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MUTUA CELEBRACIÓN DE LOS DOS: 1,9-2,7


a) Palabra celebrativa

Dios se comunica al hombre personalmente y no mediante ideas. La fe, más que razonarla, se testimonia. Dios se revela actuando y actúa hablando. Su Palabra —Dabar Yahveh— es acción, acontecimiento y no manifestación de verdades abstractas. Dios, más que hablar de sí, se da a conocer actuando. La Palabra de Dios antecede, acompaña y supera a la Escritura; se hace viva en la Iglesia; al proclamarla, la Iglesia reviste el esqueleto de la Escritura de carne y le da vida. El lenguaje de Dios es, pues, un lenguaje histórico-salvífico, celebrativo; se hace Palabra de Dios en la celebración, donde el mensaje de salvación del Evangelio, ya incoado en el Antiguo Testamento y cumplido en Jesucristo, se hace actual y operante en la Iglesia. La fe confesada en la adhesión a la Palabra de Dios es celebrada en los sacramentos y vivida en la caridad cristiana.

En la celebración de la asamblea, al proclamar la Escritura, habla Dios mismo: "Pues cuando se proclama en la Iglesia la Sagrada Escritura es Él (Cristo) quien habla" (sc 7). "En la Liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el Evangelio. Y el pueblo responde con el canto y la oración" (Id. 33). La liturgia es el coloquio del esposo y la esposa: En la alabanza, la esposa, es decir, la Iglesia, habla de su amado y se complace en decir todas sus bellezas; en la lectura, el amado le habla a su vez y la regocija con el sonido de su voz; finalmente, en la oración, la esposa que ha hablado al esposo, que ha reconocido su presencia y oído su voz, le habla a su vez y le confía sus deseos, sus dolores y alegrías, sus necesidades y acciones de gracias.

El cristiano, engendrado en la Pascua de Cristo, celebra su fe en la liturgia y en la vida, sin divorcio entre ellas, porque la Pascua es la fiesta de la Vida. "Cristo resucitado convierte la vida en una fiesta perenne" (S. Atanasio). El mismo Jesús compara constantemente el reino de Dios, predicado y vivido por Él, con la "alegría de las bodas". Como "primogénito de los muertos" y "conductor de la vida" contra los poderes de la muerte, Él es "el que guía las danzas nupciales" y la comunidad es "la esposa que danza con Él", como decía S. Hipólito. Él es "el Señor de la gloria" (1Cor 2,8). La gracia del perdón se manifiesta en la asamblea en fiesta, en el banquete, en el canto, en las salas tapizadas y llenas de luces y flores, en las danzas, en la alegría de la celebración y de la vida (Lc 15,11 ss).

El Cantar habla con imágenes, que expresan el encanto interior del amado o de la amada. Lo que se ofrece a la vista no es un paisaje exterior, sino interior, lo que acontece en el corazón. Los seres, con que se comparan el amado y la amada, son tomados como símbolos por lo que sugieren, por los sentimientos que despiertan. La torre, la fruta sabrosa, el huerto, la paloma son símbolos de la amada porque alguna cualidad de ellos apunta a un rasgo interior de ella: "La belleza de la mujer ilumina el rostro; si habla, además, con dulzura, su marido no es ya como un mortal" (Eclo 36,22s). "Una mujer virtuosa supera en precio el de las perlas" (Pr 31.10). "Encontrar mujer es la mejor de las venturas; ella es ayuda, fortaleza y columna de apoyo" (Eclo 36,29). Bella es Eva en cuanto ayuda adecuada para Adán; bella es Rebeca para Isaac en cuanto consuelo por la muerte de su madre (Gén 24,67). El amado y la amada, abrazados en el Edén recreado, se alaban mutuamente, evocando lo más hermoso que Dios ha creado: joyas, oro, plata, nardo, mirra, vino y vides, palomas, cedros, cipreses, azucenas, lirios, manzanas, frutos sabrosos, gacelas y ciervos...

Los rasgos con que el Cantar describe al amado o a la amada están tomados del mundo visible y tangible, cercano y asequible, pero sin pretender nunca hacer una descripción física. Las cosas hablan, más que por lo que son, por lo que suscitan y evocan. Los símbolos comunican las vivencias que embargan el corazón, así hacen partícipes a los demás de las emociones interiores. Las personas, los seres, las cosas son interiorizados para balbucir con su ayuda lo inefable.


b) A mi yegua te comparo

Después de haber hablado la esposa, los amigos del esposo y las compañeras de la esposa, ahora es el mismo esposo quien habla. La esposa se ha preparado, purificándose, para acoger la voz del esposo y participar de su misma vida, pues él se da a sí mismo en su palabra. Para escuchar su voz en el Sinaí, Israel se preparó con abluciones durante dos días (Ex 19,16), para al tercer día al alba escuchar su palabra. Ahora Dios no hablará ya "con truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte y un poderoso resonar de trompeta" (Ex 19,16-19), sino con la suavidad de voz del esposo: "A mi yegua, entre los carros del Faraón, yo te comparo, amada mía":

