ABRAHAM


A) EL DIOS CREADOR ES EL DIOS DE LA HISTORIA

La fe del pueblo de Dios en la creación está transida de la experiencia de la salvación de Dios con Israel, salvación que es historia y que culmina plena y definitivamente en Jesucristo. La relación que existe entre la economía salvífica y la creación no es la que existe entre dos hechos que se suceden cronológicamente. La salvación es el acontecimiento en que se basa la fe en la creación. La historia de la salvación está en germen en la creación, llamada desde el principio a una plenitud, que se manifestará en la "plenitud de los tiempos" en Cristo y se consumará en la nueva creación escatológica. Este germen salvífico es el espíritu de Dios que aletea sobre la creación, es el hálito de vida que Dios sopla en el hombre y que no retira de él ni siquiera después del pecado. Al pecado Dios responde con el anuncio -protoevangelio- de la salvación. Si el hombre se ha apartado de Dios, Dios no se ha alejado del hombre y, por ello, no ha desaparecido su amor al hombre. La voluntad de establecer su alianza con el hombre sigue en pie en la promesa de pisotear la cabeza de la serpiente. La señal divina de protección que se concede a Caín, después del asesinato de su hermano, expresa la misma voluntad inquebrantable de Dios (Gn 4,15).

Israel vive su historia viendo la presencia de Dios en ella. Lee los acontecimientos de su historia a la luz de su fe en esa presencia salvadora de Yahveh. De este modo su historia se hace historia de salvación. Los hechos son acontecimientos de la intervención salvífica de Dios creídos, leídos por la fe de Israel. Dios suscita acontecimientos, en los que El está presente, y suscita la fe que descubre su intervención en ellos. La historia bíblica es, pues, esa confesión de fe que Israel hace de la salvación que viene de Dios (Dt 26,5-9; Jos 24).

Esta confesión de fe, que convierte la historia de Israel en historia de salvación, no es en absoluto una interpretación gratuita o arbitraria. A la base están las experiencias históricamente vividas como experiencia de la intervención de Dios. Dios está presente en esos hechos como Creador y como Señor de la historia. Pero Dios es invisible (lJn 4,12). Por ello, la revelación de Dios se hace imposible sin unas personas que penetran en los hechos por la fe y captan la intervención de Dios. Y es Dios mismo quien suscita estas personas, estos profetas intérpretes de su presencia salvadora en los hechos. El pueblo, atravesando el desierto, se pregunta constantemente, ante los hechos que no entran en su lógica: "¿Está Yahveh entre nosotros o no?" (Ex 17,7) y Moisés, el profeta de Dios, les dice: "Esta tarde sabréis que es Yahveh quien os ha sacado de Egipto; y por la mañana veréis la gloria de Yahveh" (Ex 16,6.12).

Preocuparse por saber cómo cree Israel no es una cuestión ociosa o erudita. La fe en Dios que se revela y salva, aceptada como base de su existencia como pueblo, hace de Israel un arquetipo de la experiencia de fe para todos los hombres. El Nuevo Testamento sólo nace y se mantiene sobre la historia de Israel. Por ello la fe cristiana solamente puede comprenderse a partir de una comprensión de la fe de Israel. Más aún, la fe cristiana sólo se puede vivir auténticamente cuando se llega a ella desde las actitudes de la Torá y los profetas. Los acontecimientos de la historia de Israel, vistos desde la misma fe de este pueblo, son palabra permanente de Dios. En el fondo, creer (aman, amén) significa reconocer a Dios como Dios en la interpretación del mundo y
de la historia y en la experiencia de la propia vida. Esta es la fe de Moisés (Ex 4,18) y del pueblo (Ex 4,31). Ante los hechos de salvación, Israel cree en Yahveh (Ex 14,31), le confía el éxito de su aventura, el futuro de su vida. Creer es decir amén a Dios, aceptándolo como Dios.

La promesa pone en camino la historia. La fe de Israel no sabe de abstracciones. Su credo corresponde a experiencias concretas de salvación. En primer lugar se basa en las promesas hechas por Dios a sus padres. La historia de Israel parte con Abraham. Dios lo llama y le promete una tierra y una descendencia (Gn 15,4.7). Esta promesa es ratificada después a Isaac (Gn 26, 24-25) y a Jacob (Gn 35,11-15). Esta promesa es el fundamento de la fe y el punto de arranque de la historia de salvación. Se trata de algo firme, constante, confiable (emunah), pues Dios es fiel a sus promesas. Israel hace constantemente referencia a las promesas hechas a los padres. Yahveh es "el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob" (Ex 3,15). El Dios de las promesas aparece en el Exodo, para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto: "Esto dirás a los hijos de Israel: Yahveh, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, me manda a vosotros" (Ex 3,15). A la promesa no corresponde por parte del hombre el conocimiento, sino la fe y la obediencia. Es el proceso opuesto al pecado original. Así Abraham es constituido en padre de los creyentes (Rm 4,16). En él comienza la salvación que culminará en Jesucristo, obediente hasta la muerte en cruz.


B) VOCACIÓN DE ABRAHAM

El hombre ha roto con Dios por el pecado. El multiplicarse de la humanidad lleva consigo el multiplicarse del pecado. Diez generaciones hubo de Noé a Abraham, para mostrarnos la inmensa bondad del Señor, pues todas aquellas generaciones no hicieron más que provocar al Señor hasta que llegó nuestro padre Abraham, que cargó con el mal de todas ellas (Gn 11,10-26). La depravación de los descendientes de Noé había ido empeorando de generación en generación, hasta que apareció sobre la tierra "el amigo de Dios" (Is 41,8), "en quien serán bendecidas todas las familias de la tierra" (Gn 12,2; CEC 56-58; 1080).

La historia de Abraham -como la de los otros patriarcas- es más que simple relato; es kerigma, profecía vuelta al pasado y doxología respecto al presente. El presente es fruto de la promesa creída y obedecida. Los descendientes de Noé se dijeron: "Dejemos el oriente" (Gn 11,2), donde nos puso el Señor del cielo. Se pusieron en camino, hallaron una vega en el valle de Senaar y allí se instalaron. Todo el mundo, entonces, hablaba una misma lengua. Así, pues, todos se pusieron manos a la obra, como si fueran un sólo hombre. Se dijeron el uno al otro: "Ea, vamos a fabricar ladrillos y a cocerlos al fuego". Así el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa. Trabajaban de día y de noche, incansablemente. La torre subía, a ojos vista, de altura. Contaba con dos rampas, una a oriente para subir y otra a occidente para bajar. Era tal la altura, que, mirando desde arriba, hasta los árboles más grandes parecían simples hierbas. En su afán por alcanzar el cielo, nadie se fijaba en nadie; cada uno iba a lo suyo. Si un hombre, exhausto, caía en el vacío, nadie se preocupaba por él; era sustituido por otro en su labor. No ocurría lo mismo cuando alguien se descuidaba y dejaba caer algún material, ladrillos o instrumentos de trabajo. Entonces se encendía toda la furia de los capataces, por la perdida que suponía de tiempo y de dinero.

El Señor vio todo esto y sintió dolor por el hombre, obra de sus manos. Pero, después de la experiencia del diluvio, el Señor no pensó ya en destruirlos. El arco iris en el cielo le recordaba el "aroma de los holocaustos de Noé y la palabra de su corazón: Nunca más volveré a herir al hombre como ahora he hecho" (Gn 8,21). El Señor se limitó a interrumpir su loca empresa, confundiendo sus lenguas. El Señor dijo: "iEa, bajemos y confundamos su lengua!". La torre, vista desde los hombres, era altísima. Pero, desde el cielo, el Señor, para darse perfectamente cuenta de lo que ocurría, tuvo que "descender para ver". Es la ironía de las grandes obras del orgullo humano que, ante el Señor, no son más que sueños fatuos. iCuanto más pretende subir a los cielos más se precipita en el abismo!

Así, pues, descendiendo hasta el hombre, el Señor vio el corazón de los hombres e hizo que saliera por la boca lo que llevaban dentro. De este modo confundió su lenguaje. Al no lograr entenderse, la gente se dividió y se desperdigaron por toda la haz de la tierra. "Una sola lengua les había llevado a la locura; la confusión de lenguas les serviría para tomar conciencia de su pecado y anhelar la conversión", pensó el Señor, siempre solícito en ayudar al hombre, incluso pecador. Aquel lugar se llamó Babel, porque en él el Señor confundió la lengua de toda aquella gente (Gn 11,1-9).

Téraj engendró a Abraham en Ur de los caldeos y Dios comenzó con él su diálogo con la humanidad. Abraham aparece en la tierra como la respuesta de Dios a los hombres dispersos por toda la tierra a causa de su pecado. Es Dios quien comienza su historia de salvación. Israel, en su profesión de fe, confiesa la gratuidad de la iniciativa de Dios: "Vuestros padres habitaron al principio al otro lado del río y servían a otros dioses. Yo tomé a vuestro padre Abraham de la otra orilla del río y lo conduje a través de todo el país de Canaán y multipliqué su descendencia" (Jos 24,2-3; Dt 26,3). Dios, para llevar a cabo esta historia, no pide nada a Abraham; es más bien Abraham, expresión de la impotencia de la humanidad, quien pedirá a Dios. Lo que Dios busca en Abraham no es que haga nada, sino que sea en el mundo de la idolatría, testimonio del único Dios. Abraham es, pues, en las manos de Dios, el primer eslabón, el primer patriarca, de una cadena de generaciones, con cuya vida Dios trenzará la historia de salvación de los hombres. En Abraham se inicia el gran coloquio de Dios con los hombres (CEC 59-61).

No es que Abraham sea un ser excepcional; se trata de un simple hombre, viejo como la humanidad, estéril como los hombres abandonados a sus fuerzas, pero el Señor encontró su corazón y se ligó con él en alianza, abriendo de este modo un camino nuevo, único, de unión entre el hombre y Dios: el camino de la fe, "la garantía de lo que se espera; la prueba de lo que no se ve" (Hb 11,1). De aquí que la vida de Abraham sea una perenne peregrinación, un camino desde lo visible a lo invisible o, mejor, hacia el Invisible. Abraham abandona patria, familia, casa paterna y marcha, lejos de los lugares conocidos y familiares, hacia una tierra de la que no conoce ni el nombre. La promesa es grande: "Haré de ti una nación inmensa; te bendeciré; te daré un nombre; tú serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan y en ti serán bendecidas todas las familias de la tierra" (Gn 12,2-3). La promesa es grande, pero futura y sin apoyo en el presente. Sólo existe la voz del Invisible que le llama y pone en camino: "Sal de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré" (Gn 12,1-2). "Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba" (Hb 11,8).

Las promesas hechas a Abraham son gratuitas; no se fundan en las posibilidades ni en los méritos de Abraham. La tierra prometida no le pertenece a Abraham, es un extranjero en ella. La descendencia prometida contrasta con la esterilidad de su matrimonio. Y ante Dios no puede presentar ningún derecho, pues ni siquiera es su Dios. Es un Dios que irrumpe en su vida sin que le haya invocado (Jn 24,2). Las promesas se fundan únicamente en el designio de gracia de Dios. "Dios es bondad y fidelidad", confiesa la fe de Israel (Sal 25,10; 37,6; 40,11; 57,4; 85,11; 88,12; 108,5; 117,2; 138,2.8). Bondad es hésed, don gratuito, gracia. Porque Dios es hésed (Ex 34,6-7), amor gratuito, por eso promete grandes cosas; y porque es fiel, cumple lo prometido. Esta gratuidad de la llamada y la fe de la respuesta, se encuentran en la alianza (Gn 15,6-12.17), con la circuncisión como signo (Gn 17) de la alianza, en la que Dios se ha comprometido a bendecir a todas las naciones en la descendencia de Abraham. La bondad y la fidelidad, en la plenitud de los tiempos, se hará evangelio: buena nueva de salvación gratuita plenamente cumplida.

Dios es bondad y fidelidad. Pero Dios es un Dios de vida. Nunca su presencia es extática, que instale al hombre en su mundo y en sus inestables seguridades. Su presencia es pascua, paso, irrupción, que pone al hombre en éxodo. Dios no promete a Abraham la posesión de la tierra de Ur de los Caldeos, sino una tierra desconocida: "ve a la tierra que te mostraré" (Gen 12,1). El hombre que se atiene a lo que tiene, a lo que posee, a lo que él fabrica, a sus máquinas, a sus sistemas científicos o políticos, pierde a Dios, el "Incontenible", que no se deja reducir a nuestros deseos. Ciertamente, Dios aparece en la Escritura bajo imágenes tangibles; se le llama roca, refugio, protección, cayado, balaustrada que preserva de la caída en el abismo, alas que abrigan y protegen a su sombra. Pero estas expresiones de fe no hacen a Dios aprehensible. El es el inasible, que promete un futuro imprevisible. "iBienaventurados los ojos que no ven y creen!", dice Jesús.


C) SACRIFICIO DE ISAAC

Abraham, anciano él y estéril su esposa Sara, ha sido elegido por Dios para ser padre de un pueblo numeroso. La descendencia futura es lo que cuenta y a la que Abraham mira, "riendo de gozo", sin detenerse a mirar la actual falta de vigor en él y en Sara. Abraham emprende su camino sin otra cosa en el corazón más que la esperanza, fruto de la certeza de la promesa de Dios, a quien cree y de quien se fía. Ante lo incomprensible de la promesa divina, Abraham "no cedió a la duda con incredulidad; más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido" (Rm 4,20).

Después de veinte años de peregrinar en la fe, cuando Abraham tiene noventa y nueve años, estaba sentado a la sombra de la encina de Mambré, cuando de pronto, alzando los ojos, vio a tres hombres que estaban en pie delante de él. En cuanto les vio, corrió, se inclinó hasta el suelo y dijo, reconociendo la presencia del Dios invisible en la presencia visible de sus tres ángeles: Oh, Señor mío, si he hallado gracia a tus ojos, no pases de largo sin detenerte junto a tu siervo. Os traeré un poco de agua y os lavaréis los pies y descansaréis, recostados a la sombra de la encina. Yo, mientras tanto, iré a prepararos un bocado de pan y, así, repondréis vuestras fuerzas. Luego seguiréis adelante, pues no por casualidad habéis pasado hoy ante mi tienda. Abraham preparó tres medidas de flor de harina, corrió a los establos y escogió un ternero tierno y hermoso. Cuando todo estuvo aderezado, él mismo tomó cuajada y leche, junto con las tortas y el ternero guisado, y se lo presentó a los tres huéspedes, manteniéndose en pie delante de ellos. Acabado el banquete, el ángel preguntó: ¿Dónde está Sara, tu mujer? Ahí en la tienda, respondió Abraham.

Pasado el tiempo de un embarazo, volveré sin falta y para entonces Sara tendrá un hijo. Sara, que estaba escuchando tras las cortinas de la tienda, no pudo contener su risa, diciéndose para sus adentros: Ahora que se me han retirado las reglas, ¿volveré a sentir el placer, y además con mi marido tan viejo?. Dijo Yahveh a Abraham: "¿Por qué se ha reído Sara? ¿Es que hay algo imposible para Yahveh? Cuando vuelva a verte, en el plazo fijado, Sara habrá tenido un hijo". El Señor cumplió lo que había prometido. Sara concibió y dio un hijo al viejo Abraham en el tiempo que Dios había dicho. Abraham llamó Isaac al hijo que le había nacido. Tenía cien años Abraham cuando le nació su hijo Isaac. Sara dijo: "Dios me ha dado de qué reír; y todo el que lo oiga reirá conmigo" (Gn 18,1-15; 21,1-7).

En Abraham nos encontramos con una historia hecha de acontecimientos concretos: abandona su país, su familia, su ambiente y marcha hacia un país extraño, desconocido para él. Vida y hechos, rumbo y destino de Abraham se presentan como señal de una obediencia a una palabra que promete y actúa con fuerza, manifestando su verdad y creando de este modo la fe y obediencia como confianza y abandono (Hb 11,8-19). Abraham, movido por la promesa, vive abierto al futuro, pero no a un futuro calculable, sino al futuro de Dios, que es desconocido, inverosímil, paradójico incluso. Así la fe se presenta como un absoluto apoyarse en Dios. La promesa de una descendencia numerosa y de una tierra contradecía abiertamente los datos existentes en el presente: desarraigo de su tierra, deambular por lo desconocido, esterilidad de la esposa no son los presupuestos humanos verosímiles para llegar a ser padre de un pueblo. La orden y la promesa aparentemente se contradicen. Pero Abraham cree y entra en la contradicción. La contradicción llega a su culmen con la palabra que le pide el sacrificio del hijo, el hijo de la promesa: "Dios puso a prueba a Abraham, diciéndole: Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moría y ofrécele allí en holocausto". La fe vence el absurdo. Abraham espera contra toda esperanza (Rm 4,18-22): "Por la fe, Abraham, sometido a prueba, presentó a Isaac como ofrenda. Pensaba que poderoso es Dios aún para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura" (Hb 11,17-19).

Dios es fiel a sus promesas. La promesa hecha a Abraham es cumplida en Isaac, pero sólo como comienzo. En Isaac el cumplimiento de la promesa vuelve a abrirse al futuro: "La promesas se hicieron a Abraham y a su descendencia. No dice a los descendientes, como si fueran muchos, sino a uno solo, a tu descendencia, es decir, a Cristo" (Ga 3,16). Cristo es realmente el hijo de la promesa que, con su muerte, nos salvó (CEC 706).

"Abraham recobró a Isaac para que fuera figura" (Hb 11,19) de Cristo. Abraham, por la fe, vio el día de Cristo y se alegró (Jn 8,56); vio que de su seno nacería Cristo, que sería realmente ofrecido como víctima propicia por todo el mundo y resucitaría de entre los muertos. El Moria y el Gólgota están unidos en la mente de Dios. En el Gólgota Dios Padre lleva a cumplimiento pleno el sacrificio del Moña: "Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman, de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó. ¿Qué decir a todo esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿como no nos dará con El todo lo demás? ¿Quién se atreverá a acusar a los elegidos de Dios? Siendo Dios quien justifica, ¿quién podrá condenar? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió por nosotros? Más aún, ¿el que fue resucitado y está a la diestra de Dios intercediendo por nosotros?" (Rm 8,28-34).

Cristo Jesús, después de celebrar, como Abraham, un banquete, salió con sus siervos, los apóstoles, hacia Getsemaní. Abraham, manda a sus siervos que se queden en las faldas del monte; Jesús también dirá a los apóstoles: "quedaos aquí, mientras yo voy allá a orar" (Mt 26,36). Isaac carga con la leña para su holocausto, Cristo carga con el madero de la cruz. Isaac pide ser atado de pies y manos; Cristo es clavado de pies y manos a la cruz. El verdadero cordero, que sustituye a Isaac, es Cristo, "el Cordero de Dios que carga y quita el pecado del mundo" (Jn 1,29; Ap 5,6): "Sabéis que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha ni mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa vuestra" (1P 1,18-21).

Dios Padre, que interrumpió el sacrificio de Isaac, "no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros" (Rm 8,32). "Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único" (Jn 3,16); "en esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su hijo único para que vivamos por medio de Él" (lJn 4,9). San Ambrosio concluye: "Isaac es, pues, el prototipo de Cristo que sufre para la salvación del mundo".


D) ABRAHAM, FIGURA DE MARÍA Y PROTOTIPO DEL CREYENTE

"El plan de la revelación se realiza con palabras y gestos intrínsecamente relacionados entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras; y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas" (DV 2; CEC 53). Por ello, cuando la Escritura sitúa a Abraham en medio de una humanidad sumida en la maldición, sin posibilidad de darse la vida, está dando una palabra de esperanza a todos los hombres. La historia de salvación comenzada en Abraham "será bendición para todos los pueblos" (Gn 22,18). La "descendencia" de Abraham llega en Jesucristo. La Palabra prometida se cumple por la Palabra creadora: en Isaac como figura y en Jesucristo como realidad definitiva (Ga 3,16).

Dios invita a los creyentes a verse en Abraham: "Mirad la roca de donde os tallaron, la cantera de donde os extrajeron; mirad a Abraham, vuestro padre, y a Sara que os dio a luz; cuando lo llamé era uno, pero lo bendije y lo multipliqué" (Is 51,1-2). Abraham, el padre de los creyentes, es el germen y el prototipo de la fe en Dios. Abraham es el "padre en la fe" (Rm 4,11-12.16), es la raíz del pueblo de Dios. Llamado por Dios (Hb 11,8), mediante su Palabra creadora Dios fecunda el seno de Sara con Isaac como fecundará el seno de la Virgen María con Jesús, pues "nada es imposible para Dios" (Gn 18,14). (CEC 145-147).

Abraham es figura de María. Abraham es constituido padre por su fe; es la palabra de Dios sobre la fe. María, proclamada bienaventurada por su fe, hace, como Abraham, la experiencia de que "para Dios nada es imposible" (Lc 1,37; CEC 148-149; 494). La fe de María, en el instante de la Anunciación, es la culminación de la fe de Abraham. Dios colocó a Abraham ante una promesa paradójica: una posteridad numerosa como las estrellas del cielo cuando es ya viejo y su esposa estéril. "Abraham creyó en Dios y Dios se lo reputó como justicia" (Gn 15,5). Así es como Abraham se convirtió en padre de los creyentes "porque, esperando contra toda esperanza, creyó según se le había dicho" (Rm 4,18). Como Abraham cree que Dios es capaz de conciliar la esterilidad de Sara con la maternidad, María cree que el poder divino puede conciliar la maternidad con su virginidad.

La fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de María en la Anunciación da comienzo a la Nueva Alianza. María está situada en el punto final de la historia del pueblo elegido, en correspondencia con Abraham (Mt 1,2-16). En María encuentra su culminación el camino iniciado por Abraham. El largo camino de la historia de la salvación, por el desierto, la tierra prometida y el destierro se concretiza en el resto de Israel, en María, la hija de Sión, madre del Salvador. María es la culminación de la espera mesiánica, la realización de la promesa. El Señor, haciendo grandes cosas en María "acogió a Israel su siervo, acordándose de su misericordia, como había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre" (Lc 1,54-55). Así toda la historia de la salvación desemboca en Cristo, "nacido de mujer" (Ga 4,4). María es el "pueblo de Dios", que da "el fruto bendito" a los hombres por la potencia de la gracia creadora de Dios (CEC 422).

En la hora de la Anunciación, María acepta existir enteramente desde la fe. En adelante ella no es nada al margen de la fe. La fe se hizo la forma de su vida personal y la realidad en que creía se convirtió en contenido de su existencia. Con esa fe María pasa del Antiguo Testamento al Nuevo. Al hacerse madre se hace cristiana. Abraham cree la promesa de un hijo que Dios le hace, "aún viendo como muerto su cuerpo y muerto el seno de Sara" (Rm 4,19). Y "por la fe, puesto a prueba, ofreció a Isaac, y ofrecía a su primogénito, a aquel que era el depositario de las promesas" (Hb 11,17). Son también los dos momentos fundamentales de la fe de María. María cree cuando Dios le anuncia a ella, virgen, el nacimiento de un hijo que será el heredero de las promesas. Y cree, en segundo lugar, cuando Dios le pide que esté junto a la cruz donde es inmolado el Hijo que le ha sido dado. Y aquí aparece la diferencia, la superación en María de la figura. Con Abraham Dios se detiene en el último momento, sustituyendo a Isaac por un cordero. Abraham empuña el cuchillo, pero se le devuelve el hijo... Bien diverso es en el Nuevo Testamento, entonces la espada traspasa, rompiendo el corazón de María, con lo que ella recibe un anticipo de la eternidad: esto no lo obtuvo Abraham (CEC 165).

Dios, que sustituyó a Isaac por un carnero, "no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros" (Rm 8,32), como verdadero Cordero que Dios ha provisto para que "cargue y quite el pecado del mundo" (Jn 1,29; Ap 5,6). María, como hija de Abraham, acompaña a su Hijo que, cargado con la leña del sacrificio, la cruz, sube al monte Calvario. El cuchillo de Abraham, en María, se ha transformado en "una espada que le atraviesa el alma" (Lc 2,35). Abraham sube al monte con Isaac, su único hijo, y vuelve con todos nosotros, según se le dice: "Por no haberme negado a tu único hijo, mira las estrellas del cielo, cuéntalas si puedes, así de numerosa será tu descendencia". La Virgen María sube al Monte con Jesús, su Hijo, y descenderá con todos nosotros, porque desde la cruz Cristo le dice: "He ahí a tu hijo" y, en Juan, nos señala a nosotros, los discípulos por quienes El entrega su vida. María, acompañando a su Hijo a la Pasión, nos ha recuperado a nosotros los pecadores como hijos, pues estaba viviendo en su alma la misión de Cristo, que era salvarnos a nosotros.

Abraham, con la fuerza de la fe, se pone en camino, abandona la patria, la familia, los lugares comunes de la rutina; en su viaje conoce sus flaquezas, dudas, pecados y también la fidelidad de Quien le ha puesto en camino. En su peregrinación va sembrando la fe y el germen de la descendencia "numerosa como las estrellas del cielo". De ese germen nace su Descendiente: "Jesús, hijo de Abraham", y los "nacidos a la misma fe de Abraham": tú, yo y tantos otros esparcidos "por todas las playas del mundo". Pues no son hijos de Abraham sus hijos de la carne, sino los que viven de la fe de Abraham (Ga 3,6-9), hijos de la promesa (Rm 9,7-9; Jn 8,31-59). Pues no basta con decir: "somos hijos de Abraham", es preciso dar frutos de conversión (Mt 3,8-9), siguiendo las huellas de Abraham, siempre peregrino en busca de la Patria (Hb 11,16). La profecía de su vida sigue viva hoy, resonando "para nosotros que creemos en Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos para nuestra justificación" (Rm 4,24).

Con la resurrección de Cristo, Dios ha dado cumplimiento a las promesas hechas a Abraham (Lc 1,51). Cristo, con su resurrección, ha traído al mundo la bendición prometida a Abraham: "Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose El mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: Maldito el que cuelga del madero, a fin de que llegara a los gentiles, en Cristo Jesús, la bendición de Abraham, y por la fe recibiéramos el Espíritu de la Promesa" (Ga 3,13-14). Bautizados en Cristo hemos sido hechos partícipes de la herencia de nuestro padre Abraham: "Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa" (Ga 3,26-29).