Fray
Luis de León
De
las calamidades de nuestros tiempos, que, como vemos, son muchas y muy graves,
una es, y no la menor de todas, muy ilustre señor, el haber venido los hombres
a disposición que les sea ponzoña lo que les solía ser medicina y remedio,
que es también claro indicio de que se les acerca su fin, y de que el mundo
está vecino a la muerte, pues la halla en la vida.
Notoria
cosa es que las Escrituras que llamamos sagradas las inspiró Dios a los
profetas, que las escribieron para que nos fuesen, en los trabajos de esta vida,
consuelo, y en las tinieblas y errores de ella, clara y fiel luz; y para que en
las llagas que hacen en nuestras almas la pasión y el pecado, allí, como en
oficina general, tuviésemos para cada una propio y saludable remedio. Y porque
las escribió para este fin, que es universal, también es manifiesto que
pretendió que el uso de ellas fuese común a todos, y así, cuanto es de su
parte, lo hizo; porque las compuso con palabras llanísimas y en lengua que era
vulgar a aquellos a quienes las dio primero.
Y
después, cuando de aquéllos, juntamente con el verdadero conocimiento de
Jesucristo, se comunicó y traspasó también este tesoro a las gentes, hizo que
se pusiesen en muchas lenguas, y casi en todas aquellas que entonces eran más
generales y más comunes, porque fuesen gozadas comúnmente de todos. Y así
fue, que, en los primeros tiempos de la Iglesia, y en no pocos años después,
era gran culpa en cualquiera de los fieles no ocuparse mucho en el estudio y
lección de los Libros divinos. Y los eclesiásticos y los que llamamos
seglares, así los doctos como los que carecían de letras, por esta causa
trataban tanto de este conocimiento, que el cuidado de los vulgares despertaba
el estudio de los que por su oficio son maestros, quiero decir, de los prelados
y obispos; los cuales de ordinario en sus iglesias, casi todos los días
declaraban las santas Escrituras al pueblo, para que la lección particular que
cada uno tenía de ellas en su casa, alumbrada con la luz de aquella doctrina
pública, y como recogida con la voz del maestro, careciese de error y fuese
causa de más señalado provecho. El cual, a la verdad, fue tan grande cuanto
aquel gobierno era bueno; y respondió el fruto a la sementera, como lo saben
los que tienen alguna noticia de la historia de aquellos tiempos.
Pero,
como decía, esto que de suyo es tan bueno, y que fue tan útil en aquel tiempo,
la condición triste de nuestros siglos y la experiencia de nuestra grande
desventura, nos enseñan que nos es ocasión ahora de muchos daños. Y así, los
que gobiernan la Iglesia, con maduro consejo y como forzados de la misma
necesidad, han puesto una cierta y debida tasa en este negocio, ordenando que
los libros de la sagrada Escritura no anden en lenguas vulgares, de manera que
los ignorantes los puedan leer; y como a gente animal y tosca, que, o no conocen
estas riquezas, o, si las conocen, no usan bien de ellas, se las han quitado al
vulgo de entre las manos.
Y
si alguno se maravilla, como a la verdad es cosa que hace maravillar, que, en
gentes que profesan una misma religión, haya podido acontecer que lo que antes
les aprovechaba les dañe ahora, y mayormente en cosas tan sustanciales, y si
desea penetrar al origen de este mal, conociendo sus fuentes, digo que, a lo que
yo alcanzo, las causas de esto son dos: ignorancia y soberbia, y más soberbia
que ignorancia; en los cuales males ha venido a dar poco a poco el pueblo
cristiano, decayendo de su primera virtud.
La
ignorancia ha estado de parte de aquellos a quien incumbe el saber y el declarar
estos libros; y la soberbia, de parte de los mismos y de los demás todos,
aunque en diferente manera; porque en éstos la soberbia y el pundonor de su
presunción, y el título de maestros, que se arrogaban sin merecerlo, les
cegaba los ojos para que ni conociesen sus faltas, ni se persuadiesen a que les
estaba bien poner estudio y cuidado en aprender lo que no sabían y se
prometían saber; y a los otros este humor mismo, no sólo les quitaba la
voluntad de ser enseñados en estos libros y letras, mas les persuadía también
que ellos las podían saber y entender por sí mismos. Y así, presumiendo el
pueblo de ser maestro, y no pudiendo, como convenía, serlo los que lo eran o
debían de ser, convertíase la luz en tinieblas; y leer las Escrituras el vulgo
le era ocasión de concebir muchos y muy perniciosos errores, que brotaban y se
iban descubriendo por horas.
Mas
si como los prelados eclesiásticos pudieron quitar a los indoctos las
Escrituras, pudieran también ponerlas y asentarlas en el deseo y en el
entendimiento y en la noticia de los que las han de enseñar, fuera menos de
llorar esta miseria; porque estando éstos, que son como cielos llenos y ricos
con la virtud de este tesoro, derivárase de ellos necesariamente gran bien en
los menores, que son el suelo sobre quien ellos influyen. Pero en muchos es esto
tan al revés, que no sólo no saben estas letras, pero desprecian, o, a lo
menos, muestran preciarse poco y no juzgar bien de los que las saben. Y con un
pequeño gusto de ciertas cuestiones contentos e hinchados, tienen título de
maestros teólogos, y no tienen la Teología; de la cual, como se entiende, el
principio son las cuestiones de la Escuela, y el crecimiento de la doctrina que
escriben los santos, y el colmo y perfección y lo más alto de ella, las letras
sagradas, a cuyo entendimiento todo lo de antes, como a fin necesario, se
ordena.
Mas
dejando éstos y tomando a los comunes del vulgo, a este daño, de que por su
culpa y soberbia se hicieron inútiles para la lección de la Escritura divina,
háseles seguido otro daño, no sé si diga peor: que se han entregado sin
rienda a la lección de mil libros, no solamente vanos, sino señaladamente
dañosos, los cuales, como por arte del demonio, como faltaron los buenos, en
nuestra edad, más que en otra, han crecido. Y nos ha acontecido lo que acontece
a la tierra, que cuando no produce trigo da espinas. Y digo que este segundo
daño en parte vence al primero, porque en aquél pierden los hombres un grande
instrumento para ser buenos, mas en éste le tienen para ser malos; allí
quítasele a la virtud algún gobierno, aquí dase cebo a los vicios. Porque si,
como alega San Pablo, «las malas conversaciones corrompen las buenas
costumbres», el libro torpe y dañado, que conversa con el que le lee a todas
horas y a todos tiempos, ¿qué no hará? o ¿cómo será posible que no críe
viciosa y mala sangre el que se mantiene de malezas y de ponzoñas?
Y,
a la verdad, si queremos mirar en ello con atención y ser justos jueces, no
podemos dejar de juzgar sino que de estos libros perdidos y desconcertados, y de
su lección, nace gran parte de los reveses y perdición que se descubren
continuamente en nuestras costumbres. Y de un sabor de gentilidad y de
infidelidad, que los celosos del servicio de Dios sienten en ellas -que no sé
yo si en edad alguna del pueblo cristiano se ha sentido mayor-, a mi juicio, el
principio y la raíz y la causa toda son estos libros. Y es caso de gran
compasión, que muchas personas simples y puras se pierden en este mal paso,
antes que se adviertan de él; y como sin saber de dónde o de qué, se hallan
emponzoñadas, y quiebran simple y lastimosamente en esta roca encubierta.
Porque muchos de estos malos escritos ordinariamente andan en las manos de
mujeres doncellas y mozas, y no se recatan de ello sus padres; por donde las
más de las veces les sale vano y sin fruto todo el demás recato que tienen.
Por
lo cual, como quiera que siempre haya sido provechoso y loable el escribir sanas
doctrinas, que despierten las almas o las encaminen a la virtud, en este tiempo
es así necesario, que, a mi juicio, todos los buenos ingenios en quien puso
Dios partes y facultad para semejante negocio, tienen obligación a ocuparse en
él, componiendo en nuestra lengua, para el uso común de todos, algunas cosas
que, o como nacidas de las Sagradas Letras, o como allegadas y conformes a
ellas, suplan por ellas, cuanto es posible, con el común menester de los
hombres, y juntamente les quiten de las manos, sucediendo en su lugar de ellos,
los libros dañosos y de vanidad.
Y
aunque es verdad que algunas personas doctas y muy religiosas han trabajado en
esto bien felizmente en muchas escrituras que nos han dado, llenas de utilidad y
pureza; mas no por eso los demás que pueden emplearse en lo mismo se deben
tener por desobligados, ni deben por eso alanzar de las manos la pluma; pues en
caso que todos los que pueden escribir escribiesen, todo ello sería mucho
menos, no sólo de lo que se puede escribir en semejantes materias, sino de
aquello que, conforme a nuestra necesidad, es menester que se escriba, así por
ser los gustos de los hombres y sus inclinaciones tan diferentes, como por ser
tantas ya y tan recibidas las escrituras malas, contra quien se ordenan las
buenas. Y lo que en las baterías y cercos de los lugares fuertes se hace en la
guerra, que los tientan por todas las partes, y con todos los ingenios que nos
enseña la facultad militar, eso mismo es necesario que hagan todos los buenos y
doctos ingenios ahora, sin que uno se descuide con otro, en un mal uso tan
torreado y fortificado como es éste de que vamos hablando.
Yo
así lo juzgo y juzgué siempre. Y aunque me conozco por el menor de todos los
que, en esto que digo, pueden servir a la Iglesia, siempre la deseé servir en
ello como pudiese; y por mi poca salud y muchas ocupaciones no lo he hecho hasta
ahora.
Mas,
ya que la vida pasada ocupada y trabajosa me fue estorbo para que no pusiese
este mi deseo y juicio en ejecución, no me parece que debo perder la ocasión
de este ocio, en que la injuria y mala voluntad de algunas personas me han
puesto. Porque, aunque son muchos los trabajos que me tienen cercado, pero el
favor largo del cielo que Dios, padre verdadero de los agraviados, sin merecerlo
me da, y el testimonio de la conciencia en medio de todos ellos, han serenado mi
alma con tanta paz, que no sólo en la enmienda de mis costumbres, sino también
en el negocio y conocimiento de la verdad, veo ahora y puedo hacer lo que antes
no hacía. Y hame convertido este trabajo el Señor en mi luz y salud, y con las
manos de los que me pretendían dañar ha sacado mi bien. A cuya excelente y
divina merced en alguna manera no respondería yo con el agradecimiento debido,
si, ahora que puedo, en la forma que puedo y según la flaqueza de mi ingenio y
mis fuerzas, no pusiese cuidado en esto, que, a lo que yo juzgo, es tan
necesario para bien de sus fieles.
