetu a los vecinos de su ciudad; no gota a gota, sino con todo el ímpetu
del río así junto.
De
todo lo cual se concluye, no solamente que hay deleite en este desposorio y
ayuntamiento del alma y de Dios, sino que es un deleite que, por dondequiera que
se mire, vence a cualquier otro deleite. Porque ni se mezcla con necesidad, ni
se agua con tristeza, ni se da por partes, ni se corrompe en un punto, ni nace
de bienes pequeños ni de abrazos tibios o flojos, ni es deleite tosco o que se
siente a la ligera, como es tosco y superficial el sentido, sino divino bien y
gozo íntimo, y deleite abundante y alegría no contaminada, que baña el alma
toda y la embriaga y anega por tal manera, que, cómo ello es, no se puede
declarar por ninguna.
Y
así la Escritura divina, cuando nos quiere ofrecer alguna como imagen de este
deleite, porque no hay una que se le asemeje del todo, usa de muchas semejanzas
e imágenes. Que unas veces, como antes de ahora decíamos, le llama maná
escondido. Maná, porque es deleite dulcísimo, y dulcísimo no de una sola
manera ni sabroso con un solo sabor, sino como del maná se escribe en la Sabiduría:
«hecho al gusto del deseo y lleno de innumerables sabores.» Maná escondido,
porque está secreto en el alma y porque, si no es quien lo gusta, ninguno otro
entiende bien lo que es. Otras veces le llama aposento de vino, como en
el libro de los Cantares, y otras, el vino mismo, y otras, licor mejor
mucho que el vino. Aposento de vino, como quien dice amontonamiento y
tesoro de todo lo que es alegría. Más que el vino porque ninguna
alegría ni todas juntas se igualan con ésta.
Otras
veces nos le figura, como en el mismo libro, por nombre de pechos; porque
no son los pechos tan dulces ni tan sabrosos al niño como los deleites de Dios
son deleitables a aquel que los gusta. Y porque no son deleites que dañan la
vida o que debilitan las fuerzas del cuerpo, sino deleites que alimentan el
espíritu y le hacen que crezca, y deleites por cuyo medio comunica Dios al alma
la virtud de su sangre hecha leche, esto es, por manera sabrosa y dulce. Otras
veces son dichos mesa y banquete (como por Salomón y David) para
significar su abastanza y la grandeza y variedad de sus gustos, y la confianza y
el descanso y el regocijo, y la seguridad y esperanzas ricas que ponen en el
alma del hombre. Otras los nombra sueño porque se repara en ellos el
espíritu de cuanto padece y lacera en la continua contradicción que la carne y
el demonio le hace. Otras los compara a guija o a piedrecilla
pequeña y blanca y escrita de un nombre que sólo el que le tiene le lee,
porque, así como, según la costumbre antigua, en las causas criminales, cuando
echaba el juez una piedra blanca en el cántaro era dar vida, y como los días
buenos y de sucesos alegres los antiguos los contaban con pedrezuelas de esta
manera, asimismo el deleite que da Dios a los suyos es como una prenda sensible
de su amistad y como una sentencia que nos absuelve de su ira, que por nuestra
culpa nos condenaba al dolor y a la muerte, y es voz de vida en nuestra alma, y
día de regocijo para nuestro espíritu, y de suceso bienaventurado y feliz. Y
finalmente, otras veces significa estos deleites con nombres de embriaguez
y de desmayo y de enajenamiento de sí, porque ocupan toda el alma, que
con el gusto de ellos se mete tan adelante en los abrazos y sentimientos de
Dios, que desfallece al cuerpo y casi no comunica con él su sentido, y dice y
hace cosas el hombre que parecen fuera de toda naturaleza y razón.
Y
a la verdad, Juliano, de las señales que podemos tener de la grandeza de estos
deleites los que deseamos conocerlos y no merecemos tener su experiencia, una de
las más señaladas y ciertas es el ver los efectos y las obras maravillosas, y
fuera de todo orden común, que hacen en aquellos que experimentan su gusto.
Porque, si no fuera dulcísimo incomparablemente el deleite que halla el bueno
con Dios, ¿cómo hubiera sido posible o a los mártires padecer los tormentos
que padecieron, o a los ermitaños durar en los yermos por tan luengos años en
la vida que todos sabemos?
