Explícase
qué cosa es paz, cómo Cristo es su autor, y, por tanto, llamado Príncipe de
paz
-Cuando
la razón no lo demostrara, ni por otro camino se pudiera entender cuán amable
cosa sea la paz, esta vista hermosa del cielo que se nos descubre ahora, y el
concierto que tienen entre sí estos resplandores que lucen en él, nos dan de
ello suficiente testimonio. Porque ¿qué otra cosa es sino paz, o ciertamente
una imagen perfecta de paz, esto que ahora vemos en el cielo y que con tanto
deleite se nos viene a los ojos? Que si la paz es, como San Agustín breve y
verdaderamente concluye, una orden sosegada o un tener sosiego y firmeza en lo
que pide el buen orden, eso mismo es lo que nos descubre ahora esta imagen.
Adonde el ejército de las estrellas, puesto como en ordenanza y como concertado
por sus hileras, luce hermosísimo, y adonde cada una de ellas inviolablemente
guarda su puesto, adonde no usurpa ninguna el lugar de su vecina ni la turba en
su oficio, ni menos, olvidada del suyo, rompe jamás la ley eterna y santa que
le puso la Providencia; antes, como hermanadas todas y como mirándose entre
sí, y comunicándose sus luces las mayores con las menores, se hacen muestra de
amor y, como en cierta manera, se reverencian unas a otras, y todas juntas
templan a veces sus rayos y sus virtudes, reduciéndolas a una pacífica unidad
de virtud, de partes y aspectos diferentes compuesta, universal y poderosa sobre
toda manera.
Y
si así se puede decir, no sólo son un dechado de paz clarísimo y bello, sino
un pregón y un loor que con voces manifiestas y encarecidas nos notifica cuán
excelentes bienes son los que la paz en sí contiene y los que hace en todas las
cosas. La cual voz y pregón, sin ruido se lanza en nuestras almas, y de lo que
en ellas lanzada hace, se ve y entiende bien la eficacia suya y lo mucho que las
persuade. Porque luego, como convencidas de cuánto les es útil y hermosa la
paz, se comienzan ellas a pacificar en sí mismas y a poner a cada una de sus
partes en orden.
Porque
si estamos atentos a lo secreto que en nosotros pasa, veremos que este concierto
y orden de las estrellas, mirándolo, pone en nuestras almas sosiego, y veremos
que con sólo tener los ojos enclavados en él con atención, sin sentir en qué
manera, los deseos nuestros y las afecciones turbadas, que confusamente movían
ruido en nuestros pechos de día, se van aquietando poco a poco y, como
adormeciéndose, se reposan tomando cada una su asiento, y reduciéndose a su
lugar propio, se ponen sin sentir en sujeción y concierto. Y veremos que así
como ellas se humillan y callan, así lo principal y lo que es señor en el
alma, que es la razón, se levanta y recobra su derecho y su fuerza, y como
alentada con esta vista celestial y hermosa, concibe pensamientos altos y dignos
de sí, y, como en una cierta manera, se recuerda de su primer origen, y al fin
pone todo lo que es vil y bajo en su parte, y huella sobre ello. Y así, puesta
ella en su trono como emperatriz, y reducidas a sus lugares todas las demás
partes del alma, queda todo el hombre ordenado y pacífico.
Mas
¿qué digo de nosotros que tenemos razón? Esto insensible y esto rudo del
mundo, los elementos y la tierra y el aire y los brutos, se ponen todos en orden
y se aquietan luego que, poniéndose el sol, se les representa este ejército
resplandeciente. ¿No veis el silencio que tienen ahora todas las cosas, y cómo
parece que, mirándose en este espejo bellísimo, se componen todas ellas y
hacen paz entre sí, vueltas a sus lugares y oficios, y contentas con ellos?
Es,
sin duda, el bien de todas las cosas universalmente la paz; y así, dondequiera
que la ven la aman. Y no sólo ella, mas la vista de su imagen de ella las
enamora y las enciende en codicia de asemejársele, porque todo se inclina
fácil y dulcemente a su bien. Y aun si confesamos, como es justo confesar, la
verdad, no solamente la paz es amada generalmente de todos, mas sola ella es
amada y seguida y procurada por todos. Porque cuanto se obra en esta vida por
los que vivimos en ella, y cuanto se desea y afana, es para conseguir este bien
de la paz; y este es el blanco adonde enderezan su intento, y el bien a que
aspiran todas las cosas. Porque si navega el mercader y si corre los mares, es
por tener paz con su codicia que le solicita y guerrea. Y el labrador, en el
sudor de su cara y rompiendo la tierra, busca paz, alejando de sí cuanto puede
al enemigo duro de la pobreza. Y por la misma manera, el que sigue el deleite, y
el que anhela la honra, y el que brama por la venganza, y, finalmente, todos y
todas las cosas buscan la paz en cada una de sus pretensiones. Porque, o siguen
algún bien que les falta, o huyen algún mal que los enoja.
Y
porque así el bien que se busca como el mal que se padece o se teme, el uno con
su deseo y el otro con su miedo y dolor, turban el sosiego del alma y son como
enemigos suyos que le hacen guerra, colígese manifiestamente que es huir la
guerra y buscar la paz todo cuanto se hace. Y si la paz es tan grande y tan
único bien, ¿quién podrá ser príncipe de ella, esto es, causador de ella y
principal fuente suya, sino ese mismo que nos es el principio y el autor de
todos los bienes, Jesucristo, Señor y Dios nuestro? Porque si la paz es carecer
de mal que aflige y de deseo que atormenta, y gozar de reposado sosiego, sólo
Él hace exentas las almas del temer, y las enriquece por tal manera, que no les
queda cosa que poder desear.
Mas,
para que esto se entienda, será bien que digamos por su orden qué cosa es paz
y las diferentes maneras que de ella hay, y si Cristo es príncipe y autor de
ella en nosotros según todas sus partes y maneras, y de la forma en cómo es su
autor y su príncipe.
-Lo
primero de esto que proponéis -dijo entonces Sabino- paréceme, Marcelo, que
está ya declarado por vos en lo que habéis dicho hasta ahora, adonde lo
probasteis con la autoridad y testimonio de San Agustín.
-Es
verdad que dije -respondió luego Marcelo- que la paz, según dice San Agustín,
no es otra cosa sino una orden sosegada o un sosiego ordenado. Y aunque no
pienso ahora determinarla por otra manera, porque ésta de San Agustín me
contenta, todavía quiero insistir algo acerca de esto mismo que San Agustín
dice, para dejarlo más enteramente entendido.
Porque,
como veis, Sabino, según esta sentencia, dos cosas diferentes son las de que se
hace la paz, conviene a saber: sosiego y orden. Y hácese de ellas así, que no
será paz si alguna de ellas, cualquiera que sea, le faltare. Porque, lo
primero, la paz pide orden, o, por mejor decir, no es ella otra cosa sino que
cada una cosa guarde y conserve su orden. Que lo alto esté en su lugar, y lo
bajo, por la misma manera; que obedezca lo que ha de servir, y lo que es de suyo
señor que sea servido y obedecido; que haga cada uno su oficio, y que responda
a los otros con el respeto que a cada uno se debe. Pide, lo segundo, sosiego la
paz. Porque, aunque muchas personas en la república, o muchas partes en el alma
y en el cuerpo del hombre conserven entre sí su debido orden y se mantengan
cada una en su puesto, pero si las mismas están como bullendo para
desconcertarse, y como forcejeando entre sí para salir de su orden, aun antes
que consigan su intento y se desordenen, aquel mismo bullicio suyo y aquel
movimiento destierra la paz de ellas, y el moverse o el caminar al desorden, o
siquiera el no tener en el orden estable firmeza, es, sin duda, una especie de
guerra.
Por
manera que la orden sola sin el reposo no hace paz; ni, al revés, el reposo y
el sosiego, si le falta la orden. Porque una desorden sosegada (si puede haber
sosiego en la desorden), pero, si le hay, como de hecho le parece haber en
aquellos en quienes la grandeza de la maldad, confirmada con la larga costumbre,
amortiguando el sentido del bien, hace asiento; así que el reposo en la
desorden y mal, no es sosiego de paz, sino confirmación de guerra; y es, como
en las enfermedades confirmadas del cuerpo, pelea y contienda y agonía
incurable.
Es,
pues, la paz sosiego y concierto. Y porque así el sosiego como el concierto
dicen respecto a otro tercero, por eso propiamente la paz tiene por sujeto a la
muchedumbre; porque en lo que es uno y del todo sencillo, si no es refiriéndolo
a otro, y por respeto de aquello a quien se refiere, no se asienta propiamente
la paz.
Pues,
cuanto a este propósito pertenece, podemos comparar el hombre, y referirlo a
tres cosas: lo primero a Dios; lo segundo a ese mismo hombre, considerando las
partes diferentes que tiene, y comparándolas entre sí; y lo tercero, a los
demás hombres y gentes con quienes vive y conversa. Y según estas tres
comparaciones, entendemos luego que puede haber paz en él por tres diferentes
maneras. Una, si estuviere bien concertado con Dios; otra, si él, dentro de sí
mismo, viviere en concierto; y la tercera, si no se atravesare ni encontrare con
otros.
La
primera consiste en que el alma esté sujeta a Dios y rendida a su voluntad,
obedeciendo enteramente sus leyes, y en que Dios, como en sujeto dispuesto,
mirándola amorosa y dulcemente, influya el favor de sus bienes y dones. La
segunda está en que la razón mande, y el sentido y los movimientos de él
obedezcan sus mandamientos, y no sólo en que obedezcan, sino en que obedezcan
con presteza y con gusto, de manera que no haya alboroto entre ellos ninguno ni
rebeldía, ni procure ninguno por que la haya, sino que gusten así todos del
estar a una, y les sea así agradable la conformidad, que ni traten de salir de
ella, ni por ello forcejeen. La tercera es dar su derecho a todos cada uno, y
recibir cada uno de todos aquello que se le debe sin pleito ni contienda.
Cada
una de estas paces es para el hombre de grandísima utilidad y provecho, y de
todas juntas se compone y fabrica toda su felicidad y bienandanza. La utilidad
de la postrera manera de paz, que nos ajunta estrechamente y nos tiene en
sosiego a los hombres unos con otros, cada día hacemos experiencia de ella, y
los llorosos males que nacen de las contiendas y de las diferencias y de las
guerras, nos la hacen más conocer y sentir.
