Rey de Dios

 

Es Cristo llamado Rey, y de las cualidades que Dios puso en Él para este oficio

 

-Nómbrase, Cristo también Rey de Dios. En el Salmo segundo dice Él, de sí, según nuestra letra: «Yo soy Rey constituido por Él, esto es, por Dios, sobre Sión, su monte santo.» Y, según la letra original, dice Dios de Él: «Yo constituí a mi Rey sobre el monte Sión, monte santo mío.» Y según la misma letra, en el capítulo catorce de Zacarías: «Y vendrán todas las gentes, y adorarán al Rey del Señor Dios.»

Y leído esto, añadió el mismo Sabino, diciendo:

-Mas, es poco todo lo demás que en este papel se contiene; y así, por no desplegarse más veces, quiérolo leer de una vez.

Y dijo:

-Nómbrase también Príncipe de paz, y nómbrase Esposo. Lo primero, se ve en el capítulo nueve de Isaías, donde, hablando de Él, el profeta dice: «Y será llamado Príncipe de paz.» De lo segundo, Él mismo, en el Evangelio de San Juan, en el capítulo tercero, dice: «Él que tiene esposa, esposo es; y su amigo oye la voz del esposo y gózase.» Y en otra parte: «Vendrán días cuando les será quitado el Esposo, y entonces ayunarán.»

Y con esto calló. Y Marcelo comenzó por esta manera:

-En confusión me pusiera, Sabino, lo que habéis dicho, si ya no estuviera usado a hablar en los oídos de las estrellas, con las cuales comunico mis cuidados y mis ansias las más de las noches; y tengo para mí que son sordas. Y si no lo son y me oyen, estas razones de que ahora tratamos no me pesará que las oigan pues son suyas, y de ellas las aprendimos nosotros, según lo que en el salmo se dice: «Que el cielo pregona la gloria de Dios, y sus obras las anuncia el cielo estrellado.» Y la gloria de Dios y las obras de que Él señaladamente se precia son los hechos de Cristo, de que platicamos ahora. Así que, oiga en buena hora el cielo lo que nos vino del cielo, y lo que el mismo cielo nos enseñó.

Mas sospecho, Sabino, que, según es baja mi voz, el ruido que en esta presa hace el agua cayendo, que crecerá con la noche, les hurtará de mis palabras las más. Y comoquiera que sea, viniendo a nuestro propósito, pues Dios en lo que habéis ahora leído llama a Cristo rey suyo, siendo así que todos los que reinan son reyes por mano de Dios, claramente nos da a entender y nos dice que Cristo no es rey como los demás reyes, sino rey por excelente y no usada manera. Y según lo que yo alcanzo, a solas tres cosas se puede reducir todo lo que engrandece las excelencias y alabanzas de un rey: y la una consiste en las cualidades que en su misma persona tiene convenientes para el fin del reinar, y la otra está en la condición de los súbditos sobre quienes reina, y la manera como los rige y lo que hace con ellos el rey, es la tercera y postrera. Las cuales cosas, en Cristo concurren y se hallan como en ningún otro; y por esta causa es Él sólo llamado por excelencia rey hecho por Dios.

Y digamos de cada una de ellas por sí. Y lo primero, que toca a las cualidades que puso Dios en la naturaleza humana de Cristo para hacerle rey, comenzándolas a declarar y a contar, una de ellas es humildad y mansedumbre de corazón, como Él mismo de sí lo testifica, diciendo: «Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón.» Y, como decíamos poco ha, Isaías canta de Él: «No será bullicioso, ni apagará una estopa que humee, ni una caña quebrantada la quebrará.» Y el profeta Zacarías también: «No quieras temer, dice, hija de Sión; que tu rey viene a ti justo y salvador y pobre (o, como dice otra letra, manso) y asentado sobre un pollino.» Y parecerá al juicio del mundo que esta condición de ánimo no es nada decente al que ha de reinar; mas Dios, que no sin justísima causa llama entre todos los demás reyes a Cristo su rey, y que quiso hacer en Él un rey de su mano que respondiese perfectamente a la idea de su corazón, halló, como es verdad, que la primera piedra de esta su obra era un ánimo manso y humilde, y vio que un semejante edificio, tan soberano y tan alto, no se podía sustentar sino sobre cimientos tan hondos.

Y como en la música no suenan todas las voces agudo ni todas grueso, sino grueso y agudo debidamente, y lo alto se templa y reduce a consonancia en lo bajo, así conoció que la humildad y mansedumbre entrañable que tiene Cristo en su alma, convenía mucho para hacer armonía con la alteza y universalidad de saber y poder con que sobrepuja a todas las cosas criadas. Porque si tan no medida grandeza cayera en un corazón humano que de suyo fuera airado y altivo, aunque la virtud de la persona divina era poderosa para corregir este mal, pero ello de sí no podía prometer ningún bien.

Demás de que, cuando de sí no fuera necesario que un tan soberano poder se templara en llaneza, ni a Cristo, por lo que a Él y a su alma toca, le fuere necesaria o provechosa esta mezcla, a los súbditos y vasallos suyos nos convenía que este rey nuestro fuese de excelente humildad. Porque toda la eficacia de su gobierno y toda la muchedumbre de no estimables bienes que de su gobierno nos vienen, se nos comunican a todos por medio de la fe y del amor que tenemos con Él y nos junta con Él. Y cosa sabida es que la majestad y grandeza, y toda la excelencia que sale fuera de competencia en los corazones más bajos, no engendra afición, sino admiración y espanto, y más arredra que allega y atrae. Por lo cual no era posible que un pecho flaco y mortal, que considerase la excelencia sin medida de Cristo, se le aplicase con fiel afición y con aquel amor familiar y tierno con que quiere ser de nosotros amado, para que se nos comunique su bien; si no le considerara también no menos humilde que grande, y si, como su majestad nos encoge, su inestimable llaneza y la nobleza de su perfecta humildad, no despertara osadía y esperanza en nuestra alma.

Y a la verdad, si queremos ser jueces justos y fieles, ningún afecto ni arreo es más digno de los reyes, ni más necesario, que lo manso y lo humilde; sino que con las cosas hemos ya perdido los hombres el juicio de ellas y su verdadero conocimiento. Y como siempre vemos altivez y severidad y soberbia en los príncipes, juzgamos que la humildad y llaneza es virtud de los pobres. Y no miramos siquiera que la misma naturaleza divina, que es emperatriz sobre todo, y de cuyo ejemplo han de sacar los que reinan la manera cómo han de reinar, con ser infinitamente alta, es llana infinitamente, y (si este nombre del humilde puede caber en ella, y en la manera que puede caber) humildísima: pues, como vemos, desciende a poner su cuidado y sus manos, ella por sí misma, no sólo en la obra de un vil gusano, sino también en que se conserve y que viva, y matiza con mil graciosos colores sus plumas al pájaro, y viste de verde hoja los árboles; y eso mismo que nosotros, despreciando, hollamos, los prados y el campo, aquella majestad no se desdeña de irlo pintando con yerbas y flores. Por donde con voces llenas de alabanza y de admiración le dice David: «¿Quién es como nuestro Dios, que mora en las alturas, y mira con cuidado hasta las más humildes bajezas, y Él mismo juntamente está en el cielo y en la tierra?»

Así que si no conocemos ya esta condición en los príncipes, ni se la pedimos, porque el mal uso recibido y fundado daña las obras y pone tinieblas en la razón, y porque, a la verdad, ninguna cosa son menos que los que se nombran señores y príncipes, Dios en su Hijo, a quien hizo príncipe de todos los príncipes, y sólo verdadero rey entre todos, como cualidad necesaria y preciada la puso. Mas ¿en qué manera la puso, o qué tanta es y fue su dulce humildad?

Mas pasemos a otra condición que se sigue, que, diciendo de ella, diremos en mejor lugar la grandeza de esta que hemos llamado mansedumbre y llaneza, porque son entre sí muy vecinas; y lo que diré es como fruto de esto que he dicho.

Pues fue Cristo, además de ser manso y humilde, más ejercitado que ningún otro hombre en la experiencia de los trabajos y dolores humanos. A la cual experiencia sujetó el Padre a su Hijo porque le había de hacer rey verdadero, y para que en el hecho de la verdad fuese perfectísimo rey, como San Pablo lo escribe: «Fue decente que Aquel, de quien y por quien y para quien son todas las cosas, queriendo hacer muchos hijos para los llevar a la gloria, al príncipe de la salud de ellos le perficionase con pasión y trabajos; porque el que santifica y los santificados han de ser todos de un mismo metal.» Y entreponiendo ciertas palabras, luego, poco más abajo, torna y prosigue: «Por donde convino que fuese hecho semejante a sus hermanos en todo, para que fuese cabal y fiel y misericordioso pontífice para con Dios, para aplacarle en los pecados del pueblo.» Que por cuanto padeció Él siendo tentado, es poderoso para favorecer a los que fueren tentados.

En lo cual no sé cuál es más digno de admiración: el amor entrañable con que Dios nos amó dándonos un rey para siempre, no sólo de nuestro linaje, sino tan hecho a la medida de nuestras necesidades, tan humano, tan llano, tan compasivo y tan ejercitado en toda pena y dolor, o la infinita humildad y obediencia y paciencia de este nuestro perpetuo Rey, que no sólo para animarnos a los trabajos, sino también para saber Él condolerse más de nosotros cuando estamos puestos en ellos, tuvo por bueno hacer prueba Él en sí primero de todos.

Y como unos hombres padezcan en una cosa y otros en otra, Cristo (porque así como su imperio se extendía por todos los siglos, así la piedad de su ánimo abrazase a todos los hombres) probó en sí casi todas las miserias de pena. Porque, ¿qué dejó de probar? Padecen algunos pobreza; Cristo la padeció más que otro ninguno. Otros nacen de padres bajos y oscuros, por donde son tenidos por menos; el padre de Cristo, a la opinión de los hombres, fue un oficial carpintero. El destierro y el huir a tierra ajena fuera de su natural, es trabajo; y la niñez de este Señor huye su natural y se esconde en Egipto. Apenas ha nacido la luz, y ya el mal la persigue. Y si es pena el ser ocasión de dolor a los suyos, el infante pobre, huyendo, lleva en pos de sí, por casas ajenas, a la doncella pobre y bellísima y al ayo santo y pobre también. Y aun por no dejar de padecer la angustia que el sentido de los niños más siente, que es perder a sus padres, Cristo quiso ser y fue niño perdido.

Mas vengamos a la edad de varón. ¿Qué lengua podrá decir los trabajos y dolores que Cristo puso sobre sus hombros, el no oído sufrimiento y fortaleza con que los llevó, las invenciones y los ingenios de nuevos males que Él mismo ordenó, como saboreándose en ellos, cuán dulce le fue el padecer, cuánto se preció de señalarse sobre todos en esto, cómo quiso que con su grandeza compitiese en Él su humildad y paciencia? Sufrió hambre, padeció frío, vivió en extremada pobreza, cansóse y desvelóse y anduvo muchos caminos, sólo a fin de hacer bienes de incomparable bien a los hombres.

Y para que su trabajo fuese trabajo puro, o, por mejor decir, para que llegase creciendo a su grado mayor, de todo este afán el fruto fueron muy mayores afanes. Y de sus tan grandes sudores no cogió sino dolores y persecuciones y afrentas; y sacó del amor desamor; del bien hacer, mal parecer; del negociarnos la vida, muerte extremadamente afrentosa, que es todo lo amargo y lo duro a que en este género de calamidad se puede subir.

Porque si es dolor pasar uno pobreza y desnudez y mucho desvelamiento y cuidado, ¿qué será cuando, por quien se pasa, no lo agradece? ¿Qué cuando no lo conoce? ¿Qué cuando lo desconoce, lo desagradece, lo maltrata y persigue? Dice David en el Salmo: «Si quien me debía enemistad me persiguiera, fuera cosa que la pudiera llevar; mas ¡mi amigo y mi conocido y el que era un alma conmigo, el que comía a mi mesa y con quien comunicaba mi corazón!» Como si dijese que el sentido de un semejante caso vencía a cualquier otro dolor. Y con ser así, pasa un grado más adelante el de Cristo; porque, no sólo le persiguieron los suyos, sino los que por infinitos beneficios que recibían de Él estaban obligados a serlo; y, lo que es más, tomando ocasión de enojo y de odio de aquello mismo que con ningún agradecimiento podían pagar, como se querella en su misma persona de Él el profeta Isaías, diciendo: «Y dije: trabajado he por demás, consumido he en vano mi fortaleza; por donde mi pleito es con el Señor, y mi obra con el que es Dios mío.» Sería negocio infinito si quisiéramos por menudo decir, en cada una de las que hizo Cristo, lo que sufrió y padeció.

Vengamos al remate de todas ellas, que fue su muerte, y veremos cuánto se preció de beber puro este cáliz, y de señalarse sobre todas las criaturas en gustar el sentido de la miseria por extremada manera, llegando hasta lo último de él. Mas ¿quién podrá decir ni una pequeña parte de esto? No es posible decirlo todo; mas diré brevemente lo que basta para que se conozcan los muchos quilates de dolor con que calificó Cristo este dolor de su muerte, y los innumerables males que en un solo mal encerró.

Siéntese más la miseria cuando sucede a la prosperidad, y es género de mayor infelicidad en los trabajos el haber sido en algún tiempo feliz. Poco antes que le prendiesen y pusiesen en cruz, quiso ser recibido, y lo fue de hecho, con triunfo glorioso. Y sabiendo cuán maltratado había de ser dende a poco, para que el sentimiento de aquel tratamiento malo fuese más vivo, ordenó que estuviese reciente y como presente la memoria de aquella divina honra que, aquellos mismos que ahora le despreciaban ocho días antes le hicieron. Y tuvo por bien que casi se encontrasen en sus oídos las voces de «Hosanna, Hijo de David», y de «Bendito el que viene en el nombre de Dios», con las de «Crucifícale, crucifícale», y con las de «Veis, el que destruía y reedificaba el templo de Dios en tres días, no puede salvarse a sí, y pudo salvar a los otros». Para que lo desigual de ellas, y la contrariedad que entre sí tenían con las unas las otras, causase mayor pena en su corazón.

Suele ser descanso a los que de esta vida se parten, no ver las lágrimas y los sollozos y la tristeza afligida de los que bien quieren. Cristo, la noche a quien sucedió el día último de su vida mortal, los juntó a todos y cenó con ellos juntos, y les manifestó su partida, y vio su congoja, y tuvo por bien verla y sentirla para que con ella fuese más amarga la suya. ¡Qué palabras les dijo en lo que platicó con ellos aquella noche! ¡Qué enternecimientos de amor! Que si, a los que ahora los vemos escritos, el oírlos nos enternece, ¿qué sería lo que obraron entonces en quien los decía?

Pero vamos adonde ya Él mismo, levantado de la mesa y caminando para el huerto nos lleva. ¿Qué fue cada uno de los pasos de aquel camino sino un clavo nuevo que le hería, llevándole al pensamiento y a la imaginación la prisión y la muerte, a que ellos mismos le acercaban buscándola? Mas ¿qué fue lo que hizo en el huerto que no fuese acrecentamiento de pena? Escogió tres de sus discípulos para su compañía y conorte, y consintió que se venciesen del sueño para que, con ver su descuido de ellos, su cuidado y su pena de Él creciese más.

Derrocóse en oración delante del Padre, pidiéndole que pasase de Él aquel cáliz, y no quiso ser oído en esta oración. Dejó desear a su sentido lo que no quería que se le concediese, para sentir en sí la pena que nace del desear y no alcanzar lo que pide el deseo. Y como si no le bastara el mal y el tormento de una muerte que ya le estaba vecina, quiso hacer, como si dijésemos, vigilia de ella, y morir antes que muriese, o, por mejor decir, morir dos veces: la una en el hecho y la otra en la imaginación de Él.

Porque desnudó, por una parte, a su sentido inferior de las consolaciones y esfuerzos del cielo; y, por otra parte, le puso en los ojos una representación de los males de su muerte y de las ocasiones de ella, tan viva, tan natural, tan expresa y tan figurada, y con una fuerza tan eficaz, que lo que la misma muerte en el hecho no pudo hacer sin ayudarse de las espinas y el hierro, en la imaginación y figura, por sí misma y sin armas ningunas, lo hizo. Que le abrió las venas, y, sacándole la sangre de ellas, bañó con ella el sagrado cuerpo y el suelo. ¿Qué tormento tan desigual fue éste con que se quiso atormentar de antemano? ¿Qué hambre, o, digamos, qué codicia de padecer? No se contentó con sentir el morir, sino quiso probar también la imaginación y el temor del morir lo que puede doler. Y porque la muerte súbita y que viene no pensada y casi de improviso, con un breve sentido se pasa, quiso entregarse a ella antes que fuese. Y antes que sus enemigos se la acarreasen, quiso traerla Él a su alma y mirar su figura triste, y tender el cuello a su espada, y sentir por menudo y despacio sus heridas todas, y avivar más sus sentidos para sentir más el dolor de sus golpes, y, como dije, probar hasta el cabo cuánto duele la muerte, esto es, el morir y el temor del morir.

Y aunque digo el temor del morir, si tengo de decir, Juliano, lo que siempre entendí acerca de esta agonía de Cristo, no entiendo que fue el temor el que le abrió las venas y le hizo sudar gotas de sangre; porque, aunque de hecho temió, porque Él quiso temer, y, temiendo, probar los accidentes ásperos que trae consigo el temor; pero el temor no abre el cuerpo ni llama afuera la sangre, antes la recoge adentro y la pone a la redonda del corazón, y deja frío lo exterior de la carne, y la misma razón aprieta los poros de ella. Y así no fue el temor el que sacó afuera la sangre de Cristo, sino, si lo hemos de decir con una palabra, el esfuerzo y el valor de su alma con que salió al encuentro y con que al temor resistió, ése, con el tesón que puso, le abrió todo el cuerpo.

Porque se ha de entender que Cristo, como voy diciendo, porque quiso hacer prueba en sí de todos nuestros dolores, y vencerlos en sí para que después fuesen por nosotros más fácilmente vencidos, armó contra sí en aquella noche todo lo que vale y puede la congoja y el temor, y consintió que todo ello de tropel y como en un escuadrón moviese guerra a su alma. Porque figurándolo todo con no creíble viveza, puso en ella como vivo y presente lo que otro día había de padecer, así en el cuerpo con dolores, como en esa misma alma con tristeza y congojas. Y juntamente con esto, hizo también que considerase su alma las causas por las cuales se sujetaba a la muerte, que eran las culpas pasadas y porvenir de todos los hombres, con la fealdad y graveza de ellas y con la indignación grandísima y la encendida ira que Dios contra ellas concibe, y ni más ni menos consideró el poco fruto que tan ricos y tan trabajados trabajos habían de hacer en los más de los hombres.

Y todas estas cosas juntas y distintas, y vivísimamente consideradas, le acometieron a una, ordenándolo Él, para ahogarle y vencerle. De lo cual Cristo no huyó, ni rindió a estos temores y fatigas apocadamente su alma, ni para vencerlos les embotó, como pudiera, las fuerzas; antes, como he dicho, cuanto fue posible se las acrescentó; ni menos armó a sí mismo y a su santa alma, o con insensibilidad para no sentir (antes despertó en ella más sus sentidos), o con la defensa de su divinidad bañándola en gozo con el cual no tuviera sentido el dolor, o a lo menos con el pensamiento de la gloria y bienaventuranza divina, a la cual por aquellos males caminaba su cuerpo, apartando su vista de ellos y volviéndola a esta otra consideración, o templando siquiera la una consideración con la otra, sino, desnudo de todo esto, y con sólo el valor de su alma y persona, y con la fuerza que ponía en su razón el respeto de su Padre y el deseo de obedecerle, les hizo a todos cara y luchó, como dicen, a brazo partido con todos, y al fin lo rindió todo y lo sujetó debajo sus pies.

Mas la fuerza que puso en ello, y el estribar la razón contra el sentido, y, como dije, el tesón generoso con que aspiró a la victoria, llamó afuera los espíritus y la sangre, y la derramó. Por manera que lo que vamos diciendo, que gustó Cristo de sujetarse a nuestros dolores, haciendo en sí prueba de ellos, según esta manera de decir, aún se cumple mejor. Porque, no sólo sintió el mal del temor y la pena de la congoja y el trabajo que es sentir uno en sí diversos deseos y el desear algo que no se cumple, pero la fatiga increíble del pelear contra su apetito propio y contra su misma imaginación, y el resistir a las formas horribles de tormentos y males y afrentas, que se le venían espantosamente a los ojos para ahogarle, y el hacerles cara, y el, peleando uno contra tantos, valerosamente vencerlos con no oído trabajo y sudor, también lo experimentó.

Mas ¿de qué no hizo experiencia? También sintió la pena que es ser vendido y traído a muerte por sus mismos amigos, como Él lo fue en aquella noche de Judas; el ser desamparado en su trabajo de los que le debían tanto amor y cuidado; el dolor del trocarse los amigos con la fortuna; el verse no solamente negado de quien tanto le amaba, mas entregado del todo en las manos de quien lo desamaba tan mortalmente; la calumnia de los acusadores, la falsedad de los testigos, la injusticia misma, y la sed de la sangre inocente asentada en el soberano tribunal por juez, males que sólo quien los ha probado los siente; la forma de juicio y el hecho de cruel tiranía; el color de religión adonde era todo impiedad y blasfemia; el aborrecimiento de Dios, disimulado por de fuera con apariencias falsas de su amor y su honra. Con todas estas amarguras templó Cristo su cáliz, y añadió a todas ellas las injurias de las palabras, las afrentas de los golpes, los escarnios, las befas, los rostros y los pechos de sus enemigos bañados en gozo; el ser traído por mil tribunales, el ser estimado por loco, la corona de espinas, los azotes crueles; y lo que entre estas cosas se encubre, y es dolorosísimo para el sentido, que fue el llegar tantas veces en aquel día de su prisión la causa de Cristo, mejorándose, a dar buenas esperanzas de sí; y habiendo llegado a este punto, el tornar súbitamente a empeorarse después.

Porque cuando Pilatos despreció la calumnia de los fariseos y se enteró de su envidia, mostró prometer buen suceso el negocio. Cuando temió por haber oído que era Hijo de Dios, y se recogió a tratar de ello con Cristo, resplandeció como una luz y cierta esperanza de libertad y salud. Cuando remitió el conocimiento del pleito Pilatos a Herodes, que por oídas juzgaba divinamente de Cristo, ¿quién no esperó breve y feliz conclusión? Cuando la libertad de Cristo la puso Pilatos en la elección del pueblo, a quien con tantas buenas obras Cristo tenía obligado; cuando les dio poder que librasen al homicida o al que restituía los muertos a vida; cuando avisó su mujer al juez de lo que había visto en visión, y le amonestó que no condenase a aquel justo ¿qué fue sino un llegar casi a los umbrales el bien? Pues este subir a esperanzas alegres y caer de ellas al mismo momento, este abrirse el día del bien y tornar a oscurecerse de súbito, el despintarse improvisadamente la salud que ya, ya, se tocaba; digo, pues, que este variar entre esperanza y temor, y esta tempestad de olas diversas que ya se encumbraban prometiéndole vida, y ya se derrocaban amenazando con muerte; esta desventura y desdicha, que es propia de los muy desgraciados, de florecer para secarse luego, y de revivir para luego morir, y de venirles el bien y desaparecerse, deshaciéndoseles entre las manos cuando les llega, probó también en sí mismo el Cordero. Y la buena suerte, y la buena dicha única de todas las cosas, quiso gustar de lo que es ser uno infeliz.

Infinito es lo que acerca de esto se ofrece, mas, cánsase la lengua en decir lo que Cristo no se cansó en padecer. Dejo la sentencia injusta, la voz del pregón, los hombros flacos, la cruz pesada, el verdadero y propio cetro de este nuestro gran Rey, los gritos del pueblo, alegres en unos y en otros llorosos, que todo ello traía consigo su propio y particular sentimiento.

Vengo al monte Calvario. Si la pública desnudez en una persona grave es áspera y vergonzosa, Cristo quedó delante de todos desnudo. Si el ser atravesado con hierro por las partes más sensibles del cuerpo es tormento grandísimo, con clavos fueron allí atravesados los pies y las manos de Cristo. Y porque fuese el sentimiento mayor, el que es piadoso aun con las más viles criaturas del mundo, no lo fue consigo mismo, antes en una cierta manera se mostró contra sí mismo cruel. Porque lo que la piedad natural y el afecto humano y común, que aun en los ejecutores de la justicia se muestra, tenía ordenado para menos tormento de los que morían en cruz, ofreciéndoselo a Cristo, lo desechó. Porque daban a beber a los crucificados en aquel tiempo, antes que los enclavasen, cierto vino confeccionado con mirra e incienso, que tiene virtud de ensordecer el sentido y como embotarle al dolor para que no sienta; y Cristo, aunque se lo ofrecieron, con la sed que tenía de padecer, no lo quiso beber.

Así que, desafiando al dolor, y desechando de sí todo aquello con que se pudiera defender en aquel desafío, el cuerpo desnudo y el corazón armado con fortaleza y con solas las armas de su no vencida paciencia, subió este nuestro Rey en la cruz. Y levantada en alto la salud del mundo, y llevando al mundo sobre sus hombros, y padeciendo Él solo la pena que merecía padecer el mundo por sus delitos, padeció lo que decir no se puede.

Porque ¿en qué parte de Cristo o en qué sentido suyo no llegó el dolor a lo sumo? Los ojos vieron lo que, visto, traspasó el corazón: la madre, viva y muerta, presente. Los oídos estuvieron llenos de voces blasfemas y enemigas. El gusto, cuando tuvo sed, gustó hiel y vinagre. El sentido todo del tacto, rasgado y herido por infinitas partes del cuerpo, no tocó cosa que no le fuese enemiga y amarga. Al fin dio licencia a su sangre, que, como deseosa de lavar nuestras culpas, salía corriendo abundante y presurosa. Y comenzó a sentir nuestra vida, despojada de su calor, lo que sólo le quedaba ya por sentir: los fríos tristísimos de la muerte y, al fin, sintió y probó la muerte también.

Pero ¿para qué me detengo yo en esto? Lo que ahora Cristo, que reina glorioso y señor de todo, en el cielo nos sufre, muestra bien claramente cuán agradable le fue siempre el sujetarse a trabajos. ¿Cuántos hombres, o por decir verdad, cuántos pueblos y cuántas naciones enteras, sintiendo mal de la pureza de su doctrina, blasfeman hoy de su nombre? Y con ser así que Él en sí está exento de todo mal y miseria, quiere y tiene por bien de, en la opinión de los hombres, padecer esta afrenta en cuanto su cuerpo místico, que vive en este destierro, padece, para compadecerse así de él y para conformarse siempre con él.

-Nuevo camino para ser uno rey -dijo aquí Sabino, vuelto a Juliano- es éste que nos ha descubierto Marcelo. Y no sé yo si acertaron con él algunos de los que antiguamente escribieron acerca de la crianza e instrucción de los príncipes, aunque bien sé que los que ahora viven no le siguen. Porque en el no saber padecer tienen puesto lo principal del ser rey.

-Algunos -dijo al punto Juliano- de los antiguos quisieron que el que se criaba para ser rey se criase en trabajos, pero en trabajos de cuerpo, con que saliese sano y valiente. Mas en trabajos de ánimo que le enseñasen a ser compasivo, ninguno, que yo sepa, lo escribió ni enseñó. Mas si fuera ésta enseñanza de hombres, no fuera este rey de Marcelo Rey propiamente hecho a la traza y al ingenio de Dios, el cual camina siempre por caminos verdaderos, y, por el mismo caso, contrarios a los del mundo, que sigue el engaño.

Así que no es maravilla, Sabino, que los reyes de ahora no se precien para ser reyes de lo que se preció Jesucristo, porque no siguen en el ser reyes un mismo fin. Porque Cristo ordenó su reinado a nuestro provecho, y conforme a esto, se calificó a sí mismo y se dotó de todo aquello que parecía ser necesario para hacer bien a sus súbditos; mas éstos que ahora nos mandan, reinan para sí, y, por la misma causa, no se disponen ellos para nuestro provecho, sino buscan su descanso en nuestro daño. Mas aunque ellos, cuanto a lo que les toca, desechen de sí este amaestramiento de Dios, la experiencia de cada día nos enseña que no son los que deben por carecer de él. Porque ¿de dónde pensáis que nace, Sabino, el poner sobre sus súbditos tan sin piedad tan pesadísimos yugos, el hacer leyes rigurosas, el ponerlas en ejecución con mayor crueldad y rigor, sino de nunca haber hecho experiencia en sí de lo que duele la aflicción y pobreza?

-Así es -dijo Sabino-; pero ¿qué ayo osaría ejercitar en dolor y necesidad a su príncipe? O si osase alguno, ¿cómo sería recibido y sufrido de los demás?

-Esa es -respondió Juliano- nuestra mayor ceguedad: que aprobamos lo que nos daña, y que tendríamos por bajeza que nuestro príncipe supiese de todo, siendo para nosotros tan provechoso, como habéis oído, que lo supiese. Mas si no se atreven a esto los ayos es porque ellos, y los demás que crían a los príncipes los quieren imponer en el ánimo a que no se precien de bajar los ojos de su grandeza con blandura a sus súbditos; y, en el cuerpo, a que ensanchen el estómago cada día con cuatro comidas, y a que aun la seda les sea áspera y la luz enojosa. Pero esto, Sabino, es de otro lugar, y quitamos en ello a Marcelo el suyo, o, por mejor decir, a nosotros mismos el de oír enteramente las cualidades de este verdadero Rey nuestro.

-A mí -dijo Marcelo- no me habéis, Juliano, quitado ningún lugar, sino antes me habéis dado espacio para que con más aliento prosiga mejor mi camino. Y a vos, Sabino (dijo volviéndose a él), no os pase por la imaginación querer concertar, o pensar que es posible que se concierten, las condiciones que puso Dios en su Rey, con las que tienen estos reyes que vemos. Que si no fueran tan diferentes del todo, no le llamara Dios señaladamente su Rey, ni su reino de ellos se acabara con ellos, y el de nuestro Rey fuera sempiterno, como es. Así que pongan ellos su estado en la altivez, y no se tengan por reyes si padecen alguna pena; que Dios, procediendo por camino diferente, para hacer en Jesucristo un rey que mereciese ser suyo, le hizo humildísimo para que no se desvaneciese en soberbia con la honra, y le sujetó a miseria y a dolor para que se compadeciese con lástima de sus trabajados y doloridos súbditos. Y demás de esto, y para el mismo fin de buen rey, le dio un verdadero y perfecto conocimiento de todas las cosas y de todas las obras de ellos, así las que fueron como las que son y serán. Porque el rey, cuyo oficio es juzgar, dando a cada uno su merecido, y repartiendo la pena y el premio, si no conoce él por sí la verdad, traspasará la justicia; que el conocimiento que tienen de sus reinos los príncipes por relaciones y pesquisas ajenas, más los ciega que los alumbra.

Porque demás de que los hombres por cuyos ojos y oídos ven y oyen los reyes, muchas veces se engañan, procuran ordinariamente engañarlos por sus particulares intereses e intentos. Y así, por maravilla entra en el secreto real la verdad. Mas nuestro Rey, porque su entendimiento, como clarísimo espejo, le representa siempre cuanto se hace y se piensa, no juzga, como dice Isaías, ni reprende ni premia por lo que al oído le dicen, ni según lo que a la vista parece, porque el un sentido y el otro sentido puede ser engañado; ni tiene de sus vasallos la opinión que otros vasallos suyos, aficionados o engañados, le ponen, sino la que pide la verdad que Él claramente conoce. Y como puso Dios en Cristo el verdadero conocer a los suyos, asimismo le dio todo el poder para hacerles mercedes. Y no solamente le concedió que pudiese, mas también en Él mismo, como en tesoro, encerró todos los bienes y riquezas que pueden hacer ricos y dichosos a los de su reino. De arte que no trabajarán, remitidos de unos a otros ministros con largas. Mas, lo que es principal, hizo, para perfeccionar este Rey, que sus súbditos todos fuesen sus deudos, o, por mejor decir, que naciesen de Él todos, y que fuesen hechura suya y figurados a su semejanza. Aunque esto sale ya de lo primero que toca a las cualidades del rey, y entra en lo segundo que propusimos, de las condiciones de los que en este reino son súbditos. Y digamos ya de ellas.

Y a la verdad, casi todas ellas se reducen a ésta, que es ser generosos y nobles todos y de un mismo linaje. Porque el mando de Cristo universalmente comprende a todos los hombres y a todas las criaturas, así las buenas como las malas, sin que ninguna de ellas pueda eximirse de su sujección, o se contente de ello o le pese; pero el reino suyo de que ahora vamos hablando, y el reino en quien muestra Cristo sus nobles condiciones de Rey, y el que ha de durar perpetuamente con Él descubierto y glorioso (porque a los malos tendrálos encerrados y aprisionados y sumidos en eterno olvido y tinieblas), así que este reino son los buenos y justos solos, y de estos decimos ahora que son generosos todos, y de linaje alto, y todos de uno mismo.

Porque dado que sean diferentes en nacimientos, mas, como esta mañana se dijo, el nacimiento en que se diferencian fue nacimiento perdido, y de quien caso no se hace para lo que toca a ser vasallos en este reino, el cual se compone todo de lo que San Pablo llama nueva criatura, cuando a los de Galacia escribe, diciendo: «Acerca de Cristo Jesús, ni es de estima la circuncisión ni el prepucio, sino la criatura nueva.» Y así todos son hechura y nacimiento del cielo, y hermanos entre sí, e hijos todos de Cristo en la manera ya dicha.

Vio David esta particular excelencia de este reino de su nieto divino, y dejóla escrita breve y elegantemente en el Salmo ciento nueve, según una lección que así dice: «Tu pueblo príncipes, en el día de tu poderío.» Adonde lo que decimos príncipes, la palabra original, que es nedaboth, significa al pie de la letra liberales, dadivosos o generosos de corazón. Y así dice que en el día de su poderío (que llama así el reino descubierto de Cristo, cuando, vencido todo lo contrario, y como deshecha con los rayos de su luz toda la niebla enemiga, que ahora se le opone, viniere en el último tiempo y en la regeneración de las cosas, como puro sol, a resplandecer solo, claro y poderoso en el mundo), pues en este su día, cuando Él, y lo apurado y escogido de sus vasallos, resplandecerá solamente, quedando los demás sepultados en oscuridad y tinieblas, en este tiempo y en este día su pueblo serán príncipes. Esto es, todos sus vasallos serán reyes, y Él, como con verdad la Escritura le nombra, Rey de reyes será, y Señor de señores.

Aquí Sabino, volviéndose a Juliano.

-Nobleza es -dijo- grande de reino ésta, Juliano, que nos va diciendo Marcelo, adonde ningún vasallo es ni vil en linaje ni afrentado por condición, ni menos bien nacido el uno que el otro. Y paréceme a mí que esto es ser rey propia y honradamente, no tener vasallos viles y afrentados.

-En esta vida, Sabino -respondió Juliano-, los reyes de ella, para el castigo de la culpa, están como forzados a poner nota y afrenta en aquellos a quienes gobiernan, como en el orden de la salud y en el cuerpo conviene a las veces maltratar una parte para que los demás no se pierdan. Y así, cuanto a esto, no son dignos de reprensión nuestros príncipes.

-No los reprendo yo ahora -dijo Sabino-, sino duélome de su condición; que por esa necesidad que, Juliano, decís, vienen a ser forzosamente señores de vasallos ruines y viles. Y débeseles tanta más lástima, cuanto fuere más precisa la necesidad. Pero si hay algunos príncipes que lo procuran, y que les parece que son señores cuando hallan mejor orden, no sólo para afrentar a los suyos, sino también para que vaya cundiendo por muchas generaciones su afrenta, y que nunca se acabe, de éstos, Juliano, ¿qué me diréis?

-¿Qué? -respondió Juliano-. Que ninguna cosa son menos que reyes. Lo uno, porque el fin adonde se endereza su oficio es hacer a sus vasallos bienaventurados, con lo cual se encuentra por maravillosa manera el hacerlos apocados y viles. Y lo otro porque, cuando no quieran mirar por ellos, a sí mismos se hacen daño y se apocan. Porque, si son cabezas, ¿qué honra es ser cabeza de un cuerpo disforme y vil? Y si son pastores, ¿qué les vale un ganado roñoso? Bien dijo el poeta trágico:


Mandar entre lo ilustre, es bella cosa.

 

 



Y no sólo dañan a su honra propia, cuando buscan invenciones para manchar la de los que son gobernados por ellos, mas dañan mucho sus intereses, y ponen en manifiesto peligro la paz y la conservación de sus reinos. Porque, así como dos cosas que son contrarias, aunque se junten, no se pueden mezclar, así no es posible que se añude con paz el reino cuyas partes están tan opuestas entre sí y tan diferenciadas, unas con mucha honra y otras con señalada afrenta.

Y como el cuerpo que en sus partes está maltratado, y cuyos humores se conciertan mal entre sí, está muy ocasionado y muy vecino a la enfermedad y a la muerte, así por la misma manera, el reino adonde muchos órdenes y suertes de hombres, y muchas casas particulares están como sentidas y heridas, y adonde la diferencia, que por estas causas pone la fortuna y las leyes, no permite que se mezclen y se concierten bien unas con otras, está sujeto a enfermar y a venir a las armas con cualquiera razón que se ofrece. Que la propia lástima e injuria de cada uno, encerrada en su pecho y que vive en él, los despierta y los hace velar siempre a la ocasión y a la venganza.

Mas dejemos lo que en nuestros reyes y reinos, o pone la necesidad, o hace el mal consejo y error, y acábenos Marcelo de decir por qué razón estos vasallos todos de nuestro único Rey son llamados liberales y generosos y príncipes.

-Son -dijo Marcelo, respondiendo encontinente-, así por parte del que los crió y la forma que tuvo en criarlos, como por parte de las cualidades buenas que puso en ellos cuando así fueron criados. Por parte del que los hizo, porque son efectos y frutos de una suma liberalidad; porque en sólo el ánimo generoso de Dios y en la largueza de Cristo no medida, pudo caber el hacer justos y amigos suyos, y tan privados amigos, a los que de sí no merecían bien, y merecían mal por tantos y tan diferentes títulos. Porque, aunque es verdad que el ya justo puede merecer mucho con Dios, mas esto, que es venir a ser justo el que era aborrecido enemigo, solamente nace de las entrañas liberales de Dios; y así, dice Santiago que nos engendró voluntariamente. Adonde lo que dijo con la palabra griega $@L802g\. [bouletheís], que significa de su voluntad, quiso decir lo que en su lengua materna, si en ella lo escribiera, se dice Nadib, que es palabra vecina y nacida de la palabra nedaboth, que, como dijimos, significa a estos que llamamos liberales y príncipes. Así que dice que nos engendró liberal y principalmente; esto es, que nos engendró, no sólo porque quiso engendrarnos y porque le movió a ello su voluntad, sino porque le plugo mostrar en nuestra creación, para la gracia y justicia, los tesoros de su liberalidad y misericordia.

Porque, a la verdad, dado que todo lo que Dios cría nace de Él, porque Él quiere que nazca, y es obra de su libre gusto, a la cual nadie le fuerza el sacar a luz a las criaturas; pero esto que es hacer justos y poner su ser divino en los hombres es, no sólo voluntad, sino una extraña liberalidad suya. Porque en ello hace bien, y bien el mayor de los bienes, no solamente a quien no se lo merece, sino señaladamente a quien del todo se lo desmerece. Y por no ir alargándome por cada uno de los particulares a quien Dios hace estos bienes, miremos lo que pasó en la cabeza de todos, y cómo se hubo con ella Dios cuando, sacándola del pecado, crió en ella este bien de justicia; y en uno, como en ejemplo, conoceremos cuán ilustre prueba hace Dios de su liberalidad cuando cría los justos. Peca Adán, y condénase a sí y a todos nosotros; y perdónale después Dios y hácele justo.

¿Quién podrá decir las riquezas de liberalidad que descubrió Dios, y que derramó en este perdón? Lo primero, perdona al que, por dar fe a la serpiente, de cuya fe y amor para consigo no tenía experiencia, le dejó a Él, Criador suyo, cuyo amor y beneficios experimentaba en sí siempre. Lo segundo, perdona al que estimó más una promesa vana de un pequeño bien que una experiencia cierta y una posesión grande de mil verdaderas riquezas. Lo tercero, perdona al que no pecó ni apretado de la necesidad ni ciego de pasión, sino movido de una liviandad y desagradecimiento infinito. Lo otro, perdona al que no buscó ser personado, sino antes huyó y se escondió de su perdonador; y perdónale, no mucho después que pecó y laceró miserablemente por su pecado, sino casi luego, luego, como hubo pecado.

Y, lo que no cabe en sentido: para perdonarle a él, hízose a sí mismo deudor. Y cuando la gravísima maldad del hombre despertaba en el pecho de Dios ira justísima para deshacerle, reinó en Él y sobrepujó la liberalidad de su misericordia que, por rehacer al perdido, determinó de disminuirse a sí mismo, como San Pablo lo dice, y de pagar Él lo que el hombre pecaba, y, para que el hombre viviese, de morir Él hecho hombre. Liberalidad era grande perdonar al que había pecado tan de balde y tan sin causa, y mayor liberalidad perdonarle tan luego después del pecado, y mayor que ambas a dos, buscarle para darle perdón antes que él le buscase. Pero lo que vence a todo encarecimiento de liberalidad fue, cuando le reprendía la culpa, prometerse a sí mismo y a su vida para su satisfacción y remedio; y porque el hombre se apartó de Él por seguir al demonio, hacerse hombre Él para sacarle de su poder. Y lo que pasó entonces, digámoslo así, generalmente con todos (porque Adán nos encerraba a todos en sí), pasa en particular con cada uno continua y secretamente.

Porque ¿quién podrá decir ni entender, si no es el mismo que en sí lo experimenta y lo siente, las formas piadosas de que Dios usa con uno para que no se pierda, aun cuando él mismo se procura perder? Sus inspiraciones continuas; su nunca cansarse ni darse por vencido de nuestra ingratitud tan continua; el rodearnos por todas partes y como en castillo torreado y cercado; el tentar la entrada por diferentes maneras; el tener siempre la mano en la aldaba de nuestra puerta; el rogarnos blanda y amorosamente que le abramos, como si a Él le importara alguna cosa, y no fuera nuestra salud y bienandanza toda el abrirle; el decirnos por horas y por momentos con el Esposo: «Ábreme, hermana mía, esposa mía, paloma mía y mi amada y perfecta, que traigo llena de rocío mi cabeza y con las gotas de las noches las mis guedejas.» Pues sea esto lo primero, que los justos son dichos ser generosos y liberales porque son demostraciones y pruebas del corazón liberal y generoso de Dios.

Son, lo segundo, llamados así por las cualidades que pone Dios en ellos, haciéndolos justos. Porque a la verdad no hay cosa más alta ni más generosa ni más real, que el ánimo perfectamente cristiano. Y la virtud más heroica que la filosofía de los estoicos antiguamente imaginó o soñó, por hablar con verdad, comparada con la que Cristo asienta con su gracia en el alma, es una poquedad y bajeza. Porque si miramos el linaje de donde desciende el justo y cristiano, es su nacimiento de Dios, y la gracia que le da vida es una semejanza viva de Cristo. Y si atendemos a su estilo y condición, y al ingenio y disposición de ánimo, y pensamientos y costumbres que de este nacimiento le vienen, todo lo que es menos que Dios es pequeña cosa para lo que cabe en su ánimo. No estima lo que con amor ciego adora únicamente la tierra: el oro y los deleites; huella sobre la ambición de las honras, hecho verdadero señor y rey de sí mismo; pisa el vano gozo, desprecia el temor, no le mueve el deleite, ni el ardor de la ira le enoja; y, riquísimo dentro de sí, todo su cuidado es hacer bien a los otros.

Y no se extiende su ánimo liberal a sus vecinos solos, ni se contenta con ser bueno con los de su pueblo o de su reino, mas generalmente a todos los que sustenta y comprende la tierra, él también los comprende y abraza; aun para con sus enemigos sangrientos, que le buscan la afrenta y la muerte, es él generoso y amigo, y sabe y puede poner la vida, y de hecho la pone alegremente, por esos mismos que aborrecen su vida. Y estimando por vil y por indigno de sí a todo lo que está fuera de él, y que se viene y se va con el tiempo, no apetece menos que a Dios, ni tiene por dignos de su deseo menores bienes que el cielo. Lo sempiterno, lo soberano, el trato con Dios familiar y amigable, el enlazarse amando y el hacerse casi único con Él, es lo que solamente satisface a su pecho, como lo podemos ver a los ojos en uno de estos grandes justos.

Y sea este uno San Pablo. Dice en persona suya, y de todos los buenos, escribiendo a los Corintios, así: «Tenemos nuestro tesoro en vasos de tierra, porque la grandeza y alteza nazca de Dios y no de nosotros. En todas las cosas padecemos tribulación, pero en ninguna somos afligidos. Somos metidos en congoja, mas no somos desamparados. Padecemos persecución, mas no nos falta el favor. Humíllannos, pero no nos avergüenzan. Somos derribados, mas no perecemos.» Y a los Romanos, lleno de ánimo generoso, en el capítulo octavo: «¿Quién, dice, nos apartará de la caridad y amor de Dios? ¿La tribulación, por ventura, o la angustia, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la persecución, o el cuchillo?»

Dicho he, en parte, lo que puso Dios en Cristo para hacerle rey, y lo que hizo en nosotros para hacernos sus súbditos, que, de tres cosas a las cuales se reducen todas las que pertenecen a un reino, son las primeras dos. Resta ahora que digamos algo de la tercera y postrera, que es de la manera cómo este Rey gobierna los suyos, que no es menos singular manera ni menos fuera del común uso de los que gobiernan, que el Rey y los súbditos en sus condiciones y cualidades (las que hemos dicho) son singulares. Porque cosa clara es que el medio con que se gobierna el reino es la ley, y que por el cumplimiento de ella consigue el rey, hacerse rico a sí mismo si es tirano y las leyes son de tirano, o hacer buenos y prosperados a los suyos si es rey verdadero.

Pues acontece muchas veces de esta manera, que, por razón de la flaqueza del hombre y de su encendida inclinación a lo malo, las leyes, por la mayor parte, traen consigo un inconveniente muy grande: que siendo la intención de los que las establecen, enseñando por ellas lo que se debe hacer y mandando con rigor que se haga, retraer al hombre de lo malo e inducirle a lo bueno, resulta lo contrario a las veces; y el ser vedada una cosa despierta el apetito de ella.

Y así, el hacer y dar leyes es muchas veces ocasión de que se quebranten las leyes y de que, como dice San Pablo se peque más gravemente, y de que se empeoren los hombres con la ley que se ordenó e inventó para mejorarlos. Por lo cual Cristo, nuestro Redentor y Señor, en la gobernación de su reino halló una nueva manera de ley, extrañamente libre y ajena de estos inconvenientes; de la cual usa con los suyos, no solamente enseñándoles a ser buenos, como lo enseñaron otros legisladores, mas de hecho haciéndolos buenos, lo que ningún otro rey ni legislador pudo jamás hacer. Y esto es lo principal de su ley evangélica y lo propio de ella; digo, aquello en que notablemente se diferencia de las otras sectas y leyes.

Para entendimiento de lo cual conviene saber que, por cuanto el oficio y ministerio de la ley es llevar los hombres a lo bueno y apartarlos de lo que es malo, así como esto se puede hacer por dos diferentes maneras, o enseñando el entendimiento o aficionando a la voluntad, así hay dos diferencias de leyes: la primera es de aquellas leyes que hablan con el entendimiento y le dan luz en lo que, conforme a razón, se debe o hacer o no hacer, y le enseñan lo que ha de seguir en las obras, y lo que ha de excusar en ellas mismas; la segunda es la de la ley, no que alumbra el entendimiento, sino que aficiona la voluntad imprimiendo en ella inclinación y apetito de aquello que merece ser apetecido por bueno, y, por el contrario, engendrándole aborrecimiento de las cosas torpes y malas. La primera ley consiste en mandamientos y reglas; la segunda, en una salud y cualidad celestial, que sana la voluntad y repara en ella el gusto bueno perdido, y no sólo la sujeta, sino la amista y reconcilia con la razón; y, como dicen de los buenos amigos, que tienen un no querer y querer, así hace que lo que la verdad dice en el entendimiento que es bueno, la voluntad aficionadamente lo ame por tal.

Porque a la verdad, en la una y en la otra parte quedamos miserablemente lisiados por el pecado primero, el cual oscureció el entendimiento, para que las menos veces conociese lo que convenía seguir, y estragó perdidamente el gusto y el movimiento de la voluntad, para que casi siempre se aficionase a lo que la daña más. Y así, para remedio y salud de estas dos partes enfermas, fueron necesarias estas dos leyes, una de luz y de reglas para el entendimiento ciego, y otra de espíritu y buena inclinación para la voluntad estragada. Mas, como arriba decíamos, diferéncianse estas dos maneras de leyes en esto: que la ley que se emplea en dar mandamientos y en luz, aunque alumbra el entendimiento, como no corrige el gusto corrupto de la voluntad, en parte le es ocasión de más daño; y, vedando y declarando, despierta en ella nueva golosina de lo malo que le es prohibido. Y así las más veces son contrarios en esta ley el suceso y el intento. Porque el intento es encaminar el hombre a lo bueno, y el suceso, a las veces, es dejarle más perdido y estragado. Pretende afear lo que es malo, y sucédele por nuestra mala ocasión hacerlo más deseable y más gustoso. Mas la segunda ley corta la planta del mal de raíz, y arranca, como dicen, de cuajo lo que más nos puede dañar. Porque inclina e induce y hace apetitosa y como golosa a nuestra voluntad de todo aquello que es bueno, y junta en uno lo honesto y lo deleitable, y hace que nos sea dulce lo que nos sana, y lo que nos daña, aborrecible y amargo.

La primera se llama ley de mandamientos, porque toda ella es mandar y vedar. La segunda es dicha ley de gracia y de amor, porque no nos dice que hagamos esto o aquello, sino hácenos que amemos aquello mismo que debemos hacer. Aquélla es pesada y áspera porque condena por malo lo que la voluntad corrompida apetece por bueno; y así, hace que se encuentren el entendimiento y la voluntad entre sí, de donde se enciende en nosotros mismos una guerra mortal de contradicción. Mas ésta es dulcísima por extremo, porque nos hace amar lo que nos manda, o, por mejor decir, porque el plantar e ingerir en nosotros el deseo y la afición a lo bueno, es el mismo mandarlo; y porque, aficionándonos y, como si dijésemos, haciéndonos enamorados de lo que manda, por esa manera, y no de otra, nos manda. Aquélla es imperfecta, porque a causa de la contradicción que despierta, ella por sí no puede ser perfectamente cumplida, y así no hace perfecto a ninguno. Ésta es perfectísima, porque trae consigo y contiene en sí misma la perfección de sí misma. Aquélla hace temerosos, ésta amadores. Por ocasión de aquélla, tomándola a solas, se hacen en la verdad secreta del ánimo peores los hombres; mas por causa de ésta son hechos enteramente santos y justos. Y, como prosigue San Agustín largamente en los libros De la letra y del espíritu, poniendo siempre sus pisadas en lo que dejó hollado San Pablo, aquélla es perecedera, ésta es eterna; aquélla hace esclavos, ésta es propia de hijos. Aquélla es ayo triste y azotador, ésta es espíritu de regalo y consuelo. Aquélla pone en servidumbre, ésta es honra y libertad verdadera.

Pues como sea esto así, como de hecho lo es, sin que ninguno en ello pueda dudar, digo que así Moisés como los demás que antes o después de él dieron leyes y ordenaron repúblicas, no supieron ni pudieron usar sino de la primera manera de leyes, que consiste más en poner mandamientos que en inducir buenas inclinaciones en aquellos que son gobernados. Y así su obra de todos ellos fue imperfecta y su trabajo careció de suceso, y lo que pretendía, que era hacer a la virtud a los suyos, no salieron con ello por la razón que está dicha.

Mas Cristo, nuestro verdadero Redentor y legislador, aunque es verdad que en la doctrina de su Evangelio puso algunos mandatos, y renovó y mejoró otros algunos que el mal uso los tenía mal entendidos, pero lo principal de su ley y aquello en que se diferenció de todos los que pusieron leyes en los tiempos pasados, fue que mereciendo por sus obras y por el sacrificio que hizo de sí, el espíritu y la virtud del cielo para los suyos, y criándola Él mismo en ellos como Dios y Señor poderoso, trató no sólo con nuestro entendimiento, sino también con nuestra voluntad, y derramando en ella este espíritu y virtud divina que digo, y sanándola así, esculpió en ella una ley eficaz y poderosa de amor, haciendo que todo lo justo que las leyes mandan lo apeteciese, y, por el contrario, aborreciese todo lo que prohíben y vedan.

Y añadiendo continuamente de este su espíritu y salud y dulce ley en el alma de los suyos, que procuran siempre ayuntarse con él, crece en la voluntad mayor amor para el bien, y disminúyese de cada día más la contradicción que el sentido le hace; y de lo uno y de lo otro se esfuerza de continuo más esta santa y singular ley que decimos, y echa sus raíces en el alma más hondas, y apodérase de ella hasta hacer que le sea casi natural lo justo y el bien.

Y así, trae para sí Cristo y gobierna a los suyos, como decía un Profeta, «con cuerdas de amor, y no con temblores de espanto ni con ruido temeroso, como la ley de Moisés.» Por lo cual dijo breve y significantemente San Juan: «La ley fue dada por Moisés, mas la gracia por Jesucristo.» Moisés dio solamente ley de preceptos, que no podía dar justicia, porque hablaban con el entendimiento, pero no sanaban el alma, de que es como imagen la zarza del Éxodo, que ardía y no quemaba, porque era calidad de la ley vieja, que alumbraba el entendimiento, mas no ponía calor a la voluntad. Mas Cristo dio ley de gracia que, lanzada en la voluntad, cura su dañado gusto y la sana y la aficiona a lo bueno, como Jeremías lo profetizó divinamente diciendo: «Días vendrán, dice el Señor, y traeré a perfección sobre la casa de Israel y sobre la casa de Judá un nuevo testamento, no en la manera del que hice con sus padres en el día que los así de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, porque ellos no perseveraron en él y Yo los desprecié a ellos, dice el Señor. Éste, pues, es el testamento que Yo sentaré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor; asentaré mis leyes en su alma de ellos y escribirélas en sus corazones. Y Yo les seré Dios, y ellos me serán pueblo sujeto; y no enseñará alguno de allí adelante a su prójimo ni a su hermano, diciéndole: Conoce al Señor; porque todos tendrán conocimiento de Mí, desde el menor hasta el mayor de ellos, porque tendré piedad de sus pecados, y de sus maldades no tendré más memoria de allí en adelante.»

Pues éstas son las nuevas leyes de Cristo, y su manera de gobernación particular y nueva. Y no será menester que loe ahora yo lo que ello se loa, ni me será necesario que refiera los bienes y las ventajas grandes de esta gobernación adonde guía el amor y no fuerza el temor; adonde lo que se manda se ama, y lo que se hace se desea hacer; adonde no se obra sino lo que da gusto, ni se gusta sino de lo que es bueno; adonde el querer el bien y el entender son conformes; adonde para que la voluntad ame lo justo, en cierta manera no tiene necesidad que el entendimiento se lo diga y declare.

Y así de esto, como de todo lo demás que se ha dicho hasta aquí, se concluye que este Rey es sempiterno, y que la razón por que Dios le llama propiamente rey suyo, es porque los otros reyes y reinos, como llenos de faltas, al fin han de perecer, y, de hecho, perecen; mas éste, como reino que es libre de todo aquello que trae a perdición a los reinos, es eterno y perpetuo. Porque los reinos se acaban, o por tiranía de los reyes, porque ninguna cosa violenta es perpetua, o por la mala calidad de los súbditos, que no les consiente que entre sí se concierten, o por la dureza de las leyes y manera áspera de la gobernación; de todo lo cual, como por lo dicho se ve, este Rey y este reino carecen.

Que ¿cómo será tirano el que para ser compasivo de los trabajos y males que pueden suceder a los suyos, hizo primero experiencia en sí de todo lo que es dolor y trabajo? O ¿cómo aspirará a la tiranía quien tiene en sí todo el bien que puede caber en sus súbditos, y que así no es rey para ser rico por ellos, sino todos son ricos y bienaventurados por Él? Pues los súbditos entre sí ¿no estarán por ventura anudados con nudo perpetuo de paz, siendo todos nobles y nacidos de un padre, y dotados de un mismo espíritu de paz y nobleza? Y la gobernación y las leyes, ¿quién las desechará como duras, siendo leyes de amor, quiero decir, tan blandas leyes que el mandar no es otra cosa sino hacer amar lo que se manda? Con razón, pues, dijo el ángel de este Rey a la Virgen: «Y reinará en la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin.» Y David, tanto antes de este su glorioso descendiente, cantó en el Salmo setenta y dos lo que Sabino, pues ha tornado este oficio, querrá decir en el verso en que lo puso su amigo. Y Sabino dijo luego:

-Debe ser la parte, según sospecho, adonde dice de esta manera:


Serás temido Tú mientras luciere

 

 

 

      el sol y luna, y cuanto

 

 

 

la rueda de los siglos se volviere.

 

 



Y de lo que toca a la blandura de su gobierno y a la felicidad de los suyos dice:


      Influirá amoroso

 

 

 

cual la menuda lluvia, y cual rocío

 

 

 

       en prado deleitoso.

 

 

 

Florecerá en su tiempo el poderío

 

 

 

      del bien, y una pujanza

 

 

 

de paz que durará no un siglo sólo.

 

 



Y prosiguiendo luego Marcelo, añadió:

-Pues obra que dure siempre, y que ni el tiempo la gasta ni la edad la envejece, cosa clara es que es obra propia y digna de Dios, el cual, como es sempiterno, así se precia de aquellas cosas que hace que son de mayor duración. Y pues los demás reyes y reinos son, por sus defectos, sujetos a fenecer, y al fin miserablemente fenecen; y este Rey nuestro florece y se aviva más con la edad, sean todos los reyes de Dios, pero éste sólo sea propiamente su Rey, que reina sobre todos los demás, y que, pasados todos ellos y consumidos, tiene de permanecer para siempre.

Aquí Juliano, pareciéndole que Marcelo concluía ya su razón, dijo:

-Y aún podéis, Marcelo, ayudar esa verdad que decís, confirmándola con la diferencia que la Sagrada Escritura pone cuando significa los reinos de la tierra o cuando habla de este reino de Cristo, porque dice con ella muy bien.

-Eso mismo quería añadir -dijo entonces Marcelo- para con ello no decir más de este nombre. Y así decís muy bien, Juliano, que la manera diferente como la Escritura nombra estos reinos, ella misma nos dice la condición y perpetuidad del uno, y la mudanza y fin de los otros. Porque estos reinos que se levantan en la tierra, y se extienden por ella y la enseñorean y mandan, los profetas, cuando quieren hablar de ellos, signifícanlos por nombres de vientos o de bestias brutas y fieras; mas a Cristo y a su reino llámanle monte.

Daniel, hablando de las cuatro monarquías que ha habido en el mundo -los caldeos, los persas, los romanos, los griegos- dice que vio los cuatro vientos que peleaban entre sí, y luego pone por su orden cuatro bestias, unas de otras diferentes cada una en su significación. Y Zacarías, ni más ni menos, en el capítulo sexto, después de haber profetizado e introducido para el mismo fin de significación cuatro cuadregas de caballos diferentes en colores y pelo, dice: «Éstos son los cuatro vientos.» Con lo demás que después de esto se sigue. Porque, a la verdad, todo este poder temporal y terreno que manda en el mundo, tiene más de estruendo que de sustancia; y pásase, como el aire, volando, y nace de pequeños y ocultos principios.

Y como las bestias carecen de razón y se gobiernan por fiereza y por crueldad, así lo que ha levantado y levanta estos imperios de tierra es lo bestial que hay en los hombres: la ambición fiera y la codicia desordenada del mando, y la venganza sangrienta y el coraje, y la braveza y la cólera, y lo demás que, como esto, es fiero y bruto en nosotros; y así finalmente perecen.

Mas a Cristo y a su reino, el mismo Daniel una vez le significa por nombre de monte, como en el capítulo segundo y otras le llama hombre, como en el capítulo séptimo, de que ahora decíamos, donde se escribe que vino uno como hijo de hombre, y se presentó delante del anciano de días, al cual el anciano dio pleno y sempiterno poder sobre las gentes todas. Para lo primero, del monte, mostrar la firmeza y no mudable duración de este reino; y en lo segundo, del hombre, declarar que esta santa monarquía no nace ni se gobierna, ni por afectos bestiales ni por inclinaciones del sentido desordenadas, sino que todo ello es obra de juicio y de razón; y para mostrar que es monarquía adonde reina, no la crueldad fiera, sino la clemencia humana en todas las maneras que he dicho.

Y habiendo dicho esto Marcelo, calló, como disponiéndose para comenzar otra plática; mas Sabino, antes que comenzase, le dijo:

-Si me dais licencia, Marcelo, y no tenéis más que decir acerca de este nombre, os preguntaré dos cosas que se me ofrecen, y de la una ha gran rato que dudo, y de la otra, me puso ahora duda esto que acabáis de decir.

-Vuestra es la licencia -respondió entonces Marcelo-, y gustaré mucho de saber qué dudáis.

-Comenzaré por lo postrero -respondió Sabino-, y la duda que se me ofrece es que Daniel y Zacarías, en los lugares que habéis alegado, ponen solamente cuatro imperios o monarquías terrenas, y en el hecho de la verdad parece que hay cinco; porque el imperio de los turcos y de los moros, que ahora florece, es diferente de los cuatro pasados, y no menos poderoso que muchos de ellos. Y si Cristo con su venida, y levantando su reino, había de quitar de la tierra cualquiera otra monarquía, como parece haberlo profetizado Daniel en la piedra que hirió en los pies de la estatuta, ¿cómo se compadece que después de venido Cristo, y después de haberse derramado su doctrina y su nombre por la mayor parte del mundo, se levante un imperio ajeno de Cristo en él, y tan grande como éste que digo? Y la segunda duda es acerca de la manera blanda y amorosa con que habéis dicho que gobierna su reino Cristo. Porque en el Salmo segundo, y en otras partes, se dice de Él que regirá con vara de hierro, y que desmenuzará a sus súbditos como si fuesen vasos de tierra.

-No son pequeñas dificultades, Sabino, las que habéis movido -dijo Marcelo entonces-, y señaladamente la primera es cosa revuelta y de duda, y donde quisiera yo más oír el parecer ajeno que no dar el mío. Y aun es cosa que, para haberse de tratar de raíz, pide mayor espacio del que al presente tenemos. Pero por satisfacer a vuestra voluntad, diré con brevedad lo que al presente se ofrece, y lo que podrá bastar para el negocio presente.

Y luego, volviéndose a Sabino y mirándole, dijo:

-Algunos, Sabino, que vos bien conocéis, y a quien todos amamos y preciamos mucho por la excelencia de sus virtudes y letras, han querido decir que este imperio de los moros y de los turcos, que ahora se esfuerza tanto en el mundo, no es imperio diferente del romano, sino parte que procede de él y le constituye y compone. Y lo que dice Zacarías de la cuadrega cuarta, cuyos caballos dice que eran manchados y fuertes, lo declaran así: que sea esta cuadrega este postrero imperio de los romanos, el cual, por la parte de él que son los moros y turcos, se llama fuerte; y por la parte del occidental, que está en Alemania, adonde los emperadores no se suceden, sino se eligen de diferentes familias, se nombra vario o manchado.

Y a lo que yo puedo juzgar, Daniel, en dos lugares, parece que favorece algo a esta sentencia. Porque en el capítulo segundo, hablando de la estatua en que se significó el proceso y cualidades de todos los imperios terrenos, dice que las canillas de ella eran de hierro, y los pies de hierro y de barro mezclados, y las canillas y los pies, como todos confiesan, no son imagen de dos diferentes imperios, sino del imperio romano solo, el cual en sus primeros tiempos fue todo de hierro, por razón de la grandeza y fortaleza suya, que puso a toda la redondez debajo de sí; mas ahora en lo último, lo occidental de él es flaco y como de barro, y lo oriental, que tiene en Constantinopla su silla, es muy fuerte y muy duro.

Y que este hierro duro de los pies, que según este parecer representa a los turcos, nazca y proceda del hierro de las canillas, que son los antiguos romanos, y que así éstos como aquéllos pertenezcan a un mismo reino, parece que lo testificó Daniel en el mismo lugar, cuando, según el texto latino, dice que del tronco, o como si dijésemos, de la raíz del hierro de las canillas, nacía el hierro que se mezclaba con el barro en los pies.

Y ni más ni menos el mismo profeta, en el capítulo séptimo, en la cuarta bestia terrible, que sin duda son los romanos, parece que afirma lo mismo, porque dice que tenía diez cuernos, y que después le nació un otro cuerno pequeño, que creció mucho y quebrantó tres de los otros. El cual cuerno parece que es el reino del turco, que comenzó de pequeños y bajos principios, y con su gran crecimiento tiene ya quebrantadas y sujetadas a sí dos sillas poderosas del imperio romano, la de Constantinopla y la de los soldanes de Egipto, y anda cerca de hacer lo mismo con alguna de las otras que quedan. Y si este cuerno es el reino del turco, cierto es que este reino es parte del reino de los romanos, y parte que se encierra en él; pues es cuerno, como dice Daniel, que nace en la cuarta bestia, en la cual se representa el imperio romano, como dicho es. Así que algunos hay a quienes esto parece, según los cuales se responde fácilmente, Sabino, a vuestra cuestión.

Pero, si tengo de decir lo que siento, yo hallé siempre en ello grandísima dificultad. Porque, ¿qué hay en los turcos por donde se puedan llamar romanos, o su imperio pueda ser habido por parte del imperio romano? ¿Linaje? Por la historia sabemos que no lo hay. ¿Leyes? Son muy diferentes. ¿Forma de gobierno y de república? No hay cosa en que menos convengan. ¿Lengua, hábito, estilo de vivir o de religión? No se podrán hallar dos naciones que más se diferencien en esto. Porque decir que pertenece al imperio romano su imperio porque vencieron a los emperadores romanos, que tenían en Constantinopla su silla, y, derrocándolos de ella, les sucedieron; si juzgamos bien, es decir que todos los cuatro imperios no son cuatro diferentes imperios, sino sólo un imperio; porque a los caldeos vencieron los persas, y les sucedieron en Babilonia, que era su silla; en la cual los persas estuvieron asentados por muchos años, hasta que, sucediendo los griegos, y siendo su capitán Alejandro, se la dejaron a su pesar, y a los griegos, después, los romanos los depusieron. Y así, si el suceder en el imperio y asiento mismo hace que sea uno mismo el imperio de los que suceden y de aquellos a quienes se sucede, no ha habido más de un imperio jamás. Lo cual, Sabino, como vos veis, ni se puede entender bien ni decir. Por donde algunas veces me inclino a pensar que los profetas del Viejo Testamento hicieron mención de cuatro reinos solos, como, Sabino, decís, y que no encerraron en ellos el mando y poder de los turcos, ni por caso tuvieron luz de él. Porque su fin acerca de este artículo era profetizar el orden y sucesión de los reinos que había de haber en la tierra hasta que comenzase en ella a descubrirse el reino de Cristo, que era el blanco de su profecía, y aquello de cuyo feliz principio y suceso querían dar noticia a las gentes. Mas si después del nacimiento de Cristo y de su venida, y del comienzo de su reinar, y en el mismo tiempo en que va ahora reinando con la espada en la mano, y venciendo a sus enemigos, y escogiendo de entre ellos a su Iglesia querida para reinar Él solo en ella gloriosa y descubiertamente por tiempo perpetuo; así que, si en este tiempo que digo, desde que Cristo nació hasta que se cierren los siglos, se había de levantar en el mundo algún otro imperio terreno fuerte y poderoso, y no menor que los cuatro pasados, de eso, como de cosa que no pertenecía a su intento, no dijeron nada los que profetizaron antes de Cristo, sino dejólo eso la providencia de Dios para descubrirlo a los profetas del Testamento Nuevo, y para que ellos lo dejasen escrito en las Escrituras que de ellos la Iglesia tiene.

Y así San Juan, en el Apocalipsis, si yo no me engaño mucho, hace clara mención (clara, digo, cuanto le es dado al profeta) de este imperio del turco, y como de imperio que pertenece a ninguno de los cuatro de quienes en el Testamento Viejo se dice, sino, como de imperio diferente de ellos, y quinto imperio. Porque dice en el capítulo 13 que vio una bestia que subía de la mar, con siete cabezas y diez cuernos y otras tantas coronas; y que ella era semejante a un pardo en el cuerpo, y que los pies eran corno de oso y la boca semejante a la del león. Y no podemos negar sino que esta bestia es imagen de algún grande reino e imperio, así por el nombre de bestia, como por las coronas y cabezas y cuernos que tiene; y señaladamente porque, declarándose el mismo San Juan, dice poco después que le fue concedido a esta bestia que moviese guerra a los santos y que los venciese, y que le fue dado poderío sobre todas las tribus y pueblos y lenguas y gentes. Y así como es averiguado esto, así también es cosa evidente y notoria que esta bestia no es alguna de las cuatro que vio Daniel, sino muy diferente de todas ellas, así como la pintura que de ella hace San Juan es muy diferente. Luego si esta bestia es imagen de reino, y es bestia desemejante de las cuatro pasadas, bien se concluye que había de haber en la tierra un imperio quinto después del nacimiento de Cristo, además de los cuatro que vieron Zacarías y Daniel, que es este que vemos.

Y a lo que, Sabino, decís, que si Cristo, naciendo y comenzando a reinar por la predicación de su dichoso Evangelio, había de reducir a polvo y a nada los reinos y principados del suelo, como lo figuró Daniel en la piedra que hirió y deshizo la estatua, ¿cómo se compadecía que, después de nacido Él, no sólo durase el imperio romano, sino naciese y se levantase otro tan poderoso y tan grande? A esto se ha de decir (y es cosa muy digna de que se advierta y entienda), que este golpe que dio en la estatua la piedra, y este herir Cristo y desmenuzar los reinos del mundo, no es golpe que se dio en un breve tiempo y se pasó luego, o golpe que hizo todo su efecto junto en un mismo instante, sino golpe que se comenzó a dar cuando se comenzó a predicar el Evangelio de Cristo, y se dio después en el discurso de su predicación y se va dando ahora, y que durará golpeando siempre, y venciendo hasta que todo lo que le ha sido adverso, y en lo venidero le fuere, quede deshecho y vencido.

De manera que el reino del cielo, comenzando y saliendo a luz, poco a poco va hiriendo la estatua, y persevera hiriéndola por todo el tiempo que tardare él de llegar a su perfecto crecimiento, y de salir a su luz gloriosa y perfecta. Y todo esto es un golpe con el cual ha ido deshaciendo, y continuamente deshace, el poder que Satanás tenía usurpado en el mundo, derrocando ahora en una gente, ahora en otra, sus ídolos y deshaciendo su adoración. Y como va venciendo esta dañada cabeza, va también juntamente venciendo sus miembros, y no tanto deshaciendo el reino terreno, que es necesario en el mundo, cuanto derrocando todas las condiciones de reinos y de gentes que le son rebeldes, destruyendo a los contumaces y ganando para sí, y para mejor y más bienaventurada manera de reino, a los que se le sujetan y rinden. Y de esta manera, y de las caídas y ruinas del mundo, saca Él y allega su Iglesia, para, en teniéndola entera como decíamos, todo lo demás, como a paja inútil, enviarlo al eterno fuego, y Él sólo con ella sola, abierta y descubiertamente, reinar glorioso y sin fin. Y con esto mismo, Sabino, se responde a lo que últimamente preguntasteis.

Porque habéis de entender que este reino de Cristo tiene dos estados, así respecto de cada un particular en quien reina secretamente, como respecto de todos en común, y de lo manifiesto de él y de lo público. El un estado es de contradicción y de guerra; el otro será de triunfo y de paz. En el uno tiene Cristo vasallos obedientes, y tiene también rebeldes; en el otro todo le obedecerá y servirá con amor. En éste quebranta con vara de hierro a lo rebelde, y gobierna con amor a lo súbdito; en aquél todo le será súbdito de voluntad.

Y para declarar esto más, y tratando del reino que tiene Cristo en cada un alma justa, decimos que de una manera reina Cristo en cada uno de los justos aquí, y de otra manera reinará en el mismo después; no de manera que sean dos reinos, sino un reino que, comenzando aquí, dura siempre, y que tiene según la diferencia del tiempo diversos estados.

Porque aquí lo superior del alma está sujeto de voluntad a la gracia, que es corno una imagen de Cristo y lugarteniente suyo hecho por Él, y puesto en ella por Él, para que le presida y le dé vida, y la rija y gobierne. Mas rebélase contra ella, y pretende hacerle contradicción, siguiendo la vereda de su apetito, la carne y sus malos deseos y afectos. Mas pelea la gracia, o por mejor decir, Cristo en la gracia, contra estos rebeldes; y como el hombre consienta ser ayudado de ella, y no resista a su movimiento, poco a poco los doma y los sujeta, y va extendiendo el vigor de su fuerza insensiblemente por todas las partes y virtudes del alma; y, ganando sus fuerzas, derrueca sus malos apetitos de ella; y a sus deseos, que eran como sus ídolos, se los quita y deshace. Y, finalmente, conquista poco a poco a todo este reino nuestro interior, y reduce a su sola obediencia todas las partes de él; y queda ella hecha señora única, y reina resplandeciendo en el trono del alma, y no sólo tiene debajo de sus pies a los que le eran rebeldes, mas, desterrándolos del alma y desarraigándolos de ella, hace que no sean, dándoles perfecta muerte. Lo cual se pondrá por obra enteramente en la resurrección postrera, adonde también se acabará el primer estado de este reino, que hemos llamado estado de guerra y de pelea, y comenzará el segundo estado de triunfo y de paz.

Del cual tiempo dice bien San Macario: «Porque entonces, dice, se descubrirá por de fuera en el cuerpo lo que ahora tiene atesorado el alma dentro de sí, así como los árboles, en pasando el invierno, y habiendo tomado calor la fuerza que en ellos se encierra con el sol y con la blandura del aire, arrojan afuera hojas y flores y frutos. Y ni más ni menos como las yerbas en la misma sazón sacan afuera sus flores, que tenían encerradas en el seno del suelo, con que la tierra y las yerbas mismas se adornan. Que todas estas cosas son imágenes de lo que será en aquel día en los buenos cristianos. Porque todas las almas amigas de Dios, esto es, todos los cristianos de veras, tienen su mes de Abril, que es el día cuando resucitaren a vida; adonde, con la fuerza del Sol de justicia, saldrá afuera la gloria del Espíritu Santo, que cobijará a los justos sus cuerpos. La cual gloria tienen ahora encubierta en el alma; que lo que ahora tienen, eso sacarán entonces a la clara en el cuerpo. Pues digo que éste es el mes primero del año; éste el mes con que todo se alegra; éste viste los desnudos árboles desatando la tierra; éste en todos los animales produce deleite; y éste es el que regocija todas las cosas. Pues éste, por la misma manera, es en la resurrección su verdadero abril a los buenos, que les vestirá de gloria los cuerpos, de la luz que ahora contienen en sí mismas sus almas; esto es, de la fuerza y poder del espíritu, el cual, entonces, les será vestidura rica, y mantenimiento, y bebida, y regocijo, y alegría, y paz, y vida eterna.»

Esto dice Macario. Porque, de allí en adelante, toda el alma y todo el cuerpo quedarán sujetos perdurablemente a la gracia; la cual, así como será señora entera del alma, asimismo hará que el alma se enseñoree del todo del cuerpo. Y como ella, infundida hasta lo más íntimo de la voluntad y razón, y embebida por todo su ser y virtud, le dará ser de Dios y la transformará casi en Dios, así también hará que, lanzándose el alma por todo el cuerpo, y actuándole perfectísimamente, le dé condiciones de espíritu y casi le transforme en espíritu. Y así, el alma, vestida de Dios, verá a Dios, y tratará con Él conforme al estilo del cielo; y el cuerpo, casi hecho otra alma, quedará dotado de sus cualidades de ella, esto es, de inmortalidad, y de luz, y de ligereza, y de un ser impasible. Y ambos juntos, el cuerpo y el alma, no tendrán ni otro ser, ni otro querer, ni otro movimiento alguno más de lo que la gracia de Cristo pusiere en ellos, que ya reinará en ellos para siempre gloriosa y pacífica.

Pues lo que toca a lo público y universal de este reino, va también por la misma manera. Porque ahora, y cuanto durare la sucesión de estos siglos, reina en el mundo Cristo con contradicción, porque unos le obedecen y otros se le rebelan; y con los sujetos es dulce, y con los rebeldes y contradicientes tiene guerra perpetua. Por medio de la cual, y según las secretas y no comprensibles formas de su infinita providencia y poder, los ha ido ya y va deshaciendo.

Primero, como decía, derrocando las cabezas, que son los demonios, que en contradicción de Dios y de Cristo se habían levantado con el señorío de todos los hombres, sujetándolos a sus vicios e ídolos. Así que primero derrueca a éstos, que son como los caudillos de toda la infidelidad y maldad, como lo vimos en los siglos pasados, y ahora en el nuevo mundo lo vemos. Porque sola la predicación del Evangelio, que es decir la virtud y la palabra de sólo Cristo, es lo que siempre ha deshecho la adoración de los ídolos.

Pues derrocados éstos, lo segundo, a los hombres que son sus miembros de ellos, digo, a los hombres que siguen su voz y opinión, y que son en las costumbres y condiciones como otros demonios, los vence también o reduciéndolos a la verdad, o, si perseveran en la mentira duros, quebrándolos y quitándolos del mundo y de la memoria.

Así ha sido siempre desde su principio el Evangelio, y como el sol, que, moviéndose siempre y enviando siempre su luz, cuando amanece a los unos, a los otros se pone, así el Evangelio y la predicación de la doctrina de Cristo, andando siempre y corriendo de unas gentes a otras, y pasando por todas, y amaneciendo a las unas y dejando las que alumbraba antes en oscuridad, va levantando fieles y derrocando imperios, ganando escogidos y asolando los que no son ya de provecho ni fruto.

Y si permite que algunos reinos infieles crezcan en señorío y poder, hácelo para por su medio de ellos traer a perfección las piedras que edifican su Iglesia. Y así, aun cuando éstos vencen, Él vence y vencerá siempre, e irá por esta manera de continuo añadiendo nuevas victorias, hasta que, cumpliéndose el número determinado de los que tienen señalados para su reino, todo lo demás, como a desaprovechado e inútil, vencido ya y convencido por sí, lo encadene en el abismo donde no perezca sin fin. Que será cuando tuviere fin este siglo, y entonces tendrá principio el segundo estado de este gran reino, en el cual, desechadas y olvidadas las armas, sólo se tratará de descanso y de triunfo, y los buenos serán puestos en la posesión de la tierra y del cielo, y reinará Dios en ellos solo y sin término, que será estado mucho más feliz y glorioso de lo que ni hablar ni pensar se puede; y del uno y del otro estado escribió San Pablo maravillosamente aunque con breves palabras.

Dice a los de Corinto: «Conviene que reine Él hasta que ponga a todos sus enemigos debajo de sus pies; y, a la postre de todos, será destruida la muerte enemiga. Porque todo lo sujetó a sus pies; mas cuando dice que todo le está sujeto, sin duda se entiende todo, excepto Aquel que se lo sujetó. Pues cuando todo le estuviere sujeto, entonces el mismo Hijo estará sujeto a Aquel que le sujetó a Él todas las cosas, para que Dios sea en todos todas las cosas.»

Dice que conviene que reine Cristo hasta que ponga debajo de sus pies a sus enemigos, y hasta que deje en vacío a todos los demás señoríos. Y quiere decir que conviene que el reino de Cristo, en el estado que decimos de guerra y de contradicción, dure hasta que, habiéndolo sujetado todo, alcance entera victoria de todo. Y dice que, cuando hubiera vencido a lo demás, lo postrero de todo vencerá la muerte, último enemigo; porque, cerrados los siglos y deshechos todos los rebeldes, dará fin a la corrupción y a la mudanza, y resucitará los suyos gloriosos para más no morir, y con esto se acabará el primer estado de su reino de guerra, y nacerá la vida y la gloria; y, lleno de despojos y de vencimientos, presentará su Iglesia a su Padre, que reinará en ella juntamente con su Hijo en felicidad sempiterna.

Y dice que entonces, esto es, en aquel estado segundo, será Dios en todas las cosas, por dos razones. Una, porque todos los hombres y todas las partes y sentidos e inclinaciones que en cada uno de ellos hay, le estarán obedientes y sujetos, y reinará en ellos la ley de Dios sin contienda, que, como vemos en la oración que el Señor nos enseña, estas dos cosas andan juntas o casi son una misma, el reinar Dios y el cumplir nosotros su voluntad y su ley enteramente, así como se cumple en el cielo. Y la otra razón es porque será Dios entonces, Él solo y por sí, para su reino, todo aquello que a su reino fuere necesario y provechoso. Porque Él les será el príncipe y el corregidor, y el secretario y el consejero; y todo lo que ahora se gobierna por diferentes ministros, Él por sí solo lo administrará con los suyos, y Él mismo les será la riqueza y el dador de ella, el descanso, el deleite, la vida.

Y como Platón dice del oficio del rey, que ha de ser de pastor, así como llama Homero a los reyes, porque ha de ser para sus súbditos todo, como el pastor para sus ovejas lo es, porque él las apacienta y las guía, y las cura y las lava, y las trasquila y las recrea, así Dios será entonces con su dichoso ganado muy más perfecto pastor, o será alma en el cuerpo de su Iglesia querida; porque, junto entonces y enlazado con ella, y metido por toda ella por manera maravillosa hasta lo íntimo, así como ahora por nuestra alma sentimos, así en cierta manera entonces veremos, y sentiremos y entenderemos y nos moveremos por Dios, y Dios echará rayos de sí por todos nuestros sentidos, y nos resplandecerá por los rostros.

Y como en el hierro encendido no se ve sino fuego, así lo que es hombre casi no será sino Dios, que con su Cristo reinará enseñoreado perfectamente de todos. De cuyo reino, o de la felicidad de este su estado postrero, ¿qué podemos mejor decir que lo que dice el Profeta? «Di alabanzas, hija de Sión; gózate con júbilo, Israel; alégrate y regocíjate de todo tu corazón, hija de Jerusalén; que el Señor dio fin a tu castigo, apartó de ti su azote, retiró tus enemigos el Rey de Israel. El Señor en medio de ti, no temerás mal de aquí en adelante.»

O como otro profeta dijo: «No sonará ya de allí adelante en tu tierra maldad ni injusticia, ni asolamiento ni destrucción en tus términos; la salud se enseñoreará por tus muros, y en las puertas tuyas sonará voz de loor. No te servirás de allí adelante del sol para que te alumbre en el día, ni el resplandor de la luna será tu lumbrera; mas el Señor mismo te valdrá por sol sempiterno y será tu gloria y tu hermosura tu Dios. No se pondrá tu sol jamás, ni tu luna se amenguará; porque el Señor será tu luz perpetua, que ya se fenecieron de tu lloro los días. Tu pueblo todo serán justos todos, heredarán la tierra sin fin, que son fruto de mis posturas, obra de mis manos para honra gloriosa. El menor valdrá por mil, y el pequeñito más que una gente fortísima; que Yo soy el Señor, y en su tiempo Yo lo haré en un momento.»

Y en otro lugar: «Serán allí en olvido puestas las congojas primeras, y ellas se les esconderán de los ojos. Porque Yo criaré nuevos cielos y nueva tierra, y los pasados no serán remembrados ni subirán a las mientes. Porque Yo criaré a Jerusalén regocijo, y alegría a su pueblo, y me regocijaré Yo en Jerusalén, y en mi pueblo me gozaré. Voz de lloro ni voz lamentable de llanto no será ya allí más oída, ni habrá más en ella niño en días ni anciano que no cumpla sus años; porque el de cien años mozo perecerá, y el que de cien años pecador fuere, será maldito. Edificarán y morarán, plantarán viñas y comerán de sus frutos. No edificarán y morarán otros, no plantarán y será de otro comido. Porque conforme a los días del árbol de vida, será el tiempo del vivir de mi pueblo. Las obras de sus manos se envejecerán por mil siglos. Mis escogidos no trabajarán en vano, ni engendrarán para turbación y tristeza. Porque ellos son generaciones de los benditos de Dios, y es lo que de ellos nace, cual ellos. Y será que antes que levanten la voz, admitiré su pedido, y en el menear de la lengua Yo los oiré. El lobo y el cordero serán apacentados como uno, el león comerá heno así como el buey, y polvo será su pan de la sierpe. No maleficiarán, no contaminarán, dice el Señor, en toda la santidad de mi monte.»

Calló Marcelo un poco luego que dijo esto. Y luego tornó a decir:

-Bastará, si os parece, para lo que toca al nombre de Rey lo que hemos ahora dicho, dado que mucho más se pudiera decir; mas es bien que repartamos el tiempo con lo que resta.

Y tornó luego a callar. Y descansando, y como recogiéndose todo en sí mismo por un espacio pequeño, alzó después los ojos al cielo, que ya estaba sembrado de estrellas, y teniéndolos en ellas como enclavados, comenzó a decir así: