De los nombres de Cristo[1]

 

Fray Luis de León

 

 

 

EL LIBRO PRIMERO DE LOS NOMBRES DE CRISTO

 

Dedicatoria del Maestro

 

A Don Pedro Portocarrero, del Consejo de S. M. y de la Santa y general Inquisición

 

De las calamidades de nuestros tiempos, que, como vemos, son muchas y muy graves, una es, y no la menor de todas, muy ilustre señor, el haber venido los hombres a disposición que les sea ponzoña lo que les solía ser medicina y remedio, que es también claro indicio de que se les acerca su fin, y de que el mundo está vecino a la muerte, pues la halla en la vida.

Notoria cosa es que las Escrituras que llamamos sagradas las inspiró Dios a los profetas, que las escribieron para que nos fuesen, en los trabajos de esta vida, consuelo, y en las tinieblas y errores de ella, clara y fiel luz; y para que en las llagas que hacen en nuestras almas la pasión y el pecado, allí, como en oficina general, tuviésemos para cada una propio y saludable remedio. Y porque las escribió para este fin, que es universal, también es manifiesto que pretendió que el uso de ellas fuese común a todos, y así, cuanto es de su parte, lo hizo; porque las compuso con palabras llanísimas y en lengua que era vulgar a aquellos a quienes las dio primero.

Y después, cuando de aquéllos, juntamente con el verdadero conocimiento de Jesucristo, se comunicó y traspasó también este tesoro a las gentes, hizo que se pusiesen en muchas lenguas, y casi en todas aquellas que entonces eran más generales y más comunes, porque fuesen gozadas comúnmente de todos. Y así fue, que, en los primeros tiempos de la Iglesia, y en no pocos años después, era gran culpa en cualquiera de los fieles no ocuparse mucho en el estudio y lección de los Libros divinos. Y los eclesiásticos y los que llamamos seglares, así los doctos como los que carecían de letras, por esta causa trataban tanto de este conocimiento, que el cuidado de los vulgares despertaba el estudio de los que por su oficio son maestros, quiero decir, de los prelados y obispos; los cuales de ordinario en sus iglesias, casi todos los días declaraban las santas Escrituras al pueblo, para que la lección particular que cada uno tenía de ellas en su casa, alumbrada con la luz de aquella doctrina pública, y como recogida con la voz del maestro, careciese de error y fuese causa de más señalado provecho. El cual, a la verdad, fue tan grande cuanto aquel gobierno era bueno; y respondió el fruto a la sementera, como lo saben los que tienen alguna noticia de la historia de aquellos tiempos.

Pero, como decía, esto que de suyo es tan bueno, y que fue tan útil en aquel tiempo, la condición triste de nuestros siglos y la experiencia de nuestra grande desventura, nos enseñan que nos es ocasión ahora de muchos daños. Y así, los que gobiernan la Iglesia, con maduro consejo y como forzados de la misma necesidad, han puesto una cierta y debida tasa en este negocio, ordenando que los libros de la sagrada Escritura no anden en lenguas vulgares, de manera que los ignorantes los puedan leer; y como a gente animal y tosca, que, o no conocen estas riquezas, o, si las conocen, no usan bien de ellas, se las han quitado al vulgo de entre las manos.

Y si alguno se maravilla, como a la verdad es cosa que hace maravillar, que, en gentes que profesan una misma religión, haya podido acontecer que lo que antes les aprovechaba les dañe ahora, y mayormente en cosas tan sustanciales, y si desea penetrar al origen de este mal, conociendo sus fuentes, digo que, a lo que yo alcanzo, las causas de esto son dos: ignorancia y soberbia, y más soberbia que ignorancia; en los cuales males ha venido a dar poco a poco el pueblo cristiano, decayendo de su primera virtud.

La ignorancia ha estado de parte de aquellos a quien incumbe el saber y el declarar estos libros; y la soberbia, de parte de los mismos y de los demás todos, aunque en diferente manera; porque en éstos la soberbia y el pundonor de su presunción, y el título de maestros, que se arrogaban sin merecerlo, les cegaba los ojos para que ni conociesen sus faltas, ni se persuadiesen a que les estaba bien poner estudio y cuidado en aprender lo que no sabían y se prometían saber; y a los otros este humor mismo, no sólo les quitaba la voluntad de ser enseñados en estos libros y letras, mas les persuadía también que ellos las podían saber y entender por sí mismos. Y así, presumiendo el pueblo de ser maestro, y no pudiendo, como convenía, serlo los que lo eran o debían de ser, convertíase la luz en tinieblas; y leer las Escrituras el vulgo le era ocasión de concebir muchos y muy perniciosos errores, que brotaban y se iban descubriendo por horas.

Mas si como los prelados eclesiásticos pudieron quitar a los indoctos las Escrituras, pudieran también ponerlas y asentarlas en el deseo y en el entendimiento y en la noticia de los que las han de enseñar, fuera menos de llorar esta miseria; porque estando éstos, que son como cielos llenos y ricos con la virtud de este tesoro, derivárase de ellos necesariamente gran bien en los menores, que son el suelo sobre quien ellos influyen. Pero en muchos es esto tan al revés, que no sólo no saben estas letras, pero desprecian, o, a lo menos, muestran preciarse poco y no juzgar bien de los que las saben. Y con un pequeño gusto de ciertas cuestiones contentos e hinchados, tienen título de maestros teólogos, y no tienen la Teología; de la cual, como se entiende, el principio son las cuestiones de la Escuela, y el crecimiento de la doctrina que escriben los santos, y el colmo y perfección y lo más alto de ella, las letras sagradas, a cuyo entendimiento todo lo de antes, como a fin necesario, se ordena.

Mas dejando éstos y tomando a los comunes del vulgo, a este daño, de que por su culpa y soberbia se hicieron inútiles para la lección de la Escritura divina, háseles seguido otro daño, no sé si diga peor: que se han entregado sin rienda a la lección de mil libros, no solamente vanos, sino señaladamente dañosos, los cuales, como por arte del demonio, como faltaron los buenos, en nuestra edad, más que en otra, han crecido. Y nos ha acontecido lo que acontece a la tierra, que cuando no produce trigo da espinas. Y digo que este segundo daño en parte vence al primero, porque en aquél pierden los hombres un grande instrumento para ser buenos, mas en éste le tienen para ser malos; allí quítasele a la virtud algún gobierno, aquí dase cebo a los vicios. Porque si, como alega San Pablo, «las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres», el libro torpe y dañado, que conversa con el que le lee a todas horas y a todos tiempos, ¿qué no hará? o ¿cómo será posible que no críe viciosa y mala sangre el que se mantiene de malezas y de ponzoñas?

Y, a la verdad, si queremos mirar en ello con atención y ser justos jueces, no podemos dejar de juzgar sino que de estos libros perdidos y desconcertados, y de su lección, nace gran parte de los reveses y perdición que se descubren continuamente en nuestras costumbres. Y de un sabor de gentilidad y de infidelidad, que los celosos del servicio de Dios sienten en ellas -que no sé yo si en edad alguna del pueblo cristiano se ha sentido mayor-, a mi juicio, el principio y la raíz y la causa toda son estos libros. Y es caso de gran compasión, que muchas personas simples y puras se pierden en este mal paso, antes que se adviertan de él; y como sin saber de dónde o de qué, se hallan emponzoñadas, y quiebran simple y lastimosamente en esta roca encubierta. Porque muchos de estos malos escritos ordinariamente andan en las manos de mujeres doncellas y mozas, y no se recatan de ello sus padres; por donde las más de las veces les sale vano y sin fruto todo el demás recato que tienen.

Por lo cual, como quiera que siempre haya sido provechoso y loable el escribir sanas doctrinas, que despierten las almas o las encaminen a la virtud, en este tiempo es así necesario, que, a mi juicio, todos los buenos ingenios en quien puso Dios partes y facultad para semejante negocio, tienen obligación a ocuparse en él, componiendo en nuestra lengua, para el uso común de todos, algunas cosas que, o como nacidas de las Sagradas Letras, o como allegadas y conformes a ellas, suplan por ellas, cuanto es posible, con el común menester de los hombres, y juntamente les quiten de las manos, sucediendo en su lugar de ellos, los libros dañosos y de vanidad.

Y aunque es verdad que algunas personas doctas y muy religiosas han trabajado en esto bien felizmente en muchas escrituras que nos han dado, llenas de utilidad y pureza; mas no por eso los demás que pueden emplearse en lo mismo se deben tener por desobligados, ni deben por eso alanzar de las manos la pluma; pues en caso que todos los que pueden escribir escribiesen, todo ello sería mucho menos, no sólo de lo que se puede escribir en semejantes materias, sino de aquello que, conforme a nuestra necesidad, es menester que se escriba, así por ser los gustos de los hombres y sus inclinaciones tan diferentes, como por ser tantas ya y tan recibidas las escrituras malas, contra quien se ordenan las buenas. Y lo que en las baterías y cercos de los lugares fuertes se hace en la guerra, que los tientan por todas las partes, y con todos los ingenios que nos enseña la facultad militar, eso mismo es necesario que hagan todos los buenos y doctos ingenios ahora, sin que uno se descuide con otro, en un mal uso tan torreado y fortificado como es éste de que vamos hablando.

Yo así lo juzgo y juzgué siempre. Y aunque me conozco por el menor de todos los que, en esto que digo, pueden servir a la Iglesia, siempre la deseé servir en ello como pudiese; y por mi poca salud y muchas ocupaciones no lo he hecho hasta ahora.

Mas, ya que la vida pasada ocupada y trabajosa me fue estorbo para que no pusiese este mi deseo y juicio en ejecución, no me parece que debo perder la ocasión de este ocio, en que la injuria y mala voluntad de algunas personas me han puesto. Porque, aunque son muchos los trabajos que me tienen cercado, pero el favor largo del cielo que Dios, padre verdadero de los agraviados, sin merecerlo me da, y el testimonio de la conciencia en medio de todos ellos, han serenado mi alma con tanta paz, que no sólo en la enmienda de mis costumbres, sino también en el negocio y conocimiento de la verdad, veo ahora y puedo hacer lo que antes no hacía. Y hame convertido este trabajo el Señor en mi luz y salud, y con las manos de los que me pretendían dañar ha sacado mi bien. A cuya excelente y divina merced en alguna manera no respondería yo con el agradecimiento debido, si, ahora que puedo, en la forma que puedo y según la flaqueza de mi ingenio y mis fuerzas, no pusiese cuidado en esto, que, a lo que yo juzgo, es tan necesario para bien de sus fieles.

Pues a este propósito me vinieron a la memoria unos razonamientos que, en los años pasados, tres amigos míos y de mi Orden, los dos de ellos hombres de grandes letras e ingenio, tuvieron entre sí por cierta ocasión, acerca de los nombres con que es llamado Jesucristo en la Sagrada Escritura; los cuales me refirió a mí poco después el uno de ellos, y yo por su cualidad no los quise olvidar.

Y deseando yo ahora escribir alguna cosa que fuese útil al pueblo de Cristo, hame parecido que comenzar por sus nombres, para principio, es el más feliz y de mejor anuncio; y para utilidad de los lectores, la cosa de más provecho; y para mi gusto particular, la materia más dulce y más apacible de todas; porque, así como Cristo nuestro Señor es como fuente, o, por mejor decir, como océano que comprende en sí todo lo provechoso y lo dulce que se reparte en los hombres, así el tratar de Él, y como si dijésemos, el desenvolver este tesoro, es conocimiento dulce y provechoso más que otro ninguno. Y por orden de buena razón, se presupone a los demás tratados y conocimientos este conocimiento, porque es el fundamento de todos ellos y es como el blanco adonde el cristiano endereza todos sus pensamientos y obras; y así, lo primero a que debemos dar asiento en el alma es a su deseo, y, por la misma razón, a su conocimiento, de quien nace y con quien se enciende y acrecienta el deseo.

Y la propia y verdadera sabiduría del hombre es saber mucho de Cristo; y, a la verdad, es la más alta y más divina sabiduría de todas, porque entenderle a Él es entender todos los tesoros de la sabiduría de Dios, que, como dice San Pablo, «están en Él cerrados»; y es entender el infinito amor que Dios tiene a los hombres, y la majestad de su grandeza, y el abismo de sus consejos sin suelo, y de su fuerza invencible el poder inmenso, con las demás grandezas y perfecciones que moran en Dios, y se descubren y resplandecen, más que en ninguna parte, en el misterio de Cristo. Las cuales perfecciones todas, o gran parte de ellas, se entenderán si entendiéremos la fuerza y la significación de los nombres que el Espíritu Santo le da en la divina Escritura; porque son estos nombres como unas cifras breves, en que Dios, maravillosamente, encerró todo lo que acerca de esto el humano entendimiento puede entender y le conviene que entienda.

Pues lo que en ello se platicó entonces, recorriendo yo la memoria de ello después, casi en la misma forma como a mí me fue referido, y lo más conforme que ha sido posible al hecho de la verdad o a su semejanza, habiéndolo puesto por escrito, lo envío ahora a vuestra merced, a cuyo servicio se enderezan todas mis cosas.

 

Introducción

 

Introdúcese en el asunto con la idea de un coloquio que tuvieron tres amigos en una casa de recreo

 

Era por el mes de junio, a las vueltas de la fiesta de San Juan, a tiempo que en Salamanca comienzan a cesar los estudios, cuando Marcelo, el uno de los que digo -que así le quiero llamar con nombre fingido, por ciertos respetos que tengo, y lo mismo haré a los demás-, después de una carrera tan larga como es la de un año en la vida que allí se vive, se retiró, como a puerto sabroso, a la soledad de una granja que, como vuestra merced sabe, tiene mi monasterio en la ribera del Tormes, y fuéronse con él, por hacerle compañía y por el mismo respeto, los otros dos. Adonde habiendo estado algunos días, aconteció que una mañana, que era la del día dedicado al apóstol San Pedro, después de haber dado al culto divino lo que se le debía, todos tres juntos se salieron de la casa a la huerta que se hace delante de ella.

Es la huerta grande, y estaba entonces bien poblada de árboles, aunque puestos sin orden; mas eso mismo hacía deleite en la vista, y sobre todo, la hora y la sazón. Pues entrados en ella, primero, y por un espacio pequeño, se anduvieron paseando y gozando del frescor; y después se sentaron juntos a la sombra de unas parras y junto a la corriente de una pequeña fuente, en ciertos asientos. Nace la fuente de la cuesta que tiene la casa a las espaldas, y entraba en la huerta por aquella parte; y corriendo y tropezando, parecía reírse. Tenían también delante de los ojos y cerca de ellos una alta y hermosa alameda. Y más adelante, y no muy lejos, se veía el río Tormes, que aun en aquel tiempo, hinchiendo bien sus riberas, iba torciendo el paso por aquella vega. El día era sosegado y purísimo, y la hora muy fresca. Así que, asentándose y callando por un pequeño tiempo, después de sentados, Sabino, que así me place llamar al que de los tres era el más mozo, mirando hacia Marcelo y sonriéndose, comenzó a decir así:

-Algunos hay a quien la vista del campo los enmudece, y debe de ser condición de espíritus de entendimiento profundo; mas yo, como los pájaros, en viendo lo verde, deseo o cantar o hablar.

-Bien entiendo por qué lo decís -respondió al punto Marcelo-; y no es alteza de entendimiento, como dais a entender por lisonjearme o por consolarme, sino cualidad de edad y humores diferentes, que nos predominan y se despiertan con esta vista, en vos de sangre y en mí de melancolía. Mas sepamos -dice- de Juliano (que éste será el nombre del tercero), si es pájaro también o si es de otro metal.

-No soy siempre de uno mismo -respondió Juliano-, aunque ahora al humor de Sabino me inclino algo más. Y pues él no puede ahora razonar consigo mismo mirando la belleza del campo y la grandeza del cielo, bien será que nos diga su gusto acerca de lo que podremos hablar.

Entonces Sabino, sacando del seno un papel escrito y no muy grande:

-Aquí -dice- está mi deseo y mi esperanza.

Marcelo, que reconoció luego el papel, porque estaba escrito de su mano, dijo, vuelto a Sabino y riéndose:

-No os atormentará mucho el deseo a lo menos, Sabino, pues tan en la mano tenéis la esperanza; ni aun deben ser ni lo uno ni lo otro muy ricos, pues se encierran en tan pequeño papel.

-Si fueren pobres -dijo Sabino-, menos causa tendréis para no satisfacerme en una cosa tan pobre.

-¿En qué manera -respondió Marcelo- o qué parte soy yo para satisfacer vuestro deseo, o qué deseo es el que decís?

Entonces Sabino, desplegando el papel, leyó el título que decía: De los nombres de Cristo; y no leyó más, y dijo luego:

-Por cierto caso hallé hoy este papel, que es de Marcelo, adonde, como parece, tiene apuntados algunos de los nombres con que Cristo es llamado en la Sagrada Escritura, y los lugares de ella donde es llamado así. Y como le vi, me puso codicia de oírle algo sobre aqueste argumento, y por eso dije que mi deseo estaba en este papel. Y está en él mi esperanza también, porque, como parece de él, este es argumento en que Marcelo ha puesto su estudio y cuidado, y argumento que le debe tener en la lengua; y así no podrá decirnos ahora lo que suele decir cuando se excusa, si le obligamos a hablar, que le tomamos desapercibido. Por manera que, pues le falta esta excusa, y el tiempo es nuestro, y el día santo, y la sazón tan a propósito de pláticas semejantes, no nos será dificultoso el rendir a Marcelo, si vos, Juliano, me favorecéis.

-En ninguna cosa me hallaréis más a vuestro lado, Sabino -respondió Juliano.

Y dichas y respondidas muchas cosas en este propósito, porque Marcelo se excusaba mucho, o a lo menos pedía que tomase Juliano su parte y dijese también; y quedando asentado que a su tiempo, cuando pareciese, o si pareciese ser menester, Juliano haría su oficio, Marcelo, vuelto a Sabino, dijo así:

-Pues el papel ha sido el despertador de esta plática, bien será que él mismo nos sea la guía en ella. Id leyendo, Sabino, en él; y de lo que en él estuviere, y conforme a su orden, así iremos diciendo si no os parece otra cosa.

-Antes nos parece lo mismo -respondieron como a una Sabino y Juliano.

Y luego Sabino, poniendo los ojos en el escrito, con clara y moderada voz leyó así:

 

De los nombres en general

 

Explícase la naturaleza del nombre, qué oficio tiene,

por qué fin se introdujo y en qué manera se suele poner

 

«Los nombres que en la Escritura se dan a Cristo son muchos, así como son muchas sus virtudes y oficios; pero los principales son diez, en los cuales se encierran y, como reducidos, se recogen los demás; y los diez son éstos».

-Primero que vengamos a eso -dijo Marcelo alargando la mano hacia Sabino, para que se detuviese-, convendrá que digamos algunas cosas que se presuponen a ello; y convendrá que tomemos el salto, como dicen, de más atrás, y que guiando el agua de su primer nacimiento, tratemos qué cosa es esto que llamamos nombre, y qué oficio tiene, y por qué fin se introdujo y en qué manera se suele poner; y aun antes de todo esto hay otro principio.

-¿Qué otro principio -dijo Juliano- hay que sea primero que el ser de lo que se trata, y la declaración de ello breve, que la Escuela llama definición?

-Que como los que quieren hacerse a la vela -respondió Marcelo- y meterse en la mar, antes que desplieguen los lienzos, vueltos al favor del cielo, le piden viaje seguro, así ahora en el principio de una semejante jornada, yo por mí, o por mejor decir, todos para mí, pidamos a ese mismo de quien hemos de hablar sentidos y palabras cuales convienen para hablar de Él. Porque si las cosas menores, no sólo acabarlas no podemos bien, mas ni emprenderlas tampoco, sin que Dios particularmente nos favorezca, ¿quién podrá decir de Cristo y de cosas tan altas como son las que encierran los Nombres de Cristo, si no fuere alentado con la fuerza de su espíritu?

Por lo cual, desconfiando de nosotros mismos y confesando la insuficiencia de nuestro saber, y como derrocando por el suelo los corazones, supliquemos con humildad a esta divina luz que nos amanezca, quiero decir, que envíe en mi alma los rayos de su resplandor y la alumbre, para que en esto que quiero decir de Él, sienta lo que es digno de Él; y para que lo que en esta manera sintiere, lo publique por la lengua en la forma que debe. Porque, Señor, sin Ti, ¿quién podrá hablar como es justo de Ti? O ¿quién no se perderá, en el inmenso océano de tus excelencias metido, si Tú mismo no le guías al puerto? Luce, pues, ¡oh sólo verdadero Sol!, en mi alma, y luce con tan grande abundancia de luz, que, con el rayo de ella, juntamente y mi voluntad encendida te ame y mi entendimiento esclarecido te vea, y, enriquecida, mi boca te hable y pregone, si no como eres del todo, a lo menos como puedes de nosotros ser entendido, y sólo a fin de que Tú seas glorioso y ensalzado en todo tiempo y de todos.

Y, dicho esto, calló, y los otros dos quedaron suspensos y atentos mirándole; y luego tornó a comenzar en esta manera:

-El nombre, si hemos de decirlo en pocas palabras, es una palabra breve que se sustituye por aquello de quien se dice, y se toma por ello mismo. O nombre es aquello mismo que se nombra, no en el ser real y verdadero que ello tiene, sino en el ser que le da nuestra boca y entendimiento. Porque se ha de entender que la perfección de todas las cosas, y señaladamente de aquellas que son capaces de entendimiento y razón, consiste en que cada una de ellas tenga en sí a todas las otras y en que, siendo una, sea todas cuanto le fuere posible; porque en esto se avecina a Dios, que en sí lo contiene todo. Y cuanto más en esto creciere, tanto se allegará más a Él haciéndosele semejante. La cual semejanza es, si conviene decirlo así, el pío general de todas las cosas, y el fin y como el blanco adonde envían sus deseos todas las criaturas.

Consiste, pues, la perfección de las cosas en que cada uno de nosotros sea un mundo perfecto, para que por esta manera, estando todos en mí y yo en todos los otros, y teniendo yo su ser de todos ellos, y todos y cada uno de ellos teniendo el ser mío, se abrace y eslabone toda esta máquina del universo, y se reduzca a unidad la muchedumbre de sus diferencias; y quedando no mezcladas, se mezclen; y permaneciendo muchas, no lo sean; y para que, extendiéndose y como desplegándose delante los ojos la variedad y diversidad, venza y reine y ponga su silla la unidad sobre todo. Lo cual es avecinarse la criatura a Dios, de quien mana, que en tres personas es una esencia, y en infinito número de excelencias no comprensibles, una sola perfecta y sencilla excelencia.

Pues siendo nuestra perfección ésta que digo, y deseando cada uno naturalmente su perfección, y no siendo escasa la naturaleza en proveer a nuestros necesarios deseos, proveyó en esto como en todo lo demás con admirable artificio. Y fue que, porque no era posible que las cosas, así como son, materiales y toscas, estuviesen todas unas en otras, les dio a cada una de ellas, demás del ser real que tienen en sí, otro ser del todo semejante a este mismo, pero más delicado que él y que nace en cierta manera de él, con el cual estuviesen y viviesen cada una de ellas en los entendimientos de sus vecinos, y cada una en todas, y todas en cada una. Y ordenó también que de los entendimientos, por semejante manera, saliesen con la palabra a las bocas. Y dispuso que las que en su ser material piden cada una de ellas su propio lugar, en aquel espiritual ser pudiesen estar muchas, sin embarazarse, en un mismo lugar en compañía juntas; y aun, lo que es más maravilloso, una misma en un mismo tiempo en muchos lugares.

De lo cual puede ser como ejemplo lo que en el espejo acontece. Que si juntamos muchos espejos y los ponemos delante los ojos, la imagen del rostro, que es una, reluce una misma y en un mismo tiempo en cada uno de ellos; y de ellos todas aquellas imágenes, sin confundirse, se toman juntamente a los ojos, y de los ojos al alma de aquel que en los espejos se mira. Por manera que, en conclusión de lo dicho, todas las cosas viven y tienen ser en nuestro entendimiento cuando las entendemos y cuando las nombramos en nuestras bocas y lenguas. Y lo que ellas son en sí mismas, esa misma razón de ser tienen en nosotros, si nuestras bocas y entendimientos son verdaderos.

Digo esa misma en razón de semejanza, aunque en cualidad de modo diferente, conforme a lo dicho. Porque el ser que tienen en sí es ser de tomo y de cuerpo, y ser estable y que así permanece; pero en el entendimiento que las entiende, hácense a la condición de él y son espirituales y delicadas; y para decirlo en una palabra, en sí son la verdad, mas en el entendimiento y en la boca son imágenes de la verdad, esto es, de sí mismas, e imágenes que sustituyen y tienen la vez de sus mismas cosas para el efecto y fin que está dicho; y, finalmente, en sí son ellas mismas, y en nuestra boca y entendimiento sus nombres. Y así queda claro lo que al principio dijimos, que el nombre es como imagen de la cosa de quien se dice, o la misma cosa disfrazada en otra manera, que sustituye por ella y se toma por ella, para el fin y propósito de perfección y comunidad que dijimos.

Y de esto mismo se conoce también que hay dos maneras o dos diferencias de nombres: unos que están en el alma y otros que suenan en la boca. Los primeros son el ser que tienen las cosas en el entendimiento del que las entiende; y los otros, el ser que tienen en la boca del que, como las entiende, las declara y saca a luz con palabras. Entre las cuales hay esta conformidad: que los unos y los otros son imágenes, y, como ya digo muchas veces, sustitutos de aquéllos cuyos nombres son. Mas hay también esta desconformidad: que los unos son imágenes por naturaleza, y los otros por arte. Quiero decir que la imagen y figura que está en el alma sustituye por aquellas cosas cuya figura es por la semejanza natural que tiene con ellas; mas las palabras, porque nosotros, que fabricamos las voces, señalamos para cada cosa la suya, por eso sustituyen por ellas. Y cuando decimos nombres, ordinariamente entendemos estos postreros, aunque aquellos primeros son los nombres principalmente. Y así nosotros hablaremos de aquéllos, teniendo los ojos en éstos.

Y habiendo dicho Marcelo esto, y queriendo proseguir su razón, díjole Juliano:

-Paréceme que habéis guiado el agua muy desde su fuente, y como conviene que se guíe en todo aquello que se dice, para que sea perfectamente entendido. Y si he estado bien atento, de tres cosas que en el principio nos propusisteis, habéis ya dicho las dos, que son: lo que es el nombre, y el oficio para cuyo fin se ordenó. Resta decir lo tercero, que es la forma que se ha de guardar, y aquello a que se ha de tener respeto cuando se pone.

-Antes de eso -respondió Marcelo- añadiremos esta palabra a lo dicho; y es que, como de las cosas que entendemos, unas veces formamos en el entendimiento una imagen, que es imagen de muchos, quiero decir, que es imagen de aquello en que muchas cosas, que en lo demás son diferentes, convienen entre sí y se parecen; y otras veces la imagen que figuramos es retrato de una cosa sola, y así propio retrato de ella que no dice con otra; por la misma manera hay unas palabras o nombres que se aplican a muchos, y se llaman nombres comunes, y otros que son propios de sólo uno, y éstos son aquéllos de quien hablamos ahora. En los cuales, cuando de intento se ponen, la razón y naturaleza de ellos pide que se guarde esta regla: que, pues han de ser propios, tengan significación de alguna particular propiedad, y de algo de lo que es propio a aquello de quien se dicen; y que se tomen y como nazcan y manen de algún minero suyo y particular; porque si el nombre, como hemos dicho, sustituye por lo nombrado, y si su fin es hacer que lo ausente que significa, en él nos sea presente, y cercano y junto lo que nos es alejado, mucho conviene que en el sonido, en la figura, o verdaderamente en el origen y significación de aquello de donde nace, se avecine y asemeje a cuyo es, cuanto es posible avecinarse a una cosa de tomo y de ser el sonido de una palabra.

No se guarda esto siempre en las lenguas; es grande verdad. Pero si queremos decir la verdad, en la primera lengua lo de todas casi siempre se guarda. Dios, a lo menos, así lo guardó en los nombres que puso, como en la Escritura se ve. Porque, si no es esto, ¿qué es lo que se dice en el Génesis que Adán, inspirado por Dios, puso a cada cosa su nombre, y que lo que él las nombró, ese es el nombre de cada una? Esto es decir que a cada una les venía como nacido aquel nombre, y que era así suyo por alguna razón particular y secreta, que si se pusiera a otra cosa no le viniera ni cuadrara tan bien. Pero, como decía, esta semejanza y conformidad se atiende en tres cosas: en la figura, en el sonido, y señaladamente en el origen de su derivación y significación. Y digamos de cada una, comenzando por esta postrera.

Atiéndese, pues, esta semejanza en el origen y significación de aquello de donde nace; que es decir que cuando el nombre que se pone a alguna cosa se deduce y deriva de alguna otra palabra y nombre, aquello de donde se deduce ha de tener significación de alguna cosa que se avecine a algo de aquello que es propio al nombrado, para que el nombre, saliendo de allí, luego que sonare ponga en el sentido del que le oyere la imagen de aquella particular propiedad; esto es, para que el nombre contenga en su significación algo de lo mismo que la cosa nombrada contiene en su esencia. Como, por razón de ejemplo, se ve en nuestra lengua en el nombre con que se llaman en ella los que tienen la vara de justicia en alguna ciudad, que los llamamos corregidores, que es nombre que nace y se toma de lo que es corregir, porque el corregir lo malo es su oficio de ellos, o parte de su oficio muy propia. Y así, quien lo oye, en oyéndolo, entiende lo que hay o haber debe en el que tiene este nombre. Y también a los que entrevienen en los casamientos los llamamos en castellano casamenteros, que viene de lo que es hacer mención o mentar, porque son los que hacen mención del casar, entreviniendo en ello y hablando de ello y tratándolo. Lo cual en la Sagrada Escritura se guarda siempre en todos aquellos nombres que, o Dios puso a alguno, o por su inspiración se pusieron a otros. Y esto en tanta manera, que no solamente ajusta Dios los nombres que pone con lo propio que las cosas nombradas tienen en sí, mas también todas las veces que dio a alguno y le añadió alguna cualidad señalada, demás de las que de suyo tenía, le ha puesto también algún nuevo nombre que se conformase con ella, como se ve en el nombre que de nuevo puso a Abraham; y en el de Sara, su mujer, se ve también; y en el de Jacob, su nieto, a quien llamó Israel; y en el de Josué, el capitán que puso a los judíos en la posesión de su tierra; y así en otros muchos.