Pues
a este propósito me vinieron a la memoria unos razonamientos que, en los años
pasados, tres amigos míos y de mi Orden, los dos de ellos hombres de grandes
letras e ingenio, tuvieron entre sí por cierta ocasión, acerca de los nombres
con que es llamado Jesucristo en la Sagrada Escritura; los cuales me refirió a
mí poco después el uno de ellos, y yo por su cualidad no los quise olvidar.
Y
deseando yo ahora escribir alguna cosa que fuese útil al pueblo de Cristo, hame
parecido que comenzar por sus nombres, para principio, es el más feliz y de
mejor anuncio; y para utilidad de los lectores, la cosa de más provecho; y para
mi gusto particular, la materia más dulce y más apacible de todas; porque,
así como Cristo nuestro Señor es como fuente, o, por mejor decir, como océano
que comprende en sí todo lo provechoso y lo dulce que se reparte en los
hombres, así el tratar de Él, y como si dijésemos, el desenvolver este
tesoro, es conocimiento dulce y provechoso más que otro ninguno. Y por orden de
buena razón, se presupone a los demás tratados y conocimientos este
conocimiento, porque es el fundamento de todos ellos y es como el blanco adonde
el cristiano endereza todos sus pensamientos y obras; y así, lo primero a que
debemos dar asiento en el alma es a su deseo, y, por la misma razón, a su
conocimiento, de quien nace y con quien se enciende y acrecienta el deseo.
Y
la propia y verdadera sabiduría del hombre es saber mucho de Cristo; y, a la
verdad, es la más alta y más divina sabiduría de todas, porque entenderle a
Él es entender todos los tesoros de la sabiduría de Dios, que, como dice San
Pablo, «están en Él cerrados»; y es entender el infinito amor que Dios tiene
a los hombres, y la majestad de su grandeza, y el abismo de sus consejos sin
suelo, y de su fuerza invencible el poder inmenso, con las demás grandezas y
perfecciones que moran en Dios, y se descubren y resplandecen, más que en
ninguna parte, en el misterio de Cristo. Las cuales perfecciones todas, o gran
parte de ellas, se entenderán si entendiéremos la fuerza y la significación
de los nombres que el Espíritu Santo le da en la divina Escritura; porque son
estos nombres como unas cifras breves, en que Dios, maravillosamente, encerró
todo lo que acerca de esto el humano entendimiento puede entender y le conviene
que entienda.
Pues
lo que en ello se platicó entonces, recorriendo yo la memoria de ello después,
casi en la misma forma como a mí me fue referido, y lo más conforme que ha
sido posible al hecho de la verdad o a su semejanza, habiéndolo puesto por
escrito, lo envío ahora a vuestra merced, a cuyo servicio se enderezan todas
mis cosas.
Era
por el mes de junio, a las vueltas de la fiesta de San Juan, a tiempo que en
Salamanca comienzan a cesar los estudios, cuando Marcelo, el uno de los que digo
-que así le quiero llamar con nombre fingido, por ciertos respetos que tengo, y
lo mismo haré a los demás-, después de una carrera tan larga como es la de un
año en la vida que allí se vive, se retiró, como a puerto sabroso, a la
soledad de una granja que, como vuestra merced sabe, tiene mi monasterio en la
ribera del Tormes, y fuéronse con él, por hacerle compañía y por el mismo
respeto, los otros dos. Adonde habiendo estado algunos días, aconteció que una
mañana, que era la del día dedicado al apóstol San Pedro, después de haber
dado al culto divino lo que se le debía, todos tres juntos se salieron de la
casa a la huerta que se hace delante de ella.
Es
la huerta grande, y estaba entonces bien poblada de árboles, aunque puestos sin
orden; mas eso mismo hacía deleite en la vista, y sobre todo, la hora y la
sazón. Pues entrados en ella, primero, y por un espacio pequeño, se anduvieron
paseando y gozando del frescor; y después se sentaron juntos a la sombra de
unas parras y junto a la corriente de una pequeña fuente, en ciertos asientos.
Nace la fuente de la cuesta que tiene la casa a las espaldas, y entraba en la
huerta por aquella parte; y corriendo y tropezando, parecía reírse. Tenían
también delante de los ojos y cerca de ellos una alta y hermosa alameda. Y más
adelante, y no muy lejos, se veía el río Tormes, que aun en aquel tiempo,
hinchiendo bien sus riberas, iba torciendo el paso por aquella vega. El día era
sosegado y purísimo, y la hora muy fresca. Así que, asentándose y callando
por un pequeño tiempo, después de sentados, Sabino, que así me place llamar
al que de los tres era el más mozo, mirando hacia Marcelo y sonriéndose,
comenzó a decir así:
-Algunos
hay a quien la vista del campo los enmudece, y debe de ser condición de
espíritus de entendimiento profundo; mas yo, como los pájaros, en viendo lo
verde, deseo o cantar o hablar.
-Bien
entiendo por qué lo decís -respondió al punto Marcelo-; y no es alteza de
entendimiento, como dais a entender por lisonjearme o por consolarme, sino
cualidad de edad y humores diferentes, que nos predominan y se despiertan con
esta vista, en vos de sangre y en mí de melancolía. Mas sepamos -dice- de
Juliano (que éste será el nombre del tercero), si es pájaro también o si es
de otro metal.
-No
soy siempre de uno mismo -respondió Juliano-, aunque ahora al humor de Sabino
me inclino algo más. Y pues él no puede ahora razonar consigo mismo mirando la
belleza del campo y la grandeza del cielo, bien será que nos diga su gusto
acerca de lo que podremos hablar.
Entonces
Sabino, sacando del seno un papel escrito y no muy grande:
-Aquí
-dice- está mi deseo y mi esperanza.
Marcelo,
que reconoció luego el papel, porque estaba escrito de su mano, dijo, vuelto a
Sabino y riéndose:
-No
os atormentará mucho el deseo a lo menos, Sabino, pues tan en la mano tenéis
la esperanza; ni aun deben ser ni lo uno ni lo otro muy ricos, pues se encierran
en tan pequeño papel.
-Si
fueren pobres -dijo Sabino-, menos causa tendréis para no satisfacerme en una
cosa tan pobre.
-¿En
qué manera -respondió Marcelo- o qué parte soy yo para satisfacer vuestro
deseo, o qué deseo es el que decís?
Entonces
Sabino, desplegando el papel, leyó el título que decía: De los nombres de
Cristo; y no leyó más, y dijo luego:
-Por
cierto caso hallé hoy este papel, que es de Marcelo, adonde, como parece, tiene
apuntados algunos de los nombres con que Cristo es llamado en la Sagrada
Escritura, y los lugares de ella donde es llamado así. Y como le vi, me puso
codicia de oírle algo sobre aqueste argumento, y por eso dije que mi deseo
estaba en este papel. Y está en él mi esperanza también, porque, como parece
de él, este es argumento en que Marcelo ha puesto su estudio y cuidado, y
argumento que le debe tener en la lengua; y así no podrá decirnos ahora lo que
suele decir cuando se excusa, si le obligamos a hablar, que le tomamos
desapercibido. Por manera que, pues le falta esta excusa, y el tiempo es
nuestro, y el día santo, y la sazón tan a propósito de pláticas semejantes,
no nos será dificultoso el rendir a Marcelo, si vos, Juliano, me favorecéis.
-En
ninguna cosa me hallaréis más a vuestro lado, Sabino -respondió Juliano.
Y
dichas y respondidas muchas cosas en este propósito, porque Marcelo se excusaba
mucho, o a lo menos pedía que tomase Juliano su parte y dijese también; y
quedando asentado que a su tiempo, cuando pareciese, o si pareciese ser
menester, Juliano haría su oficio, Marcelo, vuelto a Sabino, dijo así:
-Pues
el papel ha sido el despertador de esta plática, bien será que él mismo nos
sea la guía en ella. Id leyendo, Sabino, en él; y de lo que en él estuviere,
y conforme a su orden, así iremos diciendo si no os parece otra cosa.
-Antes
nos parece lo mismo -respondieron como a una Sabino y Juliano.
Y
luego Sabino, poniendo los ojos en el escrito, con clara y moderada voz leyó
así:
Explícase la naturaleza del nombre, qué oficio tiene,
por qué fin se introdujo y en qué manera se suele poner
«Los
nombres que en la Escritura se dan a Cristo son muchos, así como son muchas sus
virtudes y oficios; pero los principales son diez, en los cuales se encierran y,
como reducidos, se recogen los demás; y los diez son éstos».
-Primero
que vengamos a eso -dijo Marcelo alargando la mano hacia Sabino, para que se
detuviese-, convendrá que digamos algunas cosas que se presuponen a ello; y
convendrá que tomemos el salto, como dicen, de más atrás, y que guiando el
agua de su primer nacimiento, tratemos qué cosa es esto que llamamos nombre, y
qué oficio tiene, y por qué fin se introdujo y en qué manera se suele poner;
y aun antes de todo esto hay otro principio.
-¿Qué
otro principio -dijo Juliano- hay que sea primero que el ser de lo que se trata,
y la declaración de ello breve, que la Escuela llama definición?
-Que
como los que quieren hacerse a la vela -respondió Marcelo- y meterse en la mar,
antes que desplieguen los lienzos, vueltos al favor del cielo, le piden viaje
seguro, así ahora en el principio de una semejante jornada, yo por mí, o por
mejor decir, todos para mí, pidamos a ese mismo de quien hemos de hablar
sentidos y palabras cuales convienen para hablar de Él. Porque si las cosas
menores, no sólo acabarlas no podemos bien, mas ni emprenderlas tampoco, sin
que Dios particularmente nos favorezca, ¿quién podrá decir de Cristo y de
cosas tan altas como son las que encierran los Nombres de Cristo, si no
fuere alentado con la fuerza de su espíritu?
Por
lo cual, desconfiando de nosotros mismos y confesando la insuficiencia de
nuestro saber, y como derrocando por el suelo los corazones, supliquemos con
humildad a esta divina luz que nos amanezca, quiero decir, que envíe en mi alma
los rayos de su resplandor y la alumbre, para que en esto que quiero decir de
Él, sienta lo que es digno de Él; y para que lo que en esta manera sintiere,
lo publique por la lengua en la forma que debe. Porque, Señor, sin Ti, ¿quién
podrá hablar como es justo de Ti? O ¿quién no se perderá, en el inmenso
océano de tus excelencias metido, si Tú mismo no le guías al puerto? Luce,
pues, ¡oh sólo verdadero Sol!, en mi alma, y luce con tan grande abundancia de
luz, que, con el rayo de ella, juntamente y mi voluntad encendida te ame y mi
entendimiento esclarecido te vea, y, enriquecida, mi boca te hable y pregone, si
no como eres del todo, a lo menos como puedes de nosotros ser entendido, y sólo
a fin de que Tú seas glorioso y ensalzado en todo tiempo y de todos.
Y,
dicho esto, calló, y los otros dos quedaron suspensos y atentos mirándole; y
luego tornó a comenzar en esta manera:
-El
nombre, si hemos de decirlo en pocas palabras, es una palabra breve que se
sustituye por aquello de quien se dice, y se toma por ello mismo. O nombre es
aquello mismo que se nombra, no en el ser real y verdadero que ello tiene, sino
en el ser que le da nuestra boca y entendimiento. Porque se ha de entender que
la perfección de todas las cosas, y señaladamente de aquellas que son capaces
de entendimiento y razón, consiste en que cada una de ellas tenga en sí a
todas las otras y en que, siendo una, sea todas cuanto le fuere posible; porque
en esto se avecina a Dios, que en sí lo contiene todo. Y cuanto más en esto
creciere, tanto se allegará más a Él haciéndosele semejante. La cual
semejanza es, si conviene decirlo así, el pío general de todas las cosas, y el
fin y como el blanco adonde envían sus deseos todas las criaturas.
Consiste,
pues, la perfección de las cosas en que cada uno de nosotros sea un mundo
perfecto, para que por esta manera, estando todos en mí y yo en todos los
otros, y teniendo yo su ser de todos ellos, y todos y cada uno de ellos teniendo
el ser mío, se abrace y eslabone toda esta máquina del universo, y se reduzca
a unidad la muchedumbre de sus diferencias; y quedando no mezcladas, se mezclen;
y permaneciendo muchas, no lo sean; y para que, extendiéndose y como
desplegándose delante los ojos la variedad y diversidad, venza y reine y ponga
su silla la unidad sobre todo. Lo cual es avecinarse la criatura a Dios, de
quien mana, que en tres personas es una esencia, y en infinito número de
excelencias no comprensibles, una sola perfecta y sencilla excelencia.
Pues
siendo nuestra perfección ésta que digo, y deseando cada uno naturalmente su
perfección, y no siendo escasa la naturaleza en proveer a nuestros necesarios
deseos, proveyó en esto como en todo lo demás con admirable artificio. Y fue
que, porque no era posible que las cosas, así como son, materiales y toscas,
estuviesen todas unas en otras, les dio a cada una de ellas, demás del ser real
que tienen en sí, otro ser del todo semejante a este mismo, pero más delicado
que él y que nace en cierta manera de él, con el cual estuviesen y viviesen
cada una de ellas en los entendimientos de sus vecinos, y cada una en todas, y
todas en cada una. Y ordenó también que de los entendimientos, por semejante
manera, saliesen con la palabra a las bocas. Y dispuso que las que en su ser
material piden cada una de ellas su propio lugar, en aquel espiritual ser
pudiesen estar muchas, sin embarazarse, en un mismo lugar en compañía juntas;
y aun, lo que es más maravilloso, una misma en un mismo tiempo en muchos
lugares.
De
lo cual puede ser como ejemplo lo que en el espejo acontece. Que si juntamos
muchos espejos y los ponemos delante los ojos, la imagen del rostro, que es una,
reluce una misma y en un mismo tiempo en cada uno de ellos; y de ellos todas
aquellas imágenes, sin confundirse, se toman juntamente a los ojos, y de los
ojos al alma de aquel que en los espejos se mira. Por manera que, en conclusión
de lo dicho, todas las cosas viven y tienen ser en nuestro entendimiento cuando
las entendemos y cuando las nombramos en nuestras bocas y lenguas. Y lo que
ellas son en sí mismas, esa misma razón de ser tienen en nosotros, si nuestras
bocas y entendimientos son verdaderos.
Digo
esa misma en razón de semejanza, aunque en cualidad de modo diferente,
conforme a lo dicho. Porque el ser que tienen en sí es ser de tomo y de cuerpo,
y ser estable y que así permanece; pero en el entendimiento que las entiende,
hácense a la condición de él y son espirituales y delicadas; y para decirlo
en una palabra, en sí son la verdad, mas en el entendimiento y en la boca son
imágenes de la verdad, esto es, de sí mismas, e imágenes que sustituyen y
tienen la vez de sus mismas cosas para el efecto y fin que está dicho; y,
finalmente, en sí son ellas mismas, y en nuestra boca y entendimiento sus
nombres. Y así queda claro lo que al principio dijimos, que el nombre es como
imagen de la cosa de quien se dice, o la misma cosa disfrazada en otra manera,
que sustituye por ella y se toma por ella, para el fin y propósito de
perfección y comunidad que dijimos.
Y
de esto mismo se conoce también que hay dos maneras o dos diferencias de
nombres: unos que están en el alma y otros que suenan en la boca. Los primeros
son el ser que tienen las cosas en el entendimiento del que las entiende; y los
otros, el ser que tienen en la boca del que, como las entiende, las declara y
saca a luz con palabras. Entre las cuales hay esta conformidad: que los unos y
los otros son imágenes, y, como ya digo muchas veces, sustitutos de aquéllos
cuyos nombres son. Mas hay también esta desconformidad: que los unos son
imágenes por naturaleza, y los otros por arte. Quiero decir que la imagen y
figura que está en el alma sustituye por aquellas cosas cuya figura es por la
semejanza natural que tiene con ellas; mas las palabras, porque nosotros, que
fabricamos las voces, señalamos para cada cosa la suya, por eso sustituyen por
ellas. Y cuando decimos nombres, ordinariamente entendemos estos postreros,
aunque aquellos primeros son los nombres principalmente. Y así nosotros
hablaremos de aquéllos, teniendo los ojos en éstos.
Y
habiendo dicho Marcelo esto, y queriendo proseguir su razón, díjole Juliano:
-Paréceme
que habéis guiado el agua muy desde su fuente, y como conviene que se guíe en
todo aquello que se dice, para que sea perfectamente entendido. Y si he estado
bien atento, de tres cosas que en el principio nos propusisteis, habéis ya
dicho las dos, que son: lo que es el nombre, y el oficio para cuyo fin se
ordenó. Resta decir lo tercero, que es la forma que se ha de guardar, y aquello
a que se ha de tener respeto cuando se pone.
-Antes
de eso -respondió Marcelo- añadiremos esta palabra a lo dicho; y es que, como
de las cosas que entendemos, unas veces formamos en el entendimiento una imagen,
que es imagen de muchos, quiero decir, que es imagen de aquello en que muchas
cosas, que en lo demás son diferentes, convienen entre sí y se parecen; y
otras veces la imagen que figuramos es retrato de una cosa sola, y así propio
retrato de ella que no dice con otra; por la misma manera hay unas palabras o
nombres que se aplican a muchos, y se llaman nombres comunes, y otros que son
propios de sólo uno, y éstos son aquéllos de quien hablamos ahora. En los
cuales, cuando de intento se ponen, la razón y naturaleza de ellos pide que se
guarde esta regla: que, pues han de ser propios, tengan significación de alguna
particular propiedad, y de algo de lo que es propio a aquello de quien se dicen;
y que se tomen y como nazcan y manen de algún minero suyo y particular; porque
si el nombre, como hemos dicho, sustituye por lo nombrado, y si su fin es hacer
que lo ausente que significa, en él nos sea presente, y cercano y junto lo que
nos es alejado, mucho conviene que en el sonido, en la figura, o verdaderamente
en el origen y significación de aquello de donde nace, se avecine y asemeje a
cuyo es, cuanto es posible avecinarse a una cosa de tomo y de ser el sonido de
una palabra.
No
se guarda esto siempre en las lenguas; es grande verdad. Pero si queremos decir
la verdad, en la primera lengua lo de todas casi siempre se guarda. Dios, a lo
menos, así lo guardó en los nombres que puso, como en la Escritura se ve.
Porque, si no es esto, ¿qué es lo que se dice en el Génesis que Adán,
inspirado por Dios, puso a cada cosa su nombre, y que lo que él las nombró,
ese es el nombre de cada una? Esto es decir que a cada una les venía como
nacido aquel nombre, y que era así suyo por alguna razón particular y secreta,
que si se pusiera a otra cosa no le viniera ni cuadrara tan bien. Pero, como
decía, esta semejanza y conformidad se atiende en tres cosas: en la figura, en
el sonido, y señaladamente en el origen de su derivación y significación. Y
digamos de cada una, comenzando por esta postrera.
Atiéndese,
pues, esta semejanza en el origen y significación de aquello de donde nace; que
es decir que cuando el nombre que se pone a alguna cosa se deduce y deriva de
alguna otra palabra y nombre, aquello de donde se deduce ha de tener
significación de alguna cosa que se avecine a algo de aquello que es propio al
nombrado, para que el nombre, saliendo de allí, luego que sonare ponga en el
sentido del que le oyere la imagen de aquella particular propiedad; esto es,
para que el nombre contenga en su significación algo de lo mismo que la cosa
nombrada contiene en su esencia. Como, por razón de ejemplo, se ve en nuestra
lengua en el nombre con que se llaman en ella los que tienen la vara de justicia
en alguna ciudad, que los llamamos corregidores, que es nombre que nace y
se toma de lo que es corregir, porque el corregir lo malo es su oficio de
ellos, o parte de su oficio muy propia. Y así, quien lo oye, en oyéndolo,
entiende lo que hay o haber debe en el que tiene este nombre. Y también a los
que entrevienen en los casamientos los llamamos en castellano casamenteros,
que viene de lo que es hacer mención o mentar, porque son los que hacen
mención del casar, entreviniendo en ello y hablando de ello y tratándolo. Lo
cual en la Sagrada Escritura se guarda siempre en todos aquellos nombres que, o
Dios puso a alguno, o por su inspiración se pusieron a otros. Y esto en tanta
manera, que no solamente ajusta Dios los nombres que pone con lo propio que las
cosas nombradas tienen en sí, mas también todas las veces que dio a alguno y
le añadió alguna cualidad señalada, demás de las que de suyo tenía, le ha
puesto también algún nuevo nombre que se conformase con ella, como se ve en el
nombre que de nuevo puso a Abraham; y en el de Sara, su mujer, se ve también; y
en el de Jacob, su nieto, a quien llamó Israel; y en el de Josué, el capitán
que puso a los judíos en la posesión de su tierra; y así en otros muchos.
-No
ha muchas horas -dijo entonces Sabino- que oímos acerca de eso un ejemplo bien
señalado; y aun oyéndole yo, se me ofreció una pequeña duda acerca de él.
-¿Qué
ejemplo es ese? -respondió Marcelo.
-El
nombre de Pedro -dijo Sabino-, que le puso Cristo, como ahora nos fue leído en
la misa.
-Es
verdad -dijo Marcelo-, y es bien claro ejemplo. Mas ¿qué duda tenéis en él?
-La
causa por qué Cristo le puso -respondió Sabino- es mi duda; porque me parece
que debe contener en sí algún misterio grande.
-Sin
duda -dijo Marcelo-, muy grande; porque dar Cristo a San Pedro este nuevo y
público nombre, fue cierta señal que en lo secreto del alma le infundía a
él, más que a ninguno de sus compañeros, un don de firmeza no vencible.
-Eso
mismo -replicó luego Sabino- es lo que se me hace dudoso; porque ¿cómo tuvo
más firmeza que los demás apóstoles, ni infundida ni suya, el que sólo entre
todos negó a Cristo por tan ligera ocasión? Si no es firmeza prometer
osadamente y no cumplir flacamente después.
-No
es así -respondió Marcelo-, ni se puede dudar en manera alguna de que fue este
glorioso príncipe, en este don de firmeza de amor y fe para con Cristo, muy
aventajado entre todos. Y es claro argumento de esto aquel celo y apresuramiento
que siempre tuvo para adelantarse en todo lo que parecía tocar o a la honra o
al descanso de su Maestro. Y no sólo después que recibió el fuego del
Espíritu Santo, sino antes también, cuando Cristo, preguntándole tres veces
si le amaba más que los otros y respondiendo él que le amaba, le dio a pacer
sus ovejas, testificó Cristo con el hecho que su respuesta era verdadera, y que
se tenía por amado de él con firmísimo y fortísimo amor. Y si negó en
algún tiempo, bien es de creer que cualquiera de sus compañeros, en la misma
pregunta y ocasión de temer, hiciera lo mismo si se les ofreciera; y por no
habérseles ofrecido, no por eso fueron más fuertes.
Y
si quiso Dios que se le ofreciese a sólo San Pedro, fue con grande razón. Lo
uno para que confiase menos de sí de allí adelante el que hasta entonces, de
la fuerza de amor que en sí mismo sentía, tomaba ocasión para ser confiado. Y
lo otro, para que quien había de ser pastor y como padre de todos los fieles,
con la experiencia de su propia flaqueza se condoliese de las que después viese
en sus súbditos, y supiese llevarlas. Y últimamente, para que con el lloro
amargo que hizo por esta culpa, mereciese mayor acercamiento de fortaleza. Y
así fue que después se le dio firmeza para sí y para otros muchos en él;
quiero decir, para todos los que le son sucesores en su Silla apostólica, en la
cual siempre ha permanecido firme y entera, y permanecerá hasta el fin, la
verdadera doctrina y confesión de la fe.
Mas
tornando a lo que decía, quede esto por cierto: que todos los nombres que se
ponen por orden de Dios, traen consigo significación de algún particular
secreto que la cosa nombrada en sí tiene, y que en esta significación se
asemejan a ella; que es la primera de las tres cosas en que, como dijimos, esta
semejanza se atiende. Y sea la segunda lo que toca al sonido: esto es, que sea
el nombre que se pone de tal cualidad, que cuando se pronunciare suene como
suele sonar aquello que significa, o cuando habla, si es cosa que habla, o en
algún otro accidente que le acontezca. Y la tercera es la figura, que es la que
tienen las letras con que los nombres se escriben, así en el número como en la
disposición de sí mismas, y la que cuando las pronunciamos suelen poner en
nosotros. Y de estas dos maneras postreras, en la lengua original de los libros
divinos y en esos mismos libros hay infinitos ejemplos; porque del sonido, casi
no hay palabra de las que significan alguna cosa, que, o se haga con voz o que
envíe son alguno de sí, que, pronunciada bien, no nos ponga en los oídos o el
mismo sonido o algún otro muy semejante de él.
Pues
lo que toca a la figura, bien considerado, es cosa maravillosa los secretos y
los misterios que hay acerca de esto en las Letras divinas. Porque en ellas, en
algunos nombres se añaden letras para significar acrecentamiento de buena dicha
en aquello que significan; y en otros se quitan algunas de las debidas para
hacer demostración de calamidad y pobreza. Algunos, si lo que significan, por
algún accidente, siendo varón, se ha afeminado y enmollecido, ellos también
toman letras de las que en aquella lengua son, como si dijésemos, afeminadas y
mujeriles. Otros, al revés, significando cosas femeninas de suyo, para dar a
entender algún accidente viril, toman letras viriles. En otros mudan las letras
su propia figura, y las abiertas se cierran, y las cerradas se abren y mudan el
sitio, y se trasponen y disfrazan con visajes y gestos diferentes, y, como dicen
del camaleón, se hacen a todos los accidentes de aquellos cuyos son los nombres
que constituyen. Y no pongo ejemplos de esto porque son cosas menudas, y a los
que tienen noticia de aquella lengua, como vos, Juliano y Sabino, la tenéis,
notorias mucho; y señaladamente porque pertenecen propiamente a los ojos y
así, para dichas y oídas, son cosas oscuras.
Pero,
si os parece, valga por todos la figura y cualidad de letras con que se escribe
en aquella lengua el nombre propio de Dios, que los hebreos llaman inefable,
porque no tenían por lícito el traerle comúnmente en la boca; y los griegos
le llaman nombre de cuatro letras, porque son tantas las letras de que se
compone. Porque, si miramos al sonido con que se pronuncia, todo él es vocal,
así como lo es aquel a quien significa, que todo es ser y vida y espíritu sin
ninguna mezcla de composición o de materia. Y si atendemos a la condición de
las letras hebreas con que se escribe, tienen esta condición, que cada una de
ellas se puede poner en lugar de las otras, y muchas veces en aquella lengua se
ponen; y así, en virtud, cada una de ellas es todas, y todas son cada una; que
es como imagen de la sencillez que hay en Dios, por una parte, y de la infinita
muchedumbre de perfecciones que, por otra, tiene; porque todo es una gran
perfección, y aquella una es todas sus perfecciones. Tanto que, si hablamos con
propiedad, la perfecta sabiduría de Dios no se diferencia de su justicia
infinita; ni su justicia, de su grandeza; ni su grandeza, de su misericordia; y
el poder y el saber y el amar en Él, todo es uno. Y en cada uno de estos sus
bienes, por más que le desviemos y alejemos del otro, están todos juntos; y
por cualquiera parte que le miremos, es todo y no parte. Y conforme a esta
razón es, como habemos dicho, la condición de las letras que componen su
nombre. Y no sólo en la condición de las letras, sino aun, lo que parece
maravilloso, en la figura y disposición también le retrata este nombre en una
cierta manera.
Y
diciendo esto Marcelo, e inclinándose hacia la tierra, en la arena, con una
vara delgada y pequeña, formó unas letras como éstas TTI
; y dijo luego:
-Porque
en las letras caldaicas este santo nombre siempre se figura así. Lo cual, como
veis, es imagen del número de las divinas personas, y de la igualdad de ellas,
y de la unidad que tienen las mismas en una esencia, como estas letras son de
una figura y de un nombre. Pero esto dejémoslo así.
E
iba Marcelo a decir otra cosa; mas atravesándose Juliano, dijo de esta manera:
-Antes
que paséis, Marcelo, adelante, nos habéis de decir cómo se compadece con lo
que hasta ahora habéis dicho, que tenga Dios nombre propio; y desde el
principio deseaba pedíroslo, y dejélo por no romperos el hilo. Mas ahora,
antes que salgáis de él, nos decid: si el nombre es imagen que sustituye por
cuyo es, ¿qué nombre de voz o qué concepto de entendimiento puede llegar a
ser imagen de Dios? Y si no puede llegar, ¿en qué manera diremos que es su
nombre propio? Y aún hay en esto otra gran dificultad: que si el fin de los
nombres es que por medio de ellos las cosas cuyos son estén en nosotros, corno
dijisteis, excusada cosa fue darle a Dios nombre, el cual está tan presente a
todas las cosas, y tan lanzado, como si dijésemos, en sus entrañas, y tan
infundido y tan íntimo como está su ser de ellas mismas.
-Abierto
habíais la puerta, Juliano -respondió Marcelo-, para razones grandes y
profundas, si no la cerrara lo mucho que hay que decir en lo que Sabino ha
propuesto. Y así, no os responderé más de lo que basta para que esos vuestros
nudos queden desatados y sueltos. Y comenzando de lo postrero, digo que es
grande verdad que Dios está presente en nosotros, y tan vecino y tan dentro de
nuestro ser como Él mismo de sí; porque en Él y por Él, no sólo nos movemos
y respiramos, sino también vivimos y tenemos ser, como lo confiesa y predica
San Pablo. Pero así nos está presente, que en esta vida nunca nos es presente.
Quiero
decir que está presente y junto con nuestro ser, pero muy lejos de nuestra
vista y del conocimiento claro que nuestro entendimiento apetece. Por lo cual
convino, o por mejor decir, fue necesario que entretanto que andamos peregrinos
de él en estas tierras de lágrimas ya que no se nos manifiesta ni se junta con
nuestra alma su cara, tuviésemos, en lugar de ella, en la boca algún nombre y
palabra, y en el entendimiento alguna figura suya, como quiera que ella sea
imperfecta y oscura, y, como San Pablo llama, enigmática. Porque, cuando volare
de esta cárcel de tierra en que ahora nuestra alma presa trabaja y afana, como
metida en tinieblas, y saliere a lo claro y a lo puro de aquella luz, él mismo,
que se junta con nuestro ser ahora, se juntará con nuestro entendimiento
entonces; y él por sí, y sin medio de otra tercera imagen, estará junto a la
vista del alma; y no será entonces su nombre otro que Él mismo, en la forma y
manera que fuere visto; y cada uno le nombrará con todo lo que viere y
conociere de Él, esto es, con el mismo Él; así y de la misma manera como le
conociere.
Y
por esto dice San Juan, en el libro del Apocalipsis, que Dios a los suyos
en aquella felicidad, demás de que les enjugará las lágrimas y les borrará
de la memoria los duelos pasados, les dará a cada uno una piedrecilla menuda, y
en ella un nombre escrito, el cual sólo el que la recibe le conoce. Que no es
otra cosa sino el tanto de sí y de su esencia, que comunicará Dios con la
vista y entendimiento de cada uno de los bienaventurados; que con ser uno en
todos, con cada uno será en diferente grado, y por una forma de sentimiento
cierta y singular para cada uno.
Y,
finalmente, este nombre secreto que dice San Juan, y el nombre con que entonces
nombraremos a Dios, será todo aquello que entonces en nuestra alma será Dios,
el cual, como dice San Pablo, «será en todos todas las cosas». Así que, en
el cielo, donde veremos, no tendremos necesidad para con Dios de otro nombre
más que del mismo Dios; mas en esta oscuridad, adonde, con tenerle en casa, no
le echamos de ver, esnos forzado ponerle algún nombre. Y no se lo pusimos
nosotros, sino Él por su grande piedad se le puso luego que vio la causa y la
necesidad.
En
lo cual es cosa digna de considerar el amaestramiento secreto del Espíritu
Santo que siguió el santo Moisés acerca de esto, en el libro de la creación
de las cosas. Porque tratando allí la historia de la creación, y habiendo
escrito todas las obras de ella, y habiendo nombrado en ellas a Dios muchas
veces, hasta que hubo criado al hombre y Moisés lo escribió, nunca le nombró
con este su nombre, como dando a entender que, antes de aquel punto, no había
necesidad de que Dios tuviese nombre, y que, nacido el hombre que le podía
entender y no le podría ver en esta vida, era necesario que se nombrase. Y como
Dios tenía ordenado de hacerse hombre después, luego que salió a luz el
hombre, quiso humanarse nombrándose.
Y
a lo otro, Juliano, que propusistes, que siendo Dios un abismo de ser y de
perfección infinita, y habiendo de ser el nombre imagen de lo que nombra, cómo
se podía entender que una palabra limitada alcanzase a ser imagen de lo que no
tiene limitación, algunos dicen que este nombre, como nombre que se le puso
Dios a sí mismo, declara todo aquello que Dios entiende de sí, que es el
concepto y verbo divino que dentro de sí engendra entendiéndose; y que esta
palabra que nos dijo y que suena en nuestros oídos, es señal que nos explica
aquella palabra eterna e incomprensible que nace y vive en su seno, así como
nosotros con las palabras de la boca declaramos todo lo secreto del corazón.
Pero, como quiera que esto sea, cuando decimos que Dios tiene nombres propios, o
que este es nombre propio de Dios, no queremos decir que es cabal nombre, o
nombre que abraza y que nos declara todo aquello que hay en Él. Porque uno es
el ser propio, y otro es el ser igual o cabal. Para que sea propio basta que
declare, de las cosas que son propias a aquella de quien se dice, alguna de
ellas; mas, si no las declara todas entera y cabalmente, no será igual. Y así
a Dios, si nosotros le ponemos nombre, nunca le pondremos un nombre entero y que
le iguale, como tampoco le podemos entender como quien Él es entera y
perfectamente; porque lo que dice la boca es señal de lo que se entiende en el
alma. Y así, no es posible que llegue la palabra adonde el entendimiento no
llega.
Y
para que ya nos vamos acercando a lo propio de nuestro propósito y a lo que
Sabino leyó del papel, ésta es la causa por que a Cristo nuestro Señor se le
dan muchos nombres; conviene a saber, su mucha grandeza y los tesoros de sus
perfecciones riquísimas, y juntamente la muchedumbre de sus oficios y de los
demás bienes que nacen de él y se derraman sobre nosotros. Los cuales, así
como no pueden ser abrazados con una vista del alma, así mucho menos pueden ser
nombrados con una palabra sola. Y como el que infunde agua en algún vaso de
cuello largo y estrecho, la envía poco a poco y no toda de golpe, así el
Espíritu Santo, que conoce la estrechez y angostura de nuestro entendimiento,
no nos presenta así toda junta aquella grandeza, sino como en partes nos la
ofrece, diciéndonos unas veces algo de ella debajo de un nombre, y debajo de
otro nombre otra cosa otras veces. Y así vienen a ser casi innumerables los
nombres que la Escritura divina da a Cristo; porque le llama León y Cordero,
y Puerta y Camino, y Pastor y Sacerdote, y Sacrificio
y Esposo, y Vid y Pimpollo, y Rey de Dios y Cara
suya, y Piedra y Lucero, y Oriente y Padre, y Príncipe
de paz y Salud, y Vida y Verdad; y así otros nombres
sin cuento. Pero, de estos muchos, escogió solos diez el papel, como más
sustanciales; porque, como en él se dice, los demás todos se reducen o pueden
reducir a éstos en cierta manera.
Mas
conviene, antes que pasemos adelante, que admitamos primero que, así como
Cristo es Dios, así también tiene nombres que por su divinidad le convienen:
unos propios de su persona, y otros comunes a toda la Trinidad; pero no habla
con estos nombres nuestro papel, ni nosotros ahora tocaremos en ellos, porque
aquellos propiamente pertenecen a los nombres de Dios. Los nombres de Cristo
que decimos ahora son aquellos solos que convienen a Cristo en cuanto hombre,
conforme a los ricos tesoros de bien que encierra en sí su naturaleza humana, y
conforme a las obras que en ella y por ella Dios ha obrado y siempre obra en
nosotros. Y con esto, Sabino, si no se os ofrece otra cosa, proseguid adelante.
Y
Sabino leyó luego:
Es llamado Cristo Pimpollo, y explícase cómo le conviene este nombre,
y el modo de su maravillosa concepción
El
primer nombre puesto en castellano se dirá bien Pimpollo, que en la
lengua original es Cemach, y el texto latino de la Sagrada Escritura unas
veces lo traslada diciendo Germen, y otras diciendo Oriens. Así
le llamó el Espíritu Santo en el capítulo cuarto del profeta Isaías: «En
aquel día el Pimpollo del Señor será en grande alteza, y el fruto de
la tierra muy ensalzado». Y por Jeremías en el capítulo treinta y tres: «Y
haré que nazca a David Pimpollo de justicia, y haré justicia y razón
sobre la tierra». Y por Zacarías en el capítulo 3, consolando al pueblo
judaico, recién salido del cautiverio de Babilonia: «Yo haré, dice, venir a
mi siervo el Pimpollo.» Y en el capítulo sexto: «Veis un varón cuyo
nombre es Pimpollo».
Y
llegando aquí Sabino, cesó. Y Marcelo:
-Sea
éste -dijo- el primer nombre, pues la orden del papel nos lo da. Y no carece de
razón que sea éste el primero, porque en él, como veremos después, se toca
en cierta manera la cualidad y orden del nacimiento de Cristo y de su nueva y
maravillosa generación; que, en buena orden, cuando de alguno se habla, es lo
primero que se suele decir.
Pero
antes que digamos qué es ser Pimpollo, y qué es lo que significa este nombre,
y la razón por que Cristo es así nombrado, conviene que veamos si es verdad
que es éste nombre de Cristo, y si es verdad que le nombra así la Divina
Escritura, que será ver si los lugares de ella ahora alegados hablan
propiamente de Cristo; porque algunos, o infiel o ignorantemente, nos lo quieren
negar.
Pues
viniendo al primero, cosa clara es que habla de Cristo, así porque el texto
caldaico, que es de grandísima autoridad y antigüedad, en aquel mismo lugar
adonde nosotros leemos: En aquel día será el Pimpollo del Señor, dice
él: En aquel día será el Mesías del Señor; como también porque no se puede
entender aquel lugar de otra alguna manera. Porque lo que algunos dicen del
príncipe Zorababel y del estado feliz de que gozó debajo de su gobierno el
pueblo judaico, dando a entender que fue éste el Pimpollo del Señor de
quien Isaías dice: En aquel día el Pimpollo del Señor será en grande
alteza, es hablar sin mirar lo que dicen; porque quien leyere lo que las letras
sagradas, en los libros de Nehemías y Esdras, cuentan del estado de aquel
pueblo en aquella sazón, verá mucho trabajo, mucha pobreza, mucha
contradicción, y ninguna señalada felicidad, ni en lo temporal ni en los
bienes del alma, que a la verdad es la felicidad de que Isaías entiende cuando
en el lugar alegado dice: «En aquel día será el Pimpollo del Señor en
grandeza y en gloria.»
Y
cuando la edad de Zorobabel, y el estado de los judíos en ella hubiera sido
feliz, cierto es que no lo fue con el extremo que el Profeta aquí muestra;
porque, ¿qué palabra hay aquí que no haga significación de un bien divino y
rarísimo? Dice del Señor, que es palabra que a todo lo que en aquella
lengua se añade lo suele subir de quilates. Dice: Gloria y grandeza
y magnificencia, que es todo lo que encareciendo se puede decir. Y porque
salgamos enteramente de duda, alarga, como si dijésemos, el dedo el Profeta, y
señala el tiempo y el día mismo del Señor, y dice de esta manera: «En aquel
día.» Mas ¿qué día? Sin duda, ninguno otro sino aquel mismo de quien luego
antes de esto decía: «En aquel día quitará al redropelo el Señor a las
hijas de Sión el chapín que cruje en los pies y los garvines de la cabeza, las
lunetas y los collares, las ajorcas y los rebozos, las botillas y los calzados
altos, las argollas, los apretadores, los zarcillos, las sortijas, las
cotonías, las almalafas, las escarcelas, los volantes y los espejos; y les
trocará el ámbar en hediondez, y la cintura rica en andrajo, y el enrizado en
calva pelada, y el precioso vestido en cilicio, y la tez curada en cuero
tostado; y tus valientes morirán a cuchillo.»
Pues
en aquel día mismo, cuando Dios puso por el suelo toda la alteza de Jerusalén
con las armas de los romanos, que asolaron la ciudad y pusieron a cuchillo sus
ciudadanos y los llevaron cautivos, en ese mismo tiempo el fruto y el Pimpollo
del Señor, descubriéndose y saliendo a luz, subirá a gloria y honra
grandísima. Porque en la destrucción que hicieron de Jerusalén los caldeos,
si alguno por caso quisiere decir que habla aquí de ella el Profeta, no se
puede decir con verdad que creció el fruto del Señor, ni que fructificó
gloriosamente la tierra al mismo tiempo que la ciudad se perdió. Pues es
notorio que en aquella calamidad no hubo alguna parte o alguna mezcla de
felicidad señalada, ni en los que fueron cautivos a Babilonia, ni en los que el
vencedor caldeo dejó en Judea y en Jerusalén para que labrasen la tierra,
porque los unos fueron a servidumbre miserable, y los otros quedaron en miedo y
desamparo, como en el libro de Jeremías se lee.
Mas
al revés, con esta otra caída del pueblo judaico se juntó, como es notorio,
la claridad del nombre de Cristo, y, cayendo Jerusalén, comenzó a levantarse
la Iglesia. Y aquel a quien poco antes los miserables habían condenado y muerto
con afrentosa muerte, y cuyo nombre habían procurado oscurecer y hundir,
comenzó entonces a enviar rayos de sí por el mundo y a mostrarse vivo y
Señor, y tan poderoso, que castigando a sus matadores con azote gravísimo, y
quitando luego el gobierno de la tierra al demonio, y deshaciendo poco a poco su
silla, que es el culto de los ídolos en que la gentilidad le servía, como
cuando el sol vence las nubes y las deshace, así Él sólo y clarísimo
relumbró por toda la redondez.
Y
lo que he dicho de este lugar, se ve claramente también en el segundo de
Jeremías, de sus mismas palabras. Porque decirle a David y prometerle que le
«nacería o fruto o Pimpollo de justicia», era propia señal de que el
fruto había de ser Jesucristo, mayormente añadiendo lo que luego se sigue, y
es que «este fruto haría justicia y razón sobre la tierra»; que es la obra
propia suya de Cristo, y uno de los principales fines para que se ordenó su
venida, y obra que Él sólo y ninguno otro enteramente la hizo. Por donde las
más veces que se hace memoria de Él en las Escrituras divinas, luego en los
mismos lugares se le atribuye esta obra, como obra sola de Él y como su propio
blasón. Así se ve en el Salmo setenta y uno, que dice: «Señor, da tu vara al
Rey y el ejercicio de justicia al Hijo del Rey, para que juzgue a tu pueblo
conforme a justicia y a los pobres según fuero. Los montes altos conservarán
paz con el vulgo, y los collados les guardarán ley. Dará su derecho a los
pobres del pueblo, y será amparo de los pobrecitos, y hundirá al violento
opresor.»
Pues
en el tercero lugar de Zacarías, los mismos hebreos lo confiesan, y el texto
caldeo que he dicho abiertamente le entiende y le declara de Cristo. Y así
mismo entendemos el cuarto testimonio, que es del mismo profeta. Y no nos impide
lo que algunos tienen por inconveniente y por donde se mueven a declararle en
diferente manera, que es decir luego que «este Pimpollo fructificará
después o debajo de sí, y que edificará el templo de Dios», pareciéndoles
que esto señala abiertamente a Zorobabel, que edificó el templo y fructificó
después de sí por muchos siglos a Cristo, verdaderísimo fruto. Así que esto
no impide, antes favorece y esfuerza más nuestro intento.
Porque
el fructificar debajo de sí, o, como dice el original en su rigor, acerca de
sí, es tan propio de Cristo, que de ninguno lo es más. ¿Por ventura no dice
Él de sí mismo: «Yo soy vid y vosotros sarmientos?» Y en el Salmo que ahora
decía, en el cual todo lo que se dice son propiedades de Cristo, ¿no se dice
también: «Y en sus días fructificarán los justos»? O, si querernos confesar
la verdad, ¿quién jamás en los hombres perdidos engendró hombres santos y
justos, o qué fruto jamás se vio que fuese más fructuoso que Cristo? Pues
esto mismo, sin duda, es lo que aquí nos dice el Profeta, el cual, porque le
puso a Cristo nombre de fruto, y porque dijo señalándole como a singular
fruto: «Veis aquí un varón que es fruto su nombre», porque no se pensase que
se acababa su fruto en Él, y que era fruto para sí, y no árbol para dar de
sí fruta, añadió luego diciendo: «Y fructificará acerca de sí», como si
con más palabras dijera: Y es fruto que dará mucho fruto, porque a la redonda
de Él, esto es, en Él y de Él por todo cuanto se extiende la tierra, nacerán
nobles y divinos frutos sin cuento, y este Pimpollo enriquecerá el mundo
con pimpollos no vistos.
De
manera que éste es uno de los nombres de Cristo, y, según nuestro orden, el
primero de ellos, sin que en ello pueda haber duda ni pleito. Y son como vecinos
y deudos suyos otros algunos nombres que también se ponen a Cristo en la Santa
Escritura, los cuales, aunque en el sonido son diferentes, pero bien mirados,
todos se reducen a un intento mismo y convienen en una misma razón; porque si
en el capítulo treinta y cuatro de Ezequiel es llamado planta nombrada y
si Isaías en el capítulo once, le llama unas veces rama, y otra flor,
y en el capítulo cincuenta y tres, tallo y raíz, todo es
decirnos lo que el nombre de Pimpollo o de fruto nos dice. Lo cual será
bien que declaremos ya, pues lo primero, que pertenece a que Cristo se llama
así, está suficientemente probado, si no se os ofrece otra cosa.
-Ninguna
-dijo al punto Juliano-, antes ha rato ya que el nombre y esperanza de este
fruto ha despertado en nuestro gusto golosina de él.
-Merecedor
es de cualquiera golosina y deseo -respondió Marcelo- porque es dulcísimo
fruto, y no menos provechoso que dulce, si ya no le menoscaba la pobreza de mi
lengua e ingenio. Pero idme respondiendo, Sabino, que lo quiero haber ahora con
vos. Esta hermosura del cielo y mundo que vemos, y la otra mayor que entendemos
y que nos esconde el mundo invisible, ¿fue siempre como es ahora, o hízose
ella a sí misma, o Dios la sacó a luz y la hizo?
-Averiguado
es -dijo Sabino- que Dios crió el mundo con todo lo que hay en él, sin
presuponer para ello alguna materia, sino sólo con la fuerza de su infinito
poder, con que hizo, donde no había ninguna cosa, salir a luz esta beldad que
decís. Mas ¿qué duda hay en esto?
-Ninguna
hay -replicó prosiguiendo Marcelo-; mas decidme más adelante: ¿nació esto de
Dios, no advirtiendo Dios en ello, sino como por alguna natural consecuencia, o
hízolo Dios porque quiso y fue su voluntad libre de hacerlo?
-También
es averiguado -respondió luego Sabino- que lo hizo con propósito y libertad.
-Bien
decís -dijo Marcelo-; y pues conocéis eso, también conoceréis que pretendió
Dios en ello algún grande fin.
-Sin
duda, grande -respondió Sabino-, porque siempre que se obra con juicio y
libertad es a fin de algo que se pretende.
-¿Pretendería
de esa manera -dijo Marcelo- Dios en esta su obra algún interés y
acrecentamiento suyo?
-En
ninguna manera -respondió Sabino.
-¿Por
qué? -dijo Marcelo.
Y
Sabino respondió:
-Porque
Dios, que tiene en sí todo el bien, en ninguna cosa que haga fuera de sí puede
querer ni esperar para sí algún acrecentamiento o mejoría.
-Por
manera -dijo Marcelo- que Dios, porque es bien infinito y perfecto, en hacer el
mundo no pretendió recibir bien alguno de él, y pretendió algún fin, como
está dicho. Luego, si no pretendió recibir, sin ninguna duda pretendió dar; y
si no lo crió para añadirse a sí algo, criólo sin ninguna duda para
comunicarse Él a sí, y para repartir en sus criaturas sus bienes. Y, cierto,
este sólo es fin digno de la grandeza de Dios, y propio de quien por su
naturaleza es la misma bondad; porque a lo bueno su propia inclinación le lleva
al bien hacer, y cuanto es más bueno uno, tanto se inclina más a esto. Pero si
el intento de Dios, en la creación y edificio del mundo, fue hacer bien a lo
que criaba repartiendo en ello sus bienes, ¿qué bienes o qué comunicación de
ellos fue aquella a quien como a blanco enderezó Dios todo el oficio de esta
obra suya?
-No
otros -respondió Sabino- sino esos mismos que dio a las criaturas, así a cada
una en particular como a todas juntas en general.
-Bien
decís -dijo Marcelo- aunque no habéis respondido a lo que os pregunto.
-¿En
qué manera? -respondió.
-Porque
-dijo Marcelo- como esos bienes tengan sus grados, y como sean unos de otros de
diferentes quilates, lo que pregunto es: ¿a qué bien, o a qué grado de bien
entre todos, enderezó Dios todo su intento principalmente?
-¿Qué
grados -respondió Sabino- son esos?
-Muchos
son -dijo Marcelo- en sus partes, mas la Escuela los suele reducir a tres
géneros: a naturaleza y a gracia y a unión personal. A la naturaleza
pertenecen los bienes con que se nace, a la gracia pertenecen aquellos que
después de nacidos nos añade Dios. El bien de la unión personal es haber
juntado Dios en Jesucristo su persona con nuestra naturaleza. Entre los cuales
bienes es muy grande la diferencia que hay.
Porque
lo primero, aunque todo el bien que vive y luce en la criatura es bien que puso
en ella Dios, pero puso en ella Dios unos bienes para que le fuesen propios y
naturales, que es todo aquello en que consiste su ser y lo que de ello se sigue;
y esto decimos que son bienes de naturaleza, porque los plantó Dios en ella y
se nace con ellos, como es el ser y la vida y el entendimiento, y lo demás
semejante. Otros bienes no los plantó Dios en lo natural de la criatura ni en
la virtud de sus naturales principios para que de ellos naciesen, sino
sobrepúsolos Él por sí solo a lo natural, y así no son bienes fijos ni
arraigados en la naturaleza, como los primeros, sino movedizos bienes, como son
la gracia y la caridad y los demás dones de Dios; y estos llamamos bienes
sobrenaturales de gracia. Lo segundo, dado, como es verdad, que todo este bien
comunicado en una semejanza de Dios, porque es hechura de Dios, y Dios no puede
hacer cosa que no le remede, porque en cuanto hace se tiene por dechado a sí
mismo; mas, aunque esto es así, todavía es muy grande la diferencia que hay en
la manera de remedarle. Porque en lo natural remedan las criaturas el ser de
Dios, mas en los bienes de gracia remedan el ser y condición y el estilo, y,
como si dijésemos, la vivienda y bienandanza suya; y así se avecinan y juntan
más a Dios por esta parte las criaturas que la tienen, cuanto es mayor esta
semejanza que la semejanza primera; pero en la unión personal no remedan ni se
parecen a Dios las criaturas, sino vienen a ser el mismo Dios porque se juntan
con Él en una misma persona.
Aquí
Juliano, atravesándose, dijo:
-¿Las
criaturas todas se juntan en una persona con Dios?
Respondió
Marcelo riendo:
-Hasta
ahora no trataba del número, sino trataba del cómo; quiero decir, que no
contaba quiénes y cuántas criaturas se juntan con Dios en estas maneras, sino
contaba la manera cómo se juntan y le remedan, que es, o por naturaleza, o por
gracia, o por unión de persona. Que cuanto al número de los que se le ayuntan,
clara cosa es que en los bienes de naturaleza todas las criaturas se avecinan a
Dios; y solas, y no todas, las que tienen entendimiento en los bienes de gracia;
y en la unión personal sola la humanidad de nuestro redentor Jesucristo. Pero
aunque con sola esta humana naturaleza se haga la unión personal propiamente,
en cierta manera también, en juntarse Dios con ella, es visto juntarse con
todas las criaturas, por causa de ser el hombre como un medio entre lo
espiritual y lo corporal, que contiene y abraza en sí lo uno y lo otro. Y por
ser, como dijeron antiguamente, un menor mundo o un mundo abreviado.
-Esperando
estoy -dijo Sabino entonces- a qué fin se ordena este vuestro discurso.
-Bien
cerca estamos ya de ello -respondió Marcelo porque pregúntoos: si el fin por
que crió Dios todas las cosas fue solamente por comunicarse con ellas, y si
esta dádiva y comunicación acontece en diferentes maneras, como hemos ya
visto; y si unas de estas maneras son más perfectas que otras, ¿no os parece
que pide la misma razón que un tan grande artífice, y en una obra tan grande,
tuviese por fin de toda ella hacer en ella la mayor y más perfecta
comunicación de sí que pudiese?
-Así
parece -dijo Sabino.
-Y
la mayor -dijo siguiendo Marcelo-, así de las hechas como de las que se pueden
hacer, es la unión personal que se hizo entre el Verbo divino y la naturaleza
humana de Cristo, que fue hacerse con el hombre una misma Persona.
-No
hay duda -respondió Sabino- sino que es la mayor.
-Luego
-añadió Marcelo- necesariamente se sigue que Dios, a fin de hacer esta unión
bienaventurada y maravillosa, crió todo cuanto se parece y se esconde, que es
decir que el fin para que fue fabricada toda la variedad y belleza del mundo fue
por sacar a luz este compuesto de Dios y hombre, o, por mejor decir, este
juntamente Dios y hombre que es Jesucristo.
-Necesariamente
se sigue -respondió Sabino.
-Pues
-dijo entonces Marcelo- esto es ser Cristo fruto; y darle la Escritura este
nombre a Él, es darnos a entender a nosotros que Cristo es el fin de las cosas
y aquél para cuyo nacimiento feliz fueron todas criadas y enderezadas. Porque
así como en el árbol la raíz no se hizo para sí, ni menos el tronco que nace
y se sustenta sobre ella, sino lo uno y lo otro, juntamente con las ramas y la
flor y la hoja, y todo lo demás que el árbol produce, se ordena y endereza
para el fruto que de él sale, que es el fin y como remate suyo, así por la
misma manera, estos cielos extendidos que vemos, y las estrellas que en ellos
dan resplandor, y, entre todas ellas, esta fuente de claridad y de luz que todo
lo alumbra, redonda y bellísima; la tierra pintada con flores y las aguas
pobladas de peces; los animales y los hombres, y este universo todo, cuan grande
y cuan hermoso es, lo hizo Dios para fin de hacer hombre a su Hijo, y para
producir a luz este único y divino fruto que es Cristo, que con verdad le
podemos llamar el parto común y general de todas las cosas.
Y
así como el fruto (para cuyo nacimiento se hizo en el árbol la firmeza del
tronco, y la hermosura de la flor, y el verdor y frescor de las hojas), nacido,
contiene en sí y en su virtud todo aquello que para él se ordenaba en el
árbol, o, por mejor decir, el árbol todo contiene, así también Cristo, para
cuyo nacimiento crió primero Dios las raíces firmes y hondas de los elementos,
y levantó sobre ellas después esta grandeza del mundo con tanta variedad, como
si dijésemos, de ramas y hojas, lo contiene todo en sí, y lo abarca y se
resume en Él y, como dice San Pablo, se recapitula todo lo no criado y criado,
lo humano y lo divino, lo natural y lo gracioso. Y como, de ser Cristo llamado
fruto por excelencia, entendemos que todo lo criado se ordenó para Él, así
también de esto mismo ordenado, podemos, rastreando, entender el valor
inestimable que hay en el fruto para quien tan grandes cosas se ordenan. Y de la
grandeza y hermosura y cualidad de los medios, argüimos la excelencia sin
medida del fin.
Porque
si cualquiera que entra en algún palacio o casa real rica y suntuosa, y ve
primero la fortaleza y firmeza del muro ancho y torreado, y los muchos órdenes
de las ventanas labradas, y las galerías y los chapiteles que deslumbran la
vista, y luego la entrada alta y adornada con ricas labores, y después los
zaguanes y patios grandes y diferentes, las columnas de mármol, y las largas
salas y las recámaras ricas, y la diversidad y muchedumbre y orden de los
aposentos, hermoseados todos con peregrinas y escogidas pinturas, y con el jaspe
y el pórfiro, y el marfil y el oro que luce por los suelos y paredes y techos,
y ve juntamente con esto la muchedumbre de los que sirven en él, y la
disposición y rico aderezo de sus personas, y el orden que cada uno guarda en
su ministerio y servicio, y el concierto que todos conservan entre sí, y oye
también los menestriles y dulzura de música, y mira la hermosura y regalos de
los lechos, y la riqueza de los aparadores, que no tienen precio, luego conoce
que es incomparablemente mejor y mayor aquel para cuyo servicio todo aquello se
ordena, así debemos nosotros también entender que si es hermosa y admirable
esta vista de la tierra y del cielo, es sin ningún término muy más hermoso y
maravilloso Aquél por cuyo fin se crió y que si es grandísima, como sin
ninguna duda lo es, la majestad de este templo universal que llamamos mundo
nosotros, Cristo, para cuyo nacimiento se ordenó desde su principio, y a cuyo
servicio se sujetará todo después, y a quien ahora sirve y obedece, y
obedecerá para siempre, es incomparablemente grandísimo, gloriosísimo,
perfectísimo, más mucho de lo que ninguno puede ni encarecer ni entender. Y,
finalmente, que es tal, cual inspirado y alentado por el Espíritu Santo, San
Pablo dice escribiendo a los Colosenses: «Es imagen de Dios invisible, y el
engendrado primero que todas las criaturas. Porque para Él se fabricaron todas,
así en el cielo como en la tierra, las visibles y las invisibles, así digamos
los tronos como las dominaciones, como los principados y potentados, todo por
Él y para Él fue criado; y Él es el adelantado entre todos, y todas las cosas
tienen ser por Él. Y Él también del cuerpo de la Iglesia es la cabeza, y Él
mismo es el principio y el primogénito de los muertos, para que en todo tenga
las primerías. Porque le plugo al Padre y tuvo por bien que se aposentase en
Él todo lo sumo y cumplido.»
Por
manera que Cristo es llamado Fruto porque es el fruto del mundo, esto es, porque
es el fruto para cuya producción se ordenó y fabricó todo el mundo. Y así
Isaías, deseando su nacimiento, y sabiendo que los cielos y la naturaleza toda
vivía y tenía ser principalmente para este parto, a toda ella se le pide
diciendo: «Derramad rocío, cielos, desde vuestras alturas; y vosotras, nubes,
lloviendo, enviadnos al Justo; y la tierra se abra y produzca y brote al
Salvador.»
Y
no solamente por esta razón que hemos dicho Cristo se llama fruto, sino
también porque todo aquello que es verdadero Fruto en los hombres (digo fruto
que merezca parecer ante Dios y ponerse en el cielo), no sólo nace en ellos por
virtud de este fruto, que es Jesucristo, sino en cierta manera también es el
mismo Jesús. Porque la justicia y santidad que derrama en los ánimos de sus
fieles, así ella como los demás bienes y santas obras que nacen de ella, y
que, naciendo de ella, después la acrecientan, no son sino como una imagen y
retrato vivo de Jesucristo, y tan vivo que es llamado Cristo en las letras
sagradas, como parece en los lugares adonde nos amonesta San Pablo que nos
vistamos de Jesucristo: porque el vivir justa y santamente es imagen de Cristo.
Y así por esto como por el espíritu suyo, que comunica Cristo e infunde en los
buenos, cada uno de ellos se llama Cristo, y todos ellos juntos, en la forma ya
dicha, hacen un mismo Cristo.
Así
lo testificó San Pablo, diciendo: «Todos los que en Cristo os habéis
bautizado, os habéis vestido de Jesucristo; que allí no hay judío ni gentil,
ni libre ni esclavo, ni hembra ni varón, porque todos sois uno en Jesucristo.»
Y en otra parte: «Hijuelos míos, que os engendro otra vez hasta que Cristo se
forme en vosotros.» Y amonestando a los romanos a las buenas obras, les dice y
escribe: «Desechemos, pues, las obras oscuras y vistamos armas de luz, y, como
quien anda de día, andemos vestidos y honestos. No en convites y embriagueces,
no en desordenado sueño y en deshonestas torpezas, ni menos en competencias y
envidias, sino vestíos del Señor Jesucristo.» Y que todos estos Cristos son
un Cristo solo, dícelo Él mismo a los Corinthios por estas palabras: «Como un
cuerpo tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos,
son un cuerpo, así también Cristo.»
Donde,
como advierte San Agustín, no dijo, concluyendo la semejanza, así es Cristo y
sus miembros, sino así es Cristo, para nos enseñar que Cristo, nuestra cabeza,
está en sus miembros, y que los miembros y la cabeza son un solo Cristo, como
por aventura diremos más largamente después. Y lo que decimos ahora, y lo que
de todo lo dicho resulta, es conocer cuán merecidamente Cristo se llama Fruto,
pues todo el fruto bueno y de valor que mora y fructifica en los hombres es
Cristo y de Cristo, en cuanto nace de Él y en cuanto le parece y remeda, así
como es dicho. Y pues hemos platicado ya lo que basta acerca de esto, proseguid,
Sabino, en vuestro papel.
-Deteneos
-dijo Juliano alargando contra Sabino la mano-, que, si olvidado no estoy, os
falta, Marcelo, por descubrir lo que al principio nos propusisteis: de lo que
toca a la nueva y maravillosa concepción de Cristo, que, como dijisteis, este
nombre significa.
-Es
verdad e hicisteis muy bien, Juliano, en ayudar mi memoria -respondió al punto
Marcelo- y lo que pedís es aquesto: este nombre que unas veces llamamos Pimpollo
y otras veces llamamos Fruto, en la palabra original no es fruto como
quiera, sino es propiamente el fruto que nace de suyo sin cultura ni industria.
En lo cual, al propósito de Jesucristo, a quien ahora se aplica, se nos
demuestran dos cosas. La una, que no hubo ni saber ni valor, ni merecimiento ni
industria en el mundo, que mereciese de Dios que se hiciese hombre, esto es, que
produjese este fruto; la otra, que en el vientre purísimo y santísimo de donde
aqueste fruto nació, anduvo solamente la virtud y obra de Dios, sin ayuntarse
varón.
Mostró,
como oyó esto, moverse de su asiento un poco Juliano, y, como acostándose
hacia Marcelo, y mirándole con alegre rostro, le dijo:
-Ahora
me place más el haberos, Marcelo, acordado lo que olvidabais, porque me deleita
mucho entender que el artículo de la limpieza y entereza virginal de nuestra
común Madre y Señora está significado en las letras y profecías antiguas; y
la razón lo pedía. Porque adonde se dijeron y escribieron, tantos años antes
que fuesen, otras cosas menores, no era posible que se callase un misterio tan
grande. Y si se os ofrecen algunos otros lugares que pertenezcan a esto, que sí
se ofrecerán, mucho holgaría que los dijésedes, si no recibís pesadumbre.
-Ninguna
cosa -respondió Marcelo- me puede ser menos pesada que decir algo que
pertenezca al loor de mi única abogada y Señora, que aunque lo es generalmente
de todos, mas atrévome yo a llamarla mía en particular, porque desde mi niñez
me ofrecí todo a su amparo. Y no os engañáis nada, Juliano, en pensar que los
libros y letras del Testamento Viejo no pasaron callando por una extrañeza tan
nueva, y señaladamente tocando a personas tan importantes. Porque, ciertamente,
en muchas partes la dicen con palabras para la fe muy claras, aunque algo
oscuras para los corazones a quien la infidelidad ciega, conforme a como se
dicen otras muchas cosas de las que pertenecen a Cristo, que, como San Pablo
dice, «es misterio escondido»; el cual quiso Dios decirle y esconderle por
justísimos fines, y uno de ellos fue para castigar así con la ceguedad y con
la ignorancia de cosas tan necesarias, a aquel pueblo ingrato por sus enormes
pecados.
Pues
viniendo a lo que pedís, clarísimo testimonio es, a mi juicio, para este
propósito aquello de Isaías que poco antes decíamos: «Derramad, cielos,
rocío, y lluevan las nubes al Justo.» Adonde, aunque, como veis, va hablando
del nacimiento de Cristo como de una planta que nace en el campo, empero no hace
mención ni de arado ni de azada ni de agricultura, sino solamente de cielo y de
nubes y de tierra, a los cuales atribuye todo su nacimiento.
Y
a la verdad, el que cotejare estas palabras que aquí dice Isaías con las que
acerca de esta misma razón dijo a la benditísima Virgen el arcángel Gabriel,
verá que son casi las mismas, sin haber entre ellas más diferencia de que lo
que dijo el Arcángel con palabras propias, porque trataba de negocio presente,
Isaías lo significó con palabras figuradas y metafóricas, conforme al estilo
de los profetas. Allí dijo el Ángel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti.»
Aquí dice Isaías: «Enviaréis, cielos, vuestro rocío.» Allí dice que la
virtud del alto le hará sombra. Aquí pide que se extiendan las nubes. Allí:
«Y lo que nacerá de ti santo, será llamado Hijo de Dios.» Aquí: «Ábrase
la tierra y produzca al Salvador.» Y sácanos de toda duda lo que luego añade,
diciendo: «Y la justicia florecerá juntamente, y Yo el Señor le crié.»
Porque no dice: «y Yo el Señor la crié», conviene saber, a la justicia, de
quien dijo que había de florecer juntamente, sino, «Yo le crié», conviene
saber, al Salvador, esto es, a Jesús, porque Jesús es el nombre que el
original allí pone; y dice, Yo le crié, y atribúyese a sí la creación y
nacimiento de esta bienaventurada salud, y préciase de ella como de hecho
singular y admirable, y dice: «Yo, Yo», como si dijese: «Yo sólo, y no otro
conmigo.»
Y
también no es poco eficaz para la prueba de esta misma verdad, la manera como
habla de Cristo, en el capítulo cuarto de su Escritura, este mismo profeta,
cuando, usando de la misma figura de plantas y frutos y cosas del campo, no
señala para su nacimiento otras causas más de a Dios y a la tierra, que es a
la Virgen y al Espíritu Santo. Porque, como ya vimos, dice: «En aquel día
será el Pimpollo de Dios magnífico y glorioso, y el fruto de la tierra
subirá a grandísima alteza.». Pero, entre otros, para este propósito hay un
lugar singular en el Salmo ciento nueve, aunque algo oscuro según la letra
latina, mas según la original, manifiesto y muy claro, en tanto grado que los
doctores antiguos que florecieron antes de la venida de Jesucristo conocieron de
allí, y así lo escribieron, que la Madre del Mesías había de concebir virgen
por virtud de Dios y sin obra de varón. Porque, vuelto el lugar que digo a la
letra, dice de esta manera: «En resplandores de santidad del vientre y de la
aurora, contigo el rocío de tu nacimiento.» En las cuales palabras, y no por
una de ellas, sino casi por todas, se dice y se descubre este misterio que digo.
Porque lo primero, cierto es que habla en este Salmo con Cristo el Profeta. Y lo
segundo, también es manifiesto que habla en este verso de su concepción y
nacimiento; y las palabras vientre y nacimiento, que, según la
propiedad original, también se puede llamar generación, lo demuestran
abiertamente.
Mas
que Dios sólo, sin ministerio de hombre, haya sido el hacedor de esta divina y
nueva obra en el virginal y purísimo vientre de nuestra Señora, lo primero se
ve en aquellas palabras: «En resplandores de santidad. » Que es como decir que
había de ser concebido Cristo, no en ardores deshonestos de carne y de sangre,
sino en resplandores santos del cielo; no con torpeza de sensualidad, sino con
hermosura de santidad y de espíritu. Y demás de esto, lo que luego se sigue de
aurora y de rocío, por galana manera declara lo mismo. Porque es
una comparación encubierta, que, si la descubrimos, sonará así: en el vientre
(conviene a saber, de tu madre), serás engendrado como en la aurora, esto es,
como lo que en aquella sazón de tiempo se engendra en el campo con sólo el
rocío que entonces desciende del cielo, y no con riego ni con sudor humano. Y
últimamente, para decirlo del todo, añadió: «Contigo el rocío de tu
nacimiento.» Que porque había comparado a la aurora el vientre de la madre, y
porque en la aurora cae el rocío con que se fecunda la tierra, prosiguiendo en
su semejanza, a la virtud de la generación llamóla rocío también.
Y,
a la verdad, así es llamada en las divinas letras, en otros muchos lugares,
esta virtud vivífica y generativa con que engendró Dios al principio el cuerpo
de Cristo, y con que después de muerto le reengendró y resucitó, y con que en
la común resurrección tomará a la vida nuestros cuerpos deshechos, como en el
capítulo veintiséis de Isaías se ve. Pues dice a Cristo David que este rocío
y virtud que formó su cuerpo y le dio vida en las virginales entrañas, no se
la prestó otro, ni la puso en aquel santo vientre alguno que viniese de fuera,
sino que Él mismo la tuvo de su cosecha y la trajo consigo. Porque cierto es
que el Verbo divino, que se hizo hombre en el sagrado vientre de la santísima
Virgen, Él mismo formó allí el cuerpo y la naturaleza de hombre de que se
vistió. Y así, para que entendiésemos esto, David dice bien que tuvo Cristo
consigo el rocío de su nacimiento. Y aun así como decimos nacimiento en este
lugar, podemos también decir niñez; que aunque viene a decir lo mismo que
nacimiento, todavía es palabra que señala más el ser nuevo y corporal que
tomó Cristo en la Virgen, en el cual fue niño primero, y después mancebo, y
después perfecto varón; porque en el otro nacimiento eterno que tiene de Dios,
siempre nació Dios eterno y perfecto e igual con su Padre.
Muchas
otras cosas pudiera alegar a propósito de esta verdad; mas, porque no falte
tiempo para lo demás que nos resta, baste por todas, y con ésta concluyo, la
que en el capítulo cincuenta y tres dice de Cristo Isaías: «Subirá creciendo
como pimpollo delante de Dios, y como raíz y arbolico nacido en tierra
seca.» Porque, si va a decir la verdad, para decirlo como suele hacer el
Profeta, con palabras figuradas y oscuras, no pudo decirlo con palabras que
fuesen más claras que éstas. Llama a Cristo arbolico; y porque le llama
así, siguiendo el mismo hilo y figura, a su santísima Madre llámala tierra
conforme a razón; y habiéndola llamado así, para decir que concibió sin
varón, no había una palabra que mejor ni con más significación lo dijese,
que era decir que fue tierra seca. Pero, si os parece, Juliano, prosiga ya
Sabino adelante.
-Prosiga
-respondió Juliano.
Y Sabino leyó:
[1] [Nota preliminar: Edición digital a partir de Obras completas castellanas de Fray Luis de León, prólogo y notas de Félix García, 2ª edición corregida y aumentada, Madrid, Editorial Católica, 1951, (Biblioteca de Autores Cristianos; 3) y cotejada con las ediciones críticas de Cristóbal Cuevas, Madrid, Cátedra, 1977; y Antonio Sánchez Zamarreño, Madrid, Espasa Calpe, Colección Austral, 1990. Recomendamos la consulta de estas dos últimas ediciones por su riguroso aparato crítico, imprescindible para la correcta valoración y comprensión de la obra. Hemos seguido, fundamentalmente, los criterios de fijación textual y actualización ortográfica de la edición de Antonio Sánchez Zamarreño, quien también tiene en cuenta las de Cristóbal Cuevas, el Padre Félix García, Federico de Onís (Madrid, La Lectura, 1914-1922, 3 vols.) y el Padre Migúelez (Madrid, Apostolado de la Prensa, 1923).]