PECADO


A) PECADO DE ADÁN Y EVA

Dios creó el mundo y le salió bien; contempló cuanto había hecho y vio que era muy bueno (Gn 1,31). Pero en este mundo armonioso, el pecado introduce la división: odio, injusticia, guerra, muerte. Tal es la explicación que nos da el Génesis de la presencia del mal en el mundo; y en varias escenas va mostrando la marea creciente del pecado: Caín, el asesino (Gn 4,1-16); Lamec, el vengativo (Gn 4,17-24); la humanidad corrompida, que perece en el diluvio (Gn 6-7). El género humano comienza de nuevo con Noé y su familia (Gn 9-10), pero el pecado no duerme; sigue corrompiendo al hombre y creando división: torre de Babel (Gn 11). Es la historia que ha llegado hasta nosotros (CEC 385; 401).

Este panorama desolador enseña, sin embargo, que el pecado no es ingrediente de la naturaleza humana, no es creacional, no forma parte "del principio", del plan de Dios. Es defección, no defecto ingénito; virus, no cromosoma. Ahí residen la posibilidad y la esperanza de su curación. Es un misterio profundo que el hombre, que lo ha recibido todo de Dios y no puede subsistir un momento sin su palabra dadora de vida, pueda ir en contra de la auténtica significación de su vida. "Este acto de libertad que niega a Dios es la contradicción absoluta en la que Dios es afirmado y negado a la vez". El hombre, creado como imagen de Dios, colocado en la cima del universo, en diálogo con Dios y en comunión con el "otro", la mujer, su ayuda adecuada, contrasta dolorosamente con la experiencia inmediata de miedo, tristeza, violencia, incomunicación, odio y muerte. Sin embargo, el hecho de que el hombre juzga la realidad actual como anómala con su insatisfacción demuestra que el lado luminoso del hombre no puede negarse, sino que ha de suponerse como válido, aunque se halle contradicho y renegado.

La narración del pecado original (Gn 3) nace en Israel como fruto de su experiencia. Desde el período del Exodo ha vivido en alianza con Yahveh. Pero desde el primer momento Israel ha sido infiel, se ha rebelado contra Dios. En ese abandonar a Yahveh ha experimentado la amargura de su situación: "han dejado el manantial de aguas vivas para construirse cisternas agrietadas incapaces de retener el agua" (Jr 2,13). Abandonando a Dios, su bien, han abrazado el mal y se han encontrado con la muerte. Desde esta experiencia Israel descubre la existencia del mal en la humanidad entera, inclinada siempre al pecado (Gn 6,5-12). La narración del Génesis explicita esta realidad del origen del mal en el mundo (CEC 386-401).

Adán y Eva, cediendo a la sugestión de la serpiente, desobedecen a Dios, pues quieren "ser como Dios conocedores del bien y del mal" (Gn 3,5), es decir, ponerse en lugar de Dios para decidir del bien y el mal, con autonomía absoluta de Dios. Según Gn 2, la relación de Dios con el hombre no era una relación de dependencia, sino sobre todo de amistad. Dios no había negado nada al hombre creado a su imagen; no se había reservado nada para sí, ni siquiera la vida (Sb 2,23). Pero por instigación de la serpiente, "la más astuta de los animales", Eva, y luego Adán, dudan de este amor de Dios: el precepto dado para el bien del hombre (Rm 7,10) no sería más que una estratagema de Dios para salvaguardar sus privilegios; es la sospecha que insinúa el tentador al decir a Eva: "¿Cómo es que Dios os ha dicho: no comáis de ninguno de los árboles del jardín?" (Gn 3,1). Es como decir, si no puedes comer de un árbol es lo mismo que si no pudieras comer de ninguno, no eres libre, Dios te limita, no es un Dios bueno, sino un Dios celoso de su poder. Y la advertencia añadida al precepto, según el tentador, sería sencillamente una mentira, una amenaza para mantener al hombre sometido: "No, de ninguna manera moriréis. Pero Dios sabe muy bien que el día en que comáis este fruto, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal" (Gn 3,4).