Por
manera que la grandeza no medida de este dulzor, y la violencia dulce con que
enajena y roba para sí toda el alma, fue quien sacó a la soledad a los
hombres, y los apartó de casi todo aquello que es necesario al vivir, y fue
quien los mantuvo con yerbas y sin comer muchos días, desnudos al frío y
descubiertos al calor y sujetos a todas las injurias del cielo. Y fue quien hizo
fácil y hacedero y usado lo que parecía en ninguna manera posible. Y no pudo
tanto ni la naturaleza con sus necesidades, ni la tiranía y crueldad con sus no
oídas cruezas, para retraerlos del bien, que no pudiese mucho más para
detenerlos en él este deleite; y todo aquel dolor que pudo hacer el artificio y
el cielo, la naturaleza y el arte, el ánimo encruelecido y la ley natural
poderosa, fue mucho menor que este gozo. Con el cual esforzada el alma, y cebada
y levantada sobre sí misma, y hecha superior sobre todas las cosas, llevando su
cuerpo tras sí, le dio que no pareciese ser su cuerpo.
Y
si quisiésemos ahora contar por menudo los ejemplos particulares y extraños
que de esto tenemos, primero que la historia se acabaría la vida; y así, baste
por todos uno, y éste sea el que es la imagen común de todos, que el Espíritu
Santo nos dibujó en el libro de los Cantares para que, por las palabras
y acontecimientos que conocemos, veamos como en idea todo lo que hace Dios con
sus escogidos.
Porque
¿qué es lo que no hace la esposa allí, para encarecer aqueste su deleite que
siente, o lo que el Esposo no dice para este mismo propósito? No hay palabra
blanda, ni dulzura regalada, ni requiebro amoroso, ni encarecimiento dulce de
cuantos en el amor jamás se dijeron o se pueden decir, que o no lo diga allí o
no lo oiga la esposa.
Y
si por palabras o por demostraciones exteriores se puede declarar el deleite del
alma, todas las que significan un deleite grandísimo, todas ellas se dicen y
hacen allí; y, comenzando de menores principios, van siempre subiendo, y,
esforzándose siempre más el soplo del gozo, al fin, las velas llenas, navega
el alma justa por un mar de dulzor, y viene, al fin, a abrasarse en llamas de
dulcísimo fuego, por parte de las secretas centellas que recibió al principio
en sí misma.
Y
acontécele, cuanto a este propósito, al alma con Dios como al madero no bien
seco cuando se le avecina el fuego le aviene. El cual, así como se va
calentando del fuego y recibiendo en sí su calor, así se va haciendo sujeto
apto y dispuesto para recibir más calor, y lo recibe de hecho. Con el cual
calentando, comienza primero a despedir humo de sí y a dar de cuando en cuando
algún estallido, y corren algunas veces gotas de agua por él, y procediendo en
esta contienda, y tomando por momentos el fuego en él mayor fuerza, el humo que
salía se enciende de improviso en llama, que luego se acaba, y dende a poco se
torna a encender otra vez y a apagarse también; y así hace la tercera y la
cuarta, hasta que al fin el fuego, ya lanzado en lo íntimo del madero y hecho
señor de todo él, sale todo junto y por todas partes afuera, levantando sus
llamas, las cuales, prestas y poderosas y a la redonda bulliendo, hacen parecer
un fuego el madero.
Y
por la misma manera, cuando Dios se avecina al alma y se junta con ella y le
comienza a comunicar su dulzura, ella, así como la va gustando, así la va
deseando más, y con el deseo se hace a sí misma más hábil para gustarla, y
luego la gusta más, y así, creciendo en ella este deleite por puntos, al
principio la estremece toda, y luego la comienza a ablandar, y suenan de rato en
rato unos tiernos suspiros, y corren por las mejillas a veces y sin sentir
algunas dulcísimas lágrimas; y, procediendo adelante, enciéndese de improviso
como una llama compuesta de luz y de amor, y luego desaparece volando, y toma a
repetirse el suspiro, y torna a lucir y a cesar otro no sé qué resplandor, y
acreciéntase el lloro dulce, y anda así por un espacio haciendo mudanzas el
alma, traspasándose unas veces y otras veces tornándose a sí, hasta que,
sujeta ya del todo al dulzor, se traspasa del todo, y, levantada enteramente
sobre sí misma, y no cabiendo en sí misma, expira amor y terneza y
derretimiento por todas sus partes, y no entiende ni dice otra cosa sino es:
«Luz, amor, vida, descanso sumo, belleza infinita, bien inmenso y dulcísimo,
dame que me deshaga yo y que me convierta en Ti toda, Señor.» Mas callemos,
Juliano, lo que por mucho que hablemos no se puede hablar.