Él mismo, que con su fuerza destruyó los carros y caballos del Faraón cabalgando sobre las olas del mar (Is 43,16ss), desciende ahora sobre la amada para destruir las potencias enemigas. También en ti, amada mía, he derrotado al enemigo, haciéndote atravesar las aguas del bautismo, donde quedaron sepultados los carros del Faraón, que te habían esclavizado. Canta con el Profeta: "Contra el mar arde tu furor, Yahveh, que montas en tus caballos, en tus carros de victoria" (Hab 3,8). "El carro de Dios, tirado por millares de miríadas, lleva a Dios desde el Sinaí al Santuario" (Sal 67,18). Es el "carro de fuego con caballos de fuego" (2Re 2,11s) que arrebata de la tierra al cielo. Son los caballos de Zacarías (1,10s) que recorren la tierra y llevan la paz al mundo. Dios cabalga sobre su yegua llevando la salvación: "Cabalga el Señor sobre un querubín cerniéndose sobre las alas del viento" (Sal 18,11). Sobre la amada recorre la tierra destruyendo los carros del enemigo, "los caballos lustrosos y vagabundos, que relinchan por la mujer de su prójimo" (Jr 5,8), los caballos sin rienda ni freno (Sal 31,9).

Cuando los hijos de Israel salieron de Egipto, el Faraón y sus siervos los persiguieron con sus carros (Ex 14,5-9). El camino estaba cerrado por los cuatro costados a su alrededor; a derecha e izquierda había desiertos llenos de serpientes de fuego (Dt 8,15); detrás, el impío Faraón con sus siervos; y delante, el Mar Rojo. El Señor se reveló con su potencia en el mar y lo secó abriendo un camino entre las aguas para que los israelitas cruzaran el mar. Las olas del mar tomaron apariencias de yeguas y los caballos rijosos de los egipcios corrieron tras ellas hasta quedar hundidos en el mar. La Asamblea de Israel entonó el Cántico de alabanza: "Cantaré al Señor, sublime es su victoria, caballos y carros ha arrojado en el mar. Mi fuerza y mi poder es el Señor, el fue mi salvación" (Ex 15,1ss).

Orígenes recoge esta tradición hebrea y comenta: Hay caballos del Señor, en los que monta él mismo. Son las almas que aceptan el freno de su disciplina y llevan el yugo de su dulzura, dejándose guiar por el Espíritu de Dios. En el Apocalipsis leemos que apareció un caballo y, sentado sobre él, el Verbo de Dios: "Y vi el cielo abierto; y había un caballo blanco, y el que estaba sentado sobre él era llamado fiel y veraz y que juzga y pelea con justicia. Y sus ojos eran como llama de fuego, y en su cabeza, muchas diademas, con un nombre escrito que nadie más que él conocía. Y vestía un manto empapado en sangre, y su nombre era Verbo de Dios. Y su ejército estaba en el cielo, y le seguía en caballos blancos, vestidos de lino blanco y puro" (Ap 19,11ss). El caballo blanco es el cuerpo del Señor, o sea, la Iglesia (Col 1,24), que no tiene mancha ni arruga, pues él la santificó para sí en el baño del agua (Ef 5,26-27). La milicia del Verbo de Dios monta caballos blancos y va vestida de lino blanco y puro. Esta caballería fue tomada de entre los carros del Faraón. De allí proceden todos los creyentes, pues Cristo vino a salvar a los pecadores (1 Tim 1,15), que ahora le siguen en caballos blancos, purificados por el bautismo. Dichosas, pues, las almas que curvan sus espaldas para recibir encima como jinete al Verbo de Dios y soportan su freno, de modo que pueda él llevarlos a donde quiera, según su voluntad.

El Señor, que tiene el mundo en la palma de su mano, ha querido cabalgar sobre su amada. Es el misterio de la elección de Israel, de la elección de la Iglesia. Como un caballero depende del caballo, el Señor, en un misterio insondable de amor, ha querido depender de su pueblo, para llegar a los confines de la tierra. Si sus elegidos no le llevan, su nombre no será conocido por las naciones. Si ellos no le anuncian a los hombres, éstos no recibirán la luz de su rostro.


c) Tu cuello entre collares

Bellas son tus mejillas entre los zarcillos, y tu cuello entre los collares. Cuando los israelitas salieron al desierto, el Señor dijo a Moisés: ¡Qué bello es este pueblo, al que daré mi Ley! Las Diez Palabras serán como anillos en sus fauces para que no se desvíen del buen camino, como no se desvía un caballo con el freno en la boca. Y ¡qué bello su cuello con el yugo de mis preceptos (Lam 3,27)! Es sobre ellos como yugo sobre la cerviz del buey, que ara la tierra y se sustenta a sí y a su señor: "Efraím es una novilla domada que trilla con gusto; yo colocaré el yugo sobre su cuello, engancharé a Efraín para que are, a Jacob para que labre la tierra" (Os 10,11). Los collares son las palabras de la Torá que se ensartan unas con otras, se apoyan entre ellas, cruzadas unas con otras. Con ellas el Señor hace zarcillos de oro con cuentas de plata, según dijo a Moisés: Sube y te daré las dos tablas de piedra (Ex 24,12), talladas en zafiro del trono de mi gloria (Ez 1,26; Ex 24,10); escritas por mi dedo (Ex 31,18), brillan como oro puro. En ellas las Diez Palabras son más puras que plata refinada siete veces al crisol (Sal 12,7).

