Es
Cristo llamado Rey, y de las cualidades que Dios puso en Él para este oficio
-Nómbrase,
Cristo también Rey de Dios. En el Salmo segundo dice Él, de sí, según
nuestra letra: «Yo soy Rey constituido por Él, esto es, por Dios, sobre Sión,
su monte santo.» Y, según la letra original, dice Dios de Él: «Yo constituí
a mi Rey sobre el monte Sión, monte santo mío.» Y según la misma letra, en
el capítulo catorce de Zacarías: «Y vendrán todas las gentes, y adorarán al
Rey del Señor Dios.»
Y
leído esto, añadió el mismo Sabino, diciendo:
-Mas,
es poco todo lo demás que en este papel se contiene; y así, por no desplegarse
más veces, quiérolo leer de una vez.
Y
dijo:
-Nómbrase
también Príncipe de paz, y nómbrase Esposo. Lo primero, se ve
en el capítulo nueve de Isaías, donde, hablando de Él, el profeta dice: «Y
será llamado Príncipe de paz.» De lo segundo, Él mismo, en el Evangelio de
San Juan, en el capítulo tercero, dice: «Él que tiene esposa, esposo es; y su
amigo oye la voz del esposo y gózase.» Y en otra parte: «Vendrán días
cuando les será quitado el Esposo, y entonces ayunarán.»
Y
con esto calló. Y Marcelo comenzó por esta manera:
-En
confusión me pusiera, Sabino, lo que habéis dicho, si ya no estuviera usado a
hablar en los oídos de las estrellas, con las cuales comunico mis cuidados y
mis ansias las más de las noches; y tengo para mí que son sordas. Y si no lo
son y me oyen, estas razones de que ahora tratamos no me pesará que las oigan
pues son suyas, y de ellas las aprendimos nosotros, según lo que en el salmo se
dice: «Que el cielo pregona la gloria de Dios, y sus obras las anuncia el cielo
estrellado.» Y la gloria de Dios y las obras de que Él señaladamente se
precia son los hechos de Cristo, de que platicamos ahora. Así que, oiga en
buena hora el cielo lo que nos vino del cielo, y lo que el mismo cielo nos
enseñó.
Mas
sospecho, Sabino, que, según es baja mi voz, el ruido que en esta presa hace el
agua cayendo, que crecerá con la noche, les hurtará de mis palabras las más.
Y comoquiera que sea, viniendo a nuestro propósito, pues Dios en lo que habéis
ahora leído llama a Cristo rey suyo, siendo así que todos los que
reinan son reyes por mano de Dios, claramente nos da a entender y nos dice que
Cristo no es rey como los demás reyes, sino rey por excelente y no usada
manera. Y según lo que yo alcanzo, a solas tres cosas se puede reducir todo lo
que engrandece las excelencias y alabanzas de un rey: y la una consiste en las
cualidades que en su misma persona tiene convenientes para el fin del reinar, y
la otra está en la condición de los súbditos sobre quienes reina, y la manera
como los rige y lo que hace con ellos el rey, es la tercera y postrera. Las
cuales cosas, en Cristo concurren y se hallan como en ningún otro; y por esta
causa es Él sólo llamado por excelencia rey hecho por Dios.
Y
digamos de cada una de ellas por sí. Y lo primero, que toca a las cualidades
que puso Dios en la naturaleza humana de Cristo para hacerle rey, comenzándolas
a declarar y a contar, una de ellas es humildad y mansedumbre de corazón, como
Él mismo de sí lo testifica, diciendo: «Aprended de Mí, que soy manso y
humilde de corazón.» Y, como decíamos poco ha, Isaías canta de Él: «No
será bullicioso, ni apagará una estopa que humee, ni una caña quebrantada la
quebrará.» Y el profeta Zacarías también: «No quieras temer, dice, hija de
Sión; que tu rey viene a ti justo y salvador y pobre (o, como dice otra
letra, manso) y asentado sobre un pollino.» Y parecerá al juicio del mundo que
esta condición de ánimo no es nada decente al que ha de reinar; mas Dios, que
no sin justísima causa llama entre todos los demás reyes a Cristo su rey,
y que quiso hacer en Él un rey de su mano que respondiese perfectamente a la
idea de su corazón, halló, como es verdad, que la primera piedra de esta su
obra era un ánimo manso y humilde, y vio que un semejante edificio, tan
soberano y tan alto, no se podía sustentar sino sobre cimientos tan hondos.
Y
como en la música no suenan todas las voces agudo ni todas grueso, sino grueso
y agudo debidamente, y lo alto se templa y reduce a consonancia en lo bajo, así
conoció que la humildad y mansedumbre entrañable que tiene Cristo en su alma,
convenía mucho para hacer armonía con la alteza y universalidad de saber y
poder con que sobrepuja a todas las cosas criadas. Porque si tan no medida
grandeza cayera en un corazón humano que de suyo fuera airado y altivo, aunque
la virtud de la persona divina era poderosa para corregir este mal, pero ello de
sí no podía prometer ningún bien.
Demás
de que, cuando de sí no fuera necesario que un tan soberano poder se templara
en llaneza, ni a Cristo, por lo que a Él y a su alma toca, le fuere necesaria o
provechosa esta mezcla, a los súbditos y vasallos suyos nos convenía que este rey
nuestro fuese de excelente humildad. Porque toda la eficacia de su gobierno y
toda la muchedumbre de no estimables bienes que de su gobierno nos vienen, se
nos comunican a todos por medio de la fe y del amor que tenemos con Él y nos
junta con Él. Y cosa sabida es que la majestad y grandeza, y toda la excelencia
que sale fuera de competencia en los corazones más bajos, no engendra afición,
sino admiración y espanto, y más arredra que allega y atrae. Por lo cual no
era posible que un pecho flaco y mortal, que considerase la excelencia sin
medida de Cristo, se le aplicase con fiel afición y con aquel amor familiar y
tierno con que quiere ser de nosotros amado, para que se nos comunique su bien;
si no le considerara también no menos humilde que grande, y si, como su
majestad nos encoge, su inestimable llaneza y la nobleza de su perfecta
humildad, no despertara osadía y esperanza en nuestra alma.
Y
a la verdad, si queremos ser jueces justos y fieles, ningún afecto ni arreo es
más digno de los reyes, ni más necesario, que lo manso y lo humilde; sino que
con las cosas hemos ya perdido los hombres el juicio de ellas y su verdadero
conocimiento. Y como siempre vemos altivez y severidad y soberbia en los
príncipes, juzgamos que la humildad y llaneza es virtud de los pobres. Y no
miramos siquiera que la misma naturaleza divina, que es emperatriz sobre todo, y
de cuyo ejemplo han de sacar los que reinan la manera cómo han de reinar, con
ser infinitamente alta, es llana infinitamente, y (si este nombre del humilde
puede caber en ella, y en la manera que puede caber) humildísima: pues, como
vemos, desciende a poner su cuidado y sus manos, ella por sí misma, no sólo en
la obra de un vil gusano, sino también en que se conserve y que viva, y matiza
con mil graciosos colores sus plumas al pájaro, y viste de verde hoja los
árboles; y eso mismo que nosotros, despreciando, hollamos, los prados y el
campo, aquella majestad no se desdeña de irlo pintando con yerbas y flores. Por
donde con voces llenas de alabanza y de admiración le dice David: «¿Quién es
como nuestro Dios, que mora en las alturas, y mira con cuidado hasta las más
humildes bajezas, y Él mismo juntamente está en el cielo y en la tierra?»
Así
que si no conocemos ya esta condición en los príncipes, ni se la pedimos,
porque el mal uso recibido y fundado daña las obras y pone tinieblas en la
razón, y porque, a la verdad, ninguna cosa son menos que los que se nombran
señores y príncipes, Dios en su Hijo, a quien hizo príncipe de todos los
príncipes, y sólo verdadero rey entre todos, como cualidad necesaria y
preciada la puso. Mas ¿en qué manera la puso, o qué tanta es y fue su dulce
humildad?
Mas
pasemos a otra condición que se sigue, que, diciendo de ella, diremos en mejor
lugar la grandeza de esta que hemos llamado mansedumbre y llaneza, porque son
entre sí muy vecinas; y lo que diré es como fruto de esto que he dicho.
Pues
fue Cristo, además de ser manso y humilde, más ejercitado que ningún otro
hombre en la experiencia de los trabajos y dolores humanos. A la cual
experiencia sujetó el Padre a su Hijo porque le había de hacer rey
verdadero, y para que en el hecho de la verdad fuese perfectísimo rey,
como San Pablo lo escribe: «Fue decente que Aquel, de quien y por quien y para
quien son todas las cosas, queriendo hacer muchos hijos para los llevar a la
gloria, al príncipe de la salud de ellos le perficionase con pasión y
trabajos; porque el que santifica y los santificados han de ser todos de un
mismo metal.» Y entreponiendo ciertas palabras, luego, poco más abajo, torna y
prosigue: «Por donde convino que fuese hecho semejante a sus hermanos en todo,
para que fuese cabal y fiel y misericordioso pontífice para con Dios, para
aplacarle en los pecados del pueblo.» Que por cuanto padeció Él siendo
tentado, es poderoso para favorecer a los que fueren tentados.
En
lo cual no sé cuál es más digno de admiración: el amor entrañable con que
Dios nos amó dándonos un rey para siempre, no sólo de nuestro linaje,
sino tan hecho a la medida de nuestras necesidades, tan humano, tan llano, tan
compasivo y tan ejercitado en toda pena y dolor, o la infinita humildad y
obediencia y paciencia de este nuestro perpetuo Rey, que no sólo para
animarnos a los trabajos, sino también para saber Él condolerse más de
nosotros cuando estamos puestos en ellos, tuvo por bueno hacer prueba Él en sí
primero de todos.
Y
como unos hombres padezcan en una cosa y otros en otra, Cristo (porque así como
su imperio se extendía por todos los siglos, así la piedad de su ánimo
abrazase a todos los hombres) probó en sí casi todas las miserias de pena.
Porque, ¿qué dejó de probar? Padecen algunos pobreza; Cristo la padeció más
que otro ninguno. Otros nacen de padres bajos y oscuros, por donde son tenidos
por menos; el padre de Cristo, a la opinión de los hombres, fue un oficial
carpintero. El destierro y el huir a tierra ajena fuera de su natural, es
trabajo; y la niñez de este Señor huye su natural y se esconde en Egipto.
Apenas ha nacido la luz, y ya el mal la persigue. Y si es pena el ser ocasión
de dolor a los suyos, el infante pobre, huyendo, lleva en pos de sí, por casas
ajenas, a la doncella pobre y bellísima y al ayo santo y pobre también. Y aun
por no dejar de padecer la angustia que el sentido de los niños más siente,
que es perder a sus padres, Cristo quiso ser y fue niño perdido.
Mas
vengamos a la edad de varón. ¿Qué lengua podrá decir los trabajos y dolores
que Cristo puso sobre sus hombros, el no oído sufrimiento y fortaleza con que
los llevó, las invenciones y los ingenios de nuevos males que Él mismo
ordenó, como saboreándose en ellos, cuán dulce le fue el padecer, cuánto se
preció de señalarse sobre todos en esto, cómo quiso que con su grandeza
compitiese en Él su humildad y paciencia? Sufrió hambre, padeció frío,
vivió en extremada pobreza, cansóse y desvelóse y anduvo muchos caminos,
sólo a fin de hacer bienes de incomparable bien a los hombres.