-No ha muchas horas -dijo entonces Sabino- que oímos acerca de eso un ejemplo bien señalado; y aun oyéndole yo, se me ofreció una pequeña duda acerca de él.

-¿Qué ejemplo es ese? -respondió Marcelo.

-El nombre de Pedro -dijo Sabino-, que le puso Cristo, como ahora nos fue leído en la misa.

-Es verdad -dijo Marcelo-, y es bien claro ejemplo. Mas ¿qué duda tenéis en él?

-La causa por qué Cristo le puso -respondió Sabino- es mi duda; porque me parece que debe contener en sí algún misterio grande.

-Sin duda -dijo Marcelo-, muy grande; porque dar Cristo a San Pedro este nuevo y público nombre, fue cierta señal que en lo secreto del alma le infundía a él, más que a ninguno de sus compañeros, un don de firmeza no vencible.

-Eso mismo -replicó luego Sabino- es lo que se me hace dudoso; porque ¿cómo tuvo más firmeza que los demás apóstoles, ni infundida ni suya, el que sólo entre todos negó a Cristo por tan ligera ocasión? Si no es firmeza prometer osadamente y no cumplir flacamente después.

-No es así -respondió Marcelo-, ni se puede dudar en manera alguna de que fue este glorioso príncipe, en este don de firmeza de amor y fe para con Cristo, muy aventajado entre todos. Y es claro argumento de esto aquel celo y apresuramiento que siempre tuvo para adelantarse en todo lo que parecía tocar o a la honra o al descanso de su Maestro. Y no sólo después que recibió el fuego del Espíritu Santo, sino antes también, cuando Cristo, preguntándole tres veces si le amaba más que los otros y respondiendo él que le amaba, le dio a pacer sus ovejas, testificó Cristo con el hecho que su respuesta era verdadera, y que se tenía por amado de él con firmísimo y fortísimo amor. Y si negó en algún tiempo, bien es de creer que cualquiera de sus compañeros, en la misma pregunta y ocasión de temer, hiciera lo mismo si se les ofreciera; y por no habérseles ofrecido, no por eso fueron más fuertes.

Y si quiso Dios que se le ofreciese a sólo San Pedro, fue con grande razón. Lo uno para que confiase menos de sí de allí adelante el que hasta entonces, de la fuerza de amor que en sí mismo sentía, tomaba ocasión para ser confiado. Y lo otro, para que quien había de ser pastor y como padre de todos los fieles, con la experiencia de su propia flaqueza se condoliese de las que después viese en sus súbditos, y supiese llevarlas. Y últimamente, para que con el lloro amargo que hizo por esta culpa, mereciese mayor acercamiento de fortaleza. Y así fue que después se le dio firmeza para sí y para otros muchos en él; quiero decir, para todos los que le son sucesores en su Silla apostólica, en la cual siempre ha permanecido firme y entera, y permanecerá hasta el fin, la verdadera doctrina y confesión de la fe.

Mas tornando a lo que decía, quede esto por cierto: que todos los nombres que se ponen por orden de Dios, traen consigo significación de algún particular secreto que la cosa nombrada en sí tiene, y que en esta significación se asemejan a ella; que es la primera de las tres cosas en que, como dijimos, esta semejanza se atiende. Y sea la segunda lo que toca al sonido: esto es, que sea el nombre que se pone de tal cualidad, que cuando se pronunciare suene como suele sonar aquello que significa, o cuando habla, si es cosa que habla, o en algún otro accidente que le acontezca. Y la tercera es la figura, que es la que tienen las letras con que los nombres se escriben, así en el número como en la disposición de sí mismas, y la que cuando las pronunciamos suelen poner en nosotros. Y de estas dos maneras postreras, en la lengua original de los libros divinos y en esos mismos libros hay infinitos ejemplos; porque del sonido, casi no hay palabra de las que significan alguna cosa, que, o se haga con voz o que envíe son alguno de sí, que, pronunciada bien, no nos ponga en los oídos o el mismo sonido o algún otro muy semejante de él.

Pues lo que toca a la figura, bien considerado, es cosa maravillosa los secretos y los misterios que hay acerca de esto en las Letras divinas. Porque en ellas, en algunos nombres se añaden letras para significar acrecentamiento de buena dicha en aquello que significan; y en otros se quitan algunas de las debidas para hacer demostración de calamidad y pobreza. Algunos, si lo que significan, por algún accidente, siendo varón, se ha afeminado y enmollecido, ellos también toman letras de las que en aquella lengua son, como si dijésemos, afeminadas y mujeriles. Otros, al revés, significando cosas femeninas de suyo, para dar a entender algún accidente viril, toman letras viriles. En otros mudan las letras su propia figura, y las abiertas se cierran, y las cerradas se abren y mudan el sitio, y se trasponen y disfrazan con visajes y gestos diferentes, y, como dicen del camaleón, se hacen a todos los accidentes de aquellos cuyos son los nombres que constituyen. Y no pongo ejemplos de esto porque son cosas menudas, y a los que tienen noticia de aquella lengua, como vos, Juliano y Sabino, la tenéis, notorias mucho; y señaladamente porque pertenecen propiamente a los ojos y así, para dichas y oídas, son cosas oscuras.

Pero, si os parece, valga por todos la figura y cualidad de letras con que se escribe en aquella lengua el nombre propio de Dios, que los hebreos llaman inefable, porque no tenían por lícito el traerle comúnmente en la boca; y los griegos le llaman nombre de cuatro letras, porque son tantas las letras de que se compone. Porque, si miramos al sonido con que se pronuncia, todo él es vocal, así como lo es aquel a quien significa, que todo es ser y vida y espíritu sin ninguna mezcla de composición o de materia. Y si atendemos a la condición de las letras hebreas con que se escribe, tienen esta condición, que cada una de ellas se puede poner en lugar de las otras, y muchas veces en aquella lengua se ponen; y así, en virtud, cada una de ellas es todas, y todas son cada una; que es como imagen de la sencillez que hay en Dios, por una parte, y de la infinita muchedumbre de perfecciones que, por otra, tiene; porque todo es una gran perfección, y aquella una es todas sus perfecciones. Tanto que, si hablamos con propiedad, la perfecta sabiduría de Dios no se diferencia de su justicia infinita; ni su justicia, de su grandeza; ni su grandeza, de su misericordia; y el poder y el saber y el amar en Él, todo es uno. Y en cada uno de estos sus bienes, por más que le desviemos y alejemos del otro, están todos juntos; y por cualquiera parte que le miremos, es todo y no parte. Y conforme a esta razón es, como habemos dicho, la condición de las letras que componen su nombre. Y no sólo en la condición de las letras, sino aun, lo que parece maravilloso, en la figura y disposición también le retrata este nombre en una cierta manera.

Y diciendo esto Marcelo, e inclinándose hacia la tierra, en la arena, con una vara delgada y pequeña, formó unas letras como éstas TTI ; y dijo luego:

-Porque en las letras caldaicas este santo nombre siempre se figura así. Lo cual, como veis, es imagen del número de las divinas personas, y de la igualdad de ellas, y de la unidad que tienen las mismas en una esencia, como estas letras son de una figura y de un nombre. Pero esto dejémoslo así.

E iba Marcelo a decir otra cosa; mas atravesándose Juliano, dijo de esta manera:

-Antes que paséis, Marcelo, adelante, nos habéis de decir cómo se compadece con lo que hasta ahora habéis dicho, que tenga Dios nombre propio; y desde el principio deseaba pedíroslo, y dejélo por no romperos el hilo. Mas ahora, antes que salgáis de él, nos decid: si el nombre es imagen que sustituye por cuyo es, ¿qué nombre de voz o qué concepto de entendimiento puede llegar a ser imagen de Dios? Y si no puede llegar, ¿en qué manera diremos que es su nombre propio? Y aún hay en esto otra gran dificultad: que si el fin de los nombres es que por medio de ellos las cosas cuyos son estén en nosotros, corno dijisteis, excusada cosa fue darle a Dios nombre, el cual está tan presente a todas las cosas, y tan lanzado, como si dijésemos, en sus entrañas, y tan infundido y tan íntimo como está su ser de ellas mismas.

-Abierto habíais la puerta, Juliano -respondió Marcelo-, para razones grandes y profundas, si no la cerrara lo mucho que hay que decir en lo que Sabino ha propuesto. Y así, no os responderé más de lo que basta para que esos vuestros nudos queden desatados y sueltos. Y comenzando de lo postrero, digo que es grande verdad que Dios está presente en nosotros, y tan vecino y tan dentro de nuestro ser como Él mismo de sí; porque en Él y por Él, no sólo nos movemos y respiramos, sino también vivimos y tenemos ser, como lo confiesa y predica San Pablo. Pero así nos está presente, que en esta vida nunca nos es presente.

Quiero decir que está presente y junto con nuestro ser, pero muy lejos de nuestra vista y del conocimiento claro que nuestro entendimiento apetece. Por lo cual convino, o por mejor decir, fue necesario que entretanto que andamos peregrinos de él en estas tierras de lágrimas ya que no se nos manifiesta ni se junta con nuestra alma su cara, tuviésemos, en lugar de ella, en la boca algún nombre y palabra, y en el entendimiento alguna figura suya, como quiera que ella sea imperfecta y oscura, y, como San Pablo llama, enigmática. Porque, cuando volare de esta cárcel de tierra en que ahora nuestra alma presa trabaja y afana, como metida en tinieblas, y saliere a lo claro y a lo puro de aquella luz, él mismo, que se junta con nuestro ser ahora, se juntará con nuestro entendimiento entonces; y él por sí, y sin medio de otra tercera imagen, estará junto a la vista del alma; y no será entonces su nombre otro que Él mismo, en la forma y manera que fuere visto; y cada uno le nombrará con todo lo que viere y conociere de Él, esto es, con el mismo Él; así y de la misma manera como le conociere.