El
bien de la segunda, que es vivir concertada y pacíficamente consigo mismo, sin
que el miedo nos estremezca ni la afición nos inflame, ni nos saque de nuestros
quicios la alegría vana ni la tristeza, ni menos el dolor nos envilezca y
encoja, no es bien tan conocido por la experiencia; porque, por nuestra miseria
grande, son muy raros los que hacen experiencia de él; mas convéncese por
razón y por autoridad claramente.
Porque
¿qué vida puede ser la de aquel en quien sus apetitos y pasiones, no guardando
ley ni buena orden alguna, se mueven conforme a su antojo? ¿La de aquel que por
momentos se muda con aficiones contrarias, y no sólo se muda, sino muchas veces
apetece y desea juntamente lo que en ninguna manera se compadece estar junto: ya
alegre, ya triste, ya confiado, ya temeroso, ya vil, ya soberbio? O ¿qué vida
será la de aquel en cuyo ánimo hace presa todo aquello que se le pone
delante?; ¿del que todo lo que se le ofrece al sentido desea?; ¿del que se
trabaja por alcanzarlo todo, y del que revienta con rabia y coraje porque no lo
alcanza?; ¿del que lo alcanza hoy, lo aborrece mañana, sin tener perseverancia
en ninguna cosa más que en ser inconstante? ¿Qué bien puede ser bien entre
tanta desigualdad? O ¿cómo será posible que un gusto tan turbado halle sabor
en ninguna prosperidad ni deleite? O, por mejor decir, ¿cómo no turbará y
volverá de su calidad malo y desabrido a todo aquello que en él se infundiere?
No dice esto mal, Sabino, vuestro poeta:
|
Y
mejor mucho, y más brevemente, el Profeta, diciendo: «El malo, como mar que
hierve, que no tiene sosiego.» Porque no hay mar brava, en quien los vientos
más furiosamente ejecuten su ira, que iguale a la tempestad y a la tormenta
que, yendo unas olas y viniendo otras, mueven en el corazón desordenado del
hombre sus apetitos y sus pasiones. Las cuales, a las veces, le oscurecen el
día, y le hacen temerosa la noche, y le roban el sueño, y la cama se la
vuelven dura, y la mesa se la hacen trabajosa y amarga, y, finalmente, no le
dejan una hora de vida dulce y apacible de veras. Y así concluye diciendo:
«Dice el Señor: no cabe en los malos paz.» Y si es tan dañosa esta desorden,
el carecer de ella y la paz que la contradice y que pone orden en todo el
hombre, sin duda es gran bien. Y por semejante manera se conoce cuán dulce cosa
es y cuán importante es el andar a buenas con Dios y el conservar su amistad,
que es la tercera manera de paz que decíamos, y la primera de todas tres.
Porque de los efectos que hace su ira en aquellos contra quienes mueve guerra,
vemos por vista de ojos cuán provechosa e importante es su paz.
Jeremías,
en nombre de Jerusalén, encarece con lloro el estrago que hizo en ella el enojo
de Dios, y las miserias a que vino por haber trabado guerra con él:
«Quebrantó, dice, con ira y braveza toda la fortaleza de Israel, hizo volver
atrás su mano derecha delante del enemigo, y encendió en Jacob como una llama
de fuego abrasante en derredor. Fechó su arco como contrario, refirmó su
derecha como enemigo, y puso a cuchillo todo lo hermoso, y todo lo que era de
ver en la morada de la hija de Sión; derramó como fuego su gran coraje.
Volvióse Dios enemigo, despeñó a Israel, asoló sus muros, deshizo sus
reparos, colmó a la hija de Judá de bajeza y miseria.» Y va por esta manera
prosiguiendo muy largamente.
Mas
en el libro de Job se ve como dibujado el miserable mal que pone Dios en el
corazón de aquellos contra quienes se muestra enojado: «Sonido, dice, de
espanto siempre en sus orejas; y, cuando tiene paz, se recela de alguna celada;
no cree poder salir de tinieblas, y mira en derredor, recatándose por todas
partes de la espada; atemorízale la tribulación y cércale a la redonda la
angustia.» Y, sobre todos, refiriendo Job sus dolores, pinta singularmente en
sí mismo el estrago que hace Dios en los que se enoja. Y decirlo he en la
manera que nuestro común amigo, en verso castellano, lo dijo. Dice, pues:
|
Y
si del tener por contrario a Dios y del andar en bandos con Él nacen estos
daños, bien se entiende que carecerá de ellos el que se conservare en su paz y
amistad; y no sólo carecerá de estos daños, mas gozará de señalados
provechos. Porque como Dios enojado y enemigo es terrible, así amigo y
pacífico es liberal y dulcísimo, como se ve en lo que Isaías en su persona de
Él dice que hará con la congregación santa de sus amigos y justos: «Alegraos
con Jerusalén, dice, y regocijaos con ella todos los que la queréis bien;
gozaos, gozaos mucho con ella todos los que la llorabais, para que, a los pechos
de su contento puestos, los gustéis y os hartéis, para que los exprimáis, y
tengáis sobra de los deleites de su perfecta gloria. Porque el Señor dice
así: Yo derivaré sobre ella como un río de paz, y como una avenida creciente
la gloria de las gentes, de que gozaréis; traeros han a los pechos, y sobre las
rodillas puestos, os harán regalos; como si una madre acariciase a su hijo,
así Yo os consolaré a vosotros; con Jerusalén seréis consolados.»
Así
que, cada una de estas tres paces es de mucha importancia. Las cuales, aunque
parecen diferentes, tienen entre sí cierta conformidad y orden, y nacen de la
una de ellas las otras por esta manera. Porque del estar uno concertado y bien
compuesto dentro de sí, del tener paz consigo mismo, no habiendo en él cosa
rebelde que a la razón contradiga, nace, como de fuente, lo primero el estar en
concordia con Dios, y lo segundo el conservarse en amistad con los hombres.
Y
digamos de cada una cosa por sí. Porque, cuanto a lo primero, cosa manifiesta
es que Dios, cuando se nos pacifica y, de enemigo, se amista, y se desenoja y
ablanda, no se muda Él, ni tiene otro parecer o querer de aquel que tuvo desde
toda la eternidad sin principio, por el cual perpetuamente aborrece lo malo y
ama lo bueno y se agrada de ello, sino el mudarnos nosotros usando bien de sus
gracias y dones, y el poner en orden a nuestras almas, quitando lo torcido de
ellas y lo contumaz y rebelde, y pacificando su reino y ajustándolas con la ley
de Dios, y por este camino, el quitarnos del cuento y de la lista de los
perdidos y torcidos que Dios aborrece, y traspasarnos al bando de los buenos que
Dios ama, y ser del número de ellos, eso quita a Dios de enojo y nos torna en
su buena gracia.
No
porque se mude ni altere Él, ni porque comience a amar ahora otra cosa
diferente de lo que amó siempre, sino porque, mudándonos nosotros, venimos a
figurarnos en aquella manera y forma que a Dios siempre fue agradable y amable.
Y así Él, cuando nos convida a su amistad por el Profeta, no nos dice que se
mudará Él, sino pídenos que nos convirtamos a Él nosotros, mudando nuestras
costumbres. «Convertíos a Mí, dice, y Yo me convertiré a vosotros.» Como
diciendo: Volveos vosotros a Mí, que, haciendo vosotros esto, por el mismo caso
Yo estoy vuelto a vosotros, y os miro con los ojos y con las entrañas de amor
con que siempre estoy mirando a los que debidamente me miran. Que, como dice
David en el Salmo: «Los ojos del Señor sobre los justos, y sus oídos en sus
ruegos de ellos.»
Así
que Él mira siempre a lo bueno con vista de aprobación y de amor. Porque, como
sabéis, Dios y lo que es amado de Dios siempre se están mirando entre sí, y
como si dijésemos, Dios en el que ama, y el que ama a Dios, en ese mismo Dios
tiene siempre enclavados los ojos. Dios mira por él con particular providencia,
y él mira a Dios para agradarle con solicitud y cuidado; de lo primero, dice
David en el Salmo: «Los ojos del Señor sobre los justos, y sus oídos a sus
ruegos de ellos.» De lo segundo dicen ellos también: «Como los ojos de los
siervos miran con atención a las manos y a los semblantes de sus señores, así
nuestros ojos los tenemos fijados en Dios.» Y en los Cantares pide el
Esposo al alma justa que le muestre la cara porque ese es oficio del justo. Y a
muchos justos, en las sagradas Letras en particular, para decirles Dios que sean
justos y que perseveren y se adelanten en la virtud, les dice así y les pide
que no se escondan de Él, sino que anden en su presencia y que le traigan
siempre delante.
Pues
cuando dos cosas en esta manera juntamente se miran, si es así que la una de
ellas es inmudable, y si con esto acontece que se dejen de mirar algún tiempo,
eso de necesidad vendrá, porque la otra que se podía torcer, usando de su
poder, volvió a otra parte la cara; y, si tornaren a mirarse después, será la
causa porque aquella misma que se torció y escondió, volvió otra vez su
rostro hacia la primera, mudándose.
Y
de esta misma manera, estándose Dios firme e inmudable en sí mismo, y no
habiendo más alteración en su querer y entender que la hay en su vida y en su
ser, porque en Él todo es una misma cosa, el ser y el querer, nuestra mudanza
miserable y las veces de nuestro albedrío, que, como vientos diversos, juegan
con nosotros, y nos vuelven al mal por momentos, nos llevan a la gracia de Dios
ayudados de ella, y nos sacan de ella con su propia fuerza mil veces. Y
mudándome yo, hago que parezca Dios mudarse conmigo, no mudándose Él nunca.
Así
que, por el mismo caso que lo torcido de mi alma se destuerce, y lo alborotado
de ella se pone en paz y se vuelve, vencidas las nieblas y la tempestad del
pecado, a la pureza y a lo sereno de la luz verdadera, Dios luego se desenoja
con ella. Y de la paz de ella consigo misma, criada en ella por Dios, nace la
paz segunda que, como dijimos, consiste en que Dios y ella, puestos aparte los
enojos, se amen y quieran bien.
Y
de la misma manera, en tener uno paz consigo es principio ciertísimo para
tenerla con todos los otros. Porque sabida cosa es que lo que nos diferencia y
lo que nos pone en contienda y en guerra a unos con otros, son nuestros deseos
desordenados, y que la fuente de la discordia y rencilla siempre es y fue la
mala codicia de nuestro vicioso apetito. Porque todas las diferencias y enojos
que los hombres entre sí tienen, siempre se fundan sobre la pretensión de
alguno de estos bienes que llaman bienes los hombres, como son, o el interés o
la honra o el pasatiempo y deleite; que, como son bienes limitados y que tienen
su cierta tasa, habiendo muchos que los pretendan sin orden, no bastan a todos,
o vienen a ser para cada uno menores, y así se embarazan y se estorban los unos
a los otros aquellos que sin rienda los aman. Y del estorbo nace el disgusto, y
de él el enojo; y al enojo se le siguen los pleitos y las diferencias, y,
finalmente, las enemistades capitales y las guerras. Como lo dice Santiago, casi
por estas mismas palabras: «¿De dónde hay en vosotros pleitos y guerras, sino
por causa de vuestros deseos malos?»
Y,
al revés, el hombre de ánimo bien compuesto y que conserva paz y buen orden
consigo, tiene atajadas y como cortadas casi todas las ocasiones, y, cuanto es
de su parte, sin duda todas las que le pueden encontrar con los hombres. Que si
los otros se desentrañan por estos bienes, y si a rienda suelta y como
desalentados siguen en pos del deleite, y se desvelan por las riquezas, y se
trabajan y fatigan por subir a mayor grado y a mayor dignidad adelantándose a
todos, este que digo no se les pone delante para hacerles dificultad o para
cerrarles el paso, antes, haciéndose a su parte, y rico y contento con los
bienes que posee en su alma, les deja a los demás campo ancho, y, cuanto es de
su parte, bien desembarazado, adonde a su contento se espacien. Y nadie aborrece
al que en ninguna cosa le daña. Y el que no ama lo que los otros aman, y ni
quiere ni pretende quitar de las manos y de las uñas a ninguno su bien, no
daña a ninguno.
Así
que, como la piedra que en el edificio está asentada en su debido lugar, o, por
decir cosa más propia, como la cuerda en la música, debidamente templada en
sí misma, hace música dulce con todas las demás cuerdas, sin disonar con
ninguna, así el ánimo bien concertado dentro de sí, y que vive sin alboroto,
y tiene siempre en la mano la rienda de sus pasiones y de todo lo que en él
puede mover inquietud y bullicio, consuena con Dios y dice bien con los hombres,
y, teniendo paz consigo mismo, la tiene con los demás. Y, como dijimos, estas
tres paces andan eslabonadas entre sí mismas, y de la una de ellas nacen, como
de fuente, las otras, y ésta de quien nacen las demás es aquella que tiene su
asiento en nosotros.
De
la cual San Agustín dice bien en esta manera: «Vienen a ser pacíficos en sí
mismos los que, poniendo primero en concierto todos los movimientos de su alma,
y sujetándolos a la razón, esto es, a lo principal del alma, y espíritu, y
teniendo bien domados los deseos carnales, son hechos reino de Dios, en el cual
todo está ordenado; así que, mande en el hombre lo que en él es más
excelente, y lo demás en que convenimos con los animales brutos no le
contradiga; y eso mismo excelente, que es la razón, esté sujeta a lo que es
mayor que ella, esto es, a la verdad misma, y al Hijo unigénito de Dios, que es
la misma verdad. Porque no le será posible a la razón tener sujeto lo que es
inferior, si ella, a lo que superior le es, no sujetare a sí misma. Y esta es
la paz que se concede en el suelo a los hombres de buena voluntad, y la en que
consiste la vida del sabio perfecto.»
Mas
dejando esto aquí, averigüemos ahora y veamos -que ya el tiempo lo pide- qué
hizo Cristo para poner el reino de nuestras almas en paz, y por dónde es
llamado príncipe de ella. Que decir que es príncipe de esta obra, es decir no
sólo que Él la hace, mas que es sólo Él que la puede hacer, y que es el que
se aventaja entre todos aquellos que han pretendido el hacer este bien, lo cual
ciertamente han pretendido muchos, pero no les ha sucedido a ninguno. Y así
hemos de asentar por muy ciertas dos cosas: una, que la religión o la policía
o la doctrina o maestría que no engendra en nuestras almas paz y composición
de afectos y de costumbres, no es Cristo ni religión suya por ninguna manera;
porque, como sigue la luz al sol, así este beneficio acompaña a Cristo
siempre, y es infalible señal de su virtud y eficacia.
La
otra cosa es que ninguno jamás, aunque lo pretendieron muchos, pudo dar este
bien a los hombres sino Cristo y su ley. Por Manera que no solamente es obra
suya esta paz, mas obra que Él sólo la supo hacer, que es la causa por donde
es llamado su príncipe. Porque unos, atendiendo a nuestro poco saber, e
imaginando que el desorden de nuestra vida nacía solamente de la ignorancia,
parecióles que el remedio era desterrar de nuestro entendimiento las tinieblas
del error, y así pusieron su cuidado y diligencia en solamente dar luz al
hombre con leyes, y en ponerle penas que le indujesen con su temor a aquello que
le mandaban las leyes. De esto, como ahora decíamos, trató la ley vieja, y
muchos otros hombres que ordenaron leyes atendieron a esto, y mucha parte de los
antiguos filósofos escribieron grandes libros acerca de este propósito.
Otros,
considerando la fuerza que en nosotros tiene la carne y la sangre, y la
violencia grande de sus movimientos, persuadiéronse que de la compostura y
complexión del cuerpo manaban, como de fuente, la destemplanza y turbaciones
del alma, y que se podría atajar este mal con sólo cortar esta fuente. Y
porque el cuerpo se ceba y se sustenta con lo que se come, tuvieron por cierto
que, con poner en ello orden y tasa, se reduciría a buen orden el alma, y se
conservaría siempre en paz y salud. Y así vedaron unos manjares, lo que les
pareció que, comidos, con su vicioso jugo, acrecentarían las fuerzas
desordenadas y los malos movimientos del cuerpo, y de otros señalaron cuándo y
cuánto de ellos se podía comer, y ordenaron ciertos ayunos y ciertos
lavatorios, con otros semejantes ejercicios, enderezados todos a adelgazar el
cuerpo, criando en él una santa y limpia templanza.
Tales
fueron los filósofos indios, y muchos sabios de los bárbaros siguieron por
este camino. Y en las leyes de Moisés algunas de ellas se ordenaron para esto
también. Mas ni los unos ni los otros salieron con su pretensión, porque,
puesto caso que estas cosas sobredichas todas ellas son útiles para conseguir
este fin de paz que decimos, y algunas de ellas muy necesarias, mas ninguna de
ellas, ni juntas todas, no son bastantes ni poderosas para criar en el alma esta
paz enteramente, ni para desterrar de ella, o a lo menos para poner en concierto
en ella, estas olas de pasiones y movimientos furiosos que la alteran y turban.
Porque habéis de entender que en el hombre, en quien hay alma y hay cuerpo, y
en cuya alma hay voluntad y razón, por el grande estrago que hizo en él el
pecado primero, todas estas tres cosas quedaron miserablemente dañadas. La
razón con ignorancias, el cuerpo y la carne con sus malos siniestros, dejados
sin rienda, y la voluntad, que es la que mueve en el reino del hombre, sin gusto
para el bien y golosa para el mal, y perdidamente inclinada, y como despojada
del aliento del cielo, y como revestida de aquel malo y ponzoñoso espíritu de
la serpiente, de quien esta mañana tantas veces y tan largamente decíamos.
Y
con esto, que es cierto, habéis también de entender que de estos tres males y
daños, el de la voluntad es como la raíz y el principio de todos. Porque, como
en el primer hombre se ve, que fue el autor de estos males, y el primero en
quien ellos hicieron prueba y experiencia de sí mismos, el daño de la voluntad
fue el primero; y de allí se extendió, cundiendo la pestilencia, al
entendimiento y al cuerpo. Porque Adán no pecó porque primero se desordenase
el sentido en él, ni porque la carne, con su ardor violento llevase en pos de
sí la razón, ni pecó por haberse cegado primero su entendimiento con algún
grave error, que, como dice San Pablo, en aquel artículo no fue engañado el
varón, sino pecó porque quiso lisamente pecar, esto es, porque abriendo de
buena gana las puertas de su voluntad, recibió en ella el espíritu del
demonio, y, dándole a él asiento, la sacó a ella de la obediencia de Dios y
de su santa orden y de la luz y favor de su gracia. Y hecho una por una este
daño, luego de él le nació en el cuerpo desorden y en la razón ceguedad.
Así que la fuente de la desventura y guerra común es la voluntad dañada y
como emponzoñada con esta maldad primera.
Y
porque los que pusieron leyes para alumbrar nuestro error mejoraban la razón
solamente, y los que ordenaron la dieta corporal, vedando y concediendo
manjares, templaban solamente lo dañado del cuerpo, y la fuente del
desconcierto del hombre y de estas desórdenes todas no tenía asiento ni en la
razón ni en el cuerpo, sino, como hemos dicho, en la voluntad maltratada, como
no atajaban la fuente ni atinaban ni podían atinar a poner medicina en esta
podrida raíz, por eso careció su trabajo del fruto que pretendían. Sólo
aquel lo consiguió que supo conocer esta origen, y, conocida, tuvo saber y
virtud para poner en ella su medicina propia, que fue Jesucristo, nuestra
verdadera salud. Porque lo que remedia este mal espíritu y este perverso brío
con que se corrompió en su primer principio la voluntad, es un otro espíritu
santo y del cielo, y lo que sana esta enfermedad y malatía de ella, es el don
de la gracia, que es salud y verdad. Y esta gracia y este espíritu sólo Cristo
pudo merecerlo y sólo Cristo lo da, porque, como decíamos acerca del nombre
pasado -y es bien que se tome a decir para que se entienda mejor, porque es
punto de grande importancia- no se puede falsear ni contrastar lo que dice San
Juan: «Moisés hizo la ley, mas la gracia es obra de Cristo.» Como si en más
palabras dijera: Esto, que es hacer leyes y dar luz con mandamientos al
entendimiento del hombre, Moisés lo hizo, y muchos otros legisladores y sabios
lo intentaron hacer, y en parte lo hicieron; y aunque Cristo también en esta
parte sobró a todos ellos con más ciertas y más puras leyes que hizo, pero lo
que puede enteramente sanar al hombre, y lo que es sola y propia obra de Cristo,
no es eso -que muy bien se compadecen entendimiento claro y voluntad perversa,
razón desengañada y mal inclinada voluntad-, mas es sola la gracia y el
espíritu bueno, en el cual ni Moisés ni ningún otro sabio ni criatura del
mundo tuvo poder para darlo, sino es sólo Cristo Jesús.