Y
calló, diciendo esto, Marcelo un poco; y tornó luego a decir:
-Dicho
he del nudo y del deleite de este desposorio lo que he podido; quédame por
decir lo que supiere de las demás circunstancias y requisitos suyos. Y no
quiero referir yo ahora las causas que movieron a Cristo, ni los accidentes de
donde tomó ocasión para ser nuestro Esposo, porque ya en otros lugares hemos
dicho hoy acerca de esto lo que conviene; ni diré de los terceros que
intervinieron en estos conciertos, porque el mayor y el que a todos nos es
manifiesto, fue la grandeza de su piedad y bondad. Mas diré de la manera como
se ha habido con esta su esposa por todo el espacio que, desde que se
prometieron, corre hasta el día del matrimonio legítimo; y diré de los
regalos y dulces tratamientos que por este tiempo le hace, y de las prendas y
joyas ricas, y por ventura de las leyes de amor y del tálamo, y de las fiestas
y cantares ordenados para aquel día. Porque, así como acontece a algunos
hombres que se desposan con mujeres muy niñas, y que para casarse con ellas
aguardan a que lleguen a legítima edad, así nos conviene entender que Cristo
se desposó con la Iglesia luego en naciendo ella, o, por mejor decir, que la
crió e hizo nacer para esposa suya, y que se ha de casar con ella a su tiempo.
Y
hemos de entender que, como aquellos cuyas esposas son niñas las regalan y las
hacen caricias primero, como a niñas, y así por consiguiente, como va
creciendo la edad, van ellos también creciendo en la manera de amor que les
tienen y en las demostraciones de él que les hacen, así Cristo a su esposa la
Iglesia le ha ido criando y acariciando conforme a sus edades de ella, y
diferentemente según sus diferencias de tiempos: primero como a niña y
después como a algo mayor, y ahora la trata como a doncelleja ya bien entendida
y crecida y casi ya casadera.
Porque
toda la edad de la Iglesia, desde su primer nacimiento hasta el día de la
celebridad de sus bodas, que es todo el tiempo que hay desde el principio del
mundo hasta su fin, se divide en tres estados de la Iglesia y tres tiempos. El
primero que llamamos de naturaleza, y el segundo de ley, y el tercero y postrero
de gracia. El primero fue como la niñez de esta esposa. En el segundo vino a
algún mayor ser. En este tercero que ahora corre se va acercando mucho a la
edad de casar. Pues como ha ido creciendo la edad y el saber, así se ha habido
con ella diferentemente su Esposo, midiendo con la edad los favores y
ajustándolos siempre con ella por maravillosa manera, aunque siempre por manera
llena de amor y de regalo, como se ve claramente en el libro, de quien poco
antes decía, de los Cantares; el cual no es sino un dibujo vivo de todo
este trato amoroso y dulce que ha habido hasta ahora, y de aquí adelante ha de
haber, entre estos dos, Esposo y esposa, hasta que llegue el dichoso día del
matrimonio, que será el día cuando se cerraren los siglos.
Digo
que es una imagen compuesta por la mano de Dios, en que se nos muestran por
señales y semejanzas visibles y muy familiares al hombre las dulzuras que entre
estos dos esposos pasan, y las diferencias de ellas conforme a los tres estados
y edades diferentes que he dicho. Porque en la primera parte del libro, que es
hasta casi la mitad del segundo capítulo, dice Dios lo que hace significación
de las condiciones de esta su esposa en aquel su estado primero de naturaleza, y
la manera de los amores que le hizo entonces su Esposo. Y desde aquel lugar, que
es donde se dice en el segundo capítulo: «Veis, mi amado me habla y dice:
Levántate y apresúrate y ven», hasta el capítulo quinto, adonde torna a
decir: «Yo duermo y mi corazón vela», se pone lo que pertenece a la edad de
la ley. Mas desde allí hasta el fin, todo cuanto entre estos dos se platica es
imagen de las dulzuras de amor que hace Cristo a su esposa en este postrero
estado de gracia.
Porque,
comenzando por lo primero y tocando tan solamente las cosas, y como
señalándolas desde lejos (porque decirlas enteramente sería negocio muy
largo, y no de este breve tiempo que resta); así que, diciendo de lo que
pertenece a aquel estado primero, como era entonces niña la esposa, y le era
nueva y reciente la promesa de Dios de hacerse carne como ella y de casarse con
ella, como tierna y como deseosa de un bien tan nunca esperado, del cual
entonces comenzaba a gustar, entra, con la licencia que le da su niñez y con la
impaciencia que en aquella edad suele causar el deseo, pidiendo apresuradamente
sus besos: «Béseme, dice, de besos de su boca; que mejores son los tus pechos
que el vino.»
En
que debajo de este nombre de besos, le pide ya su palabra y el
aceleramiento de la promesa de desposarla en su carne, que apenas le acaba de
hacer. Porque desde el tiempo que puso Dios con el hombre de vestirse de su
carne de él, y de así vestido ser nuestro esposo, desde ese punto el corazón
del hombre comenzó a haberse regalada y familiarmente con Dios; y comenzaron
desde entonces a bullir en él unos sentimientos de Dios nuevos y blandos, y,
por manera nunca antes vista, dulcísimos. Y hace significación de esta misma
niñez lo que luego dice y prosigue: «Las niñas doncellitas te aman.» Porque
las doncellitas y la esposa son una misma. Y el aficionarse al olor, y el
comparar y amar al Esposo como un ramillete florido, y el no poderse aún tener
bien en los pies, y el pedir al Esposo que le dé la mano, diciendo: «Llévame
en pos de Ti, correremos»; y el prometerle el Esposo tortolicas y sartalejos,
todo ello demuestra lo niño y lo imperfecto de aquel amor y conocimiento
primero.
Y
porque tenía entonces la Iglesia presentes y como delante de los ojos dos
cosas, la una su culpa y pérdida, y la otra la promesa dichosa de su remedio,
como mirándose a sí, por eso dice allí así: «Negra soy, más hermosa, hijas
de Jerusalén, como los tabernáculos de Cedar y como las tiendas de Salomón.»
Negra por el desastre de mi culpa primera, por quien he quedado sujeta a las
injurias de mis penalidades, más hermosa por la grandeza de dignidad y de rica
esperanza a que por ocasión de este mal he subido. Y si el aire y el agua me
maltratan de fuera, la palabra que me es dada y la prenda que de ella en el alma
tengo, me enriquece y alegra. Y si los hijos de mi madre se encendieron
contra mí, porque viniendo de un mismo padre el ángel y yo, el ángel
malo, encendido de envidia, convirtió su ingenio en mi daño; y si me
pusieron por guarda de viñas sacándome de mi felicidad al polvo y al sudor
y al desastre continuo de esta larga miseria; y si la mi viña, esto es,
la mi buena dicha primera, no la supe guardar... como sepa yo ahora adónde, oh
Esposo, sesteas, y como tenga noticia y favor para ir a los lugares
bienaventurados adonde está de tu rebaño su pasto, yo quedaré mejorada.
Y
así, por esta causa misma, el Esposo entonces no se le descubre del todo, ni le
ofrece luego su presencia y su guía, sino dícele que si le ama como dice, y si
le quiere hallar, que siga la huella de sus cabritos. Porque la luz y el
conocimiento que en aquella edad dio guía a la Iglesia fue muy pequeño y muy
flaco conocimiento en comparación del de ahora. Y porque ella era pequeña
entonces, esto es, de pocas personas en número, y esas esparcidas por muchos
lugares y rodeadas por todas partes de infidelidad, por eso la llama allí, y
por regalo la compara a la rosa, que las espinas la cercan. Y también es
rosa entre espinas porque, casi ya al fin de esta niñez suya, y cuando
comenzaba a florecer y brotaba ya afuera su hermosa figura, haciendo ya cuerpo
de república y de pueblo fiel con muchedumbre grandísima (que fue estando en
Egipto, y poco antes que saliese de allí), fue verdaderamente rosa entre
espinas, así por razón de los egipcios infieles que la cercaban, como por
causa de los errores y daños que se le pegaban de su trato y conversación,
como también por respeto de la servidumbre con que la oprimían. Y no es lejos
de esto, que en sola aquella parte del libro la compara el Esposo a cosas de las
que en Egipto nacían, como cuando le dice: «A la mi yegua en los carros de
Faraón te asemejé, amiga mía.» Porque estaba sujeta ella a Faraón entonces,
y como uncida al carro trabajoso de su servidumbre.