Y por esto dice San Juan, en el libro del Apocalipsis, que Dios a los suyos en aquella felicidad, demás de que les enjugará las lágrimas y les borrará de la memoria los duelos pasados, les dará a cada uno una piedrecilla menuda, y en ella un nombre escrito, el cual sólo el que la recibe le conoce. Que no es otra cosa sino el tanto de sí y de su esencia, que comunicará Dios con la vista y entendimiento de cada uno de los bienaventurados; que con ser uno en todos, con cada uno será en diferente grado, y por una forma de sentimiento cierta y singular para cada uno.

Y, finalmente, este nombre secreto que dice San Juan, y el nombre con que entonces nombraremos a Dios, será todo aquello que entonces en nuestra alma será Dios, el cual, como dice San Pablo, «será en todos todas las cosas». Así que, en el cielo, donde veremos, no tendremos necesidad para con Dios de otro nombre más que del mismo Dios; mas en esta oscuridad, adonde, con tenerle en casa, no le echamos de ver, esnos forzado ponerle algún nombre. Y no se lo pusimos nosotros, sino Él por su grande piedad se le puso luego que vio la causa y la necesidad.

En lo cual es cosa digna de considerar el amaestramiento secreto del Espíritu Santo que siguió el santo Moisés acerca de esto, en el libro de la creación de las cosas. Porque tratando allí la historia de la creación, y habiendo escrito todas las obras de ella, y habiendo nombrado en ellas a Dios muchas veces, hasta que hubo criado al hombre y Moisés lo escribió, nunca le nombró con este su nombre, como dando a entender que, antes de aquel punto, no había necesidad de que Dios tuviese nombre, y que, nacido el hombre que le podía entender y no le podría ver en esta vida, era necesario que se nombrase. Y como Dios tenía ordenado de hacerse hombre después, luego que salió a luz el hombre, quiso humanarse nombrándose.

Y a lo otro, Juliano, que propusistes, que siendo Dios un abismo de ser y de perfección infinita, y habiendo de ser el nombre imagen de lo que nombra, cómo se podía entender que una palabra limitada alcanzase a ser imagen de lo que no tiene limitación, algunos dicen que este nombre, como nombre que se le puso Dios a sí mismo, declara todo aquello que Dios entiende de sí, que es el concepto y verbo divino que dentro de sí engendra entendiéndose; y que esta palabra que nos dijo y que suena en nuestros oídos, es señal que nos explica aquella palabra eterna e incomprensible que nace y vive en su seno, así como nosotros con las palabras de la boca declaramos todo lo secreto del corazón. Pero, como quiera que esto sea, cuando decimos que Dios tiene nombres propios, o que este es nombre propio de Dios, no queremos decir que es cabal nombre, o nombre que abraza y que nos declara todo aquello que hay en Él. Porque uno es el ser propio, y otro es el ser igual o cabal. Para que sea propio basta que declare, de las cosas que son propias a aquella de quien se dice, alguna de ellas; mas, si no las declara todas entera y cabalmente, no será igual. Y así a Dios, si nosotros le ponemos nombre, nunca le pondremos un nombre entero y que le iguale, como tampoco le podemos entender como quien Él es entera y perfectamente; porque lo que dice la boca es señal de lo que se entiende en el alma. Y así, no es posible que llegue la palabra adonde el entendimiento no llega.

Y para que ya nos vamos acercando a lo propio de nuestro propósito y a lo que Sabino leyó del papel, ésta es la causa por que a Cristo nuestro Señor se le dan muchos nombres; conviene a saber, su mucha grandeza y los tesoros de sus perfecciones riquísimas, y juntamente la muchedumbre de sus oficios y de los demás bienes que nacen de él y se derraman sobre nosotros. Los cuales, así como no pueden ser abrazados con una vista del alma, así mucho menos pueden ser nombrados con una palabra sola. Y como el que infunde agua en algún vaso de cuello largo y estrecho, la envía poco a poco y no toda de golpe, así el Espíritu Santo, que conoce la estrechez y angostura de nuestro entendimiento, no nos presenta así toda junta aquella grandeza, sino como en partes nos la ofrece, diciéndonos unas veces algo de ella debajo de un nombre, y debajo de otro nombre otra cosa otras veces. Y así vienen a ser casi innumerables los nombres que la Escritura divina da a Cristo; porque le llama León y Cordero, y Puerta y Camino, y Pastor y Sacerdote, y Sacrificio y Esposo, y Vid y Pimpollo, y Rey de Dios y Cara suya, y Piedra y Lucero, y Oriente y Padre, y Príncipe de paz y Salud, y Vida y Verdad; y así otros nombres sin cuento. Pero, de estos muchos, escogió solos diez el papel, como más sustanciales; porque, como en él se dice, los demás todos se reducen o pueden reducir a éstos en cierta manera.

Mas conviene, antes que pasemos adelante, que admitamos primero que, así como Cristo es Dios, así también tiene nombres que por su divinidad le convienen: unos propios de su persona, y otros comunes a toda la Trinidad; pero no habla con estos nombres nuestro papel, ni nosotros ahora tocaremos en ellos, porque aquellos propiamente pertenecen a los nombres de Dios. Los nombres de Cristo que decimos ahora son aquellos solos que convienen a Cristo en cuanto hombre, conforme a los ricos tesoros de bien que encierra en sí su naturaleza humana, y conforme a las obras que en ella y por ella Dios ha obrado y siempre obra en nosotros. Y con esto, Sabino, si no se os ofrece otra cosa, proseguid adelante.

Y Sabino leyó luego:

 

Pimpollo

 

Es llamado Cristo Pimpollo, y explícase cómo le conviene este nombre,

y el modo de su maravillosa concepción

 

El primer nombre puesto en castellano se dirá bien Pimpollo, que en la lengua original es Cemach, y el texto latino de la Sagrada Escritura unas veces lo traslada diciendo Germen, y otras diciendo Oriens. Así le llamó el Espíritu Santo en el capítulo cuarto del profeta Isaías: «En aquel día el Pimpollo del Señor será en grande alteza, y el fruto de la tierra muy ensalzado». Y por Jeremías en el capítulo treinta y tres: «Y haré que nazca a David Pimpollo de justicia, y haré justicia y razón sobre la tierra». Y por Zacarías en el capítulo 3, consolando al pueblo judaico, recién salido del cautiverio de Babilonia: «Yo haré, dice, venir a mi siervo el Pimpollo.» Y en el capítulo sexto: «Veis un varón cuyo nombre es Pimpollo».

Y llegando aquí Sabino, cesó. Y Marcelo:

-Sea éste -dijo- el primer nombre, pues la orden del papel nos lo da. Y no carece de razón que sea éste el primero, porque en él, como veremos después, se toca en cierta manera la cualidad y orden del nacimiento de Cristo y de su nueva y maravillosa generación; que, en buena orden, cuando de alguno se habla, es lo primero que se suele decir.

Pero antes que digamos qué es ser Pimpollo, y qué es lo que significa este nombre, y la razón por que Cristo es así nombrado, conviene que veamos si es verdad que es éste nombre de Cristo, y si es verdad que le nombra así la Divina Escritura, que será ver si los lugares de ella ahora alegados hablan propiamente de Cristo; porque algunos, o infiel o ignorantemente, nos lo quieren negar.

Pues viniendo al primero, cosa clara es que habla de Cristo, así porque el texto caldaico, que es de grandísima autoridad y antigüedad, en aquel mismo lugar adonde nosotros leemos: En aquel día será el Pimpollo del Señor, dice él: En aquel día será el Mesías del Señor; como también porque no se puede entender aquel lugar de otra alguna manera. Porque lo que algunos dicen del príncipe Zorababel y del estado feliz de que gozó debajo de su gobierno el pueblo judaico, dando a entender que fue éste el Pimpollo del Señor de quien Isaías dice: En aquel día el Pimpollo del Señor será en grande alteza, es hablar sin mirar lo que dicen; porque quien leyere lo que las letras sagradas, en los libros de Nehemías y Esdras, cuentan del estado de aquel pueblo en aquella sazón, verá mucho trabajo, mucha pobreza, mucha contradicción, y ninguna señalada felicidad, ni en lo temporal ni en los bienes del alma, que a la verdad es la felicidad de que Isaías entiende cuando en el lugar alegado dice: «En aquel día será el Pimpollo del Señor en grandeza y en gloria.»

Y cuando la edad de Zorobabel, y el estado de los judíos en ella hubiera sido feliz, cierto es que no lo fue con el extremo que el Profeta aquí muestra; porque, ¿qué palabra hay aquí que no haga significación de un bien divino y rarísimo? Dice del Señor, que es palabra que a todo lo que en aquella lengua se añade lo suele subir de quilates. Dice: Gloria y grandeza y magnificencia, que es todo lo que encareciendo se puede decir. Y porque salgamos enteramente de duda, alarga, como si dijésemos, el dedo el Profeta, y señala el tiempo y el día mismo del Señor, y dice de esta manera: «En aquel día.» Mas ¿qué día? Sin duda, ninguno otro sino aquel mismo de quien luego antes de esto decía: «En aquel día quitará al redropelo el Señor a las hijas de Sión el chapín que cruje en los pies y los garvines de la cabeza, las lunetas y los collares, las ajorcas y los rebozos, las botillas y los calzados altos, las argollas, los apretadores, los zarcillos, las sortijas, las cotonías, las almalafas, las escarcelas, los volantes y los espejos; y les trocará el ámbar en hediondez, y la cintura rica en andrajo, y el enrizado en calva pelada, y el precioso vestido en cilicio, y la tez curada en cuero tostado; y tus valientes morirán a cuchillo.»

Pues en aquel día mismo, cuando Dios puso por el suelo toda la alteza de Jerusalén con las armas de los romanos, que asolaron la ciudad y pusieron a cuchillo sus ciudadanos y los llevaron cautivos, en ese mismo tiempo el fruto y el Pimpollo del Señor, descubriéndose y saliendo a luz, subirá a gloria y honra grandísima. Porque en la destrucción que hicieron de Jerusalén los caldeos, si alguno por caso quisiere decir que habla aquí de ella el Profeta, no se puede decir con verdad que creció el fruto del Señor, ni que fructificó gloriosamente la tierra al mismo tiempo que la ciudad se perdió. Pues es notorio que en aquella calamidad no hubo alguna parte o alguna mezcla de felicidad señalada, ni en los que fueron cautivos a Babilonia, ni en los que el vencedor caldeo dejó en Judea y en Jerusalén para que labrasen la tierra, porque los unos fueron a servidumbre miserable, y los otros quedaron en miedo y desamparo, como en el libro de Jeremías se lee.

Mas al revés, con esta otra caída del pueblo judaico se juntó, como es notorio, la claridad del nombre de Cristo, y, cayendo Jerusalén, comenzó a levantarse la Iglesia. Y aquel a quien poco antes los miserables habían condenado y muerto con afrentosa muerte, y cuyo nombre habían procurado oscurecer y hundir, comenzó entonces a enviar rayos de sí por el mundo y a mostrarse vivo y Señor, y tan poderoso, que castigando a sus matadores con azote gravísimo, y quitando luego el gobierno de la tierra al demonio, y deshaciendo poco a poco su silla, que es el culto de los ídolos en que la gentilidad le servía, como cuando el sol vence las nubes y las deshace, así Él sólo y clarísimo relumbró por toda la redondez.

Y lo que he dicho de este lugar, se ve claramente también en el segundo de Jeremías, de sus mismas palabras. Porque decirle a David y prometerle que le «nacería o fruto o Pimpollo de justicia», era propia señal de que el fruto había de ser Jesucristo, mayormente añadiendo lo que luego se sigue, y es que «este fruto haría justicia y razón sobre la tierra»; que es la obra propia suya de Cristo, y uno de los principales fines para que se ordenó su venida, y obra que Él sólo y ninguno otro enteramente la hizo. Por donde las más veces que se hace memoria de Él en las Escrituras divinas, luego en los mismos lugares se le atribuye esta obra, como obra sola de Él y como su propio blasón. Así se ve en el Salmo setenta y uno, que dice: «Señor, da tu vara al Rey y el ejercicio de justicia al Hijo del Rey, para que juzgue a tu pueblo conforme a justicia y a los pobres según fuero. Los montes altos conservarán paz con el vulgo, y los collados les guardarán ley. Dará su derecho a los pobres del pueblo, y será amparo de los pobrecitos, y hundirá al violento opresor.»

Pues en el tercero lugar de Zacarías, los mismos hebreos lo confiesan, y el texto caldeo que he dicho abiertamente le entiende y le declara de Cristo. Y así mismo entendemos el cuarto testimonio, que es del mismo profeta. Y no nos impide lo que algunos tienen por inconveniente y por donde se mueven a declararle en diferente manera, que es decir luego que «este Pimpollo fructificará después o debajo de sí, y que edificará el templo de Dios», pareciéndoles que esto señala abiertamente a Zorobabel, que edificó el templo y fructificó después de sí por muchos siglos a Cristo, verdaderísimo fruto. Así que esto no impide, antes favorece y esfuerza más nuestro intento.

Porque el fructificar debajo de sí, o, como dice el original en su rigor, acerca de sí, es tan propio de Cristo, que de ninguno lo es más. ¿Por ventura no dice Él de sí mismo: «Yo soy vid y vosotros sarmientos?» Y en el Salmo que ahora decía, en el cual todo lo que se dice son propiedades de Cristo, ¿no se dice también: «Y en sus días fructificarán los justos»? O, si querernos confesar la verdad, ¿quién jamás en los hombres perdidos engendró hombres santos y justos, o qué fruto jamás se vio que fuese más fructuoso que Cristo? Pues esto mismo, sin duda, es lo que aquí nos dice el Profeta, el cual, porque le puso a Cristo nombre de fruto, y porque dijo señalándole como a singular fruto: «Veis aquí un varón que es fruto su nombre», porque no se pensase que se acababa su fruto en Él, y que era fruto para sí, y no árbol para dar de sí fruta, añadió luego diciendo: «Y fructificará acerca de sí», como si con más palabras dijera: Y es fruto que dará mucho fruto, porque a la redonda de Él, esto es, en Él y de Él por todo cuanto se extiende la tierra, nacerán nobles y divinos frutos sin cuento, y este Pimpollo enriquecerá el mundo con pimpollos no vistos.

De manera que éste es uno de los nombres de Cristo, y, según nuestro orden, el primero de ellos, sin que en ello pueda haber duda ni pleito. Y son como vecinos y deudos suyos otros algunos nombres que también se ponen a Cristo en la Santa Escritura, los cuales, aunque en el sonido son diferentes, pero bien mirados, todos se reducen a un intento mismo y convienen en una misma razón; porque si en el capítulo treinta y cuatro de Ezequiel es llamado planta nombrada y si Isaías en el capítulo once, le llama unas veces rama, y otra flor, y en el capítulo cincuenta y tres, tallo y raíz, todo es decirnos lo que el nombre de Pimpollo o de fruto nos dice. Lo cual será bien que declaremos ya, pues lo primero, que pertenece a que Cristo se llama así, está suficientemente probado, si no se os ofrece otra cosa.

-Ninguna -dijo al punto Juliano-, antes ha rato ya que el nombre y esperanza de este fruto ha despertado en nuestro gusto golosina de él.

-Merecedor es de cualquiera golosina y deseo -respondió Marcelo- porque es dulcísimo fruto, y no menos provechoso que dulce, si ya no le menoscaba la pobreza de mi lengua e ingenio. Pero idme respondiendo, Sabino, que lo quiero haber ahora con vos. Esta hermosura del cielo y mundo que vemos, y la otra mayor que entendemos y que nos esconde el mundo invisible, ¿fue siempre como es ahora, o hízose ella a sí misma, o Dios la sacó a luz y la hizo?

-Averiguado es -dijo Sabino- que Dios crió el mundo con todo lo que hay en él, sin presuponer para ello alguna materia, sino sólo con la fuerza de su infinito poder, con que hizo, donde no había ninguna cosa, salir a luz esta beldad que decís. Mas ¿qué duda hay en esto?

-Ninguna hay -replicó prosiguiendo Marcelo-; mas decidme más adelante: ¿nació esto de Dios, no advirtiendo Dios en ello, sino como por alguna natural consecuencia, o hízolo Dios porque quiso y fue su voluntad libre de hacerlo?

-También es averiguado -respondió luego Sabino- que lo hizo con propósito y libertad.

-Bien decís -dijo Marcelo-; y pues conocéis eso, también conoceréis que pretendió Dios en ello algún grande fin.

-Sin duda, grande -respondió Sabino-, porque siempre que se obra con juicio y libertad es a fin de algo que se pretende.

-¿Pretendería de esa manera -dijo Marcelo- Dios en esta su obra algún interés y acrecentamiento suyo?

-En ninguna manera -respondió Sabino.

-¿Por qué? -dijo Marcelo.

Y Sabino respondió:

-Porque Dios, que tiene en sí todo el bien, en ninguna cosa que haga fuera de sí puede querer ni esperar para sí algún acrecentamiento o mejoría.

-Por manera -dijo Marcelo- que Dios, porque es bien infinito y perfecto, en hacer el mundo no pretendió recibir bien alguno de él, y pretendió algún fin, como está dicho. Luego, si no pretendió recibir, sin ninguna duda pretendió dar; y si no lo crió para añadirse a sí algo, criólo sin ninguna duda para comunicarse Él a sí, y para repartir en sus criaturas sus bienes. Y, cierto, este sólo es fin digno de la grandeza de Dios, y propio de quien por su naturaleza es la misma bondad; porque a lo bueno su propia inclinación le lleva al bien hacer, y cuanto es más bueno uno, tanto se inclina más a esto. Pero si el intento de Dios, en la creación y edificio del mundo, fue hacer bien a lo que criaba repartiendo en ello sus bienes, ¿qué bienes o qué comunicación de ellos fue aquella a quien como a blanco enderezó Dios todo el oficio de esta obra suya?

-No otros -respondió Sabino- sino esos mismos que dio a las criaturas, así a cada una en particular como a todas juntas en general.

-Bien decís -dijo Marcelo- aunque no habéis respondido a lo que os pregunto.

-¿En qué manera? -respondió.

-Porque -dijo Marcelo- como esos bienes tengan sus grados, y como sean unos de otros de diferentes quilates, lo que pregunto es: ¿a qué bien, o a qué grado de bien entre todos, enderezó Dios todo su intento principalmente?

-¿Qué grados -respondió Sabino- son esos?

-Muchos son -dijo Marcelo- en sus partes, mas la Escuela los suele reducir a tres géneros: a naturaleza y a gracia y a unión personal. A la naturaleza pertenecen los bienes con que se nace, a la gracia pertenecen aquellos que después de nacidos nos añade Dios. El bien de la unión personal es haber juntado Dios en Jesucristo su persona con nuestra naturaleza. Entre los cuales bienes es muy grande la diferencia que hay.

Porque lo primero, aunque todo el bien que vive y luce en la criatura es bien que puso en ella Dios, pero puso en ella Dios unos bienes para que le fuesen propios y naturales, que es todo aquello en que consiste su ser y lo que de ello se sigue; y esto decimos que son bienes de naturaleza, porque los plantó Dios en ella y se nace con ellos, como es el ser y la vida y el entendimiento, y lo demás semejante. Otros bienes no los plantó Dios en lo natural de la criatura ni en la virtud de sus naturales principios para que de ellos naciesen, sino sobrepúsolos Él por sí solo a lo natural, y así no son bienes fijos ni arraigados en la naturaleza, como los primeros, sino movedizos bienes, como son la gracia y la caridad y los demás dones de Dios; y estos llamamos bienes sobrenaturales de gracia. Lo segundo, dado, como es verdad, que todo este bien comunicado en una semejanza de Dios, porque es hechura de Dios, y Dios no puede hacer cosa que no le remede, porque en cuanto hace se tiene por dechado a sí mismo; mas, aunque esto es así, todavía es muy grande la diferencia que hay en la manera de remedarle. Porque en lo natural remedan las criaturas el ser de Dios, mas en los bienes de gracia remedan el ser y condición y el estilo, y, como si dijésemos, la vivienda y bienandanza suya; y así se avecinan y juntan más a Dios por esta parte las criaturas que la tienen, cuanto es mayor esta semejanza que la semejanza primera; pero en la unión personal no remedan ni se parecen a Dios las criaturas, sino vienen a ser el mismo Dios porque se juntan con Él en una misma persona.

Aquí Juliano, atravesándose, dijo:

-¿Las criaturas todas se juntan en una persona con Dios?

Respondió Marcelo riendo:

-Hasta ahora no trataba del número, sino trataba del cómo; quiero decir, que no contaba quiénes y cuántas criaturas se juntan con Dios en estas maneras, sino contaba la manera cómo se juntan y le remedan, que es, o por naturaleza, o por gracia, o por unión de persona. Que cuanto al número de los que se le ayuntan, clara cosa es que en los bienes de naturaleza todas las criaturas se avecinan a Dios; y solas, y no todas, las que tienen entendimiento en los bienes de gracia; y en la unión personal sola la humanidad de nuestro redentor Jesucristo. Pero aunque con sola esta humana naturaleza se haga la unión personal propiamente, en cierta manera también, en juntarse Dios con ella, es visto juntarse con todas las criaturas, por causa de ser el hombre como un medio entre lo espiritual y lo corporal, que contiene y abraza en sí lo uno y lo otro. Y por ser, como dijeron antiguamente, un menor mundo o un mundo abreviado.

-Esperando estoy -dijo Sabino entonces- a qué fin se ordena este vuestro discurso.

-Bien cerca estamos ya de ello -respondió Marcelo porque pregúntoos: si el fin por que crió Dios todas las cosas fue solamente por comunicarse con ellas, y si esta dádiva y comunicación acontece en diferentes maneras, como hemos ya visto; y si unas de estas maneras son más perfectas que otras, ¿no os parece que pide la misma razón que un tan grande artífice, y en una obra tan grande, tuviese por fin de toda ella hacer en ella la mayor y más perfecta comunicación de sí que pudiese?

-Así parece -dijo Sabino.

-Y la mayor -dijo siguiendo Marcelo-, así de las hechas como de las que se pueden hacer, es la unión personal que se hizo entre el Verbo divino y la naturaleza humana de Cristo, que fue hacerse con el hombre una misma Persona.

-No hay duda -respondió Sabino- sino que es la mayor.

-Luego -añadió Marcelo- necesariamente se sigue que Dios, a fin de hacer esta unión bienaventurada y maravillosa, crió todo cuanto se parece y se esconde, que es decir que el fin para que fue fabricada toda la variedad y belleza del mundo fue por sacar a luz este compuesto de Dios y hombre, o, por mejor decir, este juntamente Dios y hombre que es Jesucristo.

-Necesariamente se sigue -respondió Sabino.

-Pues -dijo entonces Marcelo- esto es ser Cristo fruto; y darle la Escritura este nombre a Él, es darnos a entender a nosotros que Cristo es el fin de las cosas y aquél para cuyo nacimiento feliz fueron todas criadas y enderezadas. Porque así como en el árbol la raíz no se hizo para sí, ni menos el tronco que nace y se sustenta sobre ella, sino lo uno y lo otro, juntamente con las ramas y la flor y la hoja, y todo lo demás que el árbol produce, se ordena y endereza para el fruto que de él sale, que es el fin y como remate suyo, así por la misma manera, estos cielos extendidos que vemos, y las estrellas que en ellos dan resplandor, y, entre todas ellas, esta fuente de claridad y de luz que todo lo alumbra, redonda y bellísima; la tierra pintada con flores y las aguas pobladas de peces; los animales y los hombres, y este universo todo, cuan grande y cuan hermoso es, lo hizo Dios para fin de hacer hombre a su Hijo, y para producir a luz este único y divino fruto que es Cristo, que con verdad le podemos llamar el parto común y general de todas las cosas.

Y así como el fruto (para cuyo nacimiento se hizo en el árbol la firmeza del tronco, y la hermosura de la flor, y el verdor y frescor de las hojas), nacido, contiene en sí y en su virtud todo aquello que para él se ordenaba en el árbol, o, por mejor decir, el árbol todo contiene, así también Cristo, para cuyo nacimiento crió primero Dios las raíces firmes y hondas de los elementos, y levantó sobre ellas después esta grandeza del mundo con tanta variedad, como si dijésemos, de ramas y hojas, lo contiene todo en sí, y lo abarca y se resume en Él y, como dice San Pablo, se recapitula todo lo no criado y criado, lo humano y lo divino, lo natural y lo gracioso. Y como, de ser Cristo llamado fruto por excelencia, entendemos que todo lo criado se ordenó para Él, así también de esto mismo ordenado, podemos, rastreando, entender el valor inestimable que hay en el fruto para quien tan grandes cosas se ordenan. Y de la grandeza y hermosura y cualidad de los medios, argüimos la excelencia sin medida del fin.

Porque si cualquiera que entra en algún palacio o casa real rica y suntuosa, y ve primero la fortaleza y firmeza del muro ancho y torreado, y los muchos órdenes de las ventanas labradas, y las galerías y los chapiteles que deslumbran la vista, y luego la entrada alta y adornada con ricas labores, y después los zaguanes y patios grandes y diferentes, las columnas de mármol, y las largas salas y las recámaras ricas, y la diversidad y muchedumbre y orden de los aposentos, hermoseados todos con peregrinas y escogidas pinturas, y con el jaspe y el pórfiro, y el marfil y el oro que luce por los suelos y paredes y techos, y ve juntamente con esto la muchedumbre de los que sirven en él, y la disposición y rico aderezo de sus personas, y el orden que cada uno guarda en su ministerio y servicio, y el concierto que todos conservan entre sí, y oye también los menestriles y dulzura de música, y mira la hermosura y regalos de los lechos, y la riqueza de los aparadores, que no tienen precio, luego conoce que es incomparablemente mejor y mayor aquel para cuyo servicio todo aquello se ordena, así debemos nosotros también entender que si es hermosa y admirable esta vista de la tierra y del cielo, es sin ningún término muy más hermoso y maravilloso Aquél por cuyo fin se crió y que si es grandísima, como sin ninguna duda lo es, la majestad de este templo universal que llamamos mundo nosotros, Cristo, para cuyo nacimiento se ordenó desde su principio, y a cuyo servicio se sujetará todo después, y a quien ahora sirve y obedece, y obedecerá para siempre, es incomparablemente grandísimo, gloriosísimo, perfectísimo, más mucho de lo que ninguno puede ni encarecer ni entender. Y, finalmente, que es tal, cual inspirado y alentado por el Espíritu Santo, San Pablo dice escribiendo a los Colosenses: «Es imagen de Dios invisible, y el engendrado primero que todas las criaturas. Porque para Él se fabricaron todas, así en el cielo como en la tierra, las visibles y las invisibles, así digamos los tronos como las dominaciones, como los principados y potentados, todo por Él y para Él fue criado; y Él es el adelantado entre todos, y todas las cosas tienen ser por Él. Y Él también del cuerpo de la Iglesia es la cabeza, y Él mismo es el principio y el primogénito de los muertos, para que en todo tenga las primerías. Porque le plugo al Padre y tuvo por bien que se aposentase en Él todo lo sumo y cumplido.»

Por manera que Cristo es llamado Fruto porque es el fruto del mundo, esto es, porque es el fruto para cuya producción se ordenó y fabricó todo el mundo. Y así Isaías, deseando su nacimiento, y sabiendo que los cielos y la naturaleza toda vivía y tenía ser principalmente para este parto, a toda ella se le pide diciendo: «Derramad rocío, cielos, desde vuestras alturas; y vosotras, nubes, lloviendo, enviadnos al Justo; y la tierra se abra y produzca y brote al Salvador.»

Y no solamente por esta razón que hemos dicho Cristo se llama fruto, sino también porque todo aquello que es verdadero Fruto en los hombres (digo fruto que merezca parecer ante Dios y ponerse en el cielo), no sólo nace en ellos por virtud de este fruto, que es Jesucristo, sino en cierta manera también es el mismo Jesús. Porque la justicia y santidad que derrama en los ánimos de sus fieles, así ella como los demás bienes y santas obras que nacen de ella, y que, naciendo de ella, después la acrecientan, no son sino como una imagen y retrato vivo de Jesucristo, y tan vivo que es llamado Cristo en las letras sagradas, como parece en los lugares adonde nos amonesta San Pablo que nos vistamos de Jesucristo: porque el vivir justa y santamente es imagen de Cristo. Y así por esto como por el espíritu suyo, que comunica Cristo e infunde en los buenos, cada uno de ellos se llama Cristo, y todos ellos juntos, en la forma ya dicha, hacen un mismo Cristo.

Así lo testificó San Pablo, diciendo: «Todos los que en Cristo os habéis bautizado, os habéis vestido de Jesucristo; que allí no hay judío ni gentil, ni libre ni esclavo, ni hembra ni varón, porque todos sois uno en Jesucristo.» Y en otra parte: «Hijuelos míos, que os engendro otra vez hasta que Cristo se forme en vosotros.» Y amonestando a los romanos a las buenas obras, les dice y escribe: «Desechemos, pues, las obras oscuras y vistamos armas de luz, y, como quien anda de día, andemos vestidos y honestos. No en convites y embriagueces, no en desordenado sueño y en deshonestas torpezas, ni menos en competencias y envidias, sino vestíos del Señor Jesucristo.» Y que todos estos Cristos son un Cristo solo, dícelo Él mismo a los Corinthios por estas palabras: «Como un cuerpo tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo, así también Cristo.»

Donde, como advierte San Agustín, no dijo, concluyendo la semejanza, así es Cristo y sus miembros, sino así es Cristo, para nos enseñar que Cristo, nuestra cabeza, está en sus miembros, y que los miembros y la cabeza son un solo Cristo, como por aventura diremos más largamente después. Y lo que decimos ahora, y lo que de todo lo dicho resulta, es conocer cuán merecidamente Cristo se llama Fruto, pues todo el fruto bueno y de valor que mora y fructifica en los hombres es Cristo y de Cristo, en cuanto nace de Él y en cuanto le parece y remeda, así como es dicho. Y pues hemos platicado ya lo que basta acerca de esto, proseguid, Sabino, en vuestro papel.

-Deteneos -dijo Juliano alargando contra Sabino la mano-, que, si olvidado no estoy, os falta, Marcelo, por descubrir lo que al principio nos propusisteis: de lo que toca a la nueva y maravillosa concepción de Cristo, que, como dijisteis, este nombre significa.

-Es verdad e hicisteis muy bien, Juliano, en ayudar mi memoria -respondió al punto Marcelo- y lo que pedís es aquesto: este nombre que unas veces llamamos Pimpollo y otras veces llamamos Fruto, en la palabra original no es fruto como quiera, sino es propiamente el fruto que nace de suyo sin cultura ni industria. En lo cual, al propósito de Jesucristo, a quien ahora se aplica, se nos demuestran dos cosas. La una, que no hubo ni saber ni valor, ni merecimiento ni industria en el mundo, que mereciese de Dios que se hiciese hombre, esto es, que produjese este fruto; la otra, que en el vientre purísimo y santísimo de donde aqueste fruto nació, anduvo solamente la virtud y obra de Dios, sin ayuntarse varón.

Mostró, como oyó esto, moverse de su asiento un poco Juliano, y, como acostándose hacia Marcelo, y mirándole con alegre rostro, le dijo:

-Ahora me place más el haberos, Marcelo, acordado lo que olvidabais, porque me deleita mucho entender que el artículo de la limpieza y entereza virginal de nuestra común Madre y Señora está significado en las letras y profecías antiguas; y la razón lo pedía. Porque adonde se dijeron y escribieron, tantos años antes que fuesen, otras cosas menores, no era posible que se callase un misterio tan grande. Y si se os ofrecen algunos otros lugares que pertenezcan a esto, que sí se ofrecerán, mucho holgaría que los dijésedes, si no recibís pesadumbre.

-Ninguna cosa -respondió Marcelo- me puede ser menos pesada que decir algo que pertenezca al loor de mi única abogada y Señora, que aunque lo es generalmente de todos, mas atrévome yo a llamarla mía en particular, porque desde mi niñez me ofrecí todo a su amparo. Y no os engañáis nada, Juliano, en pensar que los libros y letras del Testamento Viejo no pasaron callando por una extrañeza tan nueva, y señaladamente tocando a personas tan importantes. Porque, ciertamente, en muchas partes la dicen con palabras para la fe muy claras, aunque algo oscuras para los corazones a quien la infidelidad ciega, conforme a como se dicen otras muchas cosas de las que pertenecen a Cristo, que, como San Pablo dice, «es misterio escondido»; el cual quiso Dios decirle y esconderle por justísimos fines, y uno de ellos fue para castigar así con la ceguedad y con la ignorancia de cosas tan necesarias, a aquel pueblo ingrato por sus enormes pecados.

Pues viniendo a lo que pedís, clarísimo testimonio es, a mi juicio, para este propósito aquello de Isaías que poco antes decíamos: «Derramad, cielos, rocío, y lluevan las nubes al Justo.» Adonde, aunque, como veis, va hablando del nacimiento de Cristo como de una planta que nace en el campo, empero no hace mención ni de arado ni de azada ni de agricultura, sino solamente de cielo y de nubes y de tierra, a los cuales atribuye todo su nacimiento.

Y a la verdad, el que cotejare estas palabras que aquí dice Isaías con las que acerca de esta misma razón dijo a la benditísima Virgen el arcángel Gabriel, verá que son casi las mismas, sin haber entre ellas más diferencia de que lo que dijo el Arcángel con palabras propias, porque trataba de negocio presente, Isaías lo significó con palabras figuradas y metafóricas, conforme al estilo de los profetas. Allí dijo el Ángel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti.» Aquí dice Isaías: «Enviaréis, cielos, vuestro rocío.» Allí dice que la virtud del alto le hará sombra. Aquí pide que se extiendan las nubes. Allí: «Y lo que nacerá de ti santo, será llamado Hijo de Dios.» Aquí: «Ábrase la tierra y produzca al Salvador.» Y sácanos de toda duda lo que luego añade, diciendo: «Y la justicia florecerá juntamente, y Yo el Señor le crié.» Porque no dice: «y Yo el Señor la crié», conviene saber, a la justicia, de quien dijo que había de florecer juntamente, sino, «Yo le crié», conviene saber, al Salvador, esto es, a Jesús, porque Jesús es el nombre que el original allí pone; y dice, Yo le crié, y atribúyese a sí la creación y nacimiento de esta bienaventurada salud, y préciase de ella como de hecho singular y admirable, y dice: «Yo, Yo», como si dijese: «Yo sólo, y no otro conmigo.»

Y también no es poco eficaz para la prueba de esta misma verdad, la manera como habla de Cristo, en el capítulo cuarto de su Escritura, este mismo profeta, cuando, usando de la misma figura de plantas y frutos y cosas del campo, no señala para su nacimiento otras causas más de a Dios y a la tierra, que es a la Virgen y al Espíritu Santo. Porque, como ya vimos, dice: «En aquel día será el Pimpollo de Dios magnífico y glorioso, y el fruto de la tierra subirá a grandísima alteza.». Pero, entre otros, para este propósito hay un lugar singular en el Salmo ciento nueve, aunque algo oscuro según la letra latina, mas según la original, manifiesto y muy claro, en tanto grado que los doctores antiguos que florecieron antes de la venida de Jesucristo conocieron de allí, y así lo escribieron, que la Madre del Mesías había de concebir virgen por virtud de Dios y sin obra de varón. Porque, vuelto el lugar que digo a la letra, dice de esta manera: «En resplandores de santidad del vientre y de la aurora, contigo el rocío de tu nacimiento.» En las cuales palabras, y no por una de ellas, sino casi por todas, se dice y se descubre este misterio que digo. Porque lo primero, cierto es que habla en este Salmo con Cristo el Profeta. Y lo segundo, también es manifiesto que habla en este verso de su concepción y nacimiento; y las palabras vientre y nacimiento, que, según la propiedad original, también se puede llamar generación, lo demuestran abiertamente.

Mas que Dios sólo, sin ministerio de hombre, haya sido el hacedor de esta divina y nueva obra en el virginal y purísimo vientre de nuestra Señora, lo primero se ve en aquellas palabras: «En resplandores de santidad. » Que es como decir que había de ser concebido Cristo, no en ardores deshonestos de carne y de sangre, sino en resplandores santos del cielo; no con torpeza de sensualidad, sino con hermosura de santidad y de espíritu. Y demás de esto, lo que luego se sigue de aurora y de rocío, por galana manera declara lo mismo. Porque es una comparación encubierta, que, si la descubrimos, sonará así: en el vientre (conviene a saber, de tu madre), serás engendrado como en la aurora, esto es, como lo que en aquella sazón de tiempo se engendra en el campo con sólo el rocío que entonces desciende del cielo, y no con riego ni con sudor humano. Y últimamente, para decirlo del todo, añadió: «Contigo el rocío de tu nacimiento.» Que porque había comparado a la aurora el vientre de la madre, y porque en la aurora cae el rocío con que se fecunda la tierra, prosiguiendo en su semejanza, a la virtud de la generación llamóla rocío también.

Y, a la verdad, así es llamada en las divinas letras, en otros muchos lugares, esta virtud vivífica y generativa con que engendró Dios al principio el cuerpo de Cristo, y con que después de muerto le reengendró y resucitó, y con que en la común resurrección tomará a la vida nuestros cuerpos deshechos, como en el capítulo veintiséis de Isaías se ve. Pues dice a Cristo David que este rocío y virtud que formó su cuerpo y le dio vida en las virginales entrañas, no se la prestó otro, ni la puso en aquel santo vientre alguno que viniese de fuera, sino que Él mismo la tuvo de su cosecha y la trajo consigo. Porque cierto es que el Verbo divino, que se hizo hombre en el sagrado vientre de la santísima Virgen, Él mismo formó allí el cuerpo y la naturaleza de hombre de que se vistió. Y así, para que entendiésemos esto, David dice bien que tuvo Cristo consigo el rocío de su nacimiento. Y aun así como decimos nacimiento en este lugar, podemos también decir niñez; que aunque viene a decir lo mismo que nacimiento, todavía es palabra que señala más el ser nuevo y corporal que tomó Cristo en la Virgen, en el cual fue niño primero, y después mancebo, y después perfecto varón; porque en el otro nacimiento eterno que tiene de Dios, siempre nació Dios eterno y perfecto e igual con su Padre.

Muchas otras cosas pudiera alegar a propósito de esta verdad; mas, porque no falte tiempo para lo demás que nos resta, baste por todas, y con ésta concluyo, la que en el capítulo cincuenta y tres dice de Cristo Isaías: «Subirá creciendo como pimpollo delante de Dios, y como raíz y arbolico nacido en tierra seca.» Porque, si va a decir la verdad, para decirlo como suele hacer el Profeta, con palabras figuradas y oscuras, no pudo decirlo con palabras que fuesen más claras que éstas. Llama a Cristo arbolico; y porque le llama así, siguiendo el mismo hilo y figura, a su santísima Madre llámala tierra conforme a razón; y habiéndola llamado así, para decir que concibió sin varón, no había una palabra que mejor ni con más significación lo dijese, que era decir que fue tierra seca. Pero, si os parece, Juliano, prosiga ya Sabino adelante.

-Prosiga -respondió Juliano.

Y Sabino leyó:



[1] [Nota preliminar: Edición digital a partir de Obras completas castellanas de Fray Luis de León, prólogo y notas de Félix García, 2ª edición corregida y aumentada, Madrid, Editorial Católica, 1951, (Biblioteca de Autores Cristianos; 3) y cotejada con las ediciones críticas de Cristóbal Cuevas, Madrid, Cátedra, 1977; y Antonio Sánchez Zamarreño, Madrid, Espasa Calpe, Colección Austral, 1990. Recomendamos la consulta de estas dos últimas ediciones por su riguroso aparato crítico, imprescindible para la correcta valoración y comprensión de la obra. Hemos seguido, fundamentalmente, los criterios de fijación textual y actualización ortográfica de la edición de Antonio Sánchez Zamarreño, quien también tiene en cuenta las de Cristóbal Cuevas, el Padre Félix García, Federico de Onís (Madrid, La Lectura, 1914-1922, 3 vols.) y el Padre Migúelez (Madrid, Apostolado de la Prensa, 1923).]