Lo
cual es en tanta manera verdad (no sólo que Cristo es el que nos da esta
medicina eficaz de la gracia, sino que sola ella es la que nos puede sanar
enteramente, y que los demás medios de luz y ejercicios de vida jamás nos
sanaron), que muchas veces aconteció que la luz que alumbraba el entendimiento,
y las leyes que le eran como antorcha para descubrirle el camino justo, no sólo
no remediaron el mal de los hombres, mas antes, por la disposición de ellos
mala, les acarrearon daño y enfermedad notablemente mayor. Y lo que era bueno
en sí, por la calidad del sujeto enfermo y malsano, se les convertía en
ponzoña que los dañaba más, como lo escribe expresamente San Pablo en una
parte, diciendo que la ley le quitó la vida del todo; y en otra, que por
ocasión de la ley se acrecentó y salió el pecado como de madre; y en otra,
dando la razón de esto mismo, porque dice: «El pecado que se comete habiendo
ley es pecado en manera superlativa», esto es, porque se peca, cuando así se
peca, más gravemente, y viene así a llegar a sus mayores quilates la malicia
del mal.
Porque,
a la verdad, como muestra bien Platón en el segundo Alcibiades, a los que
tienen dañada la voluntad, o no bien aficionada acerca del fin último y acerca
de aquello que es lo mejor, la ignorancia les es útil las más de las veces y
el saber peligroso y dañoso; porque no les sirve de freno para que no se
arrojen al mal -porque sobrepuja sobre todo el desenfrenamiento, y, como si
dijésemos, el desbocamiento de su voluntad estragada-, sino antes les es
ocasión, unas veces para que pequen más sin disculpa, y otras para que de
hecho pequen los que sin aquella luz no pecaran. Porque, por su grande maldad,
que la tienen ya como embebida en las venas, usan de la luz, no para encaminar
sus pasos bien, sino para hallar medios e ingenios para traer a ejecución sus
perversos deseos más fácilmente; y, aprovéchanse de la luz y del ingenio, no
para lo que ello es, para guía del bien, sino para adalid o para ingeniero del
mal, y, por ser más agudos y más sabios, vienen a corromperse más y a hacerse
peores. De lo cual todo resulta que sin la gracia no hay paz ni salud, y que la
gracia es obra nacida del merecimiento de Cristo.
Mas
porque esto es claro y ciertísimo, veamos ahora qué cosa es gracia o qué
fuerza es la suya, y en que manera, sanando la voluntad, cría paz en todo el
hombre interior y exterior.
Y
diciendo esto Marcelo, puso los ojos en el agua, que iba sosegada y pura, y
relucían en ella como en espejo todas las estrellas y hermosura del cielo, y
parecía como otro cielo sembrado de hermosos luceros; y, alargando la mano
hacia ella, y como mostrándola, dijo luego así:
-Esto
mismo que ahora aquí vemos en esta agua, que parece como un otro cielo
estrellado, en parte nos sirve de ejemplo para conocer la condición de la
gracia. Porque así como la imagen del cielo recibida en el agua, que es cuerpo
dispuesto para ser como espejo, al parecer de nuestra vista la hace semejante a
sí mismo, así, como sabéis, la gracia venida al alma y asentada en ella, no
al parecer de los ojos, sino en el hecho de la verdad, la asemeja a Dios y le da
sus condiciones de Él, y la transforma en el cielo, cuanto le es posible a una
criatura que no pierde su propia sustancia, ser transformada. Porque es una
cualidad, aunque criada, no de la cualidad ni del metal de ninguna de las
criaturas que vemos, ni tal cuales son todas las que la fuerza de la naturaleza
produce, que ni es aire ni fuego ni nacida de ningún elemento; y la materia del
cielo y los cielos mismos le reconocen ventaja en orden de nacimiento y en grado
más subido de origen. Porque todo aquello es natural y nacido por la ley
natural, mas ésta es sobre todo lo que la naturaleza puede y produce. En
aquella manera nacen las cosas con lo que les es natural y propio, y como debido
a su estado y a su condición, mas lo que la gracia da, por ninguna manera puede
ser natural a ninguna sustancia criada, porque, como digo, traspasa sobre todas
ellas, y es como un retrato de lo más propio de Dios, y cosa que le retrae y
remedia mucho, lo cual no puede ser natural sino a Dios.
De
arte que la gracia es una como deidad y una como figura viva del mismo Cristo,
que, puesta en el alma, se lanza en ella y la deifica, y, si se va a decir
verdad, es el alma del alma. Porque, así como mi alma, abrazada a mi cuerpo y
extendiéndose por todo él, siendo caedizo y de tierra, y de suyo cosa
pesadísima y torpe, le levanta en pie y le menea, y le da aliento y espíritu,
y así le enciende en calor que le hace como una llama de fuego y le da las
condiciones del fuego, de manera que la tierra anda, y lo pesado discurre
ligero, y lo torpísimo y muerto vive y siente y conoce; así en el alma, que
por ser criatura tiene condiciones viles y bajas, y que por ser el cuerpo adonde
vive de linaje dañado, está ella aún más dañada y perdida, entrando la
gracia en ella y ganando la llave de ella, que es la voluntad, y lanzándosele
en su seno secreto, y, como si dijésemos, penetrándola toda, y de allí
extendiendo su vigor y virtud por todas las demás fuerzas del ánimo, la
levanta de la afición de la tierra, y, convirtiéndola al cielo y a los
espíritus que se gozan en él, le da su estilo y su vivienda, y aquel
sentimiento y valor y alteza generosa de lo celestial y divino, y, en una
palabra, la asemeja mucho a Dios en aquellas cosas que le son a Él más propias
y más suyas, y, de criatura que es suya, la hace hija suya muy su semejante; y
finalmente la hace un otro Dios, así adoptado por Dios que parece nacido y
engendrado de Dios.
Y
porque, como dijimos, entrando la gracia en el alma y asentándose en ella,
adonde primero prende es en la voluntad, y porque en Dios la voluntad es la
misma ley de todo lo justo (y eso es bien, lo que Dios quiere, y solamente
quiere aquello que es bueno), por eso, lo primero que en la voluntad la gracia
hace es hacer de ella una ley eficaz para el bien, no diciéndole lo que es
bueno, sino inclinándola y como enamorándola de ello.
Porque,
como ya hemos dicho, se debe entender que esto que llamamos «o ley o dar ley»
puede acontecer en dos diferentes maneras. Una es la ordinaria y usada, que
vemos que consiste en decir y señalar a los hombres lo que les conviene hacer o
no hacer, escribiendo con pública autoridad mandamientos y ordenaciones de
ello, y pregonándolas públicamente. Otra es que consiste no tanto en aviso
como en inclinación, que se hace, no diciendo ni mandando lo bueno, sino
imprimiendo deseo y gusto de ello. Porque el tener uno inclinación y prontitud
para alguna otra cosa que le conviene, es ley suya de aquel que está en aquella
manera inclinado, y así la llama la filosofía, porque es lo que le gobierna la
vida, y lo que le induce a lo que le es conveniente, y lo que le endereza por el
camino de su provecho, que todas son obras propias de ley. Así, es ley de la
tierra la inclinación que tiene a hacer asiento en el centro, y del fuego el
apetecer lo subido y lo alto, y de todas las criaturas sus leyes son aquello
mismo a que las lleva su naturaleza propia.
La
primera ley, aunque es buena, pero, como arriba está dicho, es poco eficaz
cuando lo que se avisa es ajeno de lo que apetece el que recibe el aviso, como
lo es en nosotros por razón de nuestra maldad. Mas la segunda ley es en grande
manera eficaz, y ésta pone Cristo con la gracia en nuestra alma. Porque por
medio de ella escribe en la voluntad de cada uno con amor y afición aquello
mismo que las leyes primeras escriben en los papeles con tinta, y de los libros
de pergamino y de las tablas de piedra o de bronce, las leyes que estaban
esculpidas en ellas con cincel o buril, las traspasa la gracia y las esculpe en
la voluntad. Y la ley que por de fuera sonaba en los oídos del hombre y le
afligía el alma con miedo, la gracia se la encierra dentro del seno y se la
derrama, como si dijésemos, tan dulcemente por las fuerzas y apetitos del alma,
que se la convierte en su único deleite y deseo; y, finalmente, hace que la
voluntad del hombre, torcida y enemiga de ley, ella misma quede hecha una
justísima ley, y, como en Dios, así en ella su querer sea lo justo, y lo justo
sea todo su deseo y querer, cada uno según su manera, como maravillosamente lo
profetizó Jeremías en el lugar que está dicho.
Queda,
pues, concluido que la gracia, como es semejanza de Dios, entrando en nuestra
alma y prendiendo luego su fuerza en la voluntad de ella, la hace por
participación, como de suyo es la de Dios, ley e inclinación y deseo de todo
aquello que es justo y que es bueno. Pues hecho esto, luego por orden secreta y
maravillosa se comienza a pacificar el reino del alma y a concertar lo que en
ella estaba encontrado, y a ser desterrado de allí todo lo bullicioso y
desasosegado que la turbara, y descúbrese entonces la paz, y muestra la luz de
su rostro, y sube y crece, y, finalmente, queda reina y señora.
Porque,
lo primero, en estando aficionada por virtud de la gracia en la manera que hemos
dicho, la voluntad luego calla, y desaparece el temor horrible de la ira de
Dios, que le movía cruda guerra, y que, poniéndosele a cada momento delante,
la traía sobresaltada y atónita. Así lo dice San Pablo: «Justificados con la
gracia, luego tenemos paz con Dios.» Porque no le miramos ya como a Juez
airado, sino como a padre amoroso, ni le concebimos ya como a enemigo nuestro
poderoso y sangriento, sino como a amigo dulce y blando. Y como, por medio de la
gracia, nuestra voluntad se conforma y se asemeja con Él, amamos a lo que se
nos parece, y confiamos por el mismo caso que nos ama Él como a sus semejantes.
Lo
segundo, la voluntad y la razón, que estaban hasta aquel punto perdidamente
discordes, hacen luego paz entre sí; porque de allí adelante lo que juzga la
una parte, eso mismo desea la otra, y lo que la voluntad ama, eso mismo es lo
que aprueba el entendimiento. Y así cesa aquella amarga y continua lucha, y
aquel alboroto fiero, y aquel continuo reñir con que se despedazan las
entrañas del hombre, que tan vivamente San Pablo con sus divinas palabras
pintó cuando dice: «No hago el bien que juzgo, sino el mal que aborrezco y
condeno. Juzgo bien de la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra
ley en mi mismo apetito, que contradice a la ley de mi espíritu y me lleva
cautivo en seguimiento de la ley de pecado, que en mis inclinaciones tiene
asiento. Desventurado yo, quien me podrá librar de la maldad mortal de este
cuerpo»?
Y
no solamente convienen en uno de allí adelante la razón y la voluntad, mas con
su bien guiado deseo de ella y con el fuego ardiente de amor con que apetece lo
bueno, enciende en cierta manera luz con que la razón viene más enteramente en
el conocimiento del bien, y de muy conformes y de muy amistados los dos, vienen
a ser entre sí semejantes y casi a trocar entre sí sus condiciones y oficios;
y el entendimiento levanta luz que aficione, y la voluntad enciende amor que
guíe y alumbre, y, casi, enseña la voluntad, y el entendimiento apetece.
Lo
tercero, el sentido y las fuerzas del alma más viles, que nos mueven con ira y
deseos, con los demás apetitos y virtudes del cuerpo, reconocen luego el nuevo
huésped que ha venido a su casa, y la salud y nuevo valor que para contra ellos
le ha venido a la voluntad, y, reconociendo que hay justicia en su reino y quien
levante vara en él poderosa para escarmentar con castigo a lo revoltoso y
rebelde, recógense poco a poco, y como atemorizados se retiran, y no se atreven
ya a poner unas veces fuego y otras veces hielo, y continuamente alboroto y
desorden, bulliciosos y desasosegados como antes solían; y, si se atreven, con
una sofrenada la voluntad santa los pacifica y sosiega, y crece ella cada día
más en vigor, y creciendo siempre y entrañándose de continuo en ella más los
buenos y justos deseos, y haciéndolos como naturales a sí, pega su afición y
talante a las otras fuerzas menores, y, apartándolas insensiblemente de sus
malos siniestros y como desnudándolas de ellos, las hace a su condición e
inclinación de ella misma; y de la ley santa de amor en que está transformada
por gracia, deriva también y comunica a los sentidos su parte; y como la
gracia, apoderándose del alma, hace como un otro Dios a la voluntad, así ella,
deificada y hecha del sentido como reina y señora, casi le convierte de sentido
en razón.
Y
como acontece en la naturaleza y en las mudanzas de la noche y del día, que,
como dice David en el Salmo: «En viniendo la noche salen de sus moradas las
fieras, y, esforzadas y guiadas por las tinieblas, discurren por los campos y
dan estrago a su voluntad en ellos; mas, luego que amanece el día y que apunta
la luz, esas mismas se recogen y encuevan»; así el desenfrenamiento fiero del
cuerpo y la rebeldía alborotadora de sus movimientos, que cuando estaba en la
noche de su miseria la voluntad nuestra caída, discurrían con libertad y lo
metían todo a sangre y a fuego, en comenzando a lucir el rayo del buen amor, y
en mostrándose el día del bien, vuelve luego el pie atrás y se esconde en su
cueva, y deja que lo que es hombre en nosotros salga a luz, y haga su oficio
sosegada y pacíficamente, y de sol a sol.
Porque,
a la verdad, ¿qué es lo que hay en el cuerpo que sea poderoso para desasosegar
a quien es regido por una voluntad y razón semejante? ¿Por ventura el deseo de
los bienes de esta vida le solicitará, o el temor de los males de ella le
romperá su reposo? ¿Alterarse ha con ambición de honras o con amor de
riquezas, o con la afición de los ponzoñosos deleites desalentado, saldrá de
sí mismo? ¿Cómo le turbará la pobreza al que de esta vida no quiere más de
una estrecha pasada? ¿Cómo le inquietará con su hambre el grado alto de
dignidades y honras, al que huella sobre todo lo que se aprecia en el suelo?
¿Cómo la adversidad, la contradicción, las mudanzas diferentes, y los golpes
de la fortuna, le podrán hacer mella al que a todos sus bienes los tiene
seguros en sí?
Ni
el bien le azozobra, ni el mal le amedrenta, ni la alegría lo engríe, ni el
temor le encoge, ni las promesas lo llevan, ni las amenazas le desquician, ni es
tal que lo próspero o lo adverso le mude. Si se pierde la hacienda, alégrase,
como libre de una carga pesada. Si le faltan los amigos, tiene a Dios en su
alma, con quien de continuo se abraza. Si el odio o si la envidia arma los
corazones ajenos contra él, como sabe que no le pueden quitar su bien, no los
teme. En las mudanzas está quedo y entre los espantos seguro. Y cuando todo a
la redonda de él se arruine, él permanece más firme, y, como dijo aquel
grande elocuente, luce en las tinieblas, e impelido de su lugar, no se mueve.
Y
lo postrero con que aqueste bien se perfecciona últimamente, es otro bien que
nace de aquesta paz interior y, naciendo de ella, acrecienta a esa misma paz de
donde nace y procede. Y este bien es el favor de Dios que la voluntad así
concertada tiene, y la confianza que se le despierta en el alma con este favor.
Porque ¿quién pondrá alboroto o espanto en la conciencia que tiene a Dios de
su parte? O ¿cómo no tendrá a Dios de su parte el que es una voluntad con Él
y un mismo querer? Bien dijo Sófocles: Si Dios manda en mí, no estoy sujeto a
cosa mortal. Y cierto es que no me puede dañar aquello a quien no estoy sujeto.
Así
que de la paz del alma justa nace la seguridad del amparo de Dios, y de esta
seguridad se confirma más y se fortifica la paz. Y así David juntó, a lo que
parece, estas dos cosas, paz y confianza, cuando dijo en el Salmo: «En paz y en
uno dormiré y reposaré.» Adonde, como veis, con la paz puso el sueño, que es
obra, no de ánimo solícito, sino de pecho seguro y confiado. Sobre las cuales
palabras, si bien me acuerdo, dice así San Crisóstomo:
«Esta
es otra especie de merced que hace Dios a los suyos: que les da paz. De paz,
dice, gozan los que aman tu ley, y ninguna cosa les es tropiezo. Porque
ninguna cosa hace así paz, como es el conocimiento de Dios y el poseer la
virtud, lo cual destierra del ánimo sus perturbaciones, que son su guerra
secreta, y no permite que el hombre traiga bandos consigo. Que a la verdad, el
que de esta paz no gozare, dado que en las cosas de fuera tenga gran paz y no
sea acometido de ningún enemigo, será sin duda miserable y desventurado sobre
todos los hombres. Porque ni los scitas bárbaros, ni los de Tracia, ni los
sármatas, o los indios o moros, ni otra gente o nación alguna, por más fiera
que sea, pueden hacer guerra tan cruda como es la que hace un malvado
pensamiento cuando se lanza en lo secreto del ánimo, o una desordenada codicia,
o el amor del dinero sediento, o el deseo entrañable de mayor dignidad, u otra
afición cualquiera acerca de aquellas cosas que tocan a esta vida presente.
»Y
la razón pide que sea así, porque aquella guerra es guerra de fuera, mas esta
es guerra de dentro de casa. Y vemos en todas las cosas, que el mal que nace de
dentro es mucho más grave que no aquello que acomete de fuera. Porque al madero
la carcoma que nace dentro de él le consume más, y a la salud y fuerzas del
cuerpo, las enfermedades que proceden de lo secreto de él, le son más dañosas
que no los males que le advienen de fuera. Y a las ciudades y repúblicas no las
destruyen tanto los enemigos de fuera cuanto las asuelan los domésticos y los
que son de una misma comunidad y linaje. Y por la misma manera, a nuestra alma
lo que la conduce a la muerte no son tanto los artificios e ingenios con que es
acometida de fuera, cuanto las pasiones y enfermedades suyas y que nacen en
ella.
»Por
donde si algún temeroso de Dios compusiere los movimientos turbados del ánimo,
y si les quitare a los malvados deseos, que son como fieras, que no vivan y
alienten; y si, no les permitiendo que hagan cueva en su alma, apaciguare bien
esta guerra, ese tal gozará de paz pura y sosegada. Esta paz nos dio Cristo
viniendo al mundo. Esta misma desea San Pablo cuando dice en todas sus cartas: Gracia
en vosotros y paz de Dios, Padre nuestro. El que es señor de esta paz, no
sólo no teme al enemigo bárbaro, mas ni al mismo demonio, antes hace burlar de
él y de todo su ejército; vive sosegado y seguro, y alentado más que otro
hombre ninguno, como aquel a quien ni la pobreza le aprieta, ni la enfermedad le
es grave, ni le turba caso ninguno adverso de los que sin pensar acontecen;
porque su alma, como sana y valiente, se vadea fácil y generosamente por todo.
»Y
para que veáis a los ojos que es esto verdad, pongamos que es uno envidioso y
que en lo demás no tiene enemigo ninguno: ¿qué le aprovechará no tenerle?
Él mismo se hace guerra a sí mismo, él mismo afila contra sí sus
pensamientos más penetrables que espada. Oféndese de cuanto bien ve, y
llágase a sí con cuantas buenas dichas suceden a otros; a todos los mira como
a enemigos, y para con ninguno tiene su ánimo desenconado y amable. ¿Qué
provecho, pues, le trae al que es como éste el tener paz por de fuera, pues la
guerra grande que trae dentro de sí le hace andar discurriendo furioso y lleno
de rabia, y tan acosado de ella, que apetece ser antes traspasado con mil
saetas, o padecer antes mil muertes, que ver a alguno de sus iguales, o bien
reputado o en otra alguna manera próspero?