Mas
llegando a este punto, que es el fin de su edad la primera y el principio de la
segunda, la manera como Dios la trató, es lo que luego y en el principio de la
segunda parte del libro se dice: «Levántate y apresúrate, amiga mía, y ven;
que ya se pasó el invierno y la lluvia ya se fue» con lo que después de esto
se sigue. Lo cual todo por hermosas figuras declara la salida de esta santa
esposa de Egipto. Porque llamándola el Esposo a que salga, significa el
Espíritu Santo, no sólo que el Esposo la saca de allí, mas también la manera
como la hace salir. Levántate, dice, porque con la carga del duro
tratamiento estaba abatida y caída. Y apresúrate, porque salió con
grandísima prisa de Egipto, como se cuenta en el Éxodo. Y ven,
porque salió siguiendo a su Esposo. Y dice luego todo aquello que la convida a
salir. Porque ya, dice, el invierno y los tiempos ásperos de tu servidumbre han
pasado, y ya comienza a aparecer la primavera de tu mejor suerte. Y ya, dice, no
quiero que te me demuestres como rosa entre espinas, sino como paloma en los
agujeros de la barranca, para significar el lugar desierto y libre de
compañías malas a do la sacó.
Y
así ella, como ya más crecida y osada, responde alegremente a este llamamiento
divino, y deja su casa y sale en busca de aquel a quien ama. Y para
declarárnoslo, dice: «En mi lecho, y en la noche de mi servidumbre y trabajo,
busqué y levanté el corazón a mi Esposo; busquéle, mas no le hallé.
Levantéme y rodeé la ciudad y pregunté a las guardas de ella por Él.» Y
dice esto así para declarar todas las dificultades y trabajos nuevos que se le
recrecieron con los de Egipto y con sus príncipes de ellos, desde que comenzó
a tratar de salir de su tierra hasta que de hecho salió. Mas luego, en
saliendo, halló como presente, en figura de nube y en figura de fuego, a su
Esposo, y así añade y le dice: «En pasando las guardas hallé al que ama mi
alma; asíle y no le dejaré hasta que le encierre en casa de mi madre y en la
recámara de la que me engendró.» Porque hasta que entró con Él en la tierra
prometida, adonde caminaba por el desierto, siempre le llevó como delante de
sí. Y porque se entienda que se habla aquí de aquel tiempo y camino, poco más
abajo le dice: «¿Quién es ésta que sube por el desierto, como varilla de
humo de mirra y de incienso y de todos los buenos olores?» Y lo que después se
dice del lecho de Salomón y de las guardas de él, con quien es comparada la
Esposa, es la guarda grande y las velas que puso el Esposo para la salud y
defensa suya por todo aquel camino y desierto. Y lo de la litera que Salomón
hizo, y la pintura de sus riquezas y obra, es imagen de la obra del arca y del
santuario que en aquel mismo lugar y camino ordenó para regalo de esta su
esposa.
Y
cuando luego, por todo el capítulo cuarto, dice de ella su Esposo encarecidos
loores, cantando una por una todas sus figuras y partes, en la manera del loor y
en la calidad de las comparaciones que usa, bien se deja entender que el que
allí habla, aquello de que habla lo concebía como una grande muchedumbre de
ejército asentado en su real, y levantadas sus tiendas y divididas en sus
estancias por orden, en la manera como seguía su viaje entonces el pueblo
desposado con Dios.
Porque,
como en el libro de los Números vemos, el asiento del real de aquel
pueblo, cuando peregrinó en el desierto, estaba repartido en cuatro cuarteles
de esta manera: en la delantera tenían sus tiendas y asientos los de la tribu
de Judá, con los de Isacar y Zabulón a sus lados. A la mano derecha tenían su
cuartel los de Rubén con los de Simeón y de Gad juntamente. A la izquierda
moraban con los de Dan los de Aser y Neftalí. Lo postrero ocupaban Efraim con
las tribus de Benjamín y de Manasés. Y en medio de este cuadro estaba fijado
el tabernáculo del testimonio, y, alrededor de él, por todas partes, tenían
sus tiendas los levitas y sacerdotes. Y conforme a este orden de asiento
seguían su camino cuando levantaban el real. Porque lo primero de todo iba la
columna de nube, que les era su guía. En pos de ella seguían, sus banderas
tendidas, Judá con sus compañeros. A éstos sucedían luego los que
pertenecían al cuartel de Rubén. Luego iban el tabernáculo con todas sus
partes, las cuales llevaban repartidas entre sí los levitas. Efraim y los suyos
iban después. Y los de Dan iban en la retaguardia de todos.
Pues
teniendo como delante los ojos el Esposo este orden, y como deleitándose en
contemplar esta imagen, en el lugar que digo lo va loando como si loara en una
persona sola y hermosa sus miembros. Porque dice que sus ojos, que eran la nube
y el fuego que les servían de guía, eran como de paloma. Y sus cabellos, que
es lo que se descubre primero y el cuartel de los que iban delante, como hatos
de cabras. Y sus dientes, que son Gad y Rubén, como manadas de ovejas. Y sus
labios y habla, que eran los levitas y sacerdotes por quien Dios les hablaba,
como hilo de carmesí. Y por la misma manera llama mejillas a los de Efraim, y a
los de Dan cuello. Y a los unos y a los otros los alaba con hermosos apodos.
Y
a la postre dice maravillas de sus dos pechos, esto es, de Moisés y Aarón, que
eran como el sustento de ellos y como los caminos por donde venía a aquel
pueblo lo que los mantenía en vida y en bien. Y porque el paradero de este
viaje era el llegar a la tierra que les estaba guardada, y el alcanzar la
posesión pacífica de ella, por eso, en habiendo alabado la orden hermosa que
guardaban en su real y camino, llégalos a la fin del camino y mételos como de
la mano en sus casas y tierras. Y por esto le dice: «Ven del Líbano, amiga
mía, esposa mía; ven del Líbano, ven, y serás coronada de la cumbre de Amana
y de la altura de Sanir y de Hermón, de las cuevas de los leones, de los montes
de las onzas», que es como una descripción de la región de Judea.
En
la cual región, después que de ella se apoderó Dios y su pueblo, creció y
fructificó por muchos siglos, con grandes acrecentamientos de santidad y
virtudes, la Iglesia. Por donde el Esposo, luego que puso a la esposa en la
posesión de esta tierra, contemplando los muchos frutos de Religión que en
ella produjo, para darlo a entender le dice que es huerto y le dice que es
fuente; y de lo uno y de lo otro dice en esta manera: «Huerto cercado, hermana
mía, esposa, huerto cercado, fuente sellada. Tus plantas, vergeles son de
granados y de lindos frutales; el cipro y el nardo, y la canela y el cinamomo,
con todos los árboles del Líbano; la mirra y el sándalo, con los demás
árboles del incienso.»
Y
finalmente, diciendo y respondiéndose a veces, concluyen todo lo que a la
segunda edad pertenece. Y concluido, luego se comienza el cuento de lo que en
esta tercera de gracia pasa entre Cristo y su esposa. Y comienza diciendo: «Voz
de mi amado que llama: Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía; que mi
cabeza llena está de rocío, y las mis guedejas con las gotas de la noche.»
Que por cuanto Cristo, en el principio de esta edad que decimos, nació cubierto
de nuestra carne y vino así a descubrirse visiblemente a su esposa, vestido de
su librea de ella, y sujeto, como ella lo es, a los trabajos y a las malas
noches que en la oscuridad de esta vida se pasan, por eso dice que viene
maltratado de la noche y calado del agua y del rocío.
Lo
cual hasta aquel punto nunca de sí dijo el Esposo, ni menos dijo otra cosa que
se pareciese a ello o que tuviese significación de lo mismo. Pues ruégale que
le abra la puerta porque sabía la dificultad con que aquel pueblo donde nació,
y donde en aquel tiempo se sustentaba este nombre de esposa, le había de
recibir en su casa. Y esta dificultad y mal acogimiento es lo que luego
incontinente se sigue: «Desnudéme la mi camisa, ¿cómo tornaré a
vestírmela? Lavé los mis pies, ¿cómo los ensuciaré?» Y así, mal recibido,
se pasa adelante a buscar otra gente.
Y
porque algunos de los de aquel pueblo, aunque los menos de ellos, le recibieron,
por eso dice que al fin salió la esposa en su busca. Y porque los que le
recibieron padecieron por la confesión y predicación de su fe muchos y muy
luengos trabajos, por eso dice que lo rodeó todo buscándole y que no le
halló, y que la hallaron a ella las guardas que hacían la ronda, y que la
despojaron y que la hirieron con golpes. Y las voces que da llamando a su Esposo
escondido y las gentes que movidas de sus voces acuden a ella, y le preguntan
qué busca y por quién vocea con ansia tan grande, no es otra cosa sino la
predicación de Cristo, que, ardiendo en su amor, hicieron por toda la
gentilidad los Apóstoles; y los que se allegan a la esposa, y los que le
ofrecen su ayuda y compañía para buscar al que ama, son los mismos gentiles,
todos aquellos que, abriendo los oídos del alma a la voz del Santo Evangelio y
dando asiento a las palabras de salud en su corazón, se juntaron con fe viva a
la esposa, y se encendieron con ella en un mismo amor y deseo de ir en
seguimiento de Cristo.
Y
como llegaba ya la Iglesia a su debido vigor, y estaba, como si dijésemos, en
la flor de su edad, y había, conforme a la edad, crecido en conocimiento, y el
Esposo mismo se había manifestado hecho hombre, da señas de Él allí la
esposa y hace pintura de sus facciones todas, lo que nunca antes hizo en ninguna
parte del libro; porque el conocimiento pasado, en comparación de la luz
presente, y lo que supo de su Esposo la Iglesia en la naturaleza y la ley,
puesto con lo que ahora sabe y conoce, fue como una niebla cerrada y como una
sombra oscurísima.
Pues
como es ahora su amor de la esposa y su conocimiento mayor que antes, así ella
en esta tercera parte está más aventajada que nunca en todo género de
espiritual hermosura; y no está, como estaba antes, encogida en un pueblo
sólo, sino extendida por todas las naciones del mundo.
En
significación de lo cual, el Esposo, en esta parte -lo que no había hecho en
las partes primeras-, la compara a ciudades, y dice que es semejante a un grande
y bien ordenado escuadrón y repite todo lo que había dicho antes loándola, y
añade sobre lo dicho otros nuevos y más soberanos loores. Y no solamente él
la alaba, sino también, como a cosa ya hecha pública por todas las gentes y
puesto en los ojos de todas ellas, alábanla con el Esposo otros muchos. Y la
que antes de ahora no era alabada sino desde la cabeza hasta el cuello, es loada
ahora de la cabeza a los pies, y aun de los pies es loada primero, porque lo
humilde es lo más alto en la Iglesia. Y la que antes de ahora no tenía hermana
porque estaba, como he dicho, sola en un pueblo, ahora ya tiene hermana y casa y
solicitud y cuidado de ella, extendiéndose por innumerables naciones.
Y
ama ya a su bien y es amada de él por diferente y más subida manera; que no se
contenta con verle y abrazarle a sus solas, como antes hacía, sino en público
y en los ojos de todos, y sin mirar en respetos y en puntos, como trae una
mozuela a su niño y hermano en los brazos, y como se abalanza a él, a doquiera
que le ve, desea traerle ella a sí siempre y públicamente anudado con su
corazón, como de hecho le trae en la Iglesia todo lo que merece perfectamente
este nombre de esposa. Que es lo que da a entender cuando dice: «Quién te me
diese como hermano mamante pechos de mi madre. Hallaríate fuera y besaríate, y
cierto no me despreciarían a mí; asiré de ti y te llevaré a casa de la mi
madre, y tú me besarás y yo te regalaré.»
Y
porque, llegando aquí, ha venido a todo lo que en razón de esposa puede
llegar, no le queda sino que desee y que pida la venida de su Esposo a las
bodas, y el día feliz en que se celebrará este matrimonio dichoso. Y así lo
pide finalmente diciendo: «Huye, amado mío, y aseméjate a la cabra y al
cervatillo sobre los montes.» Porque el huir es venir a prisa y volando; y el
venir sobre los montes es hacer que el sol, que sobre ellos amanece, nos
descubra aquel día. Del cual día y de su luz, a quien nunca sucede noche, y de
sus fiestas que no tendrán fin, y del aparato soberano del tálamo, y de los
ricos arreos con que saldrán en público el novio y la novia, dice San Juan en
el Apocalipsis cosas maravillosas que no quiero yo ahora decir; ni, si va a
decir verdad, puedo decirlas, porque las fuerzas me faltan.
Y
valga por todo lo que David acerca de esto dice en el Salmo cuarenta y cuatro,
que es propio y verdadero cantar de estas bodas, y cantar adonde el Espíritu
Santo habla con los dos novios por divina y elegante manera. Y dígalo Sabino
por mí, pues yo no puedo ya, y el decirlo le toca a él.
Y
con esto Marcelo acabó. Y Sabino dijo luego:
SALMO XLIV |
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|
Un
rico y soberano pensamiento |
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|
me bulle dentro el pecho; |
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|
a
Ti, divino Rey, mi entendimiento |
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|
dedico, y cuanto he hecho |
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a
Ti yo lo enderezo; y celebrando |
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|
mi lengua tu grandeza, |
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irá,
como escribano, volteando |
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|
|
la pluma con presteza. |
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Traspasas
en beldad a los nacidos, |
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en gracia estás bañado; |
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que
Dios en Ti, a sus bienes escogidos, |
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eterno
asiento ha dado. |
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|
¡Sus!
Ciñe ya tu espada, poderoso, |
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tu prez y hermosura; |
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|
tu
prez, y sobre carro glorioso |
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|
|
con próspera ventura. |
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Ceñido
de verdad y de clemencia |
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y de bien soberano, |
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|
con
hechos hazañosos su potencia |
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|
dirá tu diestra mano. |
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|
Los
pechos enemigos tus saetas |
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traspasen herboladas, |
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|
y
besen tus pisadas las sujetas |
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|
naciones derrocadas; |
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|
y
durará, Señor, tu trono erguido |
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|
|
por más de mil edades, |
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|
|
y
de tu reino el cetro esclarecido, |
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|
|
cercado de igualdades. |
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|
|
Prosigues
con amor lo justo y bueno, |
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|
|
lo malo es tu enemigo; |
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|
y
así te colmó ¡oh Dios! tu Dios el seno |
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|
más que a ningún tu amigo; |
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|
|
las
ropas de tu fiesta, producidas |
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|
|
de los ricos marfiles, |
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|
|
despiden
en Ti puestas, descogidas, |
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|
|
|
olores mil gentiles. |
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|
|
|
Son
ámbar, son mirra, y preciosa |
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|
algalia sus olores; |
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|
|
|
rodéate
de infantas copia hermosa, |
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|
|
|
ardiendo en tus amores, |
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|
|
y
la querida Reina está a tu lado, |
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|
|
vestida de oro fino. |
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|
|
Pues
¡oh tú! ilustre hija, pon cuidado, |
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|
|
|
atiende de contino; |
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|
|
|
atiende,
y mira, y oye lo que digo: |
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|
|
|
si amas tu grandeza, |
|
|
|
|
olvidarás
de hoy más tu pueblo amigo |
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|
|
|
y tu naturaleza; |
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|
|
|
que
el Rey por ti se abrasa, y tú le adora, |
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|
|
|
que Él sólo es señor tuyo, |
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|
|
|
y
tú también por Él serás señora |
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|
|
|
de
todo el gran bien suyo. |
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|
|
El
Tiro y los más ricos mercaderes, |
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|
|
delante ti humillados, |
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|
|
|
te
ofrecen, desplegando sus haberes, |
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|
|
|
los dones más preciados; |
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|
|
|
y
anidará en ti toda la hermosura, |
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|
|
|
y vestirás tesoro, |
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|
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|
y
al Rey serás llevada en vestidura |
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|
|
|
y en recamados de oro. |
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|
|
Y
juntamente al Rey serán llevadas |
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|
|
contigo otras doncellas; |
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|
|
irán
siguiendo todas tus pisadas, |
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|
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|
y tú delante de ellas; |
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|
|
y
con divina fiesta y regocijos |
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|
|
|
te llevarán al lecho, |
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|
|
|
do,
en vez de tus abuelos, tendrás hijos |
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|
|
de claro y alto hecho, |
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|
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|
a
quien del mundo todo repartido |
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|
darás el cetro y mando. |
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|
Mi
canto, por los siglos extendido, |
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|
|
tu nombre irá ensalzando; |
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|
|
|
celebrarán
tu gloria eternamente |
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|
|
toda nación y gente. |
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|
|
Y dicho esto, y ya muy de noche, los tres se volvieron a su lugar.