El hombre cree a quien le adula y desconfía de Dios, a quien considera su rival. El pecado transforma la relación que unía al hombre con Dios. Todo cambia entre el hombre y Dios. Aún antes de que Dios intervenga (Gn 3,23), Adán y Eva, que antes gozaban de la familiaridad divina (Gn 2,25), "se esconden de Yahveh Dios entre los árboles" (3,8). La iniciativa es del hombre; es él quien ya no quiere nada con Dios, que le tiene que buscar y llamar. La expulsión del paraíso ratifica esa voluntad del hombre; pero éste comprueba entonces que la advertencia no era mentira: lejos de Dios no hay acceso posible al árbol de la vida (Gn 3,22); no hay más que muerte. Adán es en realidad todo hombre. La rebelión de Adán es la nuestra. Damos crédito al diablo, que "desde el comienzo es mentiroso y asesino" (Jn 8,44).

El salario del pecado es la muerte. La pretensión del hombre de alzarse por encima de Dios le hunde en el abismo (Gn 11,1-9). Al querer construir su vida con sus propias manos, se encuentra con el vacío interior radical (Jr 2,5-19). San Pablo ha visto con profundidad la relación entre pecado y muerte. Por Adán ha entrado el pecado en el mundo y con el pecado ha entrado la muerte, ya que el salario del pecado es la muerte (Rm 6,12-23). El pecado paga siempre con muerte. Esta situación pecadora en la que se encuentra el hombre se actualiza por la ley. La ley despierta, como a un león dormido, la concupiscencia del hombre, que tiende a afirmarse a sí mismo frente a Dios (Rm 7,7-10; 5,13; Ga 3,19). Este es el núcleo de la actitud pecadora del hombre, que quiere constituirse en señor absoluto y autónomo de su vida. Comenzando por el pecado de Adán, el impulso y la fuerza que mueven a todo hombre al pecar es levantarse contra Dios. Pecar es negar a Dios como único Señor; es ver a Dios y su ley no como expresión de su amor, sino como manifestación de rivalidad y dominio sobre el hombre.

También para nosotros, como para Adán, el sufrimiento y la muerte, la vergüenza y la huida de Dios, la ruptura de la comunión y la infidelidad, los cardos y la agresividad del corazón, son salario del pecado. El hombre, al negar el amor de Dios, por considerarlo celoso de su independencia, experimenta el dominio del pecado, al que se siente vendido (Rm 6,6-20; 7,14). Así el hombre, antes de la muerte corporal, experimenta el poder de la muerte (Ef 2,1); siente dentro de su ser la fuerza del miedo de la muerte. La carta a los Hebreos, presenta a Jesucristo, diciendo: "Así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó El de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud" (Hb 2,14-15). La división interior, que el hombre siente, entre la llamada al amor y la seducción del pecado, entre la obediencia a Dios y la dependencia de la "ley del pecado" es debida al poder del diablo, que se ha apoderado del hombre; su libertad está encadenada. "iPobre de mí!, exclama san Pablo, ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?" (Rm 7,24-25).


B) EL PECADO: ¿OFENSA A DIOS?

La Escritura distingue entre pecado, como poder de perversión del corazón humano, y los diversos actos y expresiones del pecado, a los que llama pecados. En Dt 27,15-26 encontramos doce maldiciones relacionadas con doce pecados que amenazan al pueblo de la alianza. La ley mosaica, al tiempo de Jesús, contenía seiscientos trece preceptos, que componían un código moral completo. San Pablo también presenta diversos catálogos de pecados, que cierran la puerta para entrar en el reino de Dios (1Co 5,10s; 6,9s; 2Co 12,20; Ga 5,19-21; Rm 1,29-31; Col 3,5-8; Ef 5,3; lTm 1,9; Tt 3,3; 2Tm 3,2-5). Pero más allá de los actos pecaminosos, San Pablo se remonta a su principio: en el hombre pecador, los pecados son expresión de la fuerza hostil a Dios y a su reinado. El pecado, en singular, parece a veces confundirse con Satán, el "dios de este mundo" (2Co 4,4); pero se distingue de él; el pecado pertenece al hombre pecador, es algo interior a él. Introducido por la desobediencia de Adán en el género humano (Rm 5,12-19) y, por él, en toda la creación (Rm 8,20), el pecado pasó a todos los hombres, arrastrando a todos hacia la muerte. De manera al parecer incongruente, en pleno estado de inocencia, surge un ser malo, la serpiente, el tentador. Antes que el hombre peque está ya presente el mal; "el mal no es sólo acto, es tradición", sale a nuestro encuentro en la ruta, vive entre nosotros, en nosotros. Cada acto concreto de pecado ratifica y refuerza el pecado original.

El hombre, en esta situación, se encuentra "vendido al poder del pecado" (Rm 7,14), capaz todavía de "simpatizar" con el bien y hasta de "desearlo", -lo que prueba que no todo está en él corrompido-, pero incapaz de realizarlo y, por tanto, necesariamente destinado a la muerte, salario, desemboque y remate del pecado (Rm 7,14-23). El pecado no es sólo ni ante todo una ofensa de naturaleza jurídica o personal que el hombre hace a Dios, sino la autodestrucción de sí mismo, como consecuencia de la ruptura de su relación con Dios, con los hombres y con la creación. Se puede decir que el hombre, cuando peca, no ofende primordialmente a Dios, sino a sí mismo. Al destruirse a sí mismo, como obra e imagen de Dios, ofende a Dios: "¿Pero me ofenden a mí?, oráculo de Yahveh. ¿No es más bien a ellos para su confusión?" (Jr 7,19). "Quien tira una piedra al aire, sobre su propia cabeza la tira, el golpe a traición devuelve heridas. Quien cava una fosa, caerá en ella, quien tiende una red, en ella quedará preso. Quien hace el mal, lo verá caer sobre sí sin saber de dónde le viene" (Si 27,25-27). Como dice Santo Tomás: "Nosotros no ofendemos a Dios si no es por lo que hacemos contra nuestro bien".

Ciertamente el hombre no puede herir a Dios en sí mismo. La Biblia recuerda frecuentemente la trascendencia de Dios: "Si pecas, ¿qué le haces? Si multiplicas tus ofensas, ¿le haces algún daño?" (Jb 35,6). Pecando contra Dios no logra el hombre sino destruirse a sí mismo, perdiendo su verdadera gloria y libertad. La libertad es esencialmente fruto de un don previo, acogido en la confianza y gratitud a Dios. El pecado surge cuando el hombre se yergue en poseedor y dominador, en lugar de ser acogedor, admirador y adorador. La verdadera gloria sólo surge cuando la libertad es acogida como don de Dios y vivida como amor a los hombres; aceptada en gratitud orante y vivida en la creación de gracia para los demás. La verdadera gloria del hombre es la de ser adorador y servidor. En palabras de Juan Pablo II a los jóvenes peregrinos a Santiago de Compostela, el domingo 20 de agosto de 1989: "El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor. En estas palabras se encuentra el criterio esencial de la grandeza del hombre. Este criterio es nuevo. Así fue en tiempos de Cristo y lo sigue siendo después de dos mil años. Este criterio es nuevo. Supone una transformación, una renovación de los criterios con que se guía el mundo... El criterio con que se guía el mundo es el criterio del éxito. Tener el poder económico para hacer ver la dependencia de los demás. Tener el poder cultural para manipular las conciencias. iUsar y abusar! Tal es el criterio de este mundo".

Para este amor, que hace capaz de servir, ha sido creado el hombre. Y el pecado es el rechazo de esta plenitud del hombre. Es el rechazo de la libertad como don y servicio; es querer lograrla como conquista propia, en autonomía frente a Dios y como dominio de poder sobre los demás. Se es libre, no por la independencia e insolidaridad frente al mundo, frente a los hombres y frente a Dios. Esto se llama egoísmo y no libertad. Cuando el hombre quiere ser libre en este sentido, entonces sucumbe a su finitud ontológica, se queda solo consigo mismo; quiebra la corriente que lo religa a la creación. Y al querer desconectarse del origen mismo de su libertad, que es Dios, queda desnudo, reducido a sus limitaciones. El hombre existe en correlación. Cerrado en sí mismo, altera su orden ontológico. Por eso, cuando niega su dependencia de Dios, en su autonomía, experimenta la rebelión de la realidad contra él. Es lo que traduce la conocida frase de H. de Lubac: "No es verdad que el hombre no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo que es verdad es que sin Dios no puede organizarla en definitiva más que contra el hombre".

Por eso el hombre ofende a Dios en el hombre. A Dios no puede tocarlo; pero puede herirlo en su imagen, y El toma como propias las ofensas a sus criaturas. El Dios de la Biblia no es el de Aristóteles, indiferente al hombre y al mundo. Por ello, si el pecado no hiere a Dios en sí mismo, le hiere en la medida en que afecta a los que Dios ama. Así, a David que, "hiriendo a espada a Urías el hitita y quitándole su mujer", pensaba no haber ofendido más que a un hombre, Dios por el profeta Natán dice que "ha despreciado a Yahveh" (2S 12,9ss). Además, el pecado "cavando un abismo entre Dios y su pueblo" (Is 59,2), alcanza a Dios en su designio de amor. Dios, en su amor, se siente ofendido de ingratitud con la infidelidad de la esposa Israel: "¿Has visto lo que ha hecho Israel, la rebelde?" (Jr 3,7.12; Ez 16;23). El pecado aparece como violación de relaciones personales, en definitiva como la negación del hombre a dejarse amar por un Dios que es amor. El pecado no es, pues, transgresión de leyes; en su pleno sentido es romper la alianza. Moisés simbolizó este hecho al romper las tablas de la alianza (Dt 9,16-17).
 

C) EL PECADO OFENDE AL PECADOR Y A LOS DEMÁS

No reconocer a Dios, constituirse Dios de sí mismo, cambiando al Dios verdadero por uno falso (Rm 1,18-25), lleva como consecuencia a la ruptura con el prójimo. San Pablo enumera los pecados de los paganos, que han negado a Dios, contra el prójimo: "injusticia, perversidad, codicia y maldad; llenos de envidias, homicidios, discordias, fraudes, depravación; son difamadores, calumniadores, hostiles a Dios, insolentes, arrogantes, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, sin entrañas, despiadados..." (Rm 1,29-32).

El pecado, ruptura entre el hombre y Dios, introduce igualmente una ruptura entre los miembros de la familia humana. Ya en el paraíso, en el seno mismo de la pareja primordial, apenas cometido el pecado, Adán acusa a Eva, "la ayuda adecuada" que Dios le había dado (Gn 2,18), "hueso de sus huesos y carne de su carne" (Gn 2,23). El hombre se excusa a sí mismo acusando a la mujer; y la acusación a la mujer es, simultáneamente, acusación al mismo Dios: "la mujer que Tú me diste" (Gn 3,12). Es una expresión amarga que el hombre lanza con una sola frase en ambas direcciones: hacia su mujer y hacia Dios. Todo ha cambiado en las relaciones mutuas y para con Dios. La consecuencia es inmediata: "la pasión te llevará hacia tu marido y él te dominará" (Gn 3,16). En lo sucesivo esta ruptura se extiende a los hijos de Adán (Gn 4,8); luego, el reinado de la violencia y de la ley del más fuerte, que celebra el salvaje canto de Lamec (Gn 4,24). El pecado tiene siempre una dimensión social debido al vínculo de solidaridad que une a toda la familia humana (Jos 7). Cuanto más se disgrega la comunión con Dios tanto más crece la solidaridad con el mal, que el pecado manifiesta y consolida. El desorden del pecado incide en la vida de la comunidad humana y eclesial y en la misma presencia del hombre en el cosmos.

Los egoísmos individuales envenenan la vida social y se plasman en explotación, rivalidad, injusticia, crueldad, desprecio. El Evangelio, oponiéndose a la concepción ritualista de lo puro y lo impuro, coloca la impureza "que contamina al hombre" dentro del corazón, del que brota la maldad también para con los otros: "De dentro del corazón de los hombres salen los designios perversos, fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, codicia, maldades, engaños, inmoralidades, envidias, injurias, insolencias e insensatez; esto es lo que mancha al hombre" (Mc 7,20-23).

Según el Concilio Vaticano II, "el pecado rebaja al hombre impidiéndole lograr su propia plenitud" (GS 13). "Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar cabo. Por ello siente en sí mismo la división" (GS 10). La GS describe en diversos momentos los aspectos fundamentales en que se concreta esta alienación del hombre pecador: el pecado provoca la rebelión del cuerpo (n.13); oscurece y debilita la inteligencia (15); cuándo deviene habitual entenebrece la conciencia (16); hiere la libertad (17); causa la muerte y la esclavitud humana (18; 41). El Concilio caracteriza al hombre pecador con la palabra alienación. Es como ve Pablo al hombre, a quien Cristo ofrece la salvación: alienado de la vida de Dios (Ef 4,18), alienado de la comunidad del pueblo de la alianza (Ef 2,12), alienado de su propia conciencia (Col 1,21), alienado, dividido en sí mismo, en su interior (Rm 7,14ss). Por ello "el hombre se siente incapaz de domeñar por sí mismo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas" (GS 13; CEC 1707).

Ya en la narración del diluvio se dice, por dos veces, que el corazón del hombre está inclinado continuamente al mal desde la niñez (Gn 6,5; 8,21), que lleva a "la dureza de corazón y de cerviz" (Dt 9,6), como repite tantas veces la Escritura. Esta dureza de corazón hace "que con los ojos no vea ni con los oídos oiga" (Is 6,5-10). Para que cambie esta situación se necesitará "cambiar el corazón" (Dt 30,3-8; Jr 4,4). Sólo Dios puede cambiar el corazón; en los salmos se pide este corazón nuevo y espíritu nuevo (Sal 50). Por esto "todo hombre está bajo el pecado y privado de la gloria de Dios", en confesión de Pablo (Rm 3, 23), que nos ha descrito la división interior del hombre con toda su fuerza (Rm 7,14-25; Hb 2,14; 1Jn 5,19; Jr 31,31-33; Ez 11,19-20; 36,25-27).

Esta división interior se manifiesta en el miedo (Gn 3,10), la angustia existencial, la tristeza. La tristeza contrariamente a la alegría, que está ligada a la presencia de Dios, es un fruto amargo del pecado que separa de Dios, llevando al hombre a esconderse de Dios (Gn 3,10) o a que "Dios le oculte su rostro" (Sal 13,2s), de modo que el hombre se siente condenado "a alimentarse de un pan de lágrimas" (Sal 80,6). Esta tristeza deprime el corazón (Pr 12,25), abate el espíritu (Pr 15,13) y deseca los huesos (Pr 17,22). El pecado priva a la persona de la capacidad para gozar y reposar en el bien. Reduce la capacidad de apreciar el bien, de ser agradecido, de participar en el gozo de otras personas y de ser fuente de alegría para ellas. Quizás imite el gozo mediante una demostración de alborozo, pero su risa será hueca. Intentará proyectar un sentido de humor, pero será sarcasmo e ironía -hasta el cinismo- que daña las relaciones. Como no está en paz consigo mismo, se sentirá continuamente tentado a luchar contra algo o contra alguien.

La realidad de muerte del pecado se expresa con diversos símbolos. El primero es el camino errado. El pecado es una desviación, entrar por una senda que lleva al precipicio, a la muerte (Dt 30,15-20). La desviación degenera en extravío, que conduce a la perdición (Sal 1,6; Pr 12,28). El pecado, colocando al hombre en un camino tortuoso (Pr 21,8), hace que no encuentre el sendero recto, terminando en un callejón sin salida, que acaba en la ruina. La acción de Dios es creadora, la del pecado destructora. Caminando hacia la muerte, el hombre descarriado se aleja de Dios que es la vida; no se entiende a sí mismo, pues obra contra su sed de vivir; no se siente solidario de los demás, enemigos de su egoísmo, obligándolo a vivir encerrado en el círculo de su yo, que se restringe cada vez más por el miedo a la muerte, que le amenaza en los demás y en los hechos de la historia (Hb 2,14), encaminándole hacia el no ser.

Otro símbolo del pecado es la esclavitud bajo el poder del mal. San Pablo lo presenta como un tirano que somete al hombre a sus deseos, haciéndolo instrumento para el mal (Rm 6,12-13). Es una fuerza que aísla, bloqueando los puentes de comunicación con Dios, con los demás y con la creación. Su desenlace será la condena a muerte (Rm 6,16). Otro símbolo es el de enfermedad, un virus que mina las fuerzas del hombre, impidiéndole ser él mismo. La infección coincide con la abdicación de la libertad: la adhesión de la voluntad al mal enferma, y el hombre se encuentra afectado de un cáncer que no puede eliminar por sí mismo. El pecado es como la lepra, que le corroe la carne propia y le aleja de la comunidad (Lv 13,45-46; Dt 24,8; Nm 12). Estos tres símbolos, expresión y manifestación de la realidad del pecado, indican que el pecado es un principio de muerte, una situación o actitud que produce confusión, error, desequilibrio, aislamiento, destrucción: "La paga del pecado es la muerte" (Rm 6,23; CEC 402-409).


D) EL PECADO NO VENCE EL AMOR DE DIOS

Por sus propias fuerzas el hombre no puede salir de su situación de pecado ni rectificar su vida para encontrar de nuevo a Dios. No basta una decisión de la voluntad. Al menos en sus mejores momentos -o en sus peores momentos, de mayor desesperación- puede desear el bien, pero cuando comienza a obrar tropieza con su impotencia y su propia inconsecuencia. Se encuentra sometido a una especie de hechizo, que le quita la libertad de acción, sintiéndose cautivo. Esa es la angustia que describe San Pablo, en el texto tantas veces citado: "Estoy vendido como esclavo al pecado. Realmente no entiendo mi proceder, pues lo que yo quiero no lo hago y, en cambio, lo que detesto eso lo hago...Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo. Cuando quiero hacer el bien, es el mal el que me encuentro en las manos. En lo íntimo, cierto, me complazco en la ley de Dios, pero en mi cuerpo percibo otra ley contraria que lucha contra la ley de mi razón y que me hace esclavo de la ley del pecado que está en mi cuerpo... En una palabra, yo, por un lado, con mi razón, estoy sujeto a la ley de Dios; pero, por otro, con mis bajos instintos, sirvo a la ley del pecado" (Rm 7,14-25). Esta situación lleva a Pablo a gritar: "iDesgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!" (Rm 7,24).

El pecado trastorna la relación del hombre con Dios, pero es incapaz de destruir la relación de Dios con el hombre. Sólo Dios que ha creado esa relación puede eliminarla y revocarla. La imagen de Dios en el hombre queda desfigurada por el pecado, pero no destruida, puede ser recreada. El pecado no vence el amor de Dios. ¿Quién nos separa del amor de Dios, que hemos conocido en Cristo Jesús? (Rm 8,31-39). Nada humano, ninguna criatura, ni siquiera el pecado, nos puede apartar del amor de Dios. No obstante el rechazo del hombre, mientras el hombre está en vida, Dios mantiene su relación de amor con él. La gracia de esta fidelidad de Dios a una imagen, que le contradice, apunta a la vocación salvadora del hombre mediante Cristo, que carga con el pecado, se hace pecado, deshecho de los hombres, desfigurado el rostro en la cruz, para devolver al hombre pecador el esplendor original, como imagen de Dios.

Frente a la realidad de desorden, que introduce el pecado, aparece luminosa la esperanza del protoevangelio: "la descendencia de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente" (Gn 3,14). Este anuncio se hace realidad con la venida de Jesucristo, "imagen visible de Dios invisible". La recreación de la imagen de Dios, desfigurada en el hombre por el pecado, será un nuevo comienzo de la historia de los hombres. Jesucristo, enviado por Dios, abre de nuevo el paraíso: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,39), promete al ladrón desde la cruz. Cristo, nuevo Adán, repara lo que el primero deshizo: "Como por un hombre vino la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Y del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1Co 15,21-22). La vida de Cristo es un continuo combate contra el tentador (Mc 1,12-13.23-27; 9,12-27), especialmente en su pasión y muerte, con la que vence al tentador y a la muerte (Lc 22,3.53; Jn 13,2.27): "Cuando este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley. Pero igracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!" (1Co 15,54-57; Rm 5,19-20; CEC 55; 385; 410-412).