»Demos
otro que ame el dinero: cierto es que levantará en su corazón por momentos
discordias innumerables y que, acosado de su turbada afición, ni aun respirar
no podrá. No es así, no, el que está libre de semejantes pasiones; antes,
como quien está en puerto seguro, de espacio y con reposo hinche su pecho de
deleites sabios, ajeno de todas las molestias sobredichas.»
Esto
dice, pues, San Crisóstomo.
Y
en lo postrero que dice descubre otro bien y otro fruto que de la paz se recoge,
y que en nuestro discurso será lo postrero, que es el gozo santo que halla en
todo el que está pacífico en sí; porque el que tiene consigo guerra, no es
posible que en ninguna cosa halle contento puro y sencillo. Porque, así como el
gusto mal dispuesto por la demasía de algún humor malo que le desordena, en
ninguna cosa halla el sabor que ella tiene, así al que trae guerra entre sí no
le es posible gozar de lo puro y de la verdad del buen gusto. En el ánimo con
paz sosegado, como en agua reposada y pura, cada cosa sin engaño ni confusión
se muestra cual es, y así de cada una coge el gozo verdadero que tiene, y goza
de sí mismo, que es lo mejor.
Porque
así como de la salud y buena afición de la voluntad que Cristo por medio de su
gracia pone en el hombre, como decíamos, se pacifica luego el alma con Dios y
cesa la rencilla que antes de esto había entre el entender y el querer, y
también el sentido se rinde, y lo bullicioso de él o se acaba o se esconde, y
de toda esta paz nace el andar el hombre libre y bien animado y seguro, así de
todo este amontonamiento de bien nace este gran bien, que es gozar el hombre de
sí y poder vivir consigo mismo, y no tener miedo de entrar en su casa, como
debajo de hermosas figuras, conforme a su costumbre, lo profetiza Miqueas,
diciendo lo que en la venida de Cristo al mundo, y en la venida del mismo en el
alma de cada uno, había de acontecer a los suyos: «No levantará, dice, espada
una nación contra otra, y olvidarán de allí adelante las artes de guerra, y
cada uno, asentado debajo de su vid y debajo de su higuera, gozará de ella, y
no habrá quien de allí con espanto le aparte.» Adonde, juntamente con la paz
hecha por Cristo, pone el descanso seguro con que gozará de sí y de sus bienes
el que en esta manera tuviere paz.
Mas
David en el Salmo, vuelto a la Iglesia y a cada uno de los justos que son parte
de ella, con palabras breves, pero llenas de significación y de gozo, comprende
todo cuanto hemos dicho muy bien. Dice: «Alaba, Jerusalén, al Señor.» Esto
es, todos los que sois Jerusalén, poseedores de paz, alabad al Señor. Y aunque
les dice que alaben, y aunque parece que así se lo manda, este mandar
propiamente es profetizar lo que de esta paz acontece y nace, porque, como
dijimos, al punto que toma posesión de la voluntad, luego el alma hace paces
con Dios, de donde se sigue luego el amor y el loor.
Mas
añade David: «Porque fortaleció las cerraduras de tus puertas, y bendijo a
tus hijos en ti.» Dice la otra paz que se sigue a la primera paz de la
voluntad, que es la conformidad y el estar a una entre sí todas las fuerzas y
potencias del alma, que son como hijos de ella y como las puertas por donde le
viene o el mal o el bien. Y dice maravillosamente que está fortalecido y
cerrado dentro de sus puertas el que tiene esta paz. Porque, como tiene rendido
el deseo a la razón, y, por el mismo caso, como no apetece desenfrenadamente
ninguno de los bienes de fuera, no puede venirle de fuera ni entrarle en su
casa, sin su voluntad, cosa ninguna que le dañe o enoje, sino cerrado dentro de
sí, y abastecido y contento con el bien de Dios que tiene en sí mismo, y como
dice el poeta del sabio, liso y redondo,no halla en él asidero ninguno de la
fuerza enemiga.
Porque
¿cómo dañará el mundo al que no tiene ningunas prendas en él? Y en lo que
luego David añade se ve más claramente esto mismo; porque dice así: «Y puso
paz en tus términos.» Porque de tener en paz el alma a todo aquello que vive
dentro de sus murallas y de su casa, de necesidad se sigue que tendrá también
pacífica su comarca, que es decir que no tiene cosa en que los que andan fuera
de ella y al derredor de ella dañarla puedan. Tiene paz en su comarca porque en
ninguna cosa tiene competencia con su vecino, ni se pone a la parte en las cosas
que precia el mundo y desea; y así nadie le mueve guerra, ni en caso que la
quisiesen mover, tienen en qué hacerla, porque su comarca aun por esta razón
es pacífica, porque es campiña rasa y estéril, que no hay viñedos en ella,
ni sembrados fértiles, ni minas ricas, ni arboledas, ni jardines, ni caserías
deleitosas e ilustres, ni tiene el alma justa cosa que precie que no la tenga
encerrada dentro de sí; por eso goza seguramente de sí, que es el fruto
último, como decíamos, y el que significa luego este Salmo en las palabras que
añade: «Y te mantiene con hartura con lo apurado del trigo.»
Porque,
a la verdad, los que sin esta paz viven, por más bien afortunados que vivan, no
comen lo apurado del pan. Salvados son sus manjares, el desecho del bien es
aquello por quien andan golosos; su gusto y su mantenimiento es lo grosero y lo
moreno y lo feo, y sin duda las escorias de lo que es sustancia y verdad; y aun
eso mismo, tal cual es y en la manera que es, no se les da con hartura. El
pacífico sólo es el que come con abundancia y el que come lo apurado del bien;
para él nace el día bueno, y el sol claro él es el que solamente le ve. En la
vida, en la muerte, en lo adverso, en lo próspero, en todo halla su gusto; y el
manjar de los ángeles es su perpetuo manjar, y goza de él alegre y sin miedo
que nadie le robe; y, sin enemigo que le pueda ser enemigo, vive en dulcísima y
abundosísima paz: Divino bien y excelente merced hecha a los hombres solamente
por Cristo.
Por
lo cual, tornando a lo primero del Salmo, le debemos celebrar con continuos y
soberanos loores, porque Él salió a nuestra causa perdida, y tomó sobre sí
nuestra guerra, y puso nuestro desconcierto en su orden, y nos amistó con el
cielo, y encarceló a nuestro enemigo el demonio, y nos libertó de la codicia y
del miedo, y nos aquietó y pacificó cuanto hay de enemigo y de adverso en la
tierra; y el gozo, y el reposo, y el deleite de su divina y riquísima paz Él
nos le dio, el cual es la fuente y el manantial de donde nace, y su autor
único, por donde con justísima razón es llamado su príncipe.
Y,
habiendo dicho esto, Marcelo calló. Y Juliano, incontinente, viéndole callar,
dijo:
-Es
sin duda, Marcelo, príncipe de paz Jesucristo por la razón que decís;
mas no mudando eso que es firme, sino añadiendo sobre ello, paréceme a mí que
le podemos también llamar así porque con sólo Él se puede tener esto que es
paz.
Aquí
Sabino, vuelto a Juliano, y como maravillado de lo que decía:
-No
entiendo bien -dice-, Juliano, lo que decís, y traslúceme que decís gran
verdad: y así, si no recibís pesadumbre, me holgaría que os declarásedes
más.
-Ninguna
-respondió Juliano-, mas decidme, pues así os place, Sabino: ¿entendéis que
todos los que nacen y viven en esta vida son dichosos en ella y de buena suerte,
o que unos lo son y otros no?
-Cierto
es -dijo Sabino- que no lo son todos.
-Y
¿son lo algunos? -añadió Juliano.
Respondió
Sabino:
-Sí
son.
Y
luego Juliano dijo:
-Decidme,
pues: ¿el serlo así es cosa con que se nace, o caso de suerte, o viéneles por
su obra e industria?
-No
es nacimiento ni suerte -dijo Sabino- sino cosa que tiene principio en la
voluntad de cada uno y en su buena elección.
-Verdad
es -dijo Juliano-, y habéis dicho también que hay algunos que no vienen a ser
dichosos ni de buena suerte.
-Sí
he dicho -respondió.
-Pues
decidme -dijo Juliano-: esos que no lo son, ¿no lo quieren ser o no lo procuran
ser?
-Antes
-dijo Sabino- lo procuran y lo apetecen con ardor grandísimo.
-Pues
-replicó Juliano- ¿escóndeseles por ventura la buena dicha, o no es una
misma?
-Una
misma es -dijo Sabino-, y a nadie se esconde; antes, cuanto es de su parte, ella
se les ofrece a todos y se les entra en su casa, mas no la conocen todos, y así
algunos no la reciben.
-Por
manera que decís, Sabino -dijo Juliano-, que los que no vienen a ser dichosos
no conocen la buena dicha, y por esta causa la desechan de sí.
-Así
es -respondió Sabino.
-Pues
decidme -dijo Juliano-: ¿puede ser apetecido aquello de quien el que lo ha de
amar no tiene noticia?
-Cierto
es -dijo Sabino- que no puede.
-¿Y
decís que los que no alcanzan la buena dicha no la conocen? -dijo Juliano.
Respondió
Sabino que era así.
-Y
también habéis dicho -añadió Juliano- que esos mismos que no lo son apetecen
y aman el ser bienaventurados.
Concedió
Sabino que lo había dicho.
-Luego
-dijo Juliano- apetecen lo que no saben ni conocen; y así se concluye una de
dos cosas: o que lo no conocido puede ser amado, o que los de mala suerte no
aman la buena suerte; que cada una de ellas contradice a lo que, Sabino, habéis
dicho. Ved ahora si queréis mudar algunas de ellas.
Reparó
entonces Sabino un poco, y dijo luego:
-Parece
que de fuerza se habrá de mudar.
Mas
Juliano, tornando a tomar la mano, dijo así:
-Id
conmigo, Sabino, que podría ser que por esta manera llegásemos a tocar la
verdad. Decidme: la buena dicha, ¿es ella alguna cosa que vive o que tiene ser
en sí misma o que manera de cosa es?
-No
entiendo bien, Juliano -respondió Sabino-, lo que me preguntáis.
-Ahora
-dijo Juliano- lo entenderéis: el avariento, decidme, ¿ama algo?
-Sí
ama -dijo Sabino.