Y
para que su trabajo fuese trabajo puro, o, por mejor decir, para que llegase
creciendo a su grado mayor, de todo este afán el fruto fueron muy mayores
afanes. Y de sus tan grandes sudores no cogió sino dolores y persecuciones y
afrentas; y sacó del amor desamor; del bien hacer, mal parecer; del negociarnos
la vida, muerte extremadamente afrentosa, que es todo lo amargo y lo duro a que
en este género de calamidad se puede subir.
Porque
si es dolor pasar uno pobreza y desnudez y mucho desvelamiento y cuidado, ¿qué
será cuando, por quien se pasa, no lo agradece? ¿Qué cuando no lo conoce?
¿Qué cuando lo desconoce, lo desagradece, lo maltrata y persigue? Dice David
en el Salmo: «Si quien me debía enemistad me persiguiera, fuera cosa que la
pudiera llevar; mas ¡mi amigo y mi conocido y el que era un alma conmigo, el
que comía a mi mesa y con quien comunicaba mi corazón!» Como si dijese que el
sentido de un semejante caso vencía a cualquier otro dolor. Y con ser así,
pasa un grado más adelante el de Cristo; porque, no sólo le persiguieron los
suyos, sino los que por infinitos beneficios que recibían de Él estaban
obligados a serlo; y, lo que es más, tomando ocasión de enojo y de odio de
aquello mismo que con ningún agradecimiento podían pagar, como se querella en
su misma persona de Él el profeta Isaías, diciendo: «Y dije: trabajado he por
demás, consumido he en vano mi fortaleza; por donde mi pleito es con el Señor,
y mi obra con el que es Dios mío.» Sería negocio infinito si quisiéramos por
menudo decir, en cada una de las que hizo Cristo, lo que sufrió y padeció.
Vengamos
al remate de todas ellas, que fue su muerte, y veremos cuánto se preció de
beber puro este cáliz, y de señalarse sobre todas las criaturas en gustar el
sentido de la miseria por extremada manera, llegando hasta lo último de él.
Mas ¿quién podrá decir ni una pequeña parte de esto? No es posible decirlo
todo; mas diré brevemente lo que basta para que se conozcan los muchos quilates
de dolor con que calificó Cristo este dolor de su muerte, y los innumerables
males que en un solo mal encerró.
Siéntese
más la miseria cuando sucede a la prosperidad, y es género de mayor
infelicidad en los trabajos el haber sido en algún tiempo feliz. Poco antes que
le prendiesen y pusiesen en cruz, quiso ser recibido, y lo fue de hecho, con
triunfo glorioso. Y sabiendo cuán maltratado había de ser dende a poco, para
que el sentimiento de aquel tratamiento malo fuese más vivo, ordenó que
estuviese reciente y como presente la memoria de aquella divina honra que,
aquellos mismos que ahora le despreciaban ocho días antes le hicieron. Y tuvo
por bien que casi se encontrasen en sus oídos las voces de «Hosanna, Hijo de
David», y de «Bendito el que viene en el nombre de Dios», con las de
«Crucifícale, crucifícale», y con las de «Veis, el que destruía y
reedificaba el templo de Dios en tres días, no puede salvarse a sí, y pudo
salvar a los otros». Para que lo desigual de ellas, y la contrariedad que entre
sí tenían con las unas las otras, causase mayor pena en su corazón.
Suele
ser descanso a los que de esta vida se parten, no ver las lágrimas y los
sollozos y la tristeza afligida de los que bien quieren. Cristo, la noche a
quien sucedió el día último de su vida mortal, los juntó a todos y cenó con
ellos juntos, y les manifestó su partida, y vio su congoja, y tuvo por bien
verla y sentirla para que con ella fuese más amarga la suya. ¡Qué palabras
les dijo en lo que platicó con ellos aquella noche! ¡Qué enternecimientos de
amor! Que si, a los que ahora los vemos escritos, el oírlos nos enternece,
¿qué sería lo que obraron entonces en quien los decía?
Pero
vamos adonde ya Él mismo, levantado de la mesa y caminando para el huerto nos
lleva. ¿Qué fue cada uno de los pasos de aquel camino sino un clavo nuevo que
le hería, llevándole al pensamiento y a la imaginación la prisión y la
muerte, a que ellos mismos le acercaban buscándola? Mas ¿qué fue lo que hizo
en el huerto que no fuese acrecentamiento de pena? Escogió tres de sus
discípulos para su compañía y conorte, y consintió que se venciesen del
sueño para que, con ver su descuido de ellos, su cuidado y su pena de Él
creciese más.
Derrocóse
en oración delante del Padre, pidiéndole que pasase de Él aquel cáliz, y no
quiso ser oído en esta oración. Dejó desear a su sentido lo que no quería
que se le concediese, para sentir en sí la pena que nace del desear y no
alcanzar lo que pide el deseo. Y como si no le bastara el mal y el tormento de
una muerte que ya le estaba vecina, quiso hacer, como si dijésemos, vigilia de
ella, y morir antes que muriese, o, por mejor decir, morir dos veces: la una en
el hecho y la otra en la imaginación de Él.
Porque
desnudó, por una parte, a su sentido inferior de las consolaciones y esfuerzos
del cielo; y, por otra parte, le puso en los ojos una representación de los
males de su muerte y de las ocasiones de ella, tan viva, tan natural, tan
expresa y tan figurada, y con una fuerza tan eficaz, que lo que la misma muerte
en el hecho no pudo hacer sin ayudarse de las espinas y el hierro, en la
imaginación y figura, por sí misma y sin armas ningunas, lo hizo. Que le
abrió las venas, y, sacándole la sangre de ellas, bañó con ella el sagrado
cuerpo y el suelo. ¿Qué tormento tan desigual fue éste con que se quiso
atormentar de antemano? ¿Qué hambre, o, digamos, qué codicia de padecer? No
se contentó con sentir el morir, sino quiso probar también la imaginación y
el temor del morir lo que puede doler. Y porque la muerte súbita y que viene no
pensada y casi de improviso, con un breve sentido se pasa, quiso entregarse a
ella antes que fuese. Y antes que sus enemigos se la acarreasen, quiso traerla
Él a su alma y mirar su figura triste, y tender el cuello a su espada, y sentir
por menudo y despacio sus heridas todas, y avivar más sus sentidos para sentir
más el dolor de sus golpes, y, como dije, probar hasta el cabo cuánto duele la
muerte, esto es, el morir y el temor del morir.
Y
aunque digo el temor del morir, si tengo de decir, Juliano, lo que siempre
entendí acerca de esta agonía de Cristo, no entiendo que fue el temor el que
le abrió las venas y le hizo sudar gotas de sangre; porque, aunque de hecho
temió, porque Él quiso temer, y, temiendo, probar los accidentes ásperos que
trae consigo el temor; pero el temor no abre el cuerpo ni llama afuera la
sangre, antes la recoge adentro y la pone a la redonda del corazón, y deja
frío lo exterior de la carne, y la misma razón aprieta los poros de ella. Y
así no fue el temor el que sacó afuera la sangre de Cristo, sino, si lo hemos
de decir con una palabra, el esfuerzo y el valor de su alma con que salió al
encuentro y con que al temor resistió, ése, con el tesón que puso, le abrió
todo el cuerpo.
Porque
se ha de entender que Cristo, como voy diciendo, porque quiso hacer prueba en
sí de todos nuestros dolores, y vencerlos en sí para que después fuesen por
nosotros más fácilmente vencidos, armó contra sí en aquella noche todo lo
que vale y puede la congoja y el temor, y consintió que todo ello de tropel y
como en un escuadrón moviese guerra a su alma. Porque figurándolo todo con no
creíble viveza, puso en ella como vivo y presente lo que otro día había de
padecer, así en el cuerpo con dolores, como en esa misma alma con tristeza y
congojas. Y juntamente con esto, hizo también que considerase su alma las
causas por las cuales se sujetaba a la muerte, que eran las culpas pasadas y
porvenir de todos los hombres, con la fealdad y graveza de ellas y con la
indignación grandísima y la encendida ira que Dios contra ellas concibe, y ni
más ni menos consideró el poco fruto que tan ricos y tan trabajados trabajos
habían de hacer en los más de los hombres.
Y
todas estas cosas juntas y distintas, y vivísimamente consideradas, le
acometieron a una, ordenándolo Él, para ahogarle y vencerle. De lo cual Cristo
no huyó, ni rindió a estos temores y fatigas apocadamente su alma, ni para
vencerlos les embotó, como pudiera, las fuerzas; antes, como he dicho, cuanto
fue posible se las acrescentó; ni menos armó a sí mismo y a su santa alma, o
con insensibilidad para no sentir (antes despertó en ella más sus sentidos), o
con la defensa de su divinidad bañándola en gozo con el cual no tuviera
sentido el dolor, o a lo menos con el pensamiento de la gloria y bienaventuranza
divina, a la cual por aquellos males caminaba su cuerpo, apartando su vista de
ellos y volviéndola a esta otra consideración, o templando siquiera la una
consideración con la otra, sino, desnudo de todo esto, y con sólo el valor de
su alma y persona, y con la fuerza que ponía en su razón el respeto de su
Padre y el deseo de obedecerle, les hizo a todos cara y luchó, como dicen, a
brazo partido con todos, y al fin lo rindió todo y lo sujetó debajo sus pies.
Mas
la fuerza que puso en ello, y el estribar la razón contra el sentido, y, como
dije, el tesón generoso con que aspiró a la victoria, llamó afuera los
espíritus y la sangre, y la derramó. Por manera que lo que vamos diciendo, que
gustó Cristo de sujetarse a nuestros dolores, haciendo en sí prueba de ellos,
según esta manera de decir, aún se cumple mejor. Porque, no sólo sintió el
mal del temor y la pena de la congoja y el trabajo que es sentir uno en sí
diversos deseos y el desear algo que no se cumple, pero la fatiga increíble del
pelear contra su apetito propio y contra su misma imaginación, y el resistir a
las formas horribles de tormentos y males y afrentas, que se le venían
espantosamente a los ojos para ahogarle, y el hacerles cara, y el, peleando uno
contra tantos, valerosamente vencerlos con no oído trabajo y sudor, también lo
experimentó.
Mas
¿de qué no hizo experiencia? También sintió la pena que es ser vendido y
traído a muerte por sus mismos amigos, como Él lo fue en aquella noche de
Judas; el ser desamparado en su trabajo de los que le debían tanto amor y
cuidado; el dolor del trocarse los amigos con la fortuna; el verse no solamente
negado de quien tanto le amaba, mas entregado del todo en las manos de quien lo
desamaba tan mortalmente; la calumnia de los acusadores, la falsedad de los
testigos, la injusticia misma, y la sed de la sangre inocente asentada en el
soberano tribunal por juez, males que sólo quien los ha probado los siente; la
forma de juicio y el hecho de cruel tiranía; el color de religión adonde era
todo impiedad y blasfemia; el aborrecimiento de Dios, disimulado por de fuera
con apariencias falsas de su amor y su honra. Con todas estas amarguras templó
Cristo su cáliz, y añadió a todas ellas las injurias de las palabras, las
afrentas de los golpes, los escarnios, las befas, los rostros y los pechos de
sus enemigos bañados en gozo; el ser traído por mil tribunales, el ser
estimado por loco, la corona de espinas, los azotes crueles; y lo que entre
estas cosas se encubre, y es dolorosísimo para el sentido, que fue el llegar
tantas veces en aquel día de su prisión la causa de Cristo, mejorándose, a
dar buenas esperanzas de sí; y habiendo llegado a este punto, el tornar
súbitamente a empeorarse después.
Porque
cuando Pilatos despreció la calumnia de los fariseos y se enteró de su
envidia, mostró prometer buen suceso el negocio. Cuando temió por haber oído
que era Hijo de Dios, y se recogió a tratar de ello con Cristo, resplandeció
como una luz y cierta esperanza de libertad y salud. Cuando remitió el
conocimiento del pleito Pilatos a Herodes, que por oídas juzgaba divinamente de
Cristo, ¿quién no esperó breve y feliz conclusión? Cuando la libertad de
Cristo la puso Pilatos en la elección del pueblo, a quien con tantas buenas
obras Cristo tenía obligado; cuando les dio poder que librasen al homicida o al
que restituía los muertos a vida; cuando avisó su mujer al juez de lo que
había visto en visión, y le amonestó que no condenase a aquel justo ¿qué
fue sino un llegar casi a los umbrales el bien? Pues este subir a esperanzas
alegres y caer de ellas al mismo momento, este abrirse el día del bien y tornar
a oscurecerse de súbito, el despintarse improvisadamente la salud que ya, ya,
se tocaba; digo, pues, que este variar entre esperanza y temor, y esta tempestad
de olas diversas que ya se encumbraban prometiéndole vida, y ya se derrocaban
amenazando con muerte; esta desventura y desdicha, que es propia de los muy
desgraciados, de florecer para secarse luego, y de revivir para luego morir, y
de venirles el bien y desaparecerse, deshaciéndoseles entre las manos cuando
les llega, probó también en sí mismo el Cordero. Y la buena suerte, y la
buena dicha única de todas las cosas, quiso gustar de lo que es ser uno
infeliz.
Infinito
es lo que acerca de esto se ofrece, mas, cánsase la lengua en decir lo que
Cristo no se cansó en padecer. Dejo la sentencia injusta, la voz del pregón,
los hombros flacos, la cruz pesada, el verdadero y propio cetro de este nuestro
gran Rey, los gritos del pueblo, alegres en unos y en otros llorosos, que
todo ello traía consigo su propio y particular sentimiento.
Vengo
al monte Calvario. Si la pública desnudez en una persona grave es áspera y
vergonzosa, Cristo quedó delante de todos desnudo. Si el ser atravesado con
hierro por las partes más sensibles del cuerpo es tormento grandísimo, con
clavos fueron allí atravesados los pies y las manos de Cristo. Y porque fuese
el sentimiento mayor, el que es piadoso aun con las más viles criaturas del
mundo, no lo fue consigo mismo, antes en una cierta manera se mostró contra sí
mismo cruel. Porque lo que la piedad natural y el afecto humano y común, que
aun en los ejecutores de la justicia se muestra, tenía ordenado para menos
tormento de los que morían en cruz, ofreciéndoselo a Cristo, lo desechó.
Porque daban a beber a los crucificados en aquel tiempo, antes que los
enclavasen, cierto vino confeccionado con mirra e incienso, que tiene virtud de
ensordecer el sentido y como embotarle al dolor para que no sienta; y Cristo,
aunque se lo ofrecieron, con la sed que tenía de padecer, no lo quiso beber.
Así
que, desafiando al dolor, y desechando de sí todo aquello con que se pudiera
defender en aquel desafío, el cuerpo desnudo y el corazón armado con fortaleza
y con solas las armas de su no vencida paciencia, subió este nuestro Rey
en la cruz. Y levantada en alto la salud del mundo, y llevando al mundo sobre
sus hombros, y padeciendo Él solo la pena que merecía padecer el mundo por sus
delitos, padeció lo que decir no se puede.
Porque
¿en qué parte de Cristo o en qué sentido suyo no llegó el dolor a lo sumo?
Los ojos vieron lo que, visto, traspasó el corazón: la madre, viva y muerta,
presente. Los oídos estuvieron llenos de voces blasfemas y enemigas. El gusto,
cuando tuvo sed, gustó hiel y vinagre. El sentido todo del tacto, rasgado y
herido por infinitas partes del cuerpo, no tocó cosa que no le fuese enemiga y
amarga. Al fin dio licencia a su sangre, que, como deseosa de lavar nuestras
culpas, salía corriendo abundante y presurosa. Y comenzó a sentir nuestra
vida, despojada de su calor, lo que sólo le quedaba ya por sentir: los fríos
tristísimos de la muerte y, al fin, sintió y probó la muerte también.
Pero
¿para qué me detengo yo en esto? Lo que ahora Cristo, que reina glorioso y
señor de todo, en el cielo nos sufre, muestra bien claramente cuán agradable
le fue siempre el sujetarse a trabajos. ¿Cuántos hombres, o por decir verdad,
cuántos pueblos y cuántas naciones enteras, sintiendo mal de la pureza de su
doctrina, blasfeman hoy de su nombre? Y con ser así que Él en sí está exento
de todo mal y miseria, quiere y tiene por bien de, en la opinión de los
hombres, padecer esta afrenta en cuanto su cuerpo místico, que vive en este
destierro, padece, para compadecerse así de él y para conformarse siempre con
él.
-Nuevo
camino para ser uno rey -dijo aquí Sabino, vuelto a Juliano- es éste que nos
ha descubierto Marcelo. Y no sé yo si acertaron con él algunos de los que
antiguamente escribieron acerca de la crianza e instrucción de los príncipes,
aunque bien sé que los que ahora viven no le siguen. Porque en el no saber
padecer tienen puesto lo principal del ser rey.
-Algunos
-dijo al punto Juliano- de los antiguos quisieron que el que se criaba para ser
rey se criase en trabajos, pero en trabajos de cuerpo, con que saliese sano y
valiente. Mas en trabajos de ánimo que le enseñasen a ser compasivo, ninguno,
que yo sepa, lo escribió ni enseñó. Mas si fuera ésta enseñanza de hombres,
no fuera este rey de Marcelo Rey propiamente hecho a la traza y al
ingenio de Dios, el cual camina siempre por caminos verdaderos, y, por el mismo
caso, contrarios a los del mundo, que sigue el engaño.
Así
que no es maravilla, Sabino, que los reyes de ahora no se precien para ser reyes
de lo que se preció Jesucristo, porque no siguen en el ser reyes un mismo fin.
Porque Cristo ordenó su reinado a nuestro provecho, y conforme a esto, se
calificó a sí mismo y se dotó de todo aquello que parecía ser necesario para
hacer bien a sus súbditos; mas éstos que ahora nos mandan, reinan para sí, y,
por la misma causa, no se disponen ellos para nuestro provecho, sino buscan su
descanso en nuestro daño. Mas aunque ellos, cuanto a lo que les toca, desechen
de sí este amaestramiento de Dios, la experiencia de cada día nos enseña que
no son los que deben por carecer de él. Porque ¿de dónde pensáis que nace,
Sabino, el poner sobre sus súbditos tan sin piedad tan pesadísimos yugos, el
hacer leyes rigurosas, el ponerlas en ejecución con mayor crueldad y rigor,
sino de nunca haber hecho experiencia en sí de lo que duele la aflicción y
pobreza?
-Así
es -dijo Sabino-; pero ¿qué ayo osaría ejercitar en dolor y necesidad a su
príncipe? O si osase alguno, ¿cómo sería recibido y sufrido de los demás?
-Esa
es -respondió Juliano- nuestra mayor ceguedad: que aprobamos lo que nos daña,
y que tendríamos por bajeza que nuestro príncipe supiese de todo, siendo para
nosotros tan provechoso, como habéis oído, que lo supiese. Mas si no se
atreven a esto los ayos es porque ellos, y los demás que crían a los
príncipes los quieren imponer en el ánimo a que no se precien de bajar los
ojos de su grandeza con blandura a sus súbditos; y, en el cuerpo, a que
ensanchen el estómago cada día con cuatro comidas, y a que aun la seda les sea
áspera y la luz enojosa. Pero esto, Sabino, es de otro lugar, y quitamos en
ello a Marcelo el suyo, o, por mejor decir, a nosotros mismos el de oír
enteramente las cualidades de este verdadero Rey nuestro.
-A
mí -dijo Marcelo- no me habéis, Juliano, quitado ningún lugar, sino antes me
habéis dado espacio para que con más aliento prosiga mejor mi camino. Y a vos,
Sabino (dijo volviéndose a él), no os pase por la imaginación querer
concertar, o pensar que es posible que se concierten, las condiciones que puso
Dios en su Rey, con las que tienen estos reyes que vemos. Que si no fueran tan
diferentes del todo, no le llamara Dios señaladamente su Rey, ni su
reino de ellos se acabara con ellos, y el de nuestro Rey fuera
sempiterno, como es. Así que pongan ellos su estado en la altivez, y no se
tengan por reyes si padecen alguna pena; que Dios, procediendo por camino
diferente, para hacer en Jesucristo un rey que mereciese ser suyo, le hizo
humildísimo para que no se desvaneciese en soberbia con la honra, y le sujetó
a miseria y a dolor para que se compadeciese con lástima de sus trabajados y
doloridos súbditos. Y demás de esto, y para el mismo fin de buen rey, le dio
un verdadero y perfecto conocimiento de todas las cosas y de todas las obras de
ellos, así las que fueron como las que son y serán. Porque el rey, cuyo oficio
es juzgar, dando a cada uno su merecido, y repartiendo la pena y el premio, si
no conoce él por sí la verdad, traspasará la justicia; que el conocimiento
que tienen de sus reinos los príncipes por relaciones y pesquisas ajenas, más
los ciega que los alumbra.
Porque
demás de que los hombres por cuyos ojos y oídos ven y oyen los reyes, muchas
veces se engañan, procuran ordinariamente engañarlos por sus particulares
intereses e intentos. Y así, por maravilla entra en el secreto real la verdad.
Mas nuestro Rey, porque su entendimiento, como clarísimo espejo, le
representa siempre cuanto se hace y se piensa, no juzga, como dice Isaías, ni
reprende ni premia por lo que al oído le dicen, ni según lo que a la vista
parece, porque el un sentido y el otro sentido puede ser engañado; ni tiene de
sus vasallos la opinión que otros vasallos suyos, aficionados o engañados, le
ponen, sino la que pide la verdad que Él claramente conoce. Y como puso Dios en
Cristo el verdadero conocer a los suyos, asimismo le dio todo el poder para
hacerles mercedes. Y no solamente le concedió que pudiese, mas también en Él
mismo, como en tesoro, encerró todos los bienes y riquezas que pueden hacer
ricos y dichosos a los de su reino. De arte que no trabajarán, remitidos de
unos a otros ministros con largas. Mas, lo que es principal, hizo, para
perfeccionar este Rey, que sus súbditos todos fuesen sus deudos, o, por mejor
decir, que naciesen de Él todos, y que fuesen hechura suya y figurados a su
semejanza. Aunque esto sale ya de lo primero que toca a las cualidades del rey,
y entra en lo segundo que propusimos, de las condiciones de los que en este
reino son súbditos. Y digamos ya de ellas.
Y
a la verdad, casi todas ellas se reducen a ésta, que es ser generosos y nobles
todos y de un mismo linaje. Porque el mando de Cristo universalmente comprende a
todos los hombres y a todas las criaturas, así las buenas como las malas, sin
que ninguna de ellas pueda eximirse de su sujección, o se contente de ello o le
pese; pero el reino suyo de que ahora vamos hablando, y el reino en quien
muestra Cristo sus nobles condiciones de Rey, y el que ha de durar
perpetuamente con Él descubierto y glorioso (porque a los malos tendrálos
encerrados y aprisionados y sumidos en eterno olvido y tinieblas), así que este
reino son los buenos y justos solos, y de estos decimos ahora que son generosos
todos, y de linaje alto, y todos de uno mismo.
Porque
dado que sean diferentes en nacimientos, mas, como esta mañana se dijo, el
nacimiento en que se diferencian fue nacimiento perdido, y de quien caso no se
hace para lo que toca a ser vasallos en este reino, el cual se compone todo de
lo que San Pablo llama nueva criatura, cuando a los de Galacia escribe,
diciendo: «Acerca de Cristo Jesús, ni es de estima la circuncisión ni el
prepucio, sino la criatura nueva.» Y así todos son hechura y nacimiento del
cielo, y hermanos entre sí, e hijos todos de Cristo en la manera ya dicha.
Vio
David esta particular excelencia de este reino de su nieto divino, y dejóla
escrita breve y elegantemente en el Salmo ciento nueve, según una lección que
así dice: «Tu pueblo príncipes, en el día de tu poderío.» Adonde lo que
decimos príncipes, la palabra original, que es nedaboth, significa al
pie de la letra liberales, dadivosos o generosos de corazón. Y así dice que en
el día de su poderío (que llama así el reino descubierto de Cristo, cuando,
vencido todo lo contrario, y como deshecha con los rayos de su luz toda la
niebla enemiga, que ahora se le opone, viniere en el último tiempo y en la
regeneración de las cosas, como puro sol, a resplandecer solo, claro y poderoso
en el mundo), pues en este su día, cuando Él, y lo apurado y escogido de sus
vasallos, resplandecerá solamente, quedando los demás sepultados en oscuridad
y tinieblas, en este tiempo y en este día su pueblo serán príncipes. Esto es,
todos sus vasallos serán reyes, y Él, como con verdad la Escritura le nombra,
Rey de reyes será, y Señor de señores.
Aquí
Sabino, volviéndose a Juliano.
-Nobleza
es -dijo- grande de reino ésta, Juliano, que nos va diciendo Marcelo, adonde
ningún vasallo es ni vil en linaje ni afrentado por condición, ni menos bien
nacido el uno que el otro. Y paréceme a mí que esto es ser rey propia y
honradamente, no tener vasallos viles y afrentados.
-En
esta vida, Sabino -respondió Juliano-, los reyes de ella, para el castigo de la
culpa, están como forzados a poner nota y afrenta en aquellos a quienes
gobiernan, como en el orden de la salud y en el cuerpo conviene a las veces
maltratar una parte para que los demás no se pierdan. Y así, cuanto a esto, no
son dignos de reprensión nuestros príncipes.
-No
los reprendo yo ahora -dijo Sabino-, sino duélome de su condición; que por esa
necesidad que, Juliano, decís, vienen a ser forzosamente señores de vasallos
ruines y viles. Y débeseles tanta más lástima, cuanto fuere más precisa la
necesidad. Pero si hay algunos príncipes que lo procuran, y que les parece que
son señores cuando hallan mejor orden, no sólo para afrentar a los suyos, sino
también para que vaya cundiendo por muchas generaciones su afrenta, y que nunca
se acabe, de éstos, Juliano, ¿qué me diréis?
-¿Qué?
-respondió Juliano-. Que ninguna cosa son menos que reyes. Lo uno, porque el
fin adonde se endereza su oficio es hacer a sus vasallos bienaventurados, con lo
cual se encuentra por maravillosa manera el hacerlos apocados y viles. Y lo otro
porque, cuando no quieran mirar por ellos, a sí mismos se hacen daño y se
apocan. Porque, si son cabezas, ¿qué honra es ser cabeza de un cuerpo disforme
y vil? Y si son pastores, ¿qué les vale un ganado roñoso? Bien dijo el poeta
trágico:
|
Y
no sólo dañan a su honra propia, cuando buscan invenciones para manchar la de
los que son gobernados por ellos, mas dañan mucho sus intereses, y ponen en
manifiesto peligro la paz y la conservación de sus reinos. Porque, así como
dos cosas que son contrarias, aunque se junten, no se pueden mezclar, así no es
posible que se añude con paz el reino cuyas partes están tan opuestas entre
sí y tan diferenciadas, unas con mucha honra y otras con señalada afrenta.
Y
como el cuerpo que en sus partes está maltratado, y cuyos humores se conciertan
mal entre sí, está muy ocasionado y muy vecino a la enfermedad y a la muerte,
así por la misma manera, el reino adonde muchos órdenes y suertes de hombres,
y muchas casas particulares están como sentidas y heridas, y adonde la
diferencia, que por estas causas pone la fortuna y las leyes, no permite que se
mezclen y se concierten bien unas con otras, está sujeto a enfermar y a venir a
las armas con cualquiera razón que se ofrece. Que la propia lástima e injuria
de cada uno, encerrada en su pecho y que vive en él, los despierta y los hace
velar siempre a la ocasión y a la venganza.
Mas
dejemos lo que en nuestros reyes y reinos, o pone la necesidad, o hace el mal
consejo y error, y acábenos Marcelo de decir por qué razón estos vasallos
todos de nuestro único Rey son llamados liberales y generosos y
príncipes.
-Son
-dijo Marcelo, respondiendo encontinente-, así por parte del que los crió y la
forma que tuvo en criarlos, como por parte de las cualidades buenas que puso en
ellos cuando así fueron criados. Por parte del que los hizo, porque son efectos
y frutos de una suma liberalidad; porque en sólo el ánimo generoso de Dios y
en la largueza de Cristo no medida, pudo caber el hacer justos y amigos suyos, y
tan privados amigos, a los que de sí no merecían bien, y merecían mal por
tantos y tan diferentes títulos. Porque, aunque es verdad que el ya justo puede
merecer mucho con Dios, mas esto, que es venir a ser justo el que era aborrecido
enemigo, solamente nace de las entrañas liberales de Dios; y así, dice
Santiago que nos engendró voluntariamente. Adonde lo que dijo con la palabra
griega $@L802g\.
[bouletheís], que significa de su voluntad, quiso decir lo que en su lengua
materna, si en ella lo escribiera, se dice Nadib, que es palabra vecina y
nacida de la palabra nedaboth, que, como dijimos, significa a estos que
llamamos liberales y príncipes. Así que dice que nos engendró liberal y
principalmente; esto es, que nos engendró, no sólo porque quiso engendrarnos y
porque le movió a ello su voluntad, sino porque le plugo mostrar en nuestra
creación, para la gracia y justicia, los tesoros de su liberalidad y
misericordia.
Porque,
a la verdad, dado que todo lo que Dios cría nace de Él, porque Él quiere que
nazca, y es obra de su libre gusto, a la cual nadie le fuerza el sacar a luz a
las criaturas; pero esto que es hacer justos y poner su ser divino en los
hombres es, no sólo voluntad, sino una extraña liberalidad suya. Porque en
ello hace bien, y bien el mayor de los bienes, no solamente a quien no se lo
merece, sino señaladamente a quien del todo se lo desmerece. Y por no ir
alargándome por cada uno de los particulares a quien Dios hace estos bienes,
miremos lo que pasó en la cabeza de todos, y cómo se hubo con ella Dios
cuando, sacándola del pecado, crió en ella este bien de justicia; y en uno,
como en ejemplo, conoceremos cuán ilustre prueba hace Dios de su liberalidad
cuando cría los justos. Peca Adán, y condénase a sí y a todos nosotros; y
perdónale después Dios y hácele justo.
¿Quién
podrá decir las riquezas de liberalidad que descubrió Dios, y que derramó en
este perdón? Lo primero, perdona al que, por dar fe a la serpiente, de cuya fe
y amor para consigo no tenía experiencia, le dejó a Él, Criador suyo, cuyo
amor y beneficios experimentaba en sí siempre. Lo segundo, perdona al que
estimó más una promesa vana de un pequeño bien que una experiencia cierta y
una posesión grande de mil verdaderas riquezas. Lo tercero, perdona al que no
pecó ni apretado de la necesidad ni ciego de pasión, sino movido de una
liviandad y desagradecimiento infinito. Lo otro, perdona al que no buscó ser
personado, sino antes huyó y se escondió de su perdonador; y perdónale, no
mucho después que pecó y laceró miserablemente por su pecado, sino casi
luego, luego, como hubo pecado.
Y,
lo que no cabe en sentido: para perdonarle a él, hízose a sí mismo deudor. Y
cuando la gravísima maldad del hombre despertaba en el pecho de Dios ira
justísima para deshacerle, reinó en Él y sobrepujó la liberalidad de su
misericordia que, por rehacer al perdido, determinó de disminuirse a sí mismo,
como San Pablo lo dice, y de pagar Él lo que el hombre pecaba, y, para que el
hombre viviese, de morir Él hecho hombre. Liberalidad era grande perdonar al
que había pecado tan de balde y tan sin causa, y mayor liberalidad perdonarle
tan luego después del pecado, y mayor que ambas a dos, buscarle para darle
perdón antes que él le buscase. Pero lo que vence a todo encarecimiento de
liberalidad fue, cuando le reprendía la culpa, prometerse a sí mismo y a su
vida para su satisfacción y remedio; y porque el hombre se apartó de Él por
seguir al demonio, hacerse hombre Él para sacarle de su poder. Y lo que pasó
entonces, digámoslo así, generalmente con todos (porque Adán nos encerraba a
todos en sí), pasa en particular con cada uno continua y secretamente.
Porque
¿quién podrá decir ni entender, si no es el mismo que en sí lo experimenta y
lo siente, las formas piadosas de que Dios usa con uno para que no se pierda,
aun cuando él mismo se procura perder? Sus inspiraciones continuas; su nunca
cansarse ni darse por vencido de nuestra ingratitud tan continua; el rodearnos
por todas partes y como en castillo torreado y cercado; el tentar la entrada por
diferentes maneras; el tener siempre la mano en la aldaba de nuestra puerta; el
rogarnos blanda y amorosamente que le abramos, como si a Él le importara alguna
cosa, y no fuera nuestra salud y bienandanza toda el abrirle; el decirnos por
horas y por momentos con el Esposo: «Ábreme, hermana mía, esposa mía, paloma
mía y mi amada y perfecta, que traigo llena de rocío mi cabeza y con las gotas
de las noches las mis guedejas.» Pues sea esto lo primero, que los justos son
dichos ser generosos y liberales porque son demostraciones y pruebas del
corazón liberal y generoso de Dios.
Son,
lo segundo, llamados así por las cualidades que pone Dios en ellos,
haciéndolos justos. Porque a la verdad no hay cosa más alta ni más generosa
ni más real, que el ánimo perfectamente cristiano. Y la virtud más heroica
que la filosofía de los estoicos antiguamente imaginó o soñó, por hablar con
verdad, comparada con la que Cristo asienta con su gracia en el alma, es una
poquedad y bajeza. Porque si miramos el linaje de donde desciende el justo y
cristiano, es su nacimiento de Dios, y la gracia que le da vida es una semejanza
viva de Cristo. Y si atendemos a su estilo y condición, y al ingenio y
disposición de ánimo, y pensamientos y costumbres que de este nacimiento le
vienen, todo lo que es menos que Dios es pequeña cosa para lo que cabe en su
ánimo. No estima lo que con amor ciego adora únicamente la tierra: el oro y
los deleites; huella sobre la ambición de las honras, hecho verdadero señor y
rey de sí mismo; pisa el vano gozo, desprecia el temor, no le mueve el deleite,
ni el ardor de la ira le enoja; y, riquísimo dentro de sí, todo su cuidado es
hacer bien a los otros.
Y
no se extiende su ánimo liberal a sus vecinos solos, ni se contenta con ser
bueno con los de su pueblo o de su reino, mas generalmente a todos los que
sustenta y comprende la tierra, él también los comprende y abraza; aun para
con sus enemigos sangrientos, que le buscan la afrenta y la muerte, es él
generoso y amigo, y sabe y puede poner la vida, y de hecho la pone alegremente,
por esos mismos que aborrecen su vida. Y estimando por vil y por indigno de sí
a todo lo que está fuera de él, y que se viene y se va con el tiempo, no
apetece menos que a Dios, ni tiene por dignos de su deseo menores bienes que el
cielo. Lo sempiterno, lo soberano, el trato con Dios familiar y amigable, el
enlazarse amando y el hacerse casi único con Él, es lo que solamente satisface
a su pecho, como lo podemos ver a los ojos en uno de estos grandes justos.
Y
sea este uno San Pablo. Dice en persona suya, y de todos los buenos, escribiendo
a los Corintios, así: «Tenemos nuestro tesoro en vasos de tierra, porque la
grandeza y alteza nazca de Dios y no de nosotros. En todas las cosas padecemos
tribulación, pero en ninguna somos afligidos. Somos metidos en congoja, mas no
somos desamparados. Padecemos persecución, mas no nos falta el favor.
Humíllannos, pero no nos avergüenzan. Somos derribados, mas no perecemos.» Y
a los Romanos, lleno de ánimo generoso, en el capítulo octavo: «¿Quién,
dice, nos apartará de la caridad y amor de Dios? ¿La tribulación, por
ventura, o la angustia, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la
persecución, o el cuchillo?»
Dicho
he, en parte, lo que puso Dios en Cristo para hacerle rey, y lo que hizo
en nosotros para hacernos sus súbditos, que, de tres cosas a las cuales se
reducen todas las que pertenecen a un reino, son las primeras dos. Resta ahora
que digamos algo de la tercera y postrera, que es de la manera cómo este Rey
gobierna los suyos, que no es menos singular manera ni menos fuera del común
uso de los que gobiernan, que el Rey y los súbditos en sus condiciones y
cualidades (las que hemos dicho) son singulares. Porque cosa clara es que el
medio con que se gobierna el reino es la ley, y que por el cumplimiento de ella
consigue el rey, hacerse rico a sí mismo si es tirano y las leyes son de
tirano, o hacer buenos y prosperados a los suyos si es rey verdadero.
Pues
acontece muchas veces de esta manera, que, por razón de la flaqueza del hombre
y de su encendida inclinación a lo malo, las leyes, por la mayor parte, traen
consigo un inconveniente muy grande: que siendo la intención de los que las
establecen, enseñando por ellas lo que se debe hacer y mandando con rigor que
se haga, retraer al hombre de lo malo e inducirle a lo bueno, resulta lo
contrario a las veces; y el ser vedada una cosa despierta el apetito de ella.
Y
así, el hacer y dar leyes es muchas veces ocasión de que se quebranten las
leyes y de que, como dice San Pablo se peque más gravemente, y de que se
empeoren los hombres con la ley que se ordenó e inventó para mejorarlos. Por
lo cual Cristo, nuestro Redentor y Señor, en la gobernación de su reino halló
una nueva manera de ley, extrañamente libre y ajena de estos inconvenientes; de
la cual usa con los suyos, no solamente enseñándoles a ser buenos, como lo
enseñaron otros legisladores, mas de hecho haciéndolos buenos, lo que ningún
otro rey ni legislador pudo jamás hacer. Y esto es lo principal de su ley
evangélica y lo propio de ella; digo, aquello en que notablemente se diferencia
de las otras sectas y leyes.
Para
entendimiento de lo cual conviene saber que, por cuanto el oficio y ministerio
de la ley es llevar los hombres a lo bueno y apartarlos de lo que es malo, así
como esto se puede hacer por dos diferentes maneras, o enseñando el
entendimiento o aficionando a la voluntad, así hay dos diferencias de leyes: la
primera es de aquellas leyes que hablan con el entendimiento y le dan luz en lo
que, conforme a razón, se debe o hacer o no hacer, y le enseñan lo que ha de
seguir en las obras, y lo que ha de excusar en ellas mismas; la segunda es la de
la ley, no que alumbra el entendimiento, sino que aficiona la voluntad
imprimiendo en ella inclinación y apetito de aquello que merece ser apetecido
por bueno, y, por el contrario, engendrándole aborrecimiento de las cosas
torpes y malas. La primera ley consiste en mandamientos y reglas; la segunda, en
una salud y cualidad celestial, que sana la voluntad y repara en ella el gusto
bueno perdido, y no sólo la sujeta, sino la amista y reconcilia con la razón;
y, como dicen de los buenos amigos, que tienen un no querer y querer, así hace
que lo que la verdad dice en el entendimiento que es bueno, la voluntad
aficionadamente lo ame por tal.
Porque
a la verdad, en la una y en la otra parte quedamos miserablemente lisiados por
el pecado primero, el cual oscureció el entendimiento, para que las menos veces
conociese lo que convenía seguir, y estragó perdidamente el gusto y el
movimiento de la voluntad, para que casi siempre se aficionase a lo que la daña
más. Y así, para remedio y salud de estas dos partes enfermas, fueron
necesarias estas dos leyes, una de luz y de reglas para el entendimiento ciego,
y otra de espíritu y buena inclinación para la voluntad estragada. Mas, como
arriba decíamos, diferéncianse estas dos maneras de leyes en esto: que la ley
que se emplea en dar mandamientos y en luz, aunque alumbra el entendimiento,
como no corrige el gusto corrupto de la voluntad, en parte le es ocasión de
más daño; y, vedando y declarando, despierta en ella nueva golosina de lo malo
que le es prohibido. Y así las más veces son contrarios en esta ley el suceso
y el intento. Porque el intento es encaminar el hombre a lo bueno, y el suceso,
a las veces, es dejarle más perdido y estragado. Pretende afear lo que es malo,
y sucédele por nuestra mala ocasión hacerlo más deseable y más gustoso. Mas
la segunda ley corta la planta del mal de raíz, y arranca, como dicen, de cuajo
lo que más nos puede dañar. Porque inclina e induce y hace apetitosa y como
golosa a nuestra voluntad de todo aquello que es bueno, y junta en uno lo
honesto y lo deleitable, y hace que nos sea dulce lo que nos sana, y lo que nos
daña, aborrecible y amargo.
La
primera se llama ley de mandamientos, porque toda ella es mandar y vedar.
La segunda es dicha ley de gracia y de amor, porque no nos dice que
hagamos esto o aquello, sino hácenos que amemos aquello mismo que debemos
hacer. Aquélla es pesada y áspera porque condena por malo lo que la voluntad
corrompida apetece por bueno; y así, hace que se encuentren el entendimiento y
la voluntad entre sí, de donde se enciende en nosotros mismos una guerra mortal
de contradicción. Mas ésta es dulcísima por extremo, porque nos hace amar lo
que nos manda, o, por mejor decir, porque el plantar e ingerir en nosotros el
deseo y la afición a lo bueno, es el mismo mandarlo; y porque, aficionándonos
y, como si dijésemos, haciéndonos enamorados de lo que manda, por esa manera,
y no de otra, nos manda. Aquélla es imperfecta, porque a causa de la
contradicción que despierta, ella por sí no puede ser perfectamente cumplida,
y así no hace perfecto a ninguno. Ésta es perfectísima, porque trae consigo y
contiene en sí misma la perfección de sí misma. Aquélla hace temerosos,
ésta amadores. Por ocasión de aquélla, tomándola a solas, se hacen en la
verdad secreta del ánimo peores los hombres; mas por causa de ésta son hechos
enteramente santos y justos. Y, como prosigue San Agustín largamente en los
libros De la letra y del espíritu, poniendo siempre sus pisadas en lo
que dejó hollado San Pablo, aquélla es perecedera, ésta es eterna; aquélla
hace esclavos, ésta es propia de hijos. Aquélla es ayo triste y azotador,
ésta es espíritu de regalo y consuelo. Aquélla pone en servidumbre, ésta es
honra y libertad verdadera.
Pues
como sea esto así, como de hecho lo es, sin que ninguno en ello pueda dudar,
digo que así Moisés como los demás que antes o después de él dieron leyes y
ordenaron repúblicas, no supieron ni pudieron usar sino de la primera manera de
leyes, que consiste más en poner mandamientos que en inducir buenas
inclinaciones en aquellos que son gobernados. Y así su obra de todos ellos fue
imperfecta y su trabajo careció de suceso, y lo que pretendía, que era hacer a
la virtud a los suyos, no salieron con ello por la razón que está dicha.
Mas
Cristo, nuestro verdadero Redentor y legislador, aunque es verdad que en la
doctrina de su Evangelio puso algunos mandatos, y renovó y mejoró otros
algunos que el mal uso los tenía mal entendidos, pero lo principal de su ley y
aquello en que se diferenció de todos los que pusieron leyes en los tiempos
pasados, fue que mereciendo por sus obras y por el sacrificio que hizo de sí,
el espíritu y la virtud del cielo para los suyos, y criándola Él mismo en
ellos como Dios y Señor poderoso, trató no sólo con nuestro entendimiento,
sino también con nuestra voluntad, y derramando en ella este espíritu y virtud
divina que digo, y sanándola así, esculpió en ella una ley eficaz y poderosa
de amor, haciendo que todo lo justo que las leyes mandan lo apeteciese, y, por
el contrario, aborreciese todo lo que prohíben y vedan.
Y
añadiendo continuamente de este su espíritu y salud y dulce ley en el alma de
los suyos, que procuran siempre ayuntarse con él, crece en la voluntad mayor
amor para el bien, y disminúyese de cada día más la contradicción que el
sentido le hace; y de lo uno y de lo otro se esfuerza de continuo más esta
santa y singular ley que decimos, y echa sus raíces en el alma más hondas, y
apodérase de ella hasta hacer que le sea casi natural lo justo y el bien.
Y
así, trae para sí Cristo y gobierna a los suyos, como decía un Profeta, «con
cuerdas de amor, y no con temblores de espanto ni con ruido temeroso, como la
ley de Moisés.» Por lo cual dijo breve y significantemente San Juan: «La ley
fue dada por Moisés, mas la gracia por Jesucristo.» Moisés dio solamente ley
de preceptos, que no podía dar justicia, porque hablaban con el entendimiento,
pero no sanaban el alma, de que es como imagen la zarza del Éxodo, que ardía y
no quemaba, porque era calidad de la ley vieja, que alumbraba el entendimiento,
mas no ponía calor a la voluntad. Mas Cristo dio ley de gracia que, lanzada en
la voluntad, cura su dañado gusto y la sana y la aficiona a lo bueno, como
Jeremías lo profetizó divinamente diciendo: «Días vendrán, dice el Señor,
y traeré a perfección sobre la casa de Israel y sobre la casa de Judá un
nuevo testamento, no en la manera del que hice con sus padres en el día que los
así de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, porque ellos no
perseveraron en él y Yo los desprecié a ellos, dice el Señor. Éste, pues, es
el testamento que Yo sentaré con la casa de Israel después de aquellos días,
dice el Señor; asentaré mis leyes en su alma de ellos y escribirélas en sus
corazones. Y Yo les seré Dios, y ellos me serán pueblo sujeto; y no enseñará
alguno de allí adelante a su prójimo ni a su hermano, diciéndole: Conoce
al Señor; porque todos tendrán conocimiento de Mí, desde el menor hasta
el mayor de ellos, porque tendré piedad de sus pecados, y de sus maldades no
tendré más memoria de allí en adelante.»
Pues
éstas son las nuevas leyes de Cristo, y su manera de gobernación particular y
nueva. Y no será menester que loe ahora yo lo que ello se loa, ni me será
necesario que refiera los bienes y las ventajas grandes de esta gobernación
adonde guía el amor y no fuerza el temor; adonde lo que se manda se ama, y lo
que se hace se desea hacer; adonde no se obra sino lo que da gusto, ni se gusta
sino de lo que es bueno; adonde el querer el bien y el entender son conformes;
adonde para que la voluntad ame lo justo, en cierta manera no tiene necesidad
que el entendimiento se lo diga y declare.
Y
así de esto, como de todo lo demás que se ha dicho hasta aquí, se concluye
que este Rey es sempiterno, y que la razón por que Dios le llama
propiamente rey suyo, es porque los otros reyes y reinos, como llenos de
faltas, al fin han de perecer, y, de hecho, perecen; mas éste, como reino que
es libre de todo aquello que trae a perdición a los reinos, es eterno y
perpetuo. Porque los reinos se acaban, o por tiranía de los reyes, porque
ninguna cosa violenta es perpetua, o por la mala calidad de los súbditos, que
no les consiente que entre sí se concierten, o por la dureza de las leyes y
manera áspera de la gobernación; de todo lo cual, como por lo dicho se ve,
este Rey y este reino carecen.
Que
¿cómo será tirano el que para ser compasivo de los trabajos y males que
pueden suceder a los suyos, hizo primero experiencia en sí de todo lo que es
dolor y trabajo? O ¿cómo aspirará a la tiranía quien tiene en sí todo el
bien que puede caber en sus súbditos, y que así no es rey para ser rico por
ellos, sino todos son ricos y bienaventurados por Él? Pues los súbditos entre
sí ¿no estarán por ventura anudados con nudo perpetuo de paz, siendo todos
nobles y nacidos de un padre, y dotados de un mismo espíritu de paz y nobleza?
Y la gobernación y las leyes, ¿quién las desechará como duras, siendo leyes
de amor, quiero decir, tan blandas leyes que el mandar no es otra cosa sino
hacer amar lo que se manda? Con razón, pues, dijo el ángel de este Rey
a la Virgen: «Y reinará en la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin.» Y
David, tanto antes de este su glorioso descendiente, cantó en el Salmo setenta
y dos lo que Sabino, pues ha tornado este oficio, querrá decir en el verso en
que lo puso su amigo. Y Sabino dijo luego:
-Debe
ser la parte, según sospecho, adonde dice de esta manera:
|
Y
de lo que toca a la blandura de su gobierno y a la felicidad de los suyos dice:
|
Y
prosiguiendo luego Marcelo, añadió:
-Pues
obra que dure siempre, y que ni el tiempo la gasta ni la edad la envejece, cosa
clara es que es obra propia y digna de Dios, el cual, como es sempiterno, así
se precia de aquellas cosas que hace que son de mayor duración. Y pues los
demás reyes y reinos son, por sus defectos, sujetos a fenecer, y al fin
miserablemente fenecen; y este Rey nuestro florece y se aviva más con la
edad, sean todos los reyes de Dios, pero éste sólo sea propiamente su Rey,
que reina sobre todos los demás, y que, pasados todos ellos y consumidos, tiene
de permanecer para siempre.
Aquí
Juliano, pareciéndole que Marcelo concluía ya su razón, dijo:
-Y
aún podéis, Marcelo, ayudar esa verdad que decís, confirmándola con la
diferencia que la Sagrada Escritura pone cuando significa los reinos de la
tierra o cuando habla de este reino de Cristo, porque dice con ella muy bien.
-Eso
mismo quería añadir -dijo entonces Marcelo- para con ello no decir más de
este nombre. Y así decís muy bien, Juliano, que la manera diferente como la
Escritura nombra estos reinos, ella misma nos dice la condición y perpetuidad
del uno, y la mudanza y fin de los otros. Porque estos reinos que se levantan en
la tierra, y se extienden por ella y la enseñorean y mandan, los profetas,
cuando quieren hablar de ellos, signifícanlos por nombres de vientos o de
bestias brutas y fieras; mas a Cristo y a su reino llámanle monte.
Daniel,
hablando de las cuatro monarquías que ha habido en el mundo -los caldeos, los
persas, los romanos, los griegos- dice que vio los cuatro vientos que peleaban
entre sí, y luego pone por su orden cuatro bestias, unas de otras diferentes
cada una en su significación. Y Zacarías, ni más ni menos, en el capítulo
sexto, después de haber profetizado e introducido para el mismo fin de
significación cuatro cuadregas de caballos diferentes en colores y pelo, dice:
«Éstos son los cuatro vientos.» Con lo demás que después de esto se sigue.
Porque, a la verdad, todo este poder temporal y terreno que manda en el mundo,
tiene más de estruendo que de sustancia; y pásase, como el aire, volando, y
nace de pequeños y ocultos principios.
Y
como las bestias carecen de razón y se gobiernan por fiereza y por crueldad,
así lo que ha levantado y levanta estos imperios de tierra es lo bestial que
hay en los hombres: la ambición fiera y la codicia desordenada del mando, y la
venganza sangrienta y el coraje, y la braveza y la cólera, y lo demás que,
como esto, es fiero y bruto en nosotros; y así finalmente perecen.
Mas
a Cristo y a su reino, el mismo Daniel una vez le significa por nombre de monte,
como en el capítulo segundo y otras le llama hombre, como en el
capítulo séptimo, de que ahora decíamos, donde se escribe que vino uno como
hijo de hombre, y se presentó delante del anciano de días, al cual el anciano
dio pleno y sempiterno poder sobre las gentes todas. Para lo primero, del monte,
mostrar la firmeza y no mudable duración de este reino; y en lo segundo, del hombre,
declarar que esta santa monarquía no nace ni se gobierna, ni por afectos
bestiales ni por inclinaciones del sentido desordenadas, sino que todo ello es
obra de juicio y de razón; y para mostrar que es monarquía adonde reina, no la
crueldad fiera, sino la clemencia humana en todas las maneras que he dicho.
Y
habiendo dicho esto Marcelo, calló, como disponiéndose para comenzar otra
plática; mas Sabino, antes que comenzase, le dijo:
-Si
me dais licencia, Marcelo, y no tenéis más que decir acerca de este nombre, os
preguntaré dos cosas que se me ofrecen, y de la una ha gran rato que dudo, y de
la otra, me puso ahora duda esto que acabáis de decir.
-Vuestra
es la licencia -respondió entonces Marcelo-, y gustaré mucho de saber qué
dudáis.
-Comenzaré
por lo postrero -respondió Sabino-, y la duda que se me ofrece es que Daniel y
Zacarías, en los lugares que habéis alegado, ponen solamente cuatro imperios o
monarquías terrenas, y en el hecho de la verdad parece que hay cinco; porque el
imperio de los turcos y de los moros, que ahora florece, es diferente de los
cuatro pasados, y no menos poderoso que muchos de ellos. Y si Cristo con su
venida, y levantando su reino, había de quitar de la tierra cualquiera otra
monarquía, como parece haberlo profetizado Daniel en la piedra que hirió en
los pies de la estatuta, ¿cómo se compadece que después de venido Cristo, y
después de haberse derramado su doctrina y su nombre por la mayor parte del
mundo, se levante un imperio ajeno de Cristo en él, y tan grande como éste que
digo? Y la segunda duda es acerca de la manera blanda y amorosa con que habéis
dicho que gobierna su reino Cristo. Porque en el Salmo segundo, y en otras
partes, se dice de Él que regirá con vara de hierro, y que desmenuzará a sus
súbditos como si fuesen vasos de tierra.
-No
son pequeñas dificultades, Sabino, las que habéis movido -dijo Marcelo
entonces-, y señaladamente la primera es cosa revuelta y de duda, y donde
quisiera yo más oír el parecer ajeno que no dar el mío. Y aun es cosa que,
para haberse de tratar de raíz, pide mayor espacio del que al presente tenemos.
Pero por satisfacer a vuestra voluntad, diré con brevedad lo que al presente se
ofrece, y lo que podrá bastar para el negocio presente.
Y
luego, volviéndose a Sabino y mirándole, dijo:
-Algunos,
Sabino, que vos bien conocéis, y a quien todos amamos y preciamos mucho por la
excelencia de sus virtudes y letras, han querido decir que este imperio de los
moros y de los turcos, que ahora se esfuerza tanto en el mundo, no es imperio
diferente del romano, sino parte que procede de él y le constituye y compone. Y
lo que dice Zacarías de la cuadrega cuarta, cuyos caballos dice que eran
manchados y fuertes, lo declaran así: que sea esta cuadrega este postrero
imperio de los romanos, el cual, por la parte de él que son los moros y turcos,
se llama fuerte; y por la parte del occidental, que está en Alemania, adonde
los emperadores no se suceden, sino se eligen de diferentes familias, se nombra
vario o manchado.
Y
a lo que yo puedo juzgar, Daniel, en dos lugares, parece que favorece algo a
esta sentencia. Porque en el capítulo segundo, hablando de la estatua en que se
significó el proceso y cualidades de todos los imperios terrenos, dice que las
canillas de ella eran de hierro, y los pies de hierro y de barro mezclados, y
las canillas y los pies, como todos confiesan, no son imagen de dos diferentes
imperios, sino del imperio romano solo, el cual en sus primeros tiempos fue todo
de hierro, por razón de la grandeza y fortaleza suya, que puso a toda la
redondez debajo de sí; mas ahora en lo último, lo occidental de él es flaco y
como de barro, y lo oriental, que tiene en Constantinopla su silla, es muy
fuerte y muy duro.
Y
que este hierro duro de los pies, que según este parecer representa a los
turcos, nazca y proceda del hierro de las canillas, que son los antiguos
romanos, y que así éstos como aquéllos pertenezcan a un mismo reino, parece
que lo testificó Daniel en el mismo lugar, cuando, según el texto latino, dice
que del tronco, o como si dijésemos, de la raíz del hierro de las canillas,
nacía el hierro que se mezclaba con el barro en los pies.
Y
ni más ni menos el mismo profeta, en el capítulo séptimo, en la cuarta bestia
terrible, que sin duda son los romanos, parece que afirma lo mismo, porque dice
que tenía diez cuernos, y que después le nació un otro cuerno pequeño, que
creció mucho y quebrantó tres de los otros. El cual cuerno parece que es el
reino del turco, que comenzó de pequeños y bajos principios, y con su gran
crecimiento tiene ya quebrantadas y sujetadas a sí dos sillas poderosas del
imperio romano, la de Constantinopla y la de los soldanes de Egipto, y anda
cerca de hacer lo mismo con alguna de las otras que quedan. Y si este cuerno es
el reino del turco, cierto es que este reino es parte del reino de los romanos,
y parte que se encierra en él; pues es cuerno, como dice Daniel, que nace en la
cuarta bestia, en la cual se representa el imperio romano, como dicho es. Así
que algunos hay a quienes esto parece, según los cuales se responde
fácilmente, Sabino, a vuestra cuestión.
Pero,
si tengo de decir lo que siento, yo hallé siempre en ello grandísima
dificultad. Porque, ¿qué hay en los turcos por donde se puedan llamar romanos,
o su imperio pueda ser habido por parte del imperio romano? ¿Linaje? Por la
historia sabemos que no lo hay. ¿Leyes? Son muy diferentes. ¿Forma de gobierno
y de república? No hay cosa en que menos convengan. ¿Lengua, hábito, estilo
de vivir o de religión? No se podrán hallar dos naciones que más se
diferencien en esto. Porque decir que pertenece al imperio romano su imperio
porque vencieron a los emperadores romanos, que tenían en Constantinopla su
silla, y, derrocándolos de ella, les sucedieron; si juzgamos bien, es decir que
todos los cuatro imperios no son cuatro diferentes imperios, sino sólo un
imperio; porque a los caldeos vencieron los persas, y les sucedieron en
Babilonia, que era su silla; en la cual los persas estuvieron asentados por
muchos años, hasta que, sucediendo los griegos, y siendo su capitán Alejandro,
se la dejaron a su pesar, y a los griegos, después, los romanos los depusieron.
Y así, si el suceder en el imperio y asiento mismo hace que sea uno mismo el
imperio de los que suceden y de aquellos a quienes se sucede, no ha habido más
de un imperio jamás. Lo cual, Sabino, como vos veis, ni se puede entender bien
ni decir. Por donde algunas veces me inclino a pensar que los profetas del Viejo
Testamento hicieron mención de cuatro reinos solos, como, Sabino, decís, y que
no encerraron en ellos el mando y poder de los turcos, ni por caso tuvieron luz
de él. Porque su fin acerca de este artículo era profetizar el orden y
sucesión de los reinos que había de haber en la tierra hasta que comenzase en
ella a descubrirse el reino de Cristo, que era el blanco de su profecía, y
aquello de cuyo feliz principio y suceso querían dar noticia a las gentes. Mas
si después del nacimiento de Cristo y de su venida, y del comienzo de su
reinar, y en el mismo tiempo en que va ahora reinando con la espada en la mano,
y venciendo a sus enemigos, y escogiendo de entre ellos a su Iglesia querida
para reinar Él solo en ella gloriosa y descubiertamente por tiempo perpetuo;
así que, si en este tiempo que digo, desde que Cristo nació hasta que se
cierren los siglos, se había de levantar en el mundo algún otro imperio
terreno fuerte y poderoso, y no menor que los cuatro pasados, de eso, como de
cosa que no pertenecía a su intento, no dijeron nada los que profetizaron antes
de Cristo, sino dejólo eso la providencia de Dios para descubrirlo a los
profetas del Testamento Nuevo, y para que ellos lo dejasen escrito en las
Escrituras que de ellos la Iglesia tiene.
Y
así San Juan, en el Apocalipsis, si yo no me engaño mucho, hace clara
mención (clara, digo, cuanto le es dado al profeta) de este imperio del turco,
y como de imperio que pertenece a ninguno de los cuatro de quienes en el
Testamento Viejo se dice, sino, como de imperio diferente de ellos, y quinto
imperio. Porque dice en el capítulo 13 que vio una bestia que subía de la mar,
con siete cabezas y diez cuernos y otras tantas coronas; y que ella era
semejante a un pardo en el cuerpo, y que los pies eran corno de oso y la boca
semejante a la del león. Y no podemos negar sino que esta bestia es imagen de
algún grande reino e imperio, así por el nombre de bestia, como por las
coronas y cabezas y cuernos que tiene; y señaladamente porque, declarándose el
mismo San Juan, dice poco después que le fue concedido a esta bestia que
moviese guerra a los santos y que los venciese, y que le fue dado poderío sobre
todas las tribus y pueblos y lenguas y gentes. Y así como es averiguado esto,
así también es cosa evidente y notoria que esta bestia no es alguna de las
cuatro que vio Daniel, sino muy diferente de todas ellas, así como la pintura
que de ella hace San Juan es muy diferente. Luego si esta bestia es imagen de
reino, y es bestia desemejante de las cuatro pasadas, bien se concluye que
había de haber en la tierra un imperio quinto después del nacimiento de
Cristo, además de los cuatro que vieron Zacarías y Daniel, que es este que
vemos.
Y
a lo que, Sabino, decís, que si Cristo, naciendo y comenzando a reinar por la
predicación de su dichoso Evangelio, había de reducir a polvo y a nada los
reinos y principados del suelo, como lo figuró Daniel en la piedra que hirió y
deshizo la estatua, ¿cómo se compadecía que, después de nacido Él, no sólo
durase el imperio romano, sino naciese y se levantase otro tan poderoso y tan
grande? A esto se ha de decir (y es cosa muy digna de que se advierta y
entienda), que este golpe que dio en la estatua la piedra, y este herir Cristo y
desmenuzar los reinos del mundo, no es golpe que se dio en un breve tiempo y se
pasó luego, o golpe que hizo todo su efecto junto en un mismo instante, sino
golpe que se comenzó a dar cuando se comenzó a predicar el Evangelio de
Cristo, y se dio después en el discurso de su predicación y se va dando ahora,
y que durará golpeando siempre, y venciendo hasta que todo lo que le ha sido
adverso, y en lo venidero le fuere, quede deshecho y vencido.
De
manera que el reino del cielo, comenzando y saliendo a luz, poco a poco va
hiriendo la estatua, y persevera hiriéndola por todo el tiempo que tardare él
de llegar a su perfecto crecimiento, y de salir a su luz gloriosa y perfecta. Y
todo esto es un golpe con el cual ha ido deshaciendo, y continuamente deshace,
el poder que Satanás tenía usurpado en el mundo, derrocando ahora en una
gente, ahora en otra, sus ídolos y deshaciendo su adoración. Y como va
venciendo esta dañada cabeza, va también juntamente venciendo sus miembros, y
no tanto deshaciendo el reino terreno, que es necesario en el mundo, cuanto
derrocando todas las condiciones de reinos y de gentes que le son rebeldes,
destruyendo a los contumaces y ganando para sí, y para mejor y más
bienaventurada manera de reino, a los que se le sujetan y rinden. Y de esta
manera, y de las caídas y ruinas del mundo, saca Él y allega su Iglesia, para,
en teniéndola entera como decíamos, todo lo demás, como a paja inútil,
enviarlo al eterno fuego, y Él sólo con ella sola, abierta y descubiertamente,
reinar glorioso y sin fin. Y con esto mismo, Sabino, se responde a lo que
últimamente preguntasteis.
Porque
habéis de entender que este reino de Cristo tiene dos estados, así respecto de
cada un particular en quien reina secretamente, como respecto de todos en
común, y de lo manifiesto de él y de lo público. El un estado es de
contradicción y de guerra; el otro será de triunfo y de paz. En el uno tiene
Cristo vasallos obedientes, y tiene también rebeldes; en el otro todo le
obedecerá y servirá con amor. En éste quebranta con vara de hierro a lo
rebelde, y gobierna con amor a lo súbdito; en aquél todo le será súbdito de
voluntad.
Y
para declarar esto más, y tratando del reino que tiene Cristo en cada un alma
justa, decimos que de una manera reina Cristo en cada uno de los justos aquí, y
de otra manera reinará en el mismo después; no de manera que sean dos reinos,
sino un reino que, comenzando aquí, dura siempre, y que tiene según la
diferencia del tiempo diversos estados.
Porque
aquí lo superior del alma está sujeto de voluntad a la gracia, que es corno
una imagen de Cristo y lugarteniente suyo hecho por Él, y puesto en ella por
Él, para que le presida y le dé vida, y la rija y gobierne. Mas rebélase
contra ella, y pretende hacerle contradicción, siguiendo la vereda de su
apetito, la carne y sus malos deseos y afectos. Mas pelea la gracia, o por mejor
decir, Cristo en la gracia, contra estos rebeldes; y como el hombre consienta
ser ayudado de ella, y no resista a su movimiento, poco a poco los doma y los
sujeta, y va extendiendo el vigor de su fuerza insensiblemente por todas las
partes y virtudes del alma; y, ganando sus fuerzas, derrueca sus malos apetitos
de ella; y a sus deseos, que eran como sus ídolos, se los quita y deshace. Y,
finalmente, conquista poco a poco a todo este reino nuestro interior, y reduce a
su sola obediencia todas las partes de él; y queda ella hecha señora única, y
reina resplandeciendo en el trono del alma, y no sólo tiene debajo de sus pies
a los que le eran rebeldes, mas, desterrándolos del alma y desarraigándolos de
ella, hace que no sean, dándoles perfecta muerte. Lo cual se pondrá por obra
enteramente en la resurrección postrera, adonde también se acabará el primer
estado de este reino, que hemos llamado estado de guerra y de pelea, y
comenzará el segundo estado de triunfo y de paz.
Del
cual tiempo dice bien San Macario: «Porque entonces, dice, se descubrirá por
de fuera en el cuerpo lo que ahora tiene atesorado el alma dentro de sí, así
como los árboles, en pasando el invierno, y habiendo tomado calor la fuerza que
en ellos se encierra con el sol y con la blandura del aire, arrojan afuera hojas
y flores y frutos. Y ni más ni menos como las yerbas en la misma sazón sacan
afuera sus flores, que tenían encerradas en el seno del suelo, con que la
tierra y las yerbas mismas se adornan. Que todas estas cosas son imágenes de lo
que será en aquel día en los buenos cristianos. Porque todas las almas amigas
de Dios, esto es, todos los cristianos de veras, tienen su mes de Abril, que es
el día cuando resucitaren a vida; adonde, con la fuerza del Sol de justicia,
saldrá afuera la gloria del Espíritu Santo, que cobijará a los justos sus
cuerpos. La cual gloria tienen ahora encubierta en el alma; que lo que ahora
tienen, eso sacarán entonces a la clara en el cuerpo. Pues digo que éste es el
mes primero del año; éste el mes con que todo se alegra; éste viste los
desnudos árboles desatando la tierra; éste en todos los animales produce
deleite; y éste es el que regocija todas las cosas. Pues éste, por la misma
manera, es en la resurrección su verdadero abril a los buenos, que les vestirá
de gloria los cuerpos, de la luz que ahora contienen en sí mismas sus almas;
esto es, de la fuerza y poder del espíritu, el cual, entonces, les será
vestidura rica, y mantenimiento, y bebida, y regocijo, y alegría, y paz, y vida
eterna.»
Esto
dice Macario. Porque, de allí en adelante, toda el alma y todo el cuerpo
quedarán sujetos perdurablemente a la gracia; la cual, así como será señora
entera del alma, asimismo hará que el alma se enseñoree del todo del cuerpo. Y
como ella, infundida hasta lo más íntimo de la voluntad y razón, y embebida
por todo su ser y virtud, le dará ser de Dios y la transformará casi en Dios,
así también hará que, lanzándose el alma por todo el cuerpo, y actuándole
perfectísimamente, le dé condiciones de espíritu y casi le transforme en
espíritu. Y así, el alma, vestida de Dios, verá a Dios, y tratará con Él
conforme al estilo del cielo; y el cuerpo, casi hecho otra alma, quedará dotado
de sus cualidades de ella, esto es, de inmortalidad, y de luz, y de ligereza, y
de un ser impasible. Y ambos juntos, el cuerpo y el alma, no tendrán ni otro
ser, ni otro querer, ni otro movimiento alguno más de lo que la gracia de
Cristo pusiere en ellos, que ya reinará en ellos para siempre gloriosa y
pacífica.
Pues
lo que toca a lo público y universal de este reino, va también por la misma
manera. Porque ahora, y cuanto durare la sucesión de estos siglos, reina en el
mundo Cristo con contradicción, porque unos le obedecen y otros se le rebelan;
y con los sujetos es dulce, y con los rebeldes y contradicientes tiene guerra
perpetua. Por medio de la cual, y según las secretas y no comprensibles formas
de su infinita providencia y poder, los ha ido ya y va deshaciendo.
Primero,
como decía, derrocando las cabezas, que son los demonios, que en contradicción
de Dios y de Cristo se habían levantado con el señorío de todos los hombres,
sujetándolos a sus vicios e ídolos. Así que primero derrueca a éstos, que
son como los caudillos de toda la infidelidad y maldad, como lo vimos en los
siglos pasados, y ahora en el nuevo mundo lo vemos. Porque sola la predicación
del Evangelio, que es decir la virtud y la palabra de sólo Cristo, es lo que
siempre ha deshecho la adoración de los ídolos.
Pues
derrocados éstos, lo segundo, a los hombres que son sus miembros de ellos,
digo, a los hombres que siguen su voz y opinión, y que son en las costumbres y
condiciones como otros demonios, los vence también o reduciéndolos a la
verdad, o, si perseveran en la mentira duros, quebrándolos y quitándolos del
mundo y de la memoria.
Así
ha sido siempre desde su principio el Evangelio, y como el sol, que, moviéndose
siempre y enviando siempre su luz, cuando amanece a los unos, a los otros se
pone, así el Evangelio y la predicación de la doctrina de Cristo, andando
siempre y corriendo de unas gentes a otras, y pasando por todas, y amaneciendo a
las unas y dejando las que alumbraba antes en oscuridad, va levantando fieles y
derrocando imperios, ganando escogidos y asolando los que no son ya de provecho
ni fruto.
Y
si permite que algunos reinos infieles crezcan en señorío y poder, hácelo
para por su medio de ellos traer a perfección las piedras que edifican su
Iglesia. Y así, aun cuando éstos vencen, Él vence y vencerá siempre, e irá
por esta manera de continuo añadiendo nuevas victorias, hasta que,
cumpliéndose el número determinado de los que tienen señalados para su reino,
todo lo demás, como a desaprovechado e inútil, vencido ya y convencido por
sí, lo encadene en el abismo donde no perezca sin fin. Que será cuando tuviere
fin este siglo, y entonces tendrá principio el segundo estado de este gran
reino, en el cual, desechadas y olvidadas las armas, sólo se tratará de
descanso y de triunfo, y los buenos serán puestos en la posesión de la tierra
y del cielo, y reinará Dios en ellos solo y sin término, que será estado
mucho más feliz y glorioso de lo que ni hablar ni pensar se puede; y del uno y
del otro estado escribió San Pablo maravillosamente aunque con breves palabras.
Dice
a los de Corinto: «Conviene que reine Él hasta que ponga a todos sus enemigos
debajo de sus pies; y, a la postre de todos, será destruida la muerte enemiga.
Porque todo lo sujetó a sus pies; mas cuando dice que todo le está sujeto, sin
duda se entiende todo, excepto Aquel que se lo sujetó. Pues cuando todo le
estuviere sujeto, entonces el mismo Hijo estará sujeto a Aquel que le sujetó a
Él todas las cosas, para que Dios sea en todos todas las cosas.»
Dice
que conviene que reine Cristo hasta que ponga debajo de sus pies a sus enemigos,
y hasta que deje en vacío a todos los demás señoríos. Y quiere decir que
conviene que el reino de Cristo, en el estado que decimos de guerra y de
contradicción, dure hasta que, habiéndolo sujetado todo, alcance entera
victoria de todo. Y dice que, cuando hubiera vencido a lo demás, lo postrero de
todo vencerá la muerte, último enemigo; porque, cerrados los siglos y
deshechos todos los rebeldes, dará fin a la corrupción y a la mudanza, y
resucitará los suyos gloriosos para más no morir, y con esto se acabará el
primer estado de su reino de guerra, y nacerá la vida y la gloria; y, lleno de
despojos y de vencimientos, presentará su Iglesia a su Padre, que reinará en
ella juntamente con su Hijo en felicidad sempiterna.
Y
dice que entonces, esto es, en aquel estado segundo, será Dios en todas las
cosas, por dos razones. Una, porque todos los hombres y todas las partes y
sentidos e inclinaciones que en cada uno de ellos hay, le estarán obedientes y
sujetos, y reinará en ellos la ley de Dios sin contienda, que, como vemos en la
oración que el Señor nos enseña, estas dos cosas andan juntas o casi son una
misma, el reinar Dios y el cumplir nosotros su voluntad y su ley enteramente,
así como se cumple en el cielo. Y la otra razón es porque será Dios entonces,
Él solo y por sí, para su reino, todo aquello que a su reino fuere necesario y
provechoso. Porque Él les será el príncipe y el corregidor, y el secretario y
el consejero; y todo lo que ahora se gobierna por diferentes ministros, Él por
sí solo lo administrará con los suyos, y Él mismo les será la riqueza y el
dador de ella, el descanso, el deleite, la vida.
Y
como Platón dice del oficio del rey, que ha de ser de pastor, así como llama
Homero a los reyes, porque ha de ser para sus súbditos todo, como el pastor
para sus ovejas lo es, porque él las apacienta y las guía, y las cura y las
lava, y las trasquila y las recrea, así Dios será entonces con su dichoso
ganado muy más perfecto pastor, o será alma en el cuerpo de su Iglesia
querida; porque, junto entonces y enlazado con ella, y metido por toda ella por
manera maravillosa hasta lo íntimo, así como ahora por nuestra alma sentimos,
así en cierta manera entonces veremos, y sentiremos y entenderemos y nos
moveremos por Dios, y Dios echará rayos de sí por todos nuestros sentidos, y
nos resplandecerá por los rostros.
Y
como en el hierro encendido no se ve sino fuego, así lo que es hombre casi no
será sino Dios, que con su Cristo reinará enseñoreado perfectamente de todos.
De cuyo reino, o de la felicidad de este su estado postrero, ¿qué podemos
mejor decir que lo que dice el Profeta? «Di alabanzas, hija de Sión; gózate
con júbilo, Israel; alégrate y regocíjate de todo tu corazón, hija de
Jerusalén; que el Señor dio fin a tu castigo, apartó de ti su azote, retiró
tus enemigos el Rey de Israel. El Señor en medio de ti, no temerás mal de
aquí en adelante.»
O
como otro profeta dijo: «No sonará ya de allí adelante en tu tierra maldad ni
injusticia, ni asolamiento ni destrucción en tus términos; la salud se
enseñoreará por tus muros, y en las puertas tuyas sonará voz de loor. No te
servirás de allí adelante del sol para que te alumbre en el día, ni el
resplandor de la luna será tu lumbrera; mas el Señor mismo te valdrá por sol
sempiterno y será tu gloria y tu hermosura tu Dios. No se pondrá tu sol
jamás, ni tu luna se amenguará; porque el Señor será tu luz perpetua, que ya
se fenecieron de tu lloro los días. Tu pueblo todo serán justos todos,
heredarán la tierra sin fin, que son fruto de mis posturas, obra de mis manos
para honra gloriosa. El menor valdrá por mil, y el pequeñito más que una
gente fortísima; que Yo soy el Señor, y en su tiempo Yo lo haré en un
momento.»
Y
en otro lugar: «Serán allí en olvido puestas las congojas primeras, y ellas
se les esconderán de los ojos. Porque Yo criaré nuevos cielos y nueva tierra,
y los pasados no serán remembrados ni subirán a las mientes. Porque Yo criaré
a Jerusalén regocijo, y alegría a su pueblo, y me regocijaré Yo en
Jerusalén, y en mi pueblo me gozaré. Voz de lloro ni voz lamentable de llanto
no será ya allí más oída, ni habrá más en ella niño en días ni anciano
que no cumpla sus años; porque el de cien años mozo perecerá, y el que de
cien años pecador fuere, será maldito. Edificarán y morarán, plantarán
viñas y comerán de sus frutos. No edificarán y morarán otros, no plantarán
y será de otro comido. Porque conforme a los días del árbol de vida, será el
tiempo del vivir de mi pueblo. Las obras de sus manos se envejecerán por mil
siglos. Mis escogidos no trabajarán en vano, ni engendrarán para turbación y
tristeza. Porque ellos son generaciones de los benditos de Dios, y es lo que de
ellos nace, cual ellos. Y será que antes que levanten la voz, admitiré su
pedido, y en el menear de la lengua Yo los oiré. El lobo y el cordero serán
apacentados como uno, el león comerá heno así como el buey, y polvo será su
pan de la sierpe. No maleficiarán, no contaminarán, dice el Señor, en toda la
santidad de mi monte.»
Calló
Marcelo un poco luego que dijo esto. Y luego tornó a decir:
-Bastará,
si os parece, para lo que toca al nombre de Rey lo que hemos ahora dicho,
dado que mucho más se pudiera decir; mas es bien que repartamos el tiempo con
lo que resta.
Y tornó luego a callar. Y descansando, y como recogiéndose todo en sí mismo por un espacio pequeño, alzó después los ojos al cielo, que ya estaba sembrado de estrellas, y teniéndolos en ellas como enclavados, comenzó a decir así: