7

¡QUÉ HERMOSA ERES, AMADA MÍA!: 4,1-5,1


a) Celebración de la belleza de la amada

Una vez hecho el silencio, tras la procesión nupcial, se eleva en lo íntimo de la tienda el canto de amor del esposo. Unidos esposo y esposa, él se complace en cantar la belleza de la esposa. Colores, sonidos y perfumes se mezclan en los símbolos del retrato de la amada, que hace el esposo, describiendo las diversas partes de su cuerpo. Tras el velo nupcial brillan los ojos fascinantes, se entrevé el negro de los cabellos en contraste con el blanco de los dientes. Un hilo de púrpura son los labios, rosadas como pulpa de granadas las mejillas, firme y esbelto es el cuello como una torre que se lanza hacia el cielo; los senos bajo el vestido evocan el gracioso saltar de las gacelas. El esposo, enamorado, exclama: ¡Qué hermosa eres, mi amor, qué hermosa!

La visión bíblica de la persona humana no es maniquea. Contempla al hombre "todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad" (GS 3). En la "unidad de cuerpo y alma" se manifiesta la imagen de Dios en el hombre. La corporeidad es una dimensión fundamental del hombre como persona, pues el hombre existe realmente como ser corpóreo. El cuerpo está revestido de humanidad, cargado de significado humano. Este significado humano del cuerpo no está inscrito en las estructuras biológicas del cuerpo. El significado humano del cuerpo le viene del hecho de que es el cuerpo de una persona humana. Sólo a la luz de la totalidad de la persona es posible descubrir el significado humano del cuerpo y de sus acciones. El cuerpo humano no es un objeto, sino "la persona humana en su visibilidad". En este sentido, el cuerpo tiene un significado sacramental, en cuanto que la realidad personal se ex presa visiblemente en el cuerpo y a través del cuerpo. Como gusta repetir Juan Pablo II, el cuerpo tiene un significado esponsal. En las relaciones con los demás, el cuerpo humano es ante todo presencia de la persona para los otros. Esta presencia de persona a persona se hace cercanía, comunicación y palabra a través del cuerpo. Toda respuesta personal a la llamada del otro pasa a través del lenguaje oblativo del cuerpo.

El Cantar muestra una sensibilidad singular para apreciar y celebrar la belleza de la persona en su totalidad unificada de cuerpo y espíritu. El esposo canta la belleza de la amada (c. 4) y ella canta la del esposo (c. 5). El Cantar celebra la belleza, que suscita la atracción y el amor mutuo. La Biblia recoge constantemente el gozo de la belleza, que suscita el amor entre los esposos. Sara aparece como muy bella para Abraham (Gén 24,16); Rebeca para Isaac, que la "introdujo en la tienda y pasó a ser su mujer, y él la amó y se consoló por la pérdida de su madre" (Gén 24,67): "era muy hermosa" (Gén 26,7). "Hermosa y graciosa" es Raquel para Jacob, que "sirvió por ella siete años (más otros siete después de las bodas) y se le antojaron unos cuantos días, de tanto como la amaba" (Gén 29,17.20). "Bella y sensata" es Abigaíl a los ojos de David (1Sam 25,3) y "muy bella" le parece Betsabé (2Sam 11,2s), como también Abisag, la joven sunamita (1Re 1,3s). Y, por no citar más ejemplos, el profeta Ezequiel narra su desolación cuando, con la muerte de su esposa, pierde "su gloria, su fuerza, la delicia de sus ojos, su apoyo y el anhelo de su alma" (Ez 24,15-25).

La literatura sapiencial insiste sobre la belleza del amor, vivido dentro del marco de la fe, pues sin el temor de Dios no vale nada (Sab 3,13-14; Eclo 16,1-3). Dentro de la fe se exalta el amor conyugal y se canta a la mujer como "un tesoro", don de Dios: "Encontrar una mujer es encontrar la felicidad, es alcanzar el favor de Dios" (Pro 18,22). Semejante felicidad no cae en suerte sino al que teme a Dios: "Dichoso el esposo de una mujer buena, el número de sus días se duplicará. Mujer buena es buena herencia, asignada a los que temen al Señor; sea rico o pobre, su corazón estará contento, y alegre su semblante en todo tiempo" (Eclo 26,1-4). "La belleza de la mujer recrea la mirada del marido y el hombre la desea más que nada. Si habla con ternura, a su marido no le falta nada; la esposa es para él una fortuna, una ayuda semejante a él y columna de apoyo; porque sin mujer el hombre gime y va a la deriva" (Eclo 36,22-27). "Ella vale más que las perlas" (Pro 31,10).

"Un matrimonio feliz es una bendición de Dios" (Pro 18,22; 19,14; Eclo 26,3.4). "Sol que sale por las alturas del Señor es la belleza de la mujer buena en una casa en orden. Lámpara, que brilla en sagrado candelero, es la hermosura sobre un cuerpo esbelto. Columnas de oro sobre bases de plata las bellas piernas sobre talones firmes" (Eclo 26, 16-18). Lo mismo leemos en los Proverbios: "Sea tu fuente bendita. Gózate en la mujer de tu mocedad, cierva amable, graciosa gacela: embriagantes en todo tiempo sus amores, su amor te apasione para siempre. ¿Por qué apasionarte, hijo mío, de una ajena, abrazar el seno de una extraña? Pues los caminos del hombre están en la presencia de Yahveh, Él vigila todos sus senderos" (5,18-21). No es bueno alabar a "una mujer bonita" que no es la propia y es preciso desviar los ojos de la "hermosa mujer ajena" porque "muchos se perdieron por la belleza de una mujer" (Eclo 9,8-9; 23,18-21; Pro 5,2-14; 7,5-27). La literatura sapiencial proclama, por tanto, la felicidad del esposo de una hermosa mujer, que sea al mismo tiempo fiel y recta, llena de sentido y temor del Señor, como canta el himno alfabético, escrito en alabanza de la "mujer perfecta", como conclusión del libro de los Proverbios.

El Dios, que nos muestra la Escritura, no es el Dios de los filósofos, un ser impasible, mudo y frío. Es un Dios con corazón apasionado por el hombre. Su amor es sensible. Sufre hasta sentir celos cuando su pueblo se aparta de él. Padece con Israel en el exilio, donde va con él. El amor insondable de Dios a los hombres no tiene límites: "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna" (1Jn  3,16). Ciertamente, el hombre ha robado el corazón a Dios. Enamorado exclama:


b) ¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa!

El día en que el rey Salomón ofreció mil holocaustos sobre el altar (1Re 8,62) y su sacrificio fue acogido con agrado por el Señor (1Re 9,3), salió una voz del cielo que cantó a la Asamblea de Israel: "¡Qué hermosa eres, qué encantadora!". ¡Qué hermosa! en las buenas obras y ¡qué encantadora! en la penitencia. ¡Qué hermosa en la circuncisión y en la recitación del Shemá! ¡Qué bella, amada mía, cuando haces mi voluntad y escrutas mi Torá! ¡Tus ojos son como pichones de paloma, dignos de ser ofrecidos sobre el altar! ¡Qué hermosa en este mundo! y ¡qué encantadora! en el mundo venidero y ¡en los días del Mesías!

Palomas son tus ojos a través del velo. Estas palabras, pronunciadas al comienzo del Cantar (1,15), ahora resuenan con nueva fuerza. La amada ha recorrido una larga historia y se ha vuelto realmente hermosa. El Señor la ha hecho pasar el mar, la ha lavado en su sangre, la ha ungido con óleo, la ha vestido de lino y seda, la ha adornado con joyas, collar, anillo y pendientes y la ha alimentado con flor de harina, hasta hacerla esplendente como una reina (Ez 16,lss). Ahora aparece perfecta a los ojos del Amado. Es la amada que desciende del cielo revestida de la gloria del Señor: "Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo" (Ap 21,2).

La Iglesia, esposa de Cristo, es su cuerpo: forma con él un único cuerpo, aunque con muchos miembros, cada uno con su función (1 Cor 12,12-27). El Señor ve a la Iglesia incorporada a él y elogia los miembros de su cuerpo: Palomas son tus ojos tras el velo. ¿Qué hay en el cuerpo más precioso que los ojos? Por ellos percibimos la luz con la que distinguimos todas las cosas. Ojos del cuerpo de Cristo son los maestros. Se hallan en una posición elevada para ver mejor, pues vigilan sobre los demás. Ojos eran Samuel (1Sam 9,9ss), Ezequiel (Ez 3,17; 33,7), Amós, el vidente (7,12), Moisés... Ojos son cuantos están constituidos como guía del pueblo. Para ello necesitan ojos de paloma, ser sencillos como palomas (Mt 10,16), vivir iluminados por el Espíritu Santo, la verdadera Paloma (Mt 3,16). Así no buscan la gloria de los hombres, pues su vida se mueve únicamente bajo la mirada de Dios (Mt 6,4.18). De ellos se dice: Palomas son tus ojos tras el velo. El velo, símbolo de la consagración al Amado, es signo de bodas, de pertenencia al esposo. El velo separa del mundo; la esposa, unida a su único esposo, dedica su corazón no dividido a agradar al Señor (iCor 7,32ss). La simplicidad se muestra en los ojos del corazón, escondidos tras el velo; en el silencio interior se comunica con Dios (Mt 6,4.6.18), que reprochó a Moisés: "¿por qué me gritas?" (Ex 14,15) y, en cambio, le agradó la oración silenciosa de Ana (1Sam 1,10-20).

Como la paloma ofrece su cuello para la inmolación, así la amada dice: "Por tu causa se nos mata todos los días" (Sal 44,23; Rom 8,36). Como la paloma sirve de expiación por las faltas, también Israel sirve de expiación por las naciones: "en pago de mi amor me acusan, mas soy todo plegaria" (Sal 109,4). Como la paloma, una vez reconocida su pareja, no la cambia por otro, Israel, una vez que reconoció al Señor, no lo cambió por otro. Como la paloma no abandona jamás su nido, ni siquiera cuando la quitan las crías, tampoco Israel dejó de celebrar las tres peregrinaciones, aunque el Templo hubiera sido destruido. Como la paloma renueva cada mes su nidada, Israel renueva cada mes el estudio de la Torá. Como la paloma trajo luz al mundo, también Israel la trae: "los pueblos caminarán a tu luz" (Is 60,3). ¿Cuándo trajo luz al mundo la paloma? En tiempos de Noé: "regresó a él la paloma al atardecer y traía en su pico una rama de olivo" (Gén 8,11). Como la paloma es perfecta, también la comunidad de Israel es perfecta. Como la paloma camina airosa, también Israel camina airoso en el tiempo de sus tres peregrinaciones. Como la paloma es modesta, también Israel debe ser modesto. Ternura, fidelidad y amor traslucen los ojos de la amada a través del velo, como ojos de paloma. El velo oculta y desvela la gracia de la mirada.

Tras el elogio de los ojos, alaba los cabellos, que son como un hato de cabras, que ondulan por el monte Galaad. Las colinas suaves de Galaad, ricas en arbolado y buenos pastos, se orlan de cabras y ovejas (Gén 31,21), que ondulan como los cabellos de la amada, agitados por el viento. San Pablo dice que la gloria de la mujer son los cabellos, que le han sido dados como velo (1Cor 11,15). Pero no se trata de los cabellos externos: "Las mujeres, vestidas decorosamente, se adornen con pudor y modestia, no con trenzas ni con oro o perlas o vestidos costosos, sino con buenas obras, como conviene a mujeres que han hecho profesión de piedad" (1Tim 2,9-10). La cabellera, gloria de la Iglesia, es la multitud de sus hijos, con los que "se reviste como con velo nupcial" (Is 49,18).

Tras los ojos y los cabellos elogia los dientes: Tus dientes, rebaño de ovejas prontas para ser esquilado, recién salido de bañar. Cada oveja tiene mellizos; no hay ninguna estéril. Recién lavadas para el esquileo, las ovejas blanquean sobre el prado verde (Sal 65,14). El espectro de colores —rojo, verde, blanco, dorado—, da una sensación de frescura, vitalidad y vigor al rostro de la amada. La blancura de la lana, como punto de comparación, es proverbial en la Escritura (Sal 147,16; Is 1,18; Dan 7,9). Recién salido de bañar, es decir, al salir de las aguas del bautismo, cada oveja tiene mellizos; no hay ninguna estéril. Por la fe y el testimonio de vida, cada bautizado se hace apóstol, dando fecundidad a la madre Iglesia. Los dientes blancos, que deja ver la amada cuando sonríe, no son hermosos cuando falta uno. Así los hijos de Israel, cuando están unidos son bellos, como la sonrisa de la amada. Al pastor de Israel no le agrada la soledad. Manda siempre de dos en dos a sus discípulos, pues sólo está presente donde hay dos o más reunidos en su nombre (Mc 6,7; Mt 18,19s). Los doctores y maestros, como dientes, desmenuzan y rumian el pan de la Palabra de Dios, para darlo masticado a los demás. Para cumplir su misión sus dientes, rebaño de ovejas recién salido de bañar, deben haber sido bañados, "purificados de toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios" (2Cor 7,1).

La imagen de cabras, que descienden de la montaña, y la de ovejas, que suben del baño, se oponen y complementan entre sí. Al descenso de lo alto sigue la subida desde las aguas. Descienden cabras negras y ascienden ovejas blancas. Es el camino de la amada, primero negra, que baja al fondo de las aguas, donde sepulta su ser viejo, para salir de las aguas como hombre nuevo, oveja del rebaño del Señor. En la montaña alta del Líbano nace el Jordán; sus aguas descienden hasta formar en Moab la jofaina del Señor (Sal 60,10;108,10). Allí Israel baña sus pies antes de entrar en la tierra prometida °os 3). También Rut, antes de presentarse a Booz, "se lavó, se perfumó y se puso el manto" (Rut 3,3) y Booz la tomó como esposa (4,13). No se entra en el Santuario sin lavar las manos en la inocencia (26,6), sin ser regenerado en las aguas del Jordán, como Naamán el leproso "bajó y se sumergió siete veces en el Jordán y su carne se volvió como la de un niño pequeño" (2Re 5,14). Jesús dice a Nicodemo: "El que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios". Replica Nicodemo: "¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?". Le responde Jesús: "El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne es carne; lo nacido del Espíritu es espíritu" (1Jn  3).


c) Tu hablar es melodioso

Renacidos en el agua, los fieles pasan a la Eucaristía, donde sus labios quedan marcados con la sangre del Cordero: sus labios se adornan de una cinta escarlata. Alimentados con el cuerpo y sangre de Cristo y fortalecidos con el don del Espíritu Santo, su hablar se hace melodioso en el canto de las alabanzas al Señor y en la predicación de Cristo crucificado, salvación de los hombres. Con la cinta escarlata, colocada en la ventana, Rahab salvó toda su casa (Jos 2,18). Con la sangre de Cristo en los labios, ventana de la Palabra, se orlan de rojo también las mejillas, dando testimonio de la redención de Cristo con la propia sangre. Los mártires de Cristo son sus mejillas, medias granadas tras el velo, del mismo color de la sangre de Cristo, que llevan en su interior. Así, del tronco de Jesé se levanta la torre de David, el cuerpo de Cristo, nacido del seno de María y de la sangre derramada sobre el monte. Así el Hijo Unigénito sube a los cielos como Primogénito de una multitud de hermanos (Rom 8,29), "pues convenía que llevara muchos hijos a la gloria. Por tanto el santificador y los santificados tienen el mismo origen, por lo que no se avergüenza en llamarles hermanos" (Heb 2,10ss).

Melodiosos son los labios del Sumo Sacerdote que pronuncia ante el Señor la oraciones en el día de la expiación. Sus palabras cambian los pecados de Israel, rojos como escarlata, en blancos como lana pura (Is 1,18). Los predicadores, labios de la Iglesia, purificados con la sangre del Señor, llevan siempre en su boca el anuncio de la redención, realizada mediante la sangre del Señor. La profesión de fe en la pasión de Cristo y el amor a los hombres redimidos con la sangre de Cristo forman un lazo de escarlata en sus labios. La cinta escarlata es, pues, la fe que actúa por medio del amor (Gál 5,6). Con este lazo de amor se abren los labios en la predicación: "Pues si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación" (Rom 10,9-10). Con la predicación, la Iglesia recoge los frutos de la redención de Cristo y se hacen sus mejillas, medias granadas tras el velo.

Desde el rostro pasa al cuello de la amada, semejante a la torre de David, que se recorta en el cielo terso de Jerusalén: Tu cuello, la torre de David, construida como ciudadela. Mil escudos penden de ella, todos paveses de valientes. De la torre de David cuelgan "las insignias de oro que llevaban los oficiales del rey de Hadadézer. David las llevó a Jerusalén y las consagró al Señor, con la plata y el oro consagrado de todos los pueblos sometidos" (2Sam 8,7ss). Lo mismo hizo Salomón (1 Re 10,16-17). En el cuello de la amada se ven como adornos y collares. La torre de Babel, en el vano intento de los hombres por llegar con sus fuerzas al cielo, terminó en la confusión y dispersión de los hombres. La torre de David, levantada por el Señor, es el centro de unidad: "Aquel día —dice el Señor— yo recogeré a las ovejas cojas, reuniré a las dispersas. De las cojas haré un Resto, de las alejadas una nación numerosa. Reinará Yahveh sobre ellos en el monte Sión, desde ahora y por siempre. Y tú, Torre del Rebaño, monte de Sión, recibirás el poder antiguo, la realeza de la hija de Jerusalén" (Mq 4,8). El cuello, fortaleza o torre de David puesta en alto, lleva sobre sí y manifiesta a todos la cabeza, a Cristo. Así Pablo llevaba el nombre del Señor a los lejanos (He 9,15). Cuanto hablaba era Cristo, la cabeza, quien hablaba en él (2Cor 13,3). Ya dijo el Señor: "No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte" (Mt 5,14).

Sigue el elogio de los dos pechos: Tus dos pechos, con dos cervatillos, mellizos de gacela, pastan entre azucenas. La gacela es uno de los animales salvajes más bellos. Su cuerpo es fino, ágil, elegante, camina con la cabeza alzada y ojos vivos. Es toda agilidad, soltura y gracia como la amada. Sus dos pechos son como Moisés y Aarón (Ex 6,20), que eran como dos crías mellizas de gacela y pastorearon al pueblo de Israel durante cuarenta años en el desierto, alimentándolo con el maná, las codornices y el agua de la fuente de Myriam (Ex 15,22-16,32). Desde su nacimiento Israel es uno, pero nutrido siempre por dos pechos iguales e inseparables como los dos montes de Siquén, Garizim y Eval: Efraím y Judá, Moisés y Aarón, Pedro y Pablo, apóstoles y profetas. El Mesías se mostrará transfigurado entre Moisés y Elías, sobre la Ley y los Profetas (Mt 17,1ss).

Antes que sople la brisa del día y huyan las sombras, me iré al monte de la mirra, a la colina del incienso. La brisa es el Espíritu Santo, que aspira donde quiere y conduce donde quiere (Jn 3,8). El Espíritu Santo, con su soplo, aleja las sombras de la noche y trae la luz del día. Los regenerados por el Espíritu (1Jn  3,15) se hacen hijos de la luz e hijos del día (1Tes 5,5). En ellos crece la palabra como en tierra buena (Lc 8,15), donde pueden pastar los cervatillos, que se nutren de leche, como recién nacidos (1 Cor 3,1-2). La Iglesia, como madre, cuida así a sus hijos (1Tes 2,7). Por ello, Cristo dice a sus discípulos: Antes que sople la brisa, antes que surja la aurora de la resurrección, "os conviene que yo me vaya" al monte de la mirra, a la colina del incienso, pues he venido para dar mi vida, en ofrenda de incienso al Padre, por el mundo. "Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito, pero si me voy, os lo enviaré" y hará huir las sombras. Pues "cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, porque no creen en mí; de justicia, porque me voy al Padre; y de juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado" (Jn 16,7ss). La mirra es la resina olorosa que emana del tronco y de las ramas del arbusto pequeño, herido con el hacha. Semejante al arbusto de la mirra es el del incienso; con una incisión en su tronco exuda el líquido, que cae gota a gota, con su fuerte olor. La esposa herida de amor destila incienso y mirra.

Descrito cada miembro, el esposo, que ha ido al monte de la mirra, es decir a la muerte, canta al cuerpo entero de la Iglesia, arrebatado, mediante su muerte, al señor de la muerte (Heb 2,14), y revestido de su misma gloria: ¡Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti! La amada, sin defecto, es como las víctimas perfectas del sacrificio (Lv 21,17-23; 24,19-20). Con su belleza inédita, es la esposa recreada por Dios "en la justicia y el derecho, en la ternura y la misericordia" (Os 2,21); es la Iglesia "sin mancha ni arruga, santa e inmaculada" (Ef 5,27), que Pablo "ha desposado con un esposo único para presentarla como virgen casta a Cristo" (2Cor 11,2). La comunidad, redimida por Cristo (Ef 1,4; Col 1,22; Ap 14,5) es en todo semejante a Cristo (Heb 9,14; 1 Pe 1,19). La liturgia canta a María, figura acabada de la Iglesia: "¡rota pulcra está, Maria, et macula originalis non está in te! Eres toda hermosa, porque eres amada y has sido lavada, curada, purificada, perfumada y adornada por el amor del Amado, como canta san Juan de la Cruz:

Cuando tú me mirabas,
su gracia en mí tus ojos imprimían,
por eso me adamabas,
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían.


d)
Ven del Líbano

Los puros de corazón ven a Dios (Mt 5,8). Esta visión de Dios es inagotable, pues cada manifestación de Dios suscita el deseo de una mayor manifestación. La fuente, que sacia la sed, enciende nuevamente la sed: Ven del Líbano, novia mía, ven del Líbano conmigo. La fuente misma dice: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba" (1Jn  7,37). Quien ha gustado el agua, experimentando cuán bueno es el Señor (1 Pe 2,3), desea beber de nuevo. A ello invita el amor con sus continuos y repetidos reclamos: "Ven, amada mía", "ven, paloma mía", "ven al reparo de la roca", "ven del Líbano, esposa mía". Ven tú, que me has seguido en las experiencias pasadas y has llegado conmigo al monte de la mirra, donde has sido sepultada conmigo en el bautismo, ven tú, que has llegado conmigo al monte del incienso, donde te has hecho partícipe de mi resurrección (Rom 6,4).

El Líbano, con su cadena montañosa, ciñe como una corona a la Palestina del norte. Pero el Líbano es también símbolo de la idolatría (Is 17,10; Ez 8,14). En medio de la idolatría viven los exiliados, más allá del Tigris y el Eufrates. Dios les invita a volver a Palestina, donde se reconstruye el templo de su presencia. En su regreso, les invita a contemplar, desde las cumbres del Senir y del Hermón, el país de sus padres, que aparece ante sus ojos: Otea desde la cumbre del Amaná, desde la cumbre del Senir y del Hermón, desde las guaridas de los leones, desde los montes de los leopardos. El Hermón, con su alta cima nevada todo el año, difunde una bocanada de frescura a quien viaja por Galilea bajo el rayo abrasador del sol. En su altura áspera y salvaje, poblada de bosques, leones y leopardos, nace el Jordán. Como guarida de fieras estos montes son lugares peligrosos, de donde el Amado quiere sacar a la amada: ¡Ven, novia mía! Ven a mí, sal del dominio del maligno, que ha sido juzgado y condenado. Escapa de los cubiles de leones y panteras. Conmigo subirás al Templo, donde te ofrecerán dones los jefes del pueblo, que habitan junto al Amaná (2Re 5,12), los que moran en la cima del monte de las nieves, las naciones que están sobre el Hermón (Is 66,20; Sal 72,10). Desde la cumbre de los montes, donde están los manantiales del Jordán, contempla el misterio de tu regeneración. En esas aguas has dejado el hombre viejo, con todas sus fieras, leones (Sal 9,30-31) y leopardos, para renacer a una vida nueva. Contempla de donde te ha sacado el Señor, para transformarte en su esposa, a través de las aguas del Jordán.

Me robaste el corazón, hermana y novia mía, me robaste el corazón con una mirada tuya, con una sola vuelta de tu collar. Lo dice el que por ti tomó tu carne y se hizo hermano tuyo; el que se unió a ti y te hizo su esposa; el que no tenía pecado y llevó tus pecados en su cuerpo, sanando tus heridas con las suyas (1Pe 2,22-23; Is 53,5); el que con la debilidad de la cruz destruyó el poder de tus enemigos; el que, para rescatarte, se hizo precio de tu rescate (Mt 20,28). Exulta y grita de estupor con los ángeles, con los amigos del esposo, con él mismo, pues te ha hecho hermana y novia suya. A ti, "la menor de todos los santos, se te ha concedido la gracia de anunciar la inescrutable riqueza de Cristo y dar a conocer a todos el misterio escondido desde los siglos en Dios, para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Ef 3,8-11). En ti ha hecho maravillas el Señor, cuyo nombre es santo (Lc 1,48).

Al hacerte su esposa, el Amado te ha hecho hermana suya: "A partir de ahora, tú eres su hermano y ella es tu hermana. Tuya es desde hoy para siempre" (Tob 7,11; 8,4ss). La amada es para el esposo hermana, en todo igual a él (Flp 2,7; Heb 2,17), su ayuda adecuada, hija del mismo padre (1Jn  20,17). Jesús lo proclama en casa de Pedro: "¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mc 3,31-35; Mt 12,46-50; Lc 8,19-21). La familia de Jesús se halla constituida por aquellos que cumplen la voluntad del Padre.

¡Me robaste el corazón, hermana mía! Más aún, María, la Hija de Sión, la Virgen fiel, esposa y madre, le ha dado un corazón de carne para amar hasta el extremo a los hombres (1Jn  13,1). El corazón de Cristo no conoce la apatía, sino la pasión que le lleva a morir en la cruz. Toda su vida manifiesta este amor pasional de Dios por el hombre. Vive frente a la muerte, curando enfermos, acogiendo leprosos, no vengando pecados sino perdonándolos, es decir, combatiendo contra la muerte, hasta entrar en ella para aniquilarla. Jesús se entregó libremente al combate con la muerte, tomó espontáneamente el camino de Jerusalén, donde mueren los profetas. Sobre la cruz su corazón fue traspasado (1Jn  19,34; Zac 12,9s): "Él soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores. Sus cicatrices nos curaron" (Mt 8,17). "Sí, os lo aseguro, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; en cambio, si muere, da fruto abundante" (Jn 12,24). La esterilidad del grano, que no quiere caer en tierra y morir, es la muerte más absurda, ya que es una muerte sin esperanza. "El que quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierde su vida, la encuentra", la está haciendo fecunda, eterna. Entregar la vida es salir de uno mismo, amar, exponerse y darse. En esta enajenación se hace viviente la propia vida, ya que vivifica otras vidas. Quien vive verdaderamente la vida, puede también morir. Quien ya está muerto no pude morir por nadie ni por nada. O, si se quiere, una vida no vivida, en apatía, puede no morir, pero no es vida. La apatía pretende ahorrarnos la muerte y por eso nos desposee de la vida. El amor, en cambio, hace de la vida una pasión, haciéndonos capaces de sufrir. Mirar a la pasión de Dios y a la historia de la pasión de Cristo nos lleva de la muerte a la vida e impide que nuestro mundo se hunda en la apatía.


e) Panal que destila son tus labios

¡Qué bellos son tus amores, hermana y novia mía! ¡Que sabrosos tus amores!¡más que el vino!¡Yla fragancia de tus perfumes, más que todos los bálsamos! El Amado devuelve a la amada el elogio que la amada le hizo (1,2s). Robándole el corazón, ha recibido de él toda su belleza; se ha hecho semejante a él. La única diferencia es que, hallándonos nosotros siempre llenos de necesidades y deseos, la amada se fija en la bondad del amor; el esposo, en cambio, se complace desinteresadamente en la belleza del amor de la amada. Su mirada de amor halla en la amada todas sus delicias (Lc 1,30). En la Iglesia, el invisible se hace visible. Aquel, a quien nadie vio jamás (1Jn  1,18), porque habita en una luz inaccesible (1Tim 6,16), se ha dejado ver en Cristo, cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo. Mediante la incorporación de los llamados a la salvación, él va edificando su cuerpo hasta que alcance el estado de hombre perfecto, la madurez de la plenitud de Cristo (Ef 4,12-13). Para ello da forma al rostro de la Iglesia con su misma impronta (Ef 5,27). La Iglesia muestra la belleza de los amores de Dios y expande la fragancia de su vida divina: "Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, también vosotros apareceréis gloriosos con él" (Col 3,1-4).

La fragancia de la esposa supera el perfume de todos los sacrificios y holocaustos (Gén 8,21) que en la Antigua Alianza se elevaban a Dios. Ya los profetas anunciaban que el Señor "no aceptaría los terneros de su casa ni los cabritos de sus rebaños, ni la carne de toros" (Sal 49,13.19), "pues sacrificio a agradable a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, tu no lo desprecias" (Sal 50,19). El sacrificio de alabanza que la esposa ofrece a Dios es el sacrificio que él desea, en el que se complace. Por ello le dice: ¡Qué sabrosos tus amores!¡más que le vino!¡Yla fragancia de tus perfumes, más que todos los bálsamos! Cual casta virgen unida a Cristo (2Cor 11,2), sus pechos no destilan ya leche, que es el alimento de los niños en Cristo (1 Cor 3,1-2), sino vino puro, que alegra el corazón del hombre (Sal 103,15). Mi sangre en tus entrañas me unen a ti, pues te hace en todo semejante a mí, hermana y novia mía.

A la esposa, "transfigurado su cuerpo miserable en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3,21), Cristo dice: Un panal que destila son tus labios, novia mía. Hay miel y leche debajo de tu lengua; y la fragancia de tus vestidos, como la fragancia del Líbano. "Acércate a la abeja y observa cuán laboriosa es y qué imponente la obra que realiza. Rey y pueblo usan su miel; todos la buscan y estiman" (Pr 6,8). La esposa busca el néctar de la sabiduría en toda la Escritura y sus labios se convierten en un panal que destila dulzura. Guardando en su corazón la Palabra y dándola vueltas en su interior, saca del buen tesoro de su corazón su hablar que es como leche y miel, que nutre y endulza a quienes la escuchan, sean niños o adultos en Cristo (1 Cor 3,1-2). Los labios de la esposa hablan y manifiestan "una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra" (1 Cor 2,6ss).

El amor es suave como un vino embriagador; las caricias trastornan como una bebida fuerte; besar es como sorber néctar o purísima miel: "Sus palabras (besos de Dios) son más dulces que la miel, más que el néctar de panales" (Sal 19,10). Miel y leche es el símbolo de la tierra prometida (Ex 3,8.17; Lv 20,24; Nm 13,27; Dt 6,3). La amada es para el esposo deseable como la tierra de la libertad. Miel virgen indica el panal que gotea espontáneamente la más dulce miel. Es la dulzura de las palabras de ternura de la esposa (Eclo 36,22-27). "Panal de miel son las palabras suaves, dulces al alma y saludables para el cuerpo" (Pr 16,24). Tus plegarias, cuando brotan del corazón, son un panal que destila de tus labios. Cuando oran los sacerdotes en los atrios del Santuario, sus labios destilan miel virgen. Tu lengua, oh esposa casta, cuando dices los cánticos y las alabanzas, son dulces como leche y miel.

Dios unge con óleo de alegría de modo que "los vestidos huelen a mirra, áloe y casia" (Sal 45,9). El perfume del vestido de los sacerdotes (Lv 8,30; Ex 30,22-25) es como perfume de incienso. Pero el que proclame las palabras de la Torá y no consiga que resulten tan agradables a los oyentes como una novia resulta agradable en el día de su boda, más le valiera no haber hablado. La fragancia de los vestidos es símbolo de las bendiciones de Dios (Gén 27,27). La amada exhala el aroma del Amado y destila la miel de su palabra, eco de la palabra del Amado. Cantar a la amada es un canto al Amado, a quien ella debe su ser, su hablar y toda su vida. Gota a gota, palabra a palabra, la amada difunde la sabiduría bebida en la fuente de la Sabiduría. No es como la palabra de la mujer perversa, "cuyos labios destilan miel y su paladar es más dulce que el aceite, pero luego es amarga como ajenjo, mordaz como espada de dos filos, pues conduce a la muerte" (Pr 5,3-4). En cambio, la Sabiduría del Señor lleva a la vida: "Come miel, hijo mío, porque es buena, el panal de miel es dulce al paladar. Es sabiduría para tu alma; si la hallas, hay un mañana y tu esperanza no fracasará" (Pr 24,13s). La miel del panal del Señor ilumina los ojos (1Sam 14,27).

Unidos en matrimonio, Cristo y la Iglesia, se dan el uno al otro su amor y se ensalzan mutuamente, repitiéndose las mismas palabras de amor. Revestida de Cristo, la esposa es asimilada a Cristo, llevando la impronta de su divinidad, la fragancia del incienso, los frutos del Espíritu de Dios: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Gál 5,22). Es lo que destila el vestido de la esposa, cuyo "ser corruptible se ha revestido de incorruptibilidad; y su ser mortal se ha revestido de inmortalidad" (1Cor 15,53).


f) Jardín
cerrado

Eres jardín cerrado, hermana mía, novia, huerto cerrado, fuente sellada. Huerto cerrado son las vírgenes, custodiadas y escondidas en las tiendas. Y fuente sellada son las mujeres casadas, castas como el jardín del Edén, donde sólo los justos pueden entrar; están selladas como fuente de agua viva que mana bajo el árbol de la vida y se divide en cuatro brazos (Gén 2,10); si no estuviese sellada con el Nombre grande y santo estallaría, desbordándose hasta inundar todo el mundo (Gén 8,2). El Cantar evoca constantemente el Paraíso (6,1;6,11;8,13). Los profetas comparan a Israel, al entrar en los tiempos escatológicos, con un jardín lleno de verdor, saturado de fragancias deliciosas, regado por aguas y colmado de frutos maravillosos (Os 14,6-7; Ez 36,35; Is 51,3; 61,11).

El huerto cerrado con su fuente sellada es el jardín del Edén donde Dios acoge al hombre y lo colma de bienes y consuelos (Sal 46; Eclo 24). Cerrado por el pecado, custodiado por la espada de fuego (Gén 3,24), lo abre Cristo con la llave de la cruz, árbol de vida eterna, donde nos ha desposado el Señor. El esposo elogia la fidelidad de la esposa, que ha mantenido toda su agua para el esposo: "Bebe el agua que brota de tu pozo. ¿Se va a desbordar por fuera tu manantial, las corrientes de agua por las plazas? Que sean para ti solo, sin repartirlas con extraños. Sea bendita tu fuente, embriágate de sus amores y que su amor te apasione siempre" (Pr 5,15ss). Jardín cerrado al diablo, abierto al esposo; fuente sellada con el sello del Espíritu de Cristo.

Unida a Cristo (Ef 5,31-32), la esposa hace la voluntad de Dios y así se hace hermana de Cristo (Mc 3,35). De este modo se transforma en huerto florido, cuyos brotes son un paraíso de granados, con frutos exquisitos, como anunció David: "El justo florece como la palmera, crece como un cedro del Líbano. Plantados en la Casa de Dios, dan flores en los atrios de nuestro Dios" (Sal 92,13-14), y también Isaías: "En lugar del espino crecerá el ciprés y en lugar de la ortiga, el mirto" (Is 55,13). Y Miqueas anunció la paz y gozo de quien "se sentaría bajo su parra y su higuera" (Miq 4,4). El Señor hace florecer en la Iglesia el jardín y lo protege, teniéndolo bien cerrado, sin una brecha "para que no le vendimien todos los que pasan por el camino, ni le devaste el jabalí salvaje, ni le pisotee el ganado de los campos" (Sal 79,13-14).

El jardín necesita de una fuente para que no se agosten sus árboles. Por ello el Cantar añade: fuente sellada. El agua de la sabiduría de Dios, encauzada a regar la plantación de Dios, hace que exhale el perfume de nardo y azafrán, caña aromática y canela, con todos los árboles de incienso, mirra y áloe, con los mejores bálsamos y aromas. Es el perfume del Espíritu, "que todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios" (1 Cor 2,10); al comunicárselo a la esposa del Hijo de Dios, desbordada por tanta gracia, exclama: "¡Oh abismo de la riqueza de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!" (Rom 12,33). Sólo con balbuceos y símbolos del paraíso o de la tierra prometida, que mana leche y miel (Ex 3,8.17), puede expresar lo inefable de la comunicación de Dios. El alma, más que habitar en el jardín del Edén, se convierte ella misma en jardín, y ya, no como al principio, jardín abierto, sino cerrado, bien custodiado por el Amado. Y al mismo tiempo que jardín, se hace también fuente de aguas vivas (Jr 2,13), que fluyen del Líbano, para cuantos tienen sed. De su boca brotan palabras de vida que apagan la sed de cuantos las beben con el oído de la fe. El Señor se la ofrece a la Samaritana: "Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: `dame de beber', tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva.., y el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna" (1Jn  4,10-14). Se trata del don del Espíritu Santo: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba, pues el que crea en mí, como dice la Escritura, de su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él" Qn 7,37-39).

Con razón se dice de la esposa: La fuente del jardín es pozo de agua viva, que fluye del Líbano. El pozo normalmente no fluye como la fuente, pero tiene aguas frescas, aguas vivas (Gén 26,19). "Dios es un manantial de aguas vivas y no una cisterna agrietada, que no retiene el agua" (Jr 2,13;17,13). Las aguas de Siloé guían al pueblo con dulzura (Is 8,6) más excelente que el vino. Éstas fluyen del Líbano para irrigar la tierra de Israel; de hecho, los hijos de Israel estudian los preceptos de la Torá, que son como fuente de agua viva (Jr 2,13; Is 55,1). En el altar del Templo, construido en Jerusalén y llamado Líbano, se derrama el agua en libación. Las aguas de Dios fluyen frescas como las que brotan del Líbano. La amada es graciosa y alegre, transparente como agua de fuente y de torrentes.

Tus brotes, un paraíso de granados, con frutos exquisitos: nardo y azafrán, caña aromática y canela, con todos los árboles de incienso, mirra y áloe, con los mejores bálsamos y aromas. El granado es un árbol frondoso, de flores rojas, delicadas. Su fruto, con sus múltiples celdillas para cada grano rojo, es símbolo de la fertilidad. La hija de Sión ha dado el fruto bendito de su seno, cumpliéndose en ella lo anunciado por los profetas: "El Señor consuela a Sión, pues convertirá su desierto en un edén, su yermo en paraíso del Señor" (Is 51,3); "el Señor será rocío para Israel, que florecerá como azucena y arraigará como álamo; echará vástagos, tendrá la lozanía del olivo y el aroma del Líbano; volverán a morar a su sombra, revivirán como el trigo, florecerán como la vid, serán famosos como el vino del Líbano" (Os 14,6-7); "volverán a labrar la tierra asolada, después de haber estado baldía a la vista de los caminantes, que exclamarán: Esta tierra desolada está hecha un paraíso" (Ez 36,34s).

San Agustín dice: En el huerto del Señor no sólo hay las rosas de los mártires, sino también los lirios de las vírgenes y las yedras de los casados, así como las violetas de las viudas. En la Iglesia, comunión de los renacidos en Cristo, los estados de vida están de tal modo relacionados entre sí que están ordenados el uno al otro. Son modalidades diversas y complementarias de vivir la universal vocación a la santidad en la perfección del amor. Los estados de vida están al servicio del crecimiento de la Iglesia, se coordinan dinámicamente en su única misión: ser imagen del amor de Dios. De este modo, el único e idéntico misterio de la Iglesia revela y vive, en la variedad de vocaciones, la infinita riqueza del misterio de Cristo. Así la Iglesia es como un campo espléndido por su variedad de plantas, flores y frutos. San Ambrosio dice: Un campo produce muchos frutos, pero es mejor el que abunda en frutos y flores. Ahora bien, el campo de la santa Iglesia es fecundo en unas y otras. Aquí puedes ver florecer las gemas de la virginidad, allá la rica cosecha de las bodas bendecidas por la Iglesia, que colma de mies abundante los grandes graneros del mundo; los lagares del Señor Jesús sobreabundan además de los frutos de vid lozana, frutos de los cuales están llenos los matrimonios cristianos.

¡Levántate, cierzo, ven ábrego!¡Orea mi huerto, que exhale sus aromas! ¡Entre mi Amado a su jardín y coma sus frutos exquisitos! La amada lanza una llamada a los vientos del norte y del sur, a los vientos fríos y a los cálidos, para que corran por el jardín y le hagan exhalar todos sus aromas ocultos. Y tras invocar el soplo del viento, invita a entrar al Amado. Es su jardín, pues él le ha hecho florecer. En él entra el Amado y se deleita con los frutos de la amada, que el viento de su Espíritu desprende de ella. En el jardín de delicias de la amada puede recrearse con todos sus sentidos: vista, tacto, gusto y olfato.

O quizás lo que pide la esposa a Dios es que aleje al viento cierzo, según su promesa: "Alejaré de vosotros al que viene del norte y le echaré hacia una tierra de aridez y desolación" (Jl 2,20). En cambio, implora el don del viento ábrego, que es el soplo del Espíritu de Dios: "Viene Dios de Temán, el Santo, del monte Parán. Su majestad cubre los cielos, de su gloria está llena la tierra" (Hab 3,3). Con el soplo del Espíritu Santo el huerto, el corazón de la esposa dará los frutos que agradan al Esposo, cuyo alimento es hacer la voluntad del Padre y llevar a cabo su obra (Jn 4,34). Levántate, cierzo, y llévate contigo las sombras de la noche, tú que soplas hacia el Occidente, la región de las tinieblas. Levántate y vete, para que yo no me aleje del Oriente, instalándome en la confusión de Babel (Gén 11,2). Levántate cierzo y huye con tus pretensiones de grandeza, para que venga el ábrego y me lleve hacia Oriente, hacia el Sol de justicia, mi Señor. Vete, cierzo, para que venga el ábrego, pues no hay nada en común entre la justicia y la iniquidad, entre la luz y las tinieblas, entre Cristo y Belial (2Cor 6,14). Sólo si se disipan las tinieblas, brilla la luz: "Los que viven en la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz, ya que las tendencias de la carne llevan al odio a Dios, de modo que los que están en la carne no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros" (Rom 8,5-9).

Éste es el deseo de la esposa: despojarse del hombre viejo para revestirse del hombre nuevo (Col 3,9). Revestida de las armas de Dios puede resistir a las asechanzas del Diablo en el día malo (Ef 6,10ss). En pie, ceñida la cintura con la Verdad, revestida de la Justicia como coraza, calzados los pies con el celo por anunciar el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la Fe, para poder apagar con él todos los dardos encendidos del Maligno; tomando además el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios; siempre
en oración y súplica (Ef 6,14ss). Ordena al cierzo, que se aleje de su huerto, para que el ábrego le oree de todos los residuos de su vida anterior de pecado. El cierzo es el viento del invierno; trae desolación y tristeza (Mt 24,20), pues arrasa flores y verdor del jardín, donde la esposa desea exhalar sus aromas y que entre el Esposo y se deleite con los frutos exquisitos del ábrego, del viento del Espíritu (He 2,2ss). Ya sabe la esposa que si sopla el viento del Espíritu, se derrite el hielo y corren las aguas (Sal 147,17).

¡Entre mi Amado a su jardín y coma sus frutos exquisitos! La esposa invita al Amado a comer de sus frutos. Ha preparado en sí el alimento que le agrada: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (1Jn 4,34). Hacer la voluntad del Padre y realizar su obra es la misma cosa, pues "Él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (1Tim 2,4). Éste es el alimento exquisito que desea y espera el Amado encontrar en el jardín de la esposa, de la Iglesia, de cada fiel, que todos los días implora: "Santificado sea tu Nombre" y "hágase tu voluntad" (Mt 6,9-10).

Antes de que la esposa termine de hablar, él le dice: Heme aquí en mi jardín, he entrado a recoger mi bálsamo y mi mirra, a comer de mi miel y mi panal, a beber de mi leche y de mi vino. Con prontitud escucha el Amado el deseo de la esposa (Lc 18,6-8). Se deleita recogiendo los frutos que él mismo ha hecho crecer en el jardín de la esposa, "porque de él, por él y para él son todas las cosas" (Rom 11,35). Dice el Señor a la casa de Israel: He venido a mi Templo que tú, hermana mía, asamblea de Israel, que eres como una esposa casta, me has construido y he hecho habitar en medio de ti mi Shekinah (1 Re 8,10-13). He aceptado el incienso de tus aromas, que has preparado para mi Nombre; he mandado fuego del cielo, que ha consumido los holocaustos y el sacrificio santo (2Cr 7,1); me ha sido agradable la libación de vino rojo y blanco, que los sacerdotes han derramado sobre mi altar. Y ahora, ¡venid, sacerdotes que amáis mis mandamientos! ¡Comed y gozaos de cuanto ha sido preparado para vosotros!

¡Comed, amigos, bebed, embriagaos! Se puede comparar a un rey que organizó un banquete e invitó a muchos huéspedes. Después de probar los manjares y el vino, dice a los invitados: comed también vosotros, bebed también vosotros, bebed y embriagaos, mis amigos. El gozo del amor impulsa a los amantes a compartirlo con los demás, haciéndoles partícipes de su alegría: "El Señor prepara un banquete para todos los pueblos, en esta montaña, un festín de vinos generosos, de manjares exquisitos, de vinos de solera. Alegrémonos y celebremos su salvación" (Is 25,6-12). "Escuchadme y comed lo que es bueno: os deleitaréis con manjares exquisitos" (Is 55,2). Todos los compañeros del Amado y las compañeras de la amada son invitados a participar en el banquete nupcial (Mt 25,1-13; 22,1-14; Mc 2,19-20). El amor tiene una fuerza tal que se derrama y busca provocar amor. Resuena la invitación del esposo al banquete: "Oíd, sedientos todos, acudid por agua, también los que no tenéis dinero: venid, comprad trigo, comed sin pagar, vino y leche de balde. Aplicad el oído y acudid a mí, oíd y vivirá vuestra alma" (Is 55,lss).

Dichoso el jardín que tiene a Cristo como labrador, pues al tiempo oportuna dará frutos variados: el buen perfume de la mirra en el tiempo de la purificación de los miembros terrenos (Col 3,5); pan que nutre y fortifica en el tiempo de crecimiento hasta lograr la estatura del hombre adulto, condimentado con la miel del panal, pan de la resurrección. Y para los sedientos no falta el vaso de leche y la copa de vino. Los amigos son sus hermanos más pequeños (Mt 25,40), sus discípulos, invitados a disfrutar de los frutos del jardín: ¡Comed, amigos míos, bebed, embriagaos, hermanos míos! "Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: "Tomad comed, éste es mi cuerpo. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados" (Mt 26,26-28). Es la invitación a la "sobria embriaguez", de la que gozan quienes se nutren de la abundancia de la casa del Señor, como Pablo (2Cor 5,13) y Pedro (He 10,10-16).