-¿Qué?
-dijo Juliano.
-El
oro sin duda -dijo Sabino-, y las riquezas.
-Y
el que las gasta -añadió Juliano- en fiestas y en banquetes, ¿en aquello que
hace busca y apetece algún bien?
-No
hay duda de eso -dijo Sabino.
-Y
¿qué bien apetece? -preguntó Juliano.
-Apetece
-respondió Sabino-, a mi parecer, su gusto propio y su contento.
-Bien
decís, Sabino -dijo Juliano luego-. Mas, decidme, el contento que nace del
gastar las riquezas y esas mismas riquezas, ¿tienen una misma manera de ser?
¿No os parece que el oro y plata es una cosa que tiene sustancia y tomo, que la
veis con los ojos y la tocáis con las manos? Mas el contento no es así, sino
como un accidente que sentís en vos mismo, o que os imagináis que sentís, y
no es cosa que o la sacáis de las minas, o que el campo -o de suyo o con
vuestra labor- la produce, y, producida, la cogéis de él y la encerráis en el
arca, sino otra cosa que resulta en vos de la posesión de alguna de las cosas
que son de tomo, que o poseéis u os imagináis poseer.
-Verdad
es -dijo Sabino- lo que decís.
-Pues
ahora -dijo Juliano- entenderéis mi pregunta, que es: si la buena dicha tiene
ser como las riquezas y el oro, o como las cosas que llamamos gusto y contento.
-Como
el gusto y el contento -dijo Sabino luego-. Y aun me parece a mí que la buena
dicha no es otra cosa sino un perfecto y entero contento, seguro de lo que se
teme, y rico de lo que se ama y apetece.
-Bien
habéis dicho -dijo Juliano-; mas si es como el contento o es el contento mismo,
y hemos dicho que el contento es una cosa que resulta en nosotros de algún bien
de sustancia, que o tenemos o nos imaginamos tener, necesaria cosa será que de
la buena dicha haya alguna cosa de tomo, que sea como su fuente y raíz, de
manera que le dé ser dichoso al que la poseyere, cualquiera que él sea.
-Eso
-dijo Sabino- no se puede negar.
-Pues
decidme, ¿hay fuente sola o hay muchas fuentes?
-Parece
-dijo Sabino- que haya una sola.
-Con
razón os parece así -dijo Juliano entonces- porque el entero contento del
hombre en una sola manera puede ser, y por la misma razón no tiene sino una
sola causa. Mas esta causa, que llamamos fuente, y que, como decís, es una, ¿ámanla
y búscanla todos?
-No
la aman -dijo Sabino.
-¿Por
qué? -respondió Juliano.
Y
Sabino dijo:
-Porque
no la conocen.
-Y,
¿ninguno -dijo Juliano- deja de amar, como antes decíamos, lo que es buena
dicha?
-Así
es -respondió.
-Y
no se ama -replicó- lo que no se conoce; luego habéis de decir, Sabino, que
los que aman el ser dichosos y no lo alcanzan, conocen lo general del descanso y
del contento, mas no conocen la particular y verdadera fuente de donde nace, ni
aquello uno en que consiste y lo que produce; y habéis de decir que, llevados,
por una parte, del deseo, y, por otra parte, no sabiendo el camino, ni pueden
parar ni les es posible atinar, al revés de los que hallan la buena suerte. Mas
decidme, Sabino: los que buscan ser dichosos y nunca vienen a serlo, ¿no aman
ellos algo también, y lo procuran haber como a fuente de su buena dicha, la que
ellos pretenden?
-Aman
-dijo Sabino-, sin duda.
-Y
ese su amor -dijo Juliano- ¿hácelos dichosos?
-Ya
está dicho que no los hace -respondió Sabino- porque la cosa a quien se
allegan, y a quien le piden su contento y su bien, no es la fuente de él ni
aquello de donde nace.
-Pues
si ese amor no les da buena dicha -dijo Juliano ¿hace en ellos otra cosa
alguna, o no hace nada?
-¿No
bastará -dijo Sabino- que no les dé buena dicha?
-Por
mí -dijo Juliano- baste en buena hora, que no deseo su daño; mas no os pido
aquello con que yo por ventura quedaría contento si fuese el repartidor, sino
lo que la razón dice, que es juez que no se dobla.
-Paréceme
-dijo Sabino- que como el hijo de Príamo que puso su amor en Elena y la robó a
su marido, persuadiéndose que llevaba con ella todo su descanso y su bien, no
sólo no halló allí el descanso que se prometía, mas sacó de ella la ruina
de su patria y la muerte suya, con todo lo demás que Homero canta, de calamidad
y miseria; así, por la misma manera, los no dichosos por fuerza vienen a ser
desdichados y miserables, porque aman como a fuente de su descanso lo que no lo
es; y, amándolo así, pídenselo y búscanlo en ello, y trabájanse
miserablemente por hallarlo, y al fin no lo hallan; y así, los atormenta
juntamente, y como en un tiempo, el deseo de haberlo y el trabajo de buscarlo y
la congoja de no poderlo hallar; de donde resulta que no sólo no consiguen la
buena dicha que buscan, mas, en vez de ella, caen en infelicidad y miseria.
-Recojamos
-dijo Juliano entonces- todo lo que hemos dicho hasta ahora; y así podremos
después mejor ir en seguimiento de la verdad. Pues tenemos de todo lo
sobredicho: lo uno, que todos aman y pretenden ser dichosos; lo otro, que no lo
son todos; lo tercero, que la causa de esta diferencia está en el amor de
aquellas cosas que llamamos fuentes o causas, entre las cuales la verdadera es
sola una, y las demás son falsas y engañosas; y lo último, tenemos que, como
el amor de la verdadera hace buena suerte, así hace no sólo falta de ella,
sino miseria extremada, el amor de las falsas.
-Todo
eso está dicho; mas de todo eso -dijo Sabino- ¿qué queréis, Juliano,
inferir?
-Dos
cosas infiero -dijo Juliano luego-: la una, que todos aman (los buenos y los
malos, los felices y los infelices), y que no se puede vivir sin amar; la otra,
que como el amor en los unos es causa de su buena andanza, así en los otros es
la fuente de su miseria, y siendo en todos amor, hace en los unos y en los
otros, efectos muy diferentes, o, por decir verdad, claramente contrarios.
-Así
se infiere -dijo Sabino.
-Mas
decidme -añadió Juliano- ¿atreveos habéis, Sabino, a buscar conmigo la causa
de esta desigualdad y contrariedad que en sí encierra el amor?
-¿Qué
causa decís, Juliano? -respondió Sabino.
-El
por qué -dijo Juliano- el amor, que nos es tan necesario y tan natural a todos,
es en unos causa de miseria y en otros de felicidad y buena suerte.
-Claro
está eso -dijo Sabino luego-, porque, aunque en todos se llama amor, no es en
todos uno mismo; mas en unos es amor de lo bueno, y así les viene el bien de
él, y en otros de lo malo, y así les fructifica miseria.
-¿Puede
-replicó Juliano- amar nadie lo malo?
-No
puede -dijo Sabino- como no puede desamar a sí mismo. Mas el amor malo que
digo, llámole así, no porque lo que ama es en sí malo, sino porque no es
aquel bien que es la fuente y el minero del sumo bien.
-Eso
mismo -dijo Juliano- es lo que hace mi duda y mi pregunta más fuerte.
-¿Más
fuerte? -respondió Sabino-; y ¿en qué manera?
-De
esta manera -dijo Juliano-: porque si los hombres pudieran amar la miseria,
claro y descubierto estaba el por qué el amor hacía miserables a los que la
amaban; mas amando todos siempre algún bien, aunque no sea aquel bien de donde
nace el sumo bien, ya que este su amor no los hace enteramente dichosos, a lo
menos, pues es bien lo que aman, justo y razonable sería que el amor de él les
hiciese algún bien; y así, no parece verdad lo que poco antes asentamos por
muy cierto: que el amor hace también a las veces miseria en los hombres.
-Así
parece -respondió Sabino.
-No
os rindáis -dijo Juliano- tan presto, sino id conmigo inquiriendo el ingenio y
la condición del amor, que, si la hallamos, ella nos podrá descubrir la luz
que buscamos.
-¿Qué
ingenio es ese? -respondió Sabino-, o ¿cómo se ha de inquirir?
-Muchas
veces habréis oído decir, Sabino -respondió Juliano-, que el amor consiste en
una cierta unidad.
-Sí
he -dijo Sabino- oído y leído que es unión el amor y que es unidad, y que es
como un lazo estrecho entre los que juntamente se aman, y que, por ser así, se
transforma el que ama en lo que ama por tal manera que se hace con él una misma
cosa.
-Y
¿paréceos -dijo Juliano- que todo el amor es así?
-Sí
parece -respondió Sabino.
-Apolo
-dijo Juliano- a vuestro parecer, ¿amaba cuando en la fábula, como canta el
poeta, sigue a Dafne que le huye? O el otro de la comedia, cuando pregunta
dónde buscará, dónde descubrirá, a quién preguntará, cuál camino seguirá
para hallar a quien había perdido de vista, pregunto, ¿amaba también?
-Así
-dijo- parece.
-Y
ambos -replicó Juliano- estaban tan lejos de ser unos con los que amaban, que
el uno era aborrecido de ello, y el otro no hallaba manera para alcanzarlo.
-Verdad
es -dijo Sabino- cuanto al hecho, mas cuanto al deseo ya lo eran, porque esa
unidad era lo que apetecían si amaban.
-Luego
-dijo Juliano- ¿ya el amor no será él la unidad, sino un apetito y deseo de
ella?
-Así
-dijo- parece.
-Pues
decidme -añadió Juliano-: estos mismos, si consiguieran su intento, u otros
cualesquiera que aman, y que lo que aman lo consiguen y alcanzan, y vienen a ser
uno mismo con ello, ¿dejan de amarlo luego, o ámanlo todavía también?
-Como
puede uno no amar a sí mismo, así podrán -dijo Sabino- dejar de amar al que
ya es una misma cosa con ellos.
-Bien
decís -dijo Juliano-, mas decidme, Sabino, ¿será posible que desee alguno
aquello mismo que tiene?
-No
es posible -dijo Sabino.
-Y
habéis dicho -añadió Juliano- que ya estos tales han venido a tener unidad.
-Sí
han venido -dijo.
-Luego
habéis de decir -repitió Juliano- que ya no la desean ni apetecen.
-Así
es -dijo- verdad.
-Y
es verdad que se aman -añadió Juliano-; luego no es decir que el amar es
desear la unidad.
Estuvo
entonces sobre sí Sabino un poco, y dijo luego:
-No
sé, Juliano, qué fin han de tener hoy estas redes vuestras, ni qué es lo que
con ellas deseáis prender. Mas pues así me estrecháis, dígoos que hay dos
amores o dos maneras de amar, una de deseo y otra de gozo. Y dígoos que en el
uno y en el otro amor hay su cierta unidad: el uno la desea, y, cuanto es de su
parte, la hace, y el otro la posee y la abraza, y se deleita y aviva con ella
misma. El uno camina a este bien, y el otro descansa y se goza en él; el uno es
como el principio, y el otro es como lo sumo y lo perfecto; y así el uno como
el otro se rodea, como sobre quicio, sobre la unidad sola: el uno haciéndola y
el otro como gozando de ella.
-No
han hecho mala presa estas que llamáis mis redes, Sabino -dijo Juliano
entonces-, pues han cogido de vos esto que decís ahora, que está muy bien
dicho, y con ello estoy yo más cerca del fin que pretendo, de lo que vos,
Sabino, pensáis. Porque, pues es así que todo amor, cada uno en su manera, o
es unidad, o camina a ella y la pretende; y pues es así que es como el blanco y
el fin del bien querer el ser unos los que se quieren, cosa cierta será que
todo aquello que fuere contrario, o en alguna forma dañoso a esta unidad, será
desabrido enemigo para el amor; y que el que amare, por el mismo caso que ama,
padecerá tormento gravísimo todas las veces que, o le aconteciere algo de lo
que divide el amor, o temiere que le puede acontecer. Porque, como el cuerpo
siempre que se corta o que se divide lo uno de él y lo que está ayuntado y
continuo, se descubre luego un dolor agudo, así todo lo que en el amor, que es
unidad, se esfuerza a poner división, pone por el mismo caso en el alma que ama
una miseria y una congoja viva, mayor de lo que declarar se puede.
-Esa
es verdad en que no hay duda -dijo entonces Sabino.
-Pues
si en esto no hay duda -añadió Juliano-, ¿podréisme decir, Sabino, cuántas
y cuáles sean las cosas que tiene esta fuerza, o que la pretenden tener, de
cortar y dividir aquello con que el amor se anuda y se hace uno?
-Tiene
-dijo Sabino- esa fuerza todo aquello que a cualquiera de los que aman, o le
deshace en el ser, o le muda y le trueca en la voluntad, o totalmente o en
parte, como son, en lo primero, la enfermedad y la vejez y la pobreza y los
desastres, y finalmente la muerte. Y en lo segundo, la ausencia, el enojo, la
diferencia de pareceres, la competencia en unas mismas cosas, el nuevo querer y
la liviandad nuestra natural. Porque, en lo primero, la muerte deshace el ser, y
así aparta aquello que deshace de aquello que queda con vida; y la enfermedad y
vejez y pobreza y desastres, así como disponen para la muerte, así también
son ministros y como instrumentos con que este apartamiento se obra. Y en lo
segundo, cierto es que la ausencia hace olvido, y que el enojo divide, y que la
diferencia de pareceres pone estorbo en la conversación, y así, apartando el
trato, enajena poco a poco las voluntades, y las desata para que cada una se
vaya por sí; pues con el nuevo amor, claro es que se corta el primero, y
manifiesto es que nuestro natural mudable es como una lima secreta que, de
continuo, con deseo de hacer novedad, va dividiendo lo que está bien ajuntado.
-No
se dará bien, conforme a eso, Sabino -dijo Juliano entonces-, el amor en
cualquier suelo.
Respondió
Sabino:
-¿Cómo
no se dará?
Y
Juliano dijo:
-Como
dicen de algunos frutales, que, plantados en Persia, su fruta es ponzoña, y,
nacidos en estas provincias nuestras, son de manjar sabroso y saludable, así
digo que se concluye de lo que hasta ahora está dicho, que el amor y la
amistad, todas las veces que se plantare en lo que estuviere sujeto a todos o a
algunos de esos accidentes que habéis contado, Sabino, como planta puesta en
lugar no sólo ajeno de su condición, mas contrario y enemigo de la cualidad de
su ingenio, producirá, no fruto que recree, sino tósigo que mate. Y si, como
poco antes decíamos, para venir a ser dichosos y de buena suerte, nos conviene
que amemos algo que no sea como fuente de esta buena ventura; y si la naturaleza
ordenó que fuese el medio y el tercero de toda la buena dicha el amor, bien se
conoce ya lo que arriba dudábamos: que el amor que se empleare en aquello que
está sujeto a las mudanzas y daños que dicho habéis, no sólo no dará a su
dueño ni el sumo bien ni aquella parte de bien, cualquiera que ella se sea, que
posee en sí aquello a quien se endereza, mas le hará triste y miserable del
todo. Porque el dolor que le traspasará las entrañas, cuando alguno de los
casos y de los accidentes que dijisteis, Sabino, pues no se excusan, le
aconteciere, y el temor perpetuo de que cada hora le pueden acontecer, le
convertirán el bien en continua miseria. Y no le valdrá tanto lo bueno que
tiene aquello que ama para acarrearle algún gusto, cuanto será poderoso lo
quebradizo y lo vil y lo mudable de su condición, para le afligir con perpetuo
e infinito tormento.
Mas
si es tan perjudicial el amor cuando se emplea mal, y si se emplea mal en todo
lo que está sujeto a mudanza, y si todo lo semejante le es suelo enemigo,
adonde, si prende, produce frutos de ponzoña y miseria, ya veis, Sabino, la
razón por qué dije al principio que sólo Cristo es aquel con quien se puede
tener paz y amistad; porque Él solo es el no mudable y el bueno, y Aquel que
cuanto de su parte es, jamás divide la unidad del amor que con Él se pone; y
así Él es sólo el sujeto propio y la tierra natural y feliz adonde florece
bienaventuradamente, y adonde hace buen fruto esta planta; porque ni en su
condición hay cosa que lo divida, ni se aparta de Él por las mudanzas y
desastres a que está sujeta la nuestra, como nosotros libremente no lo
apartemos dejándole. Que ni llega a Él la vejez, ni la enfermedad le
enflaquece, ni la muerte le acaba, ni puede la fortuna, con sus desvaríos,
poner calidad en Él que la haga menos amable. Que, como dice el salmista:
«Aunque Tú, Señor, mismo desde el principio cimentaste la tierra, y aunque
son obra de tus manos los cielos, ellos perecerán y Tú permanecerás; ellos se
envejecerán, como se envejece la ropa, y como se pliega la capa los plegarás y
serán plegados; mas Tú eres siempre uno mismo, y tus años nunca desmenguan.»
Y: «tu. trono, Señor, por siglos y siglos, vara de derechezas la vara de tu
gobierno.» Esto es en el ser, que en su voluntad para con nosotros, si nosotros
no le huimos primero, no puede caber desamor. Porque si viniéremos a pobreza y
a menos estado, nos amará, y si el mundo nos aborreciere, Él conservará su
amor con nosotros. En las calamidades, en los trabajos y en las afrentas, en los
tiempos temerosos y tristes, cuando todos nos huyan, Él con mayores regalos nos
recogerá a sí. No temeremos que podrá venir a menos su amor por ausencia,
pues está siempre lanzado en nuestra alma y presente. Ni cuando, Sabino, se
marchitare en vos esa flor de la edad, ni cuando, corriendo los años y haciendo
su obra, os desfiguraren la belleza del rostro; ni en las canas, ni en la
flaqueza, ni en el temblor de los miembros, ni en el frío de la vejez, se
resfriará su amor en ninguna cosa para con vos. Antes rico para hacer siempre
bien, y de riquezas que no se agotan haciéndole, y deseosísimo continuamente
de hacerlo, cuando se os acabare todo, se os dará todo Él, y renovará vuestra
edad como el águila, y vistiéndoos de inmortalidad y de bienes eternos, como
esposo verdadero vuestro, os ayuntará del todo consigo con lazo que jamás
faltará, estrecho y dulcísimo.
-Mas
esto ya os toca a vos, Marcelo -dijo Juliano prosiguiendo y volviéndose a él-,
porque es del nombre de Esposo de que últimamente habéis de decir, y de que yo
de propósito os he detenido que no dijeseis con esto que he dicho, no tanto por
añadir cosa que importase a vuestras razones, cuanto para que reposaseis
entretanto en vos, y así entraseis con nuevo aliento en esto que os resta.
-Vos,
Juliano -dijo Marcelo entonces-, siempre que hablareis, será con propósito y
provecho mucho; y lo que habéis hablado ahora ha sido tal, que hacéis mal en
no llevarlo adelante. Y pues ello mismo os había metido en el nombre de Esposo,
fuera justo que lo prosiguierais vos, a lo menos siquiera porque, entre tanto
malo como he dicho yo, tuviera tan buen remate esta plática; que yo os confieso
que en este nombre no puede decir lo que hay en él quien no lo ha sabido
sentir, de mí ya conocéis cuán lejos estoy de todo buen sentimiento.
-Ya
conocemos -dijeron juntos Juliano y Sabino- cuán mal sentís de estas cosas, y
por esta causa os queremos oír en ellas; demás de que es justo que sea de un
paño todo.
-Justo
es -dijo Marcelo- que sea todo de sayal, y que a cosa tan grosera no se añada
pieza más fina. Mas, pues es forzoso, será necesario que, como suelen hacer
los poetas en algunas partes de sus poesías, adonde se les ofrece algún sujeto
nuevo o más dificultoso que lo pasado, o de mayor calidad, que tornan a invocar
el favor de sus musas; así yo ahora torne a pedir a Cristo su favor y su gracia
para poder decir algo de lo que en un misterio como éste se encierra, porque
sin él no se puede entender ni decir.
Y con esto humilló Marcelo templadamente la cabeza hacia el suelo, y como encogiendo los hombros, calló por un espacio pequeño; y luego, tornándola a alzar y tendiendo el brazo derecho, y en la mano de él que tenía cerrada, abriendo ciertos dedos de ella y extendiéndolos, dijo: