EXILIO Y PROFETAS DEL EXILIO


A) JEREMÍAS, TESTIGO DE LA CAÍDA DE JERUSALÉN

Jeremías es testigo de una de las épocas más duras del pueblo de Dios. El país camina irremediablemente hacia su ruina. La catástrofe se ha hecho inevitable. Jeremías está convencido de la inutilidad de toda resistencia frente a Babilonia, que avanza pisoteando los reinos de los alrededores. Los profetas de la paz no son enviados de Dios. Con sus ilusiones de que todo va bien alejan al pueblo de la conversión a Dios. Jeremías, que comprende que la desgracia está decretada por Dios, desea impedir que Jerusalén se defienda de Babilonia.

Nabucodonosor, cansado de las provocaciones de Yoyaquim, decide acabar con él. Pero antes de llegar a Judá, Yoyaquim muere de muerte violenta. Su hijo Joaquín, de dieciocho años sube al trono y reina durante tres meses. Nabucodonosor llega a Jerusalén y la cerca. El asedio dura poco más de un mes y acaba el 16 de marzo del año 597. Joaquín se rinde y, por ello, como prisionero, es tratado mejor de lo que después será tratado el rey Sedecías. Pero Joaquín, con su madre, sus ministros, generales y funcionarios, es deportado a Babilonia. Y con él son deportados los personajes importantes y los artesanos capaces de trabajar el metal, unos siete mil hombres, junto con sus familias, y un botín enorme (2R 24,10-16).

Tras la deportación del rey Joaquín, Nabucodonosor establece en Jerusalén un rey a su gusto, el tío del rey destronado, hijo de Josías. Es otro joven, de veintiún años, que recibe en su coronación el nombre de Sedecías (2R 24,17). Vasallo de Babilonia, presta juramento de fidelidad a Nabucodonosor (2Cro 36,13). Sus primeros años transcurren con relativa calma. Pero en el 588, obligado por sus consejeros, se niega a pagar el tributo a Babilonia. Nabucodonosor le declara la guerra. En el año 587, diez años después de la primera deportación, se cierra de manera definitiva el ciclo de la monarquía de Judá y de Israel. Sedecías, más por cobardía que por convicción, lleva a Jerusalén y a sus habitantes a la ruina total.

El cinco de enero del 587 comienza el asedio de Jerusalén. El ejército de Nabucodonosor acampa frente a ella y construye torres de asalto a su alrededor (Jr 52,4). El hambre aprieta en la ciudad y no hay pan para la población (52,6). En julio se abre la primera brecha en la muralla. Tras año y medio de resistencia, la capital se rinde el 19 de julio del 586 (39,1-3). En el mes de agosto Jerusalén es destruida. Los conquistadores la saquean y la incendian. El templo de Salomón arde en llamas. Jeremías es ahora, en el momento de la aflicción, la voz del pueblo: "iAy de mí, qué desgracia! ime duele la herida! Mi tienda ha sido saqueada, y todos mis tensores arrancados. Se han ido los hijos y no queda ni uno. No hay quien despliegue ya mi tienda ni quien sujete mis toldos" (10,19-20). Sobre estos acontecimientos del día de la caída de Jerusalén, Baruc escribe la crónica (39,1-10; 52,6-14; 2R 25,4-7).

La liturgia de la sinagoga proclama las Lamentaciones en la celebración conmemorativa de la destrucción del templo. La primera Lamentación comienza con una pregunta que sube hasta el cielo y se precipita hasta la tierra sin respuesta: "i¿Cómo?!". Se trata del lamento, de la oración hecha de preguntas entre sollozos. Es una lamentación personal y comunitaria; cada orante siente el dolor punzante en su corazón; y la nación entera, con una única voz coral, eleva el llanto común. Es el llanto que resuena desde Jerusalén hasta los canales de Babilonia, donde los desterrados "nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras guitarras. Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar; nuestros opresores a divertirlos: Cantadnos un cantar de Sión. ¡Cómo cantar un cantar del Señor en tierra extranjera! Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha; que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías" (Sal 137).

La segunda Lamentación repite la confesión de fe en Dios como Señor de la historia: es él quien ha destruido la ciudad (Lm 2,1-9) y la causa han sido nuestros pecados (Lm 2,10-18). Pero en esta segunda Lamentación aflora algo nuevo: la súplica al Señor para que tenga misericordia (Lm 2,19-22). En la tercera Lamentación se invita a examinar la propia conducta y a volver al Señor, elevando a él el corazón y las manos (Lm 3,40-44). La cuarta Lamentación parece ser la narración de un superviviente de la catástrofe, que no logra quitarse de sus ojos las escenas que ha contemplado. Pero al final se alza, para borrar todo el horror, el anuncio de la esperanza y del perdón: "iSe ha borrado tu culpa, hija de Sión, no seguirás en el destierro!" (Lm 4,21-22). Es la súplica humilde de la quinta Lamentación, que pide al Señor que renueve a su pueblo los antiguos prodigios: "Tú, Yahveh, eres rey por siempre, tu trono dura de generación en generación. ¿Por qué has de olvidarnos para siempre, por qué nos abandonarás por toda la vida? ¡Señor, haznos volver a ti y volveremos! Renueva los días pasados" (Lm 5,19-22).

Jeremías, que asiste a la caída de Jerusalén, al incendio del templo, al derrumbamiento de Judá, tiene dos focos de atención: los desterrados y los que quedan en Jerusalén. A ambos grupos invita a aceptar que Dios les ha entregado en poder de un rey extranjero. Para los desterrados esto equivale a renunciar a la esperanza de un pronto retorno. Para los habitantes de Judá equivale a renunciar a la independencia y someterse a Babilonia. Ésa es la voluntad de Dios (27,5-11). Jeremías despide a los desterrados con un aviso que les permita salvar su fe exclusiva en Dios. La victoria del emperador de Babilonia parece demostrar la superioridad de sus dioses; además, faltándoles el culto al Señor en tierra extranjera, el pueblo puede sentirse atraído por el esplendor de las ceremonias religiosas de sus nuevos señores. Jeremías les inculca, deseando que lo lleven grabado en su corazón, que los ídolos son hechura de manos humanas, mientras que el Señor ha hecho cielo y tierra. Se dirige a ellos con el título de Israel, pueblo elegido de Dios, al que siguen perteneciendo, aunque se hallen lejos de la tierra de Israel: "Israelitas, escuchad la palabra que Yahveh os dirige: No imitéis el proceder de los gentiles, ni os asusten los signos celestes que asustan a los gentiles. Porque las costumbres de los gentiles son vanidad" (10,1-11). Los ídolos son algo tan muerto y falso como un espantapájaros en un pepinar (10,12-16; 51,15-19).

Jeremías les escribe además dos cartas, advirtiéndoles que, contra lo que anuncian los falsos profetas, el destierro será largo; no deben alentar falsas esperanzas, sino aceptar su situación. "Edificad casas y habitadlas; plantad huertos y comed de sus frutos; tomad mujeres y engendrad hijos e hijas; casad a vuestros hijos y dad vuestras hijas a maridos para que den a luz hijos e hijas" (29,5-6). Es una palabra de Dios, que sigue considerando a los desterrados como su pueblo. Cada hijo que nazca en Babilonia será un acto de confianza en Dios, que les asegura un futuro. Cuando llegue el momento previsto, Dios realizará una salvación superior a la del primer éxodo: "Al cumplir setenta años en Babilonia, yo os visitaré y cumpliré con vosotros mi promesa de traeros de nuevo a este lugar; mis designios sobre vosotros son designios de paz y no de desgracia. Me invocaréis, vendréis a rogarme, y yo os escucharé. Me buscaréis, y me encontraréis cuando me busquéis de todo corazón; me dejaré encontrar de vosotros; devolveré vuestros cautivos, os recogeré de todas las naciones y lugares a donde os desterré" (29,10-14).

Jeremías alberga la certeza de la redención de Israel. Dios es más potente que todas las potencias de este mundo. El centro de la historia no se encuentra en Asiria, que ha caído, ni en Egipto, que se halla debilitado, pero tampoco en Babilonia, que ahora emerge con toda su fuerza. Asiria, Egipto y Babilonia no son más que criaturas sometidas a Dios. La victoria final es de Dios y de su pueblo. El vínculo que une a Dios con su pueblo no se afloja con la caída, sino que se estrecha con más fuerza. Dios es fiel a su alianza. La caída de Israel se ha hecho necesaria, pero no para su desaparición, sino para su recreación (CEC 710; Le 24,26). La caída queda integrada en el marco de la alianza; es el camino de salvación para Israel como pueblo de Dios. Paradójicamente, la vida está en alejarse de Jerusalén; y la muerte está en quedarse aferrado a Jerusalén. Seguir a Dios, en vez de confiar en el lugar, es el camino de la vida. El que lo pierde todo por Dios encuentra la vida (Jn 12,25). El camino de la vida o de la muerte lo traza Dios. La voluntad de Dios, aunque pase por la muerte, es el único camino que lleva a la vida: "Yo os pongo delante el camino de la vida y el camino de la muerte. Los q}ae se queden en esta ciudad, morirán de espada, de hambre y de peste. Los que salgan y se entreguen a los caldeos, que os cercan, vivirán. Porque esta ciudad será entregada al rey de Babilonia, que la incendiará" (21,8-10).

Jeremías recibe el encargo de Dios de dejar por escrito, como testimonio de sus designios, el anuncio de la salvación futura: "Escribe todas las palabras que te he hablado en un libro, pues he aquí que vienen días en que haré tornar a los cautivos de mi pueblo" (Jr 30,1-3). Es una palabra de salvación, que Dios no quiere que se olvide nunca. Sobre Jerusalén y Judá pesa el juicio aniquilador de Dios, pero Dios mira a lo lejos y consigna por escrito la visión. No termina la historia. Habrá un futuro de paz y felicidad. Jeremías anuncia la salvación a través de la prueba, la curación a través de la herida. La vuelta será extraordinaria, obra de la potencia de Dios, siempre fiel a su pueblo: "Llegará el día en que griten los centinelas en la montaña de Efraín: iEn pie, subamos a Sión, a visitar a Yahveh, nuestro Dios. Pues así dice Yahveh: Gritad jubilosos por Jacob, alegraos por la capital de las naciones; hacedlo oír, alabad y decid: ¡Ha salvado Yahveh a su pueblo, al resto de Israel! Yo os traeré del país del norte, os recogeré de los confines de la tierra. Retornarán el ciego y el cojo, la preñada y la parida. Volverá una gran asamblea. Porque yo soy para Israel un padre y Efraín es mi primogénito" (31,6-9).

El exilio no prueba que Dios haya muerto. La conversión a él puede suscitar de nuevo la esperanza de una recreación del pueblo. Con el hundimiento de Jerusalén no ha terminado la historia de la salvación. Dios es capaz de sacar la vida de la muerte (2Co 4,12). El anuncio de salvación es luminoso, irrumpe y colma de alegría. En Judá, ahora arruinada, volverán a verse todas las expresiones de alegría: amor, fecundidad, familia; se oirán los cantos de los salmos, alabando la bondad de Dios (Jr 33,6-13). El Señor, en aquellos días, suscitará a David un vástago legítimo, que establecerá la justicia y el derecho. Jerusalén entonces será realmente Jerusalén, ciudad donde reina la paz; todos la llamarán "Señor-nuestra-justicia" (Jr 33,14-22).

Dios, que rige con solicitud y fidelidad el cielo y la tierra, la noche y el día, es el Señor de la historia y mantiene su fidelidad a su pueblo, que "en aquel día" será recreado (rahamim) (33,23-26). Durante sus cuarenta años de ministerio, Jeremías ha comprobado que el "corazón es engañoso", "está viciado". El hombre, "acostumbrado a hacer el mal", es incapaz de curar la enfermedad de su corazón. El, como profeta, puede dar una palabra nueva, pero no un corazón nuevo. Es Dios quien puede "dar un corazón para conocerle, pues él es Dios" (Jr 24,7). Dios dará un corazón nuevo y con ese corazón hará una alianza nueva: "Mirad que vienen días en que yo pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto, que ellos rompieron y yo hice estrago en ellos. Esta será la alianza que yo pactaré con la casa de Israel: pondré mi Ley en su interior, la escribiré en sus corazones, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (31,31-33). El imperio de Babilonia pasará, pero la alianza de Dios con Israel durará por siempre. Llegará el día en que los hijos de Israel y de Judá irán puntos en busca de Yahveh, su Dios: "Vamos a unirnos a Yahveh con alianza eterna, irrevocable" (50,4-5). Jeremías, después de tanto destruir y arrancar, termina edificando y plantando la promesa de una alianza nueva, que no significa sólo el perdón del pecado, sino la conversión radical de Israel. Dios dará a su pueblo "un corazón y un camino" y sellará una alianza que será eterna (32,39-40), que nunca será violada (50,40).

Dios, Señor de la historia, mantiene su fidelidad. A Israel, disperso por todas las naciones, le hará retornar a Jerusalén. El se encargará de que un resto retorne a Sión. El número será reducido: "uno de una ciudad, dos de una familia", pero ese germen mantendrá viva la esperanza. Dios suscitará para ellos pastores "según su corazón": "Os iré recogiendo uno a uno de cada ciudad, dos de cada familia, y os traeré a Sión. Os pondré pastores según mi corazón que os den pasto de conocimiento y prudencia" (3,14-15). Después del retorno, Israel tiene como excelentes pastores a Zorobabel, a Esdras y Nehemías. Pero todos ellos no son más que figura del Buen Pastor, el Mesías. "En aquellos días", cuando llegue el Mesías, Israel se multiplicará hasta constituir una comunidad numerosa. Entonces no será necesaria el arca, signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. No sentirán nostalgia de ella ni necesitarán las tablas de la ley, ni el templo, pues Dios llenará con su presencia los corazones de sus fieles, donde llevarán escrita la nueva ley. Toda la ciudad será llamada "trono de Yahveh". Y hacia la nueva Jerusalén confluirán todos los pueblos (Je 3,16-18). La nueva Jerusalén no tendrá templo, ni necesitará del sol ni de la luna, porque Dios y el Cordero harán sus veces para los bienaventurados (Ap 21,23).


B) EZEQUIEL, EL PROFETA EN EL EXILIO

El 19 de julio del año 586, tras abrir brecha en las murallas, los generales babilonios entran en Jerusalén y dividen al pueblo en tres grupos: los que quedarán en libertad, los que serán deportados y los que deben ser juzgados personalmente por Nabucodonosor. Un nuevo grupo de judíos -832 personas- es deportado (2R 25), engrosando las filas de los que marcharon al exilio de Babilonia el 597. Entre los deportados va Ezequiel.

Ningún profeta describe como Ezequiel la irrupción de Dios en la vida del profeta: "La mano de Yahveh cayó sobre mí" (Ez 8,1). Por siete veces anota esta irrupción de Dios en su vida. El espíritu de Dios entra en él, lo coge, lo arrastra, lo lleva, lo tira, lo deja o lo mantiene en pie. La voz de Dios resuena en su interior con tal fuerza que lo aplasta, lo derrumba; sólo se mantiene en pie gracias al espíritu (2,1). Es la experiencia de Dios la que le hace testigo de Dios, voz de su palabra. Si Jeremías está ávido de la palabra (Jr 15,16), Ezequiel la devora (2,8-10). Ezequiel, de familia sacerdotal, recibe su formación en el Templo, donde oficia como sacerdote hasta el momento del destierro. Su misión en los primeros años consiste simplemente en destruir las falsas esperanzas. Es vano confiar en Egipto, la catástrofe está a las puertas. La caída de Jerusalén confirma su profecía. Durante el asedio de la ciudad, muere su esposa. Como el celibato de Jeremías, la viudez de Ezequiel es signo profético del exilio del pueblo. Ezequiel se niega a llevarle luto para señalar la desgracia todavía mayor que va a ocurrir (24,15-27). Ezequiel se encierra en su casa, mudo y atado con sogas; de este modo remeda en su persona el asedio de la ciudad (3,24-27).

Reclinado sobre un lado y luego sobre otro, representa el estado de postración en que caerán los dos reinos (4,4-17). Con la barba y los cabellos cortados sugiere el destino trágico del pueblo (5,1-3). Cargando con un saco de emigrante, anuncia la marcha al destierro de los habitantes de Jerusalén (12,1-16). Se alimenta con una comida miserable como signo de la suerte que espera al pueblo (12,17-20). Uniendo en su mano dos varas, que representan el reino del Sur y el del Norte, anuncia la unificación futura de los dos reinos (37,15-28). Palabra y gesto se unen para transmitir el mensaje del Señor. La palabra y el gesto se hacen parábola elocuente en el anuncio del asedio de Jerusalén (24,1-14).

Ezequiel, profeta y sacerdote, vive en su carne la experiencia de dolor del pueblo, tiene verdaderamente una "cura de almas" (3,16-21). Ezequiel expresa la fuerza transformadora del culto en el poema de la fuente que brota del templo y que corre a curar, transformar y fecundar la tierra entera (47,1-12). Pero Ezequiel contempla cómo la gloria de Dios, que había llenado el Templo ante los ojos de Salomón, abandona el lugar santo para seguir al pueblo en su exilio (10,18). Dios no abandona al pueblo. El mismo va en exilio con Judá (3,12-13; 10,18-22; 11,22,25). En el exilio Ezequiel comienza a pronunciar sus oráculos contra las naciones, para arrancar del corazón de Israel toda confianza en los poderes humanos. Luego pasa a suscitar una esperanza nueva, fundada únicamente en la gracia y fidelidad de Dios.

Ezequiel, lejos del Templo, contempla la historia como una inmensa liturgia en la que Dios se da a conocer en su vida. El exilio le ha sacado del Templo, del lugar que daba sentido a su vida. En esta situación existencial Ezequiel proyecta en el futuro la imagen del Templo, como centro de la vida del pueblo de Dios. Pero ya en el presente descubre en la historia lo que antes encontraba en el Templo. Es en la historia donde se da el "conocimiento de Dios". Todos los árboles del campo (17,2), toda carne (21,4), todos los habitantes de Egipto (29,6), los hijos de Amón, de Moab, de Edom, los filisteos (25,5-17), todas las naciones (36,23) reconocerán en la historia que Dios es el Señor. Igualmente, en el perdón inmerecido conocerá la infiel Jerusalén que El es Dios (16,61). La vuelta a la vida de la casa de Israel, tan descarnada como un montón de huesos, dará a conocer a Dios como el salvador de Israel (37,1-14). En el retorno a la vida de un pueblo al que creían irremediablemente perdido, las naciones reconocerán a Dios como Señor de la historia (17,24; 36,23.36; 37,28; 39,7). La historia se hace teofanía, revelación de Dios.

Ezequiel, en la larga y lírica alegoría del capítulo 16, lleva a su culminación el símbolo del matrimonio introducido por Oseas y Jeremías. Con ternura y realismo describe a Jerusalén como una niña recién nacida, desnuda y abandonada en pleno campo, cubierta por su propia sangre, sin nadie que le proporcione los cuidados necesarios. El profeta piensa en el desierto, en el tiempo en que nació el primer amor entre Yahveh e Israel, cuando se celebraron los esponsales. Jerusalén, por su origen cananea, pagana, a punto de morir, es salvada gratuitamente por Dios, que pasa junto a ella, la recoge y cuida hasta llegar a enamorarse. La descripción es ampliada con los múltiples y valiosos regalos, que le otorgan el esplendor y la majestad de una reina. Estos regalos ratifican la elección. Y siendo el matrimonio una alianza, se confirma con juramento. La unión se refuerza por el nacimiento de hijos e hijas. Ezequiel insiste en la gratuidad de todos estos dones. Se trata de un matrimonio enraizado en el amor; esta unión indisoluble no soporta la idea de infidelidad, que sería un crimen imperdonable contra la alianza de Dios. Pero ésta es la tragedia, que entra en escena con un dramatismo conmovedor: "Te engreíste de tu belleza y, amparada en tu fama, fornicaste y te prostituiste con todo el que pasaba" (16,1-26).

En sus fornicaciones olvida por completo la historia pasada: "Con todas tus abominables fornicaciones, no te acordaste de tu niñez, cuando estabas completamente desnuda, agitándote en tu propia sangre"; y hacías esto "para irritarme". Es más, en lugar de recibir el precio por sus prostituciones, ella misma ofrece las joyas de su matrimonio para atraer a los amantes: "A las prostitutas les hacen regalos; tú, en cambio, diste tus regalos de boda a tus amantes; los sobornabas para que acudieran de todas partes a fornicar contigo. Tú hacías lo contrario que las otras mujeres: a ti nadie te solicitaba, eras tú la que pagabas" (16,22-34).

Ezequiel presenta en dos cuadros minuciosos el contraste entre la fidelidad pasada y la infidelidad presente. Describiendo los cuidados y cariños de Dios, Ezequiel pretende reavivar la memoria de tantos particulares olvidados y, así, hacer ver el crimen que supone la infidelidad actual. Es el intento de llamar al pueblo al arrepentimiento y a volver al Señor, que permanece siempre fiel y no olvida: "Yo me acordaré de la alianza que hice contigo en los días de tu juventud y haré contigo una alianza eterna. Tú te acordarás de tu conducta y te sonrojarás. Yo mismo haré alianza contigo, y sabrás que soy el Señor, para que te acuerdes y te sonrojes y no vuelvas a abrir la boca de vergüenza, cuando yo te perdone todo lo que hiciste" (16,60-63). Pero en el final del capítulo Ezequiel insiste en la gratuidad del amor de Dios, concedido a Israel no en virtud de su arrepentimiento, que vendrá después de la alianza, sino por pura benevolencia. La unión conyugal definitiva, ligada a una fidelidad recíproca, es la esperanza fmal en la alianza de gracia. Orienta ya el espíritu hacia el tiempo "escatológico", hacia la unión que se completará cuando Cristo aparezca y muestre su amor a la Iglesia, su Esposa (Ef 5,21-33).

Jesucristo es el esposo fiel y es también el buen pastor que Ezequiel anuncia: "Como un pastor vela por sus ovejas cuando se encuentran dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las sacaré de en medio de los pueblos, las apacentaré en buenos pastos. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma. Yo suscitaré para ponerlo al frente un solo pastor que las apacentará" (34,11-31; Jn 10). YJesús es quien inaugura el culto espiritual que el profeta, por dos veces, promete de parte de Dios: "Yo os recogeré de en medio de los pueblos, os congregaré de los países en los que habéis sido dispersados, y os daré la tierra de Israel. Yo os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo. Quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne para que caminen según mis preceptos y así sean mi pueblo y yo sea su Dios" (11,17-21; 36,26; Jn 4,19-24).
 

C) EL LIBRO DE LA CONSOLACIÓN DE ISAÍAS

Isaías anuncia la recreación de la alianza rota. En los cantos del libro de la Consolación (c. 40-55) aparece el símbolo profético del matrimonio, desarrollado en la perspectiva inmediata del retorno solemne de la esposa abandonada a la casa de Yahveh. Oseas, Jeremías y Ezequiel han profetizado que la ruptura no es definitiva, Isaías anuncia el cumplimiento de esas predicciones: "Pero Sión dice: Yahveh me ha abandonado. El Señor me ha olvidado. ¿Acaso olvida una madre a su niño de pecho? Pues aunque ella llegase a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada. Por mi vida, oráculo de Yahveh, como con velo nupcial te vestirás y te ceñirás como una novia" (49,14-26). "Así habla Yahveh: ¿dónde está esa carta de divorcio de vuestra madre, a quien repudié? ¿A cuál de mis acreedores os vendí? Mirad que por vuestras culpas fuisteis vendidos y por vuestras rebeldías fue repudiada vuestra madre" (50,1). Sión, la exiliada, no ha recibido carta de repudio, la ruptura no ha sido definitiva. Isaías canta el retorno al hogar de la esposa abandonada y el matrimonio definitivo que Yahveh contrae con su pueblo: "Porque tu Esposo es tu Creador y el que te rescata, el Santo de Israel. Porque como a mujer abandonada y abatida te vuelve a llamar el Señor. La mujer de la juventud ¿es repudiada?, dice tu Dios. Por un breve instante te abandoné, pero con gran cariño te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno me he compadecido de ti, dice Yahveh, tu Redentor" (54,5-8).

Se trata de recrear las relaciones conyugales. El Esposo de Israel es el Creador. Yahveh es el Dios del comienzo absoluto, el Dios que renueva todo. Como Esposo de Israel, su Creador puede recrear radicalmente la vida conyugal, por maltratada que esté: "Tu Redentor será el Santo de Israel" (54,5). El nuevo matrimonio prolonga la alianza, establecida una vez por todas, pero ahora constituye un comienzo absoluto. Este matrimonio, restablecido por una creación, por una actuación salvadora de Dios, es un gesto que renueva absolutamente todo, creando algo sorprendente: "iGrita de júbilo, estéril que no das a luz, rompe en gritos de júbilo y alegría, la que no has tenido los dolores, porque más son los hijos de la abandonada, que los hijos de la casada, dice Yahveh. Porque a derecha e izquierda te expandirás. Tus hijos heredarán naciones y ciudades despobladas poblarán" (54,1-3).

La nueva situación será inmensamente fecunda en amor y descendencia. Serán tiempos de amor permanente: "No se retirará de ti mi misericordia ni mi alianza de paz vacilará" (54,10). La esposa de Yahveh no será sólo el pueblo de Israel, sino la humanidad entera transformada por la gracia. Yahveh, protector de Israel, es ahora considerado como el Creador del universo y de todos los pueblos. De este modo, la idea de que "el Creador de cielo y tierra" es ahora el Esposo de Israel va a otorgar dimensiones universales a la raza escogida (54,3).

Se trata de una visión simbólica de la nueva Jerusalén de esplendores futuros, descritos en la última parte del libro: "Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, pero mi amor de tu lado no se apartará y mi alianza de paz no se moverá. Pobrecilla, azotada por los vientos, mira que yo asiento en carbunclos tus piedras y voy a cimentarte con zafiros. Haré de rubí tus baluartes, tus puertas de piedras de cuarzo y todo tu término de piedras preciosas, todos tus hijos serán discípulos de Yahveh y será grande la dicha de tus hijos" (54,10-13). La unión esponsal entre Dios e Israel triunfa por encima de todas las infidelidades del pueblo: "Ya no te llamarán Abandonada. A ti te llamarán Mi favorita, y a tu tierra Desposada, porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá mari, do. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; y con gozo de esposo por su esposa se gozará por ti tu Dios" (62,4-5).

El símbolo está maduro para pasar de ser figura a realidad histórica, cumplimiento al que le llevará Jesucristo. Con Cristo, la omnipotencia creadora de Dios purificará realmente a la Iglesia y la preparará para las bodas definitivas con Cristo. Isaías nos describe esta recreación de Dios como un segundo Exodo, más glorioso que el primero. El primer Exodo, en cuanto acontecimiento, tuvo sus limitaciones; pero, en cuanto salvación divina, no se agota, sino que se transciende al futuro. La salvación de Dios penetra la historia y la desborda hacia una plenitud eterna. Con imágenes y símbolos nos proyecta Isaías a la salvación mesiánica y escatológica. Dios es el Dios creador y señor de la historia: crea siempre algo nuevo y saca la vida de la muerte.

Estas bodas, recreación del amor de Dios a los hombres, se realizan en la cruz de Jesucristo. Es lo que ya anuncia Isaías en los cuatro cánticos del Siervo de Yahveh. Sus sufrimientos y su agonía son los dolores de parto de la salvación que, según el profeta, está por venir. El Señor está por desnudar su brazo ante los ojos de todas las naciones (52,10). Si el hombre sufre como castigo por sus pecados, Dios sufre como redentor de los pecadores. Su Siervo tiene la misión de cargar con los pecados y dolencias de los hombres para sanarlos: "Mirad, mi Siervo tendrá éxito. Como muchos se maravillaron de él, porque estaba desfigurado y no parecía hombre ni tenía aspecto humano. Le vimos sin aspecto atrayente, despreciado y desecho de los hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se vuelve el rostro. iEran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros lo tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El cargó el castigo que nos trae la salvación y con sus cardenales hemos sido curados" (52,112-16).

Se trata de pasar a la vida por la muerte. Israel ha de entrar en la muerte para experimentar la resurrección. Es el anuncio que Dios confía a Jeremías. Israel ha de morir, no como las demás potencias, que desaparecen con sus dioses, barridos por el soplo del nuevo imperio de turno. Israel muere, pero su Dios no muere. Su Dios vive para resucitar a su pueblo transfigurado. Jeremías anuncia el decreto inmutable e incomprensible: el reino de Judá está condenado a muerte, la santa ciudad será arrasada y el mismo templo destruido. El pecado del viejo Israel, que ha rechazado la mano de Dios, no puede subsistir. Dios no quiere una conversión a medias, un cambio superficial de conducta. Dios busca un corazón totalmente fiel. El hombre es incapaz de darse este corazón enteramente fiel a Dios. Así, pues, el viejo Israel tiene que morir para que Dios cree un Israel nuevo, de corazón dócil y fiel. El verdadero culto que Dios desea prescindirá del templo, de la ciudad santa, del rey, del sacerdote, pues será un culto interior y personal, un culto en espíritu y verdad (CEC 2581).

En las orillas del Eufrates se formará el Israel nuevo, renacido según el corazón de Dios. Ezequiel, el joven deportado, es ahora el profeta elegido para seguir manteniendo viva la Palabra de Dios. Jeremías, símbolo de la muerte de Israel, muere en Egipto. Ezequiel,• símbolo de la nueva generación de los desterrados, verá caer a Babilonia y a Israel liberado de sus cadenas. Ezequiel anuncia la llegada del reino nuevo de Dios. Sus ojos de profeta, iluminados por Dios, ven a lo lejos el gran misterio de los huesos secos que se levantan y caminan penetrados por el espíritu de Dios. La palabra de Dios, que un día llamó al sér a la creación entera, llama ahora a los muertos para que resuciten de la muerte (Ez 37,1-14; Mt 22,29-32; 1Co 15; Ap 20,4-6).

Cuando todas las esperanzas se desvanecen y todo el engreimiento se hace pedazos, el hombre comienza a añorar lo que tanto ha despreciado. En la oscuridad, Dios se hace más claro y se siente más cercano. Cuando se abandonan todas las pretensiones se comienza a sentir el peso de la culpa. Es más fácil volver desde una distancia extrema que desde la complacencia de una buena conciencia. Dios golpea y restaura, hiere y cura, "arranca y destruye para plantar y reconstruir" (Jr 1,10). La fidelidad de los profetas es la encarnación de la fidelidad de Dios en este mundo. En su persona, Dios se reviste de "la forma de hombre" y anuncia la venida de Otro profeta más grande que todos los demás profetas. El mantendrá su fidelidad a la palabra hasta la muerte en cruz (F1p 2,8). Su persona y su palabra anuncian que la victoria germina de la derrota, que de la muerte nace la vida; a través de los dolores de parto germina la nueva vida; con su muerte el grano de trigo da fruto. "El exilio lleva ya la sombra de la Cruz y el resto de pobres que vuelven del exilio es una de las figuras más transparentes de la Iglesia" (CEC 710; 769).