Comenta Orígenes: la esposa de Cristo, la Iglesia, es también su cuerpo. En éste, unos miembros se llaman ojos, por la luz de la inteligencia; otros, oídos porque oyen la Palabra; otros, manos por las buenas obras; y hay otros que se llaman mejillas, la parte del rostro en que se reconocen la dignidad y la modestia del alma. A través de las mejillas, se dice a todo el cuerpo de la Iglesia: "Qué hermosas se han vuelto tus mejillas". No dice: qué bellas son tus mejillas, sino qué hermosas se han vuelto, pues antes no eran hermosas; sólo después de recibir los besos del esposo, y después de que él la limpió para sí con el baño del agua, dejándola sin mancha ni arruga (Ef 5,26s), entonces sus mejillas se volvieron hermosas. Efectivamente, la castidad, el pudor y la virginidad, que antes le faltaban, se esparcieron por las mejillas de la Iglesia con magnífico esplendor.

En este sentido se habla de la cerviz de la esposa, a la que Cristo dice: "Tomad sobre vosotros mi yugo, que es suave" (Mt 11,29s). A la obediencia se la llama cerviz, que se torna hermosa como un collar. A la que antes hizo fea la desobediencia, la hace hermosa la obediencia de la fe. Como la esposa toma sobre sí el yugo de Cristo, su collar es Cristo. Él fue el primero que se "hizo obediente hasta la muerte" (Flp 2,8). Y "como por la desobediencia de uno solo —es decir, Adán— todos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno —esto es, Cristo— todos serán constituidos justos" (Rom 5,19). Por eso el adorno, el collar de la Iglesia es su obediencia, por la que se hace semejante a Cristo.

Este collar se menciona en el Génesis. El patriarca Judá lo entregó a su nuera Tamar, cuando se unió a ella creyéndola meretriz (Gen 38,11 ss). Así Cristo lo da a la Iglesia, con la que se ha unido sacándola de la prostitución de sus idolatrías. Este collar de oro tiene realces de plata, pues "las palabras del Señor, palabras limpias, son plata refinada en el fuego" (Sal 11,7), "corona de gracia para tu cabeza y un collar de oro para tu cuello" (Pr 1,9). Con este collar la esposa "desborda de gozo con el Señor y se alegra con su Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona o novia que se adorna con sus joyas" (Is 61,10).

Filón de Carpasia dice que los zarcillos de oro con cuentas de plata son los mártires, que probados a través del fuego, mostraron los quilates de su fe (1 Cor 3,10ss): "Como oro en el crisol los probó y como holocausto los aceptó" (Sab 3,6). Del crisol salieron con las improntas de plata: "Llevo en mi cuerpo las señales de Jesús" (Gál 6,17). Con el testimonio de su fe "el nardo de la Iglesia exhaló la fragancia" de Cristo. Pues el martirio es la "bolsita de mirra, que reposa entre los pechos" de la Iglesia, formada con el agua y sangre brotados del costado de Cristo.

Mientras el rey se halla en su diván, mi nardo exhala su fragancia. Mientras el Rey de reyes se encontraba en su diván del firmamento, los israelitas exhalaron su perfume agradable en el Sinaí, cuando dijeron: "lo que Yahveh ha dicho haremos y escucharemos" (Ex 24,7). Bolsita de mirra es mi amado para mí, que reposa entre mis pechos. Cuando el Señor le dijo: "Ve, baja, porque tu pueblo se ha corrompido. ¡Déjame que los destruya!" (Ex 32,7.10), Moisés se volvió a él para implorar misericordia (Ex 32,11-13). Y el Señor recordó el aroma de Isaac cuando fue atado por su padre en el monte Moria y puesto sobre el altar (Gén 22,1 ss) y cesó en su ira (Ex 32,12-14) e hizo habitar su Shekinah entre ellos como antes, entre mis pechos, es decir, entre las dos barras del Arca.

El amor es dulce y amargo como la mirra: dulce al olfato y amargo al paladar. El amor es un vino oloroso, que pasa suave pero arde en las entrañas. En este mundo el amor está siempre mezclado con el sufrimiento, pues no hay amor sin ofrenda de sí mismo. Sólo en el mundo futuro, cuando el Señor enjugue toda lágrima, el amor será delicia plena. Ahora es agridulce, hecho de gracia y perdón. Son la miseria del hombre y la misericordia de Dios unidas en el amor. El amor es fuerza y debilidad; hace al hombre atrevido y vulnerable; como flecha hiere el corazón y hace languidecer el rostro. El amor es sed y agua, hambre y alimento de vida; suscita anhelo en la ausencia y gozo en la presencia del amado; se tiñe de nostalgia, da alas para la búsqueda, se goza en la unión. "Es paciente, servicial, no se engríe, no toma en cuenta el mal, se alegra con la verdad; todo lo excusa, cree todo, todo lo espera. Soporta todo" (1Cor 13,4ss). Es muerte y resurrección, pues es más fuerte que la muerte.

Mientras el rey se hallaba en su diván, mi nardo exhaló su fragancia. La esposa, yegua de Dios en la batalla contra el Faraón, es el diván donde se sienta el rey victorioso. Gracias a la fe, la esposa recibe al esposo y se hace trono de su presencia: "Porque nosotros somos santuario de Dios vivo, que dijo: en medio de ellos habitaré y andaré entre ellos" (2Cor 6,16), pues son "instrumento de elección para llevar mi nombre ante los gentiles" (He 9,15). La esposa puede decir: "No vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gál 2,20). La amada responde al amado, no sólo con los labios, sino con todo su ser. Su persona, invadida por el amor del amado, se transforma en amor, exhala el perfume del amor, se hace amor, que se da. Arde sin consumirse, se quema como incienso sin desaparecer. Muere de amor, sin morir, pues morir de amor es su vida.

El nardo que, mientras estaba en la esposa no había dado olor, exhaló su fragancia en cuanto tocó el cuerpo del esposo, como si el nardo recibiera el perfume del esposo. Por eso se lee en una variante: Mi nardo exhaló el olor de él. El nardo tomó el olor del esposo. Parece como si la esposa dijera: Mi nardo con el que ungí a mi esposo, al retornar hacia mí, me trajo el olor del esposo. Fruto del Espíritu de Cristo, la esposa exhala amor, alegría, paz, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedum bre, dominio de sí (Gál 5,22). Éste es el buen olor de Cristo en ella para los demás (2Cor 2,15-17). Para entenderlo, dice Orígenes, representemos aquí a la esposa-Iglesia en la persona de María, que lleva consigo una libra de perfumes de nardo puro muy caro, unge los pies de Jesús y los enjuga con sus propios cabellos (1Jn 12,3), y así, gracias a la cabellera, recibe y recupera para sí el perfume, impregnado ahora de la calidad y virtud del cuerpo de Jesús; al atraer hacia ella, no tanto el olor del nardo, sino el olor del mismo Verbo de Dios, gracias a los cabellos con los que enjugaba los pies, puso también sobre su cabeza la fragancia de Cristo. "Y toda la casa se llenó del olor del perfume". Esto indica ciertamente que el olor que procede de Cristo y la fragancia del Espíritu Santo llena con sus efluvios toda la casa, la Iglesia entera, y se expande por todo el mundo con el anuncio del Evangelio (1Jn 12,1 ss; Lc 7,37s; Mt 26,7; Mc 14,3-5).

Y no nos debe extrañar esto. Si Cristo es manantial del que fluyen ríos de agua viva y pan que da la vida eterna (1Jn 4,14;6,35;7,38), es también nardo que exhala su fragancia, haciendo cristianos (ungidos) a los que unge. Cristo se llama verdadera luz (lJn 2,8), para que los ojos del alma tengan con qué ser iluminados; palabra (1Jn 1,1), para que los oídos tengan qué oír; pan de vida (Jn 6,35), para que tenga qué gustar el gusto del alma. También a sí mismo se llama perfume o nardo, para que el olfato del alma tenga la fragancia del Verbo. El Verbo de Dios encarnado no deja un solo sentido del alma privado de su gracia. También se dice de él que es vid verdadera (Jn 15,1). Por ello puede decir la esposa: "Racimo de alheña es mi amado para mí, en las viñas de Engadí". El esposo lleva a la esposa, la Iglesia, al lagar donde se derrama la sangre de la uva, la sangre de la Nueva Alianza, para ser bebida el día de la fiesta en la planta superior, donde está preparada una gran mesa6.

6 Gén 49,11; Mt 26,28-29;Mc 14,15.24; Lc 22,1.12ss


d) ¡Palomas son tus ojos!

Esposo y esposa porfían entre sí en elogios y requiebros de amor. Ante la fragancia de la amada, responde él: ¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres!¡Palomas son tus ojos! Cuando los hijos de Israel hicieron la voluntad de su Rey, Él compuso la alabanza de ellos: ¡Qué bellas son tus obras, hija mía, amada mía, Asamblea de Israel! Son como los pichones de las palomas, dignos de ser ofrecidos sobre el altar (Lv 1,14).

El esposo que antes sólo se había fijado en el cuello y las mejillas de la esposa, ahora la mira a los ojos, espejo del alma, y le dice: "¡Palomas son tus ojos!". La esposa entiende ahora las Escrituras, no ya según la letra, sino según el Espíritu. Efectivamente, la paloma simboliza al Espíritu Santo (Mt 3,16). Por ello, entender la ley y los profetas en sentido espiritual es tener ojos de paloma. En los Salmos se habla de las alas de la paloma para volar hasta los misterios divinos y descansar en los atrios de la sabiduría (Sal 54,7). Son alas plateadas para volar a comprender la palabra (Sal 67,14), con reverberos de oro, que significan la constancia de la fe. Ahora tus ojos son palomas, pues ven y comprenden espiritualmente. Con esos ojos de paloma la esposa contempla al esposo y le ve realmente. Por ello exclama: "¡ Qué hermoso eres, amado mío, qué delicioso! Nuestro lecho es frondoso". El amor saca amor. Al amor del esposo responde el amor de la esposa. El amor humano es siempre responsorial. Él nos amó primero. Amada por él descubre el amor. Después que él la declara hermosa, descubre ella la fuente de su belleza. La esposa, que no es deudora de la carne, pues con el Espíritu ha hecho morir las obras del cuerpo (Rom 8,12), vive en el Espíritu y camina según el Espíritu (Gál 5,25); posee los ojos de la paloma y puede contemplar al esposo, cosa que antes no podía, pues "nadie puede decir: ¡Jesús es Señor! sino con el Espíritu Santo" (1 Cor 12,3).

A las palabras de la esposa responde el esposo, enseñándola la casa común: "Las vigas de nuestra casa son de cedro y sus artesonados de ciprés". Así describe Cristo a la Iglesia: "la casa de Dios es la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad" (1Tim 3,15). Y, si la Iglesia es la casa de Dios, como todo lo que tiene el Padre es del Hijo (1Jn 16,16), la Iglesia es también casa del Hijo de Dios. La Iglesia es, pues, la casa del esposo y de la esposa, unidos en una sola carne: "Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5,32). En lecho de frondas se unen y levantan la casa firme, sobre la roca de su unión. Aunque caiga la lluvia, vengan los torrentes, soplen los vientos contra ella, no caerá, porque está cimentada sobre roca firme (Mt 7,25). Los cedros del Líbano, que Dios plantó, se empapan bien y no dejan pasar la lluvia; en ellos ponen seguros sus nidos los pájaros; y en la copa, la cigüeña su casa (Sal 104,16-17). El cedro da firmeza al tálamo nupcial y el ciprés, con su fragancia, le da ornato. "De verdes frondas es nuestro lecho", dice la esposa contemplando la tierra santa, rica de olivos, de higueras, trigales y viñas. Y el esposo añade que esta frescura y verdor del amor no será pasajero, sino perenne, durará para siempre, pues las vigas son de cedro y el techo de ciprés, árboles de hoja perenne. El amor tierno y ardiente de la luna de miel será firme, imperecedero como el cedro y el ciprés.

Las vigas de nuestra casa son de cedro y sus artesonados de ciprés. Dijo Salomón: "¡Qué bello es el Santuario del Señor, que le he construido con madera de cedro!" (1Re 5,20;6,15-18). También para la reconstrucción del Templo a la vuelta del exilio "vendrá a ti el orgullo del Líbano (sus cedros), con el ciprés, el abeto y el pino para adornar mi Santuario" (Is 60,13). Pero más bello será el Santuario de los días del Rey Mesías: El cuerpo de Cristo resucitado será el lugar del culto en espíritu y verdad (1Jn 4,21s), el lugar eterno de la presencia de Dios con los hombres. Dios y el hombre se abrazarán finalmente en la intimidad de la Jerusalén celeste, cuyo Santuario es el Cordero (Ap 21,22).


e) Narciso de Sarón

La amada no tiene la pretensión del cedro, sino la humildad de una planta frágil como el narciso, que busca sombra y frescor debajo de otras plantas. Crece como el lirio de los valles en las tierras bajas; no aspira a las cimas altas: "Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no voy en busca de cosas grandes que me superan; sino que acallo mis deseos como un niño en brazos de su madre" (Sal 130). Su esplendor le viene de florecer donde el Señor la planta. Yo soy el narciso de Sarón, el lirio de los valles. Lo dice Israel: Ésa soy yo, y soy amada. El Señor me eligió por compañera. Yo soy el narciso de Sarón, porque quedé oculta a la sombra de los egipcios y él me encontró, y destilé buenas obras como un lirio, entonando ante Él mi canción (Ex 15,1). Cada año se la canto al amado: "Tendréis canción como en la noche en que celebrasteis la fiesta" (Is 30,29). Yo soy el narciso, porque estuve oculta a la sombra del Mar Rojo y destilé buenas obras como un lirio y le señalé con el dedo al salir de mi inmersión: "Él es mi Dios y he de alabarle" (Ex 15,2). Yo soy el narciso, porque estuve escondida a la sombra del Sinaí y destilé como un lirio buenas obras, diciendo ante Él: "todo lo que ha dicho Yahveh haremos y obedeceremos" (Ex 24,7). Yo soy el narciso, porque pisoteada a la sombra de los imperios, cada vez que él me libera destilo buenas obras como un lirio y le dedico un cántico nuevo: "Cantad a Yahveh un cántico nuevo, su diestra me ha salvado, su brazo santo" (Sal 98,1).

Se llama narciso y lirio, dos flores que crecen en lugares húmedos y poco soleados, pues necesitan de mucha agua: "como lirio junto a un manantial" (Edo 50,10). Y sin embargo el desierto dice: Yo soy amado, pues todas las cosas buenas del mundo están ocultas en mí, como está escrito: "Pondré en el desierto cedros y acacias" (Is 41,19). El Señor las puso en mí para que estuvieran resguardadas y, cuando Él me las pidiera, yo le retornara su depósito sin detrimento. Y yo destilo buenas obras y entono ante Él una canción: "Alégrese el desierto y el yermo" (Is 35,1). También dijo la tierra: Ésa soy yo y soy amada, pues todos los muertos se hallan ocultos en mí, como está escrito: "Revivirán tus muertos, mis cadáveres resurgirán" (Is 26,19). Cuando el Señor me los reclame, se los devolveré y destilaré buenas obras como una azucena, y entonaré una canción ante Él: "Desde el borde de la tierra oímos cánticos" (Is 24,16). El narciso crece al final del invierno; es uno de los pregoneros que madrugan para anunciar la primavera. Los campos se vuelven alegres con su aparición. El Padre les viste como "ni siquiera Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos" (Mt 6,28ss).

Como flor entre los cardos es mi amada entre las muchachas. Es la flor silvestre, no cultivada por la mano del hombre, sino que florece con la lluvia y se abre con el calor del sol. Las espinas son su protección o las que laceran sus pétalos. Cuando me desvío del camino del Señor, Él aleja de mí su Shekinah y yo, como flor que crece entre espinas, veo mis pétalos lacerados. Sin embargo, como una flor que languidece con el bochorno, pero al recibir el rocío rebrota, así languidezco en medio del mundo, pero cada día rebroto al recibir el rocío del Señor: "Seré como rocío para Israel que, como una flor, se abrirá" (Os 14,6).

Como una flor despunta entre las malas hierbas, así también Israel despunta entre las naciones extranjeras: "cuantos los ven los reconocen, pues son una descendencia que Yahveh ha bendecido" (Is 61,9). Y, como una flor no deja de serlo mientras conserva su aroma, así Israel no dejará de existir mientras conserve la Torá y las buenas obras. Y, como una flor no tiene otra razón de ser que esparcir su aroma, así también los justos no fueron creados más que para la salvación del mundo. Y, como las flores son para días festivos, así Israel lo es para la salvación futura. Se asemeja a un rey que tenía un huerto; lo removió y plantó en él una fila de higueras, otra de vides, otra de granados y otra de manzanos. Después lo puso en manos del hortelano y se fue. Al cabo de un tiempo volvió el rey y se paseó por el huerto para ver qué había producido y lo encontró lleno de cardos y de espinos. Buscó entonces a unos leñadores para talarlo, pero entre los cardos vio un capullo de rosa; lo cogió, lo olió y recuperó su buen humor. Entonces dijo: por esta sola flor se ha de salvar todo el huerto.

Por eso el Señor ordenó a Moisés que dijera a los israelitas: Hijos míos, cuando estabais en Egipto erais "como una flor entre los cardos", y ahora que vais a entrar en la tierra de Canaán seguiréis siendo "como una flor entre los cardos"; "No haréis lo que hacen los egipcios, donde habéis estado, ni conforme a los cananeos, a cuyo país os llevo" (Lv 18,3).

Como una flor entre los cardos es mi hermana entre las muchachas. "Mi hermana" dice la versión que comenta Gregorio de Nisa, con lo que subraya el camino progresivo de unión entre Cristo y la amada. Primero fue comparada a la yegua; luego es llamada amiga y ahora es hermana. Esto significa que ha escuchado su palabra y cumple la voluntad del Padre. Pues Jesús dice: "Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra del Dios y la cumplen" (Lc 8,21), y también: "Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,50). Con su oído atento, la esposa, lirio entre cardos, ha olvidado su pueblo y la casa de su padre, por lo que el rey se ha prendado de su belleza y la llama "hermana mía", hija del Padre, gracias al Espíritu de adopción, que ha recibido (Rom 8,15).


f)
Manzano entre los árboles del bosque

Entre todos los árboles, la esposa, amante de los perfumes, elige, para comparar al esposo, al manzano, árbol fecundo de fruta y que exhala el perfume más fuerte y agradable. Como un manzano entre los árboles del bosque, así mi Amado entre los jóvenes. A su sombra deseo sentarme, pues su fruto es dulce a mi paladar. Así alabó al Señor la asamblea de Israel cuando se reveló en el Sinaí y le dio su Torá. Entonces Israel gozó sentándose a la sombra de su Shekinah. Las palabras de la Torá fueron dulces a su paladar (Sal 119,103).

Como el manzano sobresale entre los otros árboles del bosque, así también el esposo supera a todos en sabor y en olor, satisfaciendo al gusto y al olfato. La Sabiduría prepara una mesa con diversos manjares y en ella, no sólo pone el pan de vida, sino que inmola la carne del Verbo; y no sólo escancia en la copa su vino (Pr 9,2ss), sino que sirve también en abundancia manzanas dulces y olorosas, que endulzan labios y boca, conservando dentro de ésta el dulzor: "¡Cuán dulces al paladar son tus palabras, más que miel en mi boca!" (Sal 19,11). Gracias al esplendor del Amado, la Iglesia brilla como antorcha en medio de una generación tortuosa y perversa (Flp 2,15). Pues el Amado, como manzano, que da alimento, jugo y olor, le ha dado comida, bebida y perfume: su cuerpo, su sangre y el Espíritu Santo (Mt 26,27-28; Jn 20,22). "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida" (1Jn 6,54s).

Quien se sienta a la sombra de los árboles silvestres, que no dan fruto, se sienta en la región de sombras de muerte (Mt 4,16). De ellos dice el Evangelio: "Mira, el hacha está ya puesta a la raíz del árbol, pues todo árbol que no dé buen fruto será cortado y echado al fuego" (Mt 3,10). La esposa, por ello, desea sentarse a la sombra del manzano, esto es, bajo la protección del Hijo de Dios, meditando sin cesar su palabra, rumiéndola siempre como animal puro (Sal 1,2; Lv 11,3). A él había dicho la esposa: "A tu sombra viviremos entre los gentiles" (Lam 4,20), "guárdame como la pupila de los ojos, escóndeme a la sombra de tus alas" (Sal 17,8). Y el ángel del Señor dijo a la esposa, a María: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lc 1,35).

Puestos a la sombra de Cristo, hemos pasado de estar bajo la ley a estar bajo la gracia (Rom 6,15). La ley sólo contenía la sombra de los bienes futuros (Heb 10,1; Col 2,16; Heb 8,5). Siendo Cristo camino, verdad y vida, bajo él nos ponemos a la sombra del camino, a la sombra de la verdad y a la sombra de la vida: "¡Qué precioso tu amor, oh Dios! Los hijos de Adán se cobijan a la sombra de tus alas" (Sal 36,8). Caminando por este camino que es Cristo, llegaremos a contemplar cara a cara lo que antes sólo veíamos en sombra y enigmas (1 Cor 13,12). Sólo la sombra del manzano, de Cristo, puede librar a la esposa del ardor de aquel sol que, en cuanto sale, seca y mata la semilla, que tiene raíces poco profundas (Mt 13,6). La sombra de Cristo, es decir, la fe en su encarnación, lo apaga. Por ello podemos decir: "Bajo la sombra de tus alas exultaré" (Sal 56,1). Sentada bajo tu sombra esperaré hasta que despunte el día y huyan las sombras.


g) En la bodega del Amado

Me metió en su bodega y el estandarte que enarbola sobre mí es el amor. La Asamblea de Israel dijo: Me metió el Señor en la gran bodega del Sinaí y allí me entregó la Torá. La esposa, que ya ha visto la cámara real del tesoro, ahora es introducida en la sala del vino, para participar del banquete real y disfrutar del vino de la alegría, pues allí "la Sabiduría ha mezclado su vino" (Pr 9,2) y ha invitado a los sencillos: "Venid, comed mis panes y bebed el vino que yo he mezclado para vosotros" (Pr 9,5). Es la sala del banquete, en el que los de oriente y de occidente se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de Dios (Mt 8,11). En ella se sirve el vino de aquella vid que dice: "Yo soy la vid verdadera" (1Jn 15,1) y que el Padre, celestial labrador, ha exprimido. Éste es el vino que produjeron aquellos sarmientos que permanecieron en Jesús: "Todo sarmiento que no permanece en mí no puede producir fruto" (1Jn 15,4ss). Con este vino desean embriagarse los justos y los santos, que cantan: "Y tu copa embriagadora ¡qué hermosa es!" (Sal 23,5). En nada se parece al vino con que se embriagan los amantes de la falsedad, que "comen manjares de maldad y se embriagan con vino de iniquidad" (Pr 4,17); "su cepa era de la vid de Sodoma, y sus pámpanos de Gomorra; sus uvas, uva de ira; y sus racimos, amargos; ponzoña de áspides y veneno de víboras era su vino" (Dt 32,32).

El vino que procede de la vid verdadera, en cambio, es siempre nuevo y sólo se conserva en odres nuevos (Mt 9,17). De él decía Jesús a sus discípulos: "Lo beberé nuevo con vosotros en el reino de mi Padre" (Mt 26,29). Es el mandamiento nuevo del amor, el estandarte que enarbola el amado sobre la esposa, que ha aprendido ya que el amor es lo único que nunca pasa (1Cor 13,8.13). Por ello, la esposa, según el comentario de Gregorio de Nisa, dice: Hacedme entrar en la casa del vino, que se sacie mi amor. Es tal la sed, que siente la esposa, que no le basta el "vino mezclado de la sabiduría" (Pr 9,2-6), que le derraman en la boca, sino que quiere ser introducida en la bodega del vino y beber directamente del lagar, que rebosa de mosto (Pr 3,10), quiere ver los mismos racimos, que son exprimidos en el lagar, más aún, desea llegar a la misma vid que produce la uva; quiere ver incluso al cultivador de la vid verdadera (1Jn 15,1), que ha dado un fruto tan nutritivo y dulce. Quiere' saber cómo se han vuelto rojos los vestidos del esposo, al que pregunta: ¿Y por qué está rojo tu vestido como el de un lagarero? (Is 63,2). Le complace oír su respuesta: "El lagar he pisado yo solo; de mi pueblo no hubo nadie conmigo. Los pisé con furia y salpicó su sangre mis vestidos". Por ello ansía entrar en la bodega del vino. Sólo allí puede saciarse su amor, embriagada en el Amor, que es Dios mismo (1Jn 4,8).

De este amor se siente herida la esposa y dice: Confortadme con pasteles de pasas, reanimadme con manzanas, que estoy herida de amor. La fuerza del amor, como los efluvios del vino nuevo en fermentación, hacen que la esposa se desvanezca y pida que la sostengan con pasteles de pasas y manzanas, frutos de la vid verdadera y del manzano. En efecto, la Iglesia se sustenta y se apoya sobre aquellos que fructifican por permanecer unidos a Cristo, "árbol de la vida" (Ap 2,7). Como comenta santa Teresa: "En lo activo, y que parece exterior, obra lo interior, y cuando las obras activas salen de esta raíz, son admirables y olorosísimas flores, porque proceden del árbol de amor de Dios y por solo él, sin ningún interés propio, y estiéndese el olor de estas flores para aprovechar a muchos". El Padre, buen labrador, planta estos árboles en la Iglesia de Cristo, que es el huerto de las delicias (Gén 2,15). En cambio "toda planta que no plantó mi Padre celestial será desarraigada" (Mt 15,13). Las plantas del Padre no son desarraigadas porque echan raíces profundas en la humildad, descendiendo hasta lo más hondo como Cristo: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo, el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo; semejante a los hombres, apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre" (Flp 2,5ss). San Juan de la Cruz canta: "En la interior bodega de mi Amado bebí, y cuando salía por toda aquesta vega ya cosa no sabía y el ganado perdí que antes seguía. Allí me dio su pecho, allí me enseñó ciencia muy sabrosa y yo le di de hecho a mí, sin dejar cosa; allí le prometí de ser su esposa".

Si hay alguien que alguna vez se abrasó en este fiel amor del Verbo de Dios; si hay alguien que ha recibido la dulce herida de su saeta escogida (Is 49,2); si hay alguien que ha sido traspasado por su dardo amoroso, hasta el punto de suspirar día y noche por él, hasta no saber ni gustar, pensar, desear o esperar mas que a él: esta alma con toda razón dice: Estoy herida de amor, y la herida la recibí de aquel que "me puso como saeta escogida en su aljaba" (Is 49,2). La flecha de amor, que la traspasó el corazón, la convierte a su vez en flecha de amor, en manos del Señor (Sal 126,4). El golpe de la flecha, que hiere a la esposa, se transforma en alegría nupcial. Es lo que desea la amada: "Descubre tu presencia y máteme tu vista y hermosura, mira que la dolencia de amor, que no se cura sino es con la presencia y la figura" (San Juan de la Cruz). "¡Oh Dios, visita a esta viña que plantó tu diestra! Esté tu mano sobre el hombre de tu diestra y no volveremos a apartarnos de ti. Haznos volver y que brille tu rostro sobre nosotros para que seamos salvos" (Sal 80,15ss).

Existen también las saetas de fuego del maligno (Ef 5,16), que hieren de muerte al alma que no está protegida con el escudo de la fe. De tales saetas dice el salmo: "Mira, los pecadores tensaron el arco, prepararon sus saetas en la aljaba, para herir en lo oscuro a los rectos de corazón" (Sal 10,2). Estos demonios invisibles tienen saetas de fornicación, de codicia, de avaricia, de jactancia, de vanagloria... Con ellas traspasan al alma que no se halle revestida con la armadura de Dios, cubriéndose por entero con el escudo de la fe (Ef 6,11 ss). Pues, si encuentran al hombre protegido con el escudo de la fe, aunque sean saetas encendidas con las llamas de las pasiones y con los incendios de los vicios, la fe apaga todas.

El esposo, solícito ante el desmayo de la esposa, acude con un remedio mejor del que ella pedía: la toma en sus brazos. Su izquierda está bajo mi cabeza, y su diestra me abraza. Cuando el pueblo de Israel marchaba por el desierto la nube de la gloria de Dios lo abrazaba, librándoles del ardor del sol; como un padre lleva en brazos a su hijo pequeño, les precedía en el camino, para encontrar el lugar donde acampar (Nm 10,33; Dt 33,33), abajando las montañas y alzando los valles (Is 40,4; Bar 5,7); matando las serpientes de fuego y los escorpiones del desierto (Dt 8,15).

Su izquierda está bajo mi cabeza y su diestra me abraza. La izquierda contiene riquezas y gloria; y la derecha, largura de vida (Pr 3,16). Ahora bien, ¿qué riquezas y qué gloria tiene la Iglesia, sino las que recibió de aquel que, siendo rico, se hizo pobre para que ella se hiciera rica con su pobreza (2Cor 8,9)? ¿Y qué gloria? Indudablemente aquella de la que dice: Padre, glorifica a tu Hijo (Jn 12,28), señalando la gloria de la Pasión. La fe en la Pasión de Cristo es la gloria y riqueza de la Iglesia contenidas en su izquierda. Esta izquierda es la que la Iglesia desea tener bajo su cabeza y así tenerla protegida con la fe en quien reclinó su cabeza en el madero del pesebre y en el de la cruz. La izquierda es el tiempo presente y la derecha la vida eterna; en este tiempo, la esposa reposa apoyada sobre el Amado; y de él recibirá después en herencia la gloria (Pr 3,16), cuando, puesta a su derecha, le diga: "Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino, preparado para vosotros desde la creación del mundo" (Mt 25,34).

La esposa, desvanecida, se ha dormido con la cabeza apoyada en el brazo izquierdo del esposo, que la abraza con el derecho. El esposo la contempla con amor y no quiere que nada ni nadie interrumpa su abrazo de amor. Ya se despertará cuando oiga la voz del esposo. ¡Os conjuro, hijas de Jerusalén, por las gacelas, por las ciervas del campo, no despertéis ni desveléis a mi Amor hasta que